El
ángel del ático
Tennessee
Williams
La desconfianza es la
enfermedad laboral de las caseras, y el largo contacto con ellas me ha dejado
un oscuro sentido de culpa del que probablemente nunca me libraré. El trauma
inicial al respecto me lo produjo una casera que tuve en el viejo Barrio
Francés de Nueva Orleáns cuando yo tenía escasamente veinte años. La mujer era
el arquetipo de la casera desconfiada. Tenía una habitación para ella sola,
pero prefería dormir en un camastro plegable en el vestíbulo del piso bajo para
que ninguno de sus inquilinos pudiera entrar o salir del establecimiento sin su
permiso, concedido a regañadientes. Cuando por fin me marché de allí, engañé a
la mujer. Me largué por un balcón utilizando un par de sábanas. Estaba a
kilómetros de la ciudad, en el viejo Spanish Trail camino del Oeste, antes de
que la vieja se enterara de que había conseguido eludirla.
El vestíbulo del piso
bajo de esta pensión de la calle Bourbon estaba totalmente a oscuras. Uno tenía
que ir a tientas con una cautelosa repugnancia, pasando los dedos por el
enlucido húmedo y cuarteado de la pared, hasta que llegaba a la puerta o al pie
de la escalera. Uno nunca alcanzaba alguno de esos dos sitios sin que lo
advirtiera la vieja. Su figura fantasmal se alzaba como un rayo del camastro
haciendo un ruido metálico. Pronunciaba una sílaba: ¿Quién? Si no quedaba
satisfecha con la identificación que le dabas, o sospechaba que te llevabas el
equipaje y escapabas furtivamente, o traías a alguien para el disfrute carnal,
se encendía una cerilla frotando en el suelo y se alzaba hacia ti durante unos
momentos. A esta vacilante luz sobrenatural, la mujer clavaba con recelo sus
ojos en ti hasta que sus dudas desaparecían, y si esperabas podías oír
murmullos hoscos y groseros como los de cualquiera de los borrachos de los
bares del barrio.
Era una mujer de una
desconfianza paranoica y su desconfianza con respecto a mí era ilimitada.
Muchas veces entraba en mi habitación con el periódico de la mañana y leía en
voz alta algún artículo referido a un acto delictivo en el barrio. Después de
la lectura me examinaba atentamente buscando algún cambio culpable en mi
expresión, y yo casi siempre satisfacía su desconfianza con un intenso rubor y
la incapacidad para devolverle la mirada. Estoy seguro de que la mujer me había
atribuido docenas de delitos y solo estaba esperando algún dato concreto para
llamar a la policía, uno de cuyos capitanes, me había advertido, era primo
carnal suyo.
La casera era víctima
de los sablistas, lo que debe tenerse en cuenta en defensa suya. Ninguno de sus
inquilinos pagaba con regularidad. Algunos seguían en sus habitaciones durante
meses y meses con solo promesas de futuros pagos. Uno de ellos era una viuda
que se llamaba la señora Wayne. La señora Wayne era la más hábil mal pagadora
de la casa. Incluso se las arreglaba para conseguir cosas de la patrona. Su
fortuna residía en su labia. Era una narradora maravillosa de historias
tremendamente morbosas y obscenas. Siempre que olía que cocinaban comida, abría
rápidamente su puerta y se lanzaba pasillo adelante con un cazo jaspeado azul y
blanco que mantenía coquetamente ante su pecho como si fuera un abanico de
encaje. Era indudable que estaba medio muerta de hambre y el olor de la comida
la ponía en funcionamiento como una potente droga, pues entonces hacía gala de
una brillantez poco frecuente en su charla. Llamaba con la mano a la puerta de
la que procedía el tentador aroma, pero entraba antes de obtener cualquier tipo
de respuesta. La lengua se le disparaba antes de haber entrado del todo, y no
había ninguna grosería sobre que la echarían a la fuerza de la habitación que
consiguiera desanimarla.
Había algo en la
anciana que daba pena y que se imponía. Hasta su aliento maloliente se
convertía en un componente de su malsano atractivo. Para mí era el espectáculo
de tanta vitalidad heroica en un pozo tan agotado lo que me hacía sentir afecto
por la viuda. Yo nunca cocinaba en mi dormitorio del ático. Solo me encontraba
con la señora Wayne en la cocina de la patrona las veces que me había ganado la
cena por hacer pequeños trabajos en la casa. La propia casera no era inmune al
encanto de la señora Wayne, y las historias que contaba esta indudablemente la
dejaban en éxtasis. Cuando ponía cosas al fuego siempre añadía: «Si a la muy
puta le llega el olor de esto, ¡no habrá nada que la pueda detener!».
Ocho años después esos
personajes desaparecieron, la tierra se los tragó, las paredes los absorbieron
como a la humedad. Era indudable que la anciana señora Wayne y su abollado
cacharro de cocina habían desaparecido entre protestas, y no estoy
completamente seguro de que con ellos el mundo no haya perdido al mayor genio
patológico desde Baudelaire o Poe. Su tema de conversación favorito era la
muerte de parientes y amigos a los que había cuidado con la vista y el oído
atentos para que no se le escapara ningún detalle de sus agonías. Su memoria
los reproducía en la cocina de la casera de modo tan gráfico que yo mismo me
sentía enfermo de espanto, sin embargo tan fascinado, que el riesgo a quedarme
sin ganas de tomar una cena ganada con tanto esfuerzo no se imponía a las ganas
de taparme los oídos. La patrona estaba igualmente hechizada. Poco a poco sus
roncos murmullos de incredulidad y sus gestos impacientes daban paso a un placer
tan morboso que se le aflojaban las mandíbulas y babeaba. Una mirada perdida,
como si estuviera hipnotizada, asomaba a sus ojos habitualmente incisivos como
alfileres. Mientras tanto, la señora Wayne, con el cazo sujeto delante del
pecho, hacía un lento y oblicuo movimiento de aproximación al gran fogón de la
cocina. Era tan potente su hechizo que incluso cuando de hecho levantaba la
tapa de la cazuela con el guisado y se servía algo de su contenido en el cazo,
aunque la mirada de la casera seguía sus movimientos, no parecía que se diese
cuenta de ellos. No hasta que la desventurada protagonista de la historia había
llegado a la desgraciada conclusión final —los ojos se le salían de las órbitas
y unos efluvios fantasmales empapaban la ropa de su cama—, y entonces el
encanto perdía la suficiente fuerza para permitir que los oyentes de la
narración se dieran cuenta con claridad de lo que pasaba más allá de la escena
representada. En ese momento la señora Wayne ya había rebañado su cazo con un
apetito lobuno y se había dirigido a un punto tan cercano a la puerta que
cualquier cosa desagradable procedente de la casera al salir del trance
quedaría fuera del alcance del oído de la viuda antes de alcanzar su objetivo.
En aquella vieja casa
el silencio era mortal, y si no las altas paredes enyesadas sonaban como
alarmas anunciando fuego debido a voces airadas, a riñas sobre el uso del
retrete, acusaciones de robo o amenazas de expulsión. Yo no tenía puerta en mi
habitación, que estaba en el ático, solo una andrajosa cortina que no evitaba
la andanada de miserias humanas que explotaban con tanta frecuencia. Las
paredes de la habitación estaban pintadas con lunares rosas y verdes, y había
una claraboya. Esa claraboya iluminaba débilmente de noche. Había un banquito
debajo de ella. De cuando en cuando, en momentos en que a la habitación no la
iluminaba otra luz, una vaga imagen grisácea parecía estar sentada en el hueco
donde estaba ese banquito. Era la frágil y melancólica figura de un ángel o de
una madonna ajada y de edad. La aparición se producía en el hueco con mayor
frecuencia las noches de invierno de Nueva Orleáns, cuando caía una lenta
lluvia de un cielo que no estaba lo suficientemente nublado para separar por
completo a la ciudad de la luna. Nueva Orleáns y la luna siempre me ha parecido
que se entendían entre ellas, que tenían una intimidad de hermanas que han
envejecido juntas y ya no necesitan más que una mirada sin palabras para
comunicarse sus sentimientos una a otra. Esta atmósfera lunar de la ciudad me trae
de vuelta a ella siempre que se han apaciguado las oleadas de energía que me
han llevado a ciudades más vitales, y se impone una época de retiro. Cada vez
que he tenido una herida psíquica profunda, una pérdida o un fracaso, he vuelto
a esa ciudad. En esos periodos parecía como si yo perteneciera a ella y a
ningún otro lugar del país.
Durante esa primera
estancia en Nueva Orleáns todavía no habían hecho presencia ninguno de los
pequeños estímulos que impulsan mi vida de escritor y ya había aceptado el anonimato
y el fracaso. Ya había aprendido a hacer religión de la resistencia y secreto
de mi desesperación. Las noches eran un consuelo. Cuando la bombilla desnuda se
había apagado y todo lo visible había desaparecido salvo el borroso hueco
profundamente enraizado en una pared que daba a la calle Bourbon, yo parecía
deslizarme a otro estado de la existencia en el que no mantenía penosos
contactos con el mundo. Durante un rato el hueco seguía vacío: pero después de
que mis pensamientos hicieran una imaginaria excursión y me volvía para mirar
otra vez en aquella dirección, la figura transparente había entrado
silenciosamente y se había sentado en el banquito de debajo de la ventana,
iniciando aquella paciente vigilancia que me sumía en el sueño. Las manos de la
figura estaban recogidas entre los ropajes incoloros del regazo y los ojos se
clavaban en mí con una mirada amable, nada interrogadora, que yo llegaba a
recordar como la propia de mi abuela durante su enfermedad, cuando yo iba a su
habitación y me sentaba junto a su cama y quería decir algo o poner mis manos
sobre las suyas, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas, pues era
consciente de que si hacía alguna me desharía en unas lágrimas que la
preocuparían aún más que su enfermedad.
La aparición de esta
figura gris en el hueco precedía unos pocos instantes al momento de quedarme
dormido. Cuando la veía allí, yo pensaba consolado: Bueno, ahora estoy a punto
de dormir, en unos momentos todo habrá desaparecido y no volverá hasta por la mañana…
Una de esas noches vino
a mi habitación un visitante más palpable. Un calor que no era el mío me
arrancó del sueño, y al despertar encontré que había entrado alguien en mi
habitación y se había inclinado sobre mi cama. Di un salto y casi grité, pero
los brazos del visitante me lo impidieron vehementemente. Susurró su nombre,
que era el de un artista tuberculoso que dormía en la habitación de al lado.
Quiero, quiero… susurró. Conque me volví a tumbar y le dejé que hiciera lo que
quisiese hasta que terminó. Luego, sin decir nada, se levantó y salió de mi
cuarto. Durante los momentos siguientes le oí toser y murmurar para sí mismo al
otro lado de la pared que nos separaba. Pero al final me volví a adormecer.
Eché una ojeada al hueco de debajo de la claraboya. Sí, allí estaba el ángel.
Me pregunté si habría contemplado las cosas extrañas que habían pasado y cuál
sería su actitud hacia las perversiones del deseo. Pero no hubo la más mínima
señal. Las dos manos sin peso seguían sujetándose sin fuerza una a otra entre
el ropaje incoloro del regazo, los fríos y solidarios ojos grises en la cara
levemente nacarada estaban tan inmóviles como los de una estatua. Noté que
había dejado que se produjera el acto, y que ni lo desaprobaba ni lo aprobaba,
de modo que me volví a dormir.
No mucho después del
episodio de mi habitación, el artista estuvo implicado en una escena espantosa
con la casera. Su enfermedad entraba en la fase final, tosía todo el tiempo
pero se las arreglaba para seguir trabajando. Hacía dibujos rápidos en el Two
Parrots, que estaba a la vuelta de la esquina, en Toulouse. No se fiaba de
nadie ni de nada. Vivía en un mundo completamente hostil a él, implacablemente
hostil, y nadie podía atravesar las paredes que le rodeaban durante más tiempo
que el que duraban los frenéticos momentos de deseo que le dominaban. No cedía
a la fiebre mortal que le afectaba los nervios. Inventaba toda clase de quejas
y molestias triviales para ocultarse a sí mismo que se estaba muriendo. Uno de
estos subterfugios a los que recurría por la noche era a lo mucho que le
molestaban las chinches. Aseguraba que su colchón estaba infestado de ellas, y
todas las mañanas realizaba un airado informe a la casera sobre el número de
las que le habían picado durante la noche. La vieja no se lo quería creer. Por
fin, una mañana hizo que la casera entrara en la habitación para que echase una
ojeada a su ropa de cama.
Le oí respirar
trabajosamente mientras la vieja revolvía y removía el rincón donde estaba la
cama.
—Bien —dijo finalmente
con un gruñido—, yo no encuentro nada.
—¡Dios santo! —dijo el
artista—, ¡está usted ciega!
—¡Muy bien!
¡Enséñemelo! ¿Qué hay en esta cama?
—¡Mire esto! —dijo el
artista.
—¿Qué?
—Esa mancha de sangre
de la almohada.
—¿Y qué?
—¡Aplasté ahí a una chinche
tan grande como una uña mía!
—¡Juá, juá, juá! —soltó
la casera—. ¡Es donde usted escupió sangre!
Hubo una pausa en la
que la respiración de él se hizo más ronca. Su voz, cuando volvió a surgir,
estaba tremendamente alterada.
—¡Cómo se atreve,
maldita sea, a decir eso!
—¡Juá, juá, juá!
Supongo que pretende que no escupe usted sangre, ¿no?
—¡No, no, nunca! —gritó
él.
—¡Juá, juá, juá! Usted
escupe sangre todo el tiempo. He visto escupitajos suyos en la escalera, en el
vestíbulo y en el suelo de este dormitorio. Deja un rastro de ella en todos los
sitios a los que va. Deja un sendero de sangre como un pollo que corriera con
la cabeza cortada. Usted tose y escupe y contagia la enfermedad. ¡Y eso no es
todo lo que hace usted!
—Oiga —vociferó el
artista—. ¿Qué tipo de insinuación es esa?
—¡Juá, juá, juá! ¡Yo no
insinúo nada, se trata de hechos sabidos!
—¡Fuera! —gritó él.
—¡Estoy en mi casa y
digo lo que me apetece! Lo sé todo de los degenerados del barrio como usted.
Por algo llevo diez años alquilando habitaciones en el barrio. Una panda de
mestizos, de borrachos y degenerados, con tipos así es con quienes me las tengo
que ver. Pero usted es el peor de todos, ¡nadie le gana! Y no solo aquí,
también en el Two Parrots. Su espantoso proceder se ha convertido en el tema
principal de conversación del local donde usted trabaja. Tiene lleno de
escupitajos el caballete. Deben fregarlo con un potente desinfectante todas las
noches. El encargado está molesto. Quiere que recoja su caballete y se vaya al
infierno. Lo que pasa es que no se lo dice porque es usted un caso perdido.
Fíjese, una de las camareras me contó que algunos clientes se iban sin pagar
porque usted había tosido y escupido justo al lado de su mesa. Eso es lo que
pasa, ¡y el encargado está harto de eso!
—¡Está contando
mentiras!
—¡Lo que digo es
verdad! ¡Me enteré por la cajera!
—¡Debería darle un
guantazo!
—¡Adelante!
—¡Debería partirle esa
espantosa cara vieja!
—¡Adelante, adelante,
inténtelo! ¡Tengo un sobrino que es capitán de la policía! ¡Pegúeme y dará con
sus huesos en el calabozo! ¡Un manguerazo en la espalda es lo que le darán
allí!
—¡Debería arrancarle
esas asquerosas mentiras de la boca!
—¡Juá, juá! ¡Venga,
inténtelo! ¡El esfuerzo le matará a usted!
—Tendrá usted su
merecido —dijo él jadeando—. ¡Una de estas noches encontrará que tiene un
cuchillo clavado!
—Por usted, supongo,
¿no? ¡Se va a morir usted en la calle, echará los pulmones por la boca a fuerza
de toser! Lo llevarán al depósito de cadáveres. Nadie reclamará su esquelético
cadáver. Lo meterán en una caja y lo cargarán en una barcaza del río. Y cuanto
antes mejor, además. Un caso como el suyo es una amenaza y un peligro público.
No tiene derecho a ser un riesgo para las personas sanas. Debería ir usted al
pabellón de beneficencia del San Vicente. Es el sitio adecuado para una persona
que se está muriendo y que no tiene la cordura de darse cuenta de lo que de
verdad le pasa en lugar de andar protestando de que las chinches le manchan de
sangre la almohada. ¡Agh! ¡Chinches! ¡Usted es la chinche que mancha de sangre
todas estas sábanas! ¡Es usted, y no las chinches, lo que deja tan hecho una
pena el Two Parrots que tienen que restregarlo con lejía todas las noches! Es
usted, y no las chinches, el que hace que los clientes se marchen sin pagar.
¡El encargado no está molesto con las chinches, sino con usted! Y si no se
marcha usted por su propia voluntad, se va a enterar muy pronto. Tampoco yo le
quiero aquí. No, después de las amenazas y de la escena que ha montado esta
mañana. ¡Quiero que recoja todas sus porquerías, todos sus pañuelos sucios y
sus frascos, y se largue de aquí antes de las doce, o por Dios, por el mismo
Jesucristo, que cualquier cosa que deje irá directamente al incinerador! ¡Yo misma
la recogeré con un palo de tres metros y la tiraré al fuego, porque nada de lo
que haya tocado usted es seguro para el contacto humano!
El artista salió
corriendo de la habitación, le oí correr escalera abajo y salir del edificio.
Fui a la claraboya del hueco y le vi dando vueltas enloquecidas por la calle.
Estaba loco de ira. Un camarero del restaurante chino salió y le agarró del
brazo; un borracho de un bar razonó con él. El joven sollozaba y se lamentaba,
andaba de una puerta a otra de los antiguos edificios hasta que el borracho se
las arregló para meterle en un bar.
La casera y una negra
gorda y vieja que trabajaba en la casa quitaron el colchón del joven de la cama
y lo arrastraron hasta el patio. Lo metieron por la trampilla de hierro del
incinerador y le prendieron fuego, manteniéndose a una distancia prudente para
verlo arder. La patrona no estaba contenta con solo la quema, soltó un largo
parlamento a voz en grito con respecto a él.
—No lo quemamos porque
tenga chinches —gritaba—. Quemo este colchón porque lo han contagiado. Uno con
tisis ha estado tumbado en él, ¡un degenerado asqueroso y un mentiroso!
Siguió y siguió hasta
que el colchón quedó completamente consumido; y aún después continuó.
Luego mandó a la vieja
negra al piso de arriba para que se llevase las pertenencias del joven. Había
empezado a llover y, a pesar de las protestas de la casera, la negra colocó
todas las cosas debajo del platanero del patio y las tapó con un trozo de
linóleo desechado que sujetó con unos ladrillos.
A la puesta de sol el
joven volvió a la casa. Le oí toser y jadear bajo la lluvia del patio mientras
recogía sus cosas de debajo del fantástico paraguas verde y amarillo del
platanero. Parecía que estaba hablando de todas las cosas malas que había
padecido desde que había venido a este mundo, pero al final sus quejas se
centraron en la pérdida de un peine precioso. «Ay, Dios mío —murmuraba—. Me ha
robado el peine, tenía un peine precioso que me dio mi madre, un peine de
concha de tortuga con un mango de plata y perlas. ¡Ha desaparecido, me lo han
robado, y el peine perteneció a mi madre!»
Al final lo encontró, o
el joven renunció a su búsqueda, pues las palabras se interrumpieron. Una
plateada y húmeda quietud se impuso en la casa de la Bourbon como si el día y
la noche hubieran terminado con lo que tenían que hacer allí, y en mi
habitación las manillas luminosas de un reloj y el gris borroso del hueco eran
lo único del mundo visible que permanecía.
El episodio puso fin a
mi residencia en la casa. Las noches siguientes el transparente ángel gris dejó
de aparecer en el hueco de debajo de la claraboya y el sueño tuvo que acudir
sin ninguna sanción maternal. Conque decidí terminar con mi estancia en la
pensión. Notaba que la delicada anciana angélica me había dado a entender que
debía irme, y que si me volvía a visitar alguna vez, sería en otro momento y en
otro lugar… que todavía no han llegado.
Un tranvía llamado deseo, Adaptación televisiva
para la CBS del célebre drama homónimo de Tennessee Williams, con Jessica Lange,
Diane Lane, Alec Baldwin y John Goodman
Thomas
Lanier Williams III, más conocido por el seudónimo
Tennessee Williams (Columbus, Misisipi, Estados Unidos; 26 de marzo de 1911-Nueva York, Estados
Unidos; 25 de febrero de 1983), fue un
destacado dramaturgo estadounidense. El nombre «Tennessee» se lo dieron sus
compañeros de escuela a causa de su acento sureño y al origen de su familia.
En 1948 ganó el Premio Pulitzer de
teatro por Un tranvía llamado Deseo,
y en 1955 por La gata sobre el tejado de
zinc. Además de estas dos obras recibieron el premio de la Crítica Teatral
de Nueva York: El zoo de cristal
(1945) y La noche de la iguana
(1961). Su obra de 1952 La rosa tatuada
(dedicada a su compañero, Frank Merlo) recibió el Premio Tony a la mejor obra. Los críticos del género sostienen que
Williams escribía en estilo gótico sureño. Es conocido mundialmente porque
muchas de sus obras han sido filmadas.
Biografía
Nació en Columbus,
Misisipi, en casa de su abuelo materno, el rector de la Iglesia episcopal local
—la casa es hoy el Centro de Bienvenida a Misisipi y oficina de turismo de la
ciudad—. Su padre, Cornelius Coffin Williams, un viajante de zapatos, cada vez se
hacía más agresivo conforme sus hijos crecían. Su madre, Edwina Williams (de
soltera Edwina Dakin), descendía de una buena familia sureña. Tuvo dos
hermanos, Rose Isabel Williams (1909–1996) y Walter Dakin Williams3 (1919–2008), el
preferido de su padre.
En 1918 la familia se
trasladó a St. Louis, Misuri. Ese mismo año, a Tennessee le fue diagnosticada
la difteria. Durante dos años casi no pudo hacer nada; entonces, su madre
decidió que no le iba a permitir perder el tiempo. Lo animó a que usara su
imaginación y, cuando tenía trece años, le dio una máquina de escribir.
Williams ganó el tercer
premio (5 dólares) por un artículo (“Can a Good Wife Be a Good Sport?”)
publicado en Smart Set, en 1927, a
los dieciséis años. Un año después publicó “The Vengeance of Nitocris", en
Weird Tales.
A principios de los
años 1930, Williams estudió en la Universidad
de Missouri-Columbia, donde fue miembro de la fraternidad "Alpha Tau
Omega". Allí fue donde sus compañeros de fraternidad lo apodaron
Tennessee, por su rico acento sureño. En 1935, Williams escribió su primera
obra interpretada públicamente, Cairo,
Shanghai, Bombay!, representada por primera vez en Memphis.
Williams vivió en el
barrio francés de Nueva Orleans, Luisiana. Se trasladó allí en 1939 a escribir
para la WPA, y vivió primero en el
número 722 de la calle Toulouse, donde se sitúa su obra de 1977 Vieux Carré (hoy una fundación
cultural). Escribió Un tranvía llamado
deseo (1947) mientras vivía en el número 632 de la calle St. Peter.
De Nueva Orleans marchó
a Nueva York, donde ejerció diversos trabajos, desde camarero a portero. Cuando
los Estados Unidos entraron en guerra, fue declarado no apto debido a su
expediente psiquiátrico, su homosexualidad, su alcoholismo y sus problemas
cardíacos y nerviosos.
En 1943 fue a
Hollywood, contratado por la Metro Goldwyn Mayer, para hacer la adaptación
cinematográfica de una novela de éxito. Con El
zoo de cristal puso en escena a su madre y a su hermana; se estrenó en
Nueva York en 1945. Su éxito lo convirtió, a los 34 años, en una súbita
celebridad.
Se confirmó dos años
más tarde con el éxito de Un tranvía
llamado Deseo, con puesta en escena de Elia Kazan, que marcó el debut
teatral de un joven del Actors Studio: Marlon
Brando. Frecuentaba todos los años la isla de Key West en Florida, donde
tenía una casa. Fue presidente del jurado del Festival de Cannes de 1976.
Su familia
Tennessee se sentía muy
próximo a su hermana, Rose, que quizá fue quien más influyó en él. Era una
belleza delgada que pasó la mayor parte de su vida adulta en hospitales
mentales. Sus padres autorizaron una lobotomía prefrontal en un intento de
tratarla. La operación, llevada a cabo en 1943 en Washington, D. C., fue mal, y
Rose quedó incapacitada para el resto de su vida.
La fracasada lobotomía
de Rose fue un duro golpe para Williams, quien nunca perdonó a sus padres por
permitir semejante operación. Pudo haber sido uno de los factores que lo
llevaron al alcoholismo.
La obra de Williams The Parade or Approaching the End of Summer,
escrita cuando tenía 29 años y sobre la que siguió trabajando a lo largo de su
vida, es un retrato autobiográfico de un temprano romance en Provincetown. Esta
obra ha comenzado a representarse solo recientemente, estrenada el 1 de octubre
de 2006 en Provincetown, Massachusetts, por la compañía Shakespeare on the Cape como parte del Primer Festival Anual Tennessee Williams.
Muerte
El 25 de febrero de
1983, Williams fue encontrado muerto en su suite del Hotel Elysée en Nueva York a los 71 años. El informe del médico
forense indicó que murió atragantado con el tapón de un envase de gotas para
los ojos que utilizaba con frecuencia, el cual debió intentar abrir con los
dientes. Un informe forense modificado indicó que el uso de fármacos y alcohol
pudo haber contribuido a su muerte por la supresión de su reflejo nauseoso. Se
encontraron medicamentos recetados, incluyendo barbitúricos, en la habitación.
La causa de la muerte informada fue "intolerancia al Seconal
(secobarbital)".
Williams fue enterrado
en el Cementerio Calvary de St. Louis,
Misuri, a pesar de su deseo de ser enterrado junto al mar, aproximadamente en
el mismo lugar que el poeta Hart Crane, a quien consideraba una de sus
influencias más significativas. Legó los derechos literarios de sus obras a
Sewanee, La Universidad del Sur, en
honor a su abuelo, Walter Dakin, un alumno de la universidad ubicada en Sewanee
(Tennessee). Los fondos hoy sostienen un programa de escritura creativa.
En 1989 Williams fue
incluido en el Paseo de la Fama de St.
Louis.
Valoración
En veinticuatro años,
diecinueve obras de Tennessee Williams se representaron en Broadway. También se
han representado en otros países. Así, en Francia fue Jean Cocteau quien adaptó
Un tranvía llamado Deseo, y Françoise
Sagan, Dulce pájaro de juventud.
Todo el teatro de
Tennessee Williams, donde se ve la influencia de Faulkner y de D. H. Lawrence,
está atravesado por los inadaptados, los marginados, los perdedores, los
desamparados, por los cuales muestra todo su interés, como explica en sus Memorias. A través de todos sus
personajes, en una mezcla de realismo y sueño, dentro del desastre o la
fantasía, analiza la soledad, que fue la constante en su vida.
Sus trabajos se basan
en la oposición entre el individuo y la sociedad, recurriendo a personajes casi
arquetípicos: la aristócrata en decadencia, la joven débil y víctima del macho
dominante, el joven sensible y con aspiraciones artísticas, el hombre
emprendedor y agresivo. Este cuarteto, con sus sucesivas variantes, se insertan
en una oposición más general entre los integrados que aceptan la hipocresía y
los rebeldes, marginados que rechazan el compromiso.
El tema común de la
«heroína loca», que aparece en muchas de sus obras, pudo haber sido influencia
de su hermana. Los personajes de sus obras suelen verse como representaciones
directas de los miembros de su familia. Así, se ve la figura de su hermana Rose
en Laura Wingfield, de El zoo de cristal,
y Blanche DuBois en Un tranvía llamado
Deseo. El tema de la lobotomía también aparece en De repente, el último verano.
Amanda Wingfield, en El zoo de cristal,
puede representar fácilmente a la madre de Williams. Muchos de sus personajes
se consideran autobiográficos, incluyendo a Tom Wingfield en El zoo de cristal, y Sebastian en De repente, el último verano.
Tennessee Williams en
el cine
Las piezas dramáticas
de Tennessee Williams han sido adaptadas en varias ocasiones al cine. Las
adaptaciones fueron dirigidas por los más grandes directores de su generación,
desde Joseph L. Mankiewicz hasta John Huston. Dada la intensidad de las tramas
y la riqueza potencial de sus atormentados personajes, la calidad de estas
adaptaciones ha sido, en general, magnífica, y muy propicia para que actores de
calidad expongan en ellas su talento interpretativo.
Así, Elia Kazan dirigió
en 1951 la primera adaptación al cine de una obra de Williams, Un tranvía llamado Deseo, interpretada
por Marlon Brando y Vivien Leigh, que se cuenta entre las mejores jamás rodadas
sobre un texto del dramaturgo; Daniel Mann llevó al cine La rosa tatuada en 1955, con Anna Magnani, en un papel escrito
expresamente para ella y que le dio varios premios de interpretación —Oscar incluido— y Burt Lancaster, pero
que Magnani, al negarse a hacerla en los escenarios de Broadway, posibilitó la
consagración de Maureen Stapleton.
Richard Brooks llevó a
cabo con la adaptación de La gata sobre
el tejado de zinc en 1958, con
Elizabeth Taylor y Paul Newman como protagonistas, una de las películas de
referencia obligada si hablamos de las obras del genial Tennessee en la
pantalla; y el mismo Brooks dirigió en 1962 la adaptación de Dulce pájaro de juventud, repitiendo a
Newman y con la excepcional Geraldine Page, recreando esos ambientes entre
sórdidos y claustrofóbicos que caracterizan las obras del sureño, aunque más
suavizada con respecto al original que adaptaciones anteriores debido a la
censura en los Estados Unidos, que ese mismo año se cebaba con Lolita (Stanley Kubrick) o Confidencias de mujer (George Cukor).
Joseph L. Mankiewicz
estrenó en 1959 De repente el último
verano, con un reparto estelar, como sucede en muchas películas basadas en
Williams: Elizabeth Taylor, Katharine Hepburn y Montgomery Clift. Se convirtió
casi desde entonces en una de las mejores —si no la mejor— traslaciones de su
obra a la gran pantalla.
En 1961, Vivien Leigh
repitió con obra de Tennessee Williams en La
primavera romana de la Sra. Stone, dirigida por José Quintero y acompañada
por un juvenil Warren Beatty como el gigoló romano Paolo di Leo. Quizá no
suficientemente valorada en su momento, pese a que gozó de gran popularidad, es
una película a tener en cuenta. Cabe mencionar también la espléndida y oscura
versión que dirigió John Huston en 1964 de La
noche de la iguana, con Richard Burton, Ava Gardner, Deborah Kerr y Sue Lyon,
cuya acción transcurre en México, y que en su día constituyó un fracaso en
taquilla, pero hoy emerge como un auténtico clásico moderno. Otros títulos, no
tan recordados pero que merecen una revisión, son: Verano y humo, de Peter Glenville (1961), con una de las grandes
interpretaciones de Geraldine Page junto a la ya citada Dulce pájaro de juventud, y Propiedad
condenada (1966), de Sydney Pollack, con Robert Redford y Natalie Wood.
A partir de los años
1970, las obras de Williams se llevaron más a la pequeña pantalla que al cine (El zoo de cristal, en 1970, con
Katharine Hepburn; Un tranvía llamado
Deseo en 1984, con Ann Margret; La
gata sobre el tejado de zinc en 1985, con Jessica Lange; Dulce pájaro de juventud en 1989, con
Elizabeth Taylor; etc.), pero aún encontramos una interesante aunque no
definitiva adaptación de El zoo de
cristal (1987) dirigida por Paul Newman, con Joanne Woodward, John
Malkovich y Karen Allen, rodada para la gran pantalla.
Obra
Obras de teatro, en
orden cronológico
Beauty Is the Word (1930)
Cairo! Shanghai! Bombay! (1935)
Candles to the Sun (1936)
The Magic Tower (1936)
Fugitive Kind (1937)
Spring Storm (1937)
Summer at the Lake (1937)
The Palooka (1937)
The Fat Man's Wife (1938)
Not about Nightingales (1938)
Adam and Eve on a Ferry (1939)
Comienzos
Debutó con escaso éxito
con Battle of Angels (Batalla de ángeles) (1940), luego reescrito como Orpheus
Descending (La caída de Orfeo) (1957).
Battle of Angels (1940)
The Parade or Approaching the End of Summer (1940)
The Long Goodbye (1940)
Auto Da Fe (1941)
The Lady of Larkspur Lotion (1941)
At Liberty (1942)
The Pink Room (1943)
The Gentleman Callers
(1944).
Consagración
El éxito y la fama le
llegan con El zoo de cristal (1945) y
Un tranvía llamado Deseo (1947). En
estos dos dramas se forma la definitiva estructura recurrente del teatro de
Williams, ambientado en el sur de los Estados Unidos, en un mundo inmóvil,
cerrado sobre su pasado aristocrático ya irrecuperable.
The Glass Menagerie
(1944). En España: El zoo de cristal, Escelicer, S.A., 1964, ISBN
84-238-0493-3.
You Touched Me (1945)
Moony's Kid Don't Cry (1946)
This Property is Condemned (1946)
Twenty-Seven Wagons Full of Cotton (1946 y 1953). En
España: 27 vagones de algodón, Alianza Editorial, S.A., 1984, ISBN
84-206-1102-6
Portait of a Madonna (1946)
The Last of My Solid Gold Watches (1947)
Stairs to the Roof
(1947)
A Streetcar Named
Desire (Un tranvía llamado Deseo) (1947). Última publicación en España: MK
Ediciones y Publicaciones, 1988.
Madurez
Después de los dramas
que lo hicieron famoso, Williams escribió obras que fueron igualmente
afortunadas y que a menudo se transfirieron a la pantalla:
Summer and Smoke (1948)
I Rise in Flame, Cried the Phoenix (1951)
The Rose Tattoo (La
rosa tatuada) (1951)
Camino Real (1953). En
España: Camino real, Escelicer, S.A., 1963. ISBN 84-238-0829-7
Talk to Me Like Rain and Let Me Listen (1953). En
Español: Háblame como la lluvia y déjame escuchar
Hello from Bertha (1954)
Lord Byron's Love Letter (1955) - libreto
Three Players of a Summer Game (1955)
Cat On a Hot Tin Roof
(La gata sobre el tejado de zinc caliente o La gata sobre el tejado de zinc
(1955). En España ha habido varias ediciones, la última: La gata sobre el
tejado de zinc caliente, Bibliotex, S.L., 1999. ISBN 84-8130-217-1
The Dark Room (1956)
The Case of the Crushed Petunias (1956)
Baby Doll (1956) –
guion desarrollado para la película a partir de una pieza breve titulada
"Veintisiete vagones de algodón", del propio T. Williams.
Orpheus Descending
(1957). En España: La caída de Orfeo, Escelier, S.A., 1962. ISBN 84-238-0220-5.
Suddenly, Last Summer (De repente, el último verano)
(1958)
A Perfect Analysis Given by a Parrot (1958)
Garden District (1958)
Something Unspoken (1958)
Sweet Bird of Youth (Dulce pájaro de juventud) (1959)
The Purification (1959)
And Tell Sad Stories of the Deaths of Queens (1959)
Period of Adjustment (1960)
The Night of the Iguana (La noche de la iguana)
(1961). En
España se ha publicado varias veces, la última, La noche de la iguana y otros
relatos, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2006. ISBN 84-9793-972-7
The Milk Train Doesn't Stop Here Anymore (1963)
The Eccentricities of a Nightingale (1964)
Grand (1964)
Etapa Final
En los años que
siguieron a la muerte de Merlo se asiste a un lento declinar de la inspiración,
testimoniada en el retorno a la forma breve del acto único y de las frecuentes
recreaciones. También los dramas originales son sometidos a una serie de revisiones
con las que intenta frenar los fracasos cada vez más frecuentes:
Slapstick Tragedy (The Mutilated and The Gnädiges
Fräulein) (1966)
The Mutilated (1967)
Kingdom of Earth / Seven Descents of Myrtle (1968)
Now the Cats with Jewelled Claws (1969)
In the Bar of a Tokyo Hotel (1969)
Will Mr. Merriweather Return from Memphis? (1969)
I Can't Imagine Tomorrow (1970)
The Frosted Glass Coffin (1970)
Small Craft Warnings
(1972). En España se ha publicado en catalán, Adventencia a les embarcacions
petites, Ediciones del Mall, S.A., 1986. ISBN 84-7456-290-2.
Out Cry (1973)
The Two-Character Play
(1973). En España: Función para dos personajes, Universidad de Valencia. Servicio de Publicaciones, 1996. ISBN 84-370-2687-3
The Red Devil Battery Sign (1975)
Demolition Downtown (1976)
This Is (An Entertainment) (1976)
Vieux Carré (1977)
Tiger Tail (1978)
Kirche, Kŭche und Kinder (1979)
Creve Coeur (1979)
Lifeboat Drill (1979)
Clothes for a Summer Hotel (1980)
The Chalky White Substance (1980)
This Is Peaceable Kingdom / Good Luck God (1980)
Steps Must be Gentle (1980)
The Notebook of Trigorin (1980)
Something Cloudy, Something Clear (1981)
A House Not Meant to Stand (1982)
The One Exception (1983)
Novelas
The Roman Spring of Mrs. Stone (1950). En
España: La primavera romana de la señora Stone, 2006. 84-02-42021-4
Moise and the World of
Reason (1975). En España: Moisa y el mundo de la razón, Caralt Editores, S.A.,
1978. ISBN 84-217-2528-9. En esta novela Williams discute honestamente sobre su
propia homosexualidad, ya proclamada en sus Memorias (1973).
The Bag People
Cuentos cortos
The Vengeance of Nitocris (1928)
Hard Candy: a Book of Stories (1959)
Three Players of a Summer Game and Other Stories
(1960)
The Knightly Quest: a Novella and Four Short Stories
(1966)
One Arm and Other Stories (1967)
Eight Mortal Ladies Possessed: a Book of Stories
(1974). En
1977 se publicó en España como Ocho mujeres poseídas, ISBN 84-217-4203-5. En
2005, se publicó por Alba Editorial, S.L. como Ocho mortales poseídas. ISBN 84-8428-267-8 Ocho mortales poseídas.
It Happened the day the Sun Rose, and Other Stories
(1981)
Poesía
In the Winter of Cities: Poems (1956)
Androgyne, Mon Amour:
Poems (1977)
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