Monday, August 27, 2007

JEROME DAVID SALINGER


UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ BANANA
JEROME DAVID SALINGER

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad. Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel? La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde... -¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé... el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto? -Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá... ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído.
-¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre. ..
-Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
-¿Y entonces...? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra?
-Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
-Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible.
-Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.

-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor. La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna. Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación. Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba. -Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul. Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más. Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
-Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano. ¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso? Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué? -Hice de cuenta que eras tú. Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño. Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. ¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio. Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut. Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él. Sybil soltó su pie:
-¿Has leído El negrito zambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-.
-¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol? Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no? Sybil asintió con la cabeza.
-¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto. Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas. Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil? Ella meneó la cabeza. -Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos.
-Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
-Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis. El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel. El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc.
-Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer. -Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista. Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.





Jerome David Salinger (Nueva York, Estados Unidos, 1 de enero de 1919 – Cornish, Nuevo Hampshire, Estados Unidos, 27 de enero de 2010)​ fue un escritor estadounidense conocido principalmente por su novela El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye en inglés), que se convirtió en un clásico de la literatura moderna estadounidense casi desde el mismo momento de su publicación, en 1951. El autor falleció a los 91 años por causas naturales.

Biografía

Infancia y juventud (1919-1941)
Jerome David Salinger era hijo de Solomon Salinger, director de J.S. Hoffman & Company, empresa que se dedicaba a la importación de carnes y quesos europeos. La familia de Solomon, de ascendencia judía, procedía de Sudargas, un shtetl situado en la frontera polaco-lituana, entonces perteneciente al Imperio ruso. El padre de Solomon, Simon F. Salinger, se casó poco después de su llegada a Estados Unidos, en 1881, con Fannie Copland, también de ascendencia lituana, en Wilkes-Barre, Pensilvania.​ La madre de Salinger, Marie Jillich, nació en Atlantic, Iowa, y era a su vez hija de George Lester Jillich, de ascendencia alemana. La madre de Marie, Nellie, era muy probablemente natural de Iowa a pesar de que Marie sostuvo posteriormente que era de origen irlandés. Su padre murió un año antes de su matrimonio, que tuvo lugar en 1910, y al morir también su madre en 1919, el mismo año del nacimiento de Salinger, Marie acabó convirtiéndose al judaísmo cambiando su nombre por Miriam.
Los Salinger tuvieron su primer hijo, una niña llamada Doris, en diciembre de 1912 y, poco después, debido al ascenso de Solomon en Hoffman se trasladaron a Nueva York.​ En 1919, cuando Salinger nació, su familia ya tenía una posición acomodada y, a pesar de la gran depresión de 1929, se trasladaron en 1932 a un lujoso apartamento de Park Avenue, en Manhattan.​ Su no muy brillante expediente académico hizo que sus padres lo internaran en 1934 en la Academia Militar Valley Forge, Pensilvania, donde se graduó en 1936.​ En otoño de ese mismo año se matriculó en la Universidad de Nueva York para estudiar arte y, tras un semestre sin demasiado provecho, su padre le ofreció viajar a Europa para aprender idiomas e iniciarse en el negocio de la importación. En unos momentos de extrema tensión en Europa pasó casi un año entre Austria y Polonia. En Viena vivió con una familia judía, que muy probablemente no sobrevivió al Holocausto, y con cuya hija, a la cual le dedicó en 1947 el relato A girl I knew, mantuvo el primer romance serio del que se tengan noticias.
A su vuelta, después de una breve estancia en el Ursinus College de Pensilvania, se inscribió en un curso de escritura de la Universidad de Columbia impartido por Whit Burnett, editor de la revista literaria Story en cuyas páginas se dieron a conocer escritores como Tenesse Williams, Norman Mailer y Truman Capote. Burnett fue una influencia fundamental en los inicios de la carrera de Salinger y su relación continuó hasta mucho después de que este ya fuera un autor reconocido.
Burnett aconsejó a Salinger que ofreciera sus relatos cortos a las «satinadas», revistas populares de amplia distribución como Collier's, Esquire o The Saturday Evening Post. Así lo hizo con uno de ellos titulado The young folks, que fue rechazado, y que finalmente Burnett publicó en Story en la primavera de 1940.​ Poco tiempo después una revista de la Universidad de Kansas le publicó otro relato titulado Go see Eddie, pero tanto con las revistas comerciales como con Story no tuvo éxito en posteriores intentos. Salinger decidió intentarlo con historias más convencionales; había estallado la Segunda Guerra Mundial y escribió The hang of it, glosando las virtudes de la vida militar. El relato apareció no solo en Collier's sino que también fue incluido posteriormente por el ejército en una colección destinada a los soldados enviados al frente.​
En este momento la vida personal de Salinger estaba centrada en su romance con Oona O'Neill, hija del dramaturgo Eugene O'Neill, que se distanciaría de Salinger para casarse en 1943 con Charles Chaplin, y su auténtica ambición era aparecer en la revista literaria norteamericana más prestigiosa, The New Yorker, la cual terminó aceptando a finales de 1941 la publicación de Slight Rebellion Off Madison, relato en el que hace su aparición Holden Caulfield, el futuro protagonista de El guardián entre el centeno. Sin embargo, la entrada de Estados Unidos en la guerra haría que The New Yorker aplazara la publicación.

La Segunda Guerra Mundial (1942-1945)

El 7 de diciembre de 1941 Japón atacó Pearl Harbor provocando la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Salinger se alistó en el ejército en abril de 1942,​ y después de ser destinado a funciones que le resultaron frustrantes, sus previos conocimientos de francés y alemán añadidos a su experiencia europea hicieron que lo reclutara el servicio de contraespionaje militar. Recibió entrenamiento especializado hasta que el 24 de enero de 1944 desembarcó en Liverpool con las tropas norteamericanas que posteriormente participarían en el desembarco de Normandía.
Salinger fue destinado al 12.º Regimiento de la 4.ª División de Infantería, unidad en la que permanecería durante toda la guerra, como agente de inteligencia y grado de sargento del Estado Mayor. Tras pasar por Londres estuvo recibiendo instrucción en Tiverton, localidad del condado de Devon que más tarde recrearía en su relato de 1950 Para Esmé, con amor y sordidez.​ También participaba en ejercicios de desembarco anfibio y estuvo presente en la catástrofe en que terminó la Operación Tigre, cuando el 28 de abril en medio de un simulacro de invasión la flotilla participante fue atacada por torpederos alemanes con un balance de más de 700 víctimas.
El 6 de junio de 1944, el día D, la unidad de Salinger debía desembarcar en la playa de Utah con la primera oleada a las 6:30 de la mañana, aunque lo hizo unos minutos más tarde a más de un kilómetro del objetivo. Después participaría con su regimiento en acciones como la toma de Cherburgo, la de Saint-Lô, la de Mortain y, a finales de agosto, en la liberación de París, formando parte de las primeras tropas norteamericanas que entraron en la capital. Durante su estancia en París Salinger conoció a Ernest Hemingway, que trabajaba para Collier's como corresponsal de guerra, y aunque realmente no apreciaba mucho su obra, la relación entre ambos se mantuvo amistosa con el paso de los años.​ Posteriormente, durante la primavera y el invierno, Salinger tomó parte en dos de las batallas más terribles del frente occidental durante la guerra: la del bosque de Hürtgen y la de las Ardenas.​ En el tramo final de la guerra Salinger, con el 12.º regimiento, participó en la liberación del complejo de campos de concentración de Dachau: se debió ver particularmente implicado porque los oficiales de contraespionaje como él tenían órdenes expresas de inspeccionar los campos, interrogar a los prisioneros y redactar informes para el cuartel general.
Al finalizar la guerra Salinger no fue licenciado, se creó un cuerpo de contraespionaje como asistente del proceso de desnazificación al que fue adscrito y lo trasladaron a Weissenburg, cerca de Núremberg.​ Sin embargo, las experiencias de la guerra le habían impactado profundamente y, posiblemente afectado por lo que hoy se denomina estrés postraumático, finalmente solicitó voluntariamente tratamiento y fue ingresado en julio en un hospital de Núremberg. Es muy probable que también visitase Viena para encontrar a la familia con la que había vivido hace unos años solo para descubrir que todos, incluida la hija de la que se había enamorado, habían muerto en campos de concentración.​ La huella emocional que le dejaron estos hechos se percibe en algunos de sus relatos, especialmente Un día perfecto para el pez plátano,​ sobre un ex soldado suicida, y también Para Esmé, con amor y sordidez, narrado por un soldado traumatizado.
El 18 de octubre de 1945 Salinger se casó en Pappenheim con Sylvia Louise Welter, una oftalmóloga alemana con la que se instaló en Gunzenhausen, un pueblo situado a unos 45 km de Núremberg. Debido a las normas de no confraternización que prohibían este tipo de uniones a los soldados estadounidenses, Salinger tuvo que fingir que era francesa y proporcionarle documentación falsa.​ El trabajo de Salinger para contraespionaje terminó en abril de 1946 y, acompañado de Sylvia, se embarcó de vuelta a Estados Unidos el 28 de abril desde el puerto de Brest. Llegaron a Nueva York el 10 de mayo y se instalaron en la casa familiar de Salinger en Park Avenue. Sin embargo el matrimonio duró poco, en julio Sylvia regresó a Europa y no tardaron en divorciarse.

El éxito literario (1946-1966)

The Catcher in the Rye, conocida en castellano como El cazador oculto en 1961 y como El guardián entre el centeno en 1978, fue su única novela y a la vez, su obra más famosa. Fue publicada en 1951 y se hizo muy popular entre los críticos y jóvenes: una novela en cierta medida icónica. La historia la narra, en primera persona, Holden Caulfield, un adolescente rebelde, inadaptado e inmaduro, pero de gran perspicacia. Se dice de la novela que es la única que ha sabido captar lo que es la adolescencia con todas sus contradicciones; la fórmula del carácter del desorientado protagonista la ofrece su propia hermana, Phoebe, cuando le dice que, sencillamente, no sabe lo que quiere. Es, por otro lado, una novela que ha sido curiosamente citada como favorita por algunos asesinos en serie y otros inadaptados.​
Posteriormente, Salinger publicó las colecciones de relatos Nine Stories (Nueve cuentos) en 1953 (donde se incluyen los dos aludidos); Franny y Zooey, en 1961; y en 1963 una colección de novelas cortas Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: An introduction (Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción), protagonizados por la disfuncional familia Glass. Las mentes ágiles y poderosas de hombres perturbados y la capacidad redentora que los niños tienen en las vidas de estos es uno de los temas principales de las obras de Salinger.
En 1955 se casó con Claire Douglas, unión que concluyó también en divorcio en 1967, cuando se acentuó la reclusión del escritor en su mundo privado y su interés por el budismo zen.
Después de haber obtenido la fama y la notoriedad con El guardián entre el centeno, Salinger se convirtió en un eremita, apartándose del mundo exterior y protegiendo al máximo su privacidad. Se mudó de Nueva York a Cornish (Nuevo Hampshire), donde continuó escribiendo historias que nunca publicó.

Aislamiento y años finales (1967-2010)

Salinger intentó por todos los medios escapar de la exposición al público y de la atención del mismo (él mismo declaró: «los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida»). Sin embargo, se vio obligado a luchar continuamente contra toda la atención no deseada que recibía, como figura de culto que llegó a ser en vida. Cuando supo de la intención del escritor británico Ian Hamilton de publicar J. D. Salinger: A writing life, una biografía que incluía cartas que Salinger había escrito a amigos y a otros escritores, Salinger interpuso una demanda para detener la publicación del libro. El libro apareció finalmente con los contenidos de las cartas parafraseados. El juez determinó que aunque es posible que una persona sea el propietario de una carta físicamente, lo que está escrito en ella pertenece al autor.

Uno de los resultados no intencionados de este juicio fue que muchos de los detalles de la vida privada de Salinger, incluyendo el hecho de haber escrito dos novelas y muchos relatos que no habían sido publicados, salieron a la luz pública a través de las transcripciones del juzgado.
Salinger aparece como personaje en la novela Shoeless Joe de W. P. Kinsella, en la que se inspiró la película Field of dreams. En la película el personaje tiene el nombre cambiado y es convertido en ficción. Estudió a lo largo de toda su vida el hinduismo Advaita Vedanta. Este hecho ha sido descrito extensamente por Sam P. Ranchean en su libro An adventure in Vedanta: J. D. Salinger's the Glass Family (1990). La relación de un año que mantuvo en 1972 con la aspirante a escritora Joyce Maynard, de dieciocho años, fue también causa de controversia cuando ella subastó las cartas que Salinger le había escrito. Ha mantenido, igualmente, más de veinte relaciones con aspirantes femeninas a escritoras, siempre muy jóvenes.
En 2000, su hija, Margaret Salinger, publicó El guardián de los sueños. En su libro de “confesiones”, la señorita Salinger afirma que su padre se bebía su propia orina, sufría glosolalia, rara vez tenía relaciones sexuales con su madre, la tenía como una “prisionera virtual” y se negaba a permitirle ver a sus parientes y amigos.
En 2002, se publicaron más de ochenta cartas a Salinger escritas por escritores, críticos y admiradores, bajo el título: Letters to J. D. Salinger (ed. Chris Kubica).
Salinger es el padre del actor Matt Salinger.
Falleció de muerte natural el 27 de enero de 2010.

Cultura popular

La película Descubriendo a Forrester, protagonizada por Sean Connery está inspirada en Salinger. Además, ha sido notable la influencia ejercida en escritores como Lemony Snicket y su Una serie de catastróficas desdichas, habiendo numerosas alusiones a él en los libros. En la película El complot, el protagonista Jerry Fletcher —Mel Gibson— posee un ejemplar del libro, ya que cree que a través de él muchas conspiraciones de asesinatos fueron realizadas por sus adeptos lectores —como el caso de Mark Chapman cuando asesinó a John Lennon en 1980—. Por otra parte, el protagonista de la película es localizado por el servicio de inteligencia al comprar un ejemplar del libro.
Salinger ha influido sobre una generación entera de escritores, entre los que se cuentan señaladamente John Updike, Harold Brodkey y Philip Roth.
En 2008 el cantante Axl Rose —Guns N' Roses— se inspiró en El guardián entre el centeno para darle forma y nombre a una de las canciones del álbum Chinese Democracy.

El asesino de John Lennon, Mark David Chapman, tenía un ejemplar de El guardián entre el centeno. Un amigo le recomendó el libro y la historia pronto tuvo una gran importancia personal para él, hasta el extremo que declaró que deseaba modelar su vida a imagen de la del protagonista, Holden Caufield. Después de acabar con la vida del ex Beatle, se dedicó a esperar a la policía mientras leía el último capítulo de la novela.
En 2016 se estrena Rebel in the Rye, película biográfica de la vida del escritor, interpretada por Nicholas Hoult, Kevin Spacey, Sarah Paulson y Zoey Deutch.




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