Saturday, December 08, 2007

RAY BRADBURY




EL REGALO
RAY BRADBURY

Mañana sería Navidad, y aún mientras viajaban los tres hacia el campo de cohetes, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviese bien. Cuando en el despacho de la aduana los obligaron a dejar el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos kilos, y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta y el cariño.
El niño los esperaba en el cuarto terminal. Los padres fueron allá, murmurando luego de la discusión inútil con los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, nada. ¿Qué podemos hacer?
—¡Qué reglamentos absurdos!
—¡Y tanto que deseaba el árbol!
La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué?… —preguntó el niño.
Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro. El cohete se movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, subiendo a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea, según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
Había un único ojo de buey, una “ventana” bastante amplia, de vidrio tremendamente grueso, en la cubierta superior.
—Todavía no —dijo el padre—. Te llevaré más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y adónde vamos.
—Quiero que esperes por un motivo —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y otro, pensando en el regalo abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y las velas blancas. Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos, creyó haber encontrado un plan. Si lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad feliz y maravilloso.
—Hijo —dijo—, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.
—Oh —dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidara.
El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios.
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron…
—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero… —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre— Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo enseguida.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener tu reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—A eso vamos —dijo el padre y tomó al niño por el hombro.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya entenderás. Hemos llegado —dijo el padre.
Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo de voces.
—Entra, hijo —dijo el padre.
—Está oscuro.
—Te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento. Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, y entonces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Y las voces en el cuarto cantaban los viejos familiares villancicos; y el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el vidrio frío del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, mirando simplemente el espacio, la noche profunda, y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas…

Ray Bradbury | Del libro «Remedio para melancólicos», Ed. Minotauro.


Miniserie "Crónicas marcianas" de Michael Anderson, con Rock Hudson y Roddy McDowall entre otros. 1976.


 EL MARCIANO

Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a mirar.
— La primera lluvia de la estación —señaló La Farge.
— Qué bien —dijo la mujer.
—Bienvenida, de veras.
Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra.
—Sólo falta una cosa —dijo La Farge mirándose las manos.
—¿Qué? —preguntó su mujer.
—Me gustaría haber traído a Tom con nosotros.
—Oh, por favor, Lafe.
—Sí, no empezaré otra vez. Perdona.
—Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo... Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra.
La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego.
—Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida.
La lluvia azul caía sobre la casa.
A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad.
—¿Anna? —llamó La Farge suavemente.
—¿Qué?
—¿Has oído algo?
Los dos escucharon la lluvia y el viento.
—Nada —dijo ella.
—Alguien silbaba.
—No lo he oído.
—De todos modos voy a ver.
La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una ola de color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge.
—¿Quién está ahí? —llamó La Farge, temblando.
No hubo respuesta.
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
Silencio.
La Farge se sintió débil, cansado, entumecido.
—¿Quién eres? —gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el brazo.
—¿Por qué gritas?
—Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta —dijo La Farge, estremeciéndose—. Se parece a Tom.
—Ven a acostarte, estás soñando.
—Pero mira, ahí está.
Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil los miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el umbral.
—¡Vete! —gritó agitando una mano— ¡Vete!
—¿No se parece a Tom? —preguntó La Farge.
La figura no se movió.
—Tengo miedo —dijo la vieja—. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo.
Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio.
El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría.
—Tom —llamó La Farge en voz baja—. Tom, si eres tú, si por un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel.
Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo.
La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció.
—Qué noche horrible. Me siento tan vieja... —dijo sollozando.
—Bueno, bueno —la calmó él, abrazándola—. Duerme.
Al cabo de un rato la mujer se durmió.
Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave.
         —Tom —dijo.
Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad.
A la mañana siguiente, el sol calentaba.
El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró:
—Estoy envejeciendo.
Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde lleno.
—Buenos días, papá.
El viejo se tambaleó.
—Buenos días, Tom.
El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo.
—¡Qué día más hermoso!
—Sí —dijo La Farge, estupefacto.
El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara.
La Farge dio un paso adelante.
—Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo?
El chico alzó la mirada.
—¿No tendría que estarlo?
—Pero, Tom... Green Lawn Park todos los domingos, las flores y... —La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y firme.
—¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño?
—Tú quieres que esté aquí, ¿no? —El chico parecía preocupado.
—Sí, sí, Tom.
—Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame...
—Pero tu madre… la impresión...
—No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo verás.
Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros.
            La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo.
—Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso día!
Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara.
—¿Ves?
Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un poco. El señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural.
            Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con aire de confidencia:
—¿Cuántos años tienes, hijo?
—¿No lo sabes? Catorce, por supuesto.
—¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién?
Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara.
—No preguntes.
—Puedes decírmelo —dijo el hombre—. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti... Eres Tom y no eres Tom.
—¿Por qué no me aceptas y callas? —gritó el chico hundiendo la cara entre las manos—. No dudes, por favor, ¡no dudes de mí!
Se levantó de la mesa y echó a correr.
—¡Tom, vuelve!
El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano.
—¿Adónde va Tom? —preguntó Anna que regresaba a buscar el resto de los platos. Miró atentamente a su marido— ¿Le has dicho algo desagradable?
—Anna —dijo el señor La Farge tomándole una mano—. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía?
La mujer se echó a reír.
—¿Qué dices?
—No importa —contestó La Farge en voz baja.
A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom.
Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre.
—¿Me vas a preguntar algo? —quiso saber.
—Nada de preguntas —dijo La Farge.
El chico sonrió con una sonrisa blanca.
—Estupendo.
—¿Dónde has estado?
—Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una... —el chico buscaba la palabra exacta—, en una trampa.
—¿Cómo en una trampa?
—Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora.
—No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar.
El chico corrió a lavarse.
Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos.
—Buenas tardes, hermano La Farge —dijo deteniéndose.
—Buenas tardes, Saúl. ¿Qué se cuenta por aquí?
—Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en una casa de chapas?
La Farge se enderezó.
—Sí.
—¿Sabías que era un granuja?
—Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un hombre.
Saúl se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge.
—¿Recuerdas el nombre del muerto?
—Gillings, ¿no?
—Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma tarde.  Nomland quería esconderse en la cárcel, pero no lo dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora de allí.
—Bueno, bueno —dijo La Farge.
—Ocurren unas cosas... —dijo Saul—. En fin, buenas noches, La Farge.
—Buenas noches.
La lancha se alejó por las serenas aguas del canal.
—La cena está lista —llamó la mujer.
El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a Tom.
—Tom, ¿qué has hecho esta tarde?
—Nada —contestó Tom con la boca llena—. ¿Por qué?
—Quería saber, nada más —dijo el viejo poniéndose la servilleta.
A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que quería ir al pueblo.
—Hace tres meses que no voy.
Tom se negó.
—El pueblo me da miedo —dijo—. La gente. No quiero ir.
—Pero cómo —dijo Anna—, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo.
—Pero Anna, si el chico no quiere... —farfulló La Farge.
Pero era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes llegaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible saberlo. Por ahora aquello era Tom.
El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizá  nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas. Quitamos esto sería como quitarnos la comida de la boca.
            Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla.
—La gente. Cambiar y cambiar. La trampa.
—Calma, calma —dijo La Farge acariciándole el pelo rizado.
Tom se calló.
La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha.
—¡Aquí estamos!
Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del brazo por las calles animadas.
—Quiero volver a casa —dijo Tom.
—Antes no hablabas así —dijo Anna—. Siempre te gustaron las noches de sábado en el pueblo.
—No te apartes de mí —le susurró Tom a La Farge—. No quiero caer en una trampa.
Anna alcanzó a oírlo.
—¡Deja de decir esas cosas! Vamos.
La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano.
—Aquí estoy, Tom —dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y venía y sintió, también, cierta inquietud—. No nos quedaremos mucho tiempo.
—No digas tonterías, no nos iremos antes de las once —dijo Anna.
Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Anna, irritada—. Aprovecha cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom!
El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido.
—Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos —afirmó Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo.
De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron corriendo junto a La Farge. La Farge los reconoció. Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido.
Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad.
A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy pálida.
—No te preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí —dijo La Farge.
—Date prisa.
La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua.
La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una. Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado.
Mientras caminaba, La Farge pensaba en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido, reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando los números.
—Hola, La Farge.
Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una pipa.
—Hola, Mike.
—¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una caminata?
—No, paseo nada más.
—Parece que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia?
—Sí.
La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora.
—Lavinia volvió a casa esta noche —dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo— ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto? Encontraron un cadáver que podría ser el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció esta noche.
La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho.
—¿Dónde?
—En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos, imagínate. Al principio Lavinia no los reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró la memoria.
—¿La has visto?
—No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te veo muy bien. Entra y te serviré un whisky.
—No, gracias, Mike.
La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas noches y no contestó. Tenía la mirada fija en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín, había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom? ¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Ana, me está esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y cerraban, se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años, se asomó al balcón.
La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse.
La muchacha se volvió y miró hacia abajo.
—¿Quién está ahí?
—Yo —dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio. ¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la familia.
La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa.
—Sé quién eres —dijo en voz baja—. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por ti.
—¡Tienes que volver! —las palabras se le escaparon a La Farge.
La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz.
—Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo.
—¡Anna espera en el embarcadero!
—Lo siento —dijo la voz tranquila—. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado.
—Pero, y Anna... Piensa qué golpe será para ella.
—Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel. No puedo cambiar otra vez.
—Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding!
—No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo que no puedes impedir.
—No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte daño —suplicó el viejo.
—Es cierto —la voz titubeó—. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre? Además, la madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos víctimas: ellos o tu mujer.
—Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros.
—¡Por favor! —dijo la voz—. Estoy cansada.
La voz del viejo se endureció.
—Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces.
La sombra tembló.
—¡No, por favor!
—No perteneces a esta casa ni a esta gente.
—No. No.
—Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo que quieras.
         El viejo alzaba los ojos esperando el milagro.
Las sombras se movieron, la parra crujió levemente.
Y al fin la voz dijo:
—Bueno, papá.
—¡Tom!
La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo.
Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo una voz:
—¿Quién anda ahí?
—Date prisa, hijo mío.
Más luces, más voces:
—¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny?
El ruido de pasos precipitados.
El hombre y el chico corrieron por el jardín.
Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón.
—Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré dentro de diez minutos.
Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la oscuridad.
—Anna, ¡aquí estoy!
La vieja, temblando, lo ayudó a salvar a la lancha.
—¿Dónde está Tom?
—Llegará en un minuto —jadeó La Farge.
Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que salían de un bar riéndose. Una música sonaba débilmente en alguna parte.
—¿Por qué no viene? —preguntó la vieja.
—Ya vendrá, ya vendrá.
Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado.
Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien corrió.
La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía a la luz de las lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La Farge se apresuró a desanudar las amarras.
Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y Spaulding aparecieron en la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron,  titubeando, deteniéndose y adelantándose.
Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge retorció la amarra entre los dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron.
—¡No se mueva, La Farge!
Spaulding tenía un arma.
Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena: hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom?
Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles.
Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del mismo modo —pensó La Farge—, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos.»
—¡Salgan todos de la lancha! —les ordenó Spaulding.
Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo tomó por la muñeca.
—Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo.
—Espere —dijo el policía—. Es mi prisionero. Se llama Dexter. Lo buscan por asesinato.
—¡No! —sollozó una mujer—. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido!
Otras voces se opusieron. El grupo se acercó.
La señora La Farge se puso delante de Tom.
—Es mi hijo. Nadie puede acusarlo. ¡Ya nos íbamos a casa!
Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom.
Tom gritó.
Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces.
—¡Tom! —gritó La Farge.
—¡Alicia! —llamó alguien.
—¡William!
Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo. Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña.
            Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él.
—Está muerto —dijo al fin una voz.
Empezó a llover.
La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano.
La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible.
Anna no dijo nada, pero empezó a llorar.
Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer —dijo el viejo.
Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa, encendieron la chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo.
—¡Escucha! —dijo La Farge a medianoche— ¿Has oído algo?
—Nada, nada.
—Voy a mirar, de todos modos.
Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la calle.
Al fin abrió y miró afuera.
La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto, sobre el canal y entre las montañas azules.
La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo.





ESQUELETO

Ya se le había pasado la hora de ver otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!
La enfermera miró por encima al señor Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris pensó que le oía decir: — ¿Adivine quién está aquí, doctor? —Y en seguida le pareció que la voz del doctor replicaba, débilmente—: ¡Oh, Dios mío! ¿Otra vez?
Harris tragó saliva, nerviosamente, entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:
— ¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah! —Frunció el ceño y se ajustó los lentes—. Mi querido Harris, ha sido usted aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.
Harris, enfurruñado, no se movió.
El doctor apartó brevemente los ojos de sus papeles.
— ¿Todavía ahí? ¡Es usted un hipocondríaco! Ahora, son once dólares.
—Pero, ¿por qué me duelen los huesos? —preguntó Harris.
El doctor Burleigh le habló como a un niño.
— ¿Nunca ha tenido un músculo cansado, y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca, más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!
Cinco minutos después, el señor Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia abajo...
M. Munigant, como el consultorio, era pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba, movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la dentadura.
Harris se lo contó todo.
M. Munigant asintió. Había visto casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto. Muy complicado, silbó suavemente M. Munigant. Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno, al fin había encontrado un doctor que lo entendía! Problema psicológico, dijo M. Munigant. Fue rápidamente, delicadamente, hacia una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea. ¡Mire, mire! ¡El esqueleto sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y pequeños. El señor Harris no prestaba atención a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó, matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban
espectros de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello, éstos, aquellos y otros! ¡Mire!
Harris se estremeció. Las radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.
M. Munigant silbó quedamente. ¿Deseaba el señor Harris que le... trataran los huesos?
—Depende —dijo Harris.
Bueno, M. Munigant no podía ayudar a Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M. Munigant «trataría».
Harris se acostó en una mesa, con la boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se acercó a su paciente.
Algo tocó la lengua de Harris.
Harris sintió que le desencajaban las mandíbulas, Y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró involuntariamente la boca.
M. Munigant gritó. Harris casi le había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora! Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda. Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant, entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan? M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizo y salado y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía para conservar... cómo decirlo.... la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor Harris! El señor Harris se fue a su casa.
Al día siguiente, domingo, el señor Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo. Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente perfecta, que le había dado M. Munigant.
En el almuerzo, Clarisse, la mujer del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:
— ¡Basta!
A la tarde, el señor Harris se enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo riendo y parloteando con otras tres señoras mientras
Harris, oculto, se acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo de una hora se incorporó de pronto y llamó:
— ¡Clarisse!
Clarisse entraba siempre como bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.
— ¿Estás aun meditando, querido? —preguntó Por favor, deja eso.
Se sentó en las rodillas del señor Harris.
La belleza de Clarisse no alcanzó a distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula. El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.
— ¿Está bien que haga eso? —preguntó, sorbiendo el aliento.
— ¿Qué cosa? —Rió Clarisse—. ¿Mi rótula, dices?
— ¿Es normal que se mueva así, alrededor?
Clarisse probó.
—Se mueve así, realmente —dijo, maravillada.
—Me alegra que la tuya se deslice, también —suspiró el señor Harris—. Empezaba a preocuparme.
— ¿De qué?
El señor Harris se palmeó las costillas.
—Mis costillas no llegan hasta abajo. Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!
Clarisse entrecruzó las manos bajo la curva de sus pequeños pechos.
—Claro, tonto. Las costillas de todos se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas flotantes.
—Espero que no se vayan flotando por ahí.
El chiste no era nada tranquilizador. El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse ¡solo! Nuevos descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.
—Gracias por haber venido, querida —dijo.
—Cuando quieras.
Clarisse frotó dulcemente su nariz contra la de Harris.
— ¡Un momento! Espera... —El señor Harris extendió el dedo y tocó las dos narices, ¿Te das cuenta? El hueso de la nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!
Clarisse arrugó la nariz
— ¡Claro, querido!
Se fue bailando del cuarto.
Solo, sentado, Harris sintió que la transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos. Ahora.... ahora.... ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente, el señor Harris se examinó la columna, moviendo los dedos como cuando operaba los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al apretar la columna vertebral, las respuestas, eran miedos y terrores que le entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna le parecía algo extraño.... horrible. Se tocó las vértebras nudosas.
Como los huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de porcelana fría.
— ¡Señor! ¡Señor!
Le castañetearon los dientes. Dios todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos años he andado por allí con un... esqueleto... adentro! ¿Cómo es posible que lo aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros cuerpos?
Un esqueleto. Una de esas cosas duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas, frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo desparramadas como dados.
Se incorporó, muy tieso, pues ya no podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la cabeza, dentro de mi cabeza hay un... cráneo. Uno de esos caparazones curvos que guardan la jalea eléctrica del cerebro ¡una de esas cáscaras rajadas con dos agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños! ¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!
Harris tenía ganas de interrumpir la partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes, indolentes, que se mueven al viento.
La voz de Clarisse llegó desde lejos, clara, dulce.
—Querido, ¿vienes a saludar a las señoras?
El señor Harris sintió que se mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose, comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.
—Iré en seguida, querida —contestó débilmente.
¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo. Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica. ¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!
Un instante después estaba entre las señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora, Abblematt y la señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas, cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!
—Excúsenme —jadeó, y salió corriendo del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada del jardín, entre las petunias.
Esa noche, sentado en la cama, mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:
—Oh, mi querido, las uñas no son huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!
El señor Harris dejó caer las tijeras.
— ¿Estás segura? Espero que tengas razón. Me sentiría más tranquilo. —Miró la curva del cuerpo de Clarisse, boquiabierto—. Ojala toda la gente fuera como tú.
— ¡Condenado hipocondríaco! —Clarisse lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.
—Algo que siento dentro —dijo Harris—. Algo que... comí.
A la mañana siguiente y durante toda la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.
—¡¡Señorita Laurel! —Gritó el señor Harris—. ¡Basta!
Solo, meditó en sus neurosis. La guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona, le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda. Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo. Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh, mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor Harris se quedó mirando el aire.
La extraña sensación no desapareció. Creció.
El martes y el jueves se desesperó pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde detrás de la cara.
¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los pulmones! ¡Basta!
Jadeaba convulsamente, como si las costillas lo apretaran quitándole el aliento.
¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!
Y unos dolores de cabeza terribles le quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.
¡Mis entrañas, déjalas, por amor de Dios! ¡Apártate de mi corazón!
El corazón se le encogía bajo las costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.
Una noche descansaba acostado empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja. Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca, limpia y de calcio.
La tez, ¿no era oleosa, no tenía arrugas de preocupación?
Observa la perfección de la calavera: impecable y nívea.
La nariz, ¿no era demasiado prominente?
Observa bien los huesecitos de la nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la probóscide montañosa.
El cuerpo, ¿no era rollizo?
Bueno, examina el esqueleto, delgado, esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!
Los ojos, ¿no eran protuberantes, ordinarios, apagados?
Ten la amabilidad de examinar las órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma, sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.
Compara, compara, compara.
Harris rabió durante horas. Y el esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso, sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de una crisálida, esperando y esperando.
Harris se sentó lentamente.
— ¡Un minuto! ¡Espera! —exclamó—. Tú también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! —Se rió—. Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos, tres, cuatro, jum, dos, tres, cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!
Harris sonrió mostrando los dientes.
—Es una lucha pareja. Fuerzas iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa! ¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!
Instantáneamente, una mandíbula de tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego, lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas las luces se apagaron....
Al fin de la semana, Harris postergó el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle vio que la lenta flecha roja señalaba 75.
Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!
Se amenazó con el puño la cara huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior, al cráneo y a las vértebras cervicales.
— ¡Maldito! Crees que puedes matarme de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No, no!
Corrió a un restaurante.
Pavo, salsas, patatas en crema, cuatro ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago. Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?, pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y—crujan, y caigan todos en la sala.
Tenía fuego en la cabeza, respiraba entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las muelas; pero ganó sin ¡embargo una pequeña batalla!. Iba a beber leche cuando se detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti, muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de nosotros, muchacho, sólo para uno.
—Setenta kilos —le dijo la semana siguiente a su mujer—. ¿Notaste cómo he cambiado?
—Noto que estás mejor —dijo Clarisse—. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. —Le acarició la barbilla—. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan firmes y fuertes...
—No son mis líneas, son sus líneas, ¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?
— ¿Él? ¿Quién es él?
En el espejo del vestíbulo, más allá de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca carnosa de desesperación y odio.
Colérico, el señor Harris engulló unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.
—Pero, querido, realmente, yo no te pido que subas de peso —dijo.
— ¡Oh, cállate! —dijo Harris entre dientes.
Clarisse lo obligó a que se acostara. Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.
—Querido —dijo Clarisse—. Te he estado observando últimamente. Estás tan... lejos. No dices nada, pero parece que te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar, una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote detrás del canal alimentario?
Harris cerró los ojos.
—Yo. Creo que fui yo. Adelante, Clarisse, sigue hablándome.
—Descansa ahora —susurró Clarisse dulcemente—. Descansa y olvida.

El señor Harris se mantuvo a flote un día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los golpes.
En las últimas horas de la tarde, Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los ojos ya estaba del otro lado de la esquina El consultorio de M. Munigant había quedado atrás.
Los dolores cesaron.
M. Munigant era el hombre que podía ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica, indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.
Pero no hoy. Cada vez que Harris trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores. Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.
Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estarla utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.
El espectáculo del salón del bar era alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí, y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido; nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.
No sin envidia, Harris se acercó al gordo como alguien que cruza ante la proa de un trasatlántico. Harris pidió una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.
— ¿Glándulas?
— ¿Me habla usted a mí? —preguntó el gordo.
— ¿0 una dieta especial? —Comentó Harris—. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de peso. Me gustaría tener un estómago
—Así es entonces —susurró, los ojos enrojecidos, las mejillas hirsutas—. De un modo o de otro me arrastras, me matas de hambre, de sed, acabas conmigo. —Tragó unas rebabas secas de polvo—. El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.
Harris caminó por un escenario que temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.
— ¡Eh!
Otra vez el grito. Crujidos de pasos, rápidos.
Gritando, aliviado, incrédulo, Harris corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.
El coche tediosamente remolcado, reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego, para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero... ¡cuidado! Las olas saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres. Despacio en las curvas junto al mar.
Demonios, estaba realmente enfermo.
¿A quién recurrir? ¿Clarisse? ¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?
— ¡Querido!
Clarisse lo besó. Harris sintió la solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio un paso atrás.
—Querida —dijo lentamente, enjugándose los labios con la manga, temblando.
—Pareces más delgado; oh, querido, el negocio...
—Salió bien, creo. Sí, todo marchó bien.
Clarisse lo besó de nuevo.
La cena fue morosa, trabajosamente alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.
Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.
—Bueno, lo siento, pero tengo que irme. —Le pellizcó la mejilla a Harris—. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.
Cuando Clarisse desapareció, Harris marcó un número en el teléfono, nervioso.
— ¿M. Munigant?
Una vez que Harris hubo colgado el auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios. Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde sonó el timbre
de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado, jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
— ¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!
M. Munigant entró. Gracias a Dios la puerta no estaba cerrada con llave.
Oh, pero el señor Harris tenía muy mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro. Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M. Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah, era evidente, que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No? Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.
—Señor Munigant —suspiró apenas Harris—. No... no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo. ¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?
M. Munigant silbó suavemente, apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la boca... Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris. ¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M. Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!
Harris sintió que le apretaban violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos, golpeándole los oídos!
—¡Ahhh! —chilló Harris, gagueando. La cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los pulmones.
Harris respiró al fin, un momento, y los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo, resollando fuego.
Las luces chispearon en los globos oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.
Los ojos húmedos miraron el vestíbulo.
No había nadie en el cuarto.
—¿M. Munigant? En nombre de Dios, ¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!
M. Munigant había desaparecido.
— ¡Socorro!
Y en ese momento Harris oyó.
Muy adentro, en las fisuras subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente, algo que podía haber estado allí, pero no estaba.... un leño, sumergido...
Clarisse, alta la cabeza, iba por la acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a yodo.
Clarisse no le habría prestado atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco, largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra de menta. Se comió la punta, y metió la lengua en la materia blanca, succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse: llegó a la puerta de su casa, movió el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.
— ¿Querido? —llamó Clarisse, sonriendo y mirando alrededor—. Querido, ¿dónde estás? —Cerró la puerta, cruzó el pasillo y entró en el vestíbulo—. Querido...
Se quedó mirando el suelo durante veinte segundos, tratando de entender.
De pronto, se puso a gritar.
Afuera, a la sombra de los sicomoros, el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo; luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz de Clarisse dentro de la casa.
Muchas veces, en la niñez, Clarisse había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.
Es terrible cuando la medusa te llama por tu propio nombre.



Ray Douglas Bradbury (Waukegan, Estados Unidos; 22 de agosto de 1920-Los Ángeles, Estados Unidos; 5 de junio de 2012) fue un escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451.

Biografía

Bradbury nació el 22 de agosto de 1920 en Waukegan, hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg. Su familia se mudó varias veces desde su lugar de origen hasta establecerse finalmente en Los Ángeles, California, en 1934. A partir de entonces, Bradbury fue un ávido lector durante toda su juventud, además de un escritor aficionado. Se graduó de Los Angeles High School en 1938, pero no pudo asistir a la universidad por razones económicas. Para ganarse la vida, comenzó a vender periódicos de 1938 a 1942. Además, se propuso formarse de manera autodidacta pasando la mayor parte de su tiempo en la biblioteca pública leyendo libros y, en ese mismo momento, comenzó a escribir sus primeros cuentos. Sus trabajos iniciales los vendió a revistas, y así, a comienzos de 1940, algunos de estos fueron compilados en Dark Carnival en 1947.​ Finalmente, se estableció en California, donde residió y continuó su producción hasta su fallecimiento.
Escribió cuentos y novelas de diversos géneros, desde el policial hasta el realista y costumbrista, pero se le conoce como un escritor clásico de la ciencia ficción por Crónicas marcianas (1950) que cuenta sobre los seis primeros viajes hacia Marte y su posterior colonización.​ También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima que este dirigió en 1956. Además escribió poemas y ensayos.
Existe un asteroide llamado (9766) Bradbury en su honor.
En 1947, se casó con Marguerite McClure (1922–2003), con quien tuvo cuatro hijas, Bettina, Alexandra, Susan y Ramona.​
Murió el 6 de junio de 2012 a la edad de 91 años en Los Ángeles, California. A petición suya, su lápida funeraria, en el Cementerio Westwood Village Memorial Park, lleva el epitafio: «Autor de Fahrenheit 451».​

Características de su obra

Se consideraba a sí mismo «un narrador de cuentos con propósitos morales». Sus obras a menudo producen en el lector una angustia metafísica, y por lo cual desconcertante, ya que reflejan la convicción de Bradbury de que el destino de la humanidad es «recorrer espacios infinitos y padecer sufrimientos agobiadores para concluir vencido, contemplando el fin de la eternidad».
Un clima poético y un cierto romanticismo son otros rasgos persistentes en la obra de Ray Bradbury, si bien sus temas están inspirados en la vida diaria de las personas. Por sus peculiares características y temáticas, su obra puede considerarse como exponente del realismo épico, aunque nunca la haya definido de este modo.
Si bien a Bradbury se le conoce como escritor de ciencia ficción, él mismo declaró que no era escritor de ciencia ficción sino de fantasía y que su única novela de ciencia ficción es Fahrenheit 451.
“En mis obras no he tratado de hacer predicciones acerca del futuro, sino avisos. Es curioso, en mi país cada vez que surgía un problema de censura salía a relucir como paradigma de la libertad Fahrenheit 451. Los intelectuales, ya sean de derechas o de izquierdas, siempre tienen miedo a lo fantástico porque les parece tan real ese mundo que creen que estás intentando engañar y, evidentemente, así es. (…) Vivimos en un mundo que nos absorbe con sus normas, con sus reglas y la burocracia, que no sirve para nada. Hay que tener mucho cuidado con los intelectuales y los psicólogos, que te intentan decir lo que tienes que leer y lo que no».
Junto a Leigh Brackett, se le considera como uno de los escritores más identificados con la revista pulp Planet Stories;​ ambos autores colaboraron en la novela corta Lorelei of the Red Mist que apareció en 1946.​ Las obras que Bradbury destinó a la revista incluyen a una de las primeras historias de la serie Crónicas marcianas.








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