EL
MARICA
Abelardo
Castillo
Escuchame, César: yo no
sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque
hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida.
Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no
las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y
entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de
esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me
acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí
también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos
eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San
Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar
a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo
entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es
chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de
pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me
llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de
flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di
vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes,
que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí,
Abelardo. Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las
tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado
delgadas.
–Soltame –dije. A lo
mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu
manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y
alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones
de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían
y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una
noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo. Fuimos inseparables.
Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e
inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba
ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas
que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo
que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de
perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me
atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus
ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso
era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas.
Qué va a ser marica.
–Por algo lo cuidás
tanto…
Y se reían. Y entonces
daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que
valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la
risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse,
quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un
dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra
cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije
macanudo.
–César, esta noche
vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije
macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo
cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo
sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la gorda,
grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos.
Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a
Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco
años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a
olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso
de tierra.
El negro hizo punta. Yo
sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás
hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto.
Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo
cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió
de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose. Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo,
después.
Entró el colorado,
después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían
hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y
cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité,
pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán -un ademán
que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la
cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del
rancho.
–Vos también te
asustaste, pibe.
Tomando mate contra un
árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar.
Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la
misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico
también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al
Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me
mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te
juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a
patadas en el culo.
La luna grande, no me
olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de
vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada,
desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar,
ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba
atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto
de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a
la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía
alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de
mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es
necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en
la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la
cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a
alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir
de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a
los otros.
Porque aquella noche yo
no pude. Yo tampoco pude.
Volvedor
A Julio Cortázar
y a usted, Borges,
y perdón si los salpiqué.
I
El oficio de guapo es un oficio como cualquier otro. El coraje, ahora lo sé, tiene la paciencia larga; necesita práctica. Hay que adiestrarse en la mirada torva, ladina, en el gesto pausado, en el áspero monosílabo hecho de ambigüedad y amenaza para llegar con exactitud, si la Virgen lo permite (porque la destreza de la mano depende, en la mitad de los casos, de un secreto favor suyo), para llegar, repito, a la decisiva matemática de dos puñaladas en un boliche o un patio.
Esto lo sé porque yo soy Evaristo Garay. Antes, cuando me daba por la literatura, cuando era pálido y usaba anteojos gruesos, de carey negro, y leía a lord Dunsany, me llamaba de otro modo. Y muchos me han visto discutiendo de carburadores y metempsicosis en La Biela Fundida, en Palermo, o sentado en la Jockey frente a un mazagrán, asegurando que Borges –con licencia– nunca vio un orillero de verdad ni en foto, pero escribir, escribe lindo. Estaba diciendo, digo, que ahora me llamo Evaristo Garay, el que supo sentarlo de un planazo al comisario Bozzano en la casa de baile de María Sosa, allá en San Pedro; el mismo Evaristo Garay que ahora se juntó para siempre con la Rosario; yo (devoto de la Virgen de Pompeya), que anoche, en el almacén de Barbieri, maté de tres balazos en la cabeza al chino Aldazábal.
Todo empezó cuando el último verano caí desprevenidamente por Baradero y pregunté en un boliche de la costa si nadie conocía al chino:
–Busco al chino Aldazábal –dije, limpiándome los anteojos.
Siempre que estoy nervioso me limpio los anteojos, esto lo se. Lo que no sé es por qué dije que buscaba al chino. En realidad yo venía a preguntar por un tal González y, aunque al principio me pareció lo mismo, después supe que no, que no era lo mismo. Porque yo, de entrada nomás, llegué y pregunté por Aldazábal.
El patrón me miró. Era un tipo impresionante; sus hombros, enormes, asomaban detrás del mostrador como dos moles; en el medio, rapada y poderosa, había una cabeza. Se quedó mirándome y después que se le fue el sueño levantó una ceja.
Si yo me hubiera ido entonces, antes que levantara la otra ceja, no habría pasado nada; pero yo no me fui y el monstruo, sorprendido, levantó la otra ceja. Sorprendido o asustado. O contento. Después abrió la boca y se enojó con mi madre. Pero no se enojó: lo dijo como si yo acabara de hacerle una secreta broma y él la estuviera festejando. A su modo, claro. Luego, abrazándome por encima del mostrador, me juró que los años no pasaban para mí, para Evaristo Garay, que él sabía que yo iba a volver aunque Aldazábal hubiera dicho que me balearon en la frontera, y que nunca me habría reconocido con esas ropas de cajetilla, a no ser –según aseguró– por esta pinta de rufián que Dios me ha dado, y que Barbieri no se olvida de los amigos.
Ya he dicho que en ese entonces yo era algo literato; por lo tanto, nunca fui demasiado original. De inmediato pensé: sueño. Pero los brazos de Barbieri, fraternal y peligrosamente me demostraron que no, que no era un sueño. Más tarde supe que era algo mucho más vertiginoso que un sueño, pero, por el momento, sólo sentía que el gigante me estaba haciendo mal en la espalda. En la cicatriz esa que tengo en la espalda.
–Ellos cruzaron a Gualeguaychú –dijo después–. Fueron a traer la medicina.
Y se rió. Yo también me reí; esto, al menos, lo entendía: la medicina eran drogas. Yo había venido al bajo justamente por eso. Estaba escribiendo una nota con contrabandistas, subprefectura y moraleja social. Necesitaba documentarme. El comisario de San Pedro me había dicho que, en la ribera de Baradero, un tal González –el chajá, que le decían– "operaba en esos chimisturrios", que si me animaba, fuera: él, lo más que podía hacer era prestarme un vigilante. Yo dije gracias y acá estaba. Y ya había decidido volverme cuando sucedieron dos cosas: el gigante que me alcanza un vaso de ginebra; yo, desprevenido, que me la tomo quién sabe por qué, por darme ánimos tal vez, y una puerta que se abre, arriba, en el remate de la escalera.
–Mira –dijo Barbieri.
Miré y la vi por primera vez; era la Rosario. La Rosario que en seguida me reconoció y dijo vos acá, Evaristo, y me miraba tierna, tan tierna que yo, a causa de la ginebra y de esa ternura, dije que sí, que estaba ahí, de vuelta. Y antes de que pudiera agregar nada, ella se encerró en la pieza, como si fuera a llorar.
El patrón seguía sonriendo; me alcanzó otra ginebra y se quedó estudiándome. No sé si por taparme la cara (porque ahora yo no quería explicar nada) o porque la ginebra, aunque marea, siempre me gustó, me llevé el vaso a la boca y me lo tomé. Me asombró un poco mi propia voz:
–¿Cuándo vuelven?
Él dijo que tenían lo menos para dos meses. Después dijo:
–Que alegrón –y el aumentativo, con el tono en que fue dicho, resultaba una intencionada, amenazante paradoja se va a pegar el chino cuando te vea.
Si esas palabras me sonaron extrañas, no lo fueron mucho más que las mías.
–Sí –dije–. Qué alegrón.
Tal vez se trataba de que Aldazábal, al verme, se iba a enterar de que yo no era el que parecía; pero no sé por qué se me ocurrió que el otro podía alegrarse de eso.
Usted, en cambio, sí lo hubiera sabido, Evaristo Garay.
Barbieri estaba diciendo:
–La Rosario también parece contenta. Levantó la vista; yo también. La puerta de la pieza, arriba, había quedado entreabierta.
–Y, ¿no vas a subir a verla?
Entonces, al mirar hacia arriba, fue cuando me acomodé el pantalón. Me lo acomodé a dos manos, metiendo los pulgares en el cinto.
–¿Y pa qué te crees vos que volví? –me oí decir.
El "pa" me salió solo; el tono, el gesto, me salieron solos. Después estaba arriba y, aunque no soy hombre de ventajear a nadie y menos trampeando a una mujer como aquélla, como la Rosario, la tumbé sobre la cama y me convencí de que ése era mi sitio, que todo venía de muy lejos, de antes, cuando Aldazábal y yo, peleando en yunta, nos jugábamos por esta morocha en La Colorada y en yunta la alzamos del baile, y él, porque le correspondía, se quedó con ella, esta morocha que ahora me estaba diciendo entre lágrimas, nunca creí que te hubieran muerto en la frontera ya sabía que a vos nadies, y después no habló más y al mucho rato se me quedó dormida entre los brazos, alborotando la almohada con sus crenchas negras.
II
Mi memoria suele ocasionarme disgustos. Generalmente retengo –o invento– detalles nimios, imágenes aisladas, un gesto a veces o una palabra, y se me escapan sin remedio los hechos históricos. Será por eso que de toda la primera semana que pasé en el bajo (porque me quedé, Evaristo Garay, y usted me miraba desde los espejos, aprobando mi espera), sólo recuerdo algún áspero trago de caña, que a lo mejor fue el que me hizo perder el miedo, y recuerdo que empezó a dolerme la cicatriz esa que tengo en la espalda –la que me hice en la rotonda de Palermo, una noche, con la moto– y pensé la humedad o el cansancio. También evoco una manera de caminar que me gustó, y la sensación, que no me gustó, de estar haciéndole una porquería a alguien. Esos días anduve mucho, vi, pregunté y aprendí mucho. Me pareció que Aldazábal no se iba a alegrar ni medio cuando volviera de Gualeguaychú (por dos motivos, claro, pero yo entonces sólo conocía uno), no se iba a alegrar de verme ni de que me confundieran con Evaristo Garay, a quien el chino siempre quiso como a un hermano, más que a un hermano, como tampoco se iba a alegrar mucho si alguien lo ponía al tanto de lo que estaba pasando allá arriba, en la pieza de la Rosario. Por eso digo lo de sentir que estaba haciendo una porquería, máxime cuando supe que la parda siempre le había jugado limpio al chino, menos esta vez, cuando yo vine al bajo a terminar cierto asunto que empezó una noche de 1957, en la frontera, noche en que la policía se apareció de golpe allá adelante, entre los juncos, y Evaristo sintió un estruendo a su espalda y cuando quiso sacar el cuchillo ya tenía la boca llena de barro.
De modo que me quedé. Al principio me quedé por la Rosario. Después debí de tener otros motivos porque una noche ella me dijo "Vámosnos, Evaristo" y yo le dije que no. Todavía no, le dije, y a lo mejor era que pensaba irme solo, antes que pasara alguna cosa grande, o a lo mejor quise quedarme porque seguía con la idea de escribir mi artículo con moraleja, o vaya a saber. La cosa es que me quedé. Y supe que la historia del chino Aldazábal, la parda y Evaristo, en todo caso, ya estaba escrita. No resultaba ni más equívoca ni menos matrera que aquella otra, venerable, compilada por un escriba del Faraón, hace treinta siglos, historia que acaso leyó Moisés y en la que hay una mujer que es malvada y miente y un hermano espera a otro detrás de una puerta, con un hacha.
En esta que yo me sé el triángulo es ribereño pero igual de confuso, sólo que la mujer no es mala y que Evaristo no era hermano de Aldazábal, sino su casi hermano, su mejor amigo, por lo menos mientras lo fue.
Según me contó la gente del bajo (o debo escribir me recordó, pues todos los relatos empezaban "te acordás, Garay"), parece que Evaristo y Aldazábal solían pelear juntos, desde muchachos. Me salteo homicidios menores, y digo aquél del baile en La Colorada, que, si no me han mentido, se llamó así después del estropicio, por la sangre que anduvo por el piso aquella noche:
Evaristo estaba recostado en el mostrador, mirando. Su casi hermano, prendido como chuncaco, bailaba con la muchacha, una morocha nuevita y asustada que (aunque aún no lo sabían) se llamaba Rosario y estaba destinada a que acontecieran planazos donde ella metía sus ojos azules, raros, medio grises. Usted la miraba, Evaristo Garay.
Entonces apareció un grandote y le tocó la espalda al chino. Tenía voz de mamado cuando habló:
–No se pegue, que no es dulce –dijo. Aldazábal, sin darse vuelta, dejó de bailar; después, arreglándose el pelo detrás de la oreja, preguntó:
–¿Bastonero, el hombre?
La música se cortó de golpe; un acordeonista ya metía la mano por atrás, a la altura de la faja. Los ojos de Aldazábal y su hermano se encontraron. Yo, que escribo esto porque alguien me lo contó, recuerdo esa mirada. El grandote dijo:
–Bastonero no: sampedrino.
Y los mirones (menos Evaristo, que seguía apoyado en el mostrador, aunque un poco más cerca de la puerta) empezaron a arrimarse, y había manos con brillo a fierro. Porque ser sampedrino quería decir ser guapo, y Aldazábal, en ese momento, pudo decir que también lo era y aquí no ha pasado nada. Pero Aldazábal –yo lo sé– nunca fue hombre de arreglar las cosas con conversación. Dijo pior pa usté y le ordenó a la chica:
–Vaya, espéreme afuera: dos tordillos hay. Vaya, le digo.
La dejaron irse; el grandote también, porque una mujer estorba. Al pasar junto a Evaristo, ella tenía una cara de susto que le gustó al hombre. Sin apuro, Evaristo le preguntó:
–El grandote, ¿cómo se llama? Ella se lo dijo.
Y antes de que la cancha se cerrara en torno de Aldazábal, una voz autoritaria, desde la puerta, pegó el grito:
–¡Lisandro!
La distracción del grandote, de Lisandro, duró un segundo. Después estaba boca abajo sobre la pista de tierra, con un tajo del ombligo al esternón. Lo que siguió también fue breve.
1 Almacén y villa en los alrededores de San Pedro, cercana de aquella llamada Los Dos Machos, cuyo nombre remite al truco y, quizá, también a los protagonistas de esta historia.
Evaristo abrió cancha desde atrás, a los gritos, atropellando a los que se daban vuelta; Aldazábal encaró de punta. En el medio se juntaron, espalda con espalda buscando la puerta. Y a partir de ese momento, el boliche empezó a llamarse La Colorada.
Rosario los esperaba afuera, azarosamente junto al tordillo de Evaristo, quien de un salto se la llevó en ancas. Y allá salieron los tres, delante de la polvareda.
En la disparada, Evaristo sentía las uñas de la parda, clavadas en su cuerpo. Y era lindo. Pero fue la única vez que las sintió, porque la muchacha era del chino, de su casi hermano; por más que él, Evaristo Garay, se acordaba de aquella disparada cada vez que lo veía entrar al chino en la pieza de arriba. Y no quería acordarse. Después la historia se entreveraba. Se entreveró del todo, el día que Evaristo se dio cuenta de que la mujer no lo quería al chino, que a él lo quería. Desde que le sentí las uñas supe que ella me quería.
III
No sé si dije que a partir de la primera semana empezó a pasárseme el miedo. Natural. Yo pensaba desaparecer, con la muchacha o sin ella –más bien creo que sin ella–, unos días antes de que la gente volviera del Gualeguaychú. Además sentía que en aquel sitio yo estaba tan seguro como en la Jockey, y bastante más que en La Biela (que fue allí en la rotonda donde casi me mato una noche, la noche del 5 de enero del 57, y de allí me quedó, como regalo de Reyes, la cicatriz que tengo en la espalda), y digo que me sentía seguro porque, según vi, a Evaristo lo temían. Lo respetaban. Y yo no podía dudar de que me parecía increíblemente al taita; no tanto porque todos en la costa me miraban de reojo, como si mi presencia anticipara catástrofes, sino por la Rosario: la morocha no era de desconocer así nomás a su hombre, aunque nunca hubiera podido entregársele antes. Me enteré de que Evaristo y ella no tuvieron tiempo de hacer lo que Dios manda, del mismo modo que me enteré de toda la historia, o de casi toda: astuta y pacientemente, con preguntas furtivas, por casualidad. Y por otros medios, menos fáciles de explicar. Al principio creí que mis preguntas obedecían a reflejos literarios; después, no sé. De todos modos, había una parte en las peripecias de Evaristo Garay que no estaba clara: la parte de la frontera. Por supuesto, yo, sobre este punto, no podía preguntar nada; no podía, es claro, andar preguntando:
–¿Cómo fue que me mató la policía?
Por cosas dispersas que me contó Barbieri, entendí que Aldazábal nunca fue ajeno a lo que había estado ocurriendo. Una noche sobrevino este diálogo:
–Estás metido con la parda –y la voz del chino no tenía inflexión de pregunta; Evaristo dijo que sí y ésa fue la única vez que Aldazábal lo miró feo–. Yo me la alcé pa mí –dijo.
Barbieri no escuchó más porque entonces apareció el chajá González y anunció mañana tenemos que cruzar, y el resto, como digo, lo supe por boca de la Rosario, quien a su vez lo escuchó del chino. Su versión se contradice un poco con la de Barbieri. Parece que la noche del 5 de enero era Evaristo quien tenía la mirada torcida.
Me imagino su voz:
–Que ella elija.
Aldazábal dijo está bien. Dijo que dijo: está bien hermano. Y ese gesto le había llegado hondo a la Rosario. Será por eso que, cuando me enteré, estuve a punto de perderle el respeto, Evaristo Garay. Porque usted se aprovechó de la aflojada y lo ofendió al chino:
–Y ahora déjame solo –le dijo.
Todo esto ocurrió la noche de Reyes del 57, en la frontera. Y al rato el chajá González gritó: la policía. Y empezaron los tiros. Cuando la gente llegó a la lancha, Evaristo Garay no estaba. Se había quedado allá, muerto por la policía. Bien muerto. De cara al barro.
IV
Creo que voy a terminar pronto; la Rosario está inquieta y en estos casos lo mejor es irse antes de las averiguaciones y el sumario. Al empezar ya expliqué lo que le pasó en la cabeza al chino Aldazábal; ahora quiero contar por qué.
El tiempo que viví en el almacén de Barbieri –también ya lo expliqué– me enseñó muchas cosas: entre otras, que el coraje es subjetivo. Mirando a la gente ilegal reeduqué mis reflejos y empecé a olvidarme de citar correctamente a Virgilio. Me dieron ropas amenazantes, que fueron de Evaristo Garay, y la Rosario me prendió al cuello una medalla con la Virgen de Pompeya. En eso estaba cuando se quedó mirándome:
–Llévame con vos –dijo.
Yo nunca tuve predilección por morir en manos de un contrabandista, sin embargo dije que tenía que esperarlo. Tal vez cuando la Rosario me pidió por primera vez que me la alzara, todavía estaba a tiempo. Ahora no podía irme.
–Te voy a llevar –dije–; pero antes tengo que esperarlo.
Bajé al boliche.
–Dame un cuchillo, Barbieri.
El grandote me miró; entonces cambié de idea:
–No. Mejor dame un revólver.
Después volví a subir y estuve un rato ante el espejo; pese a todo la imagen que veía no era absurda. Usted me miraba, Evaristo Garay.
–Vámosnos –insistió la Rosario.
Yo le dije mejor que te estés quieta. Después dije:
–Hace calor.
Y me saqué la camisa. Entonces la Rosario me vio la cicatriz esa que tengo en la espalda y dijo cómo te hicieron esto. Evaristo, y yo casi le cuento lo de la rotonda, cuando, de golpe, me acordé de todo. Me acordé cuando Evaristo, la noche de Reyes, en la frontera, dijo: Que ella elija. Y Aldazábal le contestó: Esto no se arregla con conversación, hermano. Y el chajá gritó la policía y empezó el barullo, y Evaristo se dispuso a pelear como cuando eran muchachos, como siempre, y fue entonces que sintió aquel balazo trapero, en la espalda, y cuando se dio vuelta con el cuchillo en la mano ya tenía otro tiro quemándole las costillas y el último fue cuando cayó de cara al barro como un perro.
La Rosario preguntaba:
–¿Quién te hizo esto, Evaristo? Dije:
–Ya te vas a dar cuenta.
Por eso me quedé. Y por eso, anoche, cuando la gente volvió del Gualeguaychú yo estaba parado en lo alto de la escalera, con el revólver en la mano. Y cuando el chajá me reconoció y se vino derecho a abrazarme, yo le grité:
–¡Abrite!
Y por eso él se abrió, y Aldazábal se quedó mirándome, como a un fantasma, mirándome a mí, a Evaristo Garay. Y por eso lo bajé de tres tiros en la cabeza.
Abelardo Castillo
(Ciudad de Buenos Aires, Argentina, 27 de marzo de 1935- Ciudad de Buenos
Aires, Argentina, 2 de mayo de 2017) fue un escritor argentino.
Abelardo Castillo nació
en Buenos Aires, pero asume como lugar de nacimiento, por decisión, la ciudad
costera bonaerense de San Pedro, a donde se traslada con su padre, en 1946, y
donde vive hasta los 18 años.
En 1959 gana el Primer
Premio de la revista Gaceta Literaria
por su obra de teatro “El otro Judas”. Ese mismo año conoce a Arnoldo Liberman
y a Humberto Constantini con quienes funda “El grillo de papel”, continuada por
“El Escarabajo de Oro”, una de las revistas literarias de más larga vida
(1959-1974), caracterizada por su ideología de izquierda, su adhesión al
existencialismo y al compromiso sartreano del escritor. Publica sus primeros
cuentos y gana con "Volvedor" el premio del concurso de la revista Vea y Lea (jurado: Borges, Bioy Casares
y Manuel Peyrou).
En 1977 funda junto con
Liliana Heker y Sylvia Iparraguirre El
Ornitorrinco, revista de resistencia cultural a la dictadura que salió hasta
1986. Castillo fue incluido en 1979 en las «listas negras» de intelectuales
prohibidos durante la dictadura. En 1976 se casa con la escritora Sylvia
Iparraguirre.
Su primera obra de
teatro, “El otro Judas”, escrita a los 22 años (1957) y estrenada en 1961,
reitera el problema de la culpa que asume el traidor del Nazareno, tal vez como
un secreto instrumento de Dios e, incluso, desde el acto existencial de la
responsabilidad de un hombre por todos los hombres. Culpa y castigo son tema de
numerosos cuentos de este narrador; un hilo conductor por los arrabales, las
casas, los boliches, los cuarteles, las calles de la ciudad o pequeños pueblos
de provincia, donde sus personajes llegan, por lo general, a situaciones
límite. No son pocas las veces que parecen concurrir a una cita para dirimir un
pleito con su propio destino. La fatalidad de los sucesos hace recordar a
Borges, una de sus devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla
y distante. En otros cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma,
aluden a la violencia, al vértigo de las imágenes, el vivir en tensión de sus
criaturas.
Muchos de sus relatos
incursionan en el delirio y lo fantástico y, algunos ("La casa de
ceniza", "Las panteras y el templo") son explícitos o secretos
homenajes a Poe, a quien Abelardo Castillo transformó en personaje teatral en Israfel, obra premiada en París por un
jurado internacional y que tuviera un largo éxito en Argentina.
Publicó cuatro novelas:
La casa de ceniza (1967), El que tiene sed (1985), Crónica de un iniciado (1991), El
evangelio según Van Hutten (1999).
Ha obtenido numerosos
premios nacionales e internacionales y algunos de sus cuentos, novelas y obras
de teatro, han sido traducidos al inglés, francés, italiano, sueco, alemán,
eslovaco, esloveno, ruso, polaco, húngaro, griego y macedonio.
Cronología
1935: Abelardo Castillo
nace en Buenos Aires, el 27 de marzo. En 1946 se traslada con su padre a San
Pedro, donde el escritor vivirá hasta los dieciocho años.
1953: regresa a Buenos
Aires.
1959: su cuento Volvedor gana un concurso de la revista Vea y Lea con un jurado formado por
Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Manuel Peyrou. Junto con Arnoldo
Liberman, Humberto Costantini, Oscar Castello y Víctor García Robles funda la
revista de literatura El Grillo de Papel,
de la que llegarán a aparecer seis números. Allí aparece su cuento «El marica».
1960: el gobierno de
Arturo Frondizi prohíbe la publicación de El
Grillo de Papel, por su adscripción al pensamiento de izquierda y,
singularmente, a la lectura del marxismo desarrollada por Jean-Paul Sartre. Ya
en el editorial del Nº 1 de El Grillo…
se declaraba: «Creemos que el arte es uno de los instrumentos que el hombre
utiliza para transformar la realidad e integrarse a la lucha revolucionaria».
1961: hacia mayo,
dirige y funda conjuntamente con Liliana Heker El Escarabajo de Oro. La revista, que aparecerá hasta 1974, apuntó
a una fuerte proyección latinoamericana y es considerada una de las más
representativas de la generación del 60. Formaron parte de su consejo de
colaboradores Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Miguel Ángel Asturias, Augusto
Roa Bastos, Juan Goytisolo, Félix Grande, Ernesto Sabato, Roberto Fernández
Retamar, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, entre otros. Allí publicaron por primera
vez sus textos Liliana Heker, Ricardo Piglia, Sylvia Iparraguirre, Humberto
Constantini, Miguel Briante, Jorge Asís, Alejandra Pizarnik, Isidoro Blaisten,
Bernardo Jobson y muchos otros. En noviembre, la editorial Goyanarte de Buenos
Aires publica el libro de cuentos Las
otras puertas. Un jurado integrado por Juan Rulfo, José Bianco, Guillermo
Cabrera Infante y José Antonio Portuondo le concede la Mención Única (Premio
Publicación) en el Premio Casa de las Américas (Cuba), categoría cuentos por Las otras puertas. La editorial El Grillo de Papel (de Buenos Aires), publica su
tragedia El otro Judas. La obra se
estrena en el Teatro de Los Independientes, con dirección de Onofre Lovero.
1962: en marzo, Las otras puertas se publica en Cuba en
una edición de la Casa de las Américas. Castillo recibe la Faja de honor de la
Sociedad Argentina de Escritores (SADE) por Las
otras puertas.
1963: su obra de teatro
Israfel, en cuatro actos, basada en
la vida del poeta Edgar Allan Poe, recibe el Primer Premio Internacional de
Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International
du Theatre, UNESCO, París. El jurado estaba integrado por Eugène Ionesco,
Claude-André Puget (Francia) Christopher Fry (Inglaterra), Diego Fabbri
(Italia), Heinrich Schnitzler (Austria), Marc Connelly y Rosamond Gilder
(Estados Unidos), Arki Kivinaa y Jack Wtikka (Finlandia), Alfonso Sastre
(España) y Bohdan Korseniewski (Polonia).
1964: El otro Judas obtiene el Primer Premio
en el Festival de Teatro de Nancy. En El
Escarabajo de Oro aparece su ensayo Discusión
crítica a «La crisis del marxismo». La editorial Losada, dentro de su colección
Teatro en el Teatro, publica la obra Israfel.
Abelardo Castillo era
poco pero favorablemente conocido como autor dramático, en virtud de haber
hecho sus primeras armas desde el escenario propicio de Los Independientes
mediante un singular enfoque del mito de Judas Iscariote, contrapersonaje
evangélico, que poetas, novelistas y dramaturgos de diversas épocas han
coincidido en reivindicar, pincelada de sombra que realza el resplandor de la
tragedia del Gólgota. En ’Israfel’, el protagonista, haz de luz y sombra,
involucra otro mito que atañe a otra pasión, y a otro calvario y camino de
amargura: aquel arrebato del espíritu que florece en la pureza del canto
poético, y, consecuente con él, la Vía Crucis del tránsito lastimoso del
creador ante los filisteos. Porque el personaje que revive en este drama se
llamó Edgar Poe, sobre cuyo genio el alegórico cuervo aún clama su fatídico
’never-more’. (…) El planteo conceptual del drama es en extremo sencillo y
transparente, situándolo en la repulsa a la materialidad, desde que -como ha
dicho Ramón Gómez de la Serna, precisamente de Poe- vegetar en la plena
materialidad es como no vivir, y sólo se vive de verdad gracias al contraste de
lo material con lo espiritual. En el simbolismo de Castillo, el poeta maldito se
yergue con la conciencia de su genio en ruptura con la incomprensión. Tal la
lucha, a veces más allá de la muerte. De ahí el título, ’Israfel’, que sugiere
un anuncio de apocalipsis y hace pensar en las terribles trompetas que
proclaman la hora del Juicio Final. (…) Me acojo con placer a las bellas
tradiciones olvidadas de nuestro teatro, al saludar, en Abelardo Castillo, el
advenimiento de un dramaturgo; aparición siempre milagrosa. Palabras mayores.
Edmundo Guibourg, en el
prólogo de la primera edición
1965: con dirección de
Carlos Giménez, El otro Judas representa
a la Argentina en los Festivales Mundiales de Teatro Universitario de Varsovia
y Cracovia, y obtiene el Primer Premio y el Gran Premio.
1966: la Editorial
Jorge Álvarez, de Buenos Aires, publica Cuentos
crueles. Israfel se estrena en el
Teatro Argentino de Buenos Aires con dirección de Inda Ledesma y protagonizada
por Alfredo Alcón. Luego es presentada en España, Checoslovaquia, México, Perú
y Venezuela.
1967: en noviembre, la
Editorial Estuario, de Buenos Aires, en una colección dirigida por Juan Carlos
Martini, publica la nouvelle La casa de
ceniza.
Escribí
este largo cuento, o esta nouvelle, en 1956. Tenía 21 años, estaba en el
servicio militar y habitaba el mundo gótico de Poe. “La casa de Usher” y las
desniveladas habitaciones del colegio de William Wilson están, notoriamente, en
el origen «arquitectónico» de mi casa; mi edad cuando la inventé, y mi
incapacidad para la vida castrense, son quizá su explicación psicológica.
Nunca, hasta hoy, pensé seriamente publicar esta historia, nunca la sentí como
un hecho literario, sino más bien como un homenaje o una despedida. Si ahora me
animo a dejarla ir es porque, al releerla, descubrí que me es menos ajena de lo
que yo sospechaba: he rastreado en ella una idea análoga a la de El candelabro
de plata; he visto, no sin asombro, párrafos idénticos a los que años más tarde
imaginé inventar en “Israfel”.
Abelardo Castillo, en
el postfacio que escribió para la primera edición
1968: la editorial
Stilcograf, de Buenos Aires, reúne con el título de Tres dramas las obras El otro
Judas, A partir de las siete y Sobre las piedras de Jericó.
1969: conoce en el Café
Tortoni a Sylvia Iparraguirre, quien se convertirá en su mujer.
1972: con el título de Los mundos reales, la Editorial
Universitaria, de Santiago de Chile, publica en agosto una selección de cuentos
provenientes de Las otras puertas, Cuentos crueles y Las panteras y el templo, todavía inédito. A través de El Escarabajo de Oro, conoce al escritor
Julio Cortázar.
1974: con la
publicación del número 48, deja de aparecer El
Escarabajo de Oro.
1975: la obra Sobre las piedras de Jericó se estrena
en el Teatro Armando Discépolo (Buenos Aires) con dirección de Luis Vives.
1976: Editorial
Sudamericana publica el libro de cuentos Las
panteras y el templo. Dirige El
Ornitorrinco, revista de la que es cofundador, junto a Liliana Heker y
Sylvia Iparraguirre. La revista, que se editará hasta 1986, es considerada una
de las publicaciones más importantes en el campo de la resistencia cultural a
la dictadura militar instaurada el 24 de marzo de este año.
1982: en enero, la
editorial Galerna, de Buenos Aires, edita la antología de cuentos El cruce del Aqueronte. La obra El señor Brecht en el salón dorado es
representada en función única en el Salón Dorado del Teatro Colón de Buenos
Aires con música de Alicia Terzián. Luego se reestrena en Teatro Abierto, bajo
la dirección de Raúl Serrano.
1984: recibe el Premio
Konex - Diploma al Mérito a la primera obra publicada después de 1950.
1985: en abril, la
editorial Emecé publica El que tiene sed,
su primera novela; la protagoniza, entre otros, Jacobo Fiskler, un transparente
homenaje a Jacobo Fijman.
1986: recibe el Primer
Premio Municipal de Literatura por su novela El que tiene sed. Con la salida del número 14, deja de publicarse El Ornitorrinco.
1988: en agosto,
aparece en Emecé el libro de ensayos Las
palabras y los días.
El
más antiguo [de estos textos] es anterior a 1960; el más reciente lo estoy
redactando ahora. Su origen es casi oral. Fueron pensados, en su mayoría, para
ser leídos en un programa de radio que, hacia 1975, compartíamos alegremente
con Sylvia Iparraguirre y que tuvo la ambigua fortuna de ser prohibido tres
veces en un mismo día, el 24 de marzo de 1976. Se llamaba Otras aguafuertes
porteñas y, como es fácil verlo, estaba puesto bajo la advocación de Roberto
Arlt. Las palabras y los días sigue estándolo. (…) He notado que en este libro
abunda lo demasiado personal, como si no supiera escribir, sobre el tema que
sea, más que apelando a la primera persona. Ya es tarde para corregirme. Hablo
siempre de mí mismo, decía Unamuno, porque soy el hombre que tengo más a mano.
(Abelardo Castillo, en
el prólogo del libro)
1991: en octubre, Emecé
publica Crónica de un iniciado, novela
cuya escritura se extendió durante casi treinta años.
Comencé
mi primera lectura ingenua en idish, leyendo de atrás para adelante, leyendo,
como se debe, la contratapa. Al llegar a la parte que dice: «Las ráfagas de la
posmodernidad» confieso que me emocioné. Me trajo recuerdos. Recuerdo ―me dije―
la última discusión con Castillo sobre los posmodernistas. Fue hace 25 años. Un
cuarto de siglo, me dije con nostalgia y evoqué el Tortoni y los posmodernistas
en la madrugada. Recuerdo a algunos: Juan Ramón Jiménez, Alfonsina Storni,
Baldomero Fernández Moreno, González Lanuza y, sobre todo, Pedro Miguel
Obligado y Francisco López Merino. Pedro Miguel Obligado y su traducción del
cuervo de Poe; Francisco López Merino y su poema Ligeia, que escribió en
homenaje a Poe. Me decepcionó, pese a la promesa de la contratapa, no
encontrarlos en el libro. Salvo esto, como diría Borges, «no sé de un libro más
ardido y volcánico, más trabajado por la desolación». Personalmente, creo que
Crónica de un iniciado es una de las novelas más importantes que ha dado la
literatura argentina. (…) Horacio, en su Epístola a los Pisones, aconseja
guardar nueve años el manuscrito antes de publicarlo. Castillo se pasó en 21
años. Estuvo treinta escribiendo esta novela. Supongo que durante esos treinta
años hizo otras cosas también. Pero yo recuerdo muchas noches y madrugadas en
el Tortoni, viernes que se extendían desde el alba al crepúsculo, cuando
Castillo solía tener sed y yo podía beber cosas más interesantes que la
estólida agua mineral que bebo ahora, y Costantini, De Lellis, Marechal, Cortázar,
Jobson, no estaban muertos, y Castillo nos leía las infinitas y cambiantes
versiones de los capítulos de esta novela. (…) El reverendo padre Marcos
Pizzariello, en su audición Tres minutos con usted, dijo una vez: «Todo tiene
su fruto, todo tiene su precio». Castillo nos ha dejado una novela fundamental,
una lección de literatura. Ese es el fruto. Veamos el precio. El pacto con el
diablo de Esteban Espósito es el pacto de Castillo con la literatura. El precio
es atroz. Justifica el fuego e instaura un lugar donde toda envidia es vana;
toda vanidad, efímera; todo resentimiento, inútil; todo odio, insignificante;
todo dolor, posible. El precio es la palabra, destrozarse en la palabra. El
lema de El Escarabajo de Oro fue una frase de Nietzsche: «Di tu palabra y
rómpete». Creo que la palabra ha sido dicha, Crónica de un iniciado ha sido
escrita, el pacto está cumplido.
(Isidoro Blaisten,
texto escrito para la presentación de la novela y reproducido en la revista La Maga el 28 de noviembre de 1991)
1992: la editorial
Emecé publica en septiembre un nuevo libro de cuentos: Las maquinarias de la noche, cuarto volumen de la serie Los mundos reales. En este libro se
encuentra «El tiempo y el río», un cuento dedicado a Florencio Sánchez.
1993: muere su padre,
Abelardo Castillo. Recibe el Premio Nacional Esteban Echeverría por el conjunto
de su obra. En una coproducción argentino-uruguaya y con guion y dirección de
Jorge Rocca, se filma la película Patrón,
según su cuento homónimo.
1994: recibe el Premio
Konex de Platino, otorgado por la Fundación Konex, al mejor cuentista argentino
del quinquenio 1989-1993.
1995: la editorial
Emecé reúne su Teatro completo. El 6 de julio se estrena la película Patrón, según su cuento homónimo.
1996: recibe el Premio
de Honor de la Provincia de Buenos Aires, compartido con Ernesto Sabato y Marco
Denevi.
1997: la Editorial
Perfil publica el volumen de ensayos Ser
escritor. La Editorial Alfaguara reúne en un volumen sus Cuentos completos.
Abelardo
Castillo arrastra desde hace tiempo el estigma de ser algo así como ’el’
escritor de los ’60. La renovación de la literatura argentina que supuso esa
generación suele resumirse y trivializarse en pocas palabras (compromiso, por
ejemplo). En cambio se da como obvio algo que no lo era en absoluto hasta
entonces: a principios de los sesenta empezó a leerse a Borges no en contra de
sino en paralelo a autores como Arlt, Marechal o Cortázar. Desde entonces, la
literatura argentina pudo integrar con naturalidad dentro de un sistema de
lecturas lo que hasta entonces era una dicotomía insalvable. Mientras Cortázar
disimulaba a través de sus pirotecnias estilísticas que estaba escribiendo
siempre el mismo puñado de cuentos, Borges, en cambio, lo hacía enfáticamente
explícito (aun cuando no lo fueran). Una y otra modalidad son, en realidad,
anverso y reverso de la misma cosa. Después de Borges y Cortázar, no puede no
saberse esta lección, y estos Cuentos completos permiten ver por qué Castillo
es el cuentista más poderoso de los sesenta (solo Walsh y Briante, en sus
mejores cuentos, están a la altura de los mejores de Castillo, pero uno y otro,
por diferentes motivos, dejaron una suma de cuentos menor).
(Juan Forn, reseña
publicada en Radar Libros n.º 7,
suplemento del diario Página/12, en
1997)
1999: Seix Barral
publica El Evangelio según Van Hutten,
su cuarta novela.
2000: en mérito al
conjunto de sus obras, es distinguido con el Premio a la Trayectoria otorgado
por la Asociación de Libreros Argentinos.
2001: se filma el
cortometraje Negro, basado en su
cuento Negro Ortega, con guion y
dirección de Eduardo Pinto y Oscar Frankel.
2004: vuelve a recibir
el Premio Konex - Diploma al Mérito, al mejor cuentista del quinquenio
1994-1998. Seix Barral anuncia para marzo de 2005 la publicación de su quinto
libro de cuentos: El espejo que tiembla.
2007: recibe el Premio
Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas por El espejo que tiembla.
2011: Recibe el Gran
Premio de Honor de la SADE.
2013: La editorial
Alfaguara anuncia la publicación de sus Diarios.
2014: la editorial
Alfaguara publica, en un volumen, sus
Diarios (1954-1991) y anuncia la edición de otro volumen que incluirá los
diarios de 1991 en adelante. Recibe el Premio Konex de Brillante como la figura
más importante de la última década de las Letras Argentinas.
Fallecimiento
Abelardo Castillo
falleció en Buenos Aires el 2 de mayo de 2017 debido a complicaciones
posteriores a una cirugía intestinal de la que no pudo recuperarse, según
informaron allegados al escritor. Tenía 82 años de edad.
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