ENTROPÍA (Thomas Pynchon,
Long Island, New York, 8 de mayo de 1937)
Boris me acaba de hacer un resumen de
sus
ideas. Es un profeta del tiempo y dice que
éste seguirá empeorando. Habrá más
calamidades, más muerte, más desesperación.
No se observa la más ligera indicación de un
cambio... Debemos llevar el paso, cerrados
en fila hacia la prisión de la muerte. Imposible
escapar. El tiempo no cambiará.
Trópico de Cáncer
ideas. Es un profeta del tiempo y dice que
éste seguirá empeorando. Habrá más
calamidades, más muerte, más desesperación.
No se observa la más ligera indicación de un
cambio... Debemos llevar el paso, cerrados
en fila hacia la prisión de la muerte. Imposible
escapar. El tiempo no cambiará.
Trópico de Cáncer
En el piso de abajo, la
fiesta de romper-contrato-de-alquiler que daba Meatball Mulligan, entraba en su
cuadragésima hora. En el suelo de la cocina, entre benjamines de champán
vacíos, Sandor Rojas y tres amigos más jugaban al escupir-al-océano y se
mantenían despiertos a base de Heidsieck y píldoras de benzedrina. En el cuarto
de estar, Duke, Vincent, Krinkles y Paco, agazapados alrededor de un altavoz de
40 centímetros sujeto con tornillos a la parte superior de una papelera,
escuchando lo que daban de sí 27 vatios de La Puerta de los Héroes de Kiev.
Todos lucían gafas de concha y expresión de embeleso, y fumaban unos
cigarrillos de aspecto curioso que no contenían, como cabía esperar, tabaco,
sino una forma adulterada de cannabis sativa. Este grupo era el cuarteto Duke
di Angelis. Grababan para un sello local llamado Tambú, y tenían en su haber un
LP de diez pulgadas titulado Cantos del Espacio Sideral. De vez en cuando, uno
de ellos sacudía la ceniza del cigarrillo en el cono del altavoz, para verla
brincar por él. Meatball dormitaba junto a la ventana, apretando contra su
pecho una botella de litro y medio vacía como si fuera un oso de peluche.
Varias jóvenes funcionarias, que trabajaban en sitios como el Departamento de
Estado y la N.S.A, estaban tiradas por sofás, sillones y, una de ellas, sobre
el lavabo del cuarto de baño.
Esto
era a principios de febrero de 1957, y en aquella época había muchos
norteamericanos rondando expatriados por Washington, D.C. y que, cada vez que
te los encontrabas, te contaban que un día se irían a Europa de verdad, pero de
momento parecían trabajar para el gobierno. Todos veían en ello una sutil
ironía. Organizaban, por ejemplo, fiestas políglotas en las que poco menos que
ignoraban al recién llegado que no fuera capaz de sostener conversaciones
simultáneas en tres o cuatro idiomas. Se pasaban semanas y semanas asediando
las charcuterías de especialidades armenias y te invitaban a comer bulgur y
cordero en minúsculas cocinas cuyas paredes estaban cubiertas con carteles de
corridas de toros. Tenían relaciones amorosas con chicas sexys de Andalucía o
del Midi que estudiaban económicas en Georgetown. Su Dôme era una cervecería de
estudiantes de Wisconsin Avenue que se llamaba Old Heidelberg, y cuando llegaba
la primavera tenían que contentarse con cerezos en flor en vez de tilos, pero,
a su manera letárgica, aquella vida, como ellos decían, les molaba.
En
aquel momento la fiesta de Meatball parecía encontrar un segundo aliento.
Afuera llovía. Las gotas se estrellaban con ruido sordo contra la tela
asfáltica del tejado y se despedazaban en fino rocío sobre las narices, cejas y
labios de las gárgolas de madera que había bajo los aleros, y caían como baba
por los cristales de la ventana. El día antes había nevado, y el día anterior a
éste soplaron vientos muy fuertes y antes de todo esto lució un sol que hizo
que la ciudad brillase como si fuera abril, aunque por el calendario estábamos
a primeros de febrero. Es una curiosa estación en Washington, esta falsa
primavera. Caen por entonces el Aniversario de Lincoln y el Año Nuevo Chino, y
flota en las calles una sensación de desamparo porque aún faltan semanas para que
florezcan los cerezos y, como ha dicho Sarah Vaughan, la primavera llegará un
poco tarde este año. En general, las gentes como las que se congregaban en el
Old Heidelberg en las tardes de los días laborables para beber Würtzburger y
cantar Lilí Marlén (no digamos La Novia de Sigma Khi) son inevitable e
incorregiblemente románticas. O como todo buen romántico sabe, la sustancia del
alma (spiritus, ruach, pneuma) no es más que aire; de modo que es natural que
las distorsiones de la atmósfera repercutan en quienes la respiran. Por ello se
superponen a los componentes públicos —días festivos, atracciones para
turistas—, itinerarios privados, vinculados al clima como si este periodo fuera
un stretto pasaje en la fuga anual: tiempo aleatorio, amores erráticos, compromisos
no previstos: meses que fácilmente se pueden pasar en fuga, porque
curiosamente, más adelante, vientos, lluvias, pasiones de febrero y marzo huyen
del recuerdo en esa ciudad, como si jamás hubieran existido.
Los
graves del final de La Puerta de los Héroes retumbaron a través del suelo y
despertaron a Callisto de su sueño intranquilo. De lo primero que tuvo
conciencia fue de un pajarillo que tenía tiernamente entre las manos, contra su
cuerpo. Volvió la cabeza sobre la almohada hacia abajo y le sonrió. El pájaro
hundía en el cuerpo la cabecita azul y la enfermedad se reflejaba en sus ojos
velados. Callisto se preguntó durante cuántas noches más tendría que
trasmitirle su calor antes de que se restableciera. Sostenía así al pájaro
desde hacía tres días, pues no conocía otra manera de devolverle la salud. A su
lado, la chica se rebulló y dio un gemido, con un brazo cruzado sobre la cara.
Confundidas
con los sonidos de la lluvia llegaban las primeras voces mañaneras, vacilantes
y quejumbrosas de los otros pájaros, ocultos en filodendros y pequeños
palmitos: pinceladas de rojo, amarillo y azul entrelazados en esta fantasía a
la manera de un cuadro de Rousseau, esta jungla de invernadero que le había
costado siete años entretejer. Sellada herméticamente, era un diminuto enclave
de regularidad en el caos de la ciudad, ajeno a las divagaciones del tiempo, de
la política nacional, de cualquier desorden social. Gracias al método de ensayo
y error Callisto había perfeccionado su equilibrio ecológico, con ayuda de la
chica, su armonía estética, de modo que las oscilaciones de su flora, los
movimientos de sus pájaros y de los ocupantes humanos constituían un todo tan
integrado como los ritmos de un móvil perfectamente construido. Naturalmente ni
la chica ni él podían ser excluidos de este santuario, pues habían llegado a
ser necesarios para su unidad. Recibían del exterior lo que necesitaban. Nunca
salían de allí.
—¿Está
bien? —murmuró ella, tendida como un signo de interrogación atezado, con unos
ojos que de pronto eran enormes y oscuros y parpadeando lentamente.
Callisto
deslizó un dedo por debajo de las plumas de la base del cuello del pájaro; lo
acarició suavemente.
—Me
parece que se pondrá bien. ¿Lo ves? Está oyendo que sus amigos empiezan a
despertarse.
La
chica había oído la lluvia y los pájaros incluso antes de que se despertara del
todo.
Se
llamaba Aubade: medio francesa medio anamita, vivía en un planeta extraño y
solitario, muy particular, donde las nubes y el olor de las poincianas, la
acritud del vino y el contacto fortuito de unos dedos por su región lumbar o,
como plumas, por sus senos, todo ello se convertía inevitablemente para ella en
elementos sonoros de una música que emergía por entre los intervalos de una
aulladora oscuridad de discordancia.
—Aubade,
ve a ver —le pidió él.
Obediente,
se levantó; se acercó con pasos lentos y pesados a la ventana, descorrió las
cortinas, y pasado un instante dijo:
—Treinta
y siete. Sigue en treinta y siete.
Callisto
frunció el ceño.
—Entonces
estamos así desde el martes —dijo—. Ningún cambio.
Henry
Adams, tres generaciones antes de la suya, había contemplado espantado la
Energía; ahora Callisto se encontraba en una situación muy parecida con
respecto a la Termodinámica, la vida interior de esa energía, dándose cuenta,
como su predecesor, de que la Virgen y la Dinamo representan tanto el amor como
la energía; que ambas cosas son, de hecho, lo mismo; y que el amor, por lo
tanto, no sólo hace girar el mundo, sino que también hace girar las bochas y
rotar las nebulosas. Era este último aspecto sideral el que le inquietaba. Los
cosmólogos habían pronosticado al Universo una eventual muerte térmica (algo
así como el Limbo, ausencia de forma y movimiento, energía calorífica uniforme
en todos sus puntos); los meteorólogos la conjuraban a diario, contraponiéndola
a toda una gama tranquilizadora de temperaturas diversas.
Pero
ahora hacía tres días, a pesar del tiempo cambiante, el mercurio no se movía de
37 grados Fahrenheit. Desconfiando de los presagios de apocalipsis, Callisto cambió
de postura bajo las mantas. Sus dedos apretaron con mayor firmeza al pájaro,
como si necesitara una garantía palpitante o sufriente de un próximo cambio de
temperatura.
Fue
la última percusión de platillos la que surtió el efecto. Meatball recobró la
conciencia dolorosamente, con un sobresalto en el mismo momento en que cesaba
el meneo sincronizado de cabezas por encima de la papelera. El siseo final se
demoró por un instante en la habitación, y luego se fundió con el murmullo de
la lluvia.
—Aaargghh
—exclamó Meatball en medio del silencio, mirando la botella vacía.
Krinkles,
a cámara lenta, se volvió, sonrió y le tendió un cigarrillo.
—La
hora del té, muchacho —le anunció.
—No,
no —respondió Meatball—. Cuántas veces tengo que decíroslo, tíos. En mi casa,
no. Ya deberíais saber que Washington está plagado de polis.
Krinkles
hizo un gesto de decepción.
—Jo,
Meatball, ya no quieres hacer nada.
—Matar
el gusanillo. Es mi única esperanza. ¿Queda algo de beber?
Meatball
empezó a trastabillar hacia la cocina.
—Champán
creo que no —contestó Duke—. Hay una caja de tequila detrás de la nevera.
Pusieron
un disco de Earl Bostic. Meatball se detuvo en la puerta de la cocina, mirando
furibundo a Sandor Rojas.
—Limones
—dijo después de pensar un momento. Se tambaleó hasta el frigorífico y sacó
tres limones y una bandeja de hielo, encontró el tequila y se dispuso a
restaurar el orden de su sistema nervioso. De momento se hizo sangre al partir
los limones; tuvo que emplear las dos manos para exprimirlos y un pie para
desprender los cubitos de la bandeja; pero al cabo de unos diez minutos y como
por milagro, observaba radiante un monstruoso cóctel de tequila.
—Tiene
una pinta fabulosa —dijo Sandor Rojas—. ¿Qué tal si me haces uno?
Meatball
le guiñó un ojo.
—Kitchi
lofass a shegitbe —contestó maquinalmente, y se encaminó al baño.
—¡Oye!
—exclamó al cabo de un momento sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Hay una
chica o algo así dormido en el lavabo!
La
agarró por los hombros y la zarandeó.
—¿Qué...?
—balbuceó ella.
—No
tienes aspecto de estar muy cómoda —le dijo Meatball.
—Vaya
—convino ella.
Titubeó
hasta la ducha, abrió el agua fría y se sentó bajo el chorro con las piernas
cruzadas.
—Así
está mejor —dijo sonriente.
—¡Meatball!
—chilló Sandor Rojas desde la cocina— Hay un tipo que pretende entrar por la
ventana. Sin duda un novato de esos que no se contentan con los entresuelos.
—No
te preocupes —dijo Meatball—. Le ganamos en altura.
Regresó
rápidamente a la cocina. En la salida de incendios se veía a un ser de aspecto
desaliñado y lastimoso deslizando las uñas por el cristal. Meatball le abrió la
ventana.
—Saúl
—dijo.
—Hace
cierta humedad fuera —comentaba Saúl al entrar por la ventana, chorreando—.
Supongo
que te has enterado.
—Que
Miriam te dejó o algo así. Es todo lo que he oído.
De
repente, sonó en la puerta principal un aporreo.
—Adelante,
adelante —gritó Sandor Rojas.
La
puerta se abrió. Eran tres chicas de la Universidad de George Washington, todas
estudiantes de filosofía. Cada una traía una garrafa de Chianti. Sandor se
levantó de un salto y corrió a la sala.
—Nos
han dicho que había una fiesta —dijo una rubia.
—¡Carne
fresca! —gritó Sandor.
Era
un ex-partisano húngaro, que evidenciaba fácilmente el peor caso crónico de lo
que ciertos críticos de la clase media han denominado donjuanismo del distrito
de Columbia.
Purché
porti la gonnella, voi sapete quel che fa. Como el perro de Pavlov: una voz de
contralto o un tufillo de Arpège, y Sandor se ponía a salivar. Meatball
contempló nebulosamente al trío en su desfile hacia la cocina, y se encogió de
hombros.
—Meted
el vino en la nevera —dijo—, y buenos días.
El
cuello de Aubade describía un arco dorado mientras, inclinada sobre las
cuartillas de papel de barba, garabateaba sin pausa en la verde penumbra de la
habitación.
—Cuando
de joven estudiaba en Princeton —dictaba Callisto, acunando al pájaro contra el
vello gris de su pecho—, Callisto había aprendido una fórmula mnemotécnica para
acordarse de las leyes de la termodinámica: no se puede ganar, las cosas van a
peor antes de que mejoren, y quién dice que van a mejorar. A la edad de
cincuenta y cuatro años, teniendo delante la concepción del universo de Gibbs,
cayó en la cuenta de que, en el fondo, aquella jerigonza de sus tiempos de
estudiante era, después de todo, profética. Aquel largo laberinto de ecuaciones
se transformó a sus ojos en la visión de una muerte calórica inevitable del
cosmos. Siempre había sabido, por supuesto, que sólo máquinas o sistemas
teóricos funcionan con una eficacia del cien por cien; y que, según el teorema
de Clausius, la entropía de un sistema aislado aumenta constantemente. Pero
hasta que Gibbs y Boltzmann aplicaron a ese principio los métodos de la
mecánica estadística no se le hizo patente todo su horrible significado: sólo
entonces se dio cuenta de que el sistema aislado —galaxia, máquina, ser humano,
cultura, lo que sea— ha de evolucionar espontáneamente hacia la Condición de
Probabilidad Máxima. Así pues, se vio obligado, en el triste declive otoñal de
la edad madura, a reexaminar de forma radical todo lo que hasta entonces había
aprendido. Ahora tenía que examinar de nuevo todas las ciudades y estaciones y
pasiones fortuitas de su vida bajo una luz nueva y elusiva y no sabía si iba a
ser capaz de enfrentarse a la tarea. Conocía los peligros de la falacia
reduccionista, y esperaba ser lo bastante fuerte para no dejarse arrastrar a la
elegante decadencia de un fatalismo enervado. El suyo había sido siempre un
tipo de pesimismo vigoroso, italiano. Como Maquiavelo aceptaba que las fuerzas
de la virtud y de la fortuna son, aproximadamente, del 50 por ciento; pero
ahora las ecuaciones introducían un factor aleatorio que desplazaba la
probabilidad hacia una proporción inefable e indeterminada que, él mismo
descubrió, temía calcular. A su alrededor amenazaban vagas formas de
invernadero, y el corazón lastimosamente pequeño trepidaba contra el suyo. Como
contrapunto a las palabras de Callisto, la chica oía el gorjeo de los pájaros y
los espasmódicos bocinazos de los coches diseminados por la mañana lluviosa, y
el contralto de Earl Bostic elevándose, a través del suelo, en agrestes
crescendos ocasionales. La pureza arquitectónica del mundo de Aubade se veía
constantemente amenazada por esos toques de anarquía, brechas y excrecencias,
líneas oblicuas, y un desplazamiento o inclinación de los planos a los que
continuamente tenía que readaptarse, a fin de evitar que toda la estructura se
desintegrara en una confusión de señales discretas e ininteligibles. Cierta vez
Callisto describió el proceso en términos de “retroalimentación”: cada noche
ella se internaba en sueños con una sensación de agotamiento, y una determinación
desesperada de no relajar nunca aquella vigilancia. Incluso en los cortos
periodos en que Callisto le hacía el amor, remontándose por encima del arqueo
de los nervios tensos vibraba en pizzicatos improvisados la cantinela solitaria
de su determinación.
—Aun
así —continuó Callisto—, encontró en la entropía, o medida de la
desorganización en un sistema cerrado, una metáfora adecuada aplicable a
ciertos fenómenos de su propio mundo. Veía, por ejemplo, a la generación más
joven respondiendo a Madison Avenue con la misma furia que la suya reservó en
otro tiempo a Wall Street, y en el consumismo norteamericano descubrió una
tendencia similar desde lo menos a lo más probable, desde la diferenciación a
la uniformidad, desde la individualidad estructurada a una especie de caos. En
resumen, se sorprendió formulando de nuevo la predicción de Gibbs en términos
sociales, preveía una muerte calórica de esta cultura en la que las ideas, como
la energía calórica, ya no se transferiría, dado que, en última instancia, cada
uno de sus elementos tendría la misma cantidad de energía y, en consecuencia,
cesaría el movimiento intelectual.
Súbitamente
alzó la vista.
—
Compruébalo ahora —pidió a la chica.
De
nuevo ella se levantó y miró el termómetro.
—Treinta
y siete —dijo—. Ha dejado de llover.
El
dobló la cabeza rápidamente y mantuvo sus labios sobre un ala estremecida.
—Entonces
cambiará pronto —comentó, intentando en el tono dar firmeza a su voz.
Sentado
sobre la estufa, Saúl era como una gran muñeca de trapo contra la que una niña
hubiera descargado una rabia incomprensible.
—¿Qué
ha ocurrido? —le preguntó Meatball—. Bueno, si es que tienes ganas de hablar,
claro.
—Por
supuesto que me apetece hablar —replicó Saúl—. De lo que sí estoy seguro es de
que le arreé unos buenos mamporros.
—Hay
que mantener la disciplina.
—Ja,
ja. Ojalá hubieras estado allí, Meatball. Fue una pelea increíble.
Acabó
tirándome un Manual de Física y Química a la cabeza, pero en vez de darme a mí
dio en la ventana, y al romperse el cristal debió de rompérsele a ella también
algo por dentro. Se marchó de casa de repente, llorando, bajo la lluvia y sin
impermeable ni nada.
—Volverá.
—No.
—Bueno...
—Y en seguida Meatball añadió—: seguro que ha sido por algo muy importante;
como, por ejemplo, quién es mejor, Sal Mineo o Ricky Nelson.
—Lo
más gracioso de todo es que fue a causa de la teoría de la comunicación
—explicó Saúl.
—Particularmente
no sé nada de teoría de la comunicación.
—Ni
mi mujer. Pero, bien mirado, ¿quién hay que sepa algo? Ahí está la gracia.
Cuando
Meatball vio la clase de sonrisa que Saúl tenía en la cara, le preguntó si le
apetecía un tequila o cualquier otra cosa.
—No.
Disculpa, lo siento. Es en ese terreno en el que en seguida puedes perder los
estribos. Llega un momento en que te imaginas agentes de seguridad por todas
partes: detrás de los arbustos, a la vuelta de la esquina. La MOFFET es
ultrasecreto.
—¿El
qué?
—Modulación
factorial de frecuencias flotantes en el espectro transducido.
—Os
habéis peleado sobre eso.
—Miriam
anda otra vez leyendo ciencia ficción. Ciencia ficción y el Scientific
American. Al parecer, está enganchada, como decimos nosotros, a la idea de los
ordenadores que actúan como personas. Cometí el error de decirle que también
podía verse al revés, y comparar el comportamiento humano a una programación
introducida en una máquina IBM.
—¿Por
qué no? —le preguntó Meatball.
—Exactamente,
¿por qué no? De hecho es una idea fundamental en la comunicación, y no digamos
ya en la teoría de la información. Pero fue decírselo y se puso histérica. Y se
armó. Y ni yo mismo sé por qué. Sin embargo, si alguien debería estar enterado,
soy yo. Me niego a creer que el gobierno esté malgastando en mí el dinero de
los contribuyentes, teniendo como tiene tantas cosas importantes y mejores en
qué malgastarlo.
Meatball
hizo una mueca.
—Quizá
pensó que tu actitud era la del científico amoral, frío y deshumanizado.
—¡Santo
cielo! —dijo Saúl, levantando un brazo—. Deshumanizado. ¿Cuánto más humano
puedo ser? Me preocupa, Meatball, te lo aseguro. Ahora mismo hay europeos por
el norte de África con la lengua arrancada de la boca por haber dicho lo que no
debían. Sin embargo los europeos creían que era lo que había que decir.
—Barrera
lingüística —sugirió Meatball.
Saúl
bajó de la estufa.
—Eso
—dijo enfadado— podría llevar el premio al peor chiste del año. No, no es una
barrera. En todo caso sería una especie de fuga. Dile a una chica: “Te quiero”.
Los dos elementos implicados, tú y ella, no presentan ningún problema, forman
un circuito cerrado. Pero con el repugnante verbo “querer” en el medio con el
que has de tener cuidado. Ambigüedad. Redundancia. Irrelevancia, incluso. Fuga.
Todo eso es ruido. El ruido que distorsiona la onda e introduce la
desorganización en el circuito.
Meatball
caminó en derredor de sí arrastrando los pies.
—Hombre,
no sé, Saúl —balbuceó—, tengo la impresión como si esperases demasiado de la
gente. Ya me entiendes. La mayor parte de las cosas que decimos son, sobre
todo, ruido, supongo.
—¡Aja!
La mitad de lo que tú acabas de decir, por ejemplo.
—A
ti también te pasa, ¿no?
—Ya
lo sé. —Saúl sonrió amargamente—. Esto es un asco, ¿o qué?
—Será
por eso por lo que a los abogados no les faltan divorcios. Vaya, perdona
hombre.
—No,
no me molesta. Y además —frunció el ceño—, tienes razón. Te das cuenta de que
casi todos los matrimonios supuestamente “felices”, como éramos Miriam y yo
hasta esta noche, se basan más o menos en un compromiso. Nunca uno funciona a
pleno rendimiento, lo que uno tiene normalmente es una base mínima para que la
cosa marche.
Creo
que eso se llama estar unidos.
—Puaf.
—Exactamente.
Ahí dentro sí que hay ruido. Pero la cantidad de ruido no es la misma para ti
que para mí, porque tú estás soltero y yo no. Hasta ahora por lo menos. Bueno,
al diablo con todo.
—Por
supuesto —dijo Meatball, en plan conciliador—. Empleabais palabras distintas.
Por
“ser humano” entendías algo que puedes considerar como un ordenador. Eso te
ayuda a pensar mejor en algo, yo qué sé. Pero Miriam entendía otra cosa
totalmente...
—Al
diablo con todo —repitió Saúl.
Meatball
permaneció en silencio.
—Sí,
me apetece ese trago —dijo Saúl al cabo de un instante.
La
partida de cartas se había suspendido, y los amigos de Sandor se consumían
lentamente con tequila. En el sofá del cuarto de estar, una de las estudiantes
y Krinkles estaban en plena conversación amorosa.
—No
—decía Krinkles—, no, no puedo hundir a Dave. De hecho, reconozco los muchos
méritos de Dave. Sobre todo, teniendo en cuenta su accidente y todo eso. La
sonrisa desapareció del rostro de la chica.
—Qué
terrible —dijo—. ¿Qué accidente?
—¿No
lo sabes? —dijo Krinkles—. Cuando estaba en el ejército de soldado raso lo
mandaron en misión especial a Oak Ridge. Algo que tenía que ver con el Proyecto
Manhattan. Un día, manejando no sé qué material peligroso recibió una
sobredosis de radiación. Así que ahora tiene que llevar siempre guantes de
plomo.
Ella
meneó la cabeza con gesto compasivo.
—¡Qué
comienzo más desafortunado para un pianista! —comentó.
Meatball
había dejado a Saúl con una botella de tequila y se disponía a irse a dormir a
un armario, cuando de pronto se abrió la puerta de entrada, e invadieron el
piso cinco tipos de la Marina estadounidense, todos ellos en distintos grados
de abominación.
—¡Aquí
es! —vociferó un aprendiz de marinero, gordo y granujiento, que había perdido
su gorra blanca—. Ésta es la casa de putas que decía el jefe.
Un
enjuto segundo contramaestre de tercera clase le apartó de un empellón e
inspeccionó la sala de estar.
—Tienes
razón, Slab, —dijo—. Pero no está nada mal para una buena ciudad americana como
ésta. En cuanto a traseros, los he visto mejores en Nápoles.
—¿Cuánto
es, oiga? —tronó un marino corpulento con vegetaciones, que sostenía un tarro
de vidrio con cierre hermético lleno de whisky casero.
—Por
Dios —murmuró Meatball.
Afuera
la temperatura seguía clavada en 37 grados Fahrenheit. En el invernadero Aubade
acariciaba con gesto ausente las ramas de una joven mimosa, oyendo el motivo de
savia ascendente, torpe esbozo del tema anunciador de esos frágiles capullos
rosados que, según se dice, aseguran la fertilidad. Aquella música elevaba en
entralazados cimacios: arabescos de orden rivalizaban, como en una fuga, con
las disonancias improvisadas de la fiesta del piso de abajo, que a veces
culminaban en cúspides y molduras de ruido. Aquella valiosa relación señal/ruido,
cuyo delicado equilibrio reclamaba hasta la última caloría de la energía de
Aubade, oscilaba dentro de su cráneo pequeño y tenue, mientras observaba a
Callisto proteger al pájaro. Ahora Callisto estaba intentando hacer frente a
toda la idea de muerte térmica, mientras acariciaba el plumoso cuerpecillo
entre sus manos. Buscaba correspondencias. Sade, por supuesto. Y Temple Drake,
flaca y desesperanzada en su parquecillo parisino, al final de Santuario.
Equilibrio
definitivo. El bosque nocturno. Y el tango. No importa cuál, pero quizá más que
cualquier otro la triste y mórbida danza de La historia del soldado de
Stravinsky. Hizo memoria: ¿qué fue para ellos la música del tango después de la
guerra, qué significados se le pasaron por alto en este acoplamiento de
autómatas ceremoniosos que llenaban los cafés-dansants, o en esos metrónomos
que oscilaban detrás de los ojos de sus parejas? Ni siquiera la regularidad de
los vientos limpios de Suiza pudieron curar la grippe espagnole: Stravinsky la
padeció, todos la padecieron. ¿Y, por el momento, cuántos músicos quedaron
después de Passendale, después del Marne? En este caso se reducían a siete:
violín, contrabajo. Clarinete, fagot. Trompa, trombón. Platillos. Casi como si
un grupo cualquiera de saltimbanquis se hubiera empeñado en transmitir la misma
información que una orquesta en pleno. Apenas quedaba un conjunto completo en
Europa. Pero con violín y platillos Stravinsky había conseguido comunicar en
aquel tango el mismo agotamiento, la misma falta de aire que se veía en los
jovencitos engominados que pretendían imitar a Vernon Castle, y en sus
queridas, a las que les daba igual. Ma Maîtresse. Celeste. Al volver a Niza
después de la segunda guerra mundial, había encontrado, en el lugar de aquel
café, una perfumería que abastecía a los turistas americanos. Y ni un vestigio
secreto de ella en el empedrado de la calle, ni en la vetusta pensión contigua;
ni un perfume que armonizara con su aliento, aromatizado por el dulce vino
español que siempre tomaba. Así que se había comprado una novela de Henry
Miller y se había tomado el tren a París. Se leyó la novela durante el viaje,
de modo que al llegar iba ya, por lo menos, un poco avisado. Y vio que Celeste
y las demás, incluida Temple Drake, no eran lo único que había cambiado.
—Me
duele la cabeza, Aubade.
El
sonido de su voz generó en ella un fragmento de melodía como respuesta. Su
movimiento hacia la cocina, la toalla, el agua fría, y la mirada de Callisto
siguiéndola formaron un canon extraño e intrincado; y mientras ella le aplicaba
la compresa sobre la frente, el suspiro de gratitud que él exhaló parecía
señalar un nuevo tema, otra serie de modulaciones.
—No
—seguía diciendo Meatball—, no, lo siento. Esto no es una casa de dudosa
reputación. Lo siento, créanme.
Slab
se mantenía impertérrito.
—Pero
si nos lo dijo el jefe —repetía una y otra vez.
El
marino ofrecía el whisky a cambio de una buena tía. Meatball, desesperado,
miraba a su alrededor en busca de socorro. En el centro de la habitación, el
cuarteto Duke di Angelis vivía un momento histórico. Vincent estaba sentado, y
los demás de pie: estaban haciendo los mismos movimientos que haría un conjunto
en plena actuación, sólo que sin instrumentos.
—Oye
—dijo Meatball.
Duke
movió la cabeza varias veces, sonreía débilmente, encendió un cigarrillo y por
fin se percató de Meatball.
—Tranquilo,
muchacho —susurró.
Vincent
se puso a agitar los brazos, con los puños cerrados; luego, bruscamente, se
quedó inmóvil, y luego repitió la operación. Así continuaron un rato, mientras
Meatball sorbía su tequila con aire sombrío. La flota se había retirado a la
cocina.
Finalmente,
obedeciendo a alguna señal invisible, los del conjunto dejaron de marcar el
ritmo con los pies, y Duke, sonriente, dijo:
—Por
lo menos hemos acabado todos a la vez.
Meatball
lo atravesó con la mirada.
—Oye
—dijo.
—Acabo
de concebir algo nuevo, chico —dijo Duke—. Te acuerdas de tu tocayo, ¿no? ¿Te
acuerdas de Gerry?
—No
—respondió Meatball—. Me Acordaré de Abril, si eso te sirve de algo.
—En
realidad —dijo Duke—, era Amor en Venta. Lo que demuestra el nivel de tus
conocimientos. El hecho es que eran Mulligan, Chet Baker y aquella panda de
entonces. ¿Me sigues?
—Saxo
barítono —respondió Meatball—. Algo de un saxo barítono.
—Pero
sin piano, chico. Ni guitarra. Ni acordeón. Tú ya sabes lo que significa eso.
—No
exactamente —dijo Meatball.
—Bueno,
pues en primer lugar te diré que yo no soy un Mingus ni un John Lewis y que la
teoría nunca ha sido mi fuerte. Quiero decir que cosas como leer y eso siempre
han sido difíciles para mí y...
—Lo
sé —dijo Meatball secamente—. Te quitaron el carnet porque en una fiesta de un
club de Kiwanis cambiaste de clave Cumpleaños feliz.
—El
de los Rotarios. Pero se me ocurrió, en uno de esos destellos de inspiración,
que si aquel primer cuarteto de Mulligan no tenía piano, sólo podía significar
una cosa.
—Nada
de acordes —dijo Paco, el contrabajista con cara de niño.
—Quiere
decir —explicó Duke— nada de acordes fundamentales. Nada que escuchar mientras
tocas una línea horizontal. Con lo que uno se contenta en estos casos es pensar
las fundamentales.
Una
conciencia horrorizada estaba despuntando en Meatball.
—¿Y
el siguiente paso lógico?
—Pensarlo
todo —declaró Duke con sencilla dignidad—. Las fundamentales, la línea
melódica, todo.
Meatball
lo miró sobrecogido.
—Pero...
—Hombre
—apuntó Duke con modestia—, todavía quedan algunas pegas por resolver.
—Pero...
—inquirió Meatball.
—Escucha
—explicó Duke—. Vas a ver cómo lo entiendes.
Y
otra vez se pusieron en órbita, presumiblemente alrededor del cinturón de los
asteroides. Al poco rato Krinkles colocó los labios en embocadura y empezó a
mover los dedos, y Duke se dio una palmada en la frente.
—¡Diantre!
—rugió—. El tema nuevo que estamos usando, ¿recuerdas?, el que escribí anoche.
—Claro
—afirmó Krinkles—, el tema nuevo. Yo entro en el puente. En todos sus temas es
ahí donde entro yo.
—Exacto
—dijo Duke—. ¿Entonces por qué...?
—Dieciséis
compases, espero, entro... —dijo Krinkles.
—¿Dieciséis?
—dijo Duke—. No. No, Krinkles. Has parado en el octavo. ¿Quieres que te lo
cante? Huellas de carmín en el cigarrillo, pasaje de avión a lugares
románticos.
Krinkles
se rascó la cabeza.
—Querrás
decir Esas Cosas Locas.
—Exacto,
Krinkles —afirmó Duke—; exacto. Bravo.
—No
se trata de Recordaré Abril —explicó Krinkles.
—Minghe
morte —contestó Duke.
—Me
dio la impresión de que lo estábamos tocando un poco lento —sugirió Krinkles.
Meatball
rió por lo bajo.
—Empecemos
de nuevo.
—Que
va, muchacho —aseguró Duke—, vuelvan las ondas al vacío.
Y
de nuevo despegaron, sólo que pareció que Paco tocaba en Sol sostenido y los
demás en Mi bemol, de modo que tuvieron que volver a empezar.
En
la cocina, dos de las chicas de la George Washington y los marineros cantaban
“Hundámomos todos” y “Méate en el Forrestal”. Al lado de la nevera tenía lugar
un juego de morra bilingüe y a dos manos. Saúl había llenado de agua varias
bolsas de papel, se había sentado en la escalera de incendios y desde allí las
dejaba caer sobre la gente que pasaba por la calle. Una funcionaria gorda con
una camisa de Bennington, que hacía poco se había hecho novia de un alférez de
fragata destinado en el Forrestal, entró como una tromba en la cocina, con la
cabeza baja, y embistió a Slab en el estómago. Considerando que aquello era un
motivo de pelea tan válido como cualquier otro, los amigos de Slab acudieron
atropelladamente. Los jugadores de morra, nariz con nariz, chillaban trois,
sette, con toda la fuerza de sus pulmones. Desde la ducha, la chica que
Meatball había sacado del lavabo anunció que se estaba ahogando. Al parecer se
había sentado sobre el desagüe, y ya le llegaba el agua al cuello. En el piso
de Meatball el ruido había alcanzado un crescendo sostenido, impío.
Meatball
se limitaba a observar rascándose perezosamente la barriga. Según su parecer
había dos maneras de encarar aquella situación: (a) encerrarse en el armario y
confiar en que quizá todos acaben marchándose, o (b) tratar de apaciguarlos a
todos, uno por uno. La opción a) era sin duda la alternativa más apetecible.
Pero entonces se puso a pensar en el armario. Estaba oscuro y poco ventilado, y
estaría solo. No le hacía gracia estar solo. Y además a aquella tripulación
bajada del Lollipop o de donde fuera le podía dar el capricho de tirar la
puerta abajo a patadas, por pura diversión. Y en ese caso él se vería, como
poco, en una posición embarazosa. Lo otro era más incordio, pero seguramente
mejor a la larga.
Así
que decidió hacer un esfuerzo para que su fiesta de
romper-todo-contrato-dealquiler no degenerase en caos total: dio vino a los
marinos y separó a los jugadores de morra; presentó a la funcionaria gorda a
Sandor Rojas, el cual impediría que se metiera en líos; ayudó a la chica de la
ducha a secarse y meterse en la cama; tuvo otra charla con Saúl; llamó para que
vinieran a arreglar el frigorífico, pues alguien había descubierto que estaba
averiado. Todo eso fue lo que hizo hasta al anochecer, momento en que la
mayoría de los juerguistas habían perdido el sentido y la fiesta temblaba en el
umbral de su tercer día.
Arriba
Callisto, inerme en el pasado, no sintió que el ritmo débil que latía dentro
del pájaro empezaba a disminuir y apagarse. Aubade, junto a la ventana, paseaba
por entre las cenizas de su adorable universo; la temperatura se mantenía fija,
el cielo se había vuelto de un gris uniforme oscuro. Entonces algo que pasó en
el piso de abajo —un grito de mujer, una silla volcada, un vaso que se estrelló
contra el suelo, nunca sabría qué exactamente— penetró aquella privada
deformación del tiempo, y tuvo conciencia del desfallecimiento, la tirantez de
los músculos, las sacudidas metálicas de la cabeza del pájaro y su propio pulso
que, como para compensar, empezó a latir con más intensidad.
—Aubade
—la llamó débilmente—, se está muriendo.
Ella,
grácil y absorta, cruzó el invernadero para mirar las manos de Callisto. Los
dos permanecieron así, expectantes, durante uno o dos minutos, mientras el
corazoncito latía con elegante diminuendo hasta detenerse por completo.
Callisto levantó la cabeza despacio.
—Le
he cogido —protestó, impotente frente al asombro— para darle calor de mi
cuerpo. Casi como si le transmitiera vida, o una sensación de vida. ¿Qué ha
pasado? ¿Se ha interrumpido la transmisión de calor? ¿No hay más...? —No
terminó la frase.
—Yo
estaba justo en la ventana —dijo ella.
Callisto
se recostó, aterrado. Ella permaneció un momento más, indecisa; había advertido
la obsesión de él hacía tiempo, y de alguna manera se dio cuenta de que aquel
37 constante era ahora decisivo. Y de pronto, como si viera la conclusión única
e inevitable de todo aquello, se acercó con rapidez a la ventana antes de que
Callisto pudiera decir nada; arrancó las cortinas y rompió el cristal con dos
manos exquisitas que retiró ensangrentadas y brillantes de esquirlas; y se
volvió para mirar al hombre tendido sobre la cama y esperar con él el momento
en que se alcanzara el equilibrio, en que hubiera 37 grados Fahrenheit dentro y
fuera, y para siempre, y el inmóvil y curioso factor dominante de sus vidas
separadas se resolviera en una tónica de oscuridad y la ausencia definitiva de
todo movimiento.
Thomas Pynchon
Nació el 8 de mayo de
1937 en Glen Glove, Long Island, Nueva York.
Es
uno de los tres hijos de Thomas Pynchon Ruggles (1907-1995), y Katherine
Frances Bennett (1909-1996). Su ancestro más antiguo en América fue William
Pynchon, que emigró a la colonia de la Bahía de Massachusetts con la Flota de
Winthrop en 1630, y después se convirtió en fundador de Springfield,
Massachusetts en 1636. Entre sus antecesores encontró material para sus
escritos, como por ejemplo The Secret Integration (1964) y Gravity's Rainbow
(1973).
Cursó
estudios de ingeniería en la Universidad de Cornell, donde fue alumno de
Vladimir Nabokov(aunque éste no recordara haberlo tenido en clase), que
abandonó cuando realiza el servicio militar en la Marina. Posteriormente se
licencia en Lengua inglesa en 1958.
Entró en la compañía
Boeing Aircraft donde trabajó durante dos años antes de publicar su primera
novela,V., en 1963. Otras de sus obras son La subasta del lote 49 (1966) y
Vineland (1990). En sus trabajos emplea teorías científicas, acontecimientos
históricos y detalles de la cultura popular con gran precisión. Durante muchos
años ha vivido recluido y sus expedientes académicos y militares se han
perdido. Su novela más famosa, Gravity's Rainbow (1973) ganó elNational Book
Award (Premio Nacional del Libro).
A
principios de 1990, Pynchon contrajo matrimonio con su agente literario,
Melanie Jackson (bisnieta de Theodore Roosevelt) y fue padre de un hijo,
Jackson, en 1991.
Nunca
concedió una entrevista, jamás aparece en público.
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