UN
DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA
JEROME
DAVID SALINGER
En el hotel había noventa y siete
publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga
distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde
el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una
revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o
infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje
beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos
que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó,
estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las
uñas de la mano izquierda. Era una chica a la que una llamada telefónica no le
hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando
constantemente desde que ella alcanzó la pubertad. Mientras el teléfono
llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique,
acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en
el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto
a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde
estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya
era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo
extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que
era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el
cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora
Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e
hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero. A través del auricular llegó
una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el
auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por
ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y
anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel? La chica
aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor.
Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde... -¿Por qué no
llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites.
Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez
justo después...
-Le dije a tu padre que
seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel?
Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por
favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé... el miércoles, a la
madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te
asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste
tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-,
acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el
camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto
otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó
muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea
blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta
se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá
hizo arreglar el auto? -Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá
que pagaría él. No hay motivo, entonces...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se
portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese
horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá... ¡qué importancia
tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu
padre...
-Está bien, está bien. Me llama
Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso,
Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso
cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-,
escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate...
esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo
tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en
la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó
por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído.
-¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no
tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente
los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo
que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma...
nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En
verdad es triste. Anoche dijo tu padre. ..
-Un segundito, mamá -dijo la
chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos,
encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor
Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos,
así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la
ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos
sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas...
todo.
-¿Y entonces...? -dijo la
chica.
-En primer lugar, dijo que era
un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital.
Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una
posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te
lo juro.
-Aquí en el hotel hay un
psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así.
Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es
muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas
inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu
padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver,
mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor
Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace
años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a
casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar.
Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste
ese bronceador que te puse en la valija? Está...
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te
quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese
psiquiatra?
-Bueno... sí... más o menos...
-dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba
Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el
piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
-Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el
primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me
preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que
sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo.
Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo
vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de
jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La
mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que
vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico,
chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas
caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne
Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno... en
realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche
terrible.
-Sí, pero... ¿le... le dijiste
lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en
detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el
día en el bar.
-¿No dijo si había alguna
posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que
pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la
chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la
infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas
podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el
forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora.
Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que
eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo
la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se
sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es
igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que
era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar
una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por
enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que
estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y
pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y
descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste
esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una
piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-.
Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta
bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas
de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que
das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita
la salida de baño.
-¿No se quita la salida de
baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene
la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol.
¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la
chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de
imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje!
¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la
chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica,
cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en
que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a
Seymour.
-Muriel, quiero que me lo
prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós,
mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil
Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas
repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor. La
señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre
sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una
enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de
color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría
realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un
pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo
-dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-.
Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice,
parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil,
gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo
Sybil. La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco
de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un
copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna. Cuando quedó en libertad,
Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar
hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en
un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los
clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr
oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar
al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más
vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se
llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se
volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que
tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el
joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué
programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión
-dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara,
nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora
de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un
movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede
estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color
visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación. Poniéndose
boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón
sobre el de arriba. -Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño
muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul. Sybil lo miró
fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es
amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco
más. Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del
mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo
Sybil.
-Lo estoy considerando
seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil
hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como
almohadón.
-Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire
de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón
descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte.
Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los
dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano. ¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la
dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y
recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo
son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido
de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía
sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo
el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué? -Hice de cuenta que eras
tú. Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo
que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un
empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo
él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos
-repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que
podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y
desanudó el cinto de su salida de baño. Se la quitó. Tenía los hombros blancos
y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a
lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre
los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó,
recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano
izquierda tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto
unos cuantos peces banana -dijo el joven. ¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives,
entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que
saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una
conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut
-dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de
Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con
impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut. Se adelantó unos pasos, tomó el pie
izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara
todo -dijo él. Sybil soltó su pie:
-¿Has leído El negrito zambo?
-dijo.
-Es gracioso que me preguntes
eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió
a tomar la mano de Sybil-.
-¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos
alrededor de ese árbol? Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo
Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el
joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó
Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el
joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no? Sybil asintió
con la cabeza.
-¿Te gustan las aceitunas?
-preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las
aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz?
-preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me
gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la
sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te
resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho
molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala
ni grosera. Por eso la quiero tanto. Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo
ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el
joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. Dejó caer el flotador en el
agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más
afuera. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el
joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni
nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-.
Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor.
Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un
pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres
son muy curiosas. Muy curiosas. Siguió empujando el flotador. El agua no le
alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste
-dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil? Ella meneó la cabeza. -Bueno, te diré.
Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como
todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he
oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y
llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera
treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan
tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo
Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después
de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo,
Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es
una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil
nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos
con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos.
-Tomó los tobillos de Sybil con
ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa
por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus
gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición
horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
-Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-.
¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis. El
joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el
borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del
pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya
te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el
flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó
bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió
corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel. El joven se puso la salida de
baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el
flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo,
trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer
nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según
instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la
nariz cubierta de pomada de zinc.
-Veo que me está mirando los
pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba
mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del
ascensor.
-Si quiere mirarme los pies,
dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto
disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo
rápidamente la mujer a la ascensorista. Las puertas se abrieron y la mujer
salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente
normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-.
Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del
bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó
por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas
de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que
dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la
abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas
-Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió
el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con
la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.
Jerome David Salinger
(Nueva York, Estados Unidos, 1 de enero de 1919 – Cornish, Nuevo Hampshire, Estados
Unidos, 27 de enero de 2010) fue un escritor estadounidense conocido
principalmente por su novela El guardián
entre el centeno (The Catcher in the Rye en inglés),
que se convirtió en un clásico de la literatura moderna estadounidense casi
desde el mismo momento de su publicación, en 1951. El autor falleció a los 91
años por causas naturales.
Biografía
Infancia y juventud
(1919-1941)
Jerome David Salinger
era hijo de Solomon Salinger, director de J.S.
Hoffman & Company, empresa que se dedicaba a la importación de carnes y
quesos europeos. La familia de Solomon, de ascendencia judía, procedía de
Sudargas, un shtetl situado en la
frontera polaco-lituana, entonces perteneciente al Imperio ruso. El padre de
Solomon, Simon F. Salinger, se casó poco después de su llegada a Estados
Unidos, en 1881, con Fannie Copland, también de ascendencia lituana, en
Wilkes-Barre, Pensilvania. La madre de Salinger, Marie Jillich, nació en
Atlantic, Iowa, y era a su vez hija de George Lester Jillich, de ascendencia
alemana. La madre de Marie, Nellie, era muy probablemente natural de Iowa a
pesar de que Marie sostuvo posteriormente que era de origen irlandés. Su padre
murió un año antes de su matrimonio, que tuvo lugar en 1910, y al morir también
su madre en 1919, el mismo año del nacimiento de Salinger, Marie acabó
convirtiéndose al judaísmo cambiando su nombre por Miriam.
Los Salinger tuvieron
su primer hijo, una niña llamada Doris, en diciembre de 1912 y, poco después,
debido al ascenso de Solomon en Hoffman se trasladaron a Nueva York. En 1919,
cuando Salinger nació, su familia ya tenía una posición acomodada y, a pesar de
la gran depresión de 1929, se trasladaron en 1932 a un lujoso apartamento de
Park Avenue, en Manhattan. Su no muy brillante expediente académico hizo que
sus padres lo internaran en 1934 en la Academia
Militar Valley Forge, Pensilvania, donde se graduó en 1936. En otoño de
ese mismo año se matriculó en la Universidad
de Nueva York para estudiar arte y, tras un semestre sin demasiado
provecho, su padre le ofreció viajar a Europa para aprender idiomas e iniciarse
en el negocio de la importación. En unos momentos de extrema tensión en Europa
pasó casi un año entre Austria y Polonia. En Viena vivió con una familia judía,
que muy probablemente no sobrevivió al Holocausto, y con cuya hija, a la cual
le dedicó en 1947 el relato A girl I knew,
mantuvo el primer romance serio del que se tengan noticias.
A su vuelta, después de
una breve estancia en el Ursinus College
de Pensilvania, se inscribió en un curso de escritura de la Universidad de Columbia impartido por Whit Burnett, editor de la revista
literaria Story en cuyas páginas se
dieron a conocer escritores como Tenesse
Williams, Norman Mailer y Truman Capote. Burnett fue una influencia fundamental en los inicios de la
carrera de Salinger y su relación continuó hasta mucho después de que este ya
fuera un autor reconocido.
Burnett aconsejó a
Salinger que ofreciera sus relatos cortos a las «satinadas», revistas populares
de amplia distribución como Collier's,
Esquire o The Saturday Evening Post. Así lo hizo con uno de ellos titulado The young folks, que fue rechazado, y
que finalmente Burnett publicó en Story
en la primavera de 1940. Poco tiempo después una revista de la Universidad de Kansas le publicó otro
relato titulado Go see Eddie, pero
tanto con las revistas comerciales como con Story
no tuvo éxito en posteriores intentos. Salinger decidió intentarlo con
historias más convencionales; había estallado la Segunda Guerra Mundial y
escribió The hang of it, glosando las
virtudes de la vida militar. El relato apareció no solo en Collier's sino que también fue incluido posteriormente por el
ejército en una colección destinada a los soldados enviados al frente.
En este momento la vida
personal de Salinger estaba centrada en su romance con Oona O'Neill, hija del
dramaturgo Eugene O'Neill, que se distanciaría de Salinger para casarse en 1943
con Charles Chaplin, y su auténtica ambición era aparecer en la revista
literaria norteamericana más prestigiosa, The
New Yorker, la cual terminó aceptando a finales de 1941 la publicación de Slight Rebellion Off Madison, relato en
el que hace su aparición Holden Caulfield,
el futuro protagonista de El guardián
entre el centeno. Sin embargo, la entrada de Estados Unidos en la guerra
haría que The New Yorker aplazara la
publicación.
La Segunda Guerra
Mundial (1942-1945)
El 7 de diciembre de
1941 Japón atacó Pearl Harbor provocando la entrada de Estados Unidos en la
Segunda Guerra Mundial. Salinger se alistó en el ejército en abril de 1942, y
después de ser destinado a funciones que le resultaron frustrantes, sus previos
conocimientos de francés y alemán añadidos a su experiencia europea hicieron
que lo reclutara el servicio de contraespionaje militar. Recibió entrenamiento
especializado hasta que el 24 de enero de 1944 desembarcó en Liverpool con las
tropas norteamericanas que posteriormente participarían en el desembarco de
Normandía.
Salinger fue destinado
al 12.º Regimiento de la 4.ª División de
Infantería, unidad en la que permanecería durante toda la guerra, como
agente de inteligencia y grado de sargento del Estado Mayor. Tras pasar por
Londres estuvo recibiendo instrucción en Tiverton, localidad del condado de
Devon que más tarde recrearía en su relato de 1950 Para Esmé, con amor y sordidez. También participaba en ejercicios
de desembarco anfibio y estuvo presente en la catástrofe en que terminó la Operación Tigre, cuando el 28 de abril
en medio de un simulacro de invasión la flotilla participante fue atacada por
torpederos alemanes con un balance de más de 700 víctimas.
El 6 de junio de 1944,
el día D, la unidad de Salinger debía
desembarcar en la playa de Utah con
la primera oleada a las 6:30 de la mañana, aunque lo hizo unos minutos más
tarde a más de un kilómetro del objetivo. Después participaría con su
regimiento en acciones como la toma de Cherburgo, la de Saint-Lô, la de Mortain
y, a finales de agosto, en la liberación de París, formando parte de las
primeras tropas norteamericanas que entraron en la capital. Durante su estancia
en París Salinger conoció a Ernest Hemingway, que trabajaba para Collier's como corresponsal de guerra,
y aunque realmente no apreciaba mucho su obra, la relación entre ambos se
mantuvo amistosa con el paso de los años. Posteriormente, durante la primavera
y el invierno, Salinger tomó parte en dos de las batallas más terribles del
frente occidental durante la guerra: la del bosque
de Hürtgen y la de las Ardenas.
En el tramo final de la guerra Salinger, con el 12.º regimiento, participó en
la liberación del complejo de campos de concentración de Dachau: se debió ver particularmente implicado porque los oficiales
de contraespionaje como él tenían órdenes expresas de inspeccionar los campos,
interrogar a los prisioneros y redactar informes para el cuartel general.
Al finalizar la guerra Salinger
no fue licenciado, se creó un cuerpo de contraespionaje como asistente del
proceso de desnazificación al que fue adscrito y lo trasladaron a Weissenburg, cerca de Núremberg. Sin embargo, las
experiencias de la guerra le habían impactado profundamente y, posiblemente
afectado por lo que hoy se denomina estrés postraumático, finalmente solicitó
voluntariamente tratamiento y fue ingresado en julio en un hospital de
Núremberg. Es muy probable que también visitase Viena para encontrar a la
familia con la que había vivido hace unos años solo para descubrir que todos,
incluida la hija de la que se había enamorado, habían muerto en campos de
concentración. La huella emocional que le dejaron estos hechos se percibe en
algunos de sus relatos, especialmente Un
día perfecto para el pez plátano, sobre un ex soldado suicida, y también
Para Esmé, con amor y sordidez,
narrado por un soldado traumatizado.
El 18 de octubre de
1945 Salinger se casó en Pappenheim
con Sylvia Louise Welter, una oftalmóloga alemana con la que se instaló en
Gunzenhausen, un pueblo situado a unos 45 km de Núremberg. Debido a las normas
de no confraternización que prohibían este tipo de uniones a los soldados
estadounidenses, Salinger tuvo que fingir que era francesa y proporcionarle
documentación falsa. El trabajo de Salinger para contraespionaje terminó en
abril de 1946 y, acompañado de Sylvia, se embarcó de vuelta a Estados Unidos el
28 de abril desde el puerto de Brest. Llegaron a Nueva York el 10 de mayo y se
instalaron en la casa familiar de Salinger en Park Avenue. Sin embargo el
matrimonio duró poco, en julio Sylvia regresó a Europa y no tardaron en
divorciarse.
El éxito literario
(1946-1966)
The
Catcher in the Rye, conocida en castellano como El cazador oculto en 1961 y como El guardián entre el centeno en 1978,
fue su única novela y a la vez, su obra más famosa. Fue publicada en 1951 y se
hizo muy popular entre los críticos y jóvenes: una novela en cierta medida
icónica. La historia la narra, en primera persona, Holden Caulfield, un adolescente rebelde, inadaptado e inmaduro,
pero de gran perspicacia. Se dice de la novela que es la única que ha sabido
captar lo que es la adolescencia con todas sus contradicciones; la fórmula del
carácter del desorientado protagonista la ofrece su propia hermana, Phoebe,
cuando le dice que, sencillamente, no sabe lo que quiere. Es, por otro lado,
una novela que ha sido curiosamente citada como favorita por algunos asesinos
en serie y otros inadaptados.
Posteriormente,
Salinger publicó las colecciones de relatos Nine
Stories (Nueve cuentos) en 1953 (donde se incluyen los dos aludidos); Franny y Zooey, en 1961; y en 1963 una
colección de novelas cortas Raise High
the Roof Beam, Carpenters and
Seymour: An introduction (Levantad,
carpinteros, la viga del tejado y Seymour:
una introducción), protagonizados por la disfuncional familia Glass. Las
mentes ágiles y poderosas de hombres perturbados y la capacidad redentora que
los niños tienen en las vidas de estos es uno de los temas principales de las
obras de Salinger.
En 1955 se casó con
Claire Douglas, unión que concluyó también en divorcio en 1967, cuando se
acentuó la reclusión del escritor en su mundo privado y su interés por el
budismo zen.
Después de haber
obtenido la fama y la notoriedad con El
guardián entre el centeno, Salinger se convirtió en un eremita, apartándose
del mundo exterior y protegiendo al máximo su privacidad. Se mudó de Nueva York
a Cornish (Nuevo Hampshire), donde continuó escribiendo historias que nunca
publicó.
Aislamiento y años
finales (1967-2010)
Salinger intentó por
todos los medios escapar de la exposición al público y de la atención del mismo
(él mismo declaró: «los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor
constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida»). Sin
embargo, se vio obligado a luchar continuamente contra toda la atención no
deseada que recibía, como figura de culto que llegó a ser en vida. Cuando supo
de la intención del escritor británico Ian Hamilton de publicar J. D. Salinger: A writing life, una
biografía que incluía cartas que Salinger había escrito a amigos y a otros
escritores, Salinger interpuso una demanda para detener la publicación del
libro. El libro apareció finalmente con los contenidos de las cartas
parafraseados. El juez determinó que aunque es posible que una persona sea el
propietario de una carta físicamente, lo que está escrito en ella pertenece al
autor.
Uno de los resultados
no intencionados de este juicio fue que muchos de los detalles de la vida
privada de Salinger, incluyendo el hecho de haber escrito dos novelas y muchos
relatos que no habían sido publicados, salieron a la luz pública a través de las
transcripciones del juzgado.
Salinger aparece como
personaje en la novela Shoeless Joe
de W. P. Kinsella, en la que se inspiró la película Field of dreams. En la película el personaje tiene el nombre
cambiado y es convertido en ficción. Estudió a lo largo de toda su vida el
hinduismo Advaita Vedanta. Este hecho ha sido descrito extensamente por Sam P.
Ranchean en su libro An adventure in
Vedanta: J. D. Salinger's the Glass Family (1990). La relación de un año
que mantuvo en 1972 con la aspirante a escritora Joyce Maynard, de dieciocho
años, fue también causa de controversia cuando ella subastó las cartas que
Salinger le había escrito. Ha mantenido, igualmente, más de veinte relaciones
con aspirantes femeninas a escritoras, siempre muy jóvenes.
En 2000, su hija,
Margaret Salinger, publicó El guardián de
los sueños. En su libro de “confesiones”, la señorita Salinger afirma que
su padre se bebía su propia orina, sufría glosolalia, rara vez tenía relaciones
sexuales con su madre, la tenía como una “prisionera virtual” y se negaba a
permitirle ver a sus parientes y amigos.
En 2002, se publicaron
más de ochenta cartas a Salinger escritas por escritores, críticos y
admiradores, bajo el título: Letters to
J. D. Salinger (ed. Chris Kubica).
Salinger es el padre del
actor Matt Salinger.
Falleció de muerte
natural el 27 de enero de 2010.
Cultura popular
La película Descubriendo a Forrester, protagonizada
por Sean Connery está inspirada en Salinger. Además, ha sido notable la
influencia ejercida en escritores como Lemony
Snicket y su Una serie de catastróficas desdichas, habiendo numerosas
alusiones a él en los libros. En la película El complot, el protagonista Jerry Fletcher —Mel Gibson— posee un
ejemplar del libro, ya que cree que a través de él muchas conspiraciones de
asesinatos fueron realizadas por sus adeptos lectores —como el caso de Mark
Chapman cuando asesinó a John Lennon en 1980—. Por otra parte, el protagonista
de la película es localizado por el servicio de inteligencia al comprar un
ejemplar del libro.
Salinger ha influido
sobre una generación entera de escritores, entre los que se cuentan
señaladamente John Updike, Harold Brodkey y Philip Roth.
En 2008 el cantante Axl
Rose —Guns N' Roses— se inspiró en El
guardián entre el centeno para darle forma y nombre a una de las canciones
del álbum Chinese Democracy.
El asesino de John
Lennon, Mark David Chapman, tenía un ejemplar de El guardián entre el centeno. Un amigo le recomendó el libro y la
historia pronto tuvo una gran importancia personal para él, hasta el extremo
que declaró que deseaba modelar su vida a imagen de la del protagonista, Holden
Caufield. Después de acabar con la vida del ex Beatle, se dedicó a esperar a la
policía mientras leía el último capítulo de la novela.
En 2016 se estrena Rebel in the Rye, película biográfica de
la vida del escritor, interpretada por Nicholas Hoult, Kevin Spacey, Sarah
Paulson y Zoey Deutch.
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