Los crímenes de la calle
Morgue
(Traducción de Julio Cortázar)
La canción
que cantaban las sirenas, o el nombre que adoptó
Aquiles
cuando se escondió entre las mujeres, son cuestiones
enigmáticas,
pero que no se hallan más allá de toda conjetura.
Sir Thomas
Browne
Las características de la inteligencia
que suelen calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de
análisis. Sólo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas
sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo
goce. Así como el hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita
con aquellos ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista
halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza
incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su
talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al
solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria,
parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial
y profunda, tienen todo el aire de una intuición. La facultad de resolución se
ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en especial
por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones
retrógradas, se denomina análisis, como si se tratara del análisis par
excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador de
ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De ahí
se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la naturaleza
de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir aquí un
tratado, sino que me limito a prologar un relato un tanto singular, con algunas
observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para afirmar que el
máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el modesto juego de
damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la estudiada frivolidad
del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y
singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta complejo es
equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo. Aquí se
trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo instante, se comete un
descuido que da por resultado una pérdida o la derrota. Como los movimientos
posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las posibilidades de descuido
se multiplican y, en nueve casos de cada diez, triunfa el jugador concentrado y
no el más penetrante. En las damas, por el contrario, donde hay un solo
movimiento y las variaciones son mínimas, las probabilidades de inadvertencia
disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la atención, y las ventajas
obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de una perspicacia superior.
Para hablar menos abstractamente,
supongamos una partida de damas en la que las piezas se reducen a cuatro y
donde, como es natural, no cabe esperar el menor descuido. Obvio resulta que
(si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo puede decidir la victoria algún
movimiento sutil, resultado de un penetrante esfuerzo intelectual. Desprovisto
de los recursos ordinarios, el analista penetra en el espíritu de su oponente,
se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único
método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o
precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha reparado en el
whist por su influencia sobre lo que da en llamarse la facultad del cálculo, y
hombres del más excelso intelecto se han complacido en él de manera
indescriptible, dejando de lado, por frívolo, al ajedrez. Sin duda alguna, nada
existe en ese orden que ponga de tal modo a prueba la facultad analítica. El mejor
ajedrecista de la cristiandad no puede ser otra cosa que el mejor ajedrecista,
pero la eficiencia en el whist implica la capacidad para triunfar en todas
aquellas empresas más importantes donde la mente se enfrenta con la mente.
Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección en el juego que incluye la
aprehensión de todas las posibilidades mediante las cuales se puede obtener
legítima ventaja. Estas últimas no sólo son múltiples sino multiformes, y con
frecuencia yacen en capas tan profundas del pensar que el entendimiento
ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar con atención equivale a recordar
con claridad; en ese sentido, el ajedrecista concentrado jugará bien al whist,
en tanto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles
de manera general y satisfactoria. Por tanto, el hecho de tener una memoria
retentiva y guiarse por «el libro» son las condiciones que por regla general se
consideran como la suma del buen jugar. Pero la habilidad del analista se
manifiesta en cuestiones que exceden los límites de las meras reglas.
Silencioso, procede a acumular cantidad de observaciones y deducciones. Quizá
sus compañeros hacen lo mismo, y la mayor o menor proporción de informaciones
así obtenidas no reside tanto en la validez de la deducción como en la calidad
de la observación. Lo necesario consiste en saber qué se debe observar. Nuestro
jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el
juego, rechaza deducciones procedentes de elementos externos a éste. Examina el
semblante de su compañero, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de
sus oponentes. Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano;
a menudo cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que
sus tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que
avanza el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de
expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la
contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la
recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por
la manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o
descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente
ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el
orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o el temor… todo
ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones sobre la
realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas
de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión como
si los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas.
El poder analítico no debe confundirse
con el mero ingenio, ya que si el analista es por necesidad ingenioso, con
frecuencia el hombre ingenioso se muestra notablemente incapaz de analizar. La
facultad constructiva o combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el
ingenio, y a la que los frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un
órgano aparte, considerándola una facultad primordial, ha sido observada con
tanta frecuencia en personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha
provocado las observaciones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y
la aptitud analítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y
la imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe
observar que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el
hombre verdaderamente imaginativo es siempre un analista.
El relato siguiente representará para el
lector algo así como un comentario de las afirmaciones que anteceden.
Mientras residía en París, durante la
primavera y parte del verano de 18…, me relacioné con un cierto C. Auguste
Dupin. Este joven caballero procedía de una familia excelente -y hasta
ilustre-, pero una serie de desdichadas circunstancias lo habían reducido a tal
pobreza que la energía de su carácter sucumbió ante la desgracia, llevándolo a
alejarse del mundo y a no preocuparse por recuperar su fortuna. Gracias a la
cortesía de sus acreedores le quedó una pequeña parte del patrimonio, y la
renta que le producía bastaba, mediante una rigurosa economía, para subvenir a
sus necesidades, sin preocuparse de lo superfluo. Los libros constituían su
solo lujo, y en París es fácil procurárselos.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en
una oscura librería de la rue Montmartre, donde la casualidad de que ambos
anduviéramos en busca de un mismo libro -tan raro como notable- sirvió para
aproximarnos. Volvimos a encontrarnos una y otra vez. Me sentí profundamente
interesado por la menuda historia de familia que Dupin me contaba
detalladamente, con todo ese candor a que se abandona un francés cuando se trata
de su propia persona. Me quedé asombrado, al mismo tiempo, por la
extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre todo, sentí encenderse mi
alma ante el exaltado fervor y la vívida frescura de su imaginación. Dado lo
que yo buscaba en ese entonces en París, sentí que la compañía de un hombre
semejante me resultaría un tesoro inestimable, y no vacilé en decírselo. Quedó
por fin decidido que viviríamos juntos durante mi permanencia en la ciudad, y,
como mi situación financiera era algo menos comprometida que la suya, logré que
quedara a mi cargo alquilar y amueblar -en un estilo que armonizaba con la
melancolía un tanto fantástica de nuestro carácter- una decrépita y grotesca
mansión abandonada a causa de supersticiones sobre las cuales no inquirimos, y
que se acercaba a su ruina en una parte aislada y solitaria del Faubourg
Saint-Germain.
Si nuestra manera de vivir en esa casa
hubiera llegado al conocimiento del mundo, éste nos hubiera considerado como
locos -aunque probablemente como locos inofensivos-. Nuestro aislamiento era
perfecto. No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un secreto
celosamente guardado para mis antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos
años que había dejado de ver gentes o de ser conocido en París. Sólo vivíamos
para nosotros.
Una rareza de mi amigo (¿qué otro nombre
darle?) consistía en amar la noche por la noche misma; a esta bizarrerie, como
a todas las otras, me abandoné a mi vez sin esfuerzo, entregándome a sus
extraños caprichos con perfecto abandono. La negra divinidad no podía
permanecer siempre con nosotros, pero nos era dado imitarla. A las primeras
luces del alba, cerrábamos las pesadas persianas de nuestra vieja casa y
encendíamos un par de bujías que, fuertemente perfumadas, sólo lanzaban débiles
y mortecinos rayos. Con ayuda de ellas ocupábamos nuestros espíritus en soñar,
leyendo, escribiendo o conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada
de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces a la calle tomados del brazo,
continuando la conversación del día o vagando al azar hasta muy tarde, mientras
buscábamos entre las luces y las sombras de la populosa ciudad esa infinidad de
excitantes espirituales que puede proporcionar la observación silenciosa.
En esas oportunidades, no dejaba yo de
reparar y admirar (aunque dada su profunda idealidad cabía esperarlo) una
peculiar aptitud analítica de Dupin. Parecía complacerse especialmente en
ejercitarla -ya que no en exhibirla- y no vacilaba en confesar el placer que le
producía. Se jactaba, con una risita discreta, de que frente a él la mayoría de
los hombres tenían como una ventana por la cual podía verse su corazón y estaba
pronto a demostrar sus afirmaciones con pruebas tan directas como sorprendentes
del íntimo conocimiento que de mí tenía. En aquellos momentos su actitud era
fría y abstraída; sus ojos miraban como sin ver, mientras su voz, habitualmente
de un rico registro de tenor, subía a un falsete que hubiera parecido petulante
de no mediar lo deliberado y lo preciso de sus palabras. Al observarlo en esos
casos, me ocurría muchas veces pensar en la antigua filosofía del alma doble, y
me divertía con la idea de un doble Dupin: el creador y el analista.
No se suponga, por lo que llevo dicho,
que estoy circunstanciando algún misterio o escribiendo una novela. Lo que he
referido de mi amigo francés era tan sólo el producto de una inteligencia
excitada o quizá enferma. Pero el carácter de sus observaciones en el curso de
esos períodos se apreciará con más claridad mediante un ejemplo.
Errábamos una noche por una larga y
sucia calle, en la vecindad del Palais Royal. Sumergidos en nuestras
meditaciones, no habíamos pronunciado una sola sílaba durante un cuarto de hora
por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció estas palabras:
-Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y
estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
-No cabe duda -repuse inconscientemente,
sin advertir (pues tan absorto había estado en mis reflexiones) la
extraordinaria forma en que Dupin coincidía con mis pensamientos. Pero, un
instante después, me di cuenta y me sentí profundamente asombrado.
-Dupin -dije gravemente-, esto va más
allá de mi comprensión. Le confieso sin rodeos que estoy atónito y que apenas
puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba
pensando en…?
Aquí me detuve, para asegurarme sin
lugar a dudas de si realmente sabía en quién estaba yo pensando.
-En Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se
interrumpe? Estaba usted diciéndose que su pequeña estatura le veda los papeles
trágicos.
Tal era, exactamente, el tema de mis
reflexiones. Chantilly era un ex remendón de la rue Saint-Denis que, apasionado
por el teatro, había encarnado el papel de Jerjes en la tragedia homónima de
Crébillon, logrando tan sólo que la gente se burlara de él.
-En nombre del cielo -exclamé-, dígame
cuál es el método… si es que hay un método… que le ha permitido leer en lo más
profundo de mí.
En realidad, me sentía aún más asombrado
de lo que estaba dispuesto a reconocer.
-El frutero -replicó mi amigo- fue quien
lo llevó a la conclusión de que el remendón de suelas no tenía estatura
suficiente para Jerjes et id genus omne.
-¡El frutero! ¡Me asombra usted! No
conozco ningún frutero.
-El hombre que tropezó con usted cuando
entrábamos en esta calle… hará un cuarto de hora.
Recordé entonces que un frutero, que
llevaba sobre la cabeza una gran cesta de manzanas, había estado a punto de
derribarme accidentalmente cuando pasábamos de la rue C… a la que recorríamos
ahora. Pero me era imposible comprender qué tenía eso que ver con Chantilly.
-Se lo explicaré -me dijo Dupin, en
quien no había la menor partícula de charlatanerie- y, para que pueda
comprender claramente, remontaremos primero el curso de sus reflexiones desde
el momento en que le hablé hasta el de su choque con el frutero en cuestión.
Los eslabones principales de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, el
doctor Nichols, Epicuro, la estereotomía, el pavimento, el frutero.
Pocas personas hay que, en algún momento
de su vida, no se hayan entretenido en remontar el curso de las ideas mediante
las cuales han llegado a alguna conclusión. Con frecuencia, esta tarea está
llena de interés, y aquel que la emprende se queda asombrado por la distancia
aparentemente ilimitada e inconexa entre el punto de partida y el de llegada.
¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al
oír las palabras que acababa de pronunciar Dupin y reconocer que correspondían
a la verdad!
-Si no me equivoco -continuó él-,
habíamos estado hablando de caballos justamente al abandonar la rue C… Éste fue
nuestro último tema de conversación. Cuando cruzábamos hacia esta calle, un
frutero que traía una gran canasta en la cabeza pasó rápidamente a nuestro lado
y le empaló a usted contra una pila de adoquines correspondiente a un pedazo de
la calle en reparación. Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló,
torciéndose ligeramente el tobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró algunas
palabras, se volvió para mirar la pila de adoquines y siguió andando en
silencio. Yo no estaba especialmente atento a sus actos, pero en los últimos
tiempos la observación se ha convertido para mí en una necesidad.
»Mantuvo usted los ojos clavados en el
suelo, observando con aire quisquilloso los agujeros y los surcos del pavimento
(por lo cual comprendí que seguía pensando en las piedras), hasta que llegamos
al pequeño pasaje llamado Lamartine, que con fines experimentales ha sido
pavimentado con bloques ensamblados y remachados. Aquí su rostro se animó y, al
notar que sus labios se movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra “estereotomía”,
término que se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía
que para usted sería imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar
en átomos y pasar de ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando
discutimos no hace mucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa
manera -por lo demás desconocida- las vagas conjeturas de aquel noble griego se
han visto confirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí,
por tanto, que usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de
Orión, y estaba seguro de que lo haría. Efectivamente, miró usted hacia lo alto
y me sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese momento.
Pero en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el
escritor satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del
remendón antes de calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual
hemos hablado muchas veces. Me refiero al verso:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Le dije a usted que se refería a Orión,
que en un tiempo se escribió Urión; y dada cierta acritud que se mezcló en
aquella discusión, estaba seguro de que usted no la había olvidado. Era claro,
pues, que no dejaría de combinar las dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo
hizo, lo supe por la sonrisa que pasó por sus labios. Pensaba usted en la
inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento había caminado algo encorvado,
pero de pronto le vi erguirse en toda su estatura. Me sentí seguro de que
estaba pensando en la diminuta figura de Chantilly. Y en este punto interrumpí
sus meditaciones para hacerle notar que, en efecto, el tal Chantilly era muy
pequeño y que estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
Poco tiempo después de este episodio,
leíamos una edición nocturna de la Gazette des Tribunaux cuando los siguientes
párrafos atrajeron nuestra atención:
«EXTRAÑOS ASESINATOS.-Esta mañana, hacia
las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron arrancados de su sueño
por los espantosos alaridos procedentes del cuarto piso de una casa situada en
la rue Morgue, ocupada por madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille
L’Espanaye. Como fuera imposible lograr el acceso a la casa, después de perder
algún tiempo, se forzó finalmente la puerta con una ganzúa y ocho o diez
vecinos penetraron en compañía de dos gendarmes. Por ese entonces los gritos
habían cesado, pero cuando el grupo remontaba el primer tramo de la escalera se
oyeron dos o más voces que discutían violentamente y que parecían proceder de
la parte superior de la casa. Al llegar al segundo piso, las voces callaron a
su vez, reinando una profunda calma. Los vecinos se separaron y empezaron a
recorrer las habitaciones una por una. Al llegar a una gran cámara situada en
la parte posterior del cuarto piso (cuya puerta, cerrada por dentro con llave,
debió ser forzada), se vieron en presencia de un espectáculo que les produjo
tanto horror como estupefacción.
»EL aposento se hallaba en el mayor
desorden: los muebles, rotos, habían sido lanzados en todas direcciones. El
colchón del único lecho aparecía tirado en mitad del piso. Sobre una silla
había una navaja manchada de sangre. Sobre la chimenea aparecían dos o tres
largos y espesos mechones de cabello humano igualmente empapados en sangre y
que daban la impresión de haber sido arrancados de raíz. Se encontraron en el
piso cuatro napoleones, un aro de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres
más pequeñas de métal d’Alger, y dos sacos que contenían casi cuatro mil
francos en oro. Los cajones de una cómoda situada en un ángulo habían sido
abiertos y aparentemente saqueados, aunque quedaban en ellos numerosas prendas.
Descubrióse una pequeña caja fuerte de hierro debajo de la cama (y no del
colchón). Estaba abierta y con la llave en la cerradura. No contenía nada,
aparte de unas viejas cartas y papeles igualmente sin importancia.
»No se veía huella alguna de madame
L’Espanaye, pero al notarse la presencia de una insólita cantidad de hollín al
pie de la chimenea se procedió a registrarla, encontrándose (¡cosa horrible de
describir!) el cadáver de su hija, cabeza abajo, el cual había sido metido a la
fuerza en la estrecha abertura y considerablemente empujado hacia arriba. El
cuerpo estaba aún caliente. Al examinarlo se advirtieron en él numerosas
excoriaciones, producidas, sin duda, por la violencia con que fuera introducido
y por la que requirió arrancarlo de allí. Veíanse profundos arañazos en el
rostro, y en la garganta aparecían contusiones negruzcas y profundas huellas de
uñas, como si la víctima hubiera sido estrangulada.
»Luego de una cuidadosa búsqueda en cada
porción de la casa, sin que apareciera nada nuevo, los vecinos se introdujeron
en un pequeño patio pavimentado de la parte posterior del edificio y
encontraron el cadáver de la anciana señora, la cual había sido degollada tan
salvajemente que, al tratar de levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del
tronco. Horribles mutilaciones aparecían en la cabeza y en el cuerpo, y este
último apenas presentaba forma humana.
»Hasta el momento no se ha encontrado la
menor clave que permita solucionar tan horrible misterio.»
La edición del día siguiente contenía
los siguientes detalles adicionales:
«La tragedia de la rue Morgue.-Diversas
personas han sido interrogadas con relación a este terrible y extraordinario
suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luz sobre él. Damos a
continuación las declaraciones obtenidas:
»Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta
que conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de cuya ropa se ocupaba.
La anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y se mostraban
sumamente cariñosas entre sí. Pagaban muy bien. No sabía nada sobre su modo de
vida y sus medios de subsistencia. Creía que madame L. decía la buenaventura.
Pasaba por tener dinero guardado. Nunca encontró a otras personas en la casa
cuando iba a buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que no tenían
ningún criado o criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble, salvo en
el cuarto piso.
»Pierre Moreau, vendedor de tabaco,
declara que desde hace cuatro años vendía regularmente pequeñas cantidades de
tabaco y de rapé a madame L’Espanaye. Nació en la vecindad y ha residido
siempre en ella. La extinta y su hija ocupaban desde hacía más de seis años la
casa donde se encontraron los cadáveres. Anteriormente vivía en ella un joyero,
que alquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casa era de
propiedad de madame L., quien se sintió disgustada por los abusos que cometía
su inquilino y ocupó personalmente la casa, negándose a alquilar parte alguna.
La anciana señora daba señales de senilidad. El testigo vio a su hija unas
cinco o seis veces durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muy retirada
y pasaban por tener dinero. Había oído decir a los vecinos que madame L. decía
la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo a la anciana
y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un médico
que hizo ocho o diez visitas.
»Muchos otros vecinos han proporcionado
testimonios coincidentes. No se ha hablado de nadie que frecuentara la casa. Se
ignora si madame L. y su hija tenían parientes vivos. Pocas veces se abrían las
persianas de las ventanas delanteras. Las de la parte posterior estaban siempre
cerradas, salvo las de la gran habitación en la parte trasera del cuarto piso.
La casa se hallaba en excelente estado y no era muy antigua.
»Isidore Muset, gendarme, declara que
fue llamado hacia las tres de la mañana y que, al llegar a la casa, encontró a
unas veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban por entrar. Violentó
finalmente la entrada (con una bayoneta y no con una ganzúa). No le costó mucho
abrirla, pues se trataba de una puerta de dos batientes que no tenía pasadores
ni arriba ni abajo. Los alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta,
cesando luego de golpe. Parecían gritos de persona (o personas) que sufrieran
los más agudos dolores; eran gritos agudos y prolongados, no breves y
precipitados. El testigo trepó el primero las escaleras. Al llegar al primer
descanso oyó dos voces que discutían con fuerza y agriamente; una de ellas era
ruda y la otra mucho más aguda y muy extraña. Pudo entender algunas palabras
provenientes de la primera voz, que correspondía a un francés. Estaba seguro de
que no se trataba de una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras sacré y
diable. La voz más aguda era de un extranjero. No podría asegurar si se trataba
de un hombre o una mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de
que hablaba en español. El estado de la habitación y de los cadáveres fue
descrito por el testigo en la misma forma que lo hicimos ayer.
»Henri Duval, vecino, de profesión
platero, declara que formaba parte del primer grupo que entró en la casa.
Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron la puerta,
volvieron a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pese a lo
avanzado de la hora, se estaba reuniendo rápidamente. El testigo piensa que la
voz más aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de que no se trataba de un
francés. No puede asegurar que se tratara de una voz masculina. Pudo ser la de
una mujer. No está familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó a
distinguir las palabras, pero por la entonación está convencido de que quien
hablaba era italiano. Conocía a madame L. y a su hija. Había conversado
frecuentemente con ellas. Estaba seguro de que la voz aguda no pertenecía a
ninguna de las difuntas.
»Odenheimer, restaurateur. Este testigo
se ofreció voluntariamente a declarar. Como no habla francés, testimonió
mediante un intérprete. Es originario de Amsterdam. Pasaba frente a la casa
cuando se oyeron los gritos. Duraron varios minutos, probablemente diez. Eran
prolongados y agudos, tan horribles como penosos de oír. El testigo fue uno de
los que entraron en el edificio. Corroboró las declaraciones anteriores en
todos sus detalles, salvo uno. Estaba seguro de que la voz más aguda pertenecía
a un hombre y que se trataba de un francés. No pudo distinguir las palabras
pronunciadas. Eran fuertes y precipitadas, desiguales y pronunciadas
aparentemente con tanto miedo como cólera. La voz era áspera; no tanto aguda
como áspera. El testigo no la calificaría de aguda. La voz más gruesa dijo
varias veces: sacré, diable, y una vez Mon Dieu!
»Jules Mignaud, banquero, de la firma
Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame
L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su banco durante
la primavera del año 18… (ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de pequeñas
sumas. No había retirado nada hasta tres días antes de su muerte, en que
personalmente extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fue pagada en oro y
un empleado la llevó a su domicilio.
»Adolphe Lebon, empleado de Mignaud e
hijos, declara que el día en cuestión acompañó hasta su residencia a madame
L’Espanaye, llevando los 4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta la puerta,
mademoiselle L. vino a tomar uno de los sacos, mientras la anciana señora se
encargaba del otro. Por su parte, el testigo saludó y se retiró. No vio a
persona alguna en la calle en ese momento. Se trata de una calle poco
importante, muy solitaria.
»William Bird, sastre, declara que
formaba parte del grupo que entró en la casa. Es de nacionalidad inglesa. Lleva
dos años de residencia en París. Fue uno de los primeros en subir las
escaleras. Oyó voces que disputaban. La más ruda era la de un francés. Pudo
distinguir varias palabras, pero ya no las recuerda todas. Oyó claramente:
sacré y mon Dieu. En ese momento se oía un ruido como si varias personas
estuvieran luchando, era un sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado.
La voz aguda era muy fuerte, mucho más que la voz ruda. Está seguro de que no
se trataba de la voz de un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una voz
de mujer. El testigo no comprende el alemán.
»Cuatro de los testigos nombrados más
arriba fueron nuevamente interrogados, declarando que la puerta del aposento
donde se encontró el cadáver de mademoiselle L. estaba cerrada por dentro
cuando llegaron hasta ella. Reinaba un profundo silencio; no se escuchaban
quejidos ni rumores de ninguna especie. No se vio a nadie en el momento de
forzar la puerta. Las ventanas, tanto de la habitación del frente como de la
trasera, estaban cerradas y firmemente aseguradas por dentro. Entre ambas
habitaciones había una puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. La
puerta que comunicaba la habitación del frente con el corredor había sido
cerrada con llave por dentro. Un cuarto pequeño situado en el frente del cuarto
piso, al comienzo del corredor, apareció abierto, con la puerta entornada. La
habitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se
procedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada de
la casa. Se enviaron deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casa
tiene cuatro pisos, con mansardes. Una trampa que da al techo estaba firmemente
asegurada con clavos y no parece haber sido abierta durante años. Los testigos
no están de acuerdo sobre el tiempo transcurrido entre el momento en que
escucharon las voces que disputaban y la apertura de la puerta de la
habitación. Algunos sostienen que transcurrieron tres minutos; otros calculan
cinco. Costó mucho violentar la puerta.
»Alfonso Garcio, empresario de pompas fúnebres,
habita en la rue Morgue. Es de nacionalidad española. Formaba parte del grupo
que entró en la casa. No subió las escaleras. Tiene los nervios delicados y
teme las consecuencias de toda agitación. Oyó las voces que disputaban. La más
ruda pertenecía a un francés. No pudo comprender lo que decía. La voz aguda era
la de un inglés; está seguro de esto. No comprende el inglés, pero juzga
basándose en la entonación.
»Alberto Montani, confitero, declara que
fue de los primeros en subir las escaleras. Oyó las voces en cuestión. la voz
ruda era la de un francés. Pudo distinguir varias palabras. El que hablaba
parecía reprochar alguna cosa. No pudo comprender las palabras dichas por la
voz más aguda, que hablaba rápida y desigualmente. Piensa que se trata de un
ruso. Corrobora los testimonios restantes. Es de nacionalidad italiana. Nunca
habló con un nativo de Rusia.
»Nuevamente interrogados, varios
testigos certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones eran
demasiado angostas para admitir el paso de un ser humano. Se pasaron
“deshollinadores” -cepillos cilíndricos como los que usan los que limpian
chimeneas- por todos los tubos existentes en la casa. No existe ningún pasaje
en los fondos por el cual alguien hubiera podido descender mientras el grupo
subía las escaleras. El cuerpo de mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmemente
encajado en la chimenea, que no pudo ser extraído hasta que cuatro o cinco
personas unieron sus esfuerzos.
»Paul Dumas, médico, declara que fue
llamado al amanecer para examinar los cadáveres de las víctimas. Los mismos
habían sido colocados sobre el colchón del lecho correspondiente a la
habitación donde se encontró a mademoiselle L. El cuerpo de la joven aparecía
lleno de contusiones y excoriaciones. El hecho de que hubiese sido metido en la
chimenea bastaba para explicar tales marcas. La garganta estaba enormemente
excoriada. Varios profundos arañazos aparecían debajo del mentón, conjuntamente
con una serie de manchas lívidas resultantes, con toda evidencia, de la presión
de unos dedos. El rostro estaba horriblemente pálido y los ojos se salían de
las órbitas. La lengua aparecía a medias cortada. En la región del estómago se
descubrió una gran contusión, producida, aparentemente, por la presión de una
rodilla. Según opinión del doctor Dumas, mademoiselle L’Espanaye había sido
estrangulada por una o varias personas.
»El cuerpo de la madre estaba
horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna y el brazo derechos se
hallaban fracturados en mayor o menor grado. La tibia izquierda había quedado
reducida a astillas, así como todas las costillas del lado izquierdo. El cuerpo
aparecía cubierto de contusiones y estaba descolorido. Resultaba imposible
precisar el arma con que se habían inferido tales heridas. Un pesado garrote de
mano, o una ancha barra de hierro, quizá una silla, cualquier arma grande,
pesada y contundente, en manos de un hombre sumamente robusto, podía haber
producido esos resultados. Imposible que una mujer pudiera infligir tales
heridas con cualquier arma que fuese. La cabeza de la difunta aparecía separada
del cuerpo y, al igual que el resto, terriblemente contusa. Era evidente que la
garganta había sido seccionada con un instrumento muy afilado, probablemente
una navaja.
»Alexandre Etienne, cirujano, fue llamado
al mismo tiempo que el doctor Dumas para examinar los cuerpos. Confirmó el
testimonio y las opiniones de este último.
»No se ha obtenido ningún otro dato de
importancia, a pesar de haberse interrogado a varias otras personas. Jamás se
ha cometido en París un asesinato tan misterioso y tan enigmático en sus
detalles… si es que en realidad se trata de un asesinato. La policía está
perpleja, lo cual no es frecuente en asuntos de esta naturaleza. Pero resulta
imposible hallar la más pequeña clave del misterio.»
La edición vespertina del diario
declaraba que en el quartier Saint-Roch reinaba una intensa excitación, que se
había practicado un nuevo y minucioso examen del lugar del hecho, mientras se
interrogaba a nuevos testigos, pero que no se sabía nada nuevo. Un párrafo
final agregaba, sin embargo, que un tal Adolphe Lebon acababa de ser arrestado
y encarcelado, aunque nada parecía acusarlo, a juzgar por los hechos detallados.
Dupin se mostraba singularmente
interesado en el desarrollo del asunto; o por lo menos así me pareció por sus
maneras, pues no hizo el menor comentario. Tan sólo después de haberse
anunciado el arresto de Lebon me pidió mi parecer acerca de los asesinatos.
No pude sino sumarme al de todo París y
declarar que los consideraba un misterio insoluble. No veía modo alguno de
seguir el rastro al asesino.
-No debemos pensar en los modos posibles
que surgen de una investigación tan rudimentaria -dijo Dupin-. La policía
parisiense, tan alabada por su penetración, es muy astuta pero nada más. No
procede con método, salvo el del momento. Toma muchas disposiciones ostentosas,
pero con frecuencia éstas se hallan tan mal adaptadas a su objetivo que
recuerdan a Monsieur Jourdain, que pedía sa robe de chambre… pour mieux
entendre la musique. Los resultados obtenidos son con frecuencia sorprendentes,
pero en su mayoría se logran por simple diligencia y actividad. Cuando éstas
son insuficientes, todos sus planes fracasan. Vidocq, por ejemplo, era hombre
de excelentes conjeturas y perseverante. Pero como su pensamiento carecía de
suficiente educación, erraba continuamente por el excesivo ardor de sus
investigaciones. Dañaba su visión por mirar el objeto desde demasiado cerca. Quizá
alcanzaba a ver uno o dos puntos con singular acuidad, pero procediendo así
perdía el conjunto de la cuestión. En el fondo se trataba de un exceso de
profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un pozo. Por el contrario,
creo que, en lo que se refiere al conocimiento más importante, es
invariablemente superficial. La profundidad corresponde a los valles, donde la
buscamos, y no a las cimas montañosas, donde se la encuentra. Las formas y
fuentes de este tipo de error se ejemplifican muy bien en la contemplación de
los cuerpos celestes. Si se observa una estrella de una ojeada, oblicuamente,
volviendo hacia ella la porción exterior de la retina (mucho más sensible a las
impresiones luminosas débiles que la parte interior), se verá la estrella con
claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cual se empaña apenas la
contemplamos de lleno. Es verdad que en este último caso llegan a nuestros ojos
mayor cantidad de rayos, pero la porción exterior posee una capacidad de
recepción mucho más refinada. Por causa de una indebida profundidad confundimos
y debilitamos el pensamiento, y Venus misma puede llegar a borrarse del
firmamento si la escrutamos de manera demasiado sostenida, demasiado
concentrada o directa.
»En cuanto a esos asesinatos, procedamos
personalmente a un examen antes de formarnos una opinión. La encuesta nos
servirá de entretenimiento (me pareció que el término era extraño, aplicado al
caso, pero no dije nada). Además, Lebon me prestó cierta vez un servicio por el
cual le estoy agradecido. Iremos a estudiar el terreno con nuestros propios
ojos. Conozco a G…, el prefecto de policía, y no habrá dificultad en obtener el
permiso necesario.
La autorización fue acordada, y nos
encaminamos inmediatamente a la rue Morgue. Se trata de uno de esos míseros
pasajes que corren entre la rue Richelieu y la rue Saint-Roch. Atardecía cuando
llegamos, pues el barrio estaba considerablemente distanciado del de nuestra
residencia. Encontramos fácilmente la casa, ya que aún había varias personas
mirando las persianas cerradas desde la acera opuesta. Era una típica casa
parisiense, con una puerta de entrada y una casilla de cristales con ventana
corrediza, correspondiente a la loge du concierge. Antes de entrar recorrimos
la calle, doblamos por un pasaje y, volviendo a doblar, pasamos por la parte
trasera del edificio, mientras Dupin examinaba la entera vecindad, así como la
casa, con una atención minuciosa cuyo objeto me resultaba imposible de adivinar.
Volviendo sobre nuestros pasos
retornamos a la parte delantera y, luego de llamar y mostrar nuestras
credenciales, fuimos admitidos por los agentes de guardia. Subimos las
escaleras, hasta llegar a la habitación donde se había encontrado el cuerpo de
mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían ambas víctimas. Como es natural, el
desorden del aposento había sido respetado. No vi nada que no estuviese
detallado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo inspeccionaba todo, sin
exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos luego a las otras habitaciones y
al patio; un gendarme nos acompañaba a todas partes. El examen nos tuvo
ocupados hasta que oscureció, y era de noche cuando salimos. En el camino de
vuelta, mi amigo se detuvo algunos minutos en las oficinas de uno de los
diarios parisienses.
He dicho ya que sus caprichos eran
muchos y variados, y que je les ménageais (pues no hay traducción posible de la
frase). En esta oportunidad Dupin rehusó toda conversación vinculada con los
asesinatos, hasta el día siguiente a mediodía. Entonces, súbitamente, me
preguntó si había observado alguna cosa peculiar en el escenario de aquellas
atrocidades.
Algo había en su manera de acentuar la
palabra, que me hizo estremecer sin que pudiera decir por qué.
-No, nada peculiar -dije-. Por lo menos,
nada que no hayamos encontrado ya referido en el diario.
-Me temo -repuso Dupin- que la Gazette
no haya penetrado en el insólito horror de este asunto. Pero dejemos de lado
las vanas opiniones de ese diario. Tengo la impresión de que se considera
insoluble este misterio por las mismísimas razones que deberían inducir a
considerarlo fácilmente solucionable; me refiero a lo excesivo, a lo outré de
sus características. La policía se muestra confundida por la aparente falta de
móvil, y no por el asesinato en sí, sino por su atrocidad. Está asimismo
perpleja por la aparente imposibilidad de conciliar las voces que se oyeron
disputando, con el hecho de que en lo alto sólo se encontró a la difunta
mademoiselle L’Espanaye, aparte de que era imposible escapar de la casa sin que
el grupo que ascendía la escalera lo notara. El salvaje desorden del aposento;
el cadáver metido, cabeza abajo, en la chimenea; la espantosa mutilación del
cuerpo de la anciana, son elementos que, junto con los ya mencionados y otros
que no necesito mencionar, han bastado para paralizar la acción de los
investigadores policiales y confundir por completo su tan alabada perspicacia.
Han caído en el grueso pero común error de confundir lo insólito con lo
abstruso. Pero, justamente a través de esas desviaciones del plano ordinario de
las cosas, la razón se abrirá paso, si ello es posible, en la búsqueda de la
verdad. En investigaciones como la que ahora efectuamos no debería preguntarse
tanto «qué ha ocurrido», como «qué hay en lo ocurrido que no se parezca a nada
ocurrido anteriormente». En una palabra, la facilidad con la cual llegaré o he
llegado a la solución de este misterio se halla en razón directa de su aparente
insolubilidad a ojos de la policía.
Me quedé mirando a mi amigo con
silenciosa estupefacción.
-Estoy esperando ahora -continuó Dupin,
mirando hacia la puerta de nuestra habitación- a alguien que, si bien no es el
perpetrador de esas carnicerías, debe de haberse visto envuelto de alguna
manera en su ejecución. Es probable que sea inocente de la parte más horrible
de los crímenes. Confío en que mi suposición sea acertada, pues en ella se
apoya toda mi esperanza de descifrar completamente el enigma. Espero la llegada
de ese hombre en cualquier momento… y en esta habitación. Cierto que puede no
venir, pero lo más probable es que llegue. Si así fuera, habrá que retenerlo.
He ahí unas pistolas; los dos sabemos lo que se puede hacer con ellas cuando la
ocasión se presenta.
Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo
que hacía y, sin poder creer lo que estaba oyendo, mientras Dupin, como si
monologara, continuaba sus reflexiones. Ya he mencionado su actitud abstraída
en esos momentos. Sus palabras se dirigían a mí, pero su voz, aunque no era
forzada, tenía esa entonación que se emplea habitualmente para dirigirse a alguien
que se halla muy lejos. Sus ojos, privados de expresión, sólo miraban la pared.
-Las voces que disputaban y fueron oídas
por el grupo que trepaba la escalera -dijo-
no eran las de las dos mujeres, como ha sido bien probado por los testigos. Con
esto queda eliminada toda posibilidad de que la anciana señora haya matado a su
hija, suicidándose posteriormente. Menciono esto por razones metódicas, ya que
la fuerza de madame de L’Espanaye hubiera sido por completo insuficiente para
introducir el cuerpo de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado, amén
de que la naturaleza de las heridas observadas en su cadáver excluye toda idea
de suicidio. El asesinato, pues, fue cometido por terceros, y a éstos
pertenecían las voces que se escucharon mientras disputaban. Permítame ahora
llamarle la atención, no sobre las declaraciones referentes a dichas voces,
sino a algo peculiar en esas declaraciones. ¿No lo advirtió usted?
Hice notar que, mientras todos los
testigos coincidían en que la voz más ruda debía ser la de un francés, existían
grandes desacuerdos sobre la voz más aguda o -como la calificó uno de ellos- la
voz áspera.
-Tal es el testimonio en sí -dijo
Dupin-, pero no su peculiaridad. Usted no ha observado nada característico. Y,
sin embargo, había algo que observar. Como bien ha dicho, los testigos
coinciden sobre la voz ruda. Pero, con respecto a la voz aguda, la peculiaridad
no consiste en que estén en desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un
español, un holandés y un francés han tratado de describirla, y cada uno de
ellos se ha referido a una voz extranjera. Cada uno de ellos está seguro de que
no se trata de la voz de un compatriota. Cada uno la vincula, no a la voz de
una persona perteneciente a una nación cuyo idioma conoce, sino a la inversa.
El francés supone que es la voz de un español, y agrega que “podría haber
distinguido algunas palabras sí hubiera sabido español”. El holandés sostiene
que se trata de un francés, pero nos enteramos de que como no habla francés,
testimonió mediante un intérprete. El inglés piensa que se trata de la voz de
un alemán, pero el testigo no comprende el alemán. El español “está seguro” de
que se trata de un inglés, pero “juzga basándose en la entonación”, ya que no
comprende el inglés. El italiano cree que es la voz de un ruso, pero nunca
habló con un nativo de Rusia. Un segundo testigo francés difiere del primero y
está seguro de que se trata de la voz de un italiano. No está familiarizado con
la lengua italiana, pero al igual que el español, “está convencido por la
entonación”. Ahora bien: ¡cuan extrañamente insólita tiene que haber sido esa
voz para que pudieran reunirse semejantes testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos
los ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa no pudieran reconocer
nada familiar! Me dirá usted que podía tratarse de la voz de un asiático o un
africano. Ni unos ni otros abundan en París, pero, sin negar esa posibilidad,
me limitaré a llamarle la atención sobre tres puntos. Un testigo califica la
voz de “áspera, más que aguda”. Otros dos señalan que era «precipitada y
desigual». Ninguno de los testigos se refirió a palabras reconocibles, a
sonidos que parecieran palabras.
»No sé -continuó Dupin- la impresión que
pudo haber causado hasta ahora en su entendimiento, pero no vacilo en decir que
cabe extraer deducciones legítimas de esta parte del testimonio -la que se
refiere a las voces ruda y aguda-, suficientes para crear una sospecha que debe
de orientar todos los pasos futuros de la investigación del misterio. Digo
«deducciones legítimas», sin expresar plenamente lo que pienso. Quiero dar a
entender que las deducciones son las únicas que corresponden, y que la sospecha
surge inevitablemente como resultado de las mismas. No le diré todavía cuál es
esta sospecha. Pero tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para
dar forma definida y tendencia determinada a mis investigaciones en el lugar
del hecho.
«Transportémonos ahora con la fantasía a
esa habitación. ¿Qué buscaremos en primer lugar? Los medios de evasión empleados
por los asesinos. Supongo que bien puedo decir que ninguno de los dos cree en
acontecimientos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron
asesinadas por espíritus. Los autores del hecho eran de carne y hueso, y
escaparon por medios materiales. ¿Cómo, pues? Afortunadamente, sólo hay una
manera de razonar sobre este punto, y esa manera debe conducirnos a una
conclusión definida. Examinemos uno por uno los posibles medios de escape.
Resulta evidente que los asesinos se hallaban en el cuarto donde se encontró a
mademoiselle L’Espanaye, o por lo menos en la pieza contigua, en momentos en
que el grupo subía las escaleras. Vale decir que debemos buscar las salidas en
esos dos aposentos. La policía ha levantado los pisos, los techos y la mampostería
de las paredes en todas direcciones. Ninguna salida secreta pudo escapar a sus
observaciones. Pero como no me fío de sus ojos, miré el lugar con los míos.
Efectivamente, no había salidas secretas. Las dos puertas que comunican las
habitaciones con el corredor estaban bien cerradas, con las llaves por dentro.
Veamos ahora las chimeneas. Aunque de diámetro ordinario en los primeros ocho o
diez pies por encima de los hogares, los tubos no permitirían más arriba el
paso del cuerpo de un gato grande. Quedando así establecida la total
imposibilidad de escape por las vías mencionadas nos vemos reducidos a las
ventanas. Nadie podría haber huido por la del cuarto delantero, ya que la
muchedumbre reunida lo hubiese visto. Los asesinos tienen que haber pasado,
pues, por las de la pieza trasera. Llevados a esta conclusión de manera tan
inequívoca, no nos corresponde, en nuestra calidad de razonadores, rechazarla
por su aparente imposibilidad. Lo único que cabe hacer es probar que esas
aparentes “imposibilidades” no son tales en realidad.
»Hay dos ventanas en el aposento. Contra
una de ellas no hay ningún mueble que la obstruya, y es claramente visible. La
porción inferior de la otra queda oculta por la cabecera del pesado lecho, que
ha sido arrimado a ella. La primera ventana apareció firmemente asegurada desde
dentro. Resistió los más violentos esfuerzos de quienes trataron de levantarla.
En el marco, a la izquierda, había una gran perforación de barreno, y en ella
un solidísimo clavo hundido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana
se vio que había un clavo colocado en forma similar; todos los esfuerzos por
levantarla fueron igualmente inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente
segura de que la huida no se había producido por ese lado. Y, por tanto, consideró
superfluo extraer los clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen fue algo más detallado, y eso
por la razón que acabo de darle: allí era el caso de probar que todas las
aparentes imposibilidades no eran tales en realidad.
«Seguí razonando en la siguiente forma…
a posteriori. Los asesinos escaparon desde una de esas ventanas. Por tanto, no
pudieron asegurar nuevamente los marcos desde el interior, tal como fueron
encontrados (consideración que, dado lo obvio de su carácter, interrumpió la
búsqueda de la policía en ese terreno). Los marcos estaban asegurados. Es
necesario, pues, que tengan una manera de asegurarse por sí mismos. La
conclusión no admitía escapatoria. Me acerqué a la ventana que tenía libre
acceso, extraje con alguna dificultad el clavo y traté de levantar el marco.
Tal como lo había anticipado, resistió a todos mis esfuerzos. Comprendí
entonces que debía de haber algún resorte oculto, y la corroboración de esta
idea me convenció de que por lo menos mis premisas eran correctas, aunque el
detalle referente a los clavos continuara siendo misterioso. Un examen
detallado no tardó en revelarme el resorte secreto. Lo oprimí y, satisfecho de
mi descubrimiento, me abstuve de levantar el marco.
»Volví a poner el clavo en su sitio y lo
observé atentamente. Una persona que escapa por la ventana podía haberla
cerrado nuevamente, y el resorte habría asegurado el marco. Pero, ¿cómo reponer
el clavo? La conclusión era evidente y estrechaba una vez más el campo de mis
investigaciones. Los asesinos tenían que haber escapado por la otra ventana.
Suponiendo, pues, que los resortes fueran idénticos en las dos ventanas, como
parecía probable, necesariamente tenía que haber una diferencia entre los
clavos, o por lo menos en su manera de estar colocados. Trepando al armazón de
la cama, miré minuciosamente el marco de sostén de la segunda ventana. Pasé la
mano por la parte posterior, descubriendo en seguida el resorte que, tal como
había supuesto, era idéntico a su vecino. Miré luego el clavo. Era tan sólido
como el otro y aparentemente estaba fijo de la misma manera y hundido casi
hasta la cabeza.
»Pensará usted que me sentí perplejo,
pero si así fuera no ha comprendido la naturaleza de mis inducciones. Para usar
una frase deportiva, hasta entonces no había cometido falta. No había perdido
la pista un solo instante. Los eslabones de la cadena no tenían ninguna falla.
Había perseguido el secreto hasta su última conclusión: y esa conclusión era el
clavo. Ya he dicho que tenía todas las apariencias de su vecino de la otra ventana;
pero el hecho, por más concluyente que pareciera, resultaba de una absoluta
nulidad comparado con la consideración de que allí, en ese punto, se acababa el
hilo conductor. “Tiene que haber algo defectuoso en el clavo”, pensé. Al
tocarlo, su cabeza quedó entre mis dedos juntamente con un cuarto de pulgada de
la espiga. El resto de la espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había
roto. La fractura era muy antigua, pues los bordes aparecían herrumbrados, y
parecía haber sido hecho de un martillazo, que había hundido parcialmente la
cabeza del clavo en el marco inferior de la ventana. Volví a colocar
cuidadosamente la parte de la cabeza en el lugar de donde la había sacado, y vi
que el clavo daba la exacta impresión de estar entero; la fisura resultaba
invisible. Apretando el resorte, levanté ligeramente el marco; la cabeza del
clavo subió con él, sin moverse de su lecho. Cerré la ventana, y el clavo dio
otra vez la impresión de estar dentro.
»Hasta ahora, el enigma quedaba
explicado. El asesino había huido por la ventana que daba a la cabecera del
lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá ex profeso) la ventana había quedado
asegurada por su resorte. Y la resistencia ofrecida por éste había inducido a
la policía a suponer que se trataba del clavo, dejando así de lado toda
investigación suplementaria.
»La segunda cuestión consiste en el modo
del descenso. Mi paseo con usted por la parte trasera de la casa me satisfizo
al respecto. A unos cinco pies y medio de la ventana en cuestión corre una
varilla de pararrayos. Desde esa varilla hubiera resultado imposible alcanzar
la ventana, y mucho menos introducirse por ella. Observé, sin embargo, que las
persianas del cuarto piso pertenecen a esa curiosa especie que los carpinteros
parisienses denominan ferrades; es un tipo rara vez empleado en la actualidad,
pero que se ve con frecuencia en casas muy viejas de Lyon y Bordeaux. Se las
fabrica como una puerta ordinaria (de una sola hoja, y no de doble batiente),
con la diferencia de que la parte inferior tiene celosías o tablillas que
ofrecen excelente asidero para las manos. En este caso las persianas alcanzan
un ancho de tres pies y medio. Cuando las vimos desde la parte posterior de la
casa, ambas estaban entornadas, es decir, en ángulo recto con relación a la pared.
Es probable que también los policías hayan examinado los fondos del edificio;
pero, si así lo hicieron, miraron las ferrades en el ángulo indicado, sin darse
cuenta de su gran anchura; por lo menos no la tomaron en cuenta. Sin duda,
seguros de que por esa parte era imposible toda fuga, se limitaron a un examen
muy sumario. Para mí, sin embargo, era claro que si se abría del todo la
persiana correspondiente a la ventana situada sobre el lecho, su borde quedaría
a unos dos pies de la varilla del pararrayos. También era evidente que,
desplegando tanta agilidad como coraje, se podía llegar hasta la ventana
trepando por la varilla. Estirándose hasta una distancia de dos pies y medio
(ya que suponemos la persiana enteramente abierta), un ladrón habría podido sujetarse
firmemente de las tablillas de la celosía. Abandonando entonces su sostén en la
varilla, afirmando los pies en la pared y lanzándose vigorosamente hacia
adelante habría podido hacer girar la persiana hasta que se cerrara; si
suponemos que la ventana estaba abierta en este momento, habría logrado entrar
así en la habitación.
»Le pido que tenga especialmente en
cuenta que me refiero a un insólito grado de vigor, capaz de llevar a cabo una
hazaña tan azarosa y difícil. Mi intención consiste en demostrarle,
primeramente, que el hecho pudo ser llevado a cabo; pero, en segundo lugar, y
muy especialmente, insisto en llamar su atención sobre el carácter
extraordinario, casi sobrenatural, de ese vigor capaz de cosa semejante.
»Usando términos judiciales, usted me
dirá sin duda que para «redondear mi caso» debería subestimar y no poner de tal
modo en evidencia la agilidad que se requiere para dicha proeza. Pero la
práctica de los tribunales no es la de la razón. Mi objetivo final es tan sólo
la verdad. Y mi propósito inmediato consiste en inducirlo a que yuxtaponga la
insólita agilidad que he mencionado a esa voz tan extrañamente aguda (o áspera)
y desigual sobre cuya nacionalidad no pudieron ponerse de acuerdo los testigos
y en cuyos acentos no se logró distinguir ningún vocablo articulado.
Al oír estas palabras pasó por mi mente
una vaga e informe concepción de lo que quería significar Dupin. Me pareció
estar a punto de entender, pero sin llegar a la comprensión, así como a veces
nos hallamos a punto de recordar algo que finalmente no se concreta. Pero mi
amigo seguía hablando.
-Habrá notado usted -dijo- que he pasado
de la cuestión de la salida de la casa a la del modo de entrar en ella. Era mi
intención mostrar que ambas cosas se cumplieron en la misma forma y en el mismo
lugar. Volvamos ahora al interior del cuarto y examinemos lo que allí aparece.
Se ha dicho que los cajones de la cómoda habían sido saqueados, aunque quedaron
en ellos numerosas prendas. Esta conclusión es absurda. No pasa de una simple
conjetura, bastante tonta por lo demás. ¿Cómo podemos asegurar que las ropas
halladas en los cajones no eran las que éstos contenían habitualmente? Madame
L’Espanaye y su hija llevaban una vida muy retirada, no veían a nadie, salían
raras veces, y pocas ocasiones se les presentaban de cambiar de tocado. Lo que
se encontró en los cajones era de tan buena calidad como cualquiera de los
efectos que poseían las damas. Si un ladrón se llevó una parte, ¿por qué no
tomó lo mejor… por qué no se llevó todo? En una palabra: ¿por qué abandonó
cuatro mil francos en oro, para cargarse con un hato de ropa? El oro fue
abandonado. La suma mencionada por monsieur Mignaud, el banquero, apareció en
su casi totalidad en los sacos tirados por el suelo. Le pido, por tanto, que
descarte de sus pensamientos la desatinada idea de un móvil, nacida en el
cerebro de los policías por esa parte del testimonio que se refiere al dinero
entregado en la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que
ésta (la entrega del dinero y el asesinato de sus poseedores tres días más
tarde) ocurren a cada hora de nuestras vidas sin que nos preocupemos por ellas.
En general, las coincidencias son grandes obstáculos en el camino de esos
pensadores que todo lo ignoran de la teoría de las probabilidades, esa teoría a
la cual los objetivos más eminentes de la investigación humana deben los más
altos ejemplos. En esta instancia, si el oro hubiese sido robado, el hecho de
que la suma hubiese sido entregada tres días antes habría constituido algo más
que una coincidencia. Antes bien, hubiera corroborado la noción de un móvil.
Pero, dadas las verdaderas circunstancias del caso, si hemos de suponer que el
oro era el móvil del crimen, tenemos entonces que admitir que su perpetrador
era lo bastante indeciso y lo bastante estúpido como para olvidar el oro y el
móvil al mismo tiempo.
»Teniendo, pues, presentes los puntos
sobre los cuales he llamado su atención -la voz singular, la insólita agilidad
y la sorprendente falta de móvil en un asesinato tan atroz como éste-, echemos
una ojeada a la carnicería en sí. Estamos ante una mujer estrangulada por la
presión de unas manos e introducida en el cañón de la chimenea con la cabeza
hacia abajo. Los asesinos ordinarios no emplean semejantes métodos. Y mucho
menos esconden al asesinado en esa forma. En el hecho de introducir el cadáver
en la chimenea admitirá usted que hay algo excesivamente inmoderado, algo por
completo inconciliable con nuestras nociones sobre los actos humanos, incluso
si suponemos que su autor es el más depravado de los hombres. Piense, asimismo,
en la fuerza prodigiosa que hizo falta para introducir el cuerpo hacia arriba,
cuando para hacerlo descender fue necesario el concurso de varias personas.
»Volvámonos ahora a las restantes
señales que pudo dejar ese maravilloso vigor. En el hogar de la chimenea se
hallaron espesos (muy espesos) mechones de cabello humano canoso. Habían sido
arrancados de raíz. Bien sabe usted la fuerza que se requiere para arrancar en
esa forma veinte o treinta cabellos. Y además vio los mechones en cuestión tan
bien como yo. Sus raíces (cosa horrible) mostraban pedazos del cuero cabelludo,
prueba evidente de la prodigiosa fuerza ejercida para arrancar quizá medio
millón de cabellos de un tirón. La garganta de la anciana señora no solamente
estaba cortada, sino que la cabeza había quedado completamente separada del
cuerpo; el instrumento era una simple navaja. Lo invito a considerar la brutal
ferocidad de estas acciones. No diré nada de las contusiones que presentaba el
cuerpo de Madame L’Espanaye. Monsieur Dumas y su valioso ayudante, monsieur
Etienne, han decidido que fueron producidas por un instrumento contundente, y
hasta ahí la opinión de dichos caballeros es muy correcta. El instrumento
contundente fue evidentemente el pavimento de piedra del patio, sobre el cual
cayó la víctima desde la ventana que da sobre la cama. Por simple que sea, esto
escapó a la policía por la misma razón que se les escapó el ancho de las
persianas: frente a la presencia de clavos se quedaron ciegos ante la
posibilidad de que las ventanas hubieran sido abiertas alguna vez.
»Si ahora, en adición a estas cosas, ha
reflexionado usted adecuadamente sobre el extraño desorden del aposento, hemos
llegado al punto de poder combinar las nociones de una asombrosa agilidad, una
fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una
grotesquerie en el horror por completo ajeno a lo humano, y una voz de tono
extranjero para los oídos de hombres de distintas nacionalidades y privada de
todo silabeo inteligible. ¿Qué resultado obtenemos? ¿Qué impresión he producido
en su imaginación?
Al escuchar las preguntas de Dupin sentí
que un estremecimiento recorría mi cuerpo.
-Un maníaco es el autor del crimen
-dije-. Un loco furioso escapado de alguna maison de santé de la vecindad.
-En cierto sentido -dijo Dupin-, su idea
no es inaplicable. Pero, aun en sus más salvajes paroxismos, las voces de los
locos jamás coinciden con esa extraña voz escuchada en lo alto. Los locos
pertenecen a alguna nación, y, por más incoherentes que sean sus palabras,
tienen, sin embargo, la coherencia del silabeo. Además, el cabello de un loco
no es como el que ahora tengo en la mano. Arranqué este pequeño mechón de entre
los dedos rígidamente apretados de madame L’Espanaye. ¿Puede decirme qué piensa
de ellos?
-¡Dupin… este cabello es absolutamente
extraordinario…! ¡No es cabello humano! -grité, trastornado por
completo.
-No he dicho que lo fuera -repuso mi
amigo-. Pero antes de que resolvamos este punto, le ruego que mire el bosquejo
que he trazado en este papel. Es un facsímil de lo que en una parte de las
declaraciones de los testigos se describió como «contusiones negruzcas, y
profundas huellas de uñas» en la garganta de mademoiselle L’Espanaye, y en otra
(declaración de los señores Dumas y Etienne) como «una serie de manchas lívidas
que, evidentemente, resultaban de la presión de unos dedos».
«Notará usted -continuó mi amigo,
mientras desplegaba el papel- que este diseño indica una presión firme y fija.
No hay señal alguna de deslizamiento. Cada dedo mantuvo (probablemente hasta la
muerte de la víctima) su terrible presión en el sitio donde se hundió primero.
Le ruego ahora que trate de colocar todos sus dedos a la vez en las respectivas
impresiones, tal como aparecen en el dibujo.
Lo intenté sin el menor resultado.
-Quizá no estemos procediendo
debidamente -dijo Dupin-. El papel es una superficie plana, mientras que la
garganta humana es cilíndrica. He aquí un rodillo de madera, cuya
circunferencia es aproximadamente la de una garganta. Envuélvala con el dibujo
y repita el experimento.
Así lo hice, pero las dificultades eran
aún mayores.
-Esta marca -dije- no es la de una mano
humana.
-Lea ahora -replicó Dupin- este pasaje
de Cuvier.
Era una minuciosa descripción anatómica
y descriptiva del gran orangután leonado de las islas de la India oriental. La
gigantesca estatura, la prodigiosa fuerza y agilidad, la terrible ferocidad y
las tendencias imitativas de estos mamíferos son bien conocidas.
Instantáneamente comprendí todo el horror del asesinato.
-La descripción de los dedos -dije al
terminar la lectura-concuerda exactamente con este dibujo. Sólo un orangután,
entre todos los animales existentes, es capaz de producir las marcas que
aparecen en su diseño. Y el mechón de pelo coincide en un todo con el pelaje de
la bestia descrita por Cuvier. De todas maneras, no alcanzo a comprender los
detalles de este aterrador misterio. Además, se escucharon dos voces que
disputaban y una de ellas era, sin duda, la de un francés.
-Cierto, Y recordará usted que, casi
unánimemente, los testigos declararon haber oído decir a esa voz las palabras:
Mon Dieu! Dadas las circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero)
acertó al sostener que la exclamación tenía un tono de reproche o reconvención.
Sobre esas dos palabras, pues, he apoyado todas mis esperanzas de una solución
total del enigma. Un francés estuvo al tanto del asesinato. Es posible -e
incluso muy probable- que fuera inocente de toda participación en el sangriento
episodio. El orangután pudo habérsele escapado. Quizá siguió sus huellas hasta
la habitación; pero, dadas las terribles circunstancias que se sucedieron, le
fue imposible capturarlo otra vez. El animal anda todavía suelto. No continuaré
con estas conjeturas (pues no tengo derecho a darles otro nombre), ya que las
sombras de reflexión que les sirven de base poseen apenas suficiente
profundidad para ser alcanzadas por mi intelecto, y no pretenderé mostrarlas
con claridad a la inteligencia de otra persona. Las llamaremos conjeturas,
pues, y nos referiremos a ellas como tales. Si el francés en cuestión es, como
lo supongo, inocente de tal atrocidad, este aviso que deje anoche cuando
volvíamos a casa en las oficinas de Le Monde (un diario consagrado a cuestiones
marítimas y muy leído por los navegantes) lo hará acudir a nuestra casa.
Me alcanzó un papel, donde leí:
Capturado.-En el Bois de Boulogne, en la
mañana del… (la mañana del asesinato), se ha capturado un gran orangután
leonado de la especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe que es un marinero
perteneciente a un barco maltés) puede reclamarlo, previa identificación
satisfactoria y pago de los gastos resultantes de su captura y cuidado. Presentarse
al número… calle… Faubourg Saint-Germain… tercer piso.
-Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que
sepa usted que el hombre es un marinero y que pertenece a un barco maltes?
-No lo sé -dijo Dupin- y no estoy seguro
de ello. Pero he aquí un trocito de cinta que, a juzgar por su forma y su
grasienta condición, debió de ser usado para atar el pelo en una de esas largas
queues de que tan orgullosos se muestran los marineros. Además, el nudo
pertenece a esa clase que pocas personas son capaces de hacer, salvo los
marinos, y es característico de los malteses. Encontré esta cinta al pie de la
varilla del pararrayos. Imposible que perteneciera a una de las víctimas. De
todos modos, si me equivoco al deducir de la cinta que el francés era un
marinero perteneciente a un barco maltes, no he causado ningún daño al
estamparlo en el aviso. Si me equivoco, el hombre pensará que me he confundido
por alguna razón que no se tomará el trabajo de averiguar. Pero si estoy en lo
cierto, hay mucho de ganado. Conocedor, aunque inocente de los asesinatos, el
francés vacilará, como es natural, antes de responder al aviso y reclamar el
orangután. He aquí cómo razonará: «Soy inocente y pobre; mi orangután es muy
valioso y para un hombre como yo representa una verdadera fortuna. ¿Por qué
perderlo a causa de una tonta aprensión? Está ahí, a mi alcance. Lo han
encontrado en el Bois de Boulogne, a mucha distancia de la escena del crimen.
¿Cómo podría sospechar alguien que ese animal es el culpable? La policía está
desorientada y no ha podido encontrar la más pequeña huella. Si llegaran a
seguir la pista del mono, les será imposible probar que supe algo de los
crímenes o echarme alguna culpa como testigo de ellos. Además, soy conocido. El
redactor del aviso me designa como dueño del animal. Ignoro hasta dónde llega
su conocimiento. Si renuncio a reclamar algo de tanto valor, que se sabe de mi
pertenencia, las sospechas recaerán, por lo menos, sobre el animal. Contestaré
al aviso, recobraré el orangután y lo tendré encerrado hasta que no se hable
más del asunto.»
En ese momento oímos pasos en la
escalera.
-Prepare las pistolas -dijo Dupin-, pero
no las use ni las exhiba hasta que le haga una seña.
La puerta de entrada de la casa había
quedado abierta y el visitante había entrado sin llamar, subiendo algunos
peldaños de la escalera. Pero, de pronto, pareció vacilar y lo oímos bajar.
Dupin corría ya a la puerta cuando advertimos que volvía a subir. Esta vez no
vaciló, sino que, luego de trepar decididamente la escalera, golpeó en nuestra
puerta.
-¡Adelante! -dijo Dupin con voz cordial
y alegre.
El hombre que entró era, con toda
evidencia, un marino, alto, robusto y musculoso, con un semblante en el que
cierta expresión audaz no resultaba desagradable. Su rostro, muy atezado,
aparecía en gran parte oculto por las patillas y los bigotes. Traía consigo un
grueso bastón de roble, pero al parecer ésa era su única arma. Inclinóse
torpemente, dándonos las buenas noches en francés; a pesar de un cierto acento
suizo de Neufchatel, se veía que era de origen parisiense.
-Siéntese usted, amigo mío -dijo Dupin-.
Supongo que viene en busca del orangután. Palabra, se lo envidio un poco; es un
magnífico animal, que presumo debe de tener gran valor. ¿Qué edad le calcula
usted?
El marinero respiró profundamente, con
el aire de quien se siente aliviado de un peso intolerable, y contestó con tono
reposado:
-No podría decirlo, pero no tiene más de
cuatro o cinco años. ¿Lo guarda usted aquí?
-¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado.
Está en una caballeriza de la rue Dubourg, cerca de aquí. Podría usted
llevárselo mañana por la mañana. Supongo que estará en condiciones de probar su
derecho de propiedad.
-Por supuesto que sí, señor.
-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.
-No quisiera que usted se hubiese
molestado por nada -declaró el marinero-. Estoy dispuesto a pagar una
recompensa por el hallazgo del animal. Una suma razonable, se entiende.
-Pues bien -repuso mi amigo-, eso me parece
muy justo. Déjeme pensar: ¿qué le pediré? ¡Ah, ya sé! He aquí cuál será mi
recompensa: me contará usted todo lo que sabe sobre esos crímenes en la rue
Morgue.
Dupin pronunció las últimas palabras en
voz muy baja y con gran tranquilidad. Después, con igual calma, fue hacia la
puerta, la cerró y guardó la llave en el bolsillo. Sacando luego una pistola,
la puso sin la menor prisa sobre la mesa.
El rostro del marinero enrojeció como si
un acceso de sofocación se hubiera apoderado de él. Levantándose, aferró su
bastón, pero un segundo después se dejó caer de nuevo en el asiento, temblando
violentamente y pálido como la muerte. No dijo una palabra. Lo compadecí desde
lo más profundo de mi corazón.
-Amigo mío, se está usted alarmando sin
necesidad -dijo cordialmente Dupin-. Le aseguro que no tenemos intención de
causarle el menor daño. Lejos de nosotros querer perjudicarlo: le doy mi
palabra de caballero y de francés. Estoy perfectamente enterado de que es usted
inocente de las atrocidades de la rue Morgue. Pero sería inútil negar que, en
cierto modo, se halla implicado en ellas. Fundándose en lo que le he dicho,
supondrá que poseo medios de información sobre este asunto, medios que le sería
imposible imaginar. El caso se plantea de la siguiente manera: usted no ha
cometido nada que no debiera haber cometido, nada que lo haga culpable. Ni
siquiera se le puede acusar de robo, cosa que pudo llevar a cabo impunemente.
No tiene nada que ocultar ni razón para hacerlo. Por otra parte, el honor más
elemental lo obliga a confesar todo lo que sabe. Hay un hombre inocente en la
cárcel, acusado de un crimen cuyo perpetrador puede usted denunciar.
Mientras Dupin pronunciaba estas
palabras, el marinero había recobrado en buena parte su compostura, aunque su
aire decidido del comienzo habíase desvanecido por completo.
-¡Dios venga en mi ayuda! -dijo, después
de una pausa-. Sí, le diré todo lo que sé sobre este asunto, aunque no espero
que crea ni la mitad de lo que voy a contarle… ¡Estaría loco si pensara que van
a creerme! Y, sin embargo, soy inocente, y lo confesaré todo aunque me cueste
la vida.
En sustancia, lo que nos dijo fue lo
siguiente: Poco tiempo atrás, había hecho un viaje al archipiélago índico. Un
grupo del que formaba parte desembarcó en Borneo y penetró en el interior a fin
de hacer una excursión placentera. Entre él y un compañero capturaron al
orangután. Como su compañero falleciera, quedó dueño único del animal. Después
de considerables dificultades, ocasionadas por la indomable ferocidad de su
cautivo durante el viaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo en su casa de
París, donde, para aislarlo de la incómoda curiosidad de sus vecinos, lo
mantenía cuidadosamente recluido, mientras el animal curaba de una herida en la
pata que se había hecho con una astilla a bordo del buque. Una vez curado, el
marinero estaba dispuesto a venderlo.
Una noche, o más bien una madrugada, en
que volvía de una pequeña juerga de marineros, nuestro hombre se encontró con
que el orangután había penetrado en su dormitorio, luego de escaparse de la
habitación contigua donde su captor había creído tenerlo sólidamente encerrado.
Navaja en mano y embadurnado de jabón, habíase sentado frente a un espejo y
trataba de afeitarse, tal como, sin duda, había visto hacer a su amo espiándolo
por el ojo de la cerradura. Aterrado al ver arma tan peligrosa en manos de un
animal que, en su ferocidad, era harto capaz de utilizarla, el marinero se
quedó un instante sin saber qué hacer. Por lo regular, lograba contener al
animal, aun en sus arrebatos más terribles, con ayuda de un látigo, y pensó
acudir otra vez a ese recurso. Pero al verlo, el orangután se lanzó de un salto
a la puerta, bajó las escaleras y, desde ellas, saltando por una ventana que
desgraciadamente estaba abierta, se dejó caer a la calle.
Desesperado, el francés se precipitó en
su seguimiento. Navaja en mano, el mono se detenía para mirar y hacer muecas a
su perseguidor, dejándolo acercarse casi hasta su lado. Entonces echaba a
correr otra vez. Siguió así la caza durante largo tiempo. Las calles estaban
profundamente tranquilas, pues eran casi las tres de la madrugada. Al atravesar
el pasaje de los fondos de la rue Morgue, la atención del fugitivo se vio
atraída por la luz que salía de la ventana abierta del aposento de madame
L’Espanaye, en el cuarto piso de su casa. Precipitándose hacia el edificio,
descubrió la varilla del pararrayos, trepó por ella con inconcebible agilidad,
aferró la persiana que se hallaba completamente abierta y pegada a la pared, y
en esta forma se lanzó hacia adelante hasta caer sobre la cabecera de la cama.
Todo esto había ocurrido en menos de un minuto. Al saltar en la habitación, las
patas del orangután rechazaron nuevamente la persiana, la cual quedó abierta.
El marinero, a todo esto, se sentía
tranquilo y preocupado al mismo tiempo. Renacían sus esperanzas de volver a
capturar a la bestia, ya que le sería difícil escapar de la trampa en que
acababa de meterse, salvo que bajara otra vez por el pararrayos, ocasión en que
sería posible atraparlo. Por otra parte, se sentía ansioso al pensar en lo que
podría estar haciendo en la casa. Esta última reflexión indujo al hombre a
seguir al fugitivo. Para un marinero no hay dificultad en trepar por una
varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado a la altura de la ventana, que
quedaba muy alejada a su izquierda, no pudo seguir adelante; lo más que alcanzó
fue a echarse a un lado para observar el interior del aposento. Apenas hubo
mirado, estuvo a punto de caer a causa del horror que lo sobrecogió. Fue en ese
momento cuando empezaron los espantosos alaridos que arrancaron de su sueño a
los vecinos de la rue Morgue. Madame L’Espanaye y su hija, vestidas con sus
camisones de dormir, habían estado aparentemente ocupadas en arreglar algunos
papeles en la caja fuerte ya mencionada, la cual había sido corrida al centro
del cuarto. Hallábase abierta, y a su lado, en el suelo, los papeles que
contenía. Las víctimas debían de haber estado sentadas dando la espalda a la
ventana, y, a juzgar por el tiempo transcurrido entre la entrada de la bestia y
los gritos, parecía probable que en un primer momento no hubieran advertido su
presencia. El golpear de la persiana pudo ser atribuido por ellas al viento.
En el momento en que el marinero miró
hacia el interior del cuarto, el gigantesco animal había aferrado a madame
L’Espanaye por el cabello (que la dama tenía suelto, como si se hubiera estado
peinando) y agitaba la navaja cerca de su cara imitando los movimientos de un
barbero. La hija yacía postrada e inmóvil, víctima de un desmayo. Los gritos y
los esfuerzos de la anciana señora, durante los cuales le fueron arrancados los
mechones de la cabeza, tuvieron por efecto convertir los propósitos
probablemente pacíficos del orangután en otros llenos de furor. Con un solo
golpe de su musculoso brazo separó casi completamente la cabeza del cuerpo de
la víctima. La vista de la sangre transformó su cólera en frenesí. Rechinando
los dientes y echando fuego por los ojos, saltó sobre el cuerpo de la joven y,
hundiéndole las terribles garras en la garganta, las mantuvo así hasta que hubo
expirado. Las furiosas miradas de la bestia cayeron entonces sobre la cabecera
del lecho, sobre el cual el rostro de su amo, paralizado por el horror,
alcanzaba apenas a divisarse. La furia del orangután, que, sin duda, no olvidaba
el temido látigo, se cambió instantáneamente en miedo. Seguro de haber merecido
un castigo, pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones, y se lanzó por
el cuarto lleno de nerviosa agitación, echando abajo y rompiendo los muebles a
cada salto y arrancando el lecho de su bastidor. Finalmente se apoderó del
cadáver de mademoiselle L’Espanaye y lo metió en el cañón de la chimenea, tal
como fue encontrado luego, tomó luego el de la anciana y lo tiró de cabeza por
la ventana.
En momentos en que el mono se acercaba a
la ventana con su mutilada carga, el marinero se echó aterrorizado hacia atrás
y, deslizándose sin precaución alguna hasta el suelo, corrió inmediatamente a
su casa, temeroso de las consecuencias de semejante atrocidad y olvidando en su
terror toda preocupación por la suerte del orangután. Las palabras que los
testigos oyeron en la escalera fueron las exclamaciones de espanto del francés,
mezcladas con los diabólicos sonidos que profería la bestia.
Poco me queda por agregar. El orangután
debió de escapar por la varilla del pararrayos un segundo antes de que la
puerta fuera forzada. Sin duda, cerró la ventana a su paso. Más tarde fue
capturado por su mismo dueño, quien lo vendió al Jardin des Plantes en una
elevada suma.
Lebon fue puesto en libertad
inmediatamente después que hubimos narrado todas las circunstancias del caso
-con algunos comentarios por parte de Dupin- en el bureau del prefecto de
policía. Este funcionario, aunque muy bien dispuesto hacia mi amigo, no pudo
ocultar del todo el fastidio que le producía el giro que había tomado el
asunto, y deslizó uno o dos sarcasmos sobre la conveniencia de que cada uno se
ocupara de sus propios asuntos.
-Déjelo usted hablar -me dijo Dupin, que
no se había molestado en replicarle-. Deje que se desahogue; eso aliviará su
conciencia. Me doy por satisfecho con haberlo derrotado en su propio terreno.
De todos modos, el hecho de que haya fracasado en la solución del misterio no
es ninguna razón para asombrarse; en verdad, nuestro amigo el prefecto es
demasiado astuto para ser profundo. No hay fibra en su ciencia: mucha cabeza y
nada de cuerpo, como las imágenes de la diosa Laverna, o, a lo sumo, mucha
cabeza y lomos, como un bacalao. Pero después de todo es un buen hombre. Lo
estimo especialmente por cierta forma maestra de gazmoñería, a la cual debe su
reputación. Me refiero a la manera que tiene de nier ce qui est, et d’
expliquer ce qui n’est pas.
EL BARRIL DE AMONTILLADO
Lo mejor que pude había
soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré
vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no
llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto
a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto
establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto
excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar,
sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo
castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja
de dar a entender a quién le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien
que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi
buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su
presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen
en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía
un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda
consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido
en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la
mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión
requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses
y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus
compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era
sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También
yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me
presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.
Una tarde, casi al
anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con
excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba
disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de
colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con
cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su
mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le
dije en tono jovial—, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto
tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman
amontillado, y tengo mis dudas.
— ¿Cómo? —dijo
él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
— Por eso mismo le digo
que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si
se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de
encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
— ¡Amontillado!
— Tengo mis dudas.
— ¡Amontillado!
— Y he de pagarlo.
— ¡Amontillado!
— Pero como supuse que
estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen
entendido. Él me dirá...
— Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado
del jerez.
— Y, no obstante, hay
imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
— Vamos, vamos allá.
— ¿Adónde?
— A sus bodegas.
— No mi querido amigo.
No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso.
Luchesi...
— No tengo ningún compromiso. Vamos.
— No, amigo mío. Aunque
usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas
son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
— A pesar de todo,
vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no
sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto,
Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome
bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé
conducir por él hasta mi palazzo. Los
criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del
Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana
siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas
órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata
desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de
sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole
encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía
a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole
que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos
peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las
catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo
era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus
zancadas.
— ¿Y el barril? —preguntó.
— Está más allá —le contesté—. Pero observe usted
esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me
miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
— ¿Salitre? —me preguntó, por fin.
— Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que
tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta
pasados unos minutos.
— No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije
enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico,
respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro
tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto.
Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad.
Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta
tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
— Verdad, verdad —le
contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar
precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la
humedad.
Y diciendo esto, rompí
el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas,
tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a
los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad.
Los cascabeles sonaron.
— Bebo —dijo— a la
salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
— Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro
camino.
— Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
— Los Montresors —le contesté— era una grande y
numerosa familia.
— He olvidado cuáles eran sus armas.
— Un gran pie de oro en
campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan
en el talón.
— ¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus
ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc.
Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con
barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me
detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba
del codo.
—El salitre —le dije—.
Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora
estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los
huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—.
Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino
de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con
ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no
pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un
movimiento grotesco.
— ¿No comprende usted? —preguntó.
— No —le contesté.
— Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
— ¿Cómo?
— ¿No pertenece usted a la masonería?
— Sí, sí —dije—; sí, sí.
— ¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
— Un masón —repliqué.
— A ver, un signo -dijo.
—Éste—le contesté,
sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo,
retrocediendo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando
la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en
él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de
una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y
llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más
que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase
otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de
los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las
grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella
cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían
sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un
rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así
descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto
interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una
altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso
determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes
pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una
de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato,
levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de
aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese—le dije—.Ahí
está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
— Es un ignorante
—interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por
mí.
En un momento llegó al
fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo
atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al
granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas
horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los
eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado
aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del
recinto.
—Pase usted la mano por
la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto,
muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más
remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están
en mi mano.
— ¡El amontillado! —exclamó
mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
— Cierto —repliqué—, el
amontillado.
Y diciendo estas
palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido.
Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra
de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé
activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo
de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de
Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello
fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el
grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio.
Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí
entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos
minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me
senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento,
cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima
hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me
detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado,
dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y
agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si
quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento
vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el
interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme.
Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a
acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los
repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que
gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y
llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima
hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una
piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente
se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa
ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que
con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je,
je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo,
¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
— El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el
amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady
Fortunato y los demás? Vámonos.
— Sí —dije—; vámonos ya.
— ¡Por el amor de Dios, Montresor!
— Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en
obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
— ¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
— ¡Fortunato!
Tampoco me contestaron.
Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el
interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin
duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo.
Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con
argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared.
Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!
BERENICE
La desdicha es diversa. La desgracia cunde
multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco
iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y
tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris!
¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la
paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia
del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la
pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los
éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi
apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi
melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios,
y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en
los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los
relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería
de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la
peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para
justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con
este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí
murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había
vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No
discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay,
sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos,
de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una
memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra
también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi
razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de
la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de
hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y
la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos
asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi
juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el
cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es
asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la
inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes.
Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones,
mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no
en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera
existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la
heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en
melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos
por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo
y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando
despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la
huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre...
¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se
conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los
primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo,
fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre
sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que
no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como
el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la
arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera
más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y
venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la
reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas
por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser
moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada
una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy
semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en
muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han
dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía
rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie
nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre
mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla,
consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la
ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no
se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de
proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa
nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación
(por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de
los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la
atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su
tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra
extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante
toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los
rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir
monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la
frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo
sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada
quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más
comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades
mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o
explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y
mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe
confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que
se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como
pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa
tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el
soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo
pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de
él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad,
el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo
olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque
asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia
refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas
pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las
meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa,
lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente
exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las
facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de
la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad
para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por
su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del
trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano
Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San
Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya
paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est:
et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo
íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo
por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla
Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la
feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor
llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de
duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su
desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa
intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo
explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal,
su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y
dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los
prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan
súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de
mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían
presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno
se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la
constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su
identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza
incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia,
los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían
de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del
bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen
había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva,
palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la
tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino
para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación
tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y
palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia
y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le
hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias
cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos,
serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté,
creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los
ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la
atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises
vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e
indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo
hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi
cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad
devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante
sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez
era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del
contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente
plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente
sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un
rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la
melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían
sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los
labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión
peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis
ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y,
alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del
desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el
blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una
sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa
que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que
un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas
partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los
pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que
habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía
y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los
múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los
dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos
los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos
eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible
individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a
todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus
características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación.
Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en
imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios,
una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que
tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor
seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el
insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los
codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz,
restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró
y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se
acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí
sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible
ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre
las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un
grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas
voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento
y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la
antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no
existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora,
al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los
preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo
solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante.
Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba
enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real
o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror
más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página
atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros,
espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una
y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito
de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo
pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me
respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había
junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo,
pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a
mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser
tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un
libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae
visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se
me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la
biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas.
Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca,
ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje
grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para
buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido,
cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado,
sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de
sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de
uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo
miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y
me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de
la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos,
entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con
treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por
el piso.
LA CAÍDA DE LA CASA USHER
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro,
silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé
solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al
acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica
Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio
invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable
porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser
poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes
naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante -la
casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como
ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles
agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como
sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la
existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un
abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que
ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo
sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la
contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con
los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras
reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que
mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos
naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se
encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance.
Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos
de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o
quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta
idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico
que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento
aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los
juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo,
proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido
uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían
transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir
una carta en una región distinta del país -una carta suya-, la cual, por su tono
exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia
personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una
enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso
deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el
propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su
mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo
corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al
que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos,
en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente
reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado
desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento
desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones
artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad
generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las
dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la
ciencia musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los
Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama
duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de
descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones,
había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto
acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes,
reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos
siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas
colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del
patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los
dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y
equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos
que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un
tanto infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y
singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de
mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía
especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la
paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe
de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la
casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía,
fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida
fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al
punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una
atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin
afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los
muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco,
pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un
sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo
dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración
producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie,
suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto
nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte
alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la
perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me
recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido
largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire
exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales
de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido
descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del
edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse
en las sombrías aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una
breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y
entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo
desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados,
hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó,
no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya.
Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los oscuros
tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos
trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus
semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en
reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las
fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las
escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé,
era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una
puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y
alta. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande
del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde
dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los
cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales
objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos
ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros
tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo,
antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en
desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba
una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo
envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde
estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho
tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del
hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su
perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no
hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de
espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan
terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude
llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero
de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido siempre
notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente
luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva
extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de
ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente
modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral;
los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el
excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de
olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones
y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona
con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso
de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El
sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada
textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era
imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con
idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar
incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie
de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva
agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta
naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos
juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y
su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz
pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa
latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta,
pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada,
perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el
opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su
vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta
extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un
mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple
afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se
manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando
las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron
importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una
acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos;
no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores
le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos
sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal
de terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así,
así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí
mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente,
aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No
aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este
desaliento, en esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará
el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con
el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de
insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición
mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la
morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a
salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue
descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que
algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían
ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto
que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro
estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral
de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que
podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar
melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución
evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía
durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte
-decía con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el
desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher."
Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar
apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con
extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible
explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras
seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se
cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del
hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir
que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por
entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante
mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento
gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter
parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había
soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama;
pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa
noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del
destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería
probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos
en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo
mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes
esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos;
o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente
guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía
sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la
futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una
cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo
físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas
horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo,
fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los
estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba.
Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las
cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis
oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular
perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De
las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada
pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante,
cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus
imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña
porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su
extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la
subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher.
Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de
las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una
intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en
la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero
demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo,
que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser
vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El
pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente
largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni
adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea
de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la
tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se
discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo,
flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto
con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio
auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de
ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los
cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran
medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la
misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran,
tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas
veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los
resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido
antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación
mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la
que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna
o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada
conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su
trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos
así:
En el más verde de los valles que habitan ángeles
benéficos, erguíase un palacio lleno de majestad y hermosura. ¡Dominio del rey
Pensamiento, allí se alzaba! Y nunca un serafín batió sus alas sobre cosa tan
bella. Amarillos pendones, sobre el techo flotaban, áureos y gloriosos (todo
eso fue hace mucho, en los más viejos tiempos); y con la brisa que jugaba en
tan gozosos días, por las almenas se expandía una fragancia alada. Y los que
erraban en el valle, por dos ventanas luminosas a los espíritus veían danzar al
ritmo de laúdes, en torno al trono donde (¡porfirogéneto!) envuelto en merecida
pompa, sentábase el señor del reino. Y de rubíes y de perlas era la puerta del
palacio, de donde como un río fluían, fluían centelleando, los Ecos, de gentil
tarea: la de cantar con altas voces el genio y el ingenio de su rey soberano.
Mas criaturas malignas invadieron, vestidas de tristeza, aquel dominio. (¡Ah,
duelo y luto! ¡Nunca más nacerá otra alborada!) Y en torno del palacio, la
hermosura que antaño florecía entre rubores, es sólo una olvidada historia sepulta
en viejos tiempos. Y los viajeros, desde el valle, por las ventanas ahora
rojas, ven vastas formas que se mueven en fantasmales discordancias, mientras,
cual espectral torrente, por la pálida puerta sale una horrenda multitud que
ríe... pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta
balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una
opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han
pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas
generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su
desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía,
bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para
expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La
creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras
grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían
sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras,
por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que
las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la
prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas
del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía
comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura
condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El
resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible
influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia,
haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones
no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años
constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo-
estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral.
Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el
Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje
subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean
D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad
del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo
del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes
de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales
Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura
cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una
iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa
obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras
informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su
intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación
definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que
alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de
discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando
el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y
ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta
situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el
siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de
mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una
precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los
preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos
el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto
tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva,
dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de
toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la
casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos
tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el
de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del
piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí
estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía
una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes,
producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los
caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado
la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un
sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo
mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas
palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre
ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin
embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin
espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud
había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza
estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y
esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la
tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos
camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte
superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga
pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de
mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus
ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso,
desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible
tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había
desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una
vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su
pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo
dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor
suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a
reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo
veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención,
como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me
aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero
seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones
fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u
octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya
muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos
sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban.
Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de
que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante
influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y
raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se
balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían
desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran
infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y
al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por
completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las
almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento,
presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a
ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la
tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso
sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues
sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la
lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación
de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso
en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de
Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con
una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica,
pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria
evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era
preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su
presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de
echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda,
lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a
una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a
punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de
una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al
parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había
frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva
densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa)
no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los
puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva
densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo
de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las
superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos
los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural
de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía
sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije,
estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana
para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son
simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen
en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y
es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré
y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist,
de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por
triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin
imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi
amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza
de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar
alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías
semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber
juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o
parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el
éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la
historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de
introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la
fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón
valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no
aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de
índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y
temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes
abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete,
y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que
el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de
alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un
momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada
imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de
la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta
similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de
rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin
duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de
los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta
creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera
interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y
quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y
encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de
fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del
muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será; Quien mate al
dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza
del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan
hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los
oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había
oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un
sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad
había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección
procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente
lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación
atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el
novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda
y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las
cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo,
suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la
sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido
los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos
una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a
mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando
hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus
facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo
inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba
dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil.
El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un
lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir
rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la
terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento
roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el
argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual,
entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata
con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras,
cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído
con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo,
metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis
nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no
se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban
fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando
posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una
sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo,
apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome
sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho,
mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído,
pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me
atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije
que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos,
débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me
atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La
puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del
escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los
férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo
abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No
se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No
distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí,
furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese
esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA
PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la
fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba
abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra
de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y
amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y
huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento
permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento
sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en
su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores
que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado.
Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja
avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de
dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras
quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como
la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible
dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la
contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del
torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi
espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y
tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido
estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.
EL CORAZÓN DELATOR
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso,
terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La
enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y
mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y
en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces?
Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento
mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en
la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no
perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo.
Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba.
Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un
buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí
se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo
a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco.
Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si
hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué
previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el
viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía
yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y
entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza,
levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no
se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran
reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy
lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora
entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta
verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como
yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría
la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba
abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente
para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice
durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré
el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el
viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado
el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente,
llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la
noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para
sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo
mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela
que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más
rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había
sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener
mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la
puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o
pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo
sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes
pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la
pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones;
yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí
empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la
linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó
en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una
hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a
tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho,
noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido
anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el
quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el
ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.
Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el
mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los
terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que
estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi
corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido,
cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era
nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la
chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de
darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano,
porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a
su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que
lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi
cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda
paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una
pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué
cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al
hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé
a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y
con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver
nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto,
había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por
locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a
mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj
envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del
corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor
estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.
Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando
de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto,
el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido,
cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser
terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención?
Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el
terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me
llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos
minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más
fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se
apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo
había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en
la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un
segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí
alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me
preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por
fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver.
Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la
mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien
muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de
hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder
el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero
en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y
piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la
habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con
tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido
advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha...
ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había
recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la
madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían
las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy
civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había
escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún
atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a
los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la
bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito
durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la
campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que
revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la
habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se
hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la
habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga,
mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en
el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales
los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo.
Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con
animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé
que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos;
pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más
intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta
para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada
vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se
producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí
hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido
aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un
sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba,
tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído
nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía
continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta
y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué
no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las
observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia...
maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé
con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y
crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres
seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo
Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban
burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier
cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que
aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí
que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más
fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso
que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su
horrible corazón!
"El Corazón Delator" (1960) Obras maestras del Terror Narciso Ibañez Menta Enrique Carreras
EDGAR ALLAN POE
Nació en Boston en 1809, hijo de un matrimonio de
actores, y a los dos años quedó huérfano. Fue adoptado por un matrimonio del
que heredaría su apellido, Allan. Su padre adoptivo era un acaudalado hombre de
negocios de Richmond. Estudió en Inglaterra entre 1815 y 1820 e inició estudios
en la Universidad de Virginia. Se alistó en el ejército, en el que permaneció
dos años, y estuvo unos meses en la academia militar de West Point. La
expulsión de la academia provocó la ruptura con su padre adoptivo. En 1832 se
casó con Virginia Clemn, su prima adolescente, quien moriría a los 25 años.
Dedicado al periodismo, fue redactor de varios periódicos y revistas. Su estilo
agudo, sobre todo en la crítica literaria, le dio cierta notoriedad en la costa
este de los EE.UU, mientras a la vez publicaba sus historias cortas.
Cultivó tanto la narrativa como la poesía y el
ensayo, y realizó aportes originales en estos campos; se le considera precursor
del género policial y en los relatos de género fantástico y terror anticipó la
narrativa de ciencia ficción . En su personaje Auguste Dupin se inspiró
probablemente Arthur Conan Doyle para desarrollar el personaje de Sherlock
Holmes .
Por fin alcanzó fama nacional con el poema El
Cuervo. Continuamente asediado por problemas económicos, la muerte de su mujer
por tuberculosis (al igual que sus padres biológicos) en 1847 agravó su
alcoholismo . Lo encontraron inconsciente una mañana frente a una taberna en
Baltimore . Probablemente afectado de delirium tremens , fue trasladado al
hospital, donde murió.
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