Thursday, January 17, 2019

TENNESSEE WILLIAMS


El ángel del ático
Tennessee Williams

La desconfianza es la enfermedad laboral de las caseras, y el largo contacto con ellas me ha dejado un oscuro sentido de culpa del que probablemente nunca me libraré. El trauma inicial al respecto me lo produjo una casera que tuve en el viejo Barrio Francés de Nueva Orleáns cuando yo tenía escasamente veinte años. La mujer era el arquetipo de la casera desconfiada. Tenía una habitación para ella sola, pero prefería dormir en un camastro plegable en el vestíbulo del piso bajo para que ninguno de sus inquilinos pudiera entrar o salir del establecimiento sin su permiso, concedido a regañadientes. Cuando por fin me marché de allí, engañé a la mujer. Me largué por un balcón utilizando un par de sábanas. Estaba a kilómetros de la ciudad, en el viejo Spanish Trail camino del Oeste, antes de que la vieja se enterara de que había conseguido eludirla.
El vestíbulo del piso bajo de esta pensión de la calle Bourbon estaba totalmente a oscuras. Uno tenía que ir a tientas con una cautelosa repugnancia, pasando los dedos por el enlucido húmedo y cuarteado de la pared, hasta que llegaba a la puerta o al pie de la escalera. Uno nunca alcanzaba alguno de esos dos sitios sin que lo advirtiera la vieja. Su figura fantasmal se alzaba como un rayo del camastro haciendo un ruido metálico. Pronunciaba una sílaba: ¿Quién? Si no quedaba satisfecha con la identificación que le dabas, o sospechaba que te llevabas el equipaje y escapabas furtivamente, o traías a alguien para el disfrute carnal, se encendía una cerilla frotando en el suelo y se alzaba hacia ti durante unos momentos. A esta vacilante luz sobrenatural, la mujer clavaba con recelo sus ojos en ti hasta que sus dudas desaparecían, y si esperabas podías oír murmullos hoscos y groseros como los de cualquiera de los borrachos de los bares del barrio.
Era una mujer de una desconfianza paranoica y su desconfianza con respecto a mí era ilimitada. Muchas veces entraba en mi habitación con el periódico de la mañana y leía en voz alta algún artículo referido a un acto delictivo en el barrio. Después de la lectura me examinaba atentamente buscando algún cambio culpable en mi expresión, y yo casi siempre satisfacía su desconfianza con un intenso rubor y la incapacidad para devolverle la mirada. Estoy seguro de que la mujer me había atribuido docenas de delitos y solo estaba esperando algún dato concreto para llamar a la policía, uno de cuyos capitanes, me había advertido, era primo carnal suyo.
La casera era víctima de los sablistas, lo que debe tenerse en cuenta en defensa suya. Ninguno de sus inquilinos pagaba con regularidad. Algunos seguían en sus habitaciones durante meses y meses con solo promesas de futuros pagos. Uno de ellos era una viuda que se llamaba la señora Wayne. La señora Wayne era la más hábil mal pagadora de la casa. Incluso se las arreglaba para conseguir cosas de la patrona. Su fortuna residía en su labia. Era una narradora maravillosa de historias tremendamente morbosas y obscenas. Siempre que olía que cocinaban comida, abría rápidamente su puerta y se lanzaba pasillo adelante con un cazo jaspeado azul y blanco que mantenía coquetamente ante su pecho como si fuera un abanico de encaje. Era indudable que estaba medio muerta de hambre y el olor de la comida la ponía en funcionamiento como una potente droga, pues entonces hacía gala de una brillantez poco frecuente en su charla. Llamaba con la mano a la puerta de la que procedía el tentador aroma, pero entraba antes de obtener cualquier tipo de respuesta. La lengua se le disparaba antes de haber entrado del todo, y no había ninguna grosería sobre que la echarían a la fuerza de la habitación que consiguiera desanimarla.
Había algo en la anciana que daba pena y que se imponía. Hasta su aliento maloliente se convertía en un componente de su malsano atractivo. Para mí era el espectáculo de tanta vitalidad heroica en un pozo tan agotado lo que me hacía sentir afecto por la viuda. Yo nunca cocinaba en mi dormitorio del ático. Solo me encontraba con la señora Wayne en la cocina de la patrona las veces que me había ganado la cena por hacer pequeños trabajos en la casa. La propia casera no era inmune al encanto de la señora Wayne, y las historias que contaba esta indudablemente la dejaban en éxtasis. Cuando ponía cosas al fuego siempre añadía: «Si a la muy puta le llega el olor de esto, ¡no habrá nada que la pueda detener!».
Ocho años después esos personajes desaparecieron, la tierra se los tragó, las paredes los absorbieron como a la humedad. Era indudable que la anciana señora Wayne y su abollado cacharro de cocina habían desaparecido entre protestas, y no estoy completamente seguro de que con ellos el mundo no haya perdido al mayor genio patológico desde Baudelaire o Poe. Su tema de conversación favorito era la muerte de parientes y amigos a los que había cuidado con la vista y el oído atentos para que no se le escapara ningún detalle de sus agonías. Su memoria los reproducía en la cocina de la casera de modo tan gráfico que yo mismo me sentía enfermo de espanto, sin embargo tan fascinado, que el riesgo a quedarme sin ganas de tomar una cena ganada con tanto esfuerzo no se imponía a las ganas de taparme los oídos. La patrona estaba igualmente hechizada. Poco a poco sus roncos murmullos de incredulidad y sus gestos impacientes daban paso a un placer tan morboso que se le aflojaban las mandíbulas y babeaba. Una mirada perdida, como si estuviera hipnotizada, asomaba a sus ojos habitualmente incisivos como alfileres. Mientras tanto, la señora Wayne, con el cazo sujeto delante del pecho, hacía un lento y oblicuo movimiento de aproximación al gran fogón de la cocina. Era tan potente su hechizo que incluso cuando de hecho levantaba la tapa de la cazuela con el guisado y se servía algo de su contenido en el cazo, aunque la mirada de la casera seguía sus movimientos, no parecía que se diese cuenta de ellos. No hasta que la desventurada protagonista de la historia había llegado a la desgraciada conclusión final —los ojos se le salían de las órbitas y unos efluvios fantasmales empapaban la ropa de su cama—, y entonces el encanto perdía la suficiente fuerza para permitir que los oyentes de la narración se dieran cuenta con claridad de lo que pasaba más allá de la escena representada. En ese momento la señora Wayne ya había rebañado su cazo con un apetito lobuno y se había dirigido a un punto tan cercano a la puerta que cualquier cosa desagradable procedente de la casera al salir del trance quedaría fuera del alcance del oído de la viuda antes de alcanzar su objetivo.
En aquella vieja casa el silencio era mortal, y si no las altas paredes enyesadas sonaban como alarmas anunciando fuego debido a voces airadas, a riñas sobre el uso del retrete, acusaciones de robo o amenazas de expulsión. Yo no tenía puerta en mi habitación, que estaba en el ático, solo una andrajosa cortina que no evitaba la andanada de miserias humanas que explotaban con tanta frecuencia. Las paredes de la habitación estaban pintadas con lunares rosas y verdes, y había una claraboya. Esa claraboya iluminaba débilmente de noche. Había un banquito debajo de ella. De cuando en cuando, en momentos en que a la habitación no la iluminaba otra luz, una vaga imagen grisácea parecía estar sentada en el hueco donde estaba ese banquito. Era la frágil y melancólica figura de un ángel o de una madonna ajada y de edad. La aparición se producía en el hueco con mayor frecuencia las noches de invierno de Nueva Orleáns, cuando caía una lenta lluvia de un cielo que no estaba lo suficientemente nublado para separar por completo a la ciudad de la luna. Nueva Orleáns y la luna siempre me ha parecido que se entendían entre ellas, que tenían una intimidad de hermanas que han envejecido juntas y ya no necesitan más que una mirada sin palabras para comunicarse sus sentimientos una a otra. Esta atmósfera lunar de la ciudad me trae de vuelta a ella siempre que se han apaciguado las oleadas de energía que me han llevado a ciudades más vitales, y se impone una época de retiro. Cada vez que he tenido una herida psíquica profunda, una pérdida o un fracaso, he vuelto a esa ciudad. En esos periodos parecía como si yo perteneciera a ella y a ningún otro lugar del país.
Durante esa primera estancia en Nueva Orleáns todavía no habían hecho presencia ninguno de los pequeños estímulos que impulsan mi vida de escritor y ya había aceptado el anonimato y el fracaso. Ya había aprendido a hacer religión de la resistencia y secreto de mi desesperación. Las noches eran un consuelo. Cuando la bombilla desnuda se había apagado y todo lo visible había desaparecido salvo el borroso hueco profundamente enraizado en una pared que daba a la calle Bourbon, yo parecía deslizarme a otro estado de la existencia en el que no mantenía penosos contactos con el mundo. Durante un rato el hueco seguía vacío: pero después de que mis pensamientos hicieran una imaginaria excursión y me volvía para mirar otra vez en aquella dirección, la figura transparente había entrado silenciosamente y se había sentado en el banquito de debajo de la ventana, iniciando aquella paciente vigilancia que me sumía en el sueño. Las manos de la figura estaban recogidas entre los ropajes incoloros del regazo y los ojos se clavaban en mí con una mirada amable, nada interrogadora, que yo llegaba a recordar como la propia de mi abuela durante su enfermedad, cuando yo iba a su habitación y me sentaba junto a su cama y quería decir algo o poner mis manos sobre las suyas, pero no podía hacer ninguna de las dos cosas, pues era consciente de que si hacía alguna me desharía en unas lágrimas que la preocuparían aún más que su enfermedad.
La aparición de esta figura gris en el hueco precedía unos pocos instantes al momento de quedarme dormido. Cuando la veía allí, yo pensaba consolado: Bueno, ahora estoy a punto de dormir, en unos momentos todo habrá desaparecido y no volverá hasta por la mañana…
Una de esas noches vino a mi habitación un visitante más palpable. Un calor que no era el mío me arrancó del sueño, y al despertar encontré que había entrado alguien en mi habitación y se había inclinado sobre mi cama. Di un salto y casi grité, pero los brazos del visitante me lo impidieron vehementemente. Susurró su nombre, que era el de un artista tuberculoso que dormía en la habitación de al lado. Quiero, quiero… susurró. Conque me volví a tumbar y le dejé que hiciera lo que quisiese hasta que terminó. Luego, sin decir nada, se levantó y salió de mi cuarto. Durante los momentos siguientes le oí toser y murmurar para sí mismo al otro lado de la pared que nos separaba. Pero al final me volví a adormecer. Eché una ojeada al hueco de debajo de la claraboya. Sí, allí estaba el ángel. Me pregunté si habría contemplado las cosas extrañas que habían pasado y cuál sería su actitud hacia las perversiones del deseo. Pero no hubo la más mínima señal. Las dos manos sin peso seguían sujetándose sin fuerza una a otra entre el ropaje incoloro del regazo, los fríos y solidarios ojos grises en la cara levemente nacarada estaban tan inmóviles como los de una estatua. Noté que había dejado que se produjera el acto, y que ni lo desaprobaba ni lo aprobaba, de modo que me volví a dormir.
No mucho después del episodio de mi habitación, el artista estuvo implicado en una escena espantosa con la casera. Su enfermedad entraba en la fase final, tosía todo el tiempo pero se las arreglaba para seguir trabajando. Hacía dibujos rápidos en el Two Parrots, que estaba a la vuelta de la esquina, en Toulouse. No se fiaba de nadie ni de nada. Vivía en un mundo completamente hostil a él, implacablemente hostil, y nadie podía atravesar las paredes que le rodeaban durante más tiempo que el que duraban los frenéticos momentos de deseo que le dominaban. No cedía a la fiebre mortal que le afectaba los nervios. Inventaba toda clase de quejas y molestias triviales para ocultarse a sí mismo que se estaba muriendo. Uno de estos subterfugios a los que recurría por la noche era a lo mucho que le molestaban las chinches. Aseguraba que su colchón estaba infestado de ellas, y todas las mañanas realizaba un airado informe a la casera sobre el número de las que le habían picado durante la noche. La vieja no se lo quería creer. Por fin, una mañana hizo que la casera entrara en la habitación para que echase una ojeada a su ropa de cama.
Le oí respirar trabajosamente mientras la vieja revolvía y removía el rincón donde estaba la cama.
—Bien —dijo finalmente con un gruñido—, yo no encuentro nada.
—¡Dios santo! —dijo el artista—, ¡está usted ciega!
—¡Muy bien! ¡Enséñemelo! ¿Qué hay en esta cama?
—¡Mire esto! —dijo el artista.
—¿Qué?
—Esa mancha de sangre de la almohada.
—¿Y qué?
—¡Aplasté ahí a una chinche tan grande como una uña mía!
—¡Juá, juá, juá! —soltó la casera—. ¡Es donde usted escupió sangre!
Hubo una pausa en la que la respiración de él se hizo más ronca. Su voz, cuando volvió a surgir, estaba tremendamente alterada.
—¡Cómo se atreve, maldita sea, a decir eso!
—¡Juá, juá, juá! Supongo que pretende que no escupe usted sangre, ¿no?
—¡No, no, nunca! —gritó él.
—¡Juá, juá, juá! Usted escupe sangre todo el tiempo. He visto escupitajos suyos en la escalera, en el vestíbulo y en el suelo de este dormitorio. Deja un rastro de ella en todos los sitios a los que va. Deja un sendero de sangre como un pollo que corriera con la cabeza cortada. Usted tose y escupe y contagia la enfermedad. ¡Y eso no es todo lo que hace usted!
—Oiga —vociferó el artista—. ¿Qué tipo de insinuación es esa?
—¡Juá, juá, juá! ¡Yo no insinúo nada, se trata de hechos sabidos!
—¡Fuera! —gritó él.
—¡Estoy en mi casa y digo lo que me apetece! Lo sé todo de los degenerados del barrio como usted. Por algo llevo diez años alquilando habitaciones en el barrio. Una panda de mestizos, de borrachos y degenerados, con tipos así es con quienes me las tengo que ver. Pero usted es el peor de todos, ¡nadie le gana! Y no solo aquí, también en el Two Parrots. Su espantoso proceder se ha convertido en el tema principal de conversación del local donde usted trabaja. Tiene lleno de escupitajos el caballete. Deben fregarlo con un potente desinfectante todas las noches. El encargado está molesto. Quiere que recoja su caballete y se vaya al infierno. Lo que pasa es que no se lo dice porque es usted un caso perdido. Fíjese, una de las camareras me contó que algunos clientes se iban sin pagar porque usted había tosido y escupido justo al lado de su mesa. Eso es lo que pasa, ¡y el encargado está harto de eso!
—¡Está contando mentiras!
—¡Lo que digo es verdad! ¡Me enteré por la cajera!
—¡Debería darle un guantazo!
—¡Adelante!
—¡Debería partirle esa espantosa cara vieja!
—¡Adelante, adelante, inténtelo! ¡Tengo un sobrino que es capitán de la policía! ¡Pegúeme y dará con sus huesos en el calabozo! ¡Un manguerazo en la espalda es lo que le darán allí!
—¡Debería arrancarle esas asquerosas mentiras de la boca!
—¡Juá, juá! ¡Venga, inténtelo! ¡El esfuerzo le matará a usted!
—Tendrá usted su merecido —dijo él jadeando—. ¡Una de estas noches encontrará que tiene un cuchillo clavado!
—Por usted, supongo, ¿no? ¡Se va a morir usted en la calle, echará los pulmones por la boca a fuerza de toser! Lo llevarán al depósito de cadáveres. Nadie reclamará su esquelético cadáver. Lo meterán en una caja y lo cargarán en una barcaza del río. Y cuanto antes mejor, además. Un caso como el suyo es una amenaza y un peligro público. No tiene derecho a ser un riesgo para las personas sanas. Debería ir usted al pabellón de beneficencia del San Vicente. Es el sitio adecuado para una persona que se está muriendo y que no tiene la cordura de darse cuenta de lo que de verdad le pasa en lugar de andar protestando de que las chinches le manchan de sangre la almohada. ¡Agh! ¡Chinches! ¡Usted es la chinche que mancha de sangre todas estas sábanas! ¡Es usted, y no las chinches, lo que deja tan hecho una pena el Two Parrots que tienen que restregarlo con lejía todas las noches! Es usted, y no las chinches, el que hace que los clientes se marchen sin pagar. ¡El encargado no está molesto con las chinches, sino con usted! Y si no se marcha usted por su propia voluntad, se va a enterar muy pronto. Tampoco yo le quiero aquí. No, después de las amenazas y de la escena que ha montado esta mañana. ¡Quiero que recoja todas sus porquerías, todos sus pañuelos sucios y sus frascos, y se largue de aquí antes de las doce, o por Dios, por el mismo Jesucristo, que cualquier cosa que deje irá directamente al incinerador! ¡Yo misma la recogeré con un palo de tres metros y la tiraré al fuego, porque nada de lo que haya tocado usted es seguro para el contacto humano!
El artista salió corriendo de la habitación, le oí correr escalera abajo y salir del edificio. Fui a la claraboya del hueco y le vi dando vueltas enloquecidas por la calle. Estaba loco de ira. Un camarero del restaurante chino salió y le agarró del brazo; un borracho de un bar razonó con él. El joven sollozaba y se lamentaba, andaba de una puerta a otra de los antiguos edificios hasta que el borracho se las arregló para meterle en un bar.
La casera y una negra gorda y vieja que trabajaba en la casa quitaron el colchón del joven de la cama y lo arrastraron hasta el patio. Lo metieron por la trampilla de hierro del incinerador y le prendieron fuego, manteniéndose a una distancia prudente para verlo arder. La patrona no estaba contenta con solo la quema, soltó un largo parlamento a voz en grito con respecto a él.
—No lo quemamos porque tenga chinches —gritaba—. Quemo este colchón porque lo han contagiado. Uno con tisis ha estado tumbado en él, ¡un degenerado asqueroso y un mentiroso!
Siguió y siguió hasta que el colchón quedó completamente consumido; y aún después continuó.
Luego mandó a la vieja negra al piso de arriba para que se llevase las pertenencias del joven. Había empezado a llover y, a pesar de las protestas de la casera, la negra colocó todas las cosas debajo del platanero del patio y las tapó con un trozo de linóleo desechado que sujetó con unos ladrillos.
A la puesta de sol el joven volvió a la casa. Le oí toser y jadear bajo la lluvia del patio mientras recogía sus cosas de debajo del fantástico paraguas verde y amarillo del platanero. Parecía que estaba hablando de todas las cosas malas que había padecido desde que había venido a este mundo, pero al final sus quejas se centraron en la pérdida de un peine precioso. «Ay, Dios mío —murmuraba—. Me ha robado el peine, tenía un peine precioso que me dio mi madre, un peine de concha de tortuga con un mango de plata y perlas. ¡Ha desaparecido, me lo han robado, y el peine perteneció a mi madre!»
Al final lo encontró, o el joven renunció a su búsqueda, pues las palabras se interrumpieron. Una plateada y húmeda quietud se impuso en la casa de la Bourbon como si el día y la noche hubieran terminado con lo que tenían que hacer allí, y en mi habitación las manillas luminosas de un reloj y el gris borroso del hueco eran lo único del mundo visible que permanecía.
El episodio puso fin a mi residencia en la casa. Las noches siguientes el transparente ángel gris dejó de aparecer en el hueco de debajo de la claraboya y el sueño tuvo que acudir sin ninguna sanción maternal. Conque decidí terminar con mi estancia en la pensión. Notaba que la delicada anciana angélica me había dado a entender que debía irme, y que si me volvía a visitar alguna vez, sería en otro momento y en otro lugar… que todavía no han llegado.

Un tranvía llamado deseoAdaptación televisiva para la CBS del célebre drama homónimo de Tennessee Williams, con Jessica Lange, Diane Lane, Alec Baldwin y John Goodman





Thomas Lanier Williams III, más conocido por el seudónimo Tennessee Williams (Columbus, Misisipi, Estados Unidos;  26 de marzo de 1911-Nueva York, Estados Unidos;  25 de febrero de 1983), fue un destacado dramaturgo estadounidense. El nombre «Tennessee» se lo dieron sus compañeros de escuela a causa de su acento sureño y al origen de su familia.​ En 1948 ganó el Premio Pulitzer de teatro por Un tranvía llamado Deseo, y en 1955 por La gata sobre el tejado de zinc. Además de estas dos obras recibieron el premio de la Crítica Teatral de Nueva York: El zoo de cristal (1945) y La noche de la iguana (1961). Su obra de 1952 La rosa tatuada (dedicada a su compañero, Frank Merlo) recibió el Premio Tony a la mejor obra. Los críticos del género sostienen que Williams escribía en estilo gótico sureño. Es conocido mundialmente porque muchas de sus obras han sido filmadas.
Biografía
Nació en Columbus, Misisipi, en casa de su abuelo materno, el rector de la Iglesia episcopal local —la casa es hoy el Centro de Bienvenida a Misisipi y oficina de turismo de la ciudad—. Su padre, Cornelius Coffin Williams, un viajante de zapatos, cada vez se hacía más agresivo conforme sus hijos crecían. Su madre, Edwina Williams (de soltera Edwina Dakin), descendía de una buena familia sureña. Tuvo dos hermanos, Rose Isabel Williams (1909–1996)  y Walter Dakin Williams3​ (1919–2008), el preferido de su padre.
En 1918 la familia se trasladó a St. Louis, Misuri. Ese mismo año, a Tennessee le fue diagnosticada la difteria. Durante dos años casi no pudo hacer nada; entonces, su madre decidió que no le iba a permitir perder el tiempo. Lo animó a que usara su imaginación y, cuando tenía trece años, le dio una máquina de escribir.
Williams ganó el tercer premio (5 dólares) por un artículo (“Can a Good Wife Be a Good Sport?”) publicado en Smart Set, en 1927, a los dieciséis años. Un año después publicó “The Vengeance of Nitocris", en Weird Tales.
A principios de los años 1930, Williams estudió en la Universidad de Missouri-Columbia, donde fue miembro de la fraternidad "Alpha Tau Omega". Allí fue donde sus compañeros de fraternidad lo apodaron Tennessee, por su rico acento sureño. En 1935, Williams escribió su primera obra interpretada públicamente, Cairo, Shanghai, Bombay!, representada por primera vez en Memphis.
Williams vivió en el barrio francés de Nueva Orleans, Luisiana. Se trasladó allí en 1939 a escribir para la WPA, y vivió primero en el número 722 de la calle Toulouse, donde se sitúa su obra de 1977 Vieux Carré (hoy una fundación cultural). Escribió Un tranvía llamado deseo (1947) mientras vivía en el número 632 de la calle St. Peter.
De Nueva Orleans marchó a Nueva York, donde ejerció diversos trabajos, desde camarero a portero. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra, fue declarado no apto debido a su expediente psiquiátrico, su homosexualidad, su alcoholismo y sus problemas cardíacos y nerviosos.
En 1943 fue a Hollywood, contratado por la Metro Goldwyn Mayer, para hacer la adaptación cinematográfica de una novela de éxito. Con El zoo de cristal puso en escena a su madre y a su hermana; se estrenó en Nueva York en 1945. Su éxito lo convirtió, a los 34 años, en una súbita celebridad.
Se confirmó dos años más tarde con el éxito de Un tranvía llamado Deseo, con puesta en escena de Elia Kazan, que marcó el debut teatral de un joven del Actors Studio: Marlon Brando. Frecuentaba todos los años la isla de Key West en Florida, donde tenía una casa. Fue presidente del jurado del Festival de Cannes de 1976.

Su familia
Tennessee se sentía muy próximo a su hermana, Rose, que quizá fue quien más influyó en él. Era una belleza delgada que pasó la mayor parte de su vida adulta en hospitales mentales. Sus padres autorizaron una lobotomía prefrontal en un intento de tratarla. La operación, llevada a cabo en 1943 en Washington, D. C., fue mal, y Rose quedó incapacitada para el resto de su vida.
La fracasada lobotomía de Rose fue un duro golpe para Williams, quien nunca perdonó a sus padres por permitir semejante operación. Pudo haber sido uno de los factores que lo llevaron al alcoholismo.
La obra de Williams The Parade or Approaching the End of Summer, escrita cuando tenía 29 años y sobre la que siguió trabajando a lo largo de su vida, es un retrato autobiográfico de un temprano romance en Provincetown. Esta obra ha comenzado a representarse solo recientemente, estrenada el 1 de octubre de 2006 en Provincetown, Massachusetts, por la compañía Shakespeare on the Cape como parte del Primer Festival Anual Tennessee Williams.

Muerte
El 25 de febrero de 1983, Williams fue encontrado muerto en su suite del Hotel Elysée en Nueva York a los 71 años. El informe del médico forense indicó que murió atragantado con el tapón de un envase de gotas para los ojos que utilizaba con frecuencia, el cual debió intentar abrir con los dientes. Un informe forense modificado indicó que el uso de fármacos y alcohol pudo haber contribuido a su muerte por la supresión de su reflejo nauseoso. Se encontraron medicamentos recetados, incluyendo barbitúricos, en la habitación. La causa de la muerte informada fue "intolerancia al Seconal (secobarbital)".
Williams fue enterrado en el Cementerio Calvary de St. Louis, Misuri, a pesar de su deseo de ser enterrado junto al mar, aproximadamente en el mismo lugar que el poeta Hart Crane, a quien consideraba una de sus influencias más significativas. Legó los derechos literarios de sus obras a Sewanee, La Universidad del Sur, en honor a su abuelo, Walter Dakin, un alumno de la universidad ubicada en Sewanee (Tennessee). Los fondos hoy sostienen un programa de escritura creativa.
En 1989 Williams fue incluido en el Paseo de la Fama de St. Louis.

Valoración
En veinticuatro años, diecinueve obras de Tennessee Williams se representaron en Broadway. También se han representado en otros países. Así, en Francia fue Jean Cocteau quien adaptó Un tranvía llamado Deseo, y Françoise Sagan, Dulce pájaro de juventud.
Todo el teatro de Tennessee Williams, donde se ve la influencia de Faulkner y de D. H. Lawrence, está atravesado por los inadaptados, los marginados, los perdedores, los desamparados, por los cuales muestra todo su interés, como explica en sus Memorias. A través de todos sus personajes, en una mezcla de realismo y sueño, dentro del desastre o la fantasía, analiza la soledad, que fue la constante en su vida.
Sus trabajos se basan en la oposición entre el individuo y la sociedad, recurriendo a personajes casi arquetípicos: la aristócrata en decadencia, la joven débil y víctima del macho dominante, el joven sensible y con aspiraciones artísticas, el hombre emprendedor y agresivo. Este cuarteto, con sus sucesivas variantes, se insertan en una oposición más general entre los integrados que aceptan la hipocresía y los rebeldes, marginados que rechazan el compromiso.
El tema común de la «heroína loca», que aparece en muchas de sus obras, pudo haber sido influencia de su hermana. Los personajes de sus obras suelen verse como representaciones directas de los miembros de su familia. Así, se ve la figura de su hermana Rose en Laura Wingfield, de El zoo de cristal, y Blanche DuBois en Un tranvía llamado Deseo. El tema de la lobotomía también aparece en De repente, el último verano. Amanda Wingfield, en El zoo de cristal, puede representar fácilmente a la madre de Williams. Muchos de sus personajes se consideran autobiográficos, incluyendo a Tom Wingfield en El zoo de cristal, y Sebastian en De repente, el último verano.

Tennessee Williams en el cine
Las piezas dramáticas de Tennessee Williams han sido adaptadas en varias ocasiones al cine. Las adaptaciones fueron dirigidas por los más grandes directores de su generación, desde Joseph L. Mankiewicz hasta John Huston. Dada la intensidad de las tramas y la riqueza potencial de sus atormentados personajes, la calidad de estas adaptaciones ha sido, en general, magnífica, y muy propicia para que actores de calidad expongan en ellas su talento interpretativo.
Así, Elia Kazan dirigió en 1951 la primera adaptación al cine de una obra de Williams, Un tranvía llamado Deseo, interpretada por Marlon Brando y Vivien Leigh, que se cuenta entre las mejores jamás rodadas sobre un texto del dramaturgo; Daniel Mann llevó al cine La rosa tatuada en 1955, con Anna Magnani, en un papel escrito expresamente para ella y que le dio varios premios de interpretación —Oscar incluido— y Burt Lancaster, pero que Magnani, al negarse a hacerla en los escenarios de Broadway, posibilitó la consagración de Maureen Stapleton.
Richard Brooks llevó a cabo con la adaptación de La gata sobre el tejado de zinc en 1958, con Elizabeth Taylor y Paul Newman como protagonistas, una de las películas de referencia obligada si hablamos de las obras del genial Tennessee en la pantalla; y el mismo Brooks dirigió en 1962 la adaptación de Dulce pájaro de juventud, repitiendo a Newman y con la excepcional Geraldine Page, recreando esos ambientes entre sórdidos y claustrofóbicos que caracterizan las obras del sureño, aunque más suavizada con respecto al original que adaptaciones anteriores debido a la censura en los Estados Unidos, que ese mismo año se cebaba con Lolita (Stanley Kubrick) o Confidencias de mujer (George Cukor).
Joseph L. Mankiewicz estrenó en 1959 De repente el último verano, con un reparto estelar, como sucede en muchas películas basadas en Williams: Elizabeth Taylor, Katharine Hepburn y Montgomery Clift. Se convirtió casi desde entonces en una de las mejores —si no la mejor— traslaciones de su obra a la gran pantalla.
En 1961, Vivien Leigh repitió con obra de Tennessee Williams en La primavera romana de la Sra. Stone, dirigida por José Quintero y acompañada por un juvenil Warren Beatty como el gigoló romano Paolo di Leo. Quizá no suficientemente valorada en su momento, pese a que gozó de gran popularidad, es una película a tener en cuenta. Cabe mencionar también la espléndida y oscura versión que dirigió John Huston en 1964 de La noche de la iguana, con Richard Burton, Ava Gardner, Deborah Kerr y Sue Lyon, cuya acción transcurre en México, y que en su día constituyó un fracaso en taquilla, pero hoy emerge como un auténtico clásico moderno. Otros títulos, no tan recordados pero que merecen una revisión, son: Verano y humo, de Peter Glenville (1961), con una de las grandes interpretaciones de Geraldine Page junto a la ya citada Dulce pájaro de juventud, y Propiedad condenada (1966), de Sydney Pollack, con Robert Redford y Natalie Wood.
A partir de los años 1970, las obras de Williams se llevaron más a la pequeña pantalla que al cine (El zoo de cristal, en 1970, con Katharine Hepburn; Un tranvía llamado Deseo en 1984, con Ann Margret; La gata sobre el tejado de zinc en 1985, con Jessica Lange; Dulce pájaro de juventud en 1989, con Elizabeth Taylor; etc.), pero aún encontramos una interesante aunque no definitiva adaptación de El zoo de cristal (1987) dirigida por Paul Newman, con Joanne Woodward, John Malkovich y Karen Allen, rodada para la gran pantalla.

Obra
Obras de teatro, en orden cronológico
Beauty Is the Word (1930)
Cairo! Shanghai! Bombay! (1935)
Candles to the Sun (1936)
The Magic Tower (1936)
Fugitive Kind (1937)
Spring Storm (1937)
Summer at the Lake (1937)
The Palooka (1937)
The Fat Man's Wife (1938)
Not about Nightingales (1938)
Adam and Eve on a Ferry (1939)

Comienzos
Debutó con escaso éxito con Battle of Angels (Batalla de ángeles) (1940), luego reescrito como Orpheus Descending (La caída de Orfeo) (1957).

Battle of Angels (1940)
The Parade or Approaching the End of Summer (1940)
The Long Goodbye (1940)
Auto Da Fe (1941)
The Lady of Larkspur Lotion (1941)
At Liberty (1942)
The Pink Room (1943)
The Gentleman Callers (1944).

Consagración
El éxito y la fama le llegan con El zoo de cristal (1945) y Un tranvía llamado Deseo (1947). En estos dos dramas se forma la definitiva estructura recurrente del teatro de Williams, ambientado en el sur de los Estados Unidos, en un mundo inmóvil, cerrado sobre su pasado aristocrático ya irrecuperable.
The Glass Menagerie (1944). En España: El zoo de cristal, Escelicer, S.A., 1964, ISBN 84-238-0493-3.
You Touched Me (1945)
Moony's Kid Don't Cry (1946)
This Property is Condemned (1946)
Twenty-Seven Wagons Full of Cotton (1946 y 1953). En España: 27 vagones de algodón, Alianza Editorial, S.A., 1984, ISBN 84-206-1102-6
Portait of a Madonna (1946)
The Last of My Solid Gold Watches (1947)
Stairs to the Roof (1947)
A Streetcar Named Desire (Un tranvía llamado Deseo) (1947). Última publicación en España: MK Ediciones y Publicaciones, 1988.

Madurez
Después de los dramas que lo hicieron famoso, Williams escribió obras que fueron igualmente afortunadas y que a menudo se transfirieron a la pantalla:
Summer and Smoke (1948)
I Rise in Flame, Cried the Phoenix (1951)
The Rose Tattoo (La rosa tatuada) (1951)
Camino Real (1953). En España: Camino real, Escelicer, S.A., 1963. ISBN 84-238-0829-7
Talk to Me Like Rain and Let Me Listen (1953). En Español: Háblame como la lluvia y déjame escuchar
Hello from Bertha (1954)
Lord Byron's Love Letter (1955) - libreto
Three Players of a Summer Game (1955)
Cat On a Hot Tin Roof (La gata sobre el tejado de zinc caliente o La gata sobre el tejado de zinc (1955). En España ha habido varias ediciones, la última: La gata sobre el tejado de zinc caliente, Bibliotex, S.L., 1999. ISBN 84-8130-217-1
The Dark Room (1956)
The Case of the Crushed Petunias (1956)
Baby Doll (1956) – guion desarrollado para la película a partir de una pieza breve titulada "Veintisiete vagones de algodón", del propio T. Williams.
Orpheus Descending (1957). En España: La caída de Orfeo, Escelier, S.A., 1962. ISBN 84-238-0220-5.
Suddenly, Last Summer (De repente, el último verano) (1958)
A Perfect Analysis Given by a Parrot (1958)
Garden District (1958)
Something Unspoken (1958)
Sweet Bird of Youth (Dulce pájaro de juventud) (1959)
The Purification (1959)
And Tell Sad Stories of the Deaths of Queens (1959)
Period of Adjustment (1960)
The Night of the Iguana (La noche de la iguana) (1961). En España se ha publicado varias veces, la última, La noche de la iguana y otros relatos, Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2006. ISBN 84-9793-972-7
The Milk Train Doesn't Stop Here Anymore (1963)
The Eccentricities of a Nightingale (1964)
Grand (1964)

Etapa Final
En los años que siguieron a la muerte de Merlo se asiste a un lento declinar de la inspiración, testimoniada en el retorno a la forma breve del acto único y de las frecuentes recreaciones. También los dramas originales son sometidos a una serie de revisiones con las que intenta frenar los fracasos cada vez más frecuentes:
Slapstick Tragedy (The Mutilated and The Gnädiges Fräulein) (1966)
The Mutilated (1967)
Kingdom of Earth / Seven Descents of Myrtle (1968)
Now the Cats with Jewelled Claws (1969)
In the Bar of a Tokyo Hotel (1969)
Will Mr. Merriweather Return from Memphis? (1969)
I Can't Imagine Tomorrow (1970)
The Frosted Glass Coffin (1970)
Small Craft Warnings (1972). En España se ha publicado en catalán, Adventencia a les embarcacions petites, Ediciones del Mall, S.A., 1986. ISBN 84-7456-290-2.
Out Cry (1973)
The Two-Character Play (1973). En España: Función para dos personajes, Universidad de Valencia. Servicio de Publicaciones, 1996. ISBN 84-370-2687-3
The Red Devil Battery Sign (1975)
Demolition Downtown (1976)
This Is (An Entertainment) (1976)
Vieux Carré (1977)
Tiger Tail (1978)
Kirche, Kŭche und Kinder (1979)
Creve Coeur (1979)
Lifeboat Drill (1979)
Clothes for a Summer Hotel (1980)
The Chalky White Substance (1980)
This Is Peaceable Kingdom / Good Luck God (1980)
Steps Must be Gentle (1980)
The Notebook of Trigorin (1980)
Something Cloudy, Something Clear (1981)
A House Not Meant to Stand (1982)
The One Exception (1983)

Novelas
The Roman Spring of Mrs. Stone (1950). En España: La primavera romana de la señora Stone, 2006. 84-02-42021-4
Moise and the World of Reason (1975). En España: Moisa y el mundo de la razón, Caralt Editores, S.A., 1978. ISBN 84-217-2528-9. En esta novela Williams discute honestamente sobre su propia homosexualidad, ya proclamada en sus Memorias (1973).
The Bag People

Cuentos cortos
The Vengeance of Nitocris (1928)
Hard Candy: a Book of Stories (1959)
Three Players of a Summer Game and Other Stories (1960)
The Knightly Quest: a Novella and Four Short Stories (1966)
One Arm and Other Stories (1967)
Eight Mortal Ladies Possessed: a Book of Stories (1974). En 1977 se publicó en España como Ocho mujeres poseídas, ISBN 84-217-4203-5. En 2005, se publicó por Alba Editorial, S.L. como Ocho mortales poseídas. ISBN 84-8428-267-8 Ocho mortales poseídas.
It Happened the day the Sun Rose, and Other Stories (1981)

Poesía
In the Winter of Cities: Poems (1956)
Androgyne, Mon Amour: Poems (1977)





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