Él
Katherine
Anne Porter
La vida de los Whipples
era dura. Resultaba difícil alimentar tantas bocas hambrientas; difícil vestir
a los niños con ropas abrigadas durante el invierno, aunque este durara poco.
“Dios sabe lo que hubiéramos sido de habernos quedado en el norte”, pensaban
frecuentemente. En verdad, era complicado mantener a los muchachos decentes y
limpios.
—Parece que la suerte
nunca nos favorece —decía el señor Whipple, pero la señora Whipple recordaba la
estoica idea de aceptar como bueno lo que se les presentara, al menos cuando
los vecinos escuchaban.
—No permitamos que
nadie nos oiga quejarnos —pedía a su marido, detestando pensar que alguien le
tuviera lástima—. No, ni aunque tuviéramos que vivir en un vagón recogiendo
algodón por todo el país, nadie debe tener la oportunidad de mirarnos por
encima del hombro.
La señora Whipple amaba
a su segundo hijo, el retardado, mucho más que a los otros dos hijos juntos. Lo
comentaba siempre, y al hablar con sus vecinos comparaba el amor por su hijo
con el que sentía por su marido y por su madre.
—No necesitas decírselo
a todo el mundo —repetía el señor Whipple—. Parece que solo tú lo quieres.
—Es algo natural en una
madre —recordaba la señora Whipple—. Sabes que este tipo de cariño es más
propio de la madre. La gente no espera tanto de los padres.
Ello no evitaba que
entre sí los vecinos no hablaran claramente. Sería una bendición del Señor si
él muriera —comentaban—. Es culpa de los padres —agregaban—. Puede apostarse
que por ahí hay algún pecado y alguna tara.
Por supuesto, todo a espaldas de los Whipples. De
frente les decían:
—No está tan mal. Se mejorará ¡Miren qué bien se
desarrolla!
La señora Whipple
odiaba tocar el asunto; intentaba pensar en otra cosa, pero cada vez que
alguien ponía un pie en la casa lo sacaba a relucir y hablaba de Él antes que
de nada. Parecía aliviarse.
—Ni por todo el oro del
mundo permitiría que nada le pasara; pero no logro mantenerlo quieto. Él es tan
fuerte y activo. Siempre está en todo y fue así desde que empezó a caminar.
Algunas veces me parece graciosa la manera cómo actúa. Me divierte verlo hacer
sus travesuras. Emily se accidenta más; a cada rato le vendo sus raspones, y
Adna se rompe un hueso cada vez que se cae. Pero Él hace de todo sin sufrir ni
un rasguño. En una ocasión en que estuvo aquí, el sacerdote dijo algo tan
agradable que lo recordaré hasta el día de mi muerte. Dijo: “Los inocentes
caminan con Dios, por eso Él no se lastima.”
Cuando la señora
Whipple repetía esas palabras, sentía que algo tibio le inundaba el pecho, las
lágrimas llenaban sus ojos, y solo entonces lograba pasar a otro tema de
conversación.
Creció y jamás se
lastimó. Un tablón del gallinero cayó golpeándole la cabeza y Él pareció no
advertirlo. Había aprendido algunas palabras y después del golpe las olvidó.
Nunca lloriqueaba pidiendo comida como lo hacen otros chicos, sino que esperaba
hasta que se la dieran; comía acuclillado en un rincón del cuarto saboreando y
mascullando. Como si fuera un abrigo tenía lonjas de grasa en la espalda, y
podía acarrear dos veces más leña y agua que Adna. Emily estaba la mayor parte
del tiempo resfriada: “lo hereda de mí”, comentaba la señora Whipple. Por eso
cuando hacía mal tiempo le pasaba un cobertor extra que le quitaba al catre de
Él, quien jamás parecía sentir frío.
Sin embargo, la señora
Whipple se atormentaba la vida temiendo que a Él algo le pasara. Se trepaba a
los duraznos mejor que Adna e imitaba a un mono de rama en rama; sí, realmente,
parecía un mono.
—Señora Whipple, usted
no debería permitírselo. Puede perder el equilibrio. No comprende bien lo que
hace.
La señora Whipple casi corrió a su vecino.
—¡Él sabe lo que está haciendo! Es tan capaz como
cualquier otro niño. ¡Bájate de allí, tú!
Cuando al fin llegó al
suelo, ella casi no controlaba las manos, quería pegarle por portarse así
delante de la gente.
Él sonreía con una
sonrisa amplia mientras que la preocupaba constantemente.
—La culpa la tienen los
vecinos —exclamó la señora Whipple dirigiéndose a su marido—. ¡Cómo me gustaría
que se ocuparan de sus asuntos en vez de los nuestros! No le permito casi que
se mueva, por miedo a que se metan en lo que no les importa. Mira las abejas.
Adna no las toca porque lo pican y ahora temo pedirle a Él que lo haga. Aunque
no le importa si lo pican.
—Debido a que no tiene
suficiente sentido común para asustarse por nada —dijo el señor Whipple.
—Deberías avergonzarte
de ti mismo —respondió la señora Whipple—. Hablar así de tu propio hijo. ¿Me
gustaría saber quién cuidaría de Él si nosotros no lo hiciéramos? Observa
cuanto sucede. Escucha todo y obedece lo que le ordeno. No permitas que nadie
te oiga decir tales palabras. Pensarán que prefieres a los otros chicos.
—Pues no es cierto ¿pero
qué ganamos con volver al mismo tema? Siempre ves el peor lado de las cosas.
Déjalo tranquilo, saldrá adelante de cualquier forma. Tiene que comer y ropa
que ponerse ¿no? —de pronto el señor Whipple se sintió cansado y añadió—: De
todas maneras ya no podemos hacer nada.
También la señora Whipple se sintió cansada y
completó con voz de tedio:
—Lo que está hecho no
puede ser deshecho, lo sé mejor que nadie. Sin embargo Él es mi hijo y no
permitiré que nadie diga una sola palabra en contra suya. Me enferma que la
gente venga a chismear a cada rato.
Hacia los primeros días
de otoño la señora Whipple recibió una carta de su hermano diciéndole que el
domingo siguiente la visitaría con su mujer y sus dos hijos. “Coloca la olla
grande en lugar de la pequeña”, acotaba al terminar. La señora Whipple leyó dos
veces esta parte en voz alta, porque la complacía. Su hermano poseía el don
especial de decir cosas chistosas.
—Le mostraremos que no se trata de una broma
—comentó—; mataremos uno de nuestros lechoncitos.
—Es un derroche, y no
puedo brindarme ese lujo tal como están nuestras finanzas —estipuló el señor
Whipple—. Ese lechón valdrá bastante dinero para Navidad.
—Me parece penoso no
ofrecer una comida decente a mi propia familia cuando viene a visitarnos —dijo
la señora Whipple—. Me daría mucha rabia que mi cuñada regresara a su casa
diciendo que aquí no hay nada de comer. ¡Dios mío!, es mejor aprovechar lo que
se tiene en vez de dirigirse a la ciudad para comprar un buen pedazo de carne.
¡Allí sí que se gasta el dinero!
—Muy bien, hazlo
entonces —respondió el señor Whipple—. ¡Por Cristo todopoderoso! ¡Con razón no
logramos salir adelante!
Las complicaciones se
presentaron ante la perspectiva de separar al cerdito de su recia mamá dueña de
un carácter peor que el de una vaca Jersey. Adna no quiso intentarlo.
—Bueno, don miedoso— exclamó la señora Whipple—. Él
no tiene miedo. Fíjate cómo lo hace.
Se rió como si fuera
una broma, al tiempo que le daba un empujoncito hacia la pocilga. Él caminó
furtivamente, agarró de golpe al lechoncito que mamaba, y volvió al galope con
la puerca enfurecida casi pisándole los talones. El animalito negro se
retorcía, chillaba como un bebé en crisis nerviosa, ponía rígido el lomo y
abría la boca de oreja a oreja. La señora Whipple lo tomó con ademán enérgico y
le abrió la garganta de un solo tajo. Cuando Él vio la sangre lanzó un relincho
y escapó.
—Pero se olvidará y
comerá a mandíbula batiente —pensó la señora Whipple, quien al ensimismarse
movía los labios murmurando.
—Se lo comería todo si
yo no lo impidiera. Si lo dejáramos, se comería cada bocado de los otros dos.
Sintió tristeza
pensándolo. Él tenía diez años y era tan grande como Adna que cumpliría
catorce. Es una vergüenza, una vergüenza —repetía para sus adentros—. ¡Y Adna
es tanto más inteligente!
Continuó sintiéndose
mal por muchas otras causas. En primer lugar correspondía al hombre matar a los
animales, la vista del lechón despellejado, rosa y desnudo, la hizo
descomponerse. Resultaba muy gordo, suave, con un aspecto que movía a
compasión. Simplemente era vergonzosa la forma como suceden las cosas. Cuando
terminó su obra, casi deseó que su hermano permaneciera en casa.
El domingo temprano por
la mañana la señora Whipple dejó a un lado todo para lavarlo bien. Una hora
después Él estaba sucio nuevamente; se había arrastrado debajo de las cercas
correteando a una lagartija y se encaramó sobre las vigas del granero en busca
de huevos en el pajar.
—¡Dios mío! ¡Mira cómo
te has puesto a pesar de que te arreglé tan bien! En cambio, Adna y Emily están
muy quietos. Me canso todo el día tratando de mantenerte decente. Quítate esa
camisa y ponte otra. La gente dirá que no te he vestido —y lo haló fuertemente
de las orejas. Él parpadeó y se restregó la cabeza, y la cara que puso hirió
los sentimientos de la señora Whipple. Las rodillas comenzaron a temblarle y
tuvo que sentarse mientras se abotonaba la blusa—. Estoy agotada antes de
empezar.
El hermano llegó con su
saludable y regordeta mujer y dos muchachotes gritones y hambrientos. Tuvieron
una gran cena con el cerdo asado, bien tostadito, repleto de aderezos y
encurtidos en la boca, y gran cantidad de salsa para las papas. Todo en el
centro de la mesa.
—Esto demuestra
prosperidad —comentó el hermano—. Cuando termine, tendrán que rodarme hasta mi
casa como si fuera un tonel.
Todos rieron en voz
alta; resultaba agradable oírles reír a coro alrededor de la mesa. La señora
Whipple se sintió confortada y exclamó:
—Tenemos seis más como
este; pienso que es lo menos que podemos hacer, pues ustedes vienen tan poco a
visitarnos.
Él no quiso entrar al comedor y la señora Whipple lo
excusó hábilmente.
—Es más tímido que los
otros dos —dijo—. Necesita acostumbrarse a ustedes. No se confía con facilidad;
ya saben cómo son los niños, incluso entre primos.
Nadie dijo nada fuera de tono.
—Igual que mi Alfy
—agregó la cuñada—. Algunas veces tengo que pegarle para que dé la mano a su
abuelita.
Quedó terminado el
asunto y la señora Whipple preparó un plato bien repleto para Él, antes que
para los otros.
—Siempre digo que no
debe ser desatendido, aunque alguien se quede sin comer —comentó y llevó el
plato ella misma.
—Él es tan fuerte que
podría colgarse del marco de la puerta y levantarse por encima gracias a sus
músculos —dijo Emily como excusando la abundancia de comida.
—Está bien, está bien —comentó el hermano.
Partieron después de
comer. La señora Whipple juntó los platos y dijo a los chicos que se acostaran.
Sentada, se desató los zapatos.
—¿Ves? —comentó con el
señor Whipple—. Así es mi familia, encantadora y considerada en cualquier
momento. Sin observaciones fuera de lugar… Son refinados. Abomino los
comentarios de la gente. ¿Verdad que estaba exquisito el cerdo?
El señor Whipple contestó.
—Sí, hemos perdido como
ciento cincuenta kilos de carne, eso es todo. Cuando uno viene a comer, por lo
regular se porta amable. ¿Quién sabe lo que piensan realmente?
—Sí, igual que tú
—completó la señora Whipple—. No espero nada de ti. Me dirás luego que mi
propio hermano andará comentando que lo hicimos comer en la cocina ¡Dios mío!
Se cogió la cabeza con las manos porque sintió que
un dolor comenzaba a molestarle a la altura de la frente.
—Ahora todo se arruinó
¡y había sido tan agradable y tan fácil! Muy bien, a ti no te simpatizan y
nunca te simpatizaron, muy bien, no vendrán de nuevo ¡no te preocupes! Pero no
podrán decir que Él no estaba tan bien arreglado como Adna. De veras, ¡algunas
veces quisiera morirme!
—Y yo quisiera que dejaras las cosas tranquilas. Ya
es bastante malo como están.
Fue un invierno duro. A
la señora Whipple le pareció que solo tuvieron problemas y ahora debían
capotear un invierno como aquel. La cosecha fue la mitad de lo esperado; el
algodón no alcanzó sino para pagar la cuenta del almacén. Cambiaron uno de los
caballos del arado y resultaron estafados; el nuevo murió de vómitos. La señora
Whipple pensaba todo el tiempo en lo terrible que era tener a un hombre del que
solo dependía para ser engañada. Ahorraron muchísimo, pero la señora Whipple
creía que algunas cosas debían comprarse aunque costaran dinero. Se requirió
ropa de lana para Adna y Emily, quienes caminaban diez kilómetros para llegar a
la escuela durante los tres meses de invierno.
—La mayor parte del
tiempo, Él se sienta junto al fuego; no necesitará mucha ropa— opinó el señor
Whipple.
—Por supuesto —repuso
la señora Whipple— y cuando salga a trabajar se pondrá tu abrigo impermeable.
No podemos hacer más por Él, ni modo.
Cayó enfermo en febrero
y permaneció enroscado bajo su cobija con el rostro muy azul y respirando como
si se ahogara. El señor y la señora Whipple hicieron cuanto pudieron por Él
durante dos días, y cuando se asustaron demasiado llamaron al doctor. El médico
dijo que debían mantenerlo caliente y darle muchos huevos y leche.
—Me temo que no es tan
fuerte como parece —dijo—. Necesitan vigilarlo para ver cómo sigue. Y además añadirle
cobijas en la cama.
—Acabo de quitarle su
colcha gruesa para lavarla —profirió la señora Whipple avergonzada—. No soporta
la suciedad.
—Entonces, póngasela de
nuevo en cuanto esté seca —agregó el doctor—, de otra manera le dará neumonía.
Los señores Whipple
sacaron una frazada de su propia cama y le arrimaron el catre cerca del fuego.
—Nadie dirá que no
hacemos por Él cuanto está en nuestras manos —dijo la señora Whipple—. Hasta
dormimos con frío.
Al terminar el
invierno, pareció reponerse pero caminaba como si los pies le dolieran. Durante
la estación veraniega, había sido capaz de correr junto a un bracero de
algodón.
—Hice un trato con Jim
Ferguson para alimentar a la vaca, la próxima vez —remarcó el señor Whipple—.
Haré pastorear al toro este verano y le daré a Jim algún forraje en el otoño.
Es mejor así que estar pagando con nuestro propio dinero, sobre todo cuando no
lo tenemos.
—Espero que no hayas dicho tal cosa delante de Jim
Ferguson —respondió la señora—. No debes enterarlo de que andamos mal.
—¡Dios todopoderoso!,
eso no es decir que andamos mal. Un hombre debe cuidar su futuro. Él puede
conducir el toro hoy; necesito que Adna se quede.
Al principio la señora
Whipple estuvo conforme de enviarlo por el toro. Adna era demasiado inquieto y
no podía confiársele. Hay que ser tranquilo para permanecer cerca de los
animales. Después de que Él se fue, comenzó a intranquilizarse y al rato no
soportaba la situación. Se paró en el sendero para esperarlo. Había que
recorrer casi ocho kilómetros y hacía mucho calor, pero Él no tardaría tanto.
La señora se colocó la mano sobre los ojos y miró fijamente hasta que unas
manchas de color flotaron en sus pupilas. Sucedía lo mismo en todas las cosas
de su vida; se preocupaba continuamente y desconocía un momento de paz. Al
cabo, lo vi dando vueltas por el sendero, renqueando. Venía muy despacio,
guiaba la tremenda montaña animal por el anillo del hocico, movía una varita en
la mano, sin mirar hacia atrás o hacia los lados, pero se acercaba como un
sonámbulo, con los ojos semicerrados.
La señora Whipple
sentía un miedo enfermizo a los toros; había escuchado historias terribles que
se contaban de que caminaban muy tranquilos y de pronto pateaban bramando, y
pisaban y corneaban el cuerpo de quien los guiaba, hasta convertirlo en
pedazos. Instantáneamente el monstruo negro podía atacarlo ¡mi Dios! Él nunca
tendrá suficiente sentido común para correr.
No debía hacer ruidos
ni moverse; no debía asustar al toro. Este levantó la cabeza y corneó en el
aire a una mosca. La voz de ella estalló y le gritó que corriera, por lo más
sagrado. Él pareció no escuchar los gritos, y continuó meneando su vara y
renqueando. El toro se movía pesadamente detrás de Él, dulce como un ternerito.
La señora Whipple silenciosa, corrió hacia la casa rezando en su interior:
“Dios no permitas que nada le pase. Dios, la gente diría que no sabemos
cuidarlo. ¡Tráelo a casa sano y salvo y lo cuidaré mejor! Amén.”
Miró al través de la
ventana mientras Él guiaba la bestia y la ataba al granero. Era inútil
desentenderse. La señora Whipple no soportaba más. Se sentó y comenzó a llorar
con el delantal sobre su cabeza.
Año con año los Whipple
eran más y más pobres. Pese a lo mucho que trabajaban, la casa estaba a punto
de caerse.
—Perdemos nuestro
sostén —dijo la señora—. ¿Por qué no aprovechamos las oportunidades como otras
gentes? Pronto nos considerarán como unas “pobres gentuzas”.
—Me iré al cumplir
dieciséis años —externó Adna—. Trabajaré en el almacén de Powell. Allí hay dinero.
Ya tuve bastante del campo.
—Yo seré maestra —dijo
Emily—, pero necesito terminar el octavo grado. Entonces podré vivir en la
ciudad. Aquí no veo oportunidad de progresar.
—Emily salió a la
familia —apuntó la señora Whipple—. Tan ambiciosa como ellos, que nunca se
conforman con un segundo puesto en ningún lado.
A la llegada del otoño,
Emily aprovechó la ocasión de emplearse como camarera en el restaurante de los
ferrocarriles en el pueblo cercano; hubiera sido una lástima no aceptar un
salario bueno y comida segura. La señora Whipple se lo permitió, sin
preocuparse por la escuela hasta el próximo año.
—Tendrás tiempo de
sobra —aseguró—. Eres joven y rápida como un látigo.
Cuando Adna también se
fue, el señor Whipple quiso realizar el trabajo de la granja ayudado por Él.
Hacía su trabajo y parte del trabajo de Adna sin notarlo siquiera. Todo marchó
bien hasta Navidad. Saliendo del granero se resbaló en el hielo una mañana. En
lugar de levantarse, se revolcaba y el señor Whipple lo encontró con una especie
de ataque.
Desde entonces se quedó
en cama. Las piernas se le hincharon al doble de su tamaño normal y los ataques
se repitieron. A los cuatro meses el doctor opinó:
—Es inútil. Creo que
deben llevarlo al hospital del Estado para un tratamiento inmediato. Haré los
trámites indispensables. Allí lo atenderán bien y Él estará lejos.
—Nunca lo privamos de
cuidados, no lo dejaré ir —repuso la señora Whipple—. Dirán que dejé entre
extraños a mi hijo enfermo.
—Sé lo que siente
—comentó el doctor—. No tiene que explicármelo, señora Whipple. Tengo un hijo.
Pero será mejor que me escuchen. Yo no puedo ayudarlo.
Cuando se acostaron el
señor y la señora Whipple hablaron sobre el particular largo tiempo.
—No es otra cosa que
una institución de caridad —apuntó ella—. ¡A lo que hemos llegado, a la
caridad! No pensé que nos sucedería.
—Pagamos nuestros
impuestos igual que todo el mundo —dijo el señor Whipple—, y no lo considero
caridad… Creo que lo más conveniente
es mandarlo a un lugar donde le den lo mejor de todo… y
además no me encuentro en situación de pagar honorarios médicos.
—Tal vez por eso el
doctor quiere mandarlo; teme que no le paguemos —agregó la señora Whipple.
—No pienses así
—respondió el señor Whipple sintiéndose bastante cansado—, porque no seremos
capaces de enviarlo.
—Pero no lo dejaremos
allá mucho tiempo —completó la señora Whipple—. Tan pronto mejore, lo traeremos
de inmediato.
—El doctor explicó y
volvió a explicar que él no mejorará y lo mejor es que te calles —dijo el señor
Whipple.
—Los doctores no son
sabios —objetó la señora Whipple casi con felicidad—. En el verano, Emily
vendrá a casa para pasar las vacaciones y Adna nos visitará los domingos.
Trabajaremos juntos y nos enderezaremos otra vez y los chicos sabrán que
cuentan con un lugar donde vivir.
Se imaginó de pronto en
el verano con el jardín lleno de flores, persianas nuevas en toda la casa y
Adna y Emily de vuelta y todos contentos al encontrarse. ¡Sería posible! ¡Tal
vez en el futuro las cosas se presentarían más dichosas!
No hablaron mucho delante
de Él, pero nunca supieron realmente cuánto había entendido. Al fin el doctor
fijó la fecha y un vecino, dueño de un carricoche de doble asiento, se ofreció
a conducirlos. El hospital hubiera enviado una ambulancia, pero la señora
Whipple no soportaba verlo irse como un enfermo grave. Lo envolvieron en
cobijas y el vecino y el señor Whipple lo cargaron hasta el asiento trasero,
junto a la señora Whipple que se había vestido con su blusa negra fina. No le
gustaba aparentar pobreza.
—Estarás bien… creo que
permaneceré en casa —dijo el señor Whipple—. No creo conveniente irnos
todos y dejar esto vacío.
—Además, no se quedará
para siempre —explicó la señora Whipple a su vecino—. Solo una temporada.
Salieron. La señora
Whipple sostenía los bordes de la cobija evitando que se resbalara hacia un
costado. Él permanecía derecho, parpadeando y parpadeando. Sacó los dedos fuera
y comenzó a restregarse la nariz con los nudillos y luego con la manta. La
señora Whipple no lograba creer lo que veía: Él estaba secándose unos
lagrimones que rodaban por sus mejillas. Gimoteaba y hacía ruidos
entrecortados. La señora Whipple le preguntaba:
—¿No te sientes mal,
verdad, querido? —porque Él parecía acusarla de algo. Quizá recordaba aquella
vez que le haló las orejas, quizá se había asustado con el toro, quizá sentía
frío por las noches y no podía decírselo, quizá sabía que lo mandaban lejos de
casa para siempre y todo porque eran demasiado pobres para mantenerlo. Fuera lo
que fuera, la señora Whipple no lo resistió. Comenzó a llorar desesperada y lo
apretó en sus brazos y apoyó la cabeza contra el hombro de Él. Lo había querido
cuanto puede quererse. Había que pensar también en Adna y Emily; no podía hacer
nada más. ¡Cuán doloroso que Él hubiera nacido!
Llegaron al hospital; el
vecino condujo muy rápido, sin atreverse a mirar atrás.
Katherine Anne Porter
(15 de mayo de 1890 – 18 de septiembre de 1980) fue una periodista, escritora
de novelas y cuentos, ensayista y activista estadounidense ganadora del Premio
Pulitzer.
Nació en Indian Creek,
en Texas, como Catherina Anne Russell Porter. Está considerada como la más
importante escritora de Texas. Sus obras pertenecen a la tradición literaria
del sur estadounidense. Su novela del año 1962 La nave de los locos fue la novela más vendida en los Estados
Unidos ese año, pero sus cuentos recibieron mayor aplauso de la crítica. Es
conocida por su penetrante perspicacia; su obra trata sobre temas oscuros como
la traición, la muerte y el origen de la maldad humana. Recibió el Premio Pulitzer y el National Book Award en 1966 por The Collected Stories. Fue nominada tres
veces para el Premio Nobel de Literatura.
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