El tren ha silbado
Luigi Pirandello
Desvariaba. Los médicos habían dicho que se trataba de un principio de
fiebre cerebral; y todos los compañeros de trabajo, que volvían de dos en dos
del manicomio donde habían ido a visitarlo, lo repetían.
Al decírselo a los compañeros que llegaban tarde y a los que se encontraban
por la calle, parecían experimentar un placer peculiar, utilizando los términos
científicos que acababan de aprender de los médicos:
—Frenesí. Frenesí.
—Encefalitis.
—Inflamación de la membrana cerebral.
—Fiebre cerebral.
Y querían parecer preocupados; pero en el fondo estaban tan contentos,
saliendo tan saludables de aquel triste manicomio, hacia el azul alegre de la
mañana invernal, tras cumplir su deber con la visita.
—¿Se va a morir? ¿Se va a volver loco?
—¡Quién sabe!
—Morir, parece que no…
—Pero, ¿qué dice? ¿Qué dice?
—Siempre lo mismo. Desvaría.
—¡Pobre Belluca!
Y a nadie se le ocurría que, por las muy especiales condiciones de vida que
aquel infeliz sufría desde hacía tantos años, su caso podía incluso ser muy
normal, y que todo lo que Belluca decía —y que a todos les parecía un delirio,
un síntoma del frenesí— podía ser la explicación más sencilla de aquel caso
suyo tan natural.
La noche anterior Belluca se había rebelado violentamente contra su jefe y,
frente a los ásperos reproches de este, casi se le había lanzado encima,
ofreciendo un firme argumento a la suposición de que se tratara de una
verdadera alienación mental.
Porque hombre más manso y sumiso, más metódico y paciente que Belluca, no
se podría imaginar.
Circunscrito… sí, ¿quién lo había definido así? Uno de sus compañeros de
trabajo. Pobre Belluca: estaba circunscrito dentro de los límites angostos de
su árida profesión de contable, sin otra memoria que no fuera la de partidas
abiertas, partidas simples o dobles o contrapartidas, deducciones y
devoluciones e importes; notas, libros mayores, cartapacios, etcétera. Era un
casillero ambulante; o, más bien, un viejo burro que tiraba callado, siempre al
mismo paso, siempre por la misma calle, siempre del mismo carro, con sus
anteojeras.
Pues bien, a veces ese viejo burro había sido azotado, fustigado sin piedad,
por mera diversión, por el gusto de ver si se encabritaba un poco o al menos
levantaba un centímetro las orejas gachas, o daba alguna señal de levantar una
pata para disparar una coz. ¡Nada! Había soportado azotes injustos y pinchazos
crueles sin levantar la voz, siempre sin resollar, como si no lo tocaran, o
mejor, como si no los sintiera, acostumbrado desde hacía años a los continuos y
solemnes bastonazos de la suerte.
Entonces aquella rebelión era verdaderamente inconcebible, a no ser que
fuera efecto de una imprevista alienación mental.
Sobre todo porque, la noche anterior, a Belluca le correspondía una
amonestación; su jefe tenía derecho a amonestarlo. Por la mañana se había
presentado con un aire insólito, nuevo y —algo realmente inaudito, comparable,
¿qué sé yo?, a la caída de una montaña— había llegado con más de media hora de
retraso.
Parecía que el rostro se le hubiera ensanchado de pronto. Parecía que las
anteojeras se le hubieran caído de repente y que el espectáculo de la vida se
le hubiese descubierto de pronto. Parecía que los oídos se le hubieran
destapado y que percibieran por primera vez voces y sonidos nunca antes
advertidos.
Se había presentado en la oficina tan alegre, con una alegría vaga y llena
de aturdimiento. Y no había hecho nada en todo el día.
Por la noche, el jefe, entrando en el despacho de él y después de haber
examinado los registros y los papeles, le dijo:
—¿Y eso? ¿Qué has hecho durante todo el día?
Belluca lo había mirado sonriente, casi con aire impúdico, abriendo las manos.
—¿Qué significa? —había exclamado el jefe, acercándose, cogiéndolo por un
hombro y sacudiéndolo—. ¡Belluca!
—Nada —había contestado Belluca, siempre con aquella sonrisa entre impúdica
e idiota en los labios—. El tren, señor caballero.
—¿El tren? ¿Qué tren?
—Ha silbado.
—¿Qué diablos dices?
—Esta noche, señor caballero. Ha silbado. He oído que silbaba…
—¿El tren?
—Sí, señor. ¡Y si supiera hasta dónde he llegado! A Siberia… o… a las
florestas del Congo… ¡Solo hace falta un instante, señor caballero!
Los otros empleados, advirtiendo los gritos de enfado del jefe, habían
entrado en el despacho y estallado en carcajadas al oír a Belluca que hablaba
en aquellos términos.
Entonces el jefe —que aquella noche tenía que estar de mal humor—,
fastidiado por aquellas risas, se había enfurecido y había golpeado a la mansa
víctima de tantas bromas crueles.
Pero esta vez la víctima, provocando estupor y casi terror en todos los presentes, se había rebelado, había despotricado, gritando aquella extrañeza del tren que había silbado y diciendo que, por Dios, ahora que había oído el tren que silbaba ya no podía, no quería ser tratado de aquella manera.
Pero esta vez la víctima, provocando estupor y casi terror en todos los presentes, se había rebelado, había despotricado, gritando aquella extrañeza del tren que había silbado y diciendo que, por Dios, ahora que había oído el tren que silbaba ya no podía, no quería ser tratado de aquella manera.
Lo habían agarrado con fuerza, inmovilizado y arrastrado al manicomio.
Aún hablaba de aquel tren. Imitaba su silbato. Oh, era un silbato muy
quejumbroso, como lejano, en la noche: dolorido. Inmediatamente después,
añadía:
—Parte, parte… ¿Señores, hacia dónde? ¿Hacia dónde?
Y miraba a todos con ojos que ya no eran los suyos. Aquellos ojos,
habitualmente oscuros, sin brillo, ceñudos, ahora reían muy brillantes, como
los de un niño o los de un hombre feliz; y de sus labios salían frases
descompuestas. Era algo inaudito: expresiones poéticas, imaginativas,
extravagantes, que sorprendían sobre todo porque no se podía explicar de ningún
modo cómo, gracias a qué prodigio, florecían precisamente de su boca, es decir,
de la boca de un ser que hasta aquel momento solo se había ocupado de cifras y
registros y catálogos, permaneciendo ciego y sordo a la vida, como una máquina
de contabilidad. Ahora hablaba de cumbres azules, de montañas nevadas que
miraban hacia el cielo; hablaba de voluminosos cetáceos viscosos que con sus
colas, en el fondo del mar, dibujaban comas. Era, repito, algo inaudito.
Pero quien vino a referírmelo, con la noticia de la imprevista alienación
mental, se quedó desconcertado porque no notó asombro ni leve sorpresa en mi
reacción.
En verdad, recibí la noticia en silencio.
Mi silencio estaba lleno de dolor. Moví la cabeza, con los ángulos de la
boca contraídos amargamente hacia abajo, y dije:
—Belluca, señores, no se ha vuelto loco. Pueden estar seguros de que no ha
enloquecido. Tiene que haberle ocurrido algo, pero algo muy natural. Nadie
puede explicárselo porque nadie sabe bien cómo este hombre ha vivido hasta
ahora. Yo que lo sé estoy seguro de que podré explicarme todo con mucha
naturalidad en cuanto lo vea y hable con él.
Mientras me dirigía hacia el manicomio donde el pobrecito estaba internado,
seguí reflexionando por mi cuenta:
«Para un hombre que viva como Belluca ha vivido hasta ahora —es decir: una
vida “imposible”— el suceso más obvio, el accidente más común, cualquier
levísimo e imprevisto tropiezo, qué sé yo, por causa de una piedra en la calle,
puede producir efectos extraordinarios de los que nadie puede dar explicación
alguna, a menos que no se tenga en cuenta, precisamente, que la vida de aquel
hombre es “imposible”. Hay que conducir la explicación en esa dirección,
relacionándola con aquellas imposibles condiciones de vida, y entonces
aparecerá sencilla y clara. Quien vea solamente una cola, haciendo abstracción
del monstruo al que pertenece, podrá considerarla monstruosa por sí misma. Pero
hay que volver a pegarla al monstruo y entonces ya no parecerá tal, sino como
tiene que ser, por el hecho de pertenecer a aquel monstruo. Una cola muy
natural».
Nunca había visto a un hombre vivir como Belluca. Era su vecino y todos los
demás inquilinos del edificio se preguntaban, como yo, cómo aquel hombre podía
resistir en aquellas condiciones de vida.
Vivía con tres ciegas: su mujer, su suegra y la hermana de su suegra; estas
dos, viejísimas, eran ciegas a causa de las cataratas; su mujer no sufría de
catarata, pero tenía los párpados amurallados.
Las tres querían ser servidas. Gritaban desde la mañana hasta la noche
porque nadie les servía. Las dos hijas viudas, que habían sido recibidas en
casa después de la muerte de sus maridos —una con cuatro, la otra con tres
hijos— nunca tenían ganas ni tiempo para cuidarlas; a lo sumo ayudaban a su
madre.
¿Belluca podía dar de comer a todas aquellas bocas con el escaso sueldo de
su empleo de contable? Se procuraba más trabajo por la noche, para hacerlo en
casa: copiar cartas. Y copiaba entre los gritos endiablados de aquellas cinco
mujeres y de aquellos siete chicos hasta que ellos, los doce, encontraban su
lugar en las tres únicas camas de la casa.
Camas amplias, de matrimonio; pero solo tres.
Y entonces había peleas furibundas, persecuciones, muebles volcados,
cubiertos rotos, llantos, gritos, batacazos, porque los chicos, en la
oscuridad, se escapaban y se metían entre las tres viejas ciegas, que dormían
en una cama aparte y que cada noche peleaban entre ellas porque ninguna de las
tres quería estar en medio y se rebelaba cuando les llegaba el turno de ocupar
ese lugar.
Finalmente se hacía el silencio y Belluca continuaba copiando hasta la
madrugada, hasta que el bolígrafo se le caía de la mano y los ojos se le
cerraban solos.
Entonces iba a tumbarse, a menudo aún vestido, sobre un sofá desgastado y
se hundía enseguida en un sueño de plomo, del cual se despertaba cada mañana
con dificultad, cada vez —si cabe— más aturdido.
Pues bien, señores: a Belluca, en estas condiciones, le había ocurrido algo
naturalísimo.
Cuando fui a visitarlo al manicomio me lo contó él personalmente, con todo
lujo de detalles. Sí, aún estaba un poco exaltado, pero muy naturalmente, por
lo que le había pasado. Se reía de los médicos y de los enfermeros y de todos
sus compañeros, que lo creían enloquecido:
—¡Ojalá! —decía—. ¡Ojalá lo estuviera!
Señores, muchísimos años atrás Belluca se había olvidado —pero realmente
olvidado— de que el mundo existía.
Absorto en el tormento continuo de su desgraciada existencia, concentrado
durante todo el día en las cuentas propias de su empleo, sin un momento de
alivio —nunca—, como una bestia de ojos vendados, enyugada a una noria o a un
molino, sí, señores, muchísimos años atrás se había olvidado —pero realmente
olvidado— de que el mundo existía.
Dos noches antes, tras tumbarse para dormir en aquel sofá, insólitamente no
había conseguido dormirse enseguida, tal vez por el cansancio excesivo. Y de
pronto, en el silencio profundo de la noche, había oído un tren que silbaba a
lo lejos.
Le había parecido que los oídos, después de tantos años —quién sabe cómo—
se le destapaban de repente.
El silbato de aquel tren lo había desgarrado y le había borrado en un
momento la miseria de todas sus horribles angustias y le había permitido
empezar a observar, anhelante, como desde el interior de un sepulcro destapado,
el vacío lleno de aire del mundo que se abría, enorme, a su alrededor.
Instintivamente se había agarrado a las mantas con las que cada noche se
cubría y con el pensamiento había corrido directo hacia aquel tren que se alejaba
en la noche.
Existía, ¡ah!, existía, fuera de aquella horrenda casa, fuera de todos sus
tormentos, existía el mundo, un mundo lejano hacia donde se dirigía aquel tren…
Florencia, Bolonia, Turín, Venecia… tantas ciudades, en las cuales había estado
de joven y que seguramente resplandecían por el mundo aquella noche. ¡Sí,
conocía la vida que se vivía en aquellos lugares! ¡La vida que él también había
vivido, hacía tiempo! Y aquella vida continuaba; siempre había continuado,
mientras él aquí, como una bestia con los ojos vendados, hacía girar la rueda
de aquel molino. ¡No había vuelto a pensar en ello! El mundo se había cerrado
para él en el tormento de su casa, en la árida e híspida angustia de su
contabilidad… Pero ahora, ahí estaba: volvía a entrar en él, como por un cambio
violento del espíritu. El instante que marcaba la salida de su prisión personal
fluía como un escalofrío eléctrico por todo el mundo y él, con la imaginación
de repente despierta, podía seguirlo por ciudades conocidas y desconocidas,
landas, montañas, florestas, mares… Ese mismo escalofrío era el mismísimo
pálpito del tiempo. Mientras él vivía, aquí, esta vida «imposible», había
muchos millones de hombres esparcidos por la tierra que vivían de otra forma.
Ahora, en el mismo instante en que él sufría aquí, había montañas solitarias y
nevadas que levantaban hacia el cielo nocturno sus cumbres azules… Sí, sí, las
veía, las veía así… Había océanos… florestas…
¡Y entonces él —ahora que el mundo había vuelto a entrar en su espíritu—
podía consolarse de alguna manera! Sí, salir de vez en cuando de su tormento
para respirar un poco de aire del mundo con su imaginación.
¡Le bastaba con eso!
Naturalmente, durante el primer día se había excedido. Se había
emborrachado. Todo el mundo adentro, de pronto: un cataclismo. Poco a poco se
recompondría. Aún estaba ebrio por el aire, era consciente de ello.
En cuanto se recompusiera totalmente iría a pedirle disculpas a su jefe y
retomaría su contabilidad como antes. El jefe, simplemente, no tenía que
pretender demasiado de él, como hacía en el pasado: tenía que concederle que,
de vez en cuando, entre una partida y otra que tuviera que registrar, se escapara
a Siberia… o… a las florestas del Congo:
—Solo hace falta un instante, señor caballero. Ahora que el tren ha
silbado…
“Il treno ha fischiato”,
Corriere della Sera, Italia, 1914
Corriere della Sera, Italia, 1914
Luigi Pirandello (Agrigento, Italia, 28 de junio de 1867 - Roma, Italia, 10 de diciembre de
1936) fue un reconocido dramaturgo, novelista y escritor de relatos cortos
italiano, ganador en 1934 del Premio Nobel de Literatura.
Biografía
inicial
Nació el 28 de junio de 1867 en Villaseta de Càvusu, llamada actualmente
Xaos (en todo caso la etimología de tal lugar, según el mismo Pirandello,
derivaría de la palabra griega Kaos). En el siglo XX Càvusu/Xaos se ha
transformado en una "contrada" o suburbio de la ciudad siciliana de
Agrigento, motivo por el que es frecuente que en muchos textos se dé como lugar
de nacimiento la ciudad de Agrigento, e incluso la ciudad vecina de Porto
Empedocle.
Luigi Pirandello era hijo de Caterina Ricci-Gramitto y de Stefano
Pirandello, comerciante garibaldino de clase media pero de ascendencia ilustre,
inversor en la industria del sulfuro. Tanto los Pirandello como los
Ricci-Gramitto eran fuertemente anti borbónicos y participaban activamente en
el movimiento "Il Risorgimento", destinado a la unificación
democrática de Italia. Stefano llegó a participar en la famosa aventura de Los
Mil, siguiendo a Garibaldi a la batalla de Aspromonte mientras Caterina, que
apenas contaba con trece años, debió emigrar junto con su padre a Malta donde
había sido enviado al exilio por la monarquía borbónica reinante.
De los sentimientos de decepción que sus padres (especialmente Caterina)
acuñaron tras el establecimiento de la unificación y su posterior y traumática
realidad, Pirandello extraería buena parte de la atmósfera emocional que
caracterizaría sus escritos, especialmente la novela Los viejos y los jóvenes.
Es también posible que la sensación de traición y resentimiento inculcara en el
joven Luigi la desproporción entre ideales y realidad que subraya en su ensayo
L'Umorismo ("El humorismo").
L'Umorismo, 1908
Como muchos niños acomodados de la época, Pirandello recibió su educación
básica en su propio hogar. Quedó fascinado por las fábulas y leyendas de tono
mágico que su tutora Maria Stella solía narrarle. A la precoz edad de doce años
escribió su primera tragedia. A insistencia de su padre se inscribió en una escuela
técnica, educación que complementó con el estudio de humanidades en el
gimnasio, por las que sentía mucha mayor afinidad.
Luigi
Pirandello.
Su infancia transcurrió entre Girgenti (actual Agrigento, cambiado por
Mussolini), y Porto Empedocle a orillas del mar. Luego de ser víctimas de
maniobras fraudulentas, la familia se trasladó a Palermo en 1880. Fue en
Palermo donde terminó el liceo, se enfrascó en la lectura de poesía italiana
del siglo XIX, especialmente de escritores como Giosuè Carducci y Graf, empezó
a escribir sus primeros poemas y se enamoró de su prima Lina. Durante este
período comienzan los primeros signos del serio contraste que lo separaría de
su padre, cuando Luigi encontró cierta correspondencia que insinuaba la
existencia de una relación extramarital por parte de Stefano. El joven
Pirandello empezó a acercarse emocionalmente a su madre, relación que se
transformaría en una verdadera veneración que tendría su punto cumbre, tras la
muerte de Caterina, en las hondas páginas de la novela Colloqui con i
personaggi de 1915.
Su amor por su prima, inicialmente visto con desagrado, fue de pronto
tomado con gran seriedad por la familia de Lina, que demandó que Luigi
abandonara sus estudios para dedicarse de lleno a la administración de las
inversiones familiares en el negocio del azufre, a fin de que los jóvenes
pudieran casarse prontamente. En 1886, durante unas vacaciones, Luigi visitó
las minas de azufre de Porto Empedocle y comenzó a trabajar con su padre: esta
experiencia resultó esencial para su obra, y sus impresiones se reflejarían en
relatos como Il Fumo, Ciàula scopre la Luna, Los viejos y los jóvenes.
Trayectoria
Busto en Buenos Aires.
El casamiento, que parecía inminente, fue pospuesto y Pirandello se
inscribió en la Universidad de Palermo en los departamentos de Leyes y Letras.
En el campus de la universidad cultivó la amistad de jóvenes ideólogos como
Enrico La Loggia, Giuseppe De Felice Giuffrida y Francesco De Luca.
De allí pasó en 1887 a la Universidad de Roma, donde protagonizó un serio
incidente con un profesor, por lo que se vio obligado a abandonar la Casa de
Estudios. Se trasladó a Bonn donde se doctoró el 21 de marzo de 1891 con una
tesis en alemán que versa sobre la lengua siciliana. Al poco tiempo, regresó a
Italia.
El 27 de enero de 1894 en Girgenti contrae matrimonio con María Antonietta
Portulano. Ese mismo año publicó su primer libro de relatos, Amores sin amor.
Desde 1897 enseñó literatura italiana en el Instituto Superior de
Magisterio. Un cataclismo provoca daños irreparables en la mina de azufre en la
que su padre tenía invertidos sus bienes y la dote de Maria Antonietta, lo que
le causó graves dificultades económicas y una fuerte depresión. Publicó en 1904
su novela “El difunto Matías Pascal”, posiblemente basada en esa traumática
experiencia, que se constituyó en un enorme éxito, siendo traducida rápidamente
a varios idiomas.
Su acercamiento al partido fascista en los años veinte fue un hecho
extraño, aunque no puede desligarse de su proximidad a cierta vanguardia
italiana. Pero pidió la entrada directamente a Mussolini, tras el asesinato de
Giacomo Matteotti en 1924, y apoyó al mandatario por ese hecho. Todo ello causó
un gran desazón entre sus lectores y en la ciudadanía italiana sojuzgada; para
algunos fue el suyo un modo de ir contra la corriente intelectual, pero lo
cierto es que el Régimen le nombró a continuación presidente de la Academia
Italiana recién fundada, lo cual, eso sí, más bien lo alejó de esa compañía
política. Y si bien logró tanto el premio Nobel en 1934 como el reconocimiento
de su valor como novelista y autor teatral, ese gesto de 1924 no ha dejado de
empañar su imagen. Queda el recuerdo de su individualismo a ultranza, de su
encierro ascético en una humilde caja, de su original literatura, especialmente
de los relatos y las piezas teatrales.
Teatro
Liolà, 1916
Così è (se vi pare) - Así es (si así os parece) -, 1917
La giara, 1917
Il piacere dell'onestà (El placer de la honradez), 1917
La patente, 1918
Ma non è una cosa seria, 1918
Il giuoco delle parti (Las Reglas del Juego), 1918
L'innesto, Milano, Teatro Manzoni, 29 gennaio 1919
L'uomo, la bestia e la virtù (El hombre, la bestia y la virtud), 1919
Tutto per bene (Todo sea para bien), 1920
Sei personaggi in cerca d'autore (Seis personajes en busca de autor) , 1920
Enrico IV (Enrique IV), 1922
All'uscita, 1922
L'imbecille (El imbécil), 1922
Vestire gli ignudi (Vestir al desnudo), 1922
L'uomo dal fiore in bocca (El hombre de la flor en la boca), 1923
La vita che ti diedi (La vida que te di), 1923
Ciascuno a suo modo (Cada uno a su manera), 1924
Sagra del signore della nave, 1925
La nuova colonia, 1926
Diana e la Tuda (Diana y la Tuda), 1927
Bellavita, 1927
Lazzaro, 1928
Quando si è qualcuno, 1933
La favola del figlio cambiato, 1934
Non si sa come, 1935
Sogno, ma forse no, 1931
I giganti della montagna (Los gigantes de la montaña), 1936
Novela
L'Esclusa, 1901.
Il Turno, 1902.
El difunto Matías Pascal (Il Fu Mattia Pascal), 1904.
L'Umorismo, 1908
Suo Marito (Su marido), 1911.
La vira nuda, 1911.
I Vecchi e I Giovani (Los viejos y los jóvenes), 1913.
Quaderni di Serafino Gubbio o Si gira (Los cuadernos de Serafino Gubbio,
operador o Se filma), 1925.
Uno, nessuno e centomila, 1926.
Poesía
Luigi Pirandello fue también poeta y publicó cinco libros de poesía en su
vida:
Mal Giocondo
Pasqua di Gea
Elegie Renane
La Zampogna
Fiore di Chiave, 1912, último.
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