Wakefield
Nathaniel
Hawthorne
Recuerdo
haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como
verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante
un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni
tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser
censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el
más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya
noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan
encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en
cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su
casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él
la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante
autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este
tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la
desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial
cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su
nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su
mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente
por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un
amante esposo hasta la muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero
pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin
precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las
simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia
cuenta, no cometería semejante locura; y, sin embargo, intuye que cualquier
otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece
insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de
que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter
de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso,
vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el
lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si
prefiere divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de
Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y
una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados
en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente
llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos
libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se
encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca
violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo
y consuetudinario. De todos los maridos, es posible que fuera el más constante,
pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo
hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía
en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor
necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes
ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto
del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un corazón
frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la
calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se
hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre
los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos
cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse
mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría
haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de
la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una
suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia,
la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de
secretos triviales que ni valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella
llamaba “algo raro” en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y
puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose
de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un
sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un
paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de
Wakefield que debe partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana
ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable
del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se
limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en
el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en
todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio
Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas
manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria
de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad
madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de
ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y
percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse
en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo
después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve
una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En
sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de
fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un
ataúd, aquel gesto de despedida aparece helado en sus facciones; o si lo sueña
en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero,
gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto,
ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos
que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se
confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí.
Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas
y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en
un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la
calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena
suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la
muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una
vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre
el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que
gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una
docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo
a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en
este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas.
Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu
casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera
por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un
momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para
tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso
abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y
ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o como
quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando
después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario
del desacostumbrado lecho.
-No -piensa, mientras se arropa en las
cobijas-, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de costumbre y
se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es
tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente,
claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su
propia reflexión. La vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se
precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter.
No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y
descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo
soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se
afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos
en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo tanto, está muy
cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde
luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque
durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa
como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si
reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado
sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a
cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La
costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce,
sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el
momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí.
¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino viraba en redondo.
Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso
atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había
sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que
nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa -la recatada
señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito- persiguiendo
por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra
coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de
un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando,
después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago
o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos ordinarios
esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre
nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una
sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve
lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe. Antes de
marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa
por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero
ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre
un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el
cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su
nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho.
Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de
este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural.
Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva
peluca de pelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero
judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho:
Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento
retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó
en esta situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo
cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado
por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de
la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta
de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar
cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la
frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que
entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba
aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el
carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta
de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto
de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas
alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una
efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su
esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser
molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el
transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis.
Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre
regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual
relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una
brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo
hogar.
-¡Pero si sólo está en la calle del lado! -se
dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él
ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja
abierta la fecha precisa. Mañana no… probablemente la semana que viene… muy
pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a
visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en
lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo
una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno
de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de
necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa
durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su
mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco
se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la
noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío
de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos
rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado,
pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la
escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta
de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en
derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve
con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de
frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que
hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con
frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la
naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que
prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde
una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia
con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez
establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables
para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente
cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un
embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo. Sus
manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el
hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años
de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a
cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia,
pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo,
pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con
el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo
pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la
cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le
confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida
se le revela de golpe. Y grita exaltado:
-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse
amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a
sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en
su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a
parar en esto) para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y
privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida
de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de
la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin
advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a
su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del
uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue el de conservar
la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los
intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia
sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de
tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como
al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello
y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban
vislumbres de la realidad, pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir
“pronto regresaré”, sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose
lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el pasado,
estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en
un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura
como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando,
pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su
mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación!
Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras favoritas, todos
seríamos jóvenes hasta el día del juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde su
desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la
residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen
chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga
tiempo de abrir el paraguas. Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue
a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y
oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo
aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz,
la barbilla y la gruesa cintura dibujan una caricatura admirable que, además,
baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en
exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae
otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el
pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a
quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar
arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a
buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero
en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones,
con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las
piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogar
que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra,
alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la
sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces
ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de
la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo
puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo
a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una
porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma
de una imagen. En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los
individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a
otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier
hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como
Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.
Nathaniel
Hawthorne (nacido como Nathaniel
Hathorne; Salem, Massachusetts Estados Unidos, 4 de julio de 1804 - Plymouth,
Nuevo Hampshire, Estados Unidos, 19 de mayo de 1864) fue un novelista y
cuentista estadounidense conocido por sus numerosas historias de ficción gótica
y romanticismo oscuro.
Nació en
el año 1804 en la ciudad de Salem, Massachusetts, hijo de Nathaniel Hathorne y
Elizabeth Clarke Manning. Sus antepasados incluyen a John Hathorne, el único
juez involucrado en los juicios de brujas de Salem que nunca se arrepintió de
sus acciones. Nathaniel más tarde agregó una "W" para cambiar su
apellido por "Hawthorne", con el fin de ocultar esta relación.
Ingresó a la Bowdoin College en 1821,
donde fue elegido miembro del Phi Beta
Kappa en 1824, y se graduó en 1825. Hawthorne publicó su primera obra, una
novela titulada Fanshawe, en 1828.
Más tarde trató de quitarla de su catálogo, sintiendo que no era igual al
estándar de su trabajo posterior. Publicó varios cuentos cortos en periódicos,
que recogió en 1837 como Twice-Told Tales.
Al año siguiente, se comprometió con Sophia Peabody. Trabajó en la aduana de
Boston y se unió a Brook Farm, una comunidad trascendentalista, antes de
casarse con Peabody en 1842. La pareja se trasladó a The Old Manse en Concord,
Massachusetts, luego a Salem, Berkshires y luego a The Wayside en Concord. Una
de sus obras más notables, La letra
escarlata, fue publicada en 1850, seguida de una sucesión de otras novelas.
Un nombramiento político como cónsul llevó a Hawthorne y a su familia a Europa
antes de su regreso a Concord en 1860. Hawthorne murió el 19 de mayo de 1864,
dejando una viuda y tres hijos.
Nathaniel Hawthorne,
nacido bajo el nombre de Nathaniel Hathorne, nació el 4 de julio de 1804 en la
ciudad de Salem, Massachusetts. Su casa de nacimiento todavía se encuentra en
pie. Su infancia fue difícil debido a la muerte de su padre (del mismo nombre,
que murió en Surinam cuando Hawthorne tenía 4 años). A partir de entonces, la
vida de Hawthorne se volvió compleja y al mismo tiempo fascinante,
particularmente debido a su pasión por la literatura y su cercanía con el
puritanismo.
Dicha cercanía con el
puritanismo surge a partir de sus antepasados. Su tatarabuelo, William Hathorne
(la 'w' la añadió Nathaniel a su apellido), fue uno de los primeros colonos en
establecerse en Salem.
Hasta la publicación de
su primer libro Twice-Told Tales,
(“Cuentos dos veces contados”), en 1837, Hawthorne escribió en total anonimato
en la casa familiar. “Yo no vivía –diría más tarde– sólo soñaba que vivía”.
En 1839, Hawthorne
entró a trabajar en la aduana del puerto de Boston. Contrajo matrimonio con la
pintora trascendentalista Sophia Peabody en 1842. El matrimonio se trasladó a
Concord, Massachusetts. Allí tuvieron de vecinos a los escritores Ralph Waldo
Emerson y Henry David Thoreau.
En 1846 Hawthorne fue
nombrado inspector de la aduana de Salem, pero pronto perdió su trabajo debido
a cambios administrativos en Washington. En 1852 escribió la biografía de su
antiguo compañero Franklin Pierce. Cuando éste ganó las elecciones, Hawthorne
recibió como recompensa el nombramiento de cónsul norteamericano en Liverpool
(1853). En 1857 renunció a su cargo y viajó por Francia e Italia. Con su
familia, regresó en 1860. Cayó enfermo poco después y murió en 1864,
probablemente de cáncer de estómago, en Plymouth (Nueva Hampshire).
Nathaniel y Sophia
Hawthorne tuvieron tres hijos: Una, Julian y Rose. La primera murió joven.
Julian siguió los pasos de su padre como escritor, llegando a ser autor
prolífico. Rose se convirtió al catolicismo y fundó las Dominican Sisters of
Hawthorne, congregación que se ocupaba del cuidado de enfermos incurables de
cáncer.
Obra
Hawthorne es conocido
sobre todo por sus relatos breves -que él llamó "cuentos"-, muchas
veces de contenido siniestro, al gusto de la época, y por sus cuatros novelas
largas. La letra escarlata (“The
Scarlet Letter”, 1850), La casa de los
siete tejados (“The House of the Seven Gables”, 1851), La novela de
Blithedale (“The Blithedale Romance”, 1852) y El fauno de mármol (“The Marble Faun”, 1860). (Otra novela titulada Fanshawe, fue publicada anónimamente en
1828.)
Hawthorne publicó
asimismo varios libros de cuentos, como el libro de cuentos Musgos de una vieja mansión ("Mosses
from an Old Manse", 1854). En este libro de cuentos se encuentra una de
sus historias más populares, El joven
Goodman Brown ("Young Goodman Brown", 1835), en el cual habla de cómo
un hombre le cambian su ideología en torno a sus alrededores. Esta historia
hace una crítica a temas religiosos, como la fe y la pureza de una persona.
Autor encuadrable
dentro del Romanticismo norteamericano, como Edgar Allan Poe, gran parte de su
obra se localiza en Nueva Inglaterra, y muchas de sus historias, de contenido
generalmente alegórico, recrean intensamente el ambiente puritano que empapaba
la sociedad de aquellos años; así, Ethan
Brand (1850), La marca de nacimiento
(1843), La hija de Rappacini (1844), El velo negro del ministro (1844), etc.
La crítica más reciente
ha prestado atención preferente a la voz narrativa de Hawthorne, considerándola
dentro de una retórica autoconsciente, que no debe ser confundida con la
verdadera voz del escritor, lo que contradice el viejo concepto sobre Hawthorne
de plomizo moralista cargado de complejos.
Sus relatos leves y
patéticos destacan por su estilo elegante y depurado. En ellos lo característico,
según el escritor Luis Loayza, «es tal vez el contraste entre la violencia
exterior y la suavidad del tono, entre la voz delicada y las oscuras
sugerencias de lo que dice». Jorge Luis Borges observa, por su parte, que sus
cuentos expresan «el tenue mundo crepuscular, o lunar, de las imaginaciones
fantásticas».
De
nuevo la marchita mujer dejó oír los monótonos sones de unas preces no ideadas
para ser acogidas en el cielo y, muy pronto, en las pausas de su aliento
empezaron a materializarse extraños murmullos, aumentando poco a poco de
volumen, hasta sobreponerse y ahogar al conjuro del que nacían. Unos gritos
atravesaron los ambiguos sonidos, y fueron sucedidos por el canto de dulces
voces femeninas que, al variar, dieron paso a un estruendo de risotadas, rotas
a su vez de pronto por gemidos y sollozos, formando todo ello junto una
horrible confusión de espanto, lamentos y risas. Resonó un arrastrar de
cadenas, voces duras y crueles lanzaron amenazas, y un látigo restalló a una
orden.
(de El valle de las tres colinas, 1837)
Hawthorne tuvo una
breve pero intensa amistad con el novelista Herman Melville, quien le dedicó su
gran obra Moby Dick, “en homenaje a
su genio”. La correspondencia entre ambos, sin embargo, no se conserva.
Novela
Fanshawe, a Tale (1828)
The Scarlet Letter (1850)
The House of the Seven Gables (1851)
The Blithedale Romance (1852)
The Marble Faun (1860).
Novelas inacabadas
Septimius Felton (1872)
The Dolliver Romance, and Other Pieces (1876)
Doctor Grimshawe's Secret (1883)
The Ancestral Footstep (1883).
Cuentos
Twice-Told Tales (1837)
Mosses from an Old Manse (1846)
Rappaccini's Daughter (1846).
The Snow-Image, and Other Tales (1851).
Cuentos para niños
Grandfather's Chair
(1841)
Famous Old People (1841)
Liberty Tree (1841)
Biographical Stories for Children (1842)
A Wonder Book for Girls and Boys (1851)
Tanglewood Tales for Girls and Boys (1853).
When the earth was a girl (1920)
Su contemporáneo Edgar
Allan Poe dedicó célebres reseñas a sus colecciones más importantes, Twice-Told Tales (traducido
recientemente: "Cuentos contados dos veces") y Mosses from an Old Manse
("Musgos de una iglesia"). Pese a ciertas reticencias, afirmó de
su autor:
Diremos
enfáticamente de los cuentos de Mr Hawthorne que pertenecen a la más alta
esfera del arte. (...) Los rasgos distintivos de Mr Hawthorne son la invención,
la creación, la imaginación y la originalidad, rasgos que, en la literatura de
ficción, valen acentuadamente más que todo el resto
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