La
calle de los cocodrilos
Bruno
Schulz
Mi padre conservaba en
el cajón inferior de su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra
ciudad. Era en realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por
medio de cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a
vuelo de pájaro.
Fijado a la pared, a la
que cubría casi por entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que
serpenteaba como una cinta pálida y dorada el conjunto de los grandes lagos y
pantanos y los últimos contrafuertes de las montañas, cuyas ondulaciones huían
hacia el Sur, primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más
numerosas, en un damero de colinas redondeadas que se hacían más pequeñas y más
pálidas a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas
periferias empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el
borde del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas,
compacta mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más
cerca se dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibujados con
la misma precisión con que se verían a través de unos prismáticos.
En esta parte, el
artista había logrado fijar la profusión tumultuosa de las calles y
callejuelas, el diseño de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras
que brillaban en el oro sombrío de un crepúsculo que hundía a los nichos y oquedades en una sombra color ocre. Esos espectros de sombra se extendían como
rayos de miel, por las arterias de la ciudad. Bañaban con su masa tibia y
opulenta aquí la mitad de una calle, allá un espacio entre dos casas, y
orquestaban, en un claroscuro triste y romántico, la polimorfia arquitectónica
del conjunto.
Ahora bien, sobre este
plano, dibujado en el estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la
calle de los Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable a la que, en los
tratados de geografía, señala las regiones polares o los países inciertos o
inexplorados. Solo algunas calles estaban indicadas allí con líneas negras, con
sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se
distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el
cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte legítima de la
ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese tratamiento
superficial.
Para comprender su
reserva, debemos describir aquí la naturaleza particular de este barrio
equívoco. Era un distrito comercial e industrial de muy marcado carácter
utilitarista. El espíritu de la época y los mecanismos económicos no habían
perdonado a nuestra ciudad y se habían enraizado en su periferia, donde habían
dado nacimiento a ese suburbio parásito. Mientras que en la ciudad vieja
reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este
barrio joven habían florecido toda clase de métodos comerciales sobrios y
modernos. Injertado en este suelo agotado, cierto norteamericanismo exuberante
había producido un estilo soso e incoloro, de una vulgaridad presuntuosa. Se
veían allí miserables edificios de fachada caricaturesca, embozados en
monstruosos ornamentos de estuco que se desmoronaban fácilmente. A las viejas
barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente portales cerrados que,
si se los miraba de cerca, no eran más que una lamentable imitación del estilo
de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales se quebraba en reflejos
ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de los portales, el tono gris
uniforme de esos interiores estériles en los que las altas estanterías y los
muros agrietados se cubrían de telas de araña y de capas de polvo, todo eso
daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo Klondyke. Así se alineaban
una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de confección, los depósitos
de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En los grandes vidrios
grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en semicírculo
inscripciones en letras doradas:
CONFITERÍA, MANICURA, KING OF ENGLAND.
Los viejos habitantes
de la ciudad se mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin
carácter ni cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del
ser humano que, por sí mismos y ellos solos, engendraban tales ambientes
dudosos y efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad,
podía ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni
siquiera los mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de
borrar las jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil promiscuidad. Ese
barrio era un Eldorado para esos desertores que renunciaban a su dignidad. Todo
allí parecía sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos
cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a
desencadenar los bajos instintos.
Un transeúnte
desprevenido difícilmente descubriría la extraña peculiaridad de estos lugares,
donde los colores estaban ausentes, como si en esta aglomeración mediocre y
apresurada nadie pudiera permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto
ilustrado o en las fotos en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la
simple metáfora pues, por momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la
impresión de hojear un insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se
hubieran deslizado proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones
parásitas. Esos paseos se revelaban tan estériles como los desbordes de una
imaginación que se arrastra entre las ilustraciones y los textos de una
publicación pornográfica.
Si uno entraba, por
ejemplo, en la tienda de un sastre, para encargar un traje de dudosa elegancia,
a tono con las características del lugar, se encontraba en un local vasto y
vacío, de techo elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes
estanterías. Ese andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las
alturas, hacia ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y
mustio como los de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es
posible ver por la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y
cartones, superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al
vago firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una
construcción estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas
grises de múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos
escolares, porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa
e indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.
Y ahora se nos aparece
un joven extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos
nuestros deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuencia chabacana. Sin dejar
de parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da
forma a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o
pantalones imaginarios. Todas esas manipulaciones solo parecen una simulación,
una comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su
actividad.
Las vendedoras son
morenas y esbeltas, pero la belleza de cada una de ellas tiene un pequeño
deterioro, muy característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la
tienda, o se apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial confiada
al experto dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de
ceremonias y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida
de hombre. Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas, cuando,
esbozando una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la
etiqueta de su mercadería, de transparente simbolismo.
Poco a poco la cuestión
de la elección de una tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven
corrompido y casi afeminado, lleno de comprensión por los caprichos más íntimos
del cliente, exhibe ante los ojos de este etiquetas muy particulares, toda una
colección de marcas registradas, la colección de un aficionado refinado.
Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una fachada que disimulaba
el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje reducido y escritos de
carácter licencioso. El joven diligente nos muestra reservas de libros,
grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las estampas
superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado tales abismos de
depravación, una desvergüenza tan refinada.
Las vendedoras, grises,
color de papel, pasan y vuelven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las
pilas de libros. Sus rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las
morenas que, agazapado en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera
enloquecida de cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en
sus lunares picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su
sangre negra. Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen
conservar manchas de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse
sobre el papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero
obscuro y aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.
Entretanto la licencia
se generaliza. El dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se
ha reducido progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno
de los numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote
femenino entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas a otras
las figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre lechos
improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de
importunarlo y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya
no le prestan ninguna atención. Sin embargo adoptan una actitud arrogante,
colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus
zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así
con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se
siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja sin campo
libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para
escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salir a
la calle.
Nadie nos retiene. Nos
escabullimos entre corredores de libros, entre las largas estanterías de
revistas e impresos; logramos abandonar el negocio y nos hallamos de nuevo en
el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar
todo su trazado, hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz
es grisácea, como siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una
foto de vieja revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vulgares los
vehículos, las casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia
por todas sus grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de
que esa esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente
para ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa
mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se
desmorona, y solo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro
inmenso y vacío recorrido a veces por los estremecimientos de una gravedad
tensa y patética.
Lejos está de nosotros
la intención de denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el
encanto mezquino de este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto
de cierto carácter autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan
con altos edificios que se diría hechos de cartón, un conglomerado de
insignias, ciegas ventanas de oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La
multitud hormiguea al pie de esas casas. La calle es tan ancha como una avenida
urbana, pero la calzada, a la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de
arcilla apisonada, invadida de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La
circulación de los peatones es motivo de orgullo para los habitantes del
barrio, y hablan de ella exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud
descolorida, anónima, está
en sumo grado poseída
de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir a crear la
impresión de una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto atareado y
práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula monótonamente y
sin objeto. Toda la escena está impregnada de una curiosa insignificancia. La
multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa extraña, se la distingue
apenas vagamente. Las siluetas se deslizan en un tumulto suave y confuso, sin
llegar a destacarse completamente recortadas. Solo de vez en cuando puede uno
aislar, en esa maraña, alguna mirada negra y viva, un sombrero muy calado, una
mitad de rostro deformado por un rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse,
una pierna que ha dado un paso y queda endurecida para siempre en esa actitud.
Una de las
particularidades del barrio son los coches de plaza sin conductor, que ruedan
solos por las calles, y no porque falten cocheros, sino porque estos, perdidos
en la multitud y solicitados por otros asuntos, no se preocupan por sus coches.
En esta esfera de la apariencia y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado
por precisar el lugar de destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes
con la indolencia que se observa aquí en general. En ciertos cruces peligrosos
se los ve, a veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no
sin esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.
En el barrio hay
también tranvías, que constituyen el más brillante de los triunfos para los
concejales municipales. Pero el aspecto de esos coches de papel maché es
lastimoso, con sus tabiques deformados por el paso del tiempo. A veces hasta
les falta la delantera, de manera que se ve a los pasajeros sentados en el
interior, rígidos y en actitud muy digna. Estos tranvías son empujados por
mandaderos municipales.
Pero lo más
sorprendente es el sistema ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A veces,
durante el fin de semana, a horas variables, se puede observar a una multitud
que espera el tren en una parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar
exacto donde habrá de detenerse, son seguros y ocurre a veces que la gente
forma dos filas de espera, pues no logran ponerse de acuerdo sobre el
emplazamiento de la estación. Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y
silencioso a lo largo de las vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus
rostros son como máscaras de papel que la expectativa recorta con líneas
fantásticas.
Por fin el tren llega.
Sale de una callecita, minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una
locomotora jadeante. Ha entrado en ese corredor oscuro y la calle se ennegrece
bajo el polvillo de carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de
la locomotora, un soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y
el enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de
estación, en medio del breve crepúsculo invernal.
El comercio de billetes
de tren es, junto con la corrupción, la plaga de la ciudad. A último momento,
cuando el tren se halla ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con
los empleados de la línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en
marcha, acompasado por una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo
rato y luego se dispersa.
La calle, reducida por
un momento a ser esa estación crepuscular, llena del aliento de las vías
lejanas, se ilumina y se ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud
indolente y monótona, que vaga con su impreciso murmullo a lo largo de las
vidrieras que, detrás de los sucios cristales, exhiben toda clase de baratijas,
grandes maniquíes de cera y muñecas de peluqueros.
Vestidas con largas
ropas de encaje pasan, provocadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra
parte, las mujeres de los peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan
con un paso elástico de animales feroces y llevan en sus rostros malvados y
corrompidos una pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son
estrábicos, tienen la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.
Los vecinos están
orgullosos de las emanaciones viciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos
privamos de nada, piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un
verdadero libertinaje. Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas.
En efecto, basta mirar a cualquiera de ellas para encontrar una mirada
insistente, viscosa, que nos hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta las
escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto defecto en los ojos,
una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se esboza su futura
depravación.
Y sin embargo… Sin
embargo, ¿será necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el
misterio cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces,
en el curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado
discretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá, pues, al
descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este barrio,
pero este término tiene también un significado bastante claro para expresar la
esencia intermedia e indecisa del barrio.
Nuestro lenguaje no
tiene vocablos que permitan fijar los grados de la realidad o definir su
densidad. Digámoslo sin disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que
nada cobra realidad en él. Todos los gestos insinuados quedan en suspenso, se
agotan prematuramente y no pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la
oportunidad de observar la exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de
los proyectos y de las anticipaciones: no se trataba de otra cosa que de una
fermentación de deseos, precoz y, por lo tanto, estéril.
En una atmósfera de
facilidad excesiva todos los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece
y se cubre de estériles excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla,
adormideras febriles y descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de
pecado disoluto y perezoso: gentes, casas y tiendas solo padecen, a veces, un
estremecimiento de su cuerpo febril, un espasmo entre sus ensoñaciones. En
parte alguna como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la proximidad de
realización, debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a
cumplirse. Pero todo termina allí.
Una vez superado cierto
nivel, el flujo se detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las
posibilidades recaen en la nada, las amapolas grises y enloquecidas de la
excitación se disipan en cenizas.
Nunca nos abandonará el
arrepentimiento de habernos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás
volveremos a encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos
equivocaremos. Visitaremos decenas de negocios parecidos, caminaremos entre
murallas de libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos
confusas negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa
que no comprenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin fin, hasta que
nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos
inútiles, tantas búsquedas infructuosas.
Nuestras esperanzas
reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local era solo una apariencia;
la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención
oculta. En cuanto a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación
es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta
ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos exuberantes ni para
las pasiones oscuras e insólitas.
La calle de los
Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción
modernas. Pero, como es natural, solo podíamos pretender edificar una imitación
en papel maché, un fotomontaje hecho con recortes de viejos periódicos
amarillentos.
Sklepy
cynamonowe, 1934
Bruno Schulz
(Drogóbich, Ucrania, 12 de julio de 1892 – Drogóbich, Ucrania, 19
de noviembre de 1942) fue un escritor, artista gráfico, pintor, dibujante y
crítico literario polaco de origen judío, reconocido como uno de los mayores
estilistas de la prosa polaca del siglo XX.
Biografía
Schulz nació en
Drohobycz, cerca de Lwów (la capital de Galitzia bajo el Imperio
Austrohúngaro), en una familia de judíos asimilados. Fue el último de los hijos
de Jakub Schulz, propietario de una tienda textil, y de Henrietta Kuhmärker,
hija de una familia de mayoristas dedicados a la venta de madera y propietarios
de un aserradero en Drohobycz. Los padres de Schulz no cultivaron tradiciones
judías y en su casa hablaban solamente en polaco.
En el año 1910 supera
el examen de bachillerato y es calificado con un sobresaliente. Su diploma de
bachiller lleva la anotación: “Capacitado para los estudios universitarios”.
Aconsejado por sus familiares, Schulz no se matricula en la facultad de Bellas
Artes sino en la de Arquitectura del instituto politécnico de Lwów. A
consecuencia de la enfermedad del señor Jakub, los padres venden la casa y el
negocio y se trasladan a la vivienda de su hija (casada) Hanna Hoffman, a la
calle Bednarska.
Schulz, una vez
finalizado el primer año, y después de examinarse, interrumpe sus estudios
universitarios debido a una enfermedad del corazón y los pulmones; en verano
regresa a casa y más tarde ingresa como convaleciente en un sanatorio de
Truskawiec.
En 1913 Schulz vuelve a
Lwów y reinicia sus estudios; al año siguiente supera el examen oficial de una
asignatura en la Universidad. Sus estudios se ven interrumpidos por el
estallido de la I guerra mundial. Regresa a casa. Acompañado de sus familiares
marcha a Viena, donde participa en los cursos de arquitectura del instituto
politécnico vienés y frecuenta la Academia de Bellas Artes. Después de unos
meses toda la familia vuelve a Drohobycz. El 23 de junio de 1915 muere a los 69
años el señor Jakub, padre de Schulz.
Schulz entra en
contacto con el grupo “Kalleia” (Las cosas bellas), formado por jóvenes
apasionados del arte, procedentes de la intelligentzia judía de Drohobycz. En
los años posteriores su formación es autodidacta; lee y pinta mucho. Comienza a
preparar los grabados para el ciclo Xięga bałwochwalcza (El Libro Idólatra). Después
de varios intentos Schulz empieza a dar clases de dibujo en el instituto
«Władysław Jagiełło», con empleo estable. Conoce a Witkacy cuando éste viene a
Drohobycz para hacerle un retrato fantástico.
Entre los años 1926 y
1931 participa en diversas exposiciones de dibujos, grabados y pinturas al óleo
(Truskawiec, Lwów, Cracovia). Viaja a Varsovia, y por mediación de sus amigos
conoce a Zofia Nałkowska, que tras leer sus escritos se convierte en gran
protectora de su obra. En diciembre publica su primer relato titulado Los
pájaros en «Wiadomości Literackie» ; al mismo tiempo la editorial «Rój» publica
Las tiendas de canela fina.
Su obra Las tiendas de
canela fina es muy bien acogida por Nałkowska, Witkacy, Berent, Miriam,
Przasnycki, Staff, Tuwim y Wittlin. Mantiene contactos con Witkacy, los inicia
con Gombrowicz y Wittlin. Se publican en las revistas literarias sus relatos:
El segundo otoño («Kamena»), La noche de Julio («Sygnały»), y La época genial
(«Wiadomości Literackie»).
En 1935 muere en Lwów Izydor
Schulz, hermano mayor de Bruno. Desde entonces, Bruno tiene que hacerse cargo
de toda la familia. Con su novia Józefina Szelińska se dedican a traducir
juntos El proceso de Franz Kafka. En la revista «Pion» se publica el ensayo de
Witkacy titulado “Twórczość literacka Brunona Schulza” (La obra literaria de
Bruno Schulz), y en «Tygodnik Ilustrowany» aparece “Wywiad z Brunonem Schulzem”
(Entrevista con Bruno Schulz). En las revistas literarias se publican sus
relatos: El libro («Skamander»), Dodo («Tygodnik Ilustrowany»), un fragmento de
La primavera («Kamena»), El sanatorio de la clepsidra («Wiadomości
Literackie»), Edzio («Tygodnik Ilustrowany»), El jubilado («Wiadomości
Literackie»). Y algunos ensayos: A Stanisław Ignacy Witkiewicz («Tygodnik
Ilustrowany»), Así nacen las leyendas («T. Ilustrowany»). La editorial «Rój»
publica la traducción de El proceso, de Kafka, firmada por Schulz. El escritor
prepara el segundo volumen de sus relatos bajo el título El sanatorio de la
clepsidra.
Inicia una colaboración
fija con la revista literaria «Wiadomości Literackie»; Schulz hace reseñas para
ese semanario. En la prensa literaria aparecen sus textos críticos y relatos:
De mí mismo (revista «Studio»), este relato aparece en la obra El sanatorio de
la clepsidra con el título La soledad; La última escapada de mi padre y La
estación muerta (ambos en «Wiadomości Literackie»), y también las cartas
abiertas a Gombrowicz en la revista «Studio». Escribe en idioma alemán un
relato de 30 páginas: Die Heimkehr, de tema similar a El sanatorio de la
clepsidra, con el fin de interesar con su obra a las editoriales alemanas. La
editorial «Rój» publica en 1937 El sanatorio de la clepsidra. En las revistas
literarias aparecen numerosas reseñas hechas por Schulz.
En el verano de 1938
Schulz viaja a París vía Italia (para evitar atravesar el territorio del Tercer
Reich). Schulz lleva consigo cerca de 100 dibujos pero no llega a exponerlos,
pues en esa época de vacaciones no encuentra a nadie que pueda ayudarle a dar a
conocer su obra. En otoño se le concede el premio «Złoty Wawrzyn Polskiej
Akademii Literatury» (Laurel de Oro de la Academia Polaca de Literatura).
Durante ese año publica los relatos El cometa («Wiadomości Literackie») y La
patria («Sygnały»), el ensayo sobre Ferydurke de Gombrowicz en («Skamander») y
un folletín sobre Egga van Haardt («Tygodnik Ilustrowany»), modificado por ella
sin consentimiento del autor. Schulz sufre de depresión psíquica a causa de sus
problemas personales, de la situación política y el creciente antisemitismo, y
también por el duro trabajo en la escuela.
1 de septiembre de
1939: Alemania invade Polonia y el 11 de septiembre el ejército alemán entra en
Drohobycz y lleva a cabo los primeros actos de criminalidad contra los judíos.
17 de septiembre: entra el ejército ruso en Drohobycz. 24 de septiembre: los
alemanes se retiran de Drohobycz dejando esos territorios al ejército de la
URSS. Schulz sigue enseñando en las mismas escuelas bajo mando ruso. Mientras
tanto participa en una exposición de pintura en la Asociación de Artistas
Plásticos de Lwów. 22 de junio de 1941: Alemania invade a la URSS. 1 de julio:
el ejército alemán ocupa por segunda vez Drohobycz. Cierran las escuelas.
Schulz pierde el trabajo. Comienzan las represalias contra los judíos. Todos
los judíos de 16 a 65 años de edad son obligados a trabajar para los alemanes.
Leyes draconianas introducen el trabajo forzado y dejan a los judíos fuera de
la sociedad. Comienza la exterminación de los judíos y expoliación de sus
bienes.
Schulz está bajo la
“protección” del oficial de la SS Feliks Landau, quien se aprovecha de sus
cualidades de pintor. Hace murales en las paredes de la habitación del hijo
pequeño de Landau, en la “Reitschule” y en el casino de la Gestapo. Acto
seguido trasladan a los judíos al gueto. Schulz con sus familiares es
desplazado a una casa en ruinas de la calle Stolarska 18. Empieza a guardar sus
manuscritos y dibujos en varias cajas y se las entrega a sus amigos de fuera
del gueto. Enferma. Intenta recuperarse en un ambulatorio judío. Está
desnutrido y sufre una profunda depresión. Consigue papeles falsos con ayuda de
sus amigos de Varsovia. Pretende escapar. Prepara su huida de Drohobycz. Con el
apoyo de la «Judenrat» trabaja durante unos meses catalogando las bibliotecas polacas
confiscadas por los soviéticos y después por los alemanes.
19 de noviembre de
1942: Schulz intenta escapar de Drohobycz con papeles falsos y la ayuda
económica de sus amigos. Hacía las 11 de la mañana se dirige a la «Judenrat»
para recoger su ración de alimentos y coincide con una «acción salvaje» de la
Gestapo contra los judíos. Muere asesinado de un disparo, ejecutado por Karl
Günter, miembro de la Gestapo y antagonista de Landau.
Tras su muerte
La segunda guerra
mundial no sólo decidió sobre la vida de Schulz, sino que también resultó una
experiencia cruel y destructiva para su creación. Han sido Artur Sandauer y
Jerzy Ficowski los primeros en proyectar la obra de Schulz universalmente.
En los años cincuenta
Sandauer publicó un esbozo titulado La realidad degradada (Tratado sobre la
prosa de Bruno Schulz), que por mucho tiempo marcó una forma de interpretar los
relatos de Schulz. Es éste un texto brillante que presenta a Schulz como rapsoda
de varias derrotas: derrota de la jerarquía del antiguo comercio, derrota de la
raza judía, derrota erótica del hombre.
Ficowski dedicó toda su
vida a reunir documentación, buscar manuscritos y dibujos desconocidos hasta
entonces, reconstruir la biografía del escritor basándose en las conversaciones
con los pocos amigos que sobrevivieron a la guerra y con los escasos familiares
de Schulz. Es autor del primer libro biográfico sobre Schulz: Regiony wielkiej
herezji (Regiones de la gran herejía) Se trata de un libro muy especial, porque
cada reedición del mismo contiene nuevas informaciones, precisiones o
modificaciones. El investigador de la vida literaria de Schulz tiene que
sacrificarse para conocerla, antes tiene que encontrar una huella, relacionada con
los datos ya existentes y en muchos casos recopilar y reconstruir esos
“descubrimientos”. Ficowski no se limitó a escribir las Regiones de la gran
herejía; a continuación escribió un revelador ensayo titulado Sobre Las tiendas
de canela fina, y cuidó con el mayor esmero las ediciones de la Correspondencia
y El libro idólatra, e igualmente un breve texto titulado Cartas y fragmentos.
Recuerdos sobre el escritor.
Actualmente, los más
destacados investigadores de la obra de Schulz son: Jerzy Jarzębski, Władysław
Panas, Stefan Chwin, Włodzimierz Bolecki, Stanisław Rosiek, Henri Lewi, Shalom
Lindenbaum, Jan Bloński y Eugenia Prokopiec-Janiec.
Schulz, como ocurre con
la mayoría de los grandes maestros del lenguaje, atrae a directores teatrales y
cinematográficos, inspirándoles a la creación de espectáculos. Pero el
escenario y la pantalla no llegan a abarcar la narración, y la narrativa es la
base de la prosa schulziana. El diálogo es un elemento suplementario, a veces
ni existe.
La mayor colección de
obras gráficas de Schulz (alrededor de trescientas piezas) se encuentra en el
Museo de Literatura Adam Mickiewicz de Varsovia (Muzeum Literatury im. Adama
Mickiewicza w Warszawie).
[Esta biografía ha sido
elaborada sobre la base de la “Cronología de la vida y obra de Bruno Schulz” de
Jerzy Ficowski, del tomo Bruno Schulz 1892-1942. Katalog-pamiętnik wystawy
Bruno Schulz. Ad Memoriam (Bruno Schulz 1892-1942. Catálogo-memoria de la
exposición Bruno Schulz. Ad Memoriam) editado por el Museo de Literatura Adam
Mickiewicz, de Varsovia, redacción de W. Chmurzyński, Varsovia 1995 y el ensayo
biográfico de Jerzy Jarzębski Schulz, Wydawnictwo Dolnośląskie, Wrocław 1999].
Adaptaciones
cinematográficas más destacadas
Sanatorium pod
Klepsydrą (El sanatorio de la clepsidra), de Wojciech Has, Polonia, 1973
The Street of
Crocodiles (La calle de los cocodrilos), de los hermanos Stephen y Timothy
Quay, USA 1986
Bruno Schulz, de Jens
Carl Ehlers con escenografía de Allan Starski, Alemania-Gran Bretaña, 1987
Republik der Träume (La
república de los sueños), de Jens Carl Ehlers con escenografía de Allan Starski
y música de Zygmunt Konieczny, Alemania-Polonia, 1992
Adaptaciones teatrales
más destacadas
Sanatorium pod
Klepsydrą (El sanatorio de la clepsidra), Estudio de pantomima del instituto
politécnico de Szczecin, Polonia 1971
Umarła klasa (La clase
muerta - obra inspirada en relatos de Schulz), de Tadeusz Kantor, 1975
Sklepy cynamonowe (Las
tiendas de canela fina), de Ryszard Major, Polonia 1976
Republika marzeń
(República de los sueños), de Rudolf Zioła, 1987
Sanatorium pod
Klepsydrą (El sanatorio de la clepsidra), de Jan Peszek, Polonia y Japón 1994
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