Henry
y Eliza
[Cuento
- Texto completo.]
Jane
Austen
La dedica humildemente a la señorita Cooper su
agradecida y humilde servidora (La autora)
Mientras Sir George y Lady Harcourt estaban supervisando el trabajo de sus segadores, recompensando la aplicación de algunos con sonrisas de aprobación, y castigando la holgazanería de otros con una vara, vieron tendida y muy oculta bajo el denso follaje de un almiar a una hermosa niña de no más de tres meses de edad.
Conmovidos por la
gracia encantadora del rostro y encantados con las infantiles, aunque enérgicas
respuestas que dio a sus numerosas preguntas, decidieron llevársela a casa, y
como no tenían hijos propios, educarla con esmero y corriendo con todos los
gastos.
Como eran buenas
personas, su preocupación primera y principal fue inculcarle un amor por la
virtud y un odio por los vicios, lo cual les salió tan bien (la propia Eliza
tenía una predisposición natural en ese sentido) que cuando creció, la niña se
convirtió en una delicia para todo aquel que la conocía.
Amada por Lady
Harcourt, adorada por Sir George y admirada por el mundo entero, vivió en una
continua felicidad ininterrumpida hasta que cumplió los dieciocho, momento en
el que, al ser descubierta robando un billete de cincuenta libras, fue puesta
de patitas en la calle por sus inhumanos benefactores. A alguien que no
poseyera un espíritu tan noble y elevado como el de Eliza, esa transición le
hubiese supuesto la muerte, pero ella, feliz y consciente de su propia
excelencia, se divirtió sentándose bajo un árbol, componiendo y cantando los
siguientes versos:
CANCIÓN
“Aunque mil desgracias haya de sufrir
espero no
necesitar jamás a ningún amigo
pues siempre tendré un corazón inocente conmigo
y nunca jamás de la virtud habré de huir”
Habiéndose divertido
unas horas con esta canción y sus propias y agradables reflexiones, se levantó
y tomó rumbo a M., un pequeño pueblo comerciante, de donde era su más íntima
amiga, quien regentaba El León Rojo.
Inmediatamente fue en
busca de esta amiga, a quien, tras haberle contado su pasada desgracia, le
comunicó su deseo de entrar en una familia en calidad de humilde acompañante.
La señora Wilson, que
era la criatura más amable de la tierra, tan pronto como conoció su deseo, se
sentó en el mostrador y escribió la siguiente carta a la duquesa de F., la
mujer que más estimaba entre todas.
"A la
duquesa de F.
Reciba en su
familia, a petición mía, a una joven de carácter excepcional, que es tan buena
como para elegir ser su acompañante en lugar de buscar ser sirvienta.
Apresúrese y tómela de los brazos de su
Sarah Wilson".
La duquesa, por cuya
amistad con la señora Wilson habría hecho todo lo imaginable, se sintió
rebosante de alegría ante tal oportunidad de hacerle un favor a su amiga y, por
ello, tras recibir la carta se puso en marcha inmediatamente en dirección al
León Rojo, donde llegó esa misma tarde. La duquesa de F. tenía unos cuarenta y
cinco años y medio; sus pasiones eran fuertes, sus amistades firmes, y sus
enemistades invencibles. Era viuda y tenía una sola hija, que estaba a punto de
casarse con un joven de una fortuna considerable.
Tan pronto como la
duquesa contempló a nuestra heroína, le echó los brazos alrededor del cuello y
le dijo que se encontraba tan contenta con ella, que estaba decidida a que no
se separasen ya nunca. Eliza estaba encantada con tal declaración de amistad y,
tras despedirse lo más afectuosamente posible de la señora Wilson, a la mañana
siguiente acompañó a la dama a su residencia en Surrey.
Con todas las
expresiones posibles de respeto, la duquesa se la presentó a Lady Harriet,
quien se puso tan contenta con su aparición que le rogó la considerase como una
hermana, lo que Eliza, con la mayor condescendencia, prometió hacer.
Al estar el señor Cecil
—el amante de Lady Harriet— a menudo con la familia, estaba también a menudo
con Eliza. Un enamoramiento mutuo se produjo y Cecil, que lo había declarado el
primero, convenció a Eliza para que accediese a una unión privada, la cual era
fácil de llevar a cabo, puesto que al estar el mismo capellán de la duquesa muy
enamorado de Eliza, estaban seguros de que haría lo que fuese para hacerles un
favor.
Estando una velada la
duquesa y Lady Harriet comprometidas para asistir a una reunión, ellos
aprovecharon la oportunidad de dicha ausencia y fueron casados por el enamorado
capellán.
Cuando volvieron las
damas, su asombro fue enorme al encontrar en lugar de Eliza la siguiente nota:
"Señora:
Nos hemos casado y marchado.
Henry y Eliza Cecil".
La señora de la casa,
tan pronto como leyó la carta, que explicaba suficientemente todo el asunto,
cayó en el más violento de los arrebatos y, tras pasar una buena media hora
llamándoles las peores cosas que su rabia pudo sugerirle, mandó tras ellos a
trescientos hombres armados, con la orden de no regresar sin sus cuerpos, vivos
o muertos; con la intención de que, si le fuesen traídos en la primera de las
condiciones los mataría con algún tipo de tortura, tras algunos años de
reclusión.
Entretanto, Henry y Eliza
continuaron su fuga hacia el continente, el cual consideraban más seguro que su
tierra natal, pensando en las horribles consecuencias de la venganza de la
duquesa, lo que con tanta razón tenían de recelar.
Se quedaron tres años
en Francia, durante los cuales fueron padres de dos niños, y al final de este
periodo Eliza quedó viuda sin nada para mantenerse a sí misma ni a sus hijos.
Desde el momento de su matrimonio habían vivido a razón de 18.000 libras al
año, pero al ser el patrimonio del señor Cecil bastante menos de la veinteava
parte de dicha cantidad, no habían sido capaces de ahorrar sino una nimiedad,
pues habían vivido al límite de sus ingresos.
Siendo Eliza
perfectamente consciente de la precariedad de su hacienda, inmediatamente tras
la muerte de su marido zarpó rumbo a Inglaterra en un barco de guerra de
cincuenta y cinco cañones que habían construido en sus días más prósperos. Pero
tan pronto como pisó tierra firme en Dover, con un niño en cada mano, fue
capturada por los oficiales de la duquesa y llevada a la acogedora y pequeña
Newgate [1] propiedad de la dama, que ésta había hecho construir para la
recepción de sus propios prisioneros privados.
En cuanto Eliza entró
en el calabozo, el primer pensamiento que le vino a la cabeza fue cómo salir de
allí.
Se acercó a la puerta,
pero estaba cerrada. Miró a la ventana, pero estaba cruzada con barras de
hierro; frustrada en ambas esperanzas, estaba a punto de desesperar de su fuga
cuando, afortunadamente, vio en una esquina de su celda una pequeña sierra y
una escalera de cuerda. Se puso al instante a trabajar con la sierra, y en
pocas semanas había cortado todos los barrotes salvo uno, al cual ató la
escalera.
Entonces apareció una
dificultad que, durante unos momentos, no supo cómo sortear. Sus hijos eran
demasiado pequeños para bajar la escalera por sí mismos, y tampoco le era
posible a ella cogerlos en sus brazos mientras lo hacía. Finalmente decidió
arrojar toda su ropa, que tenía en gran cantidad y, habiéndoles dado orden
estricta de no hacerse daño, tiró a sus hijos tras la ropa. Ella descendió con
facilidad por la escalera, al final de la cual tuvo el placer de encontrar a
sus hijitos en perfecto estado de salud y profundamente dormidos.
Entonces se vio en la
fatal necesidad de vender su guardarropa para la preservación tanto de sus
hijos como de sí misma. Con lágrimas en los ojos, se separó de las últimas
reliquias de su antiguo esplendor, y con el dinero que obtuvo de ellas compró
otras más útiles, algunos juguetes para sus hijos y un reloj de oro para ella.
Pero apenas estuvo
provista de todo lo necesario que he mencionado, empezó a sentir bastante
hambre y tuvo razones para pensar, a causa de los mordiscos en dos de sus
dedos, que sus hijos se hallaban en la misma situación.
Para remediar estas inevitables
desgracias, decidió volver a buscar a sus viejos amigos Sir George y Lady
Harcourt, de cuya generosidad se había beneficiado tan a menudo y esperaba
beneficiarse tan a menudo en el futuro.
Tenía aproximadamente
que viajar cuarenta millas antes de llegar a la acogedora mansión, y tras
caminar treinta sin parar, se encontró en la entrada de una ciudad, donde en
tiempos más felices, solía acompañar a Sir George y a Lady Harcourt a comer
platos fríos en alguna de las posadas.
Las reflexiones que le
proporcionaron sus aventuras desde la última vez que había participado en estas
alegres francachelas ocuparon su mente durante algún tiempo mientras se sentaba
en los escalones de la puerta de la casa de un caballero. Tan pronto estas
reflexiones se acabaron, se levantó y decidió ocupar su puesto en la misma
posada que recordaba con tanto deleite, de cuyos clientes esperaba recibir, mientras
iban y venían, una propina caritativa.
Acababa de llegar al
patio de la posada antes de que un carruaje saliese de él, cuando, girando en
la esquina donde ella estaba colocada, paró para darle al cochero la
oportunidad de admirar la belleza del panorama. Entonces Eliza avanzó hacia el
carruaje y estuvo a punto de pedir caridad, pero clavando sus ojos en la mujer
que estaba dentro, exclamó:
—¡Lady Harcourt!
A lo que la mujer
respondió:
—¡Eliza!
—Sí, señora, la
desdichada Eliza en persona.
Sir George, que también
se encontraba en el carruaje, pero demasiado sorprendido para hablar, se
disponía a pedirle a Eliza una explicación sobre la situación en la que se
encontraba, cuando Lady Harcourt, en un ataque de alegría, exclamó:
—¡Sir George, Sir
George, no es sólo Eliza, nuestra hija adoptiva, sino nuestra verdadera hija!
—¡Nuestra verdadera
hija! ¿Qué quiere decir, Lady Harcourt? Sabe que nunca tuvo hijos. Le pido una
explicación, se lo suplico.
—Ha de recordar, Sir
George, que cuando zarpó a América me dejó embarazada.
—Sí, sí, continúa
querida Pollo.
—Cuatro meses después
de que os fuerais, me fue entregada esta niña, pero temiendo vuestro justo
resentimiento al resultar no ser el chico que deseabais, la llevé a un almiar y
la tendí allí. Pocas semanas después volvisteis y, afortunadamente para mí, no
hicisteis preguntas sobre el asunto. Satisfecha con el bienestar de mi hija,
pronto olvidé que tenía una hija. Tanto fue así que, cuando poco después la
encontramos en el mismo almiar en el que la había dejado, ya no me acordaba de
que fuese mía más de lo que vos os acordabais, y me atreveré a decir que nada
me habría devuelto el suceso a la memoria salvo el escuchar su voz ahora de
esta manera, que me parece el perfecto doble de mi propia hija.
—El relato racional y
convincente que habéis hecho de todo el asunto —dijo Sir George— no deja lugar
a dudas de que es nuestra hija y, como tal, perdono abiertamente el robo del
que fue culpable.
Una mutua
reconciliación tuvo lugar entonces y Eliza, subiendo al carruaje con sus dos
hijos, regresó a esa casa de la que había estado ausente cerca de cuatro años.
En cuanto volvió a
disfrutar de su antiguo poder en Harcourt Hall, reunió un ejército con el que
demolió por completo el Newgate de la duquesa, acogedor como era, y mediante
ese acto se ganó la bendición de miles de personas y los aplausos de su propio
corazón.
Jane Austen
(Steventon,
Inglaterra, 16 de diciembre de
1775-Winchester, Inglaterra, 18 de julio de 1817)
Fue una destacada
novelista británica que vivió durante la época georgiana. La ironía que emplea
para dotar de comicidad a sus novelas hace que Jane Austen sea considerada
entre los «clásicos» de la novela inglesa, a la vez que su recepción va,
incluso en la actualidad, más allá del interés académico, siendo sus obras leídas
por un público más amplio.
Nació en la rectoría de
Steventon (Hampshire). Su familia pertenecía a la burguesía agraria, contexto
del que no salió y en el que sitúa todas sus obras, siempre en torno al
matrimonio de su protagonista. La candidez de las obras de Austen, sin embargo,
es meramente aparente, si bien puede interpretarse de varias maneras. Los
círculos académicos siempre han considerado a Austen como una escritora
conservadora, mientras que la crítica feminista más actual apunta que en su
obra puede apreciarse una novelización del pensamiento de Mary Wollstonecraft
sobre la educación de la mujer.
Ha sido llevada al cine
en diferentes ocasiones, algunas veces reproducidas de forma fiel, como el
clásico Más fuerte que el orgullo de 1940 dirigido por Robert Z. Leonard y
protagonizada por Greer Garson y Laurence Olivier y en otras haciendo
adaptaciones a la época actual, como es el caso de Clueless, adaptación libre
de Emma. Otras versiones son la de Sentido y sensibilidad, de 1995; Mansfield
Park, de 2000, y las de Orgullo y prejuicio en 2004 (dirigida por Gurinder
Chadha) y en 2005 (dirigida por Joe Wright). Sin embargo, la versión más fiel y
perfecta que hasta ahora se ha hecho del libro de Orgullo y prejuicio es la
serie que presentó la BBC protagonizada por Colin Firth y Jennifer Ehle. El
interés que la obra de Jane Austen sigue despertando hoy en día muestra la
vigencia de su pensamiento y la influencia que ha tenido en la literatura
posterior. Su vida también ha sido llevada al cine con la película Becoming
Jane (2007).
No comments:
Post a Comment