Dat
EL DOMADOR DE
MARIPOSAS
IRMA VEROLÍN
Sin la menor duda el domador de mariposas realizaba una tarea
deslumbrante. Era un hombre un poco desgarbado y de ojos lánguidos.
Solamente él dominaba una complicada red de trucos y había descubierto
hasta el más mínimo secreto para que las mariposas hicieran lo que era
necesario: dar vueltas por el translúcido aire describiendo
círculos esbeltos, quedarse posadas un tiempo prolongado sobre el hombro de
delgadas muchachas o revolotear con gracia alrededor de una
orquídea. Él sabía que siempre las mariposas buscan la luz, de
manera que su trabajo oscilaba entre luces y oscuridades. Daba gusto verlo
realizando gráciles movimientos con sus brazos, la mirada fija en una mariposa
multicolor sometida a las ondulaciones de sus manos, a los conos de sombra y a
las ráfagas de luminosidad que él dominaba con inigualable
destreza. Por desgracia la vida de una mariposa es tan breve que no bien
el pobre domador se encariñaba con una de las más bellas y atrayentes,
estaba obligado a despedirse. La fugacidad dejaba en el aire una
ráfaga entre desconsolada e inquietante; eso, demás está decir, le producía una
pena infinita. Pronto se hicieron notables los estragos que los avatares
de la profesión fueron dejando en él. El hombre se volvió taciturno y
bastante hosco. De tanto obligarlas a ir de la oscuridad hacia la luz y
de la luz hacia la oscuridad para que las mariposas se comportaron de
acuerdo a lo esperado, él mismo se convirtió en un ser grisáceo que conocía a
la perfección ese límite frágil que separa lo negro de lo diáfano, lo
denso de lo sutil. La vida es muy extraña y, por supuesto, injusta:
quienes profundizan en los misterios de la luz son atraídos por una fuerza que,
desde el otro lado, los llama antes de tiempo. Como era de esperarse, el
domador de mariposas murió demasiado joven sin dejar reemplazante.
DETRÁS
DEL VIDRIO
Recordó las mantillas de tul que usaba cuando era chica para ir a la
iglesia, las bombachas de organdí que le regalaron en sus quince años cuando
todo era promesa, aquel mantel de
batista que tanto le gustaba a su madre y las cortinas con grandes
perforaciones. Todo era transparente ahora que podía ver del otro lado del
vidrio esmerilado a su marido haciendo arcadas y ruidos que presagiaban un
final. Preguntó: ¿Estás bien, querido? Y del otro lado la voz de un hombre le
hizo sentir que el mundo se recomponía, un mundo lleno de agujeros en el que ni
siquiera los maridos tenían nombre.
ESA NIÑA
La niña que grita en mi interior tiene la
boca muy abierta y los dientes cariados. Y también unas manos pequeñas que mantiene
siempre extendidas. Su figura es frágil y hambrienta. Como yo estoy demasiado entretenida con el
mundo, simulo no escucharla. A veces, cuando
su griterío nos devora a las dos, una intensidad que no puede ser nombrada
viene a nosotras. Entonces el mundo retrocede a pasos agigantados, se recluye en un lejanísimo fondo que
resplandece. En ese momento, justo en ese preciso momento, lo recomendable es
cerrar bien los ojos y esperar a que todo pase.
UNA MUJER EN EL CEMENTERIO
La harina del tiempo es muy intangible. Es
amasada en el aire, en el mismo aire que se respira, el aire que se hace viento
y se impone a la voluntad de los planetas. Ella lo sospechaba la tarde en que
fue al cementerio a revolver recuerdos siempre confusos. Ella contaba sus
recuerdos como figuritas y nadie la contradecía en la soledad blanda de su
departamento. Una tarde miró la tumba vecina en la que otra mujer musitaba
palabras inaudibles. La cabeza gacha, un poco inclinada sobre sus rodillas.
Ella vio a la mujer y contempló la tumba casi igual a la suya, pulcra, cuidada.
Se vio a sí misma en la mujer como en un espejo inmenso donde la tierra era apenas un planeta diminuto. A
partir de aquella tarde empezó a amasar nuevos recuerdos que partían de ese
presente transformado en reciente pasado: la tarde, el cementerio, las dos
tumbas. Es extraña la vida, se dijo, el tiempo se mezcla con lo que no debiera.
Es como el aire. Y respiró profundo, profundo y el tiempo dio un revés dentro
de ella misma y se plegó mil veces y
después reanudó su marcha.
EL
VIAJE
Cuenta
mi abuela que en año veintiocho ella iba
con su hija en brazos en el asiento delantero de un coche Fort T. Quien
manejaba era un vecino acaudalado que había insistido en llevarlas hasta un
campo cercano. Cruzaron la ciudad y de pronto: una embestida. El coche había
chocado con un carro a caballo. La cabeza del caballo entró por la ventanilla
abierta y su respiración de animal,
pegajosa, densa, se confundió con la de
mi abuela. Los hombres discutían afuera, y el caballo respirando. Mi abuela
sólo dice recordar eso y después casi nada. Salvo que su niña murió aquel
verano. Aliento de animal tiene la vida, dice mi abuela.
ABUELA
Dejo en mi
casa a mis dos gatos solos para ir a cuidar a mi abuela. Uno de los gatos está
continuamente lastimado. Se pelean entre ellos y el pobre pierde siempre la
partida. Mi abuela también está lastimada; no bien llego se levanta el camisón
y me muestra. Debajo de uno de sus senos tiene una gruesa línea roja. Le coloco
con suavidad la pomada y ella me mira. Me mira y me dice:
-¿Viste?
Tengo dos tetas distintas. Una más chica que la otra. Es por culpa de tu
abuelo. Se ve que le quedaba más cómodo sobarme ésta. Y se me achicó de tanto
ser sobada.
Mi abuelo
murió hace muchos años y es raro que ella vuelva con un relato así. Lo que
abuela no quiere decir es que bajo su seno se acurrucan sus hijos muertos.
Ahora se
baja el camisón.
-¿Te duele?-
le pregunto.
Me contesta que no. Que no. Y apaga la luz.
(Fragmento de “Diario
de la muerte de mi abuela”- Del libro “Una luz que encandila”)
SÁBANAS
AL VIENTO
Cuando entré en la cocina el cuadrado blanco
de la heladera me emocionó. Al abrirla tuve dudas, primero manoteé la jarra con
jugo de naranja, pero finalmente me decidí por el vino. Plo ploc; saltó el corcho de un modo extraño, como si
la botella en vez de vino hubiese sedo de sidra. La vi dibujar un semicírculo
en el vacío para luego perderse debajo del armario. Las horas revolotearon
sobre mi cabeza como sábanas tendidas, claras, al atardecer. “A veces no
entiendo lo que me pasa”, dije en voz alta. Pero enseguida me tapé la boca: era
una reverenda estupidez hablar en voz alta, nadie estaba conmigo en el
departamento. El vino que oscilaba en el vaso y me enfriaba la mano, era de
un translúcido color bordó. Me acerqué
al ventanal; en las terrazas, allá enfrente, todavía se balanceaban ropas
descoloridas en el aire azulado. Recordé los brazos de mi madre, gordos,
pálidos, resaltando sobre una lámina de tonalidades sepia y estirándose hacia
los broches de madera, hacia la cuerda tensa y bastante oxidada, hacia al aire
hueco. La baranda del balcón también estaba oxidada. En voz bien alta me dije:
“Voy a entrar en escena”. Y sólo por un momento, lo admito, me pareció que aún
mis dos manos se agarraban de la cuerda tensa, muy tensa, que me había dejado
manchas de óxido y raspaduras, porque fue de repente que me sentí confundida
con un revuelo de sábanas sueltas, sueltas, muy sueltas.
De “La escalera del patio
gris”- (Ediciones Último Reino Bs As
1997)
TRES NIÑAS FUERA DE CASA
Siempre se reunían a charlar a esa hora. Era
la mejor hora del día, la más sugestiva, la de la siesta. Nadie andaba por
allí, no se oían retos ni rezongos, sólo
respiraciones más hondas, algún quejido inexplicable que se escapaba de las
piezas donde, si la gente no dormía, lo disimulaba y hasta creía que estaba hundida en el sueño a pesar de tener los ojos
abiertos. El mundo se había aplacado
soberbiamente como si le hubiesen echado una pesada manta encima. A las niñas
les gustaba estar juntas, aunque no tuvieran nada que hacer, aunque no se les ocurriera un juego para pasar
el tiempo. Estar juntas ya era suficiente.
La galería ancha se extendía al
costado de la casa, era un remanso y ahí se quedaban, una al lado de la otra,
las tres. A veces intercambiaban figuritas, escribían historias o copiaban
versos que usaban palabras difíciles de esas que nadie sacaba a relucir en las
conversaciones, al menos en aquella casa
de la galería ancha.
El verano acababa de comenzar y ellas sabían
que por lo menos durante la siesta el orden del mundo quedaba relegado. Se acurrucaban una junto a la otra, bien
pegaditas, bajo la espesa colcha tejida,
cobijadas ante cualquier amenaza.
Las voces de la gente grande que desde la mañana deambulaban por la casa
se habían ido vaya a saber dónde y no necesitaban volver a escucharlas. Todo
estaba bien así y, allá lejos, del otro lado de las ligustrinas, el tranquilo pueblo tampoco tenía nada que
decir. Las horas se volvían blandas, sigilosas y hasta el menor cuchicheo se
transformaba en un espectáculo secreto. En
algunas ocasiones dejaban la galería y se iban al jardín del fondo con un palito a desenterrar
lombrices para verlas moverse: oscuras las lombrices sobre la tierra oscura.
Pero los ojos de las niñas podían separar lo uno de lo otro y entretenerse. Por
lo general se quedaban por acá o por allá, en el jardín de adelante, en el
fondo o en la galería. Preferían evitar
el interior de la casa donde las respiraciones de los que dormían o simulaban
hacerlo se iban haciendo cada vez más profundas, igual que un trueno en mitad de la tormenta que surge con violencia y
no se sabe de dónde ha surgido.
Una siesta el calor se volvió muy intenso. Parecía que la calle, tan
silenciosa e iluminada, las estaba llamando.
Entre risas las tres niñas se fueron
arrimando hasta el portón de entrada y, en un gesto cómplice, soltaron la tranca y salieron, así,
sencillamente, sin dejar una nota, sin despertar a nadie ni dar explicaciones,
salieron. ¿Qué problema podía haber? En el pueblo quien más quien menos se conocía, desde muy chicas habían escuchado decir eso continuamente,
ellas tan atentas a lo que la gente grande hablaba. Cruzaron calles de tierra,
se resguardaron bajo un algarrobo y siguieron avanzando entre el sopor y ese aire frágil, cálido que
les rozaba las mejillas. Escaso es lo
que había para hacer en aquel pueblo, especialmente en ese momento del día. Entonces, desde lo más lejos del paisaje, se percibió un
remolino blancuzco que fue creciendo y acercándose. Luego, poco a poco, entre
el tumulto de aire y tierra que se
alzaba, las niñas distinguieron un coche. Era un coche grande, lustroso a pesar
de la polvareda. La puerta se abrió produciendo un sonido compacto y metálico.
Una voz amable surgió desde el interior
acolchado, una voz que las invitaba a subir. Nadie vio cuando las tres niñas entraron en el coche. Es más, nadie dice haber
identificado un coche con tales
características andando por allí y a esas horas. Pero se habló del coche cuando
después, al anochecer, ninguna persona
pudo localizar a las tres niñas. Se habló del coche y también de alguien que
creyó reconocerlas a la orilla del río. Otros
dijeron haberlas visto juntando moras
en las afueras del pueblo. Tampoco faltaron los que aseguraban que
estuvieron un largo tiempo bajo aquel algarrobo, tendidas sobre el pasto, en silencio. Con el correr de los días se dijo
de todo un poco. Hubo quienes creyeron verlas
acompañadas por un grupo de gitanos en dirección al sur. Alguien susurró
que había soñado que las vio muertas en
el recodo del río y estaban los que no
dudaron en acusar al circo que anda
buscando chicas lindas que bailen en sus
funciones. A medida que el tiempo fue transcurriendo se dijeron muchas otras
cosas más. Que alguien las vio en un prostíbulo en la Patagonia o en otro, muy
cerca de la frontera con el Brasil.
También dicen que las sorprendieron
comiendo helados en el centro comercial más grande de la capital de la
provincia. Fueron unos cuantos los que
insistieron en que fueron subidas a un barco que atravesó el océano. Lo cierto
es que en la mayoría de las historias,
distintas entre sí, descabelladas a veces, inexplicables otras, las tres
niñas aparecían juntas, siempre muy
juntas. El escenario del mundo ya no alcanzaba para el montón de historias que la gente del
pueblo siguió contando a través de los años y del misterio.
Y, lógicamente, con el paso de los años, el misterio fue creciendo, como sin duda crecieron los cuerpos de esas niñas
que, seguro, ya no serán niñas y que
estarán vaya a saber en qué sitio con expresiones distintas en sus rostros y el cansancio en
sus pies de tanto ir y venir por aquí y por allá en la imaginación de la
gente que, por cierto, es un lugar
demasiado grande para vagabundear sin descanso.
(De “Una foto
de Einstein tocando el violín” Bs As 2012)
LAS PIERNAS DE MI ABUELA
Si los árboles crecen de abajo hacia arriba, por qué, cuando yo era chica, se esperaba que mi cerebro creciera antes que mis piernas. Se pretendía que lo entendiera todo cuando era casi imposible que pudiera entender lo más elemental. Elementales eran, por ejemplo, las caminatas de mi abuela por el patio enlosado. Sus piernas flacuchas entre el ir y venir de esas polleras diciendo no y sí y olas de mar y pajarracos sueltos y el sol siempre arriba. Y el tiempo pasando. Las piernas de mi abuela eran muy largas, sí, y lo siguieron siendo todo el tiempo en que las mías no crecían. Sus piernas y sus manos de dedos afilados. Sus manos que trataban de enmendar lo que sus palabras y sus pensamientos destrozaban. Poco podía hacer con sus manos o con sus caminatas bajo el sol una mujer que, como mi abuela, tenía una lengua que masticaba los hechos hasta hacerlos desaparecer.
El tiempo pasó, para bien y para mal,
mientras fui comprando cuadernos con márgenes azules y delgadísimos renglones
que llené año tras año hablando de mi abuela. Yo la criticaba en aquellos
cuadernos y ella, por la noche, los
leía. A la mañana siguiente me miraba con rencor y una risita sobradora que se
iniciaba al costado de su boca. Pero para entonces yo ya tenía también las
piernas bastante largas y los ojos estirados hacia la puerta de calle, tratando
de mirar un sol que no estuviera opacado por el enorme y mugriento techo de
vidrio del patio. Porque mi abuela había mandado techar el patio igual que si
se hubiera tratado de hilvanar el ruedo de un vestido. Ella había querido
atrapar el sol y, por supuesto, había logrado lo contrario.
Ahora he cumplido veinte años y me miro en
el espejo: mis piernas alargadas por unos tacos negros, tan negros y
espeluznantes como la línea artificial con los que delineo mis ojos. Mi abuela
mira la televisión. Y la televisión la mira a ella. Entonces el tiempo, digo
yo, va pasando para bien, aunque nunca
se sabe. Dios me espía y yo me hago un ovillo en el viejo sofá desteñido. Me
quiero ir, y me quiero ir. Repito: me quiero ir y el aire que entra, sale
enseguida por mi boca; entra y sale y no se va.
Un día, gracias al tiempo que ha pasado, me
voy, como quien dice, arañando otros horizontes, pellizcando un hilván, un hilo demasiado delgado del que no podré
colgarme. Miro el horizonte desvanecerse cada día en un azul más desteñido que
el sofá de la casa de mi abuela, donde ella se reclina suavemente y sus piernas
blancas, blancas, se dejan estar, medio colgando, laxas, viejas y largas como
siempre.
A mi
abuela le han instalado un teléfono y yo me he comprado una computadora. Ella
me llama cada día mientras, con los ojos clavados en la pantalla de mi
computadora, yo intento evitar que un muchachito gris caiga en un pozo, sea
matado por un árabe o salte el puente. Va y viene cien veces el muchachito
dentro de la pantalla. Hasta el momento no he logrado salvarlo: me ha vencido
la computadora. De pronto suena el teléfono y yo miro el teclado y la luz
verde, muy verde y encendida, pensando: debe ser mi abuela. No me equivoqué.
Oigo la voz de mi abuela que me dice:
-¿Hoy tampoco saliste de tu casa?
-No- le contesto.
Imagino sus largas piernas, blancas por
demás, aflojarse en el sofá para que ella mantenga conmigo, igual que cada día,
una interminable conversación. Mientras tanto el muchachito gris corre torpe y
frenético por la pantalla de mi computadora. Corre, corre, entra en mi cerebro,
se confunde y me asfixia. Y sigue escapando. La computadora emite un pequeño
ruido, un ruido insignificante, apenas un timbre lejano. La voz de mi abuela
continúa resonando en el aparato del teléfono como un cuerpo vivo metido dentro
de un ataúd.
(de
“La escalera en el patio gris”- Ediciones Último Reino 1997)
Irma Verolín ha publicado : "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” “Una foto de Einstein tocando el violín”,"El puño del tiempo" y "El camino de los viajeros". Y también una serie de títulos en literatura infantil. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan el Premio Fondo Nacional de las Artes, Beca a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes, Premio Emecé 1993-94, Primer premio de Encuentro de Escritores patagónicos, Primer Premio Municipal de la ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, primer Premio internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al inglés y alemán. Es autora de ensayos literarios y de trabajos sobre expansión de la conciencia y calidad de vida. En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, primer premio “Horacio Armani 2014” otorgado por la misma fundación. Coordina el ciclo “Interrelaciones” en Artistas premiados argentinos.
Irma Verolín ha publicado : "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” “Una foto de Einstein tocando el violín”,"El puño del tiempo" y "El camino de los viajeros". Y también una serie de títulos en literatura infantil. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan el Premio Fondo Nacional de las Artes, Beca a la creación artística del Fondo Nacional de las Artes, Premio Emecé 1993-94, Primer premio de Encuentro de Escritores patagónicos, Primer Premio Municipal de la ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, primer Premio internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al inglés y alemán. Es autora de ensayos literarios y de trabajos sobre expansión de la conciencia y calidad de vida. En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, primer premio “Horacio Armani 2014” otorgado por la misma fundación. Coordina el ciclo “Interrelaciones” en Artistas premiados argentinos.
No comments:
Post a Comment