Rashomon
Ryünosuke
Akutagawa
Era un frío atardecer.
Bajo Rashomon, el sirviente de un samurái esperaba que cesara la lluvia. No
había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa
columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado
Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como
ciertas damas con el ichimegasa o
nobles con el momiebosh, podrían
guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era
explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había
sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y
carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos
textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del
culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata,
se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural
que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del
edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las
ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio,
hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos.
Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto
sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos
acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en
círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus
siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres
abandonados.
Pero ese día no se veía
ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que
se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse
los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono
azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente
la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el
sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no
tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales,
lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo
había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El
suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la
prosperidad de Kyoto.
Por eso, quizás,
hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué
hacer, ya que no tiene adónde ir”. Es cierto que, por otra parte, el tiempo
oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este
sirviente de la época Heian.
Habiendo comenzado a llover
a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de
pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día
siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo
deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la
Avenida Sujaku.
La lluvia parecía
recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre
Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una
pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.
“Para escapar a esta
maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni
bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio
del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome
tirado como a un perro. Pero si no elijo…”
Su pensamiento, tras
mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese “si no
elijo…” quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier
medio; pero al decir “si no…” demostró no tener el valor suficiente para
confesarse rotundamente: “no me queda otro remedio que convertirme en ladrón”.
Lanzó un fuerte
estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el
calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo
que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida
entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las
hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se
decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de
la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió
otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí
arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se
deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie
calzado con sandalias sobre el primer peldaño.
Minutos después, en
mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre
acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía
más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre;
una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El
hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo
hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y
que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo
mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de
telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche
de lluvia como aquélla?
Silencioso como un
lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada
escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó
medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los
rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como
la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la
cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de
hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz
agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca
abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daban más señales de vida que
un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente
dudó que hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían
los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz.
Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su
olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja
escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés.
Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un
muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el
horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un
instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado,
la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la
cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello,
uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello
se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo
tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio
-pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo
que simbolizase “el mal”, por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en
ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en
ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no
habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan
vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué
aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta.
Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de
Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un
pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho
olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus
fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en
su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y
al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja infeliz!
-gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los
cadáveres.
La suerte estaba
echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro
hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la
arrojó al suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo?
Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.
Diciendo esto, el
sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los
ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda.
Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos
desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su
merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su
voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un
sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se
sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el
sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún
funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar.
Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en
particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más
los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con
esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como
masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se
confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda.
De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los
oídos del sirviente:
-Yo, sacaba los
cabellos… sacaba los cabellos… para hacer pelucas…
Ante una respuesta tan
simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el
odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un
frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese
momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar,
murmuró con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar
los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos
merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué
estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en
la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los
guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso
estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa
podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo
otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le
hago, posiblemente me perdonaría.
Mientras tanto el
sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la
empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano
purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto
coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje
crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante
de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la
muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de
hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno
a su entendimiento.
-¿Estás segura de lo
que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano
del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me
guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de
hambre.
Seguidamente, despojó a
la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las
piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el
sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con
la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad
de la noche.
Un momento después la
vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda.
Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que
seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le
cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche
negra y muda.
Adónde fue el
sirviente, nadie lo sabe
En el bosque
Declaración del leñador interrogado por
el oficial de investigaciones de la Kebushi
-Yo confirmo, señor
oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como
lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver
estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero
de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas
raquíticas.
El muerto estaba tirado
de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la
capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en
la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor
estaban como teñidas de suho. No, ya
no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual,
bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó
que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada
o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto
vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor,
pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los
sentidos; la víctima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia.
¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda
llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la
carretera.
Declaración del monje budista
interrogado por el mismo oficial
-Puedo asegurarle,
señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue
hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él
marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La
mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé
solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me
parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto.
¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más
que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la
recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo
el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un
relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…
Declaración del soplón interrogado por
el mismo oficial
-¿El hombre al que
agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo
apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber
caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por
poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez,
señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que
la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el
asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro,
diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el
caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado
gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el
caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de
la carretera.
De todos los ladrones
que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más
mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de
Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven
sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si
es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía
a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero
este aspecto merece ser aclarado.
Declaración de una anciana interrogada
por el mismo oficial
-Sí, es el cadáver de
mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia
de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un
hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama
Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un
hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar
cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido
ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este
destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por
su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica
una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija,
aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero…
¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino
que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)
Confesión de Tajomaru
Sí, yo maté a ese
hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué
quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas,
por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada
oculto.
Ayer, pasado el
mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento
descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después
ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara
me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme
de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre
no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica
necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable
que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero
y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre
no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el
punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal.
(Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es
tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de
hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin
embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé
para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil.
Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una
vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de
sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en
un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que
ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia…
Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado
conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el
bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí
que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró
motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo.
Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la
actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el
bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había
bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto
al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi
plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero
que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un
instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos
al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un
hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y
cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre
llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para
impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien
atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el
pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más
está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el
bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del
abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca
vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me
hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue
difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso
Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por
inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin
cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un
asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por
abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó
a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella
deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante
dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se
uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el
violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru
un escalofrío.)
Al escuchar lo que les
cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no
vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en
sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el
deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a
causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel
momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado
después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada
con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la
penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había
tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo
desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé
llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir
palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el
resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el
vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más
de veinte… (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se
desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada.
¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos.
El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió
otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el
combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora
ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida:
apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué
sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en
la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe.
Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)
Confesión de una mujer que fue al templo
de Kiyomizu
-Después de violarme,
el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh,
cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que
clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor
dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome
un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos
de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa
mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio
de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni
tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por
ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí
desvanecida.
No sé cuánto tiempo
transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi
marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las
hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla
de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar
a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé
a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de
lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré
seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también
exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me
sobrevivas!
Se lo dije gritando.
Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los
latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió
llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas
tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y
levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te
seguiré.
Entonces, por fin movió
los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían
hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a
entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo:
«Mátame».
Semiconsciente, hundí
el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer
desvanecida. Cuando desperté, miré a mí alrededor. Mi marido, siempre atado,
estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol
poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los
abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para
contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a
una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no
tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la
infinitamente misericorde Bosatsu
abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que
fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en
sollozos.)
Lo que narró el espíritu por labios de
una bruja
-El salteador, una vez
logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los
medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al
pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle:
«No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle
comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú,
miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo
que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por
su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido
por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no
querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa
del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra
vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como
extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué
piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido
maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi
mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura
de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de
abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con
el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si
queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca:
«¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen
persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos
una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan
malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el
bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se
aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de
inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en
carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me
preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No
tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»
Solamente por esa
actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba,
mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder
un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil
esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y
cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el
bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a
mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?»,
me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos
los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto,
liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante de mí relucía el puñal que mi
esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un
borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que
mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni
siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de
los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi
bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En
aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza,
pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba
dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue
el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…
Ryūnosuke Akutagawa (芥川 龍之介 Akutagawa Ryūnosuke, Kyōbashi, Tokio, Japón, 1 de marzo de 1892 - Kyōbashi, Tokio, Japón, 24 de julio de 1927) fue un escritor japonés, perteneciente a la generación neorrealista que surgió a finales de la Primera Guerra Mundial. Sus obras, en su mayoría cuentos cortos, reflejan su interés por la vida del Japón feudal. La locura de su madre le condicionó psicológicamente para toda la vida; siendo un niño enfermizo y nervioso que leía libros incesantemente en las bibliotecas públicas.
Considerado como el
"padre de los cuentos japoneses", el Premio Akutagawa, uno de los más prestigiosos de Japón, fue
nombrado en su honor. Akutagawa cometió suicidio a la edad de 35 años por
sobredosis de barbital.
Vida temprana
Ryūnosuke Akutagawa
nació el 1 de marzo de 1892 en el distrito de Kyōbashi, Tokio, como el tercer y
único hijo varón de Fuku Akutagawa y Toshizo Nīhara. Fue nombrado
"Ryūnosuke" (Hijo del dragón) debido a que su nacimiento coincidió
con el Año del Dragón. Debido a la enfermedad —al parecer sufría de psicosis—
de su madre padecida poco después de su nacimiento, que murió en 1902, fue
adoptado a una edad temprana por el hermano mayor de esta, Dōshō Akutagawa, de
quien tomó el apellido Akutagawa y quien se hizo cargo de su crianza. Su tía
política, Fuki, le atormentó durante toda su infancia diciéndole que padecía de
la misma enfermedad que su madre; esto le traumatizó y le signó como escritor
atormentado. Akutagawa se interesó en la literatura china clásica desde muy
joven, así como también en los trabajos de escritores como Mori Ōgai y Natsume
Sōseki.
En 1910, ingresó a la
Escuela Superior Nº 1 de Tokio, donde se haría amigo de varios compañeros de
clase que incluían a Kan Kikuchi, Masao Kume, Yūzō Yamamoto, Bunmei Tsuchiya,
así como otros que llegarían a ser escritores célebres. En 1913, comenzó sus
estudios en el Departamento de Literatura Inglesa de la Facultad de Letras de
la Universidad de Tokio. Con el grupo formado por Kikuchi, Yamamoto, Toyoshima,
Tsuchiya y otros, al año siguiente editó la revista Shinshicho, en la que publicó traducciones de obras de William
Butler Yeats y Anatole France, y sus primeros cuentos: Vejez y La muerte de un joven.
Después de la graduación, enseñó brevemente en la Escuela Naval de Ingeniería
en Yokosuka como instructor de inglés, antes de decidir dedicarse a escribir.
Cuando aún era un
estudiante, Akutagawa le propuso matrimonio a su amiga de la infancia, Yayoi
Yoshida, pero su familia adoptiva no aprobó la unión. En 1916, se comprometió
con Fumi Tsukamoto, con quien se casó dos años después, en 1918. La pareja tuvo
tres hijos: Hiroshi (1920-1981), un actor, Takashi (1922-1945), quien fue
asesinado en Birmania, y Yasushi (1925-1989), un compositor.
Carrera literaria
En 1915, Akutagawa
publicó Rashōmon (donde describe la
decadencia de las tradiciones japonesas acompañada por la angustia existencial
de los protagonistas) y otro cuento en la revista Teikoku Bungakude la Universidad de Tokio. Frecuentó la casa del
escritor Natsume Sōseki, quien ejercería en él una notable influencia. En 1916,
con Kume, Kikuchi, Matsuoka y otros edita Shinshicho
(cuarta época), en la que publica "La nariz", mereciendo elogios de
Natsume. Publica además "El pañuelo" en la revista Chuo Koron, que tiene favorable acogida
en la crítica; se convierte en uno de los más firmes valores de la nueva
generación. Se gradúa en la Universidad; presenta la tesis "Estudios sobre
William Morris". Es nombrado profesor en la Escuela de Mecánica Naval de
Oficiales. Ese mismo año, muere su maestro Natsume.
En 1917, publicó sus
dos primeros libros de cuentos. Un año más tarde, ingresó en el periódico
Mainichi de Osaka, donde publicó El
biombo del infierno, La muerte del
mártir, Asesinato de la era Meiji,
La muerte del poeta Basho y otros cuentos.
En 1919, viajó a Nagasaki con Kan Kikuchi para estudiar el cristianismo japonés
y publicó cuentos con ese tema (Nagasaki era una ciudad en la que la mayoría de
su población era practicante fiel del catolicismo a partir de las misiones de
Francisco Javier).
En 1920, publicó
algunos cuentos, entre ellos El Cristo de
Nankín, El baile y Otoño; este último señala un cambio en
su estilo. Un año después viajó a China como corresponsal del diario 'Mainichi'
y escribe varios cuentos relacionados con ese país. En 1922, publicó algunos
ensayos y cuentos: En el bosque, El general, La princesa Rokunomiya y La
castidad de Otom que marcan el fin de su primera época literaria. Al año
siguiente publicó la serie de cuentos sobre Yasukich.
En aquel tiempo se produciría el gran terremoto de Tokio. En 1924, se encarga
de la publicación de The modern series of
English Literature. Al año siguiente compilaba una antología de literatura
moderna japonesa; también publica una crónica de viaje a la China.
Influencias
Las historias de Akutagawa fueron influenciadas por su creencia de que la
práctica de la literatura debería ser universal y reunir a las culturas
occidentales y japonesa. Esto se deja ver en la forma en la que Akutagawa
utiliza una gran variedad de culturas y períodos de tiempo en sus obras y, o
bien reescribe la historia con sensibilidades modernas, o crea nuevas historias
utilizando ideas de múltiples fuentes. La cultura y la formación de una
identidad cultural también es un tema principal en varias de las obras de
Akutagawa. En estas historias, explora la formación de la identidad cultural
durante los períodos de la historia en los que Japón estaba más abierto a las
influencias externas. Un ejemplo de esto es su historia Hōkyōnin no Shi
("El mártir", 1918) que se establece en el período misionero.
La imagen de la mujer en las historias de Akutagawa fue moldeada bajo la
influencia de las tres mujeres que tomaron el papel de madre en su vida. Su
mayor influencia fue su madre biológica, Fuku, de quien le preocupaba haber
heredado su locura. A pesar de no haber pasado mucho tiempo con Fuku, Akutagawa
se identificaba fuertemente con su madre, además de creer que si en algún
momento se volvía loco la vida no tenía sentido. Sin embargo, sería su tía Fuki
quien jugó el papel más importante en su crianza. Fuki controlaba gran parte de
su vida y exigiendo su atención, especialmente a medida que envejecía. Las
mujeres que aparecen en las historias de Akutagawa, al igual que las mujeres
que identificó como madres, en su mayoría fueron escritas como dominantes,
agresivas, engañosas y egoístas. Por el contrario, los hombres a menudo eran
representados como las víctimas de tales mujeres, como en Kesa a Morito
("Kesa y Morito", 1918), en el que la protagonista femenina intenta
controlar las acciones tanto de su amante como de su marido.
Vida
posterior
En el año de 1926, enfermó gravemente y padecería de crisis nerviosas:
alucinaciones visuales y angustia. Declinó su producción literaria. En 1927,
mantuvo una polémica literaria con el novelista Junichiro Tanizaki. Escribió
numerosas obras de gran valor en las cuales los principales méritos son la
originalidad y las logradas expresiones de lo emocional: "Ilusión",
"Kappa" (una sarcástica sátira social parcialmente fabulada basándose
en los animales de la mitología popular japonesa llamados kappa), "El
hombre del oeste", "La vida de un idiota", "Palabras de un
enano", "Los engranajes" (breve pero intenso relato
autobiográfico en el cual describe sus sensaciones pesadillezcas y expresa la
idea del suicidio). Ese mismo año se suicidó ingiriendo veronal; antes de morir
dijo: ぼんやりとした不安 (Bonyaritoshita fuan, que significa
"sombrío desasosiego"). Después de su muerte se publicó su último
libro de cuentos, además de otros ensayos, poemas y cuentos infantiles.
En 1935, su amigo de toda la vida Kan Kikuchi estableció el premio
literario de mayor prestigio en Japón, el Premio Akutagawa, en su honor.
Akutagawa empleó los pseudónimos Chōkōdō Shujin 澄江堂主人 y Gaki 我鬼.
Akutagawa
y el cine
Su relato Rashōmon (1915) fue
combinado con un relato posterior, En el
bosque (1921-22), para formar la base argumental de la premiada película Rashōmon (1950), dirigida por Akira
Kurosawa.
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