SOMBRAS
SOBRE VIDRIO ESMERILADO
Juan
José Saer
¡Qué complejo es el
tiempo, y sin embargo, qué sencillo! Ahora estoy sentada en el sillón de Viena,
en el living, y puedo ver la sombra de Leopoldo que se desviste en el cuarto de
baño. Parece muy sencillo al pensar “ahora”, pero al descubrir la extensión en
el espacio de ese “ahora”, me doy cuenta enseguida de la pobreza del recuerdo.
El recuerdo es una parte muy chiquitita de cada “ahora”, y el resto del “ahora”
no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como
recuerdo. Tomemos el caso de mi seno derecho. En el ahora en que me lo
cortaron, ¿cuántos otros senos crecían lentamente en otros pechos menos
gastados por el tiempo que el mío? Y en este ahora en el que veo la sombra de
mi cuñado Leopoldo proyectándose sobre los vidrios de la puerta del cuarto de
baño y llevo la mano hacia el corpiño vacío, relleno con un falso seno de
algodón puesto sobre la blanca cicatriz, ¿cuántas manos van hacia cuántos senos
verdaderos, con temblor y delicia? Por eso digo que el presente es en gran
parte recuerdo y que el tiempo es complejo aunque a la luz del recuerdo parezca
de lo más sencillo.
Soy la poetisa Adelina
Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y seis años y he
publicado tres libros: “El camino perdido”, “Luz a lo lejos” y “La dura
oscuridad”. Ahora veo la sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose agrandada
sobre el vidrio de la puerta del baño. La puerta no da propiamente al living,
sino a una especie de antecámara, y solamente por casualidad, porque está más
cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para tomar aire, he traído
el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en él. El sillón
de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente por el
calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros
polvorientos los atardeceres de este terrible enero. Susana ha salido. No sale
nunca, pero hoy dijo que su pierna derecha le dolía y pidió turno para el
médico. Así que está afuera desde las seis. Hamacándome lentamente veo como
Leopoldo se desabrocha con cuidado la camisa, se la saca, y después se da
vuelta para colgarla de la percha del baño. Ahora comienza a desabrocharse el
pantalón. Advierto que tengo la mano sobre el puñado de algodón que le da forma
al corpiño en la parte derecha de mi cuerpo, y bajo la mano. He visto crecer y
cambiar ciudades y países como a seres humanos, pero nunca he podido soportar
ese cambio en mi cuerpo. Ni tampoco el otro: porque aunque he permanecido
intacta, he visto con el tiempo alterarse esa aparente inmutabilidad. Y he
descubierto que muchas veces es lo que cambia en una lo que le permite a una
seguir siendo la misma. Y que lo que permanece en una intacto, puede cambiarla
para mal. La sombra de Leopoldo se proyecta sobre el vidrio esmerilado, de un
modo extraño, moviéndose, ahora que Leopoldo se inclina para sacarse el
pantalón, encorvándose para desenfundar una pierna primero, irguiéndose al
conseguirlo, y volviéndose a encorvar para sacar la otra, irguiéndose otra vez
en seguida.
(“Sombras” “Sombras
sobre” “Cuando una sombra sobre un vidrio veo” No.) Ese chico, ¿cómo se
llamaba? Tomatis. Él me dijo una vez lo que piensa de mí, en la mesa redonda
sobre la influencia de la literatura en la educación de la adolescencia. Yo no
quería estar en ese escenario de la universidad. Pero vino el editor y me dijo:
“¿No te parece que si te presentaras más seguido en público para exponer tus
puntos de vista “La dura oscuridad” podría salir un poco más, Adelina?” Así que
me vi sentada en el escenario frente a la sala llena. Había cientos de caras
que me miraban esperando que yo diera mi opinión, en ese salón frío y lleno de
ecos. Tomatis estaba sentado en el otro extremo de la mesa. Hice una corta
exposición, aunque la presencia de toda esa gente expectante me inhibía mucho.
(Leopoldo acomoda cuidadosamente el pantalón, sosteniéndolo desde las
botamangas, con el brazo alzado para conservar la raya. Después lo dobla y
comienza a pasarlo por el travesaño de una percha; lo veo.) Cuando terminé de
hablar, Tomatis se echó a reír. “La señorita Flores -dijo, riéndose y
poniéndose como pensativo— ha dicho hermosas palabras sobre la condición de los
seres humanos. Lástima que no sean verdaderas. Digo yo, la señorita Flores, ¿ha
estado saliendo últimamente de su casa? ” Los cientos de personas que estaban
sentadas contemplándonos se echaron a reír. Yo no dije una palabra más; y
cuando terminó la mesa redonda y fuimos a la comida que nos ofreció la
universidad, Tomatis se sentó al lado mío. Se lo pasó todo el tiempo charlando
y riendo, fumando y tomando vino. Y en un aparte se volvió hacia mí y me dijo:
“¿Usted no cree en la importancia de la fornicación, Adelina? Yo sí creo. Eso
les pasa a ustedes, los de la vieja generación: han fornicado demasiado poco, o
en su defecto nada en absoluto. ¿Sabe? Se dice que usted tiene un seno de
menos. No, no estoy borracho. O sí, capaz que un poco sí. ¿Es cierto? ¿No
piensa que usted misma lo ha matado? Yo pienso que sí. ¿Sabe? Usted me cae muy
simpática, Adelina. Tiene un par de sonetos por ahí que valen la pena.
Perdóneme la franqueza, pero yo soy así. Usted debería fornicar más, Adelina,
sabe, romper la camisa de fuerza del soneto -porque las formas heredadas son
una especie de virginidad– y empezar con otra cosa. Me juego la cabeza de que
usted es capaz de salir adelante. Usted que la tiene cerca, páseme esa botella
de vino. Gracias”. Recuerdo perfectamente el lugar: un restaurante del centro
con manteles cuadriculados, rojos y blancos, los platos sucios, los restos de
pescado, y las botellas de vino tinto a medio vaciar. Ahora Leopoldo se ha
sacado el calzoncillo y lo observa. Ha quedado completamente desnudo. Se
inclina para dejarlo caer en el canasto de la ropa sucia que está en el costado
del baño, junto a la bañadera. Puedo ver su sombra agrandada, pero no
desmesuradamente, sobre los vidrios esmerilados de la puerta del baño que da a
la antecámara.
En este momento,
únicamente esa sombra es “ahora”, y el resto del “ahora” no es más que
recuerdo. Y a veces, tan diferente del “ahora”, ese recuerdo, que es cosa de
ponerse a llorar. Es terrible pensar que lo único visible y real no son más que
sombras. Si pienso que en este mismo momento los bañistas se pasean en traje de
baño bajo los árboles tranquilos del parque del Sur, sé que eso no es ahora,
sino recuerdo. Porque es posible que en este momento no haya ni un solo bañista
en el parque del Sur, o, si hay alguno, no esté paseándose precisamente bajo
los árboles que yo creo recordar; hasta es probable que estén todos echados en
la arena de la playa, o en el agua, mientras el sol del crepúsculo vuelve roja
la laguna y dos chicos se tiran uno al otro una pelota de goma que retumba en medio
del silencio cuando choca contra la tierra. Pero me gusta imaginar que en este
momento, en los barrios, las chicas se pasean en grupos de tres o cuatro
tomadas del brazo, recién bañadas y perfumadas, y que grupos de muchachos las
contemplan desde la esquina. Puedo ver las calles del centro abarrotadas de
coches y colectivos y a Susana bajando lentamente, con cuidado por su pierna
dolorida, las escaleras de la casa del médico. Es como si estuviera aquí y al
mismo tiempo en cada parte. ¡Es tan complejo y sin embargo, tan sencillo! Ahora
vuelvo ligeramente la cabeza y veo la mampara que da al patio. Entreveo los
vidrios encortinados y el último resplandor de la tarde que penetra en el
living a través de las grandes cortinas verdes. También veo los sillones
vacíos, abandonados — ¡y cuántas veces nos hemos sentado en ellos Susana,
Leopoldo, o yo o las visitas! — forrados en provenzal floreado. Las flores son
verdes y azules, sobre fondo blanco. Hay una lámpara de pie, al lado de uno de
los sillones, apagada. Pero yo me he traído el viejo sillón de Viena de mamá
desde mi habitación y me he sentado en él —estoy hamacándome lentamente— para
que el aire de la calle atraviese el living y se impregne como agua fría o como
un olor sobre mi cuerpo. Ahora que no veo la puerta de vidrios esmerilados del
baño, ¿qué estará proyectándose sobre ella? Seguramente el cuerpo desnudo de
Leopoldo —¡el cuerpo desnudo de Leopoldo!—, pero ¿en qué posición? ¿Tendrá los
brazos alzados, se rascará el pecho con las dos manos, se tocará el cabello, o
se habrá echado ligeramente hacia atrás para mirarse en el espejo? Es terrible,
pero ese ahora, tan cercano, no es más que recuerdo; y si vuelvo la cabeza otra
vez hacia la puerta que da a la antecámara el “ahora” de los sillones de funda floreada,
vacíos y abandonados, y las cortinas a través de las cuales penetra la luz
crepuscular, no será más que recuerdo. Vuelvo la cabeza; ahora. La sombra de
Leopoldo ha desaparecido. Ha de estar sentado, haciendo sus necesidades. (“Veo
una sombra sobre un vidrio” “Veo” “Veo una sombra sobre un vidrio. Veo.”)
En el vidrio vacío no
se ve más que el resplandor difuso de la luz eléctrica, encendida en el
interior del cuarto de baño. Es uno de esos días terribles de enero, de luz
cenicienta; no está nublado ni nada, pero la luz tiene un color ceniza, como si
el sol se hubiese apagado hace mucho tiempo y llegara al planeta el reflejo de
una luz muerta. Mi sencillo vestido gris y mi pelo gris condensan esa luz
húmeda y muerta, y están como nimbados por un resplandor pútrido; y como acabo
de bañarme no he hecho más qué condensar humedad sobre mi vieja piel blanca
llena de vetas como de cuarzo. Tengo los brazos apoyados sobre la madera curva
del sillón de Viena. Con el tiempo, si es que estoy viva, tomaré el color de la
esterilla del sillón, me iré volviendo amarillenta y lustrosa, pulida por el
tiempo. En eso fundo su sencillez. En que solamente pule y simplifica y
preserva lo inalterable, reduciendo todo a simplicidad. Me dicen que destruye,
pero yo no lo creo. Lo único que hace es simplificar. Lo que es frágil y pura
carne que se vuelve polvo desaparece, pero lo que tiene un núcleo sólido de
piedra o hueso, eso se vuelve suave y límpido con el tiempo y permanece. Ahora
Susana debe estar bajando lentamente las escaleras de mármol blanco de la casa
del médico, agarrándose del pasamanos para cuidar su pierna dolorida; ahora
acaba de llegar a la calle y se queda un momento parada en la vereda sin saber
qué dirección, porque sale muy poco y siempre se desorienta en el centro de la
ciudad; está con su vestido azul, sus anteojos (siempre creen que Adelina
Flores es ella, por los anteojos, y no yo) y sus zapatones negros de grueso
taco bajo, que tienen cordones como los zapatos masculinos, mira como
desconcertada en distintas direcciones, porque por un momento no sabe cuál
tomar, mientras a la luz del crepúsculo pasa gente apurada y vestida de verano
por la vereda, y un estruendo de colectivos y automóviles por la calle. Ahora
con un movimiento de cabeza y un gesto que no revela el menor sentido del
humor, sacándose los dedos de los labios, donde los había puesto mecánicamente
al adoptar una actitud pensativa, Susana recuerda en qué dirección se encuentra
la esquina donde debe tomar el colectivo y comienza a caminar con lentitud,
decrépita y reumática, hacia ella. Hay como una fiebre que se ha apoderado de
la ciudad, por encima de su cabeza -y ella no lo nota- en este terrible enero.
Pero es una fiebre sorda, recóndita, subterránea, estacionaria, penetrante,
como la luz de ceniza que envuelve desde el cielo la ciudad gris en un círculo
mórbido de claridad condensada. (“Veo una sombra sobre un vidrio. Veo.”) Veo a
Susana atravesar lentamente el aire pesado y gris dirigiéndose hacia la parada
de ómnibus donde debe esperar el dieciséis para volver en él a casa. Eso si es
que ya ha salido de lo del médico porque es probable que ni siquiera haya
entrado todavía al consultorio y esté sentada leyendo una revista en la sala de
espera. El techo de la sala de espera es alto, yo he estado ahí cientos de
veces, muy alto, y el juego de sillones de madera con la mesita central para
las revistas y el cenicero es demasiado frágil y chico en relación con ese
techo altísimo y la extensión de la sala de espera, que originariamente era en
realidad el vestíbulo de la casa.
(“Algo que amé” “Veo
una sombra sobre un vidrio. Veo” “algo que amé” “hecho sombra, proyectado”
“hecho sombra y proyectado” “Veo una sombra sobre un vidrio. Veo” “algo que amé
hecho sombra y proyectado”) Puedo escuchar el crujido lento y uniforme del
sillón de Viena. Sé pasarme las horas hamacándome con lentitud, la cabeza
reclinada contra el respaldar, mirando fijamente un punto del vacío, sin verlo,
en el interior de mi habitación, rodeada de libros polvorientos, oyendo crujir
la vieja madera como si estuviera oyendo a mis propios huesos. Desde mi
habitación he venido escuchando durante treinta años los ruidos de la casa y de
la ciudad, como celajes de sonido acumulados en un horizonte blanco. Ahora
escucho el ruido súbito de la cadena del inodoro y el del agua en un torrente
rápido, lleno de tintineos como metálicos; después el chorro que vuelve a
llenar el tanque. La sombra de Leopoldo reaparece en los vidrios esmerilados de
la puerta; se pone de perfil; ha de estar mirándose en el espejo. ¿Se afeitará?
Veo cómo se pasa la mano por la cara. Ha mantenido la línea, durante tantos
años, pero se ha llenado de endeblez y fragilidad. Al hamacarme, yendo para
adelante y viniendo para atrás, la sombra da primero la impresión de que avanzara,
y después la de que retrocediera. Vino a casa por mí la primera vez, pero
después se casó con Susana. Todo es terriblemente literario, (“en el reflejo
oscuro”). Fue un alivio, después de todo. Pero los primeros dos años, antes de
que se casaran y Leopoldo empezara a trabajar como agente de publicidad del
diario de la ciudad, —el primer agente de publicidad de la ciudad, creo, y en
eso fue un verdadero precursor— los primeros dos años nos divertimos como
locos, sin descansar un solo día, yendo y viniendo de día y de noche por la
ciudad, en invierno y verano, hasta un día cuya víspera pasamos entera en la
playa, en que Leopoldo vino a la noche a casa y le pidió al finado papá la mano
de Susana después de la cena. Pero el día antes había sido una verdadera fiesta.
Fue un viernes, me acuerdo perfectamente. Leopoldo pasó a buscarnos muy de
mañana, cuando recién había amanecido, estaba todo de blanco, igual que
nosotras, que llevábamos unos vestidos blancos y unos sombreros de playa
blancos como estoy segura de que ni hasta hoy se ha atrevido a llevar nadie en
esta bendita ciudad. Yo llevaba conmigo los versos de Alfonsina. [Va a
afeitarse, sí. Ahora ha abierto el botiquín y mira su interior buscando los
elementos (“en el reflejo oscuro” “sobre la transparencia” “del deseo”) Alza
los brazos y comienza a sacar los elementos]. Ya era diciembre, pero hacía
fresco de mañana. Yo misma manejaba el Studebaker
de papá, y Susana iba sentada al lado mío. En el asiento de atrás iba Leopoldo
al lado de la canasta de la merienda, tapada con un mantel blanco. El aire
(“sobre la transparencia del deseo” “como sobre un cristal esmerilado”) fresco,
limpio, resplandecía, penetrando por el hueco de las ventanillas bajas que
vibraban con la marcha del automóvil. Yo podía ver por el retrovisor la cara de
Leopoldo vuelta ligeramente hacia la ventanilla mirando pensativa el río. Nos
fuimos a una playa desierta, lejos de la ciudad, por el lado de Colastiné.
Había tres sauces inclinados hacia el río —la sombra parecía transparente— y
arena amarilla. Nadamos toda la mañana y yo les leí poemas de Alfonsina: y
cuando llegué a donde dice “Una punta de
cielo/rozará/la casa humana”, me separé de ellos y me fui lejos, entre los
árboles, para ponerme a llorar. Ellos no se dieron cuenta de nada. Después
extendimos el mantel blanco y comimos charlando y riéndonos bajo los árboles.
Habíamos preparado riñón —a Leopoldo le gustan mucho las achuras— y yo no sé
cuántas cosas más, y habíamos dejado toda la mañana una botella de vino blanco
en el agua, justo debajo de los tres sauces, para que el agua la enfriara. Fue
el mejor momento del día: estábamos muy tostados por el sol y Leopoldo era
alto, fuerte, y se reía por cualquier cosa. Susana estaba extraordinariamente
linda. Lo de reírnos y charlar nos gustó a todos, pero lo mejor fue que en un
determinado momento ninguno de los tres habló más y todo quedó en silencio.
Debemos haber estado así más de diez minutos. Si presto atención, si escucho,
si trato de escuchar sin ningún miedo de que la claridad del recuerdo me haga
daño, puedo oír con qué nitidez los cubiertos chocaban contra la porcelana de
los platos, el ruido de nuestra densa respiración resonando en un aire tan
quieto que parecía depositado en un planeta muerto, el sonido lento y opaco del
agua viniendo a morir a la playa amarilla. En un momento dado me pareció que
podía oír cómo crecía el pasto a nuestro alrededor. Y en seguida, en medio del
silencio, empezó lo de las miradas. Estuvimos mirándonos unos a otros como
cinco minutos, serios, francos, tranquilos. No hacíamos más que eso: nos
mirábamos, Susana a mí, yo a Leopoldo, Leopoldo a mí y a Susana, terriblemente
serenos, y después no me importó nada que a eso de las cinco, cuando volvía sin
hacer ruido después de haber hecho sola una expedición a la isla —y volvía sin
hacer ruido para sorprenderlos y hacerlos reír, porque creía que jugaban
todavía a la escoba de quince-, los viese abrazados desde la maleza y oyese la
voz de Susana que hablaba entre jadeos diciendo: “Sí. Sí. Sí. Sí. Pero ella
puede venir. Puede venir. Ella puede venir. Sí. Sí. Pero puede venir.” Los vi,
claramente: él estaba echado sobre ella y tenía el traje de baño más abajo de
las rodillas. La parte de su cuerpo que yo no había visto nunca era blanca,
lechosa, y a mí se me ocurrió lisa y la idea de tocarla alguna vez me revolvió
el estómago. En ese momento se oyó un crujido en la maleza y Leopoldo se paró
de un salto, dejando ver enteramente a Susana que había dejado correr los
breteles de su traje de baño y había sacado los brazos por entre ellos de modo
tal que el traje de baño había bajado hasta el vientre. Yo conocía ya esas
partes del cuerpo de Susana que no estaban tostadas, las había visto muchas
veces. Pero cuando Leopoldo saltó, dificultosamente, con el traje de baño más
abajo de la rodilla, se volvió en la dirección en que yo estaba, por pudor, ya
que el ruido se había oído en dirección contraria al lugar donde yo estaba. Vi
eso, enorme, sacudiéndose pesadamente, desde un matorral de pelo oscuro; lo he
visto otras veces en caballos, pero no balanceándose en dirección a mí. Fue un
segundo, porque Leopoldo se subió en seguida el traje de baño y se sentó
rápidamente frente a Susana – y no pude ver en qué momento Susana se alzó el
traje de baño, se acomodó el pelo y recogió los naipes, pero ya lo estaba
esperando cuando él se sentó manoteando apresuradamente dos o tres cartas del
suelo. Me quedé inmóvil más de quince minutos, hasta que los vi tranquilos, y
yo misma me sentí así. Después nos bañamos desde el crepúsculo hasta que anocheció
—me parece oír todavía el chapoteo de nuestros cuerpos húmedos que relumbraban
en la oscuridad azul —y al otro día Leopoldo le pidió al pobre papá la mano de
Susana.
En este momento puedo
ver cómo Leopoldo, imprimiendo un movimiento circular a su mano, se llena la
cara de espuma con la brocha. Lo hace rápidamente; ahora baja el brazo y la
sombra de su cara, sobre el vidrio esmerilado que refleja también la luz
confusa del interior del cuarto de baño, se ha transformado: la sombra de la
espuma que le cubre las mejillas parece la sombra de una barca, un matorral de
pelo oscuro. Alza el brazo otra vez y con la punta de la brocha se golpea el
mentón, varias veces y suavemente, como si se hubiese quedado pensativo; pero
eso no puede verse. Deja la brocha y después de un momento alza otra vez las
dos manos, en una de las cuales tiene la navaja, y comienza a rasurarse
lentamente, con cuidado. Lentamente, con cuidado, Susana ha de estar bajando ya
las escaleras blancas de la casa del médico, en dirección a la calle. Va a
pararse un momento en la vereda, para orientarse, porque no va casi nunca al
centro. La sombra de Leopoldo se proyecta ahora mostrando cómo se rasura,
lentamente, con cuidado, con la navaja; ahora cambia la navaja de mano y se
pasa el dorso de la mano libre por la mejilla, a contrapelo, para comprobar la
eficacia de la rasurada. Sé qué va a hacer cuando termine de afeitarse y de
bañarse: va a llevar la perezosa al patio, entre las macetas llenas de
begonias, de helechos, de amarantos y de culandrillos, y va a sentarse en la
perezosa en medio del patio; va a estar un rato ahí, fumando en la oscuridad;
va a decir: “¿Quedan espirales, Susana, querida?” y después va a ponerse a
tararear por lo bajo. Todos los anocheceres de setiembre a marzo hace exactamente
eso. Después de un momento va a servirse el primer vermut con amargo y yo podré
saber cuándo va a llenar nuevamente su vaso porque el tintineo del hielo contra
las paredes del vaso semivacío me hará saber que ya lo está acabando. Va a (“En
confusión, súbitamente, apenas”). Siento crujir los huesos del sillón de Viena.
Apenas se haya afeitado y se haya bañado lo va a hacer: va a llevar la perezosa
al centro del patio de mosaicos, la perezosa de lona anaranjada, después de
ponerse su pijama recién lavado y planchado y va a fumar un cigarrillo antes de
(“vi que estallaba” “vi” “vi el estallar de un cuerpo y de una” “y de su ” “la
explosión” “vi la explosión de un cuerpo y de su sombra” “En confusión,
súbitamente, apenas”, “vi la explosión de un cuerpo y de su sombra”) La brasa
del cigarrillo, un punto rojo, va a parecer un ojo único, insomne y sin
parpadeos, avivándose a cada chupada. Y cuando escuche el tintineo del hielo
contra las paredes frías del vaso, voy a saber que ha tomado su primer vermut con
amargo y que va a servirse el segundo.
El tiempo de cada uno
es un hilo delgado, transparente, como los de coser, al que la mano de Dios le
hace un nudo de cuando en cuando y en el que la fluencia parece detenerse nada
más que porque la vertiente pierde linealidad. O como una línea recta marcada a
lápiz con una cruz atravesándola de trecho en trecho, que se alarga
ilusoriamente ante los ojos del que mira porque su visión divide la línea en
los fragmentos comprendidos entre cruz y cruz. Lo de la cruz está bien, porque
cruz significa muerte. Papá y mamá murieron el cuarenta y ocho, con seis meses
de diferencia uno del otro. El peronismo se llevó a papá: fue algo que no pudo
soportar. Y mamá terminó seis meses después que él, porque siempre lo había
seguido. “Después del primer año de casados —me dijo mamá en su lecho de
muerte— nunca tuvo la menor consideración conmigo. Pero, ¿qué puedo hacer sin
él? ” Yo estaba con un traje sastre gris, me acuerdo perfectamente; mamá se
incorporó y me agarró de las solapas, y me atrajo hacia ella; tenía los ojos
extraordinariamente abiertos y la cara apergaminada y llena de arrugas, y eso
que no era demasiado vieja. Nunca la había visto así. Y no era que le tuviese
miedo a la muerte. Nunca se lo había tenido. Comenzó a hacer un esfuerzo
terrible, jadeando, pestañeando, estirando los labios gastados y lisos que se
le llenaban de saliva o de baba —no sé qué era— y me di cuenta de que quería
decirme algo. No lo consiguió. Murió aferrada a las solapas de mi traje sastre
gris y -(“ahora el silencio teje cantilenas”) Durante todos estos años no hago
más que reflexionar sobre lo que mamá trató de decirme. Tuve que hacer un
esfuerzo terrible para arrancar de mis solapas sus manos aferradas; y estaban
tan tensas y blancas que yo podía notar la blancura feroz de los huesos y de
los cartílagos. Cuando doce años después me cortaron el pecho, yo soñé que
arrancaba de mis solapas las manos de mamá (“más largas” “ahora el silencio
teje cantilenas”, “más largas”) y que una de sus manos se llevaba mi pecho.
Pero no se lo llevaba para hacerme mal, sino para protegerme de algo. Ese sueño
vuelve casi todas las noches, como si una aguja formara con mi vida, de un modo
mecánico y regular, un tejido con un único punto. Sé que esta noche va a
volver. Voy a despertarme jadeando y sollozando apagadamente en mi cama
solitaria, rodeada de libros polvorientos, cerca de la madrugada, pero después
voy a respirar con alivio. Cada uno conoce secretamente el significado de sus
propios sueños, y sé que si mamá quiere llevarse mi pecho a la tumba, hay algo
bienintencionado en ella, aunque su acto pueda parecer malo —y capaz que lo
sea. No podemos juzgar nuestros actos más que en relación con lo que hemos
esperado de la vida y lo que ella nos ha dado. A mamá y a mí nos dio también
esa mañana —ese nudo, esa cruz— en la que papá se sentó muy temprano a
desayunar con nosotros. Fue al día siguiente de haberse afiliado al partido
peronista. (“Ahora el silencio teje cantilenas” “más largas”) Papá estaba
sentado en la cabecera y no le dirigíamos la palabra porque nos dábamos cuenta
de que estaba muy nervioso (“que duran más.”) No nos hablaba cuando estaba
irritado. Siempre me había llamado la atención la piel de su cara por lo blanca
que la tenía y cómo sin embargo, en la parte alta de las mejillas, cerca de los
pómulos, se le habían ido formando unas redes tenues, complicadas, de venillas
rojas. Papá tomó su segunda taza de café y después se recostó sobre el respaldar
de la silla y empezó a roncar. Eran unos ronquidos silbantes, secos, recónditos
y cavernosos (“que duran más que el cuerpo” “y que la sombra” “que duran más
que el cuerpo y que la sombra”). Primero vi la mosca recorriendo la red de
venillas rojas sobre la mejilla derecha, como una señal negra desplazándose por
una red ferroviaria dibujada en líneas rojas en un mapa proyectado en una pared
transparente. Pero no empecé a murmurar “Mamá. Mamá” —sin desviar ni un momento
la mirada del rostro de papá— hasta que no vi cómo la mosca comenzaba a bajar,
con la misma facilidad con que podría haberlo hecho sobre una piedra, desde el
pómulo hasta la comisura de los labios, y después entraba en la boca. No
parecía haber entrado en la boca de papá, haber estado recorriendo el cuerpo de
papá, sino nada más que una reproducción en piedra de él, porque ya ni siquiera
roncaba.
Ahora Leopoldo vuelve a
cambiar la navaja de mano y sigue rasurándose. Cuando se inclina hacia el
espejo para verse mejor el perfil de su sombra desaparece, cortado rectamente
por el marco de madera de la puerta, y sobre el vidrio se ve reflejo difuso
—como unas escaras de luz dispuestas de un modo concéntrico, puntillista— de la
luz eléctrica. Me balanceo suavemente en el sillón de Viena. Doy vuelta la
cabeza y veo cómo la luz gris penetra en la habitación a través de las cortinas
verdes, empalideciendo todavía más. Los sillones vacíos saben estar ocupados a
veces —pero eso no es más que recuerdo. Con levantarme y llegar al patio y
alzar la cabeza, podría ver un fragmento de cielo, vaciándose en el hueco que
dejan las paredes de musgo, agrisadas. Saliendo a la puerta miraría la calle
vacía, sin árboles, llena de casas de una planta, enfrentándose en dos hileras
rectas y regulares a través de la vereda de baldosas grises y de la calle
empedrada. De noche, en las proximidades de la luz de la esquina se ve relucir
opacamente el empedrado. Los insectos revolotean alrededor de la luz, ciegos y
torpes, chocan contra la pantalla metálica con un estallido, y después se
arrastran por el adoquín con las alas rotas. Puede vérselos de mañana
aplastados contra las piedras grises por las ruedas de los automóviles. De
noche sé escuchar su murmullo. Y cuando había árboles en la cuadra, a esta hora
empezaba el estridor monótono de las cigarras. Comenzaban separadamente, la
primera muy temprano, a eso de las cinco, y en seguida empezaba a oírse otra, y
después otra y otra, como si hubiese habido un millón cantando al unísono. Yo
no lo podía soportar. El haber cedido y venirme a vivir con ellos ya me
resultaba insoportable. Tenía miedo, siempre, de abrir una puerta, cualquiera,
la del cuarto de baño, la del dormitorio, la de la cocina, y verlo aparecer a
él con eso a la vista, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí desde un
matorral de pelo oscuro. Nunca he podido mirarlo de la cintura para abajo,
desde aquella vez. Pero lo de las cigarras ya era verdaderamente terrible. Así
que me vestía y salía sola, al anochecer; a ellos les decía que me faltaba el
aire. Primero recorría el parque del Sur, con su lago inmóvil, de aguas pútridas,
sobre el que se reflejaban las luces sucias del parque; atravesaba los caminos
irregulares y después me dirigía hacia el centro por San Martín, penetrando
cada vez más la zona iluminada; de allí iba a dar una vuelta por la estación de
ómnibus y después recorría el parque de juegos que se extendía frente a ella
antes de que construyeran el edificio del Correo; iba hasta el palomar, un
cilindro de tejido de alambre, con su cúpula roja terminada en punta, y
escuchaba durante un largo rato el aleteo tenso de las palomas. Nunca me atreví
a caminar sola por la avenida del puerto para cortar camino y llegar a pie al
puente colgante. Al puente llegaba en ómnibus o en tranvía. Me bajaba de la
parada del tranvía y caminaba las dos cuadras cortas hacia el puente, percibiendo
contra mi cuerpo y contra mi cara la brisa fría del río. Me gustaba mirar el
agua, que a veces pasa rápida, turbulenta y oscura, pero emite un relente frío
y un olor salvaje, inolvidable, y es siempre mejor que un millón de cigarras
ocultas entre los árboles y – (“Ah”) Volvía después de las once, con los pies
deshechos; y mientras me aproximaba a mi casa, caminando lentamente, haciendo
sonar mis tacos en las veredas, prestaba atención tratando de escuchar si oía
algún rumor proveniente de aquellos árboles porque (“Ah sí un cuerpo nos diese”
“Ah sí un cuerpo nos diese” “aunque no dure” “una señal” “cualquier señal” “de
sentido” “oscuro” “oscura” “Ah sí un cuerpo nos diese aunque no dure” “una
señal” “cualquier señal oscura” “Ah sí un cuerpo nos diese aunque no dure”
“cualquier señal oscura de sentido” “Veo una sombra sobre un vidrio. Veo” “algo
que amé hecho sombra y proyectado” “sobre la transparencia del deseo” “como
sobre un cristal esmerilado” “En confusión, súbitamente, apenas”, “vi la
explosión de un cuerpo y de su sombra” “Ahora el silencio teje cantilenas” “que
duran más que el cuerpo y que la sombra” “Ah sí un cuerpo nos diese, aunque no
dure” “cualquier señal oscura de sentido”) Si podían oírse, entonces, me volvía
y caminaba sin ninguna dirección, cuadras y cuadras, hasta la madrugada. Porque
estar sentada en el patio, o echada en la cama entre los libros polvorientos,
oyendo el estridor unánime de ese millón de cigarras, era algo insoportable,
que me llenaba de terror.
Ahora la sombra sobre el
vidrio esmerilado me dice que Leopoldo ha terminado de afeitarse, porque ya no
tiene la navaja en las manos y se pasa el dorso de las manos suavemente por las
mejillas (“como un olor” “salvaje” “como un olor salvaje”) Había migas, restos
de comida, manchas de vino tinto sobre el mantel cuadriculado rojo y blanco.
Era un salón largo, y el sonido polítono de las voces se filtraba por mis
tímpanos adormecidos, atentos únicamente a las fluctuaciones hondas de mí
misma, parecidas a voces. Me he estado oyendo a mí misma durante años sin saber
exactamente qué decía, sin saber siquiera si eso era exactamente una voz. No se
ha tratado más que de un rumor constante, sordo, monótono, resonando
apagadamente por debajo de las voces audibles y comprensibles que no son más
que recuerdo, (“que perdure”) sombras. Él me daba frecuentemente la espalda,
mientras hablaba a los gritos con el resto de los invitados. Parecía reinar
sobre el mundo. Yo lo hubiese llevado conmigo esa noche, me habría desvestido
delante de él y agarrándolo del pelo le hubiese inclinado la cabeza y lo
hubiese obligado a mirar fijamente la cicatriz, la gran cicatriz blanca y llena
de ramificaciones, la marca de los viejos suplicios que fueron carcomiendo
lentamente mi seno, para que él supiese. Porque así como cuando lloramos
hacemos de nuestro dolor que no es físico, algo físico, y lo convertimos en
pasado cuando dejamos de llorar, del mismo modo nuestras cicatrices nos tienen
continuamente al tanto de lo que hemos sufrido. Pero no como recuerdo, sino más
bien como signo. Y él no paraba de hablar. “¿De veras, Adelina? ¿No le parece,
Adelina? ¿Qué cómo me siento? ¡Cómo quiere que me sienta! Harto de todo el
mundo, lógicamente. No, por supuesto, Dios no existe. Si Dios existiera, la
vida no sería más que una broma pesada, como dice siempre Horacio Barco. Somos
dos generaciones diferentes, Adelina. Pero yo la respeto a usted. Me importa un
rábano lo que digan los demás y sé que a la generación del cuarenta más vale
perderla que encontrarla, pero hay un par de poemas suyos que funcionan a las
mil maravillas. Dirán que los dioses los han escrito por usted, y todo eso,
sabe, pero a mí me importa un rábano. Hágame caso, Adelina: fornique más,
aunque en eso vaya contra las normas de toda una generación.” Era una noche de
pleno (“contra las diligencias”). Era una noche de pleno invierno. Los
ventanales del restaurante estaban empañados por el vaho de la helada. Y cuando
nos separamos en la calle la niebla envolvía la ciudad; parecía vapor, y a la
luz de los focos de las esquinas parecía un polvo blanco y húmedo, una miríada
de partículas blancas girando en lenta rotación. Apenas nos separábamos unos
metros los contornos de nuestras figuras se desvanecían, carcomidos por esa
niebla helada. Me acompañaron hasta la parada de taxis y Tomatis se inclinó
hacia mí antes de cerrar de un golpe la portezuela: “La casualidad no existe,
Adelina”, me dijo. “Usted es la única artífice de sus sonetos y de sus
mutilaciones.” Después se perdió en la niebla, como si no hubiese existido nunca.
Lo que desaparece de este mundo, ya no falta. Puede faltar dentro de él, pero
no estando ya fuera. Existen los sonetos, pero no las mutilaciones: hay
únicamente corredores vacíos, que no se han recorrido nunca, con una puerta de
acceso que el viento sacude con lentitud y hace golpear suavemente contra la
madera dura del marco; o desiertos interminables y amarillos como la superficie
del sol, que los ojos no pueden tolerar; o la hojarasca del último otoño
pudriéndose de un modo inaudible bajo una gruta de helechos fríos, o papeles, o
el tintineo mortal del hielo golpeando contra las paredes de un vaso con un
resto aguado de amargo y vermut; pero no las mutilaciones. Las cicatrices sí,
pero no las mutilaciones. El taxi atravesaba la niebla, reluciente y húmedo, y
en su interior cálido el chofer y yo parecíamos los únicos cuerpos vivos entre
las sólidas estructuras de piedra que la niebla apenas si dejaba entrever,
(“las formaciones” “contra las diligencias” “contra las formaciones”) Afuera no
había más que niebla; pero yo vi tantas cosas en ella, que ahora no puedo
recordar más que unas pocas: unos sauces inclinados sobre el agua, proyectando
una sombra transparente; unas manos aferradas —los huesos y los cartílagos
blanquísimos— a las solapas de mi traje sastre; una mosca entrando a una boca
abierta y dura, como de mármol; algunas palabras leídas mil veces, sin acabar
nunca de entenderlas; un millón de cigarras cantando monótonamente y al unísono
(“del olvido”), en el interior de mi cráneo; una cosa horrible, llena de venas
y nervios, apuntando hacia mí, balanceándose pesadamente desde un matorral de
pelo oscuro; una imagen borrosa, impresa en papel de diario, hecha mil pedazos
y arrojada al viento por una mano enloquecida. Todo eso era visible en las paredes
mojadas por la niebla, mientras el taxi atravesaba la ciudad. Y era lo único
visible.
En este momento (“Y que
por ese olor”) En este momento Susana debe estar bajando lentamente, con
cuidado, las escaleras de mármol blanco de la casa de médico. Puedo verla en la
calle (“y que por ese olor reconozcamos”), en el crepúsculo gris, parada en
medio de la vereda, tratando de orientarse (“el solar en el que” “dónde debemos
edificar” “el lugar donde levantemos’ “cuál debe ser el sitio”). Está con su
vestido azul, que tiene costuras blancas, semejantes a hilvanes, alrededor de
los grandes bolsillos cuadrados y en los bordes de las solapas. Sus ojos
marrones, achicados por las formaciones adiposas de la cara, como dos pasas de
uvas incrustadas en una bola de masa cruda, se mueven inquietos y perplejos
detrás de los anteojos. Está tratando de saber dónde queda exactamente la
parada de colectivos. Leopoldo pasa ahora a la bañadera. Lo hace de un modo
dificultoso, ya que advierto que su sombra se bambolea y se mueve con lentitud.
Trata de no resbalar (“de la casa humana”) Ahora Susana descubre por fin cuál
es la dirección conveniente y comienza a caminar con dificultad, debido a sus
dolores reumáticos. Aparece envuelta en la luz del atardecer: la misma luz gris
que penetra ahora a través de las cortinas verdes y se condensa en mi batón
gris y a mi alrededor, como una masa tenue que resplandece opaca y se adelanta
y retrocede rígidamente adherida a mí mientras me hamaco en el sillón de Viena.
Atraviesa las calles de la ciudad, pesada y compacta. Puedo escuchar el rumor
inaudible de su desplazamiento. Las calles están llenas de gente, de coches y
de colectivos. El rumor de la ciudad se mezcla, se unifica y después se eleva
hacia el cielo gris, disipándose, (“el lugar de la casa humana” “cuál es el
lugar de la casa humana” “cuál es el sitio de la casa humana”) Ahora la
escalera en la casa del médico está vacía. La vereda delante de la casa del
médico está vacía. Susana extiende el brazo delante del colectivo número
dieciséis, que se detiene con el motor en marcha. Susana sube dificultosamente.
Alguien la ayuda. Susana siente (“como reconocemos por los”) en la cara el
calor que asciende desde el motor del colectivo. Se tambalea cuando el
colectivo arranca. Le ceden el asiento y ella se sienta con dificultad,
agarrándose del pasamanos, sacudiéndose a cada sacudida del colectivo,
tambaleándose, resoplando, murmurando distraídamente “Gracias”, sin saber
exactamente a quien (“por los ramos”) Estaba verdaderamente (“por los ramos” “de
luz solar”) hermosa esa tarde, alrededor de las cinco, cuando Leopoldo se
levantó de un salto, volviéndose hacia mí con el traje de baño a la altura de
las rodillas —la cosa, balanceándose pesadamente, apuntando hacia mí—, dejando
ver al saltar las partes de Susana que no se habían tostado al sol. No era la
blancura lisa y morbosa de Leopoldo, sino una blancura que deslumbraba. Pero no
piensa en eso. No piensa en eso. No piensa en nada. Mira la ciudad gris —un
gris ceniciento, pútrido— que se desplaza hacia atrás mientras el colectivo
avanza hacia aquí. Leopoldo abre la ducha y comienza a enjabonarse. Todos sus
movimientos son lentos, como si estuviera tratando de aprenderlos (“de luz
solar la piel de la mañana”) Como si estuviera tratando de aprenderlos y
grabárselos. Se refriega con duros movimientos el pecho, los brazos, el
vientre, y ahora sus dos manos se encuentran debajo del vientre y comienzan a
refregar con minucia; eso es lo que me dice su sombra reflejándose sobre los
vidrios esmerilados de la puerta del cuarto de baño. Mis huesos crujen como la
madera del sillón, pulida y gastada por el tiempo, mientras me inclino hacia
adelante y vuelvo hacia atrás, hamacándome lentamente, rodeada por la luz gris
del atardecer que se condensa alrededor de mi cabeza como el resplandor de una
llama ya muerta. (“Y que por ese olor reconozcamos” “cuál es el sitio de la
casa humana” “como reconocemos por los ramos” “de luz solar la piel de la
mañana”).
Envío
Sé que lo que mamá
quiso decirme antes de morir era que odiaba la vida. Odiamos la vida porque no
puede vivirse. Y queremos vivir porque sabemos que vamos a morir. Pero lo que
tiene un núcleo sólido —piedra, o hueso, algo compacto y tejido apretadamente,
que pueda pulirse y modificarse con un ritmo diferente al ritmo de lo que
pertenece a la muerte— no puede morir. La voz que escuchamos sonar desde dentro
es incomprensible, pero es la única voz, y no hay más que eso, excepción hecha
de las caras vagamente conocidas, y de los soles y de los planetas. Me parece
muy justo que mamá odiara la vida. Pero pienso que sí quiso decírmelo antes de
morirse no estaba tratando de hacerme una advertencia sino de pedirme una
refutación.
"Palo y hueso" de Nicolás Sarquis (año 1967), sobre el cuento homónimo de J. J. Saer
Juan José Saer
(Serodino, Santa Fe, Argentina, 28 de junio de 1937 - París, Francia, 11 de
junio de 2005) fue un escritor argentino, considerado uno de los más
importantes de la literatura latinoamericana y de la literatura en idioma
español del siglo XX, «el escritor más relevante de Argentina después de
Borges» según Martín Kohan y el mejor escritor argentino de la segunda mitad
del siglo XX, según Beatriz Sarlo.
Su relevancia quedó reflejada en el hecho de que
tres de sus novelas —El entenado, La grande y Glosa— figuran en la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores
y críticos latinoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua
castellana de los últimos 25 años. Sus obras han sido traducidas al francés,
inglés, alemán, italiano, portugués, neerlandés, sueco, griego, checo y
japonés.
Su hijo Jerónimo (1970 - 2015) se destacó como
músico y cineasta.
Biografía
Juan José Saer nació el
28 de junio de 1937 en Serodino, una localidad del departamento de Iriondo
(provincia de Santa Fe) ubicada a cuarenta kilómetros al noroeste de la ciudad
de Rosario; allí pasó sus primeros años. Como muchas familias del pueblo, la
suya era de origen extranjero: sus padres y sus abuelos eran sirios católicos,
que se dedicaban al comercio (su padre tenía un almacén de ramos generales).
Existe una iniciativa, impulsada por miembros de la comunidad, para restaurar y
convertir en centro cultural la casa natal del escritor.
En 1947 su familia se
trasladó a la ciudad de Santa Fe, donde concluyó su educación y se desempeñó
unos años como periodista, al mismo tiempo que tomó contacto con un grupo local
de escritores, entre los que se encontraba el poeta Hugo Gola. A través de ellos
también entabló amistad con el poeta entrerriano Juan L. Ortiz, a quien
consideró un maestro y cuya obra influyó de manera decisiva en su escritura.
En su primer libro de
cuentos, En la zona (1960), aunque
son notorias las influencias borgeanas, ya se advierte, desde el título, la
fijación de un espacio narrativo en el que se desarrollará la mayor parte de su
obra, y que se anuncia en el último cuento del volumen, «Algo se aproxima». Dos
años más tarde se trasladó a Colastiné Norte, un barrio costero alejado del
centro de la ciudad, donde escribiría otros cuatro libros: las novelas Responso (1964) y La vuelta completa (1966), ambas de corte existencialista, y los
cuentarios Palo y hueso (1965) y Unidad de lugar (1967). Al mismo tiempo,
combinó la escritura con su actividad docente, enseñando Historia del Cine y
Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral.
Obtuvo una beca de la Alianza Francesa para ir a París en
1968. En principio pensaba ir sólo por seis meses, pero terminó quedándose de
manera definitiva, aunque volvería a la Argentina con frecuencia. Retomó su
actividad docente en la Universidad de
Rennes, donde dictó clases de Literatura hasta su retiro en 2002. Allí
conoció a Laurence Gueguen, quince años menor que él, y que terminaría siendo
su segunda esposa y madre de su hija Clara.
En la capital francesa comienza su madurez
literaria, ya que a partir de allí publicaría sus obras más célebres. En 1969
apareció su novela Cicatrices,
considerada por la crítica como su primera novela madura. Un año después nació
su hijo Jerónimo, quien de adulto se dedicaría a la música. Después de trabajar
en ella durante nueve años, en 1974 publicó la que se considera su novela más
radical y compleja, El limonero real.
Los años siguientes
fueron definidos por Saer como los más difíciles de su vida, en parte por un
sentimiento de desarraigo y la situación política de Argentina en esos años,
además de problemas personales, como el divorcio de su primera esposa y el
traslado a Rennes, que lo mantuvo alejado de su hijo. Durante este período
publicó el libro de cuentos La mayor
(1976) y un poemario, El arte de narrar
(1977), que reeditaría con ampliaciones en 1988 y en 2000.
En 1980 publicó Nadie nada nunca, una suerte de policial
en donde vuelve a experimentar con la recursividad de una narración contada
desde distintos puntos de vista. Saer la escribió a lo largo de cuatro años en
un aislamiento completo, y la definió como «una de mis novelas más
experimentales». Con esta obra le llegó el reconocimiento de la crítica, que
convertiría a Saer en uno de los autores más destacados en la literatura en
español.
Luego se distanció de
la experimentación formal, volviendo a un tipo de narración más inteligible. En
1983 apareció El entenado, la primera
de tres novelas que Saer llamó "de la llanura", y que transcurren en
un tiempo alejado del resto de sus obras. Con esta obra le llegó también el
reconocimiento del público, y al día de hoy sigue siendo una de sus novelas más
leídas y estudiadas. Glosa (1985),
considerada por algunos como su mejor novela, y que fue la favorita del autor,
ya que "es el libro que más se parece a lo que quería hacer", según
declaró.
En 1987 publicó La ocasión, otra novela histórica, esta
vez situada en el siglo XIX, con la que obtendría el Premio Nadal ese año, y en
1992 Lo imborrable, que retoma
personajes que habían aparecido en novelas anteriores (La vuelta completa,
Glosa). Por esa época apareció su "tratado imaginario" El río sin orillas, texto híbrido entre
ficción, ensayo e historia sobre el Río de la Plata. Incursionó en el género
policial con La pesquisa (1994), y
tres años después apareció Las nubes,
novela histórica escrita a partir de un manuscrito que encuentran los
protagonistas del libro anterior. El mismo año lanzó El concepto de ficción, y en 1999, La narración-objeto, dos volúmenes de ensayos en los que, además de
analizar la obra de otros autores, expone los fundamentos teóricos de su
programa narrativo.
El cuentario Lugar (2000) fue el último libro que
alcanzó a publicar en vida. Al año siguiente Seix Barral publicó sus Cuentos completos en orden inverso,
desde los más recientes hasta los primeros, con cuatro relatos escritos en los
años 60 y que hasta entonces no han figurado en libro. En 2004 recibió el
Premio Konex de Platino en la categoría Novela: Quinquenio 1994-1998.
Aquejado de un cáncer
de pulmón, falleció en París el 11 de junio de 2005, a los sesenta y siete
años, y fue sepultado en el cementerio del Père-Lachaise. Al momento de su
muerte estaba escribiendo los últimos capítulos de su novela más extensa, La grande, que terminó apareciendo
póstumamente junto con Trabajos, una
colección de artículos literarios aparecidos en diversos diarios y revistas que
Saer ya tenía lista para publicarse.
Además de estos
títulos, entre 2012 y 2015 Seix Barral publicó una colección de textos inéditos
con el título de Borradores inéditos,
aparecidos en cuatro volúmenes: dos de borradores y notas (bajo el título de Papeles de trabajo), un tercero de
poemas y el cuarto, de ensayos. Con estos textos, según su editor Alberto
Díaz, queda publicada la obra completa del escritor argentino.
Obra
Ignorado durante gran
parte de su vida, con un programa narrativo riguroso y solitario que lo hizo
escribir de espaldas a fenómenos editoriales como el boom latinoamericano (al
que desdeñó), la obra de Saer ha obtenido, a partir de los años ochenta sobre
todo, el reconocimiento de la crítica especializada, tanto en Argentina como en
Europa.
Su obra abarca doce
novelas, cinco libros de cuentos, cuatro de ensayos y uno de poemas. La
publicación de sus cuentos completos permitió incluir un sexto libro de
relatos, armado para la ocasión con tres textos que habían aparecido en
revistas o diarios y uno inédito.
Junto con Juan Carlos
Onetti, Saer es el escritor rioplatense que más evidencia la influencia del
escritor estadounidense William Faulkner, especialmente por la recurrencia de
un grupo de personajes (Carlos Tomatis, Ángel Leto, Washington Noriega, el
Matemático, etc.). Asimismo, Saer toma del norteamericano la prosa trabajada,
de oraciones largas, y el trabajo con los puntos de vista, combinándolo con
detalladas descripciones de los espacios y la acción narrativa. La fijación en
los elementos del paisaje y la fijación con el espacio del Litoral es también
influencia de sus lecturas poéticas, especialmente de Juan L. Ortiz, a quien
Saer consideraba «el más grande poeta argentino del siglo XX».
El cine no se mantuvo
ajeno a su actividad: además de desempeñarse como docente en el Instituto de Cinematografía de la
Universidad del Litoral de Argentina, escribió dos guiones
cinematográficos: Palo y hueso
(1968), película dirigida por Nicolás Sarquis basada en un cuento suyo, y Las veredas de Saturno (1985), rodada
por Hugo Santiago, esta vez en coautoría.
La siguiente lista contiene una breve sinopsis de
cada uno de sus libros:
En
la zona (1960): primer volumen de cuentos de matiz
decididamente borgeano: es la «canción de gesta de los cuchilleros», pero en
torno a marginales del puerto santafesino. Ya se vislumbra sin embargo la
ciudad como topos privilegiado de su narrativa. Saer renegó un poco de este
libro y es cierto que es todavía inmaduro. Pero (señala la crítica) tiene el mérito
de anunciar todo su «programa» en el último cuento del volumen, Algo se aproxima.
Responso
(1964): primera novela de la serie. Un bautismo de fuego bastante bien logrado,
con un trabajo narrativo más bien clásico.
Palo
y hueso (1965): este segundo volumen de cuentos sigue
todavía como laboratorio en la búsqueda de la forma propia. Un cuento, Por la vuelta, anticipa su segunda
novela.
La
vuelta completa (1966): la segunda novela más extensa
después de La grande. De filiación
existencialista, a pesar de sus defectos de composición ya se percibe el estilo
más tarde desarrollado por Saer en el trabajo con el tiempo y los puntos de
vista de los dos narradores, que alcanzaría su punto más radical en El limonero real y Nadie nada nunca. Primera aparición del elenco estable de varias de
sus novelas: Tomatis, Barco, Rosemberg, Rey, Leto, etc.
Unidad
de lugar (1967): primeros cuentos de madurez. Sobresale el
cuento Sombras sobre vidrio esmerilado,
uno de los más célebres del autor.
Cicatrices
(1969): cuatro historias narradas por cuatro protagonistas de cuatro capítulos
diferentes que giran en torno a un hecho común: un obrero metalúrgico que mata
a su esposa el día del trabajador. El telón de fondo de la historia lo
constituye el fantasma del peronismo proscripto. La crítica la considera su
primera novela madura.
El
limonero real (1974): ambientada en las afueras de
Santa Fe, en el pueblo isleño de Colastiné, esta novela es quizás la más
radical y compleja de su obra. Saer tardó nueve años en escribirla. La anécdota
es mínima: se narran los sucesos del último día del año en la vida de unos
isleños. La filiación con Joyce es clara y está trabajada de manera minuciosa.
La
mayor (1976): el relato que da título al volumen es el
más radical de su obra. Prosigue, hasta fines insospechados, su experimentación
con la anécdota mínima y una prosa que se sostiene sólo por el ritmo. Los
acontecimientos se borran de la trama narrativa. Diálogo polémico-poético con
Proust. Sobresale también el cuento A
medio borrar, que narra la partida de Pichón Garay de la ciudad durante una
inundación.
El
arte de narrar: poemas, 1960/1975 (1977): único libro de
poemas de Saer. El escritor agregaría poemas nuevos en sucesivas reediciones.
Nadie
nada nunca (1980): en la estela de las dos narraciones
anteriores y también ambientada en Colastiné. Trabajado juego con los puntos de
vista, se narra lo mismo, una y otra vez, desde la perspectiva de distintos
personajes. La dictadura militar argentina es un telón de fondo discreto de la
«acción» (porque en realidad no pasa casi nada) de la novela, en un ambiente
enrarecido y oprimente. Publicada sin repercusión alguna el mismo año que Respiración artificial, primera novela
de Ricardo Piglia, Nadie nada nunca
es una de las cimas de la experimentación saeriana
con la trama narrativa.
El
entenado (1983): primera de tres novelas
"históricas", no por serlo en un sentido estricto del término sino
por estar situadas en un tiempo lejano al que transcurren sus otras novelas.
Ambientada durante la conquista de América, El
entenado cuenta la historia de un grumete que vivió diez años entre los
indios colastinés y volvió a Europa para escribir sus memorias. La prosa es
impecable y, si bien se vuelve a un tipo de narración más inteligible, esta
novela es un exquisito diálogo con los relatos de crónicas de viaje y, a su
modo, constituye el mito de origen del espacio geográfico saeriano y, por ende, de su misma obra.
Glosa
(1986): Dos amigos, Ángel Leto y el Matemático, caminan durante veintiuna
cuadras por una calle del centro de la ciudad y reconstruyen una fiesta de
cumpleaños a la que ninguno de los dos asistió. Construida en relación con la
estructura de El banquete de Platón,
esta novela es una comedia genial sobre la memoria, el relato, el tiempo y la
muerte. Algunos críticos la consideran su mejor novela, y el propio Saer la
consideraba su favorita.
La
ocasión (1987). Con esta obra ganó el Premio Nadal: segunda novela ambientada en un tiempo pasado y
desligada del marco principal de sus novelas, transcurre en la pampa argentina
durante el siglo XIX y la protagoniza un extranjero de origen difuso que se
dedica al mentalismo. Refutado por los positivistas en París, Burton quiere
demostrar la inferioridad de la materia respecto del poder del espíritu. La
historia de su posible locura, mezclada con su obsesión por una mujer (metáfora
del fracaso de su teoría), se entreverá con la historia del nacimiento de una
nación.
El
río sin orillas: tratado imaginario (1991): inclasificable
obra, mezcla de ensayo, historia y novela. Su único parangón en la literatura
argentina es, quizás, el Facundo de
Sarmiento.
Lo
imborrable (1992): narrada por su personaje más famoso, Carlos
Tomatis, esta novela es una suerte de monólogo lírico en el que se cuenta la salida
de su protagonista a la vida luego de un largo período de depresión. Con el
negro marco de la dictadura militar, la acción se desarrolla en 1981 y la
novela constituye el cierre de una trilogía que comienza con La vuelta completa y continúa con Glosa (ambientadas las dos en el año
1961).
La
pesquisa (1994): la novela policial de Saer, esta obra tuvo
un cierto éxito de ventas. De visita en la Argentina, Pichón Garay le relata a
sus amigos el caso de un asesino serial que ataca a las ancianas en París.
El
concepto de ficción (1997): ensayos en los que Saer
reflexiona sobre la obra de otros escritores, sobre nociones de crítica y
teoría literaria y, más que nada, sobre su obsesión de siempre: la posibilidad
de narrar.
Las
nubes (1997): tercera y última novela desgajada de su
proyecto narrativo principal. Un manuscrito encontrado por los personajes de La pesquisa encierra la historia de una
odisea por la pampa argentina protagonizada por unos enfermos mentales
conducidos por un grupo de psiquiatras. Es el motivo, reincidente en la
literatura argentina y en todas las literaturas, del viaje, que siempre se
alegoriza para hablar sobre otros temas, en este caso retomando los tópicos de
la novela anterior.
La
narración-objeto (1999): segundo libro de ensayos sobre
literatura. Retoma temas y problemas ya desarrollados por Saer en El concepto de ficción, por lo que puede
considerarse un complemento de aquél.
Lugar
(2000): último libro de cuentos de Saer. Este texto hubiera abierto, quizás,
una nueva brecha en su recorrido narrativo, puesto que se vuelve a formas más
elementales del relato y se sale del estricto marco espacial que delimitaba la
narrativa saeriana. Sobresale un
relato pseudo policial que es una continuación de La pesquisa.
La
grande (2005): la última novela de Saer es también la más
extensa y ambiciosa. La acción transcurre a lo largo de una semana, día por
día: el regreso del protagonista del cuento Tango
del viudo a la ciudad, su reencuentro con su pasado y la organización de un
asado en el que convergen por última vez los personajes del universo saeriano, conforman la trama de la
novela. Summa literaria que cierra su ciclo novelístico, a pesar de ser un
texto inconcluso.
Trabajos
(2005): artículos escritos para la prensa, con un formato breve y una gran
condensación de ideas. Cierra el trabajo ensayístico de un escritor que, con
mayor y con menor fortuna, se dedicó a opinar acerca de lo que más sabía:
literatura.
Obras
Novelas
Responso (1963)
La vuelta completa (1966)
Cicatrices (1969)
El limonero real (1974)
Nadie nada nunca (1980)
El entenado (1983)
Glosa (1986)
La ocasión (1987)
Lo imborrable (1992)
La pesquisa (1994)
Las nubes (1997)
La grande (2005)
Cuentos
En la zona (1960)
Palo y hueso (1965)
Unidad de lugar (1967)
La mayor (1976)
Lugar (2000)
Cuentos completos (2001)
A medio borrar (2017), antología
Poesía
El arte de narrar: poemas, 1960/1975 (1977)
Borradores inéditos 3: Poemas (2013)
Ensayos
El río sin orillas: tratado imaginario (1991)
El concepto de ficción (1997)
La narración-objeto (1999)
Trabajos (2005)
Borradores inéditos 4: Ensayos (2015)
Borradores
Borradores inéditos: Papeles de trabajo (2012)
Borradores inéditos: Papeles de trabajo II (2013)
Adaptaciones
cinematográficas
Palo y hueso (1968), dirigida por Nicolás Sarquís,
con guion coescrito con el autor; basada en el cuento homónimo.
Nadie nada nunca (1988) dirigida por Raúl Beceyro;
basada en la novela homónima.
Cicatrices (2001) dirigida por Patricio Coll; basada
en la novela homónima.
Tres de corazones (2007) dirigida por Sergio Renán;
basada en el cuento El taximetrista.
Yarará (2015) dirigida por Santiago Sarquís; basada
en el cuento El camino de la costa.
El limonero real (2016) dirigida por Gustavo Fontán;
basada en la novela homónima.
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