Los
tres instrumentos de la muerte
G.K.
Chesterton
Tanto por profesión
como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que
la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al
amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado.
Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable
y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato.
Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y
popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que
«Sunny Jim» se había colgado, o que el pacífico «el señor Pick Wicks» de
Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como
filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad,
se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos
políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud
corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el
problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y
aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa
abstinencia.
La historia corriente
de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos:
cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés;
cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él
modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su
cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos
a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica
como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de
todos los hijos de los hombres.
Vivía por los rústicos
alrededores de Hampstead, en una hermosa casa, alta, pero no ancha: una de esas
modernas torres tan prosaicas. La más estrecha de sus estrechas fachadas daba
sobre la verde pendiente del camino férreo, y hasta la casa llegaban las
trepidaciones del tren. Sir Aaron Armstrong, como él decía con turbulenta
manera, no tenía nervios. Pero si a menudo el tren hacía trepidar la casa, aquella mañana se
cambiaron los papeles, y fue la casa la que hizo trepidar al tren.
La máquina disminuyó la
velocidad, y finalmente, paró justamente frente al sitio en que un ángulo de la
casa se adelantaba sobre la pendiente de pasto. Generalmente los mecanismos
paran poco a poco, pero la causa viviente de aquella parada fue muy rápida. Un
hombre vestido rigurosamente de negro, sin omitir (como lo recordaron los
testigos de la escena) el tenebroso detalle de los guantes negros, apareció en
lo alto del terraplén, frente a la máquina, y agitó las negras manos como un
negro molino de viento. Esto no hubiera bastado siquiera para detener a un tren
lentísimo. Pero de aquel hombre salió un grito que después todos repetían como
si hubiera sido algo nuevo y sobrenatural. Fue uno de esos gritos tórridamente
claros, aun cuando no se entienda qué dicen. Las palabras articuladas por aquel
hombre fueron: «¡Un asesinato!»
Pero el conductor asegura que si sólo hubiera oído
aquel grito penetrante y horrible, sin entender las palabras, hubiera parado
igualmente.
Una vez detenido el
tren, bastaba un vistazo para advertir las circunstancias del incidente… El
hombre de luto era Magnus, el lacayo de Sir Aaron Armstrong. El baronet, con su
habitual optimismo, solía burlarse de los guantes negros de su lúgubre criado;
pero ahora toda burla hubiera sido inoportuna.
Dos o tres curiosos
bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el
cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En
una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una
lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca. Pero el cuerpo estaba
doblado o quebrado en una postura imposible para un cuerpo vivo. Era Sir Aaron
Armstrong. A poco apareció un hombre robusto de hermosa barba, en quien algunos
viajeros reconocieron al secretario del difunto, Patrick Royce, un tiempo muy
célebre en la sociedad bohemia, y aun famoso en el arte bohemio. El secretario
manifestó la misma angustia del criado, de un modo más vago, aunque más
convincente. Cuando, un instante después, apareció en el jardín la tercera
figura del hogar, Alice Armstrong, la hija del muerto, vacilante e indecisa, el
conductor se decidió a obrar, se oyó un silbo, y el tren, jadeando, corrió a pedir
auxilio a la próxima estación que no estaba demasiado lejos, por cierto, de
aquel lugar.
Y así, a petición de
Patrick Royce, el enorme secretario ex bohemio, vinieron a llamar a la puerta
del padre Brown. Royce era irlandés de nacimiento, y pertenecía a esa casta de
católicos accidentales que sólo se acuerdan de su religión en los malos
trances. Pero el deseo de Royce no se
hubiera cumplido tan de prisa si uno de los detectives oficiales que
intervinieron en el asunto no hubiera sido amigo y admirador del detective no
oficial llamado Flambeau… Porque, claro está, es imposible ser amigo de
Flambeau sin oír contar mil historias y hazañas del padre Brown. Así, mientras
el joven detective Merton conducía al sacerdote, a campo traviesa, a la vía
férrea, su conversación fue más confidencial de lo que hubiera sido entre dos
desconocidos.
-Según me parece -dijo
ingenuamente el señor Merton- hay que renunciar a desenredar este lío. No se
puede sospechar de nadie. Magnus es un loco solemne, demasiado loco para asesino.
Royce, el mejor amigo del baronet durante años. Su hija le adoraba sin duda.
Además, todo es absurdo. ¿Quién puede
haber tenido empeño en matar a este viejo tan simpático? ¿Quién en mancharse
las manos con la sangre del amable señor del brindis? Es como matar a san
Nicolás.
-Sí, era un hogar muy
simpático -asintió el padre Brown-. Mientras él vivió, al menos, así fue
siempre. ¿Cree usted que seguirá siendo igual de alegre?
Merton, asombrado, le dirigió una mirada
interrogadora.
-¿Ahora que ha muerto él?
-Sí -continuó impasible
el sacerdote-. Él era muy alegre. Pero,
¿comunicó a los demás su alegría? Francamente, ¿había en esa casa alguna
persona alegre, fuera de él?
En la mente de Merton
pareció abrirse una ventana, dejando penetrar esa extraña luz de sorpresa que
nos permite darnos cuenta de lo que siempre hemos estado viendo. A menudo había
estado en casa de Armstrong, para cumplir con sus funciones policíacas, ciertos
caprichos del viejo filántropo. Y ahora que pensaba en ello se dio cuenta de
que, en efecto, aquella casa era deprimente. Los cuartos muy altos y fríos; el
decorado, mezquino y provinciano; los pasillos, llenos de corrientes de aire,
alumbrados con una luz eléctrica más fría que la luz de la luna. Y aunque, a cambio
de esto, la cara escarlata y la barba plateada del viejo ardieran como hogueras
en todos los cuartos y pasillos, no dejaban ningún calor tras de sí. Sin duda
aquella incomodidad de la casa se debía a la vitalidad de la misma, a la misma
exuberancia del propietario. A él no le hacían falta estufas ni lámparas;
llevaba consigo su luz y su calor. Pero, recordando a las otras personas de la
casa, Merton tuvo que confesar que no eran más que las sombras del señor. El
extravagante lacayo, con sus guantes negros, era una pesadilla. Royce, el
secretario, hombre sólido, hombrachón o muñecón de trapo con barbas, tenía las
barbas de paja llenas de sal gris -como de trapo bicolor-, y la ancha frente
surcada de arrugas prematuras. Era de buen natural, pero su bondad era triste y
lánguida, y tenía ese aire vago de los que se sienten fracasados. En cuanto a
la hija de Armstrong, parecía increíble que lo fuera: tan pálida era y de un
aspecto tan sensitivo. Graciosa, pero con un temblor de álamo temblón. Y Merton
a veces se preguntaba si habría adquirido ese temblor con la trepidación
continua del tren.
-Ya ve usted -dijo el
padre Brown pestañeando modestamente-. No es seguro que la alegría de Armstrong
haya sido alegre… para los demás. Usted dice que a nadie se le puede haber
ocurrido dar muerte a un hombre tan feliz. No estoy muy seguro de ello: ne nos inducas in tentatione. Si alguna
vez me hubiera yo atrevido a matar a alguien -añadió con sencillez- hubiera
sido a un optimista.
-¿Cómo? -exclamó
Merton, risueño-. ¿A usted le parece que la alegría de uno es desagradable a
los demás?
-A la gente le agrada
la risa frecuente -contestó el padre Brown-; pero no creo que le agrade la
sonrisa perenne. La alegría sin humorismo es cosa muy cansona.
Caminaron un rato eh
silencio, bajo las ráfagas, por el herboso terraplén de la vía y al llegar al
límite de la larguísima sombra que proyectaba la casa de Armstrong, el padre
Brown dijo de pronto, como el que echa de si un mal pensamiento, mejor que
ofrecerlo a su interlocutor:
-Claro es que la bebida
en sí misma no es buena ni mala. Pero no puedo menos de pensar que, a los
hombres como Armstrong, les convendría beber algo de tiempo en tiempo para
entristecerse un poco.
El jefe de Merton, un
detective muy apuesto, de pelo entregrís, llamado Gilder, estaba en la verde
loma de la vía esperando al médico forense y hablando con Patrick Royce, cuyas
anchas espaldas y erizados pelos le dominaban por completo. Y esto se notaba
más porque Royce siempre andaba combado de una manera hercúlea, y discurría por
entre sus pequeños deberes domésticos y secretariales con un aire de pesada
humildad, como un búfalo que arrastra un carro.
Al ver al sacerdote,
levantó la cabeza con evidente satisfacción y se apartó con él unos pasos.
Entretanto, Merton se dirigía a su mayor con
evidente respeto, pero con cierta impaciencia de muchacho.
-Y qué, señor Gilder, ¿ha descubierto usted este
misterio?
-Aquí no hay misterio
-replicó Gilder, contemplando, con soñolientas pestañas el vuelo de las
cornejas.
-Bueno; para mí, al menos, sí lo hay -dijo Merton,
sonriendo.
-Todo está muy claro,
muchacho -dijo su mayor, acariciando su puntiaguda barba gris-. Tres minutos
después de que te fuiste a buscar al párroco del señor Royce todo se aclaró.
¿Conoces a ese criado de cara de palo que lleva unos guantes negros; el que detuvo
el tren?
-¡Ya lo creo! Me produce hormigueo.
-Bien -articuló
Gilder-; cuando el tren partió, ese hombre había partido también. Un criminal
muy frío, ¿verdad? ¡Mira tú que escapar en el tren que va a avisar a la
Policía!
-Pero, ¿está usted seguro
-observó el joven- que fue él quien mató a su amo?
-Sí, hijo mío,
completamente seguro -replicó Gilder secamente-; por la sencilla razón de que
ha escapado llevándose veinte mil libras en acciones que estaban en el
escritorio de su amo. No: aquí lo único que merece el nombre de misterio es
cómo cometió el asesinato. El cráneo se diría roto con un arma potente, pero no
aparece arma ninguna, y no es fácil que el asesino se la haya llevado consigo,
a menos que fuera lo bastante pequeña para no advertirse.
-O quizá lo bastante
grande para no advertirse -dijo el sacerdote, dominando una risita. Gilder le
preguntó al padre Brown secamente qué quería decir.
-Nada, una necedad, ya lo sé -dijo el padre Brown-.
Algo que parece cuento de hadas. Pero se me figura que el pobre señor Armstrong
fue muerto con una cachiporra gigantesca, una enorme cachiporra verde,
demasiado grande para ser notada, y que se llama la tierra. En suma, que se
rompió la cabeza contra esta misma loma verde en que estamos.
-¿Cómo? -preguntó vivamente el detective.
El padre Brown volvió
su cara de luna hacia la casa y pestañeó como un desesperado. Siguiendo su
mirada, los otros vieron que en lo alto de aquel muro, y como ojo único, había
una ventana abierta en el desván.
-¿No ven ustedes?
-explicó, señalándola con una torpeza infantil-. Cayó o fue arrojado desde
allí.
Gilder consideró la ventana con arrugado ceño y dijo
después:
-En efecto, es muy
posible. Pero no entiendo cómo habla usted de ello con tanta seguridad.
El padre Brown abrió sus grises ojos vacíos.
-¿Cómo? -exclamó-. En
la pierna de ese hombre hay un trozo de cuerda enredado. ¿No ve usted otro
trozo allí, en el ángulo de la ventana?
A aquella altura, la
cuerda parecía una brizna o una hebra de cabello, pero el astuto y viejo
investigador se declaró satisfecho:
-Muy cierto, caballero. Creo que ha acertado.
En este instante, un
tren especial de un solo coche entró por la curva que hacía la línea a la
izquierda y, deteniéndose, dejó salir otro contingente de policías, entre los
cuales aparecía la carota de Magnus, el sirviente evadido.
-¡Por los dioses! ¡Lo han
cogido! -gritó Gilder; y se adelantó a recibirlos con mucha precipitación-. ¿Y
el dinero? ¿También lo traen ustedes? -preguntó a uno de los policías.
El agente, con una expresión singular, contestó:
-No. -Luego añadió-: Por lo menos, aquí no.
-¿Quién es el inspector? -preguntó Magnus.
Y al oír su voz, todos
comprendieron que aquel hombre hubiera podido detener el tren. Era un hombre de
aspecto torpe, negros cabellos lacios, cara descolorida, a quien los ojos y la
boca, que eran unas verdaderas rajas, daban cierto aire oriental. Su
procedencia y su nombre habían sido siempre un misterio. Sir Aaron le había
redimido del oficio de camarero, que desempeñaba en una fonda de Londres, y
aseguran las malas lenguas que de otros oficios más infames. Su voz era tan
viva como su cara era muerta. Sea por esfuerzo de exactitud para emplear una
lengua que le era extranjera, sea por deferencia a su amo (que había sido algo
sordo), la voz de Magnus había adquirido una sonoridad, una extraña
penetración. Cuando habló Magnus, todos se estremecieron.
-Siempre me lo había yo
temido -dijo en voz alta con una suavidad ardorosa-. Mi pobre amo se reía de mi
traje de luto, y yo siempre me dije que con este traje estaba preparado para
sus funerales -hizo un ademán con sus manos enguantadas de negro.
-Sargento -dijo el
inspector, mirando con furia aquellas manos-. ¿Cómo es que no le ha puesto
usted las esposas a este individuo, que parece tan peligroso?
-Señor -dijo el sargento desconcertado-; no sé si
debo hacerlo.
-¿Cómo es esto?
-preguntó el otro con aspereza-. ¿No le han arrestado ustedes?
En la hendida boca del
criado hubo una mueca desdeñosa, y el silbato de un tren que se acercaba
pareció comentar oportunamente la intención burlesca.
El sargento, muy gravemente, replicó:
-Le hemos arrestado
precisamente cuando salía del puesto de Policía de Highgate, donde acababa de
depositar todo el dinero de su amo en manos del inspector Robinson.
Gilder contempló al lacayo asombrado.
-¿Y por qué hizo usted eso? -preguntó.
-¡Por qué había de ser!
Para poner el dinero a salvo del criminal -contestó Magnus.
-Es que el dinero de
Sir Aaron -dijo Gilder- estaba seguro en manos de la familia.
La cola de esta frase
pareció engancharse en el estridor del tren, que se acercó temblando y
chirriando. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquella triste mansión
estaba sujeta periódicamente, se oyeron las sílabas precisas de Magnus con toda su nitidez de campanadas:
-Tengo razones para desconfiar de la familia.
Todos, aunque inmóviles,
sintieron vagamente la presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabeza,
y no le sorprendió encontrarse con la cara pálida de la hija de Armstrong, que
asomaba sobre el hombro del padre Brown. Todavía era joven y bella, en aquel
plateado estilo, pero sus cabellos eran de un color castaño tan opaco y sin
matices, que, a la sombra, de repente parecía gris.
-Repórtese usted -gruñó
Royce-. Va usted a asustar a la señorita Armstrong.
-Creo que sí -dijo el de la clara voz.
La dama retrocedió. Todos le miraron sorprendidos. Y
él prosiguió así:
-Estoy ya acostumbrado
a los temblores de la señorita Armstrong. La he visto temblar muchas veces
durante muchos años. Unos decían que temblaba de frío; otros, que de miedo;
pero yo sé bien que temblaba de odio y de perverso rencor… Esta mañana los
diablos han estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horas ella estaría lejos
en compañía de su amante, y con todo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que
el pobre de mí amo le prohibió casarse con ese borracho bribón…
-¡Alto! -dijo Gilder
con energía-. No nos importan las sospechas o imaginaciones de usted. Mientras
no presente usted una prueba evidente.
-¡Oh, ya lo creo que
presentaré pruebas evidentes! -le interrumpió Magnus con su acento cortado-.
Usted tendrá que llamarme a declarar, señor inspector, y yo tendré que decir la
verdad. Y la verdad es ésta: un momento después de que este anciano fuera
arrojado por la ventana, entré corriendo en el desván, y me encontré a la
señorita desmayada, en el suelo, con una daga roja en la mano. Permítaseme
también entregarla a la autoridad competente.
Y extrajo de los
faldones un largo cuchillo cachicuerno con una mancha roja, y se adelantó para
entregarlo respetuosamente al sargento. Después retrocedió otra vez, y las
rajas de los ojos casi desaparecieron de su cara en una inmensa mueca chinesca.
Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, y
murmuró al oído de Gilder:
-Habrá que oír lo que
dice la señorita Armstrong contra esta acusación, ¿verdad?
El padre Brown levantó
de pronto una cara tan fresca como si acabara de lavársela.
-Sí -exclamó con
radiante candor-. Pero, ¿dirá la señorita Armstrong algo contra esta acusación?
La dama dejó escapar un
grito breve y extraño. Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como
paralizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños resaltaba un rostro
animado por la sorpresa. Se diría que acababan de ahorcarla.
-Este hombre -dijo el
señor Gilder gravemente- acaba de declarar que la encontró a usted empuñando un
cuchillo, e inanimada, un momento después del asesinato.
-Dice la verdad -contestó Alice.
Todos quedaron
deslumbrados, y al fin se dieron cuenta de que Patrick Royce adelantaba su
cabezota y decía estas singulares palabras:
-Bueno; si me han de llevar, antes he de darme un
gusto.
Y, levantando los
fornidos hombros, descargó un puñetazo de hierro en la blanda cara mongólica de
Magnus, haciéndole caer a tierra más aplastado que una estrella de mar. Dos o
tres policías pusieron al instante la mano sobre Royce; pero a los demás les
pareció que la razón misma había estallado y que el Universo todo se convertía
en una pantomima insensata.
-Señor Royce -gritó
Gilder autoritariamente-. Le arresto a usted por agresión.
-No -contestó el
secretario con una voz como un gong de hierro-, tendrá usted que arrestarme por
homicidio.
Gilder miró muy
alarmado al hombre agredido; pero como éste estaba levantándose y limpiándose
un poco de sangre de la cara, que en rigor no había recibido mucho daño,
preguntó:
-¿Qué quiere usted decir?
-Que es cierto, como ha
dicho este hombre -explicó Royce- que la señorita Armstrong cayó desmayada con
un cuchillo en la mano. Pero no había empuñado el cuchillo para atacar a su
padre, sino para defenderle.
-Para defenderle -gritó Gilder gravemente-. ¿Y
defenderle de quién?
-De mí -contestó el secretario.
Alice le miró con
expresión compleja y desconcertada. Después dijo con voz débil:
-Me alegro de que sea usted valiente.
-Subamos -dijo Patrick
Royce con pesadez- y les haré ver cómo pasó esta atrocidad.
El desván, que era el
aposento privado del secretario -diminuta celda para tan enorme ermitaño-,
ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario de un violento drama. En el
centro, y sobre el suelo, había un revólver; por un lado rodaba una botella de
whisky, abierta, pero no completamente vacía. El tapete de la mesita había
caído y estaba pisoteado. Y una cuerda, como la que aparecía en la pierna del
cadáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dos vasos rotos, y uno sobre
la alfombra.
-Yo estaba ebrio -dijo
Royce; y esta confesión sencilla de aquel hombre prematuramente abatido, tenía
todo el patetismo del primer pecado infantil-. Todos ustedes me conocen
-continuó con voz ronca-. Todos saben cómo empecé la vida, y parece que voy a
acabarla de igual modo. En otro tiempo decían que yo era inteligente, y pude
haber sido feliz. Armstrong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de
cuerpo y a su modo, el pobre hombre fue siempre bondadoso conmigo. Sólo que no
quería dejarme casar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno: ustedes
pueden formular las conclusiones que gusten, y no necesitarán que yo entre en
detalles. Allí, en el rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí,
sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío. La cuerda que se encontró
en el cadáver es la cuerda de mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi
ventana. No hace falta que los detectives averigüen nada en esta tragedia: es
una de esas hierbas que crecen en todos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y
basta, por Dios!
A una señal, que fue lo
bastante discreta, la polilla rodeó al robusto secretario para conducirle
preso. Pero esta operación fue verdaderamente interrumpida por la extrañísima
actitud que adoptó el padre Brown. Éste, a gatas sobre la alfombra, junto a la
puerta, parecía entregado a exóticas oraciones. Como era persona que jamás se
daba cuenta de la figura que hacía a los ojos de los demás, conservando siempre
su actitud, volvió de pronto su cara redonda y radiante, asumiendo aspecto de
cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.
-¡Vamos! -dijo con
sencillez amable-. Esto se complica. Al principio, señor inspector, decía usted
que no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos encontrando muchas armas.
Tenemos ya el cuchillo para apuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola
para disparar; y todavía hay que añadir que el pobre señor se rompió la cabeza
al caer de la ventana. Esto no va bien. No es económico.
Y sacudió la cabeza
junto al suelo, como caballo que pasta. El inspector Gilder abrió la boca para
decir algo muy serio; pero antes de que pudiera articular una palabra, ya la
grotesca figura rampante decía con la mayor fluidez:
-¡Y estas tres cosas
inexplicables! Primero, estos agujeros en la alfombra, donde entraron los seis
tiros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Un ebrio dispara a la cara
de su enemigo, que está accionando ante él. Pero no riñe con los pies de su
enemigo, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dichosa cuerda.
Y habiendo acabado con
la alfombra, el padre Brown levantó las manos y se las metió en los bolsillos,
pero permaneció de rodillas.
-¿En qué grado de
embriaguez posible se le ocurre a un hombre atarle a su enemigo la soga al
cuello para desatarla después y atársela a la pierna? Royce no estaba tan ebrio
para hacer semejante disparate, porque ahora estaría más dormido que un tronco.
Y finalmente, la botella de whisky, y esto es lo más claro de todo: usted
quiere hacernos creer que aquí ha habido un combate de dipsómano por apoderarse
del whisky, que usted ganó la botella, y que, después, la arrojó usted a un
rincón, vertiendo la mitad del whisky y dejando el resto en la botella. Lo cual
me parece poco propio de un dipsómano.
Se irguió de un salto
y, en tono de límpida penitencia, le dijo al presunto asesino:
-Lo siento mucho, mi
buen señor, pero lo que usted nos cuenta es una sandez.
-Señor -dijo Alice
Armstrong al sacerdote en voz baja-. ¿Podemos hablar a solas?
Esta petición obligó al
parlanchín sacerdote a salir a la estancia próxima. Y antes de preguntar nada,
la dama le dijo decidida:
-Usted es un hombre
inteligente, y trata de salvar a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil. Este
asunto es muy negro, y mientras más indicios encuentre usted, menos posibilidad
de salvación habrá para el desdichado a quien amo.
-¿Por qué? -preguntó el padre Brown mirándola con
fijeza.
-Porque -contestó ella
con la misma expresión- yo misma le he visto cometer el crimen.
-¡Ah! -dijo el padre Brown impertérrito y, ¿qué fue
lo que hizo?
-Yo estaba en este
cuarto -explicó ella-. Esta y aquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí
una voz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» y poco después las dos
puertas vibraron con la primera explosión del revólver. Hubo tres disparos más
antes de que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encontré la estancia llena
de humo; pero la pistola estaba humeando en la mano de mi pobre y loco Patrick.
Y yo le vi con mis propios ojos hacer el último disparo asesino. Después saltó
sobre mi padre, que lleno de terror, estaba encaramado en la ventana, y
aferrándolo, trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela por la cabeza;
pero la cuerda se deslizó por los hombros estremecidos y cayó hasta los pies de
mi padre, y se ató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enloquecido. Yo
cogí entonces un cuchillo que estaba sobre la estera, y metiéndome entre ellos;
logré cortar la cuerda antes de caer desmayada
-Ya lo veo todo -dijo
el padre Brown con la misma cortesía impasible-. Muchas gracias.
Y mientras la dama
desfallecía al evocar tales recuerdos, el sacerdote regresó rápidamente a donde
estaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton solos con Patrick
Royce, que estaba sentado en una silla con las esposas puestas dirigiéndose
respetuosamente al inspector. Dijo:
-¿Puedo decir algo al
preso en presencia de usted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas manillas
un instante?
-Es hombre muy fuerte
-dijo Merton en baja-. ¿Para qué quiere que se las quite?
-Pues, mire usted -dijo
el sacerdote con maldad-. Porque quisiera tener el honor de darle un apretón de
manos.
Los dos detectives se miraron sorprendidos, y padre
Brown añadió:
-¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa?
El hombre de la silla movió negativamente la
marañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con impaciencia:
-Pues lo diré yo. La
vida privada es más importante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo,
y dejar que los muertos entierren a los muertos.
Se dirigió a la ventana fatal y se asomó:
-Le dije a usted que
aquí había muchas armas para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí no ha
habido armas, porque no se las ha empleado para causar la muerte. Todos estos
instrumentos terribles, el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistola
explosiva, han servido aquí como instrumentos de la más extraña caridad. No se
han empleado para matar a Sir Aaron, sino para salvarlo.
-¡Para salvarlo! -exclamó Gilder-. ¿De qué?
-De sí mismo -dijo el padre Brown-. Era maniático
suicida.
-¿Qué? -dijo Merton con tono incrédulo-. ¡Y su Religión de la Alegría…!
-Es una religión muy
cruel -dijo el sacerdote mirando por la ventana-. ¡Que no haya podido él llorar
un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se
endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre
máscara se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente, para conservar ante
el público su alegría profesional, volvió a la embriaguez, que había abandonado
hacía tanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terribles para un abstemio
sincero, porque le procuran visiones de ese infierno psicológico contra el cual
trata de poner en guardia a los demás. Pronto el pobre señor Armstrong se
encontró hundido en ese infierno. Y esta mañana se encontraba en tal estado,
que se sentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y esto con voz tan
trastornada, que su misma hija no la reconoció. Le entró la locura de la
muerte, y con la agilidad de mono, propia del maniático, se rodeó de
instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el
cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró
a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y
sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el
suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la
ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató
de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven
entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre
cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce,
y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que
ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado,
no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró
cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo
a la eternidad.
Hubo un silencio, y al
fin se oyó el ruido metálico que hacía Gilder al abrir las esposas de Patrick
Royce, a quien dijo:
-Creo que debo decir lo
que siento, caballero. Usted y esa dama valen más que la esquela de defunción
de Armstrong.
-¡Al diablo con
Armstrong y su esquela! -gritó brutalmente Royce-. ¿No comprenden ustedes que
se trataba de que ella no lo supiera?
-¿Que no supiera qué? -preguntó Merton.
-¿Cómo qué? ¡Que es
ella quien ha matado a su padre, imbécil! -rugió el otro-. A no ser por ella,
estaría vivo. Cuando lo sepa va a volverse loca.
-No, no lo creo
-observó el padre Brown, tomando el sombrero-. Al contrario, creo que debe
decírselo. Ni la más sangrienta equivocación envenena la vida tanto como un
pecado. Y creo también que en adelante ella y usted podrán ser más felices. Y
me voy: tengo que ir a la Escuela de Sordomudos.
Al salir por entre el
césped mojado, un conocido de Highgate le detuvo para decirle:
-Acaba de llegar el médico. Va a comenzar la
información.
-Tengo que ir a la Escuela de Sordomudos -dijo el
padre Brown-. Siento mucho no poder asistir a la información.
El
candor del padre Brown, 1911
(Traducción
de Alfonso Reyes)
Gilbert Keith
Chesterton (pronunciado como /'gɪlbət ki:θ 'ʧestətən/,
Londres, Inglaterra; 29 de mayo de 1874-Beaconsfield, Inglaterra; 14 de junio de 1936), más conocido como G. K.
Chesterton, fue un escritor y periodista británico de inicios del siglo XX.
Cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la narración, la biografía, la lírica,
el periodismo y el libro de viajes.
Se han referido a él
como el «príncipe de las paradojas». Su personaje más famoso es el Padre Brown, un sacerdote católico de
apariencia ingenua, cuya agudeza psicológica lo vuelve un formidable detective,
y que aparece en más de cincuenta historias reunidas en cinco volúmenes,
publicados entre 1911 y 1935.
Biografía
Su familia
Arthur Chesterton fue
padre de seis hijos, el mayor de ellos de nombre Edward, quien contrajo
matrimonio con Marie Louise Grosjean. Los Chesterton tenían una agencia
inmobiliaria y topográfica radicada en Kensington, a la cual estaba dedicado
Edward, pero su inquietud era el arte y la literatura. Tras contraer
matrimonio, los Chesterton Grosjean se mudaron a Sheffield Terrace, Kensington,
donde concibieron a Beatrice y a Gilbert.
Gilbert Keith nació en
Campden Hill, Londres, el 29 de mayo de 1874, en el seno de una familia de
clase media. Chesterton da comienzo a su Autobiografía relatando el día, año y
lugar de su nacimiento. La forma en la que ofrece esa información permite
apreciar su fe en la tradición humana, ya que, en su opinión, sólo a través de
ésta se pueden conocer muchas cosas que de otra forma no se podrían saber.
«Doblegado
ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad
habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude
verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy
firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill,
Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la
pequeña iglesia de St. George…»
Autobiografía
A una edad no muy
avanzada, Edward tuvo un problema cardiaco, por lo que debió abandonar el
negocio familiar, pero continuaba percibiendo una renta de él. Fue entonces
cuando se pudo dedicar tranquilamente a su jardín, a la literatura y al arte.
Tanto Edward como Marie
Louis no eran devotos creyentes, y ambos aceptaron bautizar a Gilbert más que
nada por una especie de presión social y tradición familiar, ya que ellos se
podrían definir como «librepensadores» al estilo de la época victoriana. El bautismo
tuvo lugar en una pequeña iglesia anglicana llamada St. George. Al respecto,
Joseph Pearce señala: «La "mera autoridad" no era la de la Iglesia, sino
la del convencionalismo».
Edward y Marie Louise
tuvieron tres hijos. El biógrafo Pearce señala que Gilbert tuvo una hermana
mayor llamada Beatrice, quien lamentablemente murió muy joven, y que en la casa
de los Chesterton estaba prohibido hablar del tema. Ada Jones señala en su
biografía de los hermanos, titulada «Los Chesterton», que el padre, Edward, a
quien lo llamaban «Mister Ed», tenía prohibido hablar del tema, las fotos de
Beatrice fueron sacadas de la casa y las que quedaron estaban mirando a la
pared. El otro hijo se llamaba Cecil y nació poco después que Gilbert. G. K.
cuenta que se alegró enormemente con el nacimiento de Cecil, ya que al fin iba
a tener con quién discutir. Ada Jones, en su biografía, cuenta que un día,
durante un paseo familiar, Gilbert y Cecil iniciaron un diálogo en medio de un
jardín cuando empezó a llover y, a pesar de ello, continuaron la conversación
hasta que la terminaron.
Juventud
Su educación se
iniciaría en la preparatoria «Colet Court», en 1881; su enseñanza en aquel
lugar duró hasta 1886, y en enero de 1887 ingresó a un colegio privado de
nombre «St. Paul» en Hammersmith Road. Gilbert describiría el sistema
educativo, o mejor dicho, lo que él opinaba de este como «ser instruido por
alguien que yo no conocía, acerca de algo que no quería saber».
Luego estudiaría dibujo
y pintura en la «Slade School of Art» (1893-1896), se volvió diestro como
dibujante y más adelante llegó a contribuir con ilustraciones tanto para sus
propias obras, como es el caso de Barbagrís
en escena, cuanto para los libros de su amigo Hilaire Belloc.
Durante esta época se
interesó por el ocultismo. En su Autobiografía
señala que dentro del grupo de los que realizaban espiritismo, ocultismo o
«juegos con el demonio», él era el único de los presentes que realmente creía
en el demonio. Lo señalaría de la siguiente forma:
«Me
imagino que ellos no son casos raros. De todos modos, el punto está aquí que
baje lo suficiente como para descubrir al diablo y, aún de algún débil modo, de
reconocer al diablo.
Al
menos nunca, aún en esta primera etapa vaga y escéptica, me complací muchísimo
de los argumentos corrientes sobre la relatividad del mal o la irrealidad del
pecado. Quizás, cuando eventualmente emergí como una especie de teórico, y fui
descrito como un Optimista, fue debido a que yo era una de las pocas personas
en aquel mundo de diabolismo que realmente creía en los diablos.»
Autobiografía
Luego de un periodo de
autodescubrimiento, se retiró de la universidad sin alcanzar un título y
comenzó a trabajar en diferentes periódicos. Trabajó como editor de literatura
espiritista y teosofía, asistiendo a reuniones de ambos campos.
Del agnosticismo al
anglicanismo
En su juventud se
volvió agnóstico «militante». En 1901 contrajo matrimonio con Frances Blogg,
anglicana practicante, quien ayudó en un principio a que G. K. se acercara al
cristianismo. La inquietud de Chesterton se puede ver claramente en el
siguiente artículo:
«No
puedes evadir el tema de Dios, siendo que hables sobre cerdos, o sobre la
teoría binominal estás, todavía, hablando sobre Él. Ahora, si el cristianismo
es… un fragmento de metafísica sin sentido inventado por unas pocas personas,
entonces, por supuesto, defenderlo será simplemente hablar de metafísica sin
sentido una y otra vez. Pero si el cristianismo resultara ser verdadero –
entonces, defenderlo podría significar hablar sobre cualquier cosa, o sobre
todas las cosas. Hay cosas que pueden ser irrelevantes para la proposición
sobre que el cristianismo es falso, pero ninguna cosa puede ser irrelevante
para la proposición sobre que el cristianismo es verdadero»
Daily News
Luego, con el pasar de
los años se acercó cada vez más al Cristianismo. Volvió a la religión de su
infancia, al anglicanismo. A la idea del superhombre planteada por Nietzsche y
seguida por Shaw y Wells respondió con un ensayo titulado ¿Por qué creo en el Cristianismo?:
Si
un hombre se nos acerca (como muchos se nos acercarán muy pronto) a decir,
"Yo soy una nueva especie de hombre. Yo soy el superhombre. He abandonado
la piedad y la justicia"; nosotros debemos contestar: "Sin duda tú
eres nuevo, pero no estás cerca de ser un hombre perfecto, porque él ya ha
estado en la mente de Dios. Nosotros hemos caído con Adán y nosotros
ascenderemos con Cristo, pero preferimos caer con Satán, que ascender contigo".
¿Por qué creo en el
cristianismo?
Conversión al
catolicismo
Siguiendo con la
defensa de su renovada creencia, cada vez se adentraba más y más en los
escritos patrísticos. Durante el año 1921 Chesterton no publicó ningún libro,
pero sí se dedicó mucho al periódico “The New Witness”. Durante esa época
mantuvo una constante correspondencia con Maurice Baring, el Padre John
O'Connor y el Padre Ronald Knox, quienes lo ayudaron mucho a ir de a poco
cambiando su pensamiento anglo-católico hacia la fe que ellos, todos conversos
a su vez al catolicismo, profesaban. Y terminó por convertirse a la Iglesia
católica, en la cual ingresó en 1922.
En su búsqueda de la
verdad se toparía con diversos obstáculos, pero siempre iría con una mentalidad
abierta y no se detendría ante estos muros a no ser que estuviera convencido de
que debía derribarlos para poder continuar con su búsqueda: Siempre antes de
romper un muro, hay que preguntarse por qué lo han construido en primer lugar.
Sobre las críticas al
conservadurismo de la Iglesia católica Chesterton diría que no quiere una
Iglesia que se adapte a los tiempos, ya que el ser humano sigue siendo el mismo
y necesita que lo guíen:
Nosotros
realmente no queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos
razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros
estamos equivocados...
La Iglesia católica y
la conversión
En un ensayo titulado
"¿Por qué soy católico?" se refiere a la Iglesia de Roma de la
siguiente forma:
No
hay ningún otro caso de una continua institución inteligente que haya estado
pensando sobre pensar durante dos mil años. Su experiencia naturalmente cubre
casi todas las experiencias, y especialmente casi todos los errores. El
resultado es un mapa en el que todos los callejones ciegos y malos caminos
están claramente marcados, todos los caminos que han demostrado no valer la
pena por la mejor de las evidencias; la evidencia de aquellos que los han
recorrido.
"¿Por qué soy
Católico?"
El influjo católico lo
recibió por diferentes partes. Sir James Gunn pintó un cuadro en el que
aparecen Chesterton, Hilaire Belloc y Maurice Baring (los tres amigos que
comparten la mesa y también la filosofía y las creencias), al que tituló «The
Conversation Piece» (La Pieza de Conversación). La mayor influencia se dio a
través de un párroco llamado John O'Connor, en quien Chesterton se apoyó. Decía
Chesterton que sabía que la Iglesia Romana tenía un conocimiento superior
respecto del bien, pero jamás pensó que tuviera ese conocimiento respecto del
mal, y fue el Padre O’Connor quien, en las largas caminatas que realizaban
juntos, le demostró que él conocía el bien tal cual como G.K. suponía, pero que
además conocía la maldad, y estaba muy enterado de ella, principalmente gracias
al Sacramento de la Reconciliación, ya que allí escuchaba tanto cosas buenas
cuanto cosas malas.
Siguiendo con la
metáfora del mapa, plantea que la Iglesia católica lleva una especie de mapa de
la mente que se parece mucho a un mapa de un laberinto, pero que de hecho es
una guía para el laberinto. Ha sido compilada por el conocimiento, que incluso
considerándolo como conocimiento humano, no tiene ningún paralelo humano.
La conversión de
Chesterton al catolicismo causó un revuelo semejante al que provocó la del
cardenal John Henry Newman o la de Ronald Knox.
Ingenio visual
Chesterton era un
hombre grande físicamente, medía 6 pies y 4 pulgadas (1.93 m) y pesaba 286
libras (130 kg). Esta peculiaridad dio origen a una famosa anécdota. Durante la
Primera Guerra Mundial, una mujer en Londres le preguntó por qué no estaba
"afuera en el Frente", a lo que él respondió: "Si te colocas de
lado, verás que sí estoy muy afuera al frente". En otra ocasión,
Chesterton le comentó a su amigo George Bernard Shaw: "Al verte,
cualquiera pensaría que una hambruna asoló Inglaterra", a lo que éste
respondió: "Al verte, cualquiera pensaría que tú causaste la
hambruna". P. G. Wodehouse describió en una ocasión un sonido de choque
muy fuerte como "un sonido como si G.K. Chesterton cayera sobre una lámina
de hojalata".
Chesterton solía llevar
una capa y un sombrero arrugado, con un palo espada en la mano, y un cigarro
colgando de su boca. Él tenía una tendencia a olvidar a dónde se suponía que
debía ir, y a perder el tren que se suponía que lo llevara allí. Se ha
informado que en muchas ocasiones, le enviaba un telegrama a su esposa Frances
desde algún lugar lejano, escribiéndole cosas como "Estoy en el Mercado
Harborough. ¿Dónde debería estar?". A lo que su esposa respondía "En
casa". Debido a estos casos de falta de atención, y el hecho de que
Chesterton era extremadamente torpe de niño, se ha especulado que Chesterton
era un caso no diagnosticado de dispraxia o de trastorno por déficit de
atención.
Fin de sus días
Maisie Ward, en su
biografía de Chesterton, escribió que durante su última convalecencia, en sus
sueños, en un estado semiconsciente, dijo: “El
asunto está claro ahora. Está entre la luz y las sombras; cada uno debe elegir
de qué lado está”.
El 12 de junio se
encontraba con el E.C. Bentley, y más tarde llegó el párroco Monseñor Smith
para ungirle con los santos óleos. Tras la partida de éste, apareció el
reverendo Vincent McNabb, quien entonó el “Salve Regina” junto a la cama del
convaleciente que se encontraba inconsciente. En su biografía, Joseph Pearce
señala que el padre McNabb «…vio la pluma de Chesterton sobre la mesilla de
noche y la cogió y la besó».
Frances, quien estuvo
durante toda su convalecencia al lado de su marido, lo vio despertar por última
vez, estando presentes ella y Dorothy, la hija adoptiva de ambos. Al
reconocerlas, Chesterton dijo: «Hola, cariño». Luego, dándose cuenta de que
Dorothy también estaba en el cuarto, añadió: «Hola, querida». Estas fueron sus
últimas palabras. Pearce continúa el relato diciendo que estas últimas
palabras no son lo que muchos esperarían de uno de los más grandes escritores
del siglo XX, y señala: «Aun así, sus palabras fueron sumamente apropiadas; en
primer lugar, porque estaban dirigidas a las dos personas más importantes de su
vida: su mujer y su hija adoptiva; y en segundo lugar, porque eran palabras de
saludo y no de despedida, significaban un comienzo y no el final de su
relación».
Chesterton murió el 14
de junio de 1936, en su casa de Beaconsfield, Buckinghamshire, Inglaterra,
luego de agonizar varios días postrado en su cama, al lado de su esposa Frances
y de su hija Dorothy.
El padre Vincent McNabb
relataría su último encuentro con Chesterton de la siguiente forma:
"Fui
a verlo cuando murió. Pedí estar solo con el hombre moribundo. Allí aquel gran
marco estaba en el calor de la muerte; la gran mente se preparaba, sin duda, a
su propio modo, para la vista de Dios. Esto era el sábado, y pensé que quizás
en otros mil años Gilbert Chesterton podría ser conocido como uno de los
cantantes más dulces de aquella hija de Sion siempre bendita, María de
Nazareth. Sabía que las calidades más finas de los Cruzados eran una de las
dotaciones de su gran corazón, y luego recordé la canción de los Cruzados, el
Salve Regina, que nosotros los Blackfriars cantamos cada noche a la Señora de
nuestro amor. Dije a Gilbert Chesterton: "Usted oirá la canción de amor de
su madre". Y canté a Gilbert Chesterton la canción del Cruzado:
"Saludos, Reina Santa!"
Vincent McNabb
En 1940, cuatro años
después del deceso, Hilaire Belloc escribiría un ensayo titulado "Sobre el
lugar de Gilbert Chesterton en las letras inglesas", que concluye de la
siguiente manera:
What place he may take
according to that lesser standard I cannot tell, because many years must pass
before a man's position in the literature of his country can be called securely
established.
We are too near to decide on
this. But because we are so near and because those (such as I who write this)
who were his companions, knew him through his very self and not through his
external activity, we are in communion with him. So be it. He is in Heaven.
Qué
puesto le correspondería conforme a ese criterio inferior no puedo decirlo,
porque muchos años deben pasar antes de que el lugar de un hombre en la
literatura de su país quede firmemente establecido.
Estamos
muy próximos para decidir sobre esto. Pero porque estamos tan próximos y porque
aquellos (como el que esto escribe) que fueron sus compañeros le conocieron por
sí mismo y no por su actividad externa, estamos en comunión con él. Así sea. Él
está en el Cielo.
Hilaire Bello
Ideas principales de
Chesterton
Chesterton ha sido
etiquetado como conservador porque destaca valores de la tradición y del mundo
antiguo —sobre todo medieval—, pero su método es esencialmente moderno y
original: tras una crisis de juventud, estableció unas condiciones y un ideal
para la vida humana, al que siempre fue fiel. Cuando se dio cuenta de que ya
existía —y era el propuesto por el cristianismo— comenzó su acercamiento al
mismo, aunque hasta 1922 no se hizo católico (ver más arriba).
Chesterton escribe
desde una perspectiva cristiana: para él, el cristianismo es como la llave que
permite abrir la cerradura del misterio de la vida, porque hace encajar las
distintas piezas (Autobiografía). Los dogmas no son una jaula, sino que marcan
un camino hacia la verdad y la plenitud; de hecho, todos tenemos dogmas, más o
menos inconscientes, que es otra de sus tesis recurrentes. Sus argumentos nunca
son teológicos, sino basados en la razón, la experiencia y la historia, y en
defensa de la sensatez —en inglés sanity— ante el alocado mundo moderno, al que
sin embargo amaba, implicándose profundamente en su transformación a través de
sus escritos y sus empresas periodísticas, como el GK's Weekly.
El punto de partida de
Chesterton es el asombro por la existencia, pues podríamos no ser. Hay un mundo
real ahí fuera que —a pesar de sus contradicciones— es esencialmente bueno y
hermoso, y por tanto hay que estar alegres y llenos de agradecimiento.
Pero ni el mundo, ni la
existencia personal ni la colectiva están resueltas, en el sentido de
comprenderlas perfectamente. Son un misterio —o conjunto de misterios— que
tenemos que desentrañar. Por eso, a Chesterton le gustan tanto las novelas de
detectives, y por lo mismo, sus escritos tienen un importante contenido
filosófico (por su método y su profundidad) y sociológico (por la agudeza de
su análisis social). La razón es un instrumento para conocer el mundo, pero
sólo uno más: el arte, la imaginación, el misticismo o la experiencia de la
vida son otras tantas herramientas imprescindibles. Como el mundo moderno sólo
confía en ella, genera comportamientos o ideas más o menos irracionales o
cuando menos, poco racionales; "Loco es aquél que lo ha perdido todo menos
la razón" (Ortodoxia, Cap.1). Por lo mismo, Chesterton es profundamente
enemigo del sentimentalismo, la contrapartida del racionalismo.
El hombre —hoy diríamos
ser humano— necesita por tanto una visión completa de la vida. Su ideal de vida
es el del hombre corriente, no el modelo que proponen o llevan a cabo ni los
ricos ni los intelectuales: esto es importante, porque el mundo moderno,
dirigido racionalmente por los poderosos —material o intelectualmente— es un
engendro “poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y
se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagando a solas”
(Ortodoxia, Cap.3).
El ser humano anda
siempre en busca de un hogar: algunos lo tienen más claro, pero otros buscan y
buscan durante toda su vida: al fin y al cabo, cada uno tiene que resolver su
misterio —él lo hizo a los 22 años—: los seres humanos tenemos la libertad
—"Dios no nos ha dado los colores en el lienzo, sino en la paleta"
(Los países de colores, Cap.7)— para elegir nuestras ideas y configurar nuestra
vida. El papel de la mujer en el desarrollo de la familia es para Chesterton
tan importante que su forma de hablar sobre ella puede malinterpretarse si nos
limitamos a la literalidad de las palabras. Esto es así porque nuestro tiempo
da mucho mayor valor al individualismo y más todavía a una forma de entender lo
público, como superior a lo privado. Sin embargo, el ámbito de la amistad y las
relaciones sociales es más verdadero y más gratificante: familia, amigos,
vecinos, constituyen esa ampliación del hogar que genera el patriotismo –que no
nacionalismo, que conduce al imperialismo.
Para que todo el mundo
tenga un hogar en condiciones, es preciso que la propiedad esté adecuadamente
repartida. Capitalismo y socialismo reducen la propiedad de los hombres porque
ambos tienden al monopolio (sea en manos privadas, sea estatales), y así
propone un sistema alternativo a ambos: el distributismo, en el que el papel
del Estado es subsidiario y los seres humanos tratan de resolver sus problemas
en lugar de abandonarlos en manos del mercado, políticos y técnicos especialistas.
En el ambiente
cientifista del mundo moderno —con su reducción del hombre a mera naturaleza—,
la cuestión del modo de conocer, percibir e interpretar de la gente es una de
las que más atraen a Chesterton, que se asombra paradójicamente del desprecio de
lo que es dado por supuesto —las pequeñas maravillas cotidianas— y de cómo las
personas tienden a valorar más determinadas situaciones extraordinarias. Su
alegre vitalismo de la vida corriente es opuesto al del superhombre de
Nietzsche tanto como al carpe diem
materialista. La virtud por excelencia del hombre es la sensatez, que nos hace
saber estar ante la vida y el mundo (Herejes).
La idea de progreso
—tan querida al mundo moderno— es irónicamente criticada por Chesterton: es
falsa como tendencia y como creencia, y confunde nuestra percepción, ya que
todo es relativo a los ideales que se poseen y dirigen nuestra acción.
Optimismo (moderno) y pesimismo (postmoderno) son dos conceptos recurrentemente
criticados en los escritos de Chesterton: tienen que ver con la forma de ver y
de organizar el mundo.
Su estilo y su método
no se pueden separar: Alarmas y digresiones, Enormes minucias —ejemplos de
títulos de sus obras— conviven y se alternan en sus brillantes escritos. Se le
considera maestro de la paradoja (ver más arriba), pero es sólo un recurso de
exposición: su verdadero método es siempre tratar de llegar al fondo de
argumentos y comportamientos, para mostrar los errores que nos alejan de la
sensatez. De hecho, hubo una época —la cristiandad medieval, denostada hoy día
como sinónimo de retraso y oscurantismo— en la que el ideal pudo acercarse a la
realidad, pero el poder de los reyes y los más fuertes acabó con esas
condiciones, creando Estados ambiciosos e imperialistas, que hoy parecen lo más
natural del mundo y que la globalización ya está modificando, pues son meras
construcciones humanas.
Distributismo
Gilbert Keith y Cecil
Chesterton, junto con Hilaire Belloc, fueron los pioneros en el desarrollo del
distributismo, una tercera vía económica, diferente al capitalismo y al
socialismo, cuya base se encuentra en la doctrina social de la Iglesia, que
surgió a partir de la encíclica del papa León XIII, Rerum novarum.
En 1926 Chesterton y
Belloc lograron por fin darle forma a un proyecto que venían ideando desde
hacía bastante tiempo. La forma de este proyecto era una sociedad o, mejor
dicho, una liga, a la cual llamaron "Liga Distribucionista"; los
grandes ideólogos de ella fueron el escritor inglés y el franco-inglés más el
padre Vincent McNabb. La principal vía de promoción de la liga se dio a través
del periódico de Gilbert, intitulado G.K.
Weekly (El semanario de G.K.). En la primera reunión de la liga Gilbert fue
nombrado presidente, cargo que mantuvo hasta su muerte. Al poco tiempo, como
señala Luis Seco en su biografía del autor: «…se abrieron secciones de la liga
en Birmingham, Croydon, Oxford, Worthing, Bath y Londres»
Una síntesis de las
ideas principales de Chesterton sobre este tema fue publicada en 1927 con el
título The Outline of Sanity,
traducida de diversas formas al español —la última, en España con el nombre de Los límites de la cordura—, aunque quizá
la más adecuada sea Esbozo de sensatez.
Posteriormente la
teoría distributista siguió su desarrollo en manos de Dorothy Day y Peter
Maurin, y su mayor defensor en los últimos tiempos fue E. F. Schumacher
(1911-1977) autor de Lo pequeño es
hermoso.
Obra
Chesterton escribió
alrededor de 80 libros, varios cientos de poemas, alrededor de 200 cuentos e
innumerables artículos, ensayos y obras menores.
Al comienzo de su
carrera se hizo conocido por sus artículos periodísticos, y dio un gran salto
cuando publicó su primera novela El
Napoleón de Notting Hill (1904), la cual inspiró a Michael Collins en su
defensa irlandesa ante los ingleses. A ésta le siguieron otros libros de
crítica, como "Dickens" (1906) y "G.B. Shaw" (1909).
Iba perfilando así sus
opiniones, que exponía con un aire acentuadamente polémico y no exento de
humor. Combatía todo lo que consideraba errores modernos: al racionalismo y al
cientificismo oponía el sentido común, la fe y la filosofía medieval, en
particular la de Tomás de Aquino; a la crueldad de la civilización industrial y
capitalista, el ideal social de la Edad Media, que para él se traducía
modernamente en el ideal distributista.
Tras las huellas de una
obra titulada "Herejes" (1905), Chesterton publicó tres años después
"Ortodoxia" (1908), que refleja la historia de su evolución
espiritual (que más tarde lo llevaría al seno de la Iglesia católica). Su
actitud apologética se refleja en otra obra de esos años, titulada "La
Esfera y la Cruz" (1910).
Su actitud ante los
problemas sociales la definió en "Qué está mal en el mundo" (1910).
De 1908 data su novela más conocida, El
hombre que fue jueves, una alegoría sobre el mal y el libre albedrío.
En 1912 compone
"La Balada del Caballo Blanco", extenso poema épico sobre el rey Alfredo el Grande y su defensa del reino
de Wessex contra los daneses el año 878, y del cual C. S. Lewis sabía muchos
versos.
J. R. R. Tolkien, que
en su juventud lo consideraba excelente, en una carta a su hijo comenta que
lamentablemente G. K. Chesterton, con toda la admiración que le merecía, no
conocía nada sobre lo nórdico.
En 1922 publicó Mi visión de Estados Unidos, fruto de su
primer viaje a Estados Unidos y Canadá.
De 1925 es El hombre eterno, que versa sobre la
Historia del mundo, y está dividido en dos partes, la primera trata sobre la
humanidad hasta el año 0 y la segunda desde ese año en adelante. Este libro
nació como reacción a uno publicado por H. G. Wells sobre la Historia de la Humanidad, al cual, tanto
Chesterton como Belloc, le criticaban que de sus cientos de páginas, las
dedicadas a Jesús eran ínfimas. Algunos afirmaron que El hombre eterno fue su libro más trascendente a causa de su influencia
en literatos como C.S. Lewis y Evelyn Waugh.
Sus obras son
frecuentemente editadas en otros idiomas. En la Argentina su pensamiento ha
adquirido un auge todavía mayor desde finales del siglo XX, dadas las
constantes reediciones y la aparición de obras desconocidas para el público de
habla hispana: Mi visión de Estados
Unidos, La Iglesia católica y la
conversión, De todo un poco, La Tierra de los Colores, La Nueva Jerusalén, Cien años después, etc.
El Padre Brown
En el primer relato (La
cruz azul) del primer libro, Chesterton describe al Padre Brown visto desde los
ojos del detective Valentine.
”El
pequeño sacerdote era la esencia misma de aquellas llanuras Orientales; tenía
una cara redonda y embotada como un buñuelo de Norfolk; tenía unos ojos tan
vacíos como el Mar del Norte, y llevaba varios paquetes de papel de estraza que
no conseguía mantener juntos”.
La Cruz Azul
La popularidad a mayor
escala la consiguió con una serie de relatos policíacos en los que un sacerdote
católico, el Padre Brown, personaje
de aspecto humilde, descuidado e inofensivo, acompañado siempre de un
gigantesco paraguas, suele resolver los crímenes más enigmáticos, atroces e
inexplicables gracias a su conocimiento de la naturaleza humana antes que por
medio de piruetas lógicas o grandes deducciones.
La habilidad del autor
consiste en sugerir que la explicación "irracional" es la única y la
más racional, para después develar la sencilla respuesta al misterio. O dicho
de modo diferente, en casos donde se invoca la presencia de lo sobrenatural y
otros se convencen rápidamente de la obra de un milagro o de la intervención de
Dios, el Padre Brown, a pesar de su
devoción, es hábil para encontrar de inmediato la explicación más natural y
perfectamente ordinaria a un problema en apariencia insoluble.
Chesterton compuso
alrededor de una cincuentena de relatos con este personaje publicados
originalmente entre 1910 y 1935 en revistas británicas y estadounidenses. Luego
se recopilaron en cinco libros (El candor
del Padre Brown, La sagacidad del
Padre Brown, La incredulidad del
Padre Brown, El secreto del Padre
Brown y El escándalo del padre Brown).
Tres cuentos fueron publicados más tarde: "La vampiresa del pueblo",
"El caso Donnington", descubierto en 1981, y "La máscara de
Midas", terminado poco antes de la muerte del autor y hallado en 1991.
Hay traducción de todos
ellos en Los relatos del padre Brown (Acantilado),
por Miguel Temprano García, de 2008. La más reciente es "El Padre Brown.
Relatos completos" (Ediciones Encuentro), de 2017, con las mejores traducciones
de sus libros.
El personaje del Padre Brown fue llevado numerosas veces
a la pantalla; entre las más sonadas, figuran las adaptaciones de Edward
Sedgwick (1934), Robert Hamer (1954, con Alec Guinness en el papel principal) y
la serie televisiva inglesa de 1974 protagonizada por Kenneth More.
Su estilo
Siempre se caracterizó
por sus paradojas, el hecho de comenzar sus escritos con alguna afirmación que
parece de lo más normal, y haciendo ver que las cosas no son lo que parecen, y
que muchos dichos se dicen sin pensarlos a fondo, cabe destacar que siempre se
apoyaba en la argumentación que en su denominación latina es llamada reductio
ad absurdum:
"He
aquí una frase que oí el otro día a una persona muy agradable e inteligente, y
que cientos de veces he oído a cientos de personas. Una joven madre me dijo:
«No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir sobre él;
quiero que la elija por sí mismo cuando sea mayor.» Ése es un ejemplo muy común
de un argumento corriente, que frecuentemente se repite, y que, sin embargo,
nunca se aplica verdaderamente".
Charlas, II, Acerca de
las nuevas ideas
Un ejemplo puede ser su
novela El hombre que fue jueves, en
la que un investigador se infiltra en una sociedad anarquista para descubrir al
fin, sorprendido, que la sociedad anarquista está enteramente formada por
espías infiltrados en ella, incluido su mismo presidente.
Su amistad con George
Bernard Shaw lo llevó a mantener una larga correspondencia y a juntarse a
tratar sobre los temas más diversos, al igual que debatir abiertamente en los
periódicos de la época, así también hacia con otros personajes intelectuales
como H.G. Wells.
En 1928 Shaw se juntó
con Chesterton y Hilaire Belloc para debatir en público en un auditorio, el
título del debate era ¿Estamos de
Acuerdo? Algo que todos sabían que su respuesta era… no. Luego de la introducción al debate por parte de Belloc, Shaw
comienza su argumentación haciendo una comparación entre los escritos de ambos,
en la cual se puede apreciar la descripción del estilo literario de las novelas
detectivescas de Chesterton por parte de un escritor, ganador del Premio Nobel
y de un Oscar al Mejor Guion Adaptado:
"El
Sr. Chesterton cuenta e imprime las más extravagantes mentiras. Toma sucesos
ordinarios de la vida humana- del hombre común de la clase media- y les da un
monstruoso, extraño y gigantesco contorno. Llena jardines suburbanos con los
homicidios más imposibles, y no sólo inventa los homicidios, sino que también
triunfa en descubrir al homicida que nunca cometió los homicidios. Yo hago una
cosa muy parecida. Yo promulgo mentiras en la forma de obras; pero mientras el
Sr. Chesterton toma eventos que ustedes considerarían ordinarios y los hace
gigantes y colosales para revelar su esencia milagrosa, yo estoy más inclinado
a tomar estas cosas en sus completos lugares comunes, y entonces introducir
entre ellos escandalosas ideas que escandalizan a los ordinarios espectadores
(de la obra) y los envía preguntándose si acaso él había estado parado sobre su
cabeza toda su vida, o si acaso yo estaba parado en la mía.
¿Estamos
de Acuerdo?
Su estilo, fundado en
la paradoja y la parábola o relato simbólico, lo acerca según Jorge Luis
Borges, un profundo admirador suyo, a uno de sus contemporáneos: Franz Kafka.
Chesterton,
en sus novelas del Padre Brown cuenta historias como la de un hombre asesinado
por sus sirvientes mecánicos (El hombre invisible); de un libro que produce la
muerte de quien lo lee (El maligno influjo del libro); de un extraño
aristócrata que muere en su castillo donde lo acompañaba un criado
discapacitado intelectualmente que es el único que lo ha visto los últimos años
y no quiere decir qué ha sucedido con todo el oro que misteriosamente ha
desaparecido sin dejar rastro, especialmente en imágenes religiosas que «no
están simplemente sucias ni han sido rasguñadas o rayadas por ocio infantil o
por celo protestante, sino que han sido estropeadas muy cuidadosamente y de un
modo muy sospechoso. Donde quiera que aparecía en las antiguas miniaturas el
antiguo nombre de Dios, ha sido raspado laboriosamente. Y sólo otra cosa ha
sido raspada: el halo en torno a la cabeza del niño Jesús...» (La honradez de
Israel Gow); de una muchacha rica que aparece muerta al caer por el hueco de un
ascensor y lo que parece un simple accidente deja de serlo al aparecer una
extraña nueva secta de la cual ella formaba parte y que adora al sol (El ojo de
Apolo) o de un héroe histórico que es mostrado bajo un perfil extraño y
aterrador al descubrir el padre Brown la verdad oculta tras el mito (La muestra
de la espada rota).
Otra de las más
notables antologías del autor es El
hombre que sabía demasiado, donde el investigador Horne Fisher resuelve crímenes, más por su profundo conocimiento de
las intimidades de los involucrados en cada caso que por sus conocimientos
acerca de todas las ramas del saber humano.
Cronología de sus obras
Poemas
1900 Barba Gris en
Escena
1900 El caballero salvaje
y otros poemas
1911 La balada del
caballo blanco
1915 Poemas
1922 La balada de Santa
Bárbara y otros poemas
1926 La reina de siete
espadas libro de 24 poemas religiosos
1930 La tumba de Arturo
Narraciones del padre
Brown
1911 La inocencia del
padre Brown
1914 La sabiduría del
padre Brown
1926 La incredulidad
del padre Brown
1927 El secreto del
padre Brown
1929 Father Brown
omnibus
1935 El escándalo del
padre Brown
Artículos
1901 The Defendant
1902 Doce tipos
1905 All Things Considered
1909 Tremendous Trifles
1911 Alarms And Discursions
1923 Fancies Versis Fads
1927 The Outline of Sanity
1933 All I Survey
1935 The Well and the Shallows
1950 El hombre común
1958 Lunacy and Letters (Lectura y locura)
1964 The Spice of Life and Other Essays
1975 The Apostle and the Wild Ducks
Novelas
1894 Basil Howe
1904 El Napoleón de
Notting Hill
1905 El club de los
negocios raros
1908 El hombre que fue
jueves
1909 La esfera y la
cruz
1912 El hombre vivo
1914 La taberna errante
1922 El hombre que
sabía demasiado
1925 Cuentos de arco
largo
1927 El retorno de Don
Quijote
1929 El poeta y los
lunáticos
1930 El club de los
incomprendidos
1937 Las paradojas del
señor Pond
Ensayos
1905 Herejes
1908 Ortodoxia
1910 Lo que está mal en
el mundo
1911 Apreciaciones y
críticas sobre las obras de Charles Dickens
1913 La Época
Victoriana en la literatura
1914 La barbarie en
Berlín o El apetito de la tiranía
1917 Una historia corta
de Inglaterra
1919 Impresiones
irlandesas
1920 La Nueva Jerusalén
libro de viajes de naturaleza miscelánea
1920 La superstición
del divorcio
1925 El hombre eterno
1927 La iglesia
católica y conversión
1928 ¿Estamos de
Acuerdo?
1930 The Resurrection of Rome
1936 Autobiography
Biografías
1903 Robert Browning
1904 G. F. Watts
1906 Charles Dickens
1909 George Bernard Shaw
1910 William Blake
1923 San Francisco de Asís
1925 William Cobbett
1927 Robert Louis Stevenson
1932 Chaucer
1933 Santo Tomás de
Aquino
Teatro
1913 Magic
1927 The Judgment of Dr. Johnson
1932 The Surprise
Influencias
El
hombre eterno contribuyó a que C. S. Lewis se
convirtiera al cristianismo. En una carta a Sheldon Vanauken (14 de diciembre
de 1950) Lewis llama al libro "el mejor y más popular libro sobre
apologética que conozco" y a Rhonda Bodle escribió (31 de diciembre de
1947)"La mejor y más popular defensa de la posición del Cristianismo que
conozco es El hombre eterno de G.K.
Chesterton" El libro también fue citado en la lista de los 10 libros que
“formaron mi vocación y mi actitud hacia la filosofía”.
La biografía de Charles Dickens tuvo una gran influencia
en el renacimiento de la popularidad de las obras de Dickens al igual que una
seria reconsideración de sus obras por los estudiosos. Considerada por T.S.
Eliot, Peter Ackroyd, y otros, el mejor libro escrito sobre Dickens.
La novela The Napoleón of Notting Hill era una de
las favoritas de Michael Collins quien luego sería uno de los líderes del
movimiento independentista de Irlanda.
El libro Ortodoxia de Chesterton es considerado
por muchos como un clásico de la literatura religiosa. Philip Yancey dijo que
si a él lo mandaran a "una isla desierta … y eligiera sólo un libro aparte
de la Biblia, yo podría muy bien elegir la propia travesía espiritual de
Chesteton, Ortodoxia".
El escritor Neil Gaiman
ha declarado que The Napoleon of Notting
Hill tuvo una gran influencia en su libro Neverwhere. Gaiman también se basó para su personaje Gilbert, de su
historieta The Sandman, en
Chesterton, e incluyó una cita de "The Man who was October", un libro
que Chesterton escribió solamente en sus "sueños", al final de Season of Mists. La novela Good Omens o
"Buenos Presagios", escrita junto a Terry Pratchett está dedicada a "la memoria de G.K. Chesterton: Un
hombre que sabía lo que estaba sucediendo".
Su apariencia física y,
aparentemente, algunas de sus formas de actuar, fueron la inspiración directa
para el personaje del Dr. Gideon Fell,
un conocido detective creado a principios de los años 1930 por el escritor de
misterios anglo-estadounidense John Dickson Carr.
Las obras de Chesterton
han inspirado a artistas como Daniel Amos y Terry Scott Taylor de 1970s hasta
2000. Daniel Amos mencionó a Chesterton por su nombre en la canción del 2001
titulada Mr. Buechner's Dream.
Algunos conservadores han
sido influenciados por su apoyo al distributismo.
La
Inocencia del Padre Brown es citada por Guillermo Martínez
como una de sus inspiradoras para su novela Crímenes
imperceptibles. Martínez explícitamente cita a Chesterton en el Capítulo 25 de su novela.
Las obras de Chesterton
han sido elogiadas por autores como Ernest Hemingway, Graham Greene, Frederick
Buechner, Evelyn Waugh, Jorge Luis Borges, Arturo Jauretche, Gabriel García
Márquez, Fernando Savater, Karel Čapek, Paul Claudel, Dorothy L. Sayers, Agatha
Christie, Julio Cortazar, Sigrid Undset, Ronald Knox, Kingsley Amis, W. H.
Auden, Anthony Burgess, E. F. Schumacher, Orson Welles, Dorothy Day, Franz
Kafka, Gene Wolfe, Juan Manuel de Prada y Slavoj Žižek.
Ingmar Bergman
considera la pequeña obra de teatro "Magic" una de sus favoritas.
Bergman señala que se inspiró en esta obra para su película The Magician, de 1958, pero no deben
compararse ambas, ya que si bien la temática es la misma, se abordan de dos
puntos de vista distintos.
El videojuego Deus Ex tiene extractos de El hombre que fue jueves.
La banda de heavy metal
Iron Maiden usa el comienzo de un
poema de Chesterton en el comienzo de su canción Revelations de su disco Piece
of Mind de 1983.
La Universidad Seton Hall en el "South
Orange" de "Nueva Jersey" tiene un instituto teológico nombrado
en honor a G. K. Chesterton.
En España existen
varias asociaciones y blogueros que se dedican a la difusión de su pensamiento.
En este sentido cabe mencionar que, en 2008, la Universidad CEU San Pablo instituye el llamado Club Chesterton.
"Padre Brown", capítulo 1 (BBC), El martillo de Dios (The hammer of God), en inglés.
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