El pulgar del ingeniero
Arthur
Conan Doyle
Entre todos los
problemas presentados a mi amigo el señor Sherlock Holmes para que les diera
solución, durante los años de nuestra relación, hubo sólo dos en los que yo fui
el medio de introducción: el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura
del coronel Warburton. De ellos, el último pudo haber proporcionado mejor campo
para un observador agudo y dotado de originalidad, pero el otro fue tan extraño
en su comienzo y tan dramático en sus detalles, que bien puede ser el más
merecedor de quedar registrado por escrito, aunque diera a mi amigo menos
oportunidades para practicar aquellos métodos deductivos de razonamiento con
los que conseguía tan notables resultados. Según creo, la historia ha sido
explicada más de una vez en los periódicos, pero, como ocurre con todas estas
narraciones, su efecto es mucho menos chocante cuando se presenta en bloque, en
una sola media columna de letra impresa, que cuando los hechos se desenvuelven
lentamente ante nuestros ojos y el misterio se aclara de manera gradual, a
medida que cada nuevo descubrimiento representa un caso más que conduce a la
completa verdad. En su momento, las circunstancias me causaron una profunda
impresión, y el paso de dos años apenas ha podido debilitar sus efectos.
En el verano de 1889,
poco después de mi matrimonio, ocurrieron los acontecimientos que ahora me
dispongo a resumir. Yo había vuelto a practicar la medicina civil y había
abandonado finalmente a Holmes en sus habitaciones de Baker Street, aunque le
visitaba continuamente y a veces incluso le persuadía para que abandonara sus
hábitos bohemios hasta el punto de venir él a visitarnos. Mi clientela había
aumentado con toda regularidad y, puesto que yo vivía a poca distancia de la
estación de Paddington, conseguí unos cuantos pacientes entre sus empleados.
Uno de éstos, al que le había curado una enfermedad tan dolorosa como
persistente, no se cansaba de pregonar mis talentos, ni de procurar enviarme
todo enfermo sobre el cual él tuviera alguna influencia.
Una mañana, poco antes
de las siete, me despertó la sirvienta al golpear mi puerta, para anunciarme
que habían llegado de Paddington dos hombres y que esperaban en la sala de
consulta. Me vestí apresuradamente, pues sabía por experiencia que los casos
que afectaban a usuarios del ferrocarril rara vez eran triviales, y me apresuré
a bajar. Aún me encontraba en la escalera cuando mi fiel aliado, el guarda,
salió de la sala de consulta y cerró con cuidado la puerta tras él.
-Lo tengo aquí
-susurró, señalando con su pulgar por encima del hombro-. Está bien.
-¿De qué se trata?
-pregunté, pues su actitud sugería que hablaba de alguna extraña criatura a la
que hubiera encerrado en la sala.
-Es un nuevo paciente
-murmuró-. He pensado que lo mejor era traerlo yo mismo, ya que de este modo no
podría escabullirse. Y aquí está, totalmente sano y salvo. Ahora debo
marcharme, doctor, pues yo tengo mis obligaciones, lo mismo que usted.
Y diciendo esto, aquel
fiable individuo se retiró, sin darme tiempo siquiera para expresarle mi
agradecimiento.
Entré en mi gabinete de
consulta y encontré un caballero sentado ante la mesa. Iba vestido
discretamente con un traje de mezclilla de lana y había dejado sobre mis libros
una gorra de tela. Un pañuelo, todo él manchado de sangre, envolvía su mano.
Era un hombre joven, de no más de veinticinco años, hubiera asegurado yo, con
un rostro enérgico y varonil, pero estaba muy pálido.
Me dio la impresión de
ser víctima de una intensa agitación que sólo dominaba recurriendo a toda su
energía.
-Siento haberle hecho
levantar tan temprano, doctor -dijo-, pero durante la noche he sufrido un
accidente muy grave. He llegado esta mañana en tren y, al preguntar en
Paddington dónde podía encontrar un médico, un buen hombre me ha acompañado
hasta aquí. He dado una tarjeta a la criada, pero veo que la ha dejado sobre la
mesita.
La tomé para
examinarla. «Víctor Hatherley. Ingeniero de obras hidráulicas. Victoria Street,
16 A, 3er. Piso.»
Tales eran el nombre, la profesión y el domicilio de
mi visitante matinal.
-Lamento haberle hecho
esperar -le dije, sentándome en el sillón de mi biblioteca-. Acaba usted de
realizar un viaje nocturno, por lo que tengo entendido, y esto no deja de ser
obviamente una ocupación monótona.
-¡Pero es que a mi
noche nadie puede calificarla de monótona! -respondió él, y se echó a reír.
Se rió con ganas, con
una nota aguda y penetrante, repantigándose en su silla y estremeciéndose de la
cabeza a los pies. Todo mi instinto médico se alzó contra esta risa.
-¡Basta! -grité-. ¡Domínese!
Le serví un poco de
agua de una garrafa, pero de nada sirvió. Era presa de uno de aquellos
arrebatos histéricos que se apoderan de una naturaleza vigorosa cuando acaba de
pasar por una fuerte crisis. Finalmente, volvió a recuperar el control sobre sí
mismo, pero se mostró muy fatigado y al mismo tiempo se sonrojó intensamente.
-Me he puesto en ridículo -jadeó.
-En absoluto. ¡Bébase esto!
Añadí un poco de brandy
al agua y empezó a reaparecer el color en sus mejillas exangües.
-¡Ya me encuentro
mejor! -dijo-. Y ahora, doctor, quizá tenga usted la bondad de echar un vistazo
a mi pulgar, o, mejor dicho, al lugar donde estaba antes.
Retiró el pañuelo y
extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos notaron un escalofrío cuando
la miré. Había cuatro dedos extendidos y una horrible superficie roja y
esponjosa allí donde había estado el pulgar. Éste había sido seccionado o
arrancado directamente desde sus raíces.
-¡Cielo santo!
-exclamé-. Esto es una herida terrible. Ha de haber sangrado muchísimo.
-Ya lo creo. Me desmayé
al hacérmela, y creo que permanecí largo tiempo sin sentido. Cuando volví en
mí, descubrí que todavía sangraba, por lo que até un extremo de mi pañuelo
estrechamente en torno a la muñeca y lo aseguré con un palito.
-¡Excelente! Usted
hubiera podido ser cirujano.
-Es cuestión de hidráulica, como usted sabe, y
entraba en mi especialidad.
-Esto lo ha hecho -dije, examinando la herida- un
instrumento muy pesado y afilado.
-Algo así como un cuchillo de carnicero -repuso.
-¿Un accidente, supongo?
-En modo alguno.
-¿Cómo, una agresión criminal?
-Y tan criminal.
-Me horroriza usted.
Apliqué una esponja a
la herida, la limpié, la curé y, finalmente, la cubrí con una almohadilla de
algodón y vendajes tratados con ácido carbólico. Él lo aguantó sin parpadear,
aunque de vez en cuando se mordiera el labio.
-¿Qué tal? -le pregunté cuando hube terminado.
-¡Magnífico! Entre su
brandy y su vendaje, me siento como nuevo. Estaba muy débil, pero tengo que
hacer muchas cosas.
-Tal vez sea mejor que
no hable del asunto. Es evidente que pone a prueba sus nervios.
-Oh, no, nada de esto
ahora. Tendré que contar lo sucedido a la policía, pero le diré, entre
nosotros, que si no fuera por la convincente evidencia de esta herida, me
sorprendería que dieran crédito a mi declaración, pues es realmente
extraordinaria y, como pruebas, no dispongo de gran cosa con que respaldarla. Y
aunque lleguen a creerme, las pistas que yo pueda darles son tan vagas que dudo
de que llegue a hacerse justicia.
-¡Ajá! -exclamé-. Si se
trata de algo así como un problema que usted desea ver resuelto, debo
recomendarle encarecidamente que vea a mi amigo el señor Sherlock Holmes antes
de ir a la policía oficial.
-He oído hablar de ese
señor -contestó mi visitante-. Mucho me alegraría que se hiciera cargo del
asunto, aunque, desde luego, debo hacer uso también de la policía oficial. ¿Me
dará una carta de presentación para él?
-Haré algo mejor. Yo mismo le acompañaré a
visitarlo.
-Le quedaré inmensamente reconocido por ello.
-Llamaremos un coche de
alquiler e iremos juntos. Llegaremos justo a tiempo para compartir con él un
ligero desayuno. ¿Se siente usted con ánimos?
-Sí, y no me
consideraré tranquilo hasta haber contado mi historia.
-Entonces mi criada llamará un coche y yo estaré con
usted al instante.
Subí apresuradamente al
primer piso, expliqué el asunto a mi esposa, en pocas palabras, y cinco minutos
después me instalé en el interior de un coche de alquiler que me condujo, junto
con mi nuevo conocido, a Baker Street.
Como yo me había figurado,
Sherlock Holmes se encontraba en su sala de estar, en bata, entregado a la
lectura de la columna de anuncios de personas desaparecidas en The Times, y
fumando su pipa anterior al desayuno, que se componía de todos los residuos que
habían quedado de las pipas fumadas el día anterior, cuidadosamente secados y
reunidos en una esquina de la repisa de la chimenea. Nos recibió con su actitud
discreta pero cordial, pidió más huevos y lonchas de tocino ahumado, y se unió
a nosotros en un copioso refrigerio. Una vez concluido el mismo, instaló a
nuestro nuevo cliente en un sofá, le puso un cojín debajo de la cabeza y colocó
un vaso con agua y brandy a su alcance.
-Es fácil ver que su
experiencia no ha tenido nada de vulgar, señor Hatherley -le dijo-. Por favor, siga
echado aquí y considérese absolutamente en su casa. Díganos lo que pueda, pero
deténgase cuando esté fatigado y reponga sus fuerzas con un poco de
estimulante.
-Gracias -dijo mi
paciente-, pero me siento otro hombre desde que el doctor me hizo la cura, y
creo que su desayuno ha completado el restablecimiento. Le robaré tan poco como
sea posible de su valioso tiempo, por lo que pasaré a explicarle en seguida mi
peculiar experiencia.
Holmes se acomodó en su
butacón, con los párpados caídos y la expresión de cansancio que velaban su
carácter vivo y fogoso, mientras yo me sentaba ante él, y escuchamos en
silencio la extraña historia que nuestro visitante procedió a referirnos.
-Deben saber -dijo- que
soy huérfano y soltero, y que vivo solo en una pensión de Londres. Tengo la
profesión de ingeniero especializado en hidráulica, y conseguí una experiencia
considerable en mi trabajo con mis siete años de aprendizaje en Venner and
Matheson, la reputada empresa de Greenwich. Hace dos años, cumplido mi periodo
de prácticas y tras haber conseguido una sustanciosa suma de dinero debido a la
muerte de mi pobre padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un
despacho profesional en Victoria Street.
»Supongo que todo el
que da sus primeros pasos, como independiente en el mundo de los negocios, pasa
por una dura experiencia. Para mí lo ha sido y con carácter excepcional.
Durante tres años, me han hecho tres consultas y se me ha confiado un trabajo
de poca monta, y esto es absolutamente todo lo que me ha aportado mi profesión.
Mis ingresos brutos ascienden a veintisiete libras con diez chelines. Cada día,
de las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, esperaba en mi pequeña
oficina, hasta que finalmente empecé a perder el ánimo y llegué a creer que
jamás conseguiría hacerme una clientela.
»Ayer, sin embargo,
precisamente cuando pensaba abandonar el despacho, entró mi dependiente para
anunciarme que esperaba un caballero que deseaba verme por cuestiones de
negocio. Me entregó también una tarjeta con el nombre «Coronel Lysander
Stark» grabado en ella. Pisándole los talones entró el propio coronel, un
hombre de talla más que mediana pero de una excesiva delgadez. No creo haber
visto nunca un hombre tan flaco. Toda su cara se afilaba para formar nariz y
barbilla, y la piel de sus mejillas se tensaba con fuerza sobre sus huesos
prominentes. No obstante, este enflaquecimiento parecía cosa natural en él, sin
que se debiera a enfermedad alguna, pues tenía los ojos brillantes, su paso era
firme y su oído muy fino. Vestía con sencillez pero pulcramente, y su edad,
diría yo, se acercaba más a los cuarenta que a los treinta.
»-¿El señor Hatherley?
-dijo con un vestigio de acento alemán-. Usted me ha sido recomendado, señor
Hatherley, como un hombre que no sólo es eficiente en su profesión, sino además
discreto y capaz de guardar un secreto.
»Me sentí tan halagado
como podría sentirse cualquier joven ante semejante introducción.
»-¿Puedo preguntarle quién le ha dado tan buenas
referencias? -inquirí.
»-Tal vez sea mejor que
de momento no le diga esto. Sé, a través de la misma fuente, que es usted a la
vez huérfano y soltero, y que vive solo en Londres.
»-Es exacto -respondí-,
pero me excusará si le digo que no acierto a distinguir qué tiene que ver todo
esto con mis calificaciones profesionales. Me ha parecido entender que usted
deseaba hablar conmigo acerca de una cuestión profesional.
»-Indudablemente, pero
comprobará que todo lo que yo digo tiene algo que ver con el asunto. Reservo
para usted un encargo profesional, pero es esencial que usted guarde absoluto
secreto, ¿me entiende? Como es lógico, esto lo podemos esperar más bien de un
hombre que vive solo que de otro que viva en el seno de su familia.
»-Si yo prometo guardar un secreto -dije-, pueden
estar totalmente seguros de que así lo haré.
»Me miró con gran
fijeza mientras yo hablaba, y a mí me pareció que nunca había visto unos ojos
tan suspicaces e inquisitivos.
»-¿Lo promete, pues?
»-Sí, lo prometo.
»-¿Un silencio absoluto, completo, antes, durante y
después? ¿Ninguna referencia al asunto, tanto oral como por escrito?
»-Ya le he dado mi palabra.
»-Muy bien.
»Se levantó de pronto
y, cruzando como un rayo la pequeña oficina, abrió la puerta de par en par.
Afuera, el pasillo estaba vacío. Todo va bien -dijo al regresar-. Sé que los
empleados se muestran a veces curiosos con los asuntos de sus amos. Ahora
podemos hablar con toda seguridad. Colocó su silla muy cerca de la mía y empezó
a contemplarme de nuevo con la misma mirada interrogante y pensativa. Una
sensación de repulsión, junto con algo similar al temor, había empezado a
surgir en mi interior ante la extraña actitud de aquel hombre descarnado. Ni
siquiera mi temor a perder un cliente pudo impedirme que le mostrase mi
impaciencia.
»-Le ruego que explique
lo que desea, caballero -le dije-. Mi tiempo es valioso.
»Que el cielo me
perdone esta frase, señor Holmes, pero así acudieron las palabras a mis labios.
»-¿Qué le parecerían
cincuenta guineas por una noche de trabajo? -preguntó el coronel Stark.
»-Me parecerían muy bien.
»-Digo una noche de
trabajo, pero hablar de una hora sería más exacto. Deseo simplemente su opinión
sobre una máquina estampadora hidráulica que no funciona como es debido. Si nos
indica dónde radica el defecto, pronto lo arreglaremos nosotros mismos. ¿Qué me
dice de un encargo como éste?
»-El trabajo parece llevadero y la paga generosa.
»-Así es. Queremos que venga usted por la noche, en
el último tren.
»- ¿Adónde?
»-A Eyford, en el Berkshire.
Es un pueblecillo cercano a los límites del Oxfordshire y a siete millas de
Reading. Sale un tren desde Paddington que le dejará allí a eso de las once y
cuarto.
»-Muy bien.
»-Vendré a buscarlo en un coche.
»-¿Hay que hacer un trayecto en coche, pues?
»-Sí, nuestro
pueblecillo queda adentrado en la campiña. Está a sus buenas siete millas de la
estación de Eyford.
»-Entonces dudo de que
podamos llegar a él antes de medianoche. Supongo que no habrá ningún tren de
vuelta y me veré obligado a pasar allí la noche.
»-Si, pero podemos improvisarle una cama.
»-Esto resulta muy
inconveniente. ¿No podría acudir a una hora más oportuna?
»-Hemos considerado que
llegue usted tarde. Precisamente, para compensarle por cualquier inconveniente,
le pagamos, pese a ser un joven desconocido, unos honorarios como los que
requeriría una opinión por parte de algunas de las figuras más descollantes de
su profesión. No obstante, si prefiere retirarse del negocio, no es necesario
decirle que hay tiempo de sobra para hacerlo.
»Pensé en las cincuenta guineas y en lo muy útiles
que podían serme.
»-De ningún modo
-contesté-. Con mucho gusto me acomodaré a sus deseos, pero me agradaría
comprender algo más claramente lo que desea usted que haga.
»-Desde luego. Es muy
natural que el compromiso de secreto que hemos obtenido de usted haya suscitado
su curiosidad. No pretendo que se comprometa a nada antes de que lo haya visto
todo ante sus ojos. Supongo que aquí estamos totalmente a salvo de curiosos
capaces de escuchar detrás de las puertas, ¿no es así?
»-Totalmente.
»-Entonces he aquí el
asunto. Usted sabe probablemente que la tierra de batán es un producto valioso
y que en Inglaterra sólo se encuentra en uno o dos lugares.
»-He oído decirlo.
»-Hace algún tiempo
compré una pequeña propiedad, una finca pequeñísima, a diez millas de Reading,
y tuve la suerte de descubrir que en uno de mis campos había un filón de tierra
de batán.
»Al examinarlo, sin
embargo, observé que ese filón era relativamente pequeño y que constituía un
enlace entre dos mucho más grandes a la derecha y a la izquierda, aunque ambos
se encontraban en terrenos de mis vecinos. Esa buena gente ignoraba totalmente
que sus tierras contenían lo que era tan valioso como una mina de oro. Como es
natural, a mí me interesaba comprar sus tierras antes de que descubriesen su
auténtico valor, pero desgraciadamente yo no disponía de capital que me
permitiera hacerlo. No obstante, revelé el secreto a unos pocos amigos y ellos
me sugirieron que explotáramos muy discretamente nuestro pequeño filón, y ello
nos permitiría adquirir los campos vecinos. Y esto es lo que hemos estado
haciendo durante algún tiempo, y con el fin de que nos ayudara en nuestras
operaciones montamos una prensa hidráulica. Como ya le he explicado, esta
prensa se ha estropeado y deseamos que usted nos aconseje al respecto. Pero
nosotros guardamos celosamente nuestro secreto, porque si llegara a saberse que
vienen ingenieros a nuestra propiedad, pronto se desataría la curiosidad y
entonces, si se averiguase la verdad, adiós a toda posibilidad de conseguir
aquellos campos y llevar a la práctica nuestros planes. Por esto yo le he hecho
prometer que no dirá a nadie que va a Eyford esta noche. Espero haberme
explicado con toda claridad.
»-Le entiendo
perfectamente -aseguré-. El único punto que no acierto a comprender es qué
servicio puede prestarles una prensa hidráulica para excavar tierra de batán,
que, según tengo entendido, se extrae de un pozo, como la gravilla.
»-Si -repuso él con
indiferencia-, pero es que nosotros tenemos un proceso propio. Comprimimos la
tierra en forma de ladrillos a fin de sacarlos sin revelar lo que son. Pero
esto es un mero detalle. Acabo de hacerle objeto de toda mi confianza, señor
Hatherley, y le he demostrado hasta qué punto confío en usted. -Se levantó
mientras hablaba-. Le esperaré, pues, en Eyford a las once y cuarto.
»-No dude de que estaré allí.
»-Y ni una sola palabra
a nadie -dijo, dirigiéndome una última y prolongada mirada inquisitiva, y acto
seguido, dando a mi mano un húmedo y frío apretón, salió presuroso de la
oficina.
»Bien, cuando pude
recapacitar con sangre fría me sentí estupefacto, como ustedes pueden pensar,
ante aquel encargo repentino que me había sido confiado. Por un lado, como es
natural, me alegraba, pues los honorarios eran como mínimo diez veces
superiores a los que hubiera pedido de haber fijado yo precio a mis servicios,
y cabía la posibilidad de que este encargo condujera a otros. Por otro lado, el
rostro y la actitud de mi cliente me habían causado una desagradable impresión,
y no me parecía que sus explicaciones sobre la tierra de batán bastaran para
explicar la necesidad de que yo llegara allí a medianoche ni su extrema
ansiedad respecto a la posibilidad de que yo hablara con alguien de mi misión.
Sin embargo, deseché todos mis temores, despaché una buena cena, tomé un coche
de punto hasta Paddington y di comienzo a mi viaje, tras haber obedecido al pie
de la letra mi compromiso de guardar silencio.
»En Reading tuve que
cambiar, no sólo de vagón, sino también de estación, pero llegué a tiempo para
abordar el último tren con destino a Eyford. Poco después de las once me
personé en la pequeña y mal iluminada estación. Fui el único pasajero que se
apeó en ella y en el andén no había más que un soñoliento mozo de equipajes con
una linterna. Pero al traspasar el portillo vi que mi visitante de la mañana me
esperaba entre las sombras al otro lado. Sin pronunciar palabra, aferró mi
brazo y me hizo subir apresuradamente a un carruaje cuya puerta había quedado
abierta. Subió las ventanillas de ambos lados, dio un golpecito en la
estructura de madera y partimos con toda la rapidez que podía conseguir el
caballo.
-¿Un caballo? -intervino Holmes.
-Sí, sólo uno.
-¿Se fijó en el color?
-Sí, lo vi a la luz de los faroles laterales cuando
yo subía al carruaje. Color castaño,
-¿Aspecto fatigado o fresco?
-Fresco y pelo reluciente.
-Gracias. Siento
haberle interrumpido. Le ruego que prosiga su interesantísima narración.
-Emprendimos la marcha,
pues, y corrimos al menos durante una hora. El coronel Lysander Stark había
dicho que el trayecto sólo era de siete millas, pero yo creería, a juzgar por
el promedio que parecíamos llevar y por el tiempo que empleamos, que debían de
ser más bien unas doce. Sentado a mi lado, él guardó silencio en todo momento,
y advertí más de una vez, al mirar en su dirección, que tenía la vista clavada
en mí con gran intensidad. Las carreteras rurales no parecían muy buenas en
aquella parte del mundo, pues los baches imprimían un traqueteo terrible. Traté
de mirar a través de las ventanas para ver algo de los alrededores, pero eran
cristales esmerilados y sólo pude distinguir el resplandor borroso y ocasional
de alguna luz ante la que pasábamos. De vez en cuando, me aventuraba a hacer
alguna observación para quebrar la monotonía del viaje, pero el coronel sólo
contestaba con monosílabos y la conversación no tardaba en extinguirse.
Finalmente, sin embargo, las asperezas de la carretera se convirtieron en la
crujiente regularidad de un camino de grava, y el carruaje se detuvo. El
coronel Lysander Stark se apeó de un salto y, al seguirlo yo, me empujó en
seguida hacia un porche que se abría ante nosotros. De hecho, nos apeamos del
coche para entrar directamente en el vestíbulo, de modo que no me fue posible
dirigir la menor mirada a la fachada de la casa. Apenas hube cruzado el umbral,
la puerta se cerró pesadamente a nuestra espalda y oí el leve traqueteo de las
ruedas al alejarse el carruaje.
»Dentro de la casa
reinaba una oscuridad absoluta y el coronel buscó en vano cerillas, mientras
rezongaba para sus adentros, pero de pronto se abrió una puerta al otro lado
del pasillo y una larga y dorada franja de luz avanzó en nuestra dirección. La
franja se ensanchó y apareció una mujer que sostenía una lámpara encendida por
encima de su cabeza y avanzaba el cuello para mirarnos. Pude ver que era
hermosa y, por el brillo que la luz producía en su vestido oscuro, comprendí
que éste era de un género de gran calidad. Dijo unas palabras en un idioma
extranjero y en el tono de quien hace una pregunta, y cuando mi acompañante
contestó con un brusco monosílabo, ella experimentó tal sobresalto que la
lámpara estuvo a punto de caérsele de la mano. El coronel Stark se acercó a
ella y le quitó la lámpara, murmurándole algo al oído, y después, empujándola
hacia el cuarto del que había salido, avanzó de nuevo hacia mí con la lámpara
en la mano.
»-Le ruego que tenga la
bondad de esperar unos minutos en esta habitación -me dijo, abriendo otra
puerta. Era una habitación pequeña, discreta, amueblada con sencillez, con una
mesa redonda en el centro, en la que había esparcidos varios libros en alemán.
El coronel Stark puso la lámpara sobre un armario que había junto a la puerta-.
No le haré esperar mucho tiempo -me aseguró, y se desvaneció en la oscuridad.
»Examiné los libros y,
a pesar de mi ignorancia del idioma alemán, pude ver que dos de ellos eran
tratados científicos y los otros volúmenes de poesía. Entonces me dirigí hacia
la ventana, esperando poder echar un vistazo al paisaje rural, pero la cubría
un pórtico de madera de roble asegurado con recios barrotes. Era una casa
asombrosamente silenciosa. Un reloj antiguo dejaba oír un ruidoso tictac en
algún lugar del pasillo, pero aparte dc esto reinaba por doquier una quietud
mortal. Una vaga sensación de intranquilidad empezó a apoderarse de mí.
¿Quiénes eran aquellos alemanes, y qué hacían en un lugar tan extraño y
aislado? ¿Y dónde estaba ese lugar? A unas diez millas de Eyford era todo lo
que sabía yo, pero si era al norte, al sur, al este o al oeste, no tenía la
menor idea. En este aspecto, Reading, y acaso otras poblaciones importantes, se
encontraba dentro de este radio, de modo que tal vez el lugar no estuviera tan
aislado, después de todo. No obstante, a juzgar por aquella quietud absoluta no
cabía duda de que estábamos en el campo. Paseé de un lado a otro de la
habitación, entonando una cancioncilla entre dientes para mantener el ánimo y
pensando que me estaba ganando cumplidamente las cincuenta guineas de mis
honorarios.
»De pronto, y sin
ningún sonido preliminar en medio del profundo silencio, la puerta de mi
habitación se abrió lentamente. La mujer se perfiló en la abertura, con la
oscuridad del vestíbulo detrás de ella, mientras la luz amarillenta de mi
lámpara iluminaba su bellísima y angustiada cara. Pude ver en seguida que
estaba aterrorizada, y esta visión provocó también un escalofrío en mi corazón.
Mantenía en alto un dedo tembloroso para pedirme silencio y murmuró unas
cuantas palabras entrecortadas en un inglés vacilante, con unos ojos como los
de un caballo asustado, mirando hacia atrás, hacia las tinieblas a su espalda.
»-Yo me iría -dijo,
procurando, según me pareció, hablar con calma-. Yo me iría. Yo no me quedaría
aquí, quedarse no es bueno para usted.
»-Pero, señora
-repuse-, todavía no he hecho lo que me ha traído aquí. No puedo marcharme sin
haber visto la máquina.
»-No merece la pena que
espere -insistió ella-. Puede salir por la puerta y nadie se lo impedirá.
»Entonces, al ver que
yo sonreía y meneaba la cabeza negativamente, abandonó toda compostura y dio un
paso adelante, con las manos entrelazadas.
»-¡Por el amor de Dios!
-exclamó-. ¡Márchese de aquí antes de que sea demasiado tarde!
»Pero por naturaleza soy
un tanto obstinado y más me empeño en hacer algo cuando se tercia algún
obstáculo. Pensé en mis cincuenta guineas, en mi fatigoso viaje y en la
desagradable noche que parecía esperarme. ¿Iba a ser todo a cambio de nada?
¿Por qué tenía yo que escabullirme sin haber realizado mi misión y sin cobrar
lo que se me debía? Que yo supiera, aquella mujer bien podía ser una
monomaniaca. Con una firme postura, por consiguiente, aunque la actitud de ella
me había impresionado más de lo que yo quisiera admitir, seguí denegando con la
cabeza e insistí en mi intención de quedarme. Estaba ella a punto de reanudar
sus súplicas cuando arriba se cerró ruidosamente una puerta y se oyeron los
pasos de varias personas en la escalera. Ella escuchó unos instantes, alzó las
manos en un gesto de desesperación y desapareció tan súbitamente como
silenciosamente se había presentado.
»Los recién llegados
eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y grueso, con una barba hirsuta
que crecía en los pliegues de su doble papada y que me fue presentado como el
señor Ferguson.
»-Es mi secretario y
administrador -explicó el coronel-. A propósito, yo tenía la impresión de haber
dejado la puerta cerrada hace unos momentos. Temo que le haya molestado la
corriente de aire.
»-Al contrario -repliqué-,
yo mismo la he abierto, porque este cuarto me parecía un poco cerrado.
»Me lanzó una de sus miradas suspicaces.
»-Pues tal vez sea
mejor que pongamos manos a la obra -dijo-. El señor Ferguson y yo le
acompañaremos a ver la máquina.
»-Entonces será mejor que me ponga el sombrero.
»-No vale la pena, pues está aquí en la casa.
»-¿Cómo? ¿Extraen tierra de batán en la misma casa?
»-No, no. La máquina
sólo se emplea cuando comprimimos la tierra. ¡Pero esto poco importa!
Lo único que deseamos es que la examine y nos diga
qué le pasa.
»Subimos los tres, el
coronel delante con la lámpara y detrás el obeso administrador y yo. Era una
casa vieja y laberíntica, con corredores, pasillos, estrechas escaleras de
caracol y puertas pequeñas y bajas, cuyos umbrales mostraban la huella de las
generaciones que los habían cruzado. No había alfombras ni señales de
mobiliario más arriba de la planta baja y, en cambio, el estuco se estaba
desprendiendo de las paredes y la humedad se filtraba formando manchones de un
feo color verdoso. Yo procuraba mostrar una actitud tan despreocupada como me
era posible, pero no había olvidado las advertencias de la dama, aunque las
dejara de lado, y mantenía una mirada vigilante sobre mis dos acompañantes.
Ferguson parecía ser un hombre malhumorado y silencioso, pero, por lo poco que
dijo, supe que era por lo menos compatriota mío.
»El coronel Lysander
Stark se detuvo por fin ante una puerta baja, cuya cerradura abrió. Había al
otro lado un cuarto pequeño y cuadrado, en el que los tres difícilmente
podíamos entrar al mismo tiempo. Ferguson se quedó afuera y el coronel me hizo
entrar.
»-De hecho -dijo-, nos
encontramos ahora dentro de la prensa hidráulica, y seria particularmente
desagradable para nosotros que alguien la pusiera en marcha. El techo de este
cuartito es en realidad el extremo del pistón descendente, y baja con la fuerza
de muchas toneladas sobre este suelo metálico. Afuera, hay unos pequeños
cilindros laterales de agua que reciben la presión y que la transmiten y
multiplican de la manera que a usted le es familiar. La máquina se pone en
marcha, pero hay una cierta rigidez en su funcionamiento y ha perdido algo de
su potencia. Tenga la bondad de examinarla y de explicarnos cómo podemos
repararla.
»Me entregó su lámpara
y yo inspeccioné detenidamente la máquina. Era, desde luego, una prensa
gigantesca, capaz de ejercer una presión enorme. Cuando pasé al exterior, sin
embargo, y accioné las palancas que la controlaban, supe en seguida, por un
ruido siseante, que había una ligera fuga que permitía una regurgitación del
agua a través de uno de los cilindros laterales. Un examen mostró que una de
las bandas de goma que rodeaban el cabezal de una de las barras impulsoras se
había encogido y no cubría por completo el cilindro a lo largo del cual
trabajaba. Tal era, claramente, la causa de la pérdida de potencia, y así lo
indiqué a mis acompañantes, que escucharon muy atentamente mis observaciones e
hicieron varias preguntas concretas sobre lo que debían hacer para reparar la
prensa. Una vez se lo hube explicado, volví a la cámara principal de la máquina
y le eché un buen vistazo para satisfacer mi curiosidad.
»Al momento resultaba
obvio que la historia de la tierra de batán no era más que un embuste, pues
resultaba absurdo suponer que se pudiera destinar una máquina tan potente a una
finalidad tan inadecuada. Las paredes eran de madera, pero el suelo consistía en
una gran plancha de hierro, y cuando la examiné detenidamente pude ver sobre
ella una costra formada por un poso metálico. Me había agachado y la raspaba
para saber exactamente qué era, cuando oí una sorda exclamación en alemán y vi
la faz cadavérica del coronel que me miraba desde arriba.
»-¿Qué está haciendo aquí? -pregunto.
»Yo estaba indignado
por haberme dejado engañar por una historia tan rebuscada como la que me había
contado.
»-Estaba admirando su
tierra de batán -repliqué-. Creo que podría aconsejarle mejor respecto a su
máquina, si supiera exactamente con qué propósito ha sido utilizada.
»Apenas había
pronunciado estas palabras, lamenté la franqueza de las mismas. El rostro del
coronel pareció endurecerse y una luz amenazadora bailó en sus ojos grises.
»-Muy bien -dijo-, pues va a saberlo todo acerca de
ella.
»Dio un paso atrás,
cerró de golpe la puertecilla y dio vuelta a la llave en la cerradura. Me
precipité hacia ella y forcejeé con la manija, pero era una puerta muy segura y
no cedió en lo más mínimo, pese a mis patadas y empujones.
»-¡Oiga! -grité-. ¡Oiga, coronel! ¡Déjeme salir!
»Y entonces, en el
silencio, oyóse de pronto un ruido que hizo agolpar la sangre en mi cabeza. Era
el chasquido metálico de las palancas y el silbido del escape en el cilindro.
Había puesto la máquina en marcha. La lámpara se encontraba todavía en el suelo
metálico, donde la había colocado al inspeccionarlo. Su luz me permitió ver que
el negro techo descendía sobre mí, lentamente y a sacudidas, pero, como nadie
podía saber mejor que yo, con una fuerza que al cabo de un minuto me habría
reducido a una papilla informe. Me abalancé, chillando, contra la puerta y
forcejeé con la cerradura. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el
implacable ruido de las palancas sofocó mis gritos. El techo se encontraba tan
sólo a tres o cuatro palmos de mi cabeza; levanté la mano y pude palpar su dura
y áspera superficie. Acudió entonces a mi mente la idea de que la condición
dolorosa de mi muerte dependería muchísimo de la posición con la que yo la
esperase; si me echaba boca abajo el peso gravitaría sobre mi columna
vertebral. Me estremecía al pensar en el espantoso chasquido al romperse. Tal
vez resultara más fácil hacerlo al revés, pero ¿tendría la sangre fría
necesaria para contemplar, echado, aquella mortal sombra negra que descendía,
oscilante, sobre mí? Ya no me era posible mantenerme de pie, cuando mi vista
captó algo que devolvió un soplo de esperanza a mi corazón.
»He dicho que, aunque
el suelo y el techo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al dar una
última y apresurada mirada a mí alrededor, vi una fina línea de luz amarilla
entre dos de las tablas, línea que se ensanchó más y más al correrse hacia
atrás un pequeño panel. Por un instante apenas pude creer que hubiese de veras
una puerta que me alejara de la muerte. Un momento después, me lancé a través
de la abertura y me desplomé, medio desmayado, al otro lado de ella. El panel
se había cerrado de nuevo detrás de mí, pero la rotura de la lámpara y,
momentos después, el choque entre las dos planchas metálicas, me indicaron bien
a las claras que había escapado por los pelos.
»Me hizo volver en mí
un frenético tirón en mi muñeca, y me encontré echado en el suelo de piedra de
un estrecho corredor, con una mujer agachada que tiraba de mí con la mano
izquierda, mientras sostenía una vela con la derecha. Era la misma buena amiga
cuya advertencia había despreciado con tanta imprudencia.
»-¡Vamos, vamos!
-exclamó casi sin aliento-. Estarán aquí dentro de un momento y descubrirán su
ausencia. ¡Por favor, no pierda un tiempo tan precioso y venga!
»Esta vez, al menos, no
eché en saco roto su consejo. Me levanté, tambaleándome, y corrí con ella a lo
largo del pasillo, para bajar después por una escalera de caracol. Esta
conducía a otro pasillo ancho y, apenas llegamos a él, oímos el ruido de pies
que corrían y gritos de dos voces -una que contestaba a la otra- desde la
planta en que nos encontrábamos y desde el piso de abajo. Mi guía se detuvo y
miró a su alrededor, como la persona que llega al término de sus recursos.
Abrió entonces una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana la
luna brillaba espléndidamente.
»-Es su única
posibilidad -dijo-. Es alto, pero tal vez usted sea capaz de saltar.
»Mientras hablaba, se dejó
ver una luz en el extremo más distante del pasillo, y vi la magra silueta del
coronel Lysander Stark que corría hacia nosotros con una linterna en una mano y
un arma parecida a un cuchillo de carnicero en la otra. Crucé precipitadamente
el dormitorio, abrí de par en par la ventana y miré al exterior. El jardín no
podía parecer más tranquilo, agradable y acogedor a la luz de la luna, y la
altura no podía superar los quince pies. Trepé al alféizar pero vacilé antes de
saltar, hasta haber oído lo que pasaba entre mi salvadora y el malvado que me
perseguía. Si la maltrataba, yo estaba dispuesto, a cualquier precio, a correr
en su ayuda. Apenas acababa de imponerse este pensamiento en mi mente, cuando
él ya se encontraba en la puerta, forcejeando con la mujer para abrirse camino,
pero ella le rodeó con los brazos y trató de contenerlo.
»-¡Fritz! ¡Fritz!
-gritó. Y en inglés le dijo-: Recuerda lo que prometiste la última vez. Dijiste
que no volvería a pasar. ¡El no hablará! ¡Te digo que no hablará!
»-¡Estás loca, Elise!
-gritó él a su vez, luchando para desprenderse de ella-. Será nuestra ruina. Ha
visto demasiado. ¡Déjame pasar, te digo!
»La empujó a un lado y,
precipitándose hacia la ventana, me atacó con su pesada arma. Yo había
atravesado la ventana y me sujetaba con ambas manos, colgando del alféizar,
cuando descargó su golpe. Noté un dolor sordo, mis manos se distendieron y caí
al jardín.
»Me sentí conmocionado
pero no lesionado por la caída, de modo que me levanté y eché a correr con
todas mis fuerzas a través de los matorrales, pues comprendía que todavía
distaba mucho de poder considerarme fuera de peligro. Sin embargo, mientras
corría me invadió de pronto una violenta sensación de mareo, acompañada de
náuseas. Miré mi mano, que experimentaba dolorosas pulsaciones, y vi entonces,
por primera vez, que mi pulgar había sido seccionado y que la sangre brotaba de
mi herida. Me las arreglé para atar mi pañuelo a su alrededor, pero noté un
repentino zumbido en mis oídos y un momento después yacía entre los rosales,
víctima de un profundo desmayo.
»No me es posible decir
cuánto tiempo permanecí inconsciente. Debió de ser mucho tiempo, pues al volver
en mí la luna se había puesto y despuntaba ya una radiante mañana. Mis ropas
estaban empapadas por el rocío y la manga de mi chaqueta manchada por la sangre
procedente de mi pulgar amputado. El dolor que sentía en la herida me recordó
en un instante todos los detalles de mi aventura nocturna, y me puse en pie con
la sensación de que muy difícilmente podía estar a salvo de mis perseguidores.
Pero, con gran asombro por mi parte, cuando me decidí a mirar a mí alrededor,
no había ni casa ni jardín a la vista. Había estado tumbado junto a un seto
próximo a la carretera; un poco más abajo había un edificio de construcción
baja y alargada que, al aproximarme, resultó ser la misma estación a la que yo
había llegado la noche anterior. De no ser por la fea herida en mi mano, todo
lo ocurrido durante aquellas terribles horas bien hubiera podido ser una
pesadilla.
»Medio aturdido, entré
en la estación y pregunte por el tren de la mañana. Habría uno con destino a
Reading antes de una hora. Observé que estaba de servicio el mismo mozo de
estación al que vi cuando llegué yo, y le pregunté si había oído hablar del
coronel Lysander Stark. El nombre le era desconocido. ¿No había observado, la
noche antes, un carruaje que me estaba esperando? No, no lo había visto. ¿Había
un puesto de policía cerca de allí? Había uno, a unas tres millas de distancia.
»Era demasiado trecho
para mí, débil y enfermo como me sentía. Decidí esperar hasta volver a la
ciudad antes de contarle mi historia a la policía. Eran poco más de las seis
cuando llegué, de modo que lo primero que hice fue pedir que me curasen la
herida y después el doctor ha tenido la amabilidad de traerme aquí. Pongo el
caso en sus manos y haré exactamente lo que usted me aconseje.
Los dos permanecimos
sentados y en silencio un buen rato, después de oír su extraordinaria
narración. Finalmente, Sherlock Holmes extrajo de la estantería uno de los gruesos
libros de aspecto corriente en los que colocaba sus recortes.
-Hay aquí un anuncio
que le interesará -dijo-. Apareció en todos los periódicos hace cosa de un año.
Escuche esto: «Desaparecido, a partir del nueve del corriente, Jeremiah
Haydling, de veintiséis años, ingeniero de obras hidráulicas. Salió de su
domicilio a las diez de la noche y desde entonces no se ha sabido de él.
Vestía… » ¡Ajá! Esto indica la última vez, sospecho, que el coronel necesitó
reparar su máquina.
-¡Cielos! -exclamó el paciente-. Entonces, esto
explica lo que dijo la joven.
-Indudablemente. Está
bien claro que el coronel es un hombre frío y desesperado, absolutamente
decidido a que nada le obstaculice el camino en su juego, como aquellos piratas
encallecidos que no dejaban ningún superviviente en el barco que capturaban.
Bien, ahora cada momento es precioso, por lo que, si usted se siente con
fuerzas para ello, iremos en seguida a Scotland Yard como preliminar a nuestra
visita a Eyford.
Unas tres horas después
nos encontrábamos todos en el tren, en el trayecto desde Reading hasta el
pueblecillo de Berkshire. Éramos Sherlock Holmes, el ingeniero de obras
hidráulicas, el inspector Bradstreet de Scotland Yard, un agente de paisano y
yo. Bradstreet había desplegado un mapa del condado sobre el asiento y con un
compás se dedicaba a trazar un círculo con Eyford como centro.
-Ya ven ustedes -dijo-.
Este círculo ha sido trazado con un radio de diez millas respecto al pueblo. El
lugar que nos interesa debe de estar próximo a esta línea. ¿Dijo diez millas,
verdad, señor?
-Fue una hora de trayecto bien larga.
-¿Y usted cree que le
llevaron de nuevo al punto de partida, cuando estaba inconsciente? -Tuvieron
que hacerlo. Tengo también el confuso recuerdo de haber sido levantado y
conducido a alguna parte.
-Lo que no logro
comprender -dije yo- es por qué le respetaron la vida cuando lo encontraron
desmayado en el jardín. Tal vez el villano se ablandó ante las súplicas de la
mujer.
-Esto no me parece nada
probable. En toda mi vida he visto un rostro más inexorable.
-Muy pronto aclararemos
todo esto -aseguró Bradstreet-. Bien, yo he dibujado mi círculo, y lo único que
desearía saber es en qué punto se puede encontrar a la gente que andamos
buscando.
-Creo que yo podría
señalarlo -manifestó tranquilamente Holmes.
-¿De veras? -exclamó el
inspector-. ¿De modo que ya se ha formado su opinión? Vamos a ver quién está de
acuerdo con usted. Yo digo que está al sur, pues la campiña allí está más
solitaria.
-Y yo digo al este
-aventuró mi paciente.
-Yo me inclino por el
oeste -observó el agente de paisano-. Hay allí unos cuantos pueblecillos muy
tranquilos.
-Y yo por el norte
-declaré-, porque allí no hay colinas y nuestro amigo asegura que no notó que
el coche subiera ninguna cuesta.
-¡Vaya diversidad de
opiniones! -exclamó el inspector, riéndose-. Entre todos hemos agotado las
posibilidades del compás. ¿Y usted, a quien concede su voto decisorio?
-Todos ustedes están
equivocados -afirmó Holmes.
-¡Es imposible que lo
estemos todos!
-Ya lo creo que sí.
Este es mi punto. -Puso el dedo en el centro del círculo-. Aquí es donde los
encontraremos.
-Pero ¿y el trayecto de doce millas? -dijo Hatherley
estupefacto.
-Seis de ida y seis de
vuelta. Nada puede ser más simple. Antes ha dicho que, al subir usted al
carruaje, observó que el caballo estaba tranquilo y tenía el pelo reluciente.
¿Cómo se explicaría esto, tras un recorrido de doce millas por caminos
intransitables?
-Desde luego, es un
truco que no deja de ser probable -observó Bradstreet pensativo-. De lo que no
puede haber duda es acerca de la naturaleza de esta pandilla.
-Ni la menor duda -dijo
Holmes-. Son falsificadores de moneda a gran escala que utilizan la máquina
para prensar la aleación que sustituye la plata.
-Sabíamos desde hace
tiempo que actuaba una banda bien organizada -explicó el inspector-. Han estado
acuñando monedas de media corona a millares. Incluso les seguimos la pista
hasta Reading, pero no nos fue posible llegar más lejos, pues habían disimulado
sus huellas de una manera que indicaba su gran veteranía. Pero ahora, gracias a
esta afortunada oportunidad, creo que los tenemos bien atrapados.
Pero el inspector se
equivocaba, pues aquellos criminales no tenían como destino el de caer en manos
de la policía. Al entrar el tren en la estación de Eyford, vimos una gigantesca
columna de humo que ascendía por detrás de una pequeña arboleda cercana y se
cernía sobre el paisaje como una inmensa pluma de avestruz.
-¿Una casa incendiada?
-preguntó Bradstreet, mientras el tren proseguía su camino.
-Sí, señor -contestó el jefe de estación.
-¿Cuándo se ha producido?
-He oído decir que ha
sido durante la noche, pero ha ido en aumento y todo el lugar es una hoguera.
-¿De quién es la casa?
-Del doctor Beecher.
-Dígame -intervino el
ingeniero-, ¿el doctor Beecher es alemán, un hombre muy delgado y con una nariz
larga y ganchuda?
El jefe de estación se rió con ganas.
-No, señor. El doctor
Beecher es inglés y no hay hombre en toda la parroquia que tenga mejor relleno
bajo el chaleco. Pero vive en su casa un señor, un paciente según tengo
entendido, que es extranjero y que da la impresión de que le convendría un buen
bisté del Berkshire.
No había terminado su
explicación el jefe de estación cuando ya nos dirigíamos todos, presurosos,
hacia el fuego. La carretera ascendía a lo alto de una colina y apareció ante
nosotros un gran edificio de paredes encaladas del que brotaban llamas por
todas las ventanas y aberturas, mientras en el jardín anterior tres coches de
bomberos trataban en vano de sofocar el incendio.
-¡Es aquí! -gritó
Hatherley muy excitado-. Allí está el camino de entrada, y allá los rosales
donde yacía yo. Aquella segunda ventana es la que utilicé para saltar.
-Al menos -dijo Holmes-
se vengó usted de ellos. No cabe la menor duda de que fue su lámpara de aceite
la que, al ser aplastada por la prensa, prendió fuego a las paredes de madera,
aunque tampoco cabe duda de que estaban demasiado excitados persiguiéndole a
usted, para darse cuenta de ello en aquel momento. Y ahora mantenga los ojos
bien abiertos y busque, entre esta multitud, a sus amigos de anoche, aunque
mucho me temo que en estos momentos se encontrarán a un buen centenar de millas
de distancia.
Los temores de Holmes
se hicieron realidad, pues hasta el momento no se ha oído ni una sola palabra
de la hermosa mujer, el siniestro alemán o el huraño inglés. Aquella mañana, a
primera hora, un campesino había visto un carruaje en el que viajaban varias
personas y que transportaba unas cajas muy voluminosas, dirigirse con rapidez
hacia Reading, pero allí desaparecía toda traza de los fugitivos, y ni siquiera
el ingenio de Holmes fue capaz de averiguar la menor pista de su paradero.
Los bomberos se habían
sentido muy desconcertados ante la extraña disposición del interior de la casa,
y todavía más por el descubrimiento de un dedo pulgar humano, recientemente
amputado, en el alféizar de una ventana del segundo piso. Al atardecer, sin
embargo, sus esfuerzos se vieron por fin recompensados y lograron sofocar las
llamas, pero no antes de que se hubiera derrumbado el techado y de que todo el
lugar hubiera quedado reducido a una ruina tan absoluta que, con la excepción
de unos cilindros y unos tubos metálicos retorcidos, no quedaba ni el menor
vestigio de la maquinaria que tan cara le había costado a nuestro infortunado
amigo. Se descubrieron grandes cantidades de níquel y estaño en un edificio
exterior, pero no se encontraron monedas, lo que tal vez explicara la presencia
de aquellas voluminosas cajas que ya han sido citadas.
De cómo había sido
trasladado nuestro ingeniero especializado en hidráulica desde el jardín hasta
el lugar donde volvió en si, tal vez se hubiera mantenido como un misterio para
siempre a no ser por el blando musgo que nos contó una versión bien sencilla.
Era evidente que lo habían transportado dos personas, una de las cuales tenía
unos pies notablemente pequeños y la otra unos pies extraordinariamente
grandes. En resumidas cuentas, era lo más probable que el silencioso inglés,
menos osado o menos sanguinario que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a
transportar al hombre inconsciente hasta un lugar menos comprometido para
ellos.
-Bien -dijo nuestro
ingeniero con una sonrisa forzada, al ocupar nuestros asientos para regresar a
Londres-, ¡yo sí que he hecho un buen negocio! He perdido mi dedo pulgar y
también unos honorarios de cincuenta guineas. ¿Y qué he ganado?
-Experiencia -repuso
Holmes, riéndose-. Indirectamente, sepa que puede resultarle valiosa. Le basta
con traducirla en palabras para conseguir la reputación de ser un excelente
conversador durante el resto de su existencia.
Sherlock Holmes y las mascaras de la muerte 1984 Español Pelicula completa Castellano
Arthur Ignatius Conan
Doyle (Edimburgo, Escocia, Reino Unido; 22 de mayo de 1859 – Crowborough, Inglaterra,
Reino Unido; 7 de julio de 1930) fue
un escritor y médico británico, creador del célebre detective de ficción Sherlock
Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia
ficción, novela histórica, teatro y poesía.
Nombre
Aunque firmaba A. Conan Doyle, lo cual podría inducir
a pensar que su apellido era Conan Doyle, tanto la British Library como la Library
of Congress catalogan sus obras con el apellido Doyle.
Juventud
Arthur Ignatius Conan
Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en el número 11 de Picardy Place, en la ciudad
de Edimburgo, Escocia. Pertenecía a una familia católica irlandesa que había
proporcionado varios ilustradores y caricaturistas, entre los que destacaban su
abuelo John Doyle y tres tíos de Arthur: el ilustrador Richard Doyle, quien
diseñó la portada y cabecera de la revista Punch, el anticuario James Doyle y
Henry E. Doyle, director de la Galería
Nacional de Irlanda.
Su padre, Charles
Altamont Doyle, había nacido en Inglaterra y era un funcionario de obras
públicas con gran afición hacia el dibujo que había sido destinado a Edimburgo
en 1849 y que a lo largo de su vida padeció un grave alcoholismo y profundas
depresiones, que le llevaron a ser internado en una institución sanitaria en
diversas ocasiones. Charles contrajo matrimonio en 1855 con Mary Foley,
perteneciente a una familia irlandesa residente en la ciudad escocesa. Los
detalles del nacimiento de Arthur y sus hermanos son poco claros. Algunas
fuentes manifiestan que eran nueve hijos, algunas otras que diez aunque parece
que tres murieron pequeños.
En 1864 la familia se
dispersó debido al creciente alcoholismo de Charles y los niños fueron alojados
temporalmente en diversas instituciones de Edimburgo. En 1867, la familia se
reunió otra vez, para vivir en una sórdida vivienda en Sciennes Place. Arthur fue bautizado en la catedral Metropolitana
de Santa María de la Asunción de
Edimburgo. Su madre, viendo cómo su marido se gastaba todo su sueldo en la
bebida, alquiló las habitaciones de la casa a huéspedes; uno de ellos, el
doctor Bryan Waller, al que algunos historiadores adjudican un romance con la
madre del escritor.
Charles Doyle
ilustraría la primera edición del libro de su hijo, Estudio en escarlata (1888) ,10 el primero en el que aparece Sherlock
Holmes.
En 1868, Arthur Conan
Doyle, con el apoyo económico de sus tíos, ingresó en la Escuela Stonyhurst Saint Mary's Hall de la orden de la Compañía de
Jesús, situada en la comarca de Lancashire, que era un centro preparatorio
de Stonyhurst College, al que
accedería dos años después, en 1870, y donde permaneció hasta 1875. Entre 1875
y 1876, continuó su educación en Austria, en otra escuela de la Compañía de Jesús, Stella Matutina, en la ciudad de Feldkirch.
En 1876, comenzó la
carrera de Medicina en la Universidad de
Edimburgo, donde conoció al médico forense Joseph Bell, este profesor le
inspiraría la figura de su famoso personaje, Sherlock Holmes. Allí destacó en los deportes, especialmente rugby,
golf y boxeo. En este período también trabajó en Aston (actual distrito de
Birmingham) y Sheffield. A principios de 1880 se embarcó, para ejercer como
cirujano en sustitución de un amigo suyo, en un ballenero denominado The Hope que durante seis meses
navegaría hacia el Ártico. A los 22 años (1881) se graduó como médico y
completó su doctorado sobre el Tabes dorsal en 1885. Sin embargo, recibió el doctorado
cuatro años después. Fue en estos años cuando hizo una gran amistad con el
también escritor escocés J. M. Barrie.
Mientras estudiaba
medicina comenzó a escribir historias cortas. La primera que apareció publicada
fue «The Mystery of the Sasassa Valley», en 1879 en el Chambers's Edinburgh Journal antes de que cumpliera los 20 años.
Ese mismo año también publicó su primer artículo médico «Gelsemium como veneno»
en la British Medical Journal.
En 1881, después de
terminar su etapa universitaria, volvió a embarcarse como médico del buque SS Mayumba en su viaje a las costas de
África Occidental.
Carrera médica
En 1882, un antiguo
compañero de clase, George Turnavine Budd, le ofreció trabajar con él en
Plymouth, pero su relación con Budd fue difícil y terminó por establecerse por
su cuenta en junio de 1882, ya con 23 años, en Portsmouth. Debido al poco
éxito inicial, mientras no tenía pacientes, comenzó de nuevo a escribir
historias como The Mystery of Cloomber,
no publicada hasta 1888, la inacabada Narrative
of John Smith, The Captain of the
Pole-Star y J. Habakuk Jephson's
Statement, ambas inspiradas en las expediciones marinas realizadas por
Doyle.
Mientras vivió allí
también jugó al fútbol como portero en el Portsmouth
Association Football Club. Por otra parte, fue un gran aficionado al
críquet, y entre 1900 y 1907, jugó 10 partidos para Marylebone Cricket Club (MCC), uno de más antiguos y prestigiosos
clubes del mundo. Asimismo, era miembro de un equipo de críquet formado por J.
M. Barrie y en el que también jugaron otros celebres escritores de la época.
También jugaba al golf.
En 1885 contrajo
matrimonio con Louise Hawkins, más conocida como Touie, con la que tuvo dos
hijos: Mary Louise (1889-1976) y Alleyne Kingsley (1892-1918). Louise murió de
tuberculosis el 4 de julio de 1906, tras la estancia de la familia en Suiza
para que la madre se repusiera. Un año más tarde, después de 20 años de amor
platónico con una mujer llamada Jean Leckie, Arthur y ella se casaron y
tuvieron tres hijos más: Jean Lena Annette (1912-1997), Denis Percy Stewart
(1909-1955) y Adrian Malcolm (1910-1970). Su segunda mujer moriría años después
que él, el 27 de junio de 1940.
Carrera literaria
En 1891 se mudó a
Londres para ejercer de oftalmólogo. En su biografía aclaró que ningún paciente
entró en su clínica. Por lo tanto, esto le dio más tiempo para escribir, muy en
especial aventuras del personaje que lo haría inmortal, Sherlock Holmes, pero que Conan Doyle jamás apreció. Tanto es así
que en noviembre de ese año le escribió a su madre que quería "matar a
Sherlock Holmes, ya que estaba gastando su mente", a lo que su madre
respondió: "la gente no lo va a tomar de buena manera". Finalmente,
cumpliría su deseo en la historia titulada "El problema final".
Sucedió, sin embargo, que el público británico se tomó muy mal la muerte del
detective, tanto que inundó a Doyle con cartas que iban de las súplicas a las
amenazas pasando por los insultos y en las que se pedía que resucitara a
Holmes. Tras diez años de resistirse, Doyle cedió y en la historia titulada
"La casa vacía" hacía reaparecer a Holmes (antes ya había publicado
con enorme éxito su famosa novela "El sabueso de los Baskerville",
también protagonizada por Holmes, pero se había cuidado mucho de fecharla antes
de la supuesta "muerte" del detective).
Dicho libro, que
consolidó la fama de este escritor, sin embargo ha sido motivo de una curiosa
historia. En época reciente, el a su vez también escritor Rodger Garrick-Steele
acusó a Conan Doyle de haber plagiado el texto, del cual habría sido autoría de
un periodista amigo suyo llamado Bertram Fletcher Robinson. Y no solamente
esto, sino que lo acusó de haber sido amante de la esposa de aquel, y de haber
conspirado con ella para asesinarlo, con la idea de hacer creer que la muerte
de Fletcher había ocurrido por causas naturales. Y acusaciones más graves e
insólitas aún contra Conan Doyle, se concretaron en el año 2015, cuando el
grafólogo español Jesús Delgado lo postuló como candidato de haber sido Jack el Destripador, en el libro de su
autoría titulado "Informe policial: La verdadera identidad de Jack el
Destripador".
El 19 de octubre de
1894, Rudyard Kipling, autor de El libro
de la selva, sirvió a Doyle una cena de Acción de Gracias en su casa en
Brattleboro. En agradecimiento, Doyle le dio clases de golf durante su visita.
Al año siguiente jugaron un partido juntos.
En 1900 escribió su
libro más largo, La guerra de los Boers.
Ese mismo año se presentó como candidato para la Unión Liberal, pero a pesar de
que era un candidato muy respetado, no fue elegido. Tras la Guerra de los Boers escribió un
artículo, «La guerra en el sur de África: causas y desarrollo», justificando la
participación del Reino Unido, escrito que fue ampliamente traducido. En su
opinión, fue esto lo que provocó que le nombraran caballero de la Orden del Imperio Británico en 1902, otorgándole el
tratamiento de Sir.
En el transcurso de los
años se ha hecho famosa su afirmación acerca de un cuento de Robert Louis
Stevenson (El Pabellón de los Links),
declarando que era la cima misma de la técnica narrativa. No obstante su
renombre, no recibió ningún premio a lo largo de toda su carrera.
Al estallar la Primera
Guerra Mundial en 1914, intentó alistarse, a sus 55 años, como simple soldado
raso. En su carta defiende que es fuerte y tiene una voz audible. Lo
rechazaron, pero ayudó con la propaganda y con el apoyo de voluntarios civiles
desde el Reino Unido. La muerte de uno de sus hijos, Kingsley, por una neumonía
que contrajo en la guerra, le hizo estrechar su vínculo con los círculos del Espiritismo fundado por Allan Kardec,
doctrina a la que dedicó mucho tiempo y energías, publicando además en 1926 History of spiritualism y defendiéndolo
en sus numerosas polémicas, por ejemplo, contra su propio amigo Harry Houdini.
También creyó y defendió la veracidad del famoso caso de las hadas de Cottingley, aunque las niñas
implicadas admitieron muchas décadas después, ya ancianas, que las fotos
mostraban en realidad recortes que habían sacado de sus libros de cuentos.
Murió en Crowborough,
East Sussex (Inglaterra), el 7 de julio de 1930, con 71 años de edad, de un
ataque al corazón. Una estatua suya se encuentra en esa localidad donde residió
durante 23 años. Fue enterrado en el cementerio de la iglesia de Minstead en
New Forest, Hampshire.
Doyle escribió que sus
56 relatos y cuatro novelas sobre Sherlock
Holmes opacaron el resto de su obra: “Entre veinte y treinta obras de
ficción, libros de historia sobre dos guerras, varios títulos de ciencia
paranormal, tres de viajes, uno sobre literatura, varias obras de teatro, dos
libros de criminología, dos panfletos políticos, tres poemarios, un libro sobre
la infancia y una autobiografía”.
Obras más importantes
Historias de Sherlock
Holmes
Estudio en escarlata (A
Study in Scarlet, novela, 1887)
El signo de los cuatro
(The Sign of Four, novela, 1890)
Las aventuras de Sherlock Holmes (The Adventures of
Sherlock Holmes, 1891-92)
Las memorias de Sherlock Holmes (The Memoirs of
Sherlock Holmes, 1892-93)
El sabueso de los Baskerville (The Hound of the
Baskervilles, novela, 1901-02)
El regreso de Sherlock Holmes (The Return of Sherlock
Holmes, 1903-04)
Su última reverencia
(His Last Bow, 1908-17).
El valle del terror
(The Valley of Fear, novela, 1914-15)
El archivo de Sherlock Holmes (The Case-Book of
Sherlock Holmes, 1924-26)
Las novelas del profesor Challenger
George Edward
Challenger, el profesor Challenger, fue el
personaje central en una serie de historias de ciencia ficción escritas por sir
Arthur Conan Doyle. Apareció por primera vez en la novela The lost world, que describe una expedición a una aislada meseta en
Sudamérica donde continúan viviendo criaturas prehistóricas como dinosaurios.
Aventuras del profesor
Challenger. Aguilar; Madrid, Valdemar, 2006. Incluye El abismo de Maracot, que
no trata del prof. Challenger, pero no La tierra de la niebla.
El mundo perdido
(1912). The Lost World. Barcelona, Laertes, 1980.
La zona ponzoñosa
(1913). The Poison Belt. Madrid, Debate, 1982.
Cuando la Tierra lanzó
alaridos (1928)
La máquina desintegradora (1929)
La tierra de la niebla
(1926). The Land of
Mist. Madrid, Miraguano, 1990.
Novelas históricas
Micah Clarke (1888)
The White Company (1891) (La compañía blanca, Buenos
Aires, Hachette, 1957)
The Great Shadow (1892)
The Refugees
Rodney Stone (1896) (Rodney Stone, Capitán Swing
Libros, 2011)
Uncle Bernac (1897)
Estudios del natural (Strange studies from life and
other narratives: The complete true crime writings of Sir Arthur Conan Doyle,
1901)
Sir Nigel (1906)
(Barcelona, Sopena, n.a.)
Las hazañas del
Brigadier Gerard (1896)
Las aventuras del
Brigadier Gerard (1903)
La boda del Brigadier (1910)
Otras Obras
El relato de J. Habakuk
Jephson (1884)
The Mystery of Cloomber (1889)
The Firm of Girdlestone (1890)
The Captain of the Polestar and other tales (1890)
El gran experimento de
Keinplatz (1890)
The Doings of Raffles Haw (1891) (Raffles, Barcelona,
Gassó Hermanos, editores, n. a.)
Beyond the City (1892)
Lot No. 249 (1892)
Jane Annie or the Good Conduct Prize (1893)
My Friend the Murderer and Other Mysteries and
Adventures (1893)
Round the Red Lamp
(1894). Relatos cortos sobre el ejercicio de la medicina (La lámpara roja,
Barcelona, Sopena, n.a.) Un relato de esta colección, "Los médicos de
Hoyland", se encuentra, precedido de nota biográfica, en la página 315 y
siguientes de la antología Cuando se abrió la puerta. Cuentos de la Nueva Mujer
(1882-1914), Alba Editorial, Clásica Maior, 2008.
El parásito (1894)
The Stark Munro Letters (1895)
Songs of Action (1898)
The Tragedy of the
Korosko (1898)(La tragedia del Korosko, Barcelona, Legasa, 1981)
A Duet (1899) (Un dúo,
Barcelona, Sopena, n.a.)
The Great Boer War (1900)
The Green Flag and Other Stories of War and Sport
(1900)
A través del velo (1907)
Round the Fire Stories (1908)
The Crime of the Congo (1909)
The Lost Gallery (1911)
The Terror of Blue John Gap (1912)
The Horror of the Heights (1913)
The British Campaign in France and Flanders: 1914
(1916)
Danger! and Other Stories (1918)
The New Revelation (1918) (La nueva revelación,
Madrid, Valdemar, 1996)
The Vital Message (1919) (El mensaje vital, Madrid,
Valdemar, 1996)
Cuentos de la penumbra
y lo invisible (1919)
The Coming of the
Fairies (1921) (El misterio de las hadas, Barcelona, José J. de Olañeta,
editor, 1998)
Tales of Terror & Mystery (1923)
Memories and Adventures (1924)
The Black Doctor and Other Tales of Terror and Mystery
(1925)
The Dealings of Captain Sharkey (1925)
El hombre de Arkángel
(1925)
The History of
Spiritualism (1926)
El abismo de Maracot
(1929)
The War in South Africa: Its Cause and Conduct
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