EL
CRUCIFICADO
MARIO
LEVRERO
Fue lo bastante astuto
o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando
Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las
cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en
cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado.
Tenía pocos dientes,
era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta,
y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina.
Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y
rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la
posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que
tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos
que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la
altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las
manos estaban cicatrizadas, una mezcla de sangre seca y cabezas de clavos
oxidados.
Al reconstruir la
historia, imagino que alguien, y supongo quién, le alcanzaría algo de comer;
porque la posición de los brazos le impedía pasar por el agujero que daba al
comedor, y siempre estaba, por lógica, ausente de nuestra mesa. Yo me inclino a
pensar que en realidad no comía.
En ese entonces
estábamos dispersos y desconectados, no se llevaba ningún control ya sobre las
acciones de nadie, y apenas Eduardo, de vez en cuando, sacaba cuentas.
Hablábamos poco, y el Crucificado no llegó a ser tema. Sospecho que todos
pensábamos en él, pero por algún motivo no lo discutíamos. Don Pedro, el más
ausente, siempre en Babia o con su juego de bolitas metálicas, fue el único que
en un principio se le acercó, para advertirle con voz un tanto admonitoria que
tenía la bragueta desabrochada. El Crucificado esbozó algo parecido a una
sonrisa y le dijo que se fuera a la putísima madre que lo recontramilparió, con
lo cual el diálogo entre ellos quedó definitivamente interrumpido.
Se mantenía al margen,
con esa pose de espantapájaros, y más de una vez pensé con maldad en sugerirle
que cumpliera esa función en los sembrados (que dicho sea de paso habíamos
descuidado bastante; sólo la gorda se ocupaba del riego, pero a esa altura ya
no valía la pena).
De noche entraba al
galpón, necesariamente de perfil por lo estrecho de la puerta y le daba mucho
trabajo tenderse para dormir. Al fin me decidí a ayudarlo en este menester,
cosa que nunca me agradeció en forma explícita, y no imagino cómo se levantaba
por las mañanas, porque yo dormía hasta mucho más tarde.
Era por todos sabido
que el 1° de setiembre Emilia cumpliría los quince, y se aceptaba sin discusión
que sería desflorada por Eduardo, como todas ellas. Después Eduardo se
desinteresaba, y las muchachas pasaban, o no, a formar alguna pareja más o
menos estable con cualquiera del resto.
Emilia era la más
deseable y desarrollada: sus 14 años y nueve meses nos tenían enloquecidos.
Ella, sin altanería coqueta, dejaba fluir su indiferencia sobre nosotros,
incluyendo a Eduardo.
Tenía el pelo negro
mate, largo y lacio, un rostro ovalado perfecto, ojos grandes y verdes, y un
perfume natural especialmente turbador.
El 21 de julio, a la
madrugada, me despertó el revuelo infernal, inusual, del galpón. Cuando logré
despejarme vi que estaban en la etapa de fabricar los grandes objetos de
madera. Habían encontrado a Emilia montada encima del Crucificado, los dos
desnudos. Ahora, a ellos los tenían sujetos, por separado, con cables de antena
de televisión. La gorda se ocupaba de los discos, doña Eloísa, baldada como
estaba, se había levantado gozosa a preparar mate y tortas fritas, Eduardo
dirigía las operaciones, un hervidero de gente en actividad febril.
Finalizados los
preparativos la gorda puso la Marsellesa, y a ellos les desataron los cables y
cargaron a Emilia con las dos cruces, porque evidentemente el Crucificado no
tenía cómo cargar la suya nueva. A mitad del camino del cerro comenzó a
insinuarse el amanecer. Era un cortejo nutrido y silencioso, y yo iba a la cola
y no pude ver bien lo que pasaba, pero era evidente que les tiraban piedras y
los escupían. Algunos transeúntes casuales se sumaron al cortejo, otros
siguieron de largo. Yo no estaba conforme con lo que se hacía, pero no es justo
que lo diga ahora; en ese momento me callé la boca.
Trabajaron como negros
para afirmar las cruces en la tierra, en especial la de Emilia, que era en
forma de X. A ella le ataron las muñecas y los tobillos con alambre de cobre, a
él simplemente le clavaron la madera de su cruz rota sobre la nueva.
Los pusieron
enfrentados, muy próximos entre sí, como a un metro y medio o dos metros.
Emilia tenía sangre seca en las piernas y magullones en todo el cuerpo. El
cuerpo del Crucificado era una mezcla imposible de marcas viejas y nuevas,
cicatrices y cardenales.
Los demás se sentaron
sobre el pasto. Comían y escuchaban la radio a transistores. Don Pedro jugaba
con sus bolitas. Yo busqué la sombra de un árbol cercano, y miraba el conjunto
con mucha pena, y también remordimientos.
Me quedé dormido.
Cuando desperté era plena tarde. La escena seguía incambiada. Me acerqué y vi
que se miraban, el Crucificado y Emilia, como hipnotizados, los ojos de uno en
los ojos del otro. Emilia estaba más linda que nunca, y sin embargo no me
despertaba ningún deseo. Los otros se sentían incómodos. De vez en cuando, sin
ganas, proferían insultos o les tiraban piedras o alguna porquería, pero ellos
parecían no darse cuenta.
Alguien, luego, con un
palo, le refregó al Crucificado una esponja con vinagre por la boca. El
Crucificado escupió y después dijo, con voz clara y joven que no puedo borrar
de mi memoria:
—La otra vez fue un
error, me habían confundido, ahora está bien.
Y ya nadie los sacó de
mirarse uno a otro, y parecían hacer el amor con la mirada, que se poseían
mutuamente, y nadie se animaba ya a decir o hacer nada, querían irse pero no
podían, nos sentíamos mal.
Al caer la tarde Emilia
había alcanzado el máximo posible de belleza, y sonreía. El Crucificado parecía
más nutrido, como si hubiera engordado, y la sangre empezó a manar de sus
viejas heridas de los clavos en las manos y de las cicatrices que nunca
habíamos notado en los pies; también, por debajo del pelo, manaban hilitos
rojos que le corrían por la frente y las mejillas. El cielo se oscureció de
golpe. El Crucificado volvió a hablar.
—Padre mío —dijo— por
qué me has abandonado.
Y después rió.
La escena quedó
estática, detenida en el tiempo. Nadie hizo el menor movimiento. Hubo un
trueno, y el Crucificado inclinó la cabeza muerto.
Todos parecían muertos,
todos habían quedado en las posiciones en que estaban, la mayoría ridículas.
Don Pedro con un dedo metido en la caja de las bolitas.
Me acerqué a la cruz de
Emilia y le desaté los pies y las manos, con un trabajo enorme para que no se
me cayera y se lastimara. Ella seguía como hipnotizada, la sonrisa en los
labios y con su nueva belleza que parecía excederla, como un halo.
Sin querer tuve que
manosearla un poco para sacarla de allí; pensé que debería sentirme excitado,
pero no era posible, era como si yo no tuviera sexo. A pesar de mi tradicional
haraganería la cargué en mis brazos, como a una criatura, y la llevé a la casa.
Fue un camino largo, penoso, que mil veces quise abandonar por cansancio, y sin
embargo no podía detenerme. Tenía los brazos acalambrados y me dolía la
cintura, transpiraba como un caballo. En el galpón la deposité en la cama de
Eduardo, que era la mejor, y después me tiré en el suelo, en mi lugar de
siempre.
Al otro día Emilia me
despertó con un mate. Yo lo tomé, todavía dormido, y después advertí que seguía
desnuda y sonriente.
—¿Y ahora qué hacemos?
—le pregunté cuando estuve más despierto. Pensaba en el cadáver del
Crucificado, en toda la gente momificada allá, en el cerro. Ella se encogió de
hombros y me respondió con voz infinitamente dulce:
—Ya nada tiene
importancia.
Hizo una pausa, y
agregó:
—Espero un hijo. Nacerá
dentro de tres días.
Noté, en efecto, que su
vientre se había abultado en forma notoria. Me asusté un poco.
—¿Busco un médico?
—pregunté, y me contestó con la voz clara, grave y joven del Crucificado.
—No tienes más nada que
hacer aquí. Ve por el mundo y cuenta lo que has visto.
Y me dio un beso en la
boca.
Fui al casillero y
saqué los guantes blancos y el pullover; me los puse.
—Adiós —dije; y Emilia,
sonriendo, me acompañó hasta la puerta. Era un día primaveral y fresco, lleno
de luz, hermoso. A los pocos pasos me di vuelta y miré. Ella seguía en la
puerta.
No me hizo adiós con la
mano. Pero más tarde, en el camino, descubrí que hacía jugar los dedos de mi
mano derecha con el tallo de una rosa, roja.
Revista
Marcha, Montevideo,1969
Espacios
libres, Buenos Aires/Montevideo, Puntosur, 1987, págs. 27-30
Jorge Mario Varlotta
Levrero, más conocido como Mario Levrero
(Montevideo, Uruguay, 23 de enero de 1940 - Montevideo, Uruguay, 30 de agosto
de 2004), fue un escritor uruguayo, que además se desempeñó como fotógrafo,
librero, guionista de cómics, columnista, humorista, y también creador de
crucigramas y juegos de ingenio. En sus últimos años de vida dirigió un taller
literario.
Vivió la mayor parte de
su vida en su ciudad natal, Montevideo, con períodos de residencia más o menos
prolongados en otras ciudades uruguayas (Piriápolis, Colonia), o en Buenos
Aires, Rosario y Burdeos (Francia).
Se desempeñó como
librero en La Guardia Nueva, librería
de viejo que montó junto a su amigo y socio Jorge Califra en 1959 en la calle
Soriano ubicada en su ciudad natal. El nombre de la librería rinde honor al
club de tango homónimo que frecuentaba en su juventud. Durante la década del
sesenta mantuvo gran interés por el cine y la fotografía. Rodó algunas
películas caseras con Califra y se dedicó a ser fotógrafo amateur,
estableciendo un
laboratorio en una de las habitaciones de su casa. Colaboró principalmente como
humorista entre los años 1969 y 1971 en Misia Dura —suplemento semanal de El
Popular, periódico vinculado al partido comunista— y, en la década del
ochenta, en diferentes revistas de Uruguay y Argentina. También fue editor de
una revista de entretenimiento y, en sus últimos años, dirigió un taller literario.
Estilo
El estilo literario de
Levrero muestra influencia de la ciencia ficción y el género policial; también
es importante el papel que tienen el humor y la narrativa cómica dentro de sus
textos. A pesar de ello, es difícil clasificarlo con uno de los géneros ya
mencionados.
Los "raros"
El crítico uruguayo
Ángel Rama lo incluye dentro del grupo de los "raros", una corriente
típicamente uruguaya de autores que no pueden encasillarse dentro de ninguna
corriente reconocible, aunque tienden a una especie de surrealismo leve.
Felisberto Hernández, Armonía Somers, José Pedro Díaz y el propio Levrero son
los nombres principales de esta corriente, aunque este último era bastante más
joven que el resto, y sobrevivió a todos. De los autores vivos, más jóvenes que
Levrero, se incluirían Marosa di Giorgio o Felipe Polleri, quien es el continuador
que más se acerca a la categoría.
Dentro de la tradición
uruguaya, Levrero es más asimilable a Felisberto Hernández que al resto de los
"raros". En cuanto a los referentes extranjeros presentes en la
literatura levreriana, salvo un cierto aire kafkiano que impregna la primera
parte de su obra (desde La ciudad), sólo podría encontrársele parecidos con la
obra de algunos de los surrealistas más atípicos, en particular Leonora
Carrington.
Los autores del grupo
de “los raros" tienen como característica ser “autocancelantes”, es decir,
que no han generado una corriente literaria de seguidores de su estilo, y cada
uno es una singularidad dentro de su género. Sin embargo, en el caso de Levrero
hay un amplio espectro de escritores más o menos jóvenes que se declaran
deudores del estilo del maestro, pero en general se trata de alumnos de sus
talleres, y son más deudores de su método de enseñanza que de su obra literaria,
entre sus alumnos están Pablo Silva Olazábal7 y José Miguel Búsquets Apólito.
Singularidad
Incluso dentro del
grupo de los "raros”, Levrero es singular en su formación y estilo. Su
literatura está fuertemente influenciada por la literatura popular. Durante su
adolescencia fue ávido lector de ciencia ficción: Asimov, Richard Matheson,
Brian W. Aldiss y Ray Bradbury, así como de novela policíaca: Raymond Chandler,
Chester Himes y Erle Stanley Gardner.
En su obra hay una
fuerte vocación introspectiva6 que, viéndola en conjunto, da la idea de cierto
tipo de escalada desde lo más narrativo hacia lo más cotidiano. El autor lo
explica en una entrevista, diciendo que, inadvertidamente, a lo largo de tres
décadas su literatura fue recorriendo el camino que va desde el inconsciente
colectivo, reflejado en sus primeras novelas, pasando por el subconsciente
hasta aflorar en la conciencia y permitirle describir lo que ocurre fuera de sí
mismo.
Ese análisis del
conjunto de su obra hace que a pesar de lo muy distinto de sus diversas fases,
el conjunto adquiera una coherencia que enriquece los significados de cada
libro en general. Otra de las características de la obra levreriana, fruto de
su casi maniáticamente preciso uso del idioma, es su engañosa sencillez. Salvo algunos
relatos excesivamente experimentales, toda su obra se lee con una fluidez que
en ocasiones oculta complejidad de significados que pueden extraerse, ya sea a
cada texto por separado o en su conjunto.
En 2016 su libro La
novela luminosa fue seleccionado según la prensa española en la sexta posición
como una de las mejores novelas de los últimos 25 años en idioma español.
El taller
Durante más de veinte
años impartió talleres de escritura en Argentina y posteriormente en Uruguay.
La primera vez que se dedicó a ello fue en Buenos Aires después de haber
trabajado en una editorial como jefe de redacción de revistas. En una
entrevista realizada el mismo año en que murió, el escritor habla sobre su
experiencia en el taller y explica que hubo una transformación del modo de
trabajo que consistió en ir de los juegos a partir de la palabra y de textos
ajenos a trabajar con lo que él considera la materia prima de la literatura. En
dicha entrevista el escritor habla de su concepción del arte y de la
literatura. En ella destaca el trabajo que el escritor debe realizar con su
inconsciente para encontrar su estilo personal.
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