Sunday, October 21, 2018

LUIGI PIRANDELLO


El tren ha silbado
 Luigi Pirandello

Desvariaba. Los médicos habían dicho que se trataba de un principio de fiebre cerebral; y todos los compañeros de trabajo, que volvían de dos en dos del manicomio donde habían ido a visitarlo, lo repetían.
Al decírselo a los compañeros que llegaban tarde y a los que se encontraban por la calle, parecían experimentar un placer peculiar, utilizando los términos científicos que acababan de aprender de los médicos:
—Frenesí. Frenesí.
—Encefalitis.
—Inflamación de la membrana cerebral.
—Fiebre cerebral.
Y querían parecer preocupados; pero en el fondo estaban tan contentos, saliendo tan saludables de aquel triste manicomio, hacia el azul alegre de la mañana invernal, tras cumplir su deber con la visita.
—¿Se va a morir? ¿Se va a volver loco?
—¡Quién sabe!
—Morir, parece que no…
—Pero, ¿qué dice? ¿Qué dice?
—Siempre lo mismo. Desvaría.
—¡Pobre Belluca!
Y a nadie se le ocurría que, por las muy especiales condiciones de vida que aquel infeliz sufría desde hacía tantos años, su caso podía incluso ser muy normal, y que todo lo que Belluca decía —y que a todos les parecía un delirio, un síntoma del frenesí— podía ser la explicación más sencilla de aquel caso suyo tan natural.
La noche anterior Belluca se había rebelado violentamente contra su jefe y, frente a los ásperos reproches de este, casi se le había lanzado encima, ofreciendo un firme argumento a la suposición de que se tratara de una verdadera alienación mental.
Porque hombre más manso y sumiso, más metódico y paciente que Belluca, no se podría imaginar.
Circunscrito… sí, ¿quién lo había definido así? Uno de sus compañeros de trabajo. Pobre Belluca: estaba circunscrito dentro de los límites angostos de su árida profesión de contable, sin otra memoria que no fuera la de partidas abiertas, partidas simples o dobles o contrapartidas, deducciones y devoluciones e importes; notas, libros mayores, cartapacios, etcétera. Era un casillero ambulante; o, más bien, un viejo burro que tiraba callado, siempre al mismo paso, siempre por la misma calle, siempre del mismo carro, con sus anteojeras.
Pues bien, a veces ese viejo burro había sido azotado, fustigado sin piedad, por mera diversión, por el gusto de ver si se encabritaba un poco o al menos levantaba un centímetro las orejas gachas, o daba alguna señal de levantar una pata para disparar una coz. ¡Nada! Había soportado azotes injustos y pinchazos crueles sin levantar la voz, siempre sin resollar, como si no lo tocaran, o mejor, como si no los sintiera, acostumbrado desde hacía años a los continuos y solemnes bastonazos de la suerte.
Entonces aquella rebelión era verdaderamente inconcebible, a no ser que fuera efecto de una imprevista alienación mental.
Sobre todo porque, la noche anterior, a Belluca le correspondía una amonestación; su jefe tenía derecho a amonestarlo. Por la mañana se había presentado con un aire insólito, nuevo y —algo realmente inaudito, comparable, ¿qué sé yo?, a la caída de una montaña— había llegado con más de media hora de retraso.
Parecía que el rostro se le hubiera ensanchado de pronto. Parecía que las anteojeras se le hubieran caído de repente y que el espectáculo de la vida se le hubiese descubierto de pronto. Parecía que los oídos se le hubieran destapado y que percibieran por primera vez voces y sonidos nunca antes advertidos.
Se había presentado en la oficina tan alegre, con una alegría vaga y llena de aturdimiento. Y no había hecho nada en todo el día.
Por la noche, el jefe, entrando en el despacho de él y después de haber examinado los registros y los papeles, le dijo:
—¿Y eso? ¿Qué has hecho durante todo el día?
Belluca lo había mirado sonriente, casi con aire impúdico, abriendo las manos.
—¿Qué significa? —había exclamado el jefe, acercándose, cogiéndolo por un hombro y sacudiéndolo—. ¡Belluca!
—Nada —había contestado Belluca, siempre con aquella sonrisa entre impúdica e idiota en los labios—. El tren, señor caballero.
—¿El tren? ¿Qué tren?
—Ha silbado.
—¿Qué diablos dices?
—Esta noche, señor caballero. Ha silbado. He oído que silbaba…
—¿El tren?
—Sí, señor. ¡Y si supiera hasta dónde he llegado! A Siberia… o… a las florestas del Congo… ¡Solo hace falta un instante, señor caballero!
Los otros empleados, advirtiendo los gritos de enfado del jefe, habían entrado en el despacho y estallado en carcajadas al oír a Belluca que hablaba en aquellos términos.
Entonces el jefe —que aquella noche tenía que estar de mal humor—, fastidiado por aquellas risas, se había enfurecido y había golpeado a la mansa víctima de tantas bromas crueles.
Pero esta vez la víctima, provocando estupor y casi terror en todos los presentes, se había rebelado, había despotricado, gritando aquella extrañeza del tren que había silbado y diciendo que, por Dios, ahora que había oído el tren que silbaba ya no podía, no quería ser tratado de aquella manera.
Lo habían agarrado con fuerza, inmovilizado y arrastrado al manicomio.
Aún hablaba de aquel tren. Imitaba su silbato. Oh, era un silbato muy quejumbroso, como lejano, en la noche: dolorido. Inmediatamente después, añadía:
—Parte, parte… ¿Señores, hacia dónde? ¿Hacia dónde?
Y miraba a todos con ojos que ya no eran los suyos. Aquellos ojos, habitualmente oscuros, sin brillo, ceñudos, ahora reían muy brillantes, como los de un niño o los de un hombre feliz; y de sus labios salían frases descompuestas. Era algo inaudito: expresiones poéticas, imaginativas, extravagantes, que sorprendían sobre todo porque no se podía explicar de ningún modo cómo, gracias a qué prodigio, florecían precisamente de su boca, es decir, de la boca de un ser que hasta aquel momento solo se había ocupado de cifras y registros y catálogos, permaneciendo ciego y sordo a la vida, como una máquina de contabilidad. Ahora hablaba de cumbres azules, de montañas nevadas que miraban hacia el cielo; hablaba de voluminosos cetáceos viscosos que con sus colas, en el fondo del mar, dibujaban comas. Era, repito, algo inaudito.
Pero quien vino a referírmelo, con la noticia de la imprevista alienación mental, se quedó desconcertado porque no notó asombro ni leve sorpresa en mi reacción.
En verdad, recibí la noticia en silencio.
Mi silencio estaba lleno de dolor. Moví la cabeza, con los ángulos de la boca contraídos amargamente hacia abajo, y dije:
—Belluca, señores, no se ha vuelto loco. Pueden estar seguros de que no ha enloquecido. Tiene que haberle ocurrido algo, pero algo muy natural. Nadie puede explicárselo porque nadie sabe bien cómo este hombre ha vivido hasta ahora. Yo que lo sé estoy seguro de que podré explicarme todo con mucha naturalidad en cuanto lo vea y hable con él.
Mientras me dirigía hacia el manicomio donde el pobrecito estaba internado, seguí reflexionando por mi cuenta:
«Para un hombre que viva como Belluca ha vivido hasta ahora —es decir: una vida “imposible”— el suceso más obvio, el accidente más común, cualquier levísimo e imprevisto tropiezo, qué sé yo, por causa de una piedra en la calle, puede producir efectos extraordinarios de los que nadie puede dar explicación alguna, a menos que no se tenga en cuenta, precisamente, que la vida de aquel hombre es “imposible”. Hay que conducir la explicación en esa dirección, relacionándola con aquellas imposibles condiciones de vida, y entonces aparecerá sencilla y clara. Quien vea solamente una cola, haciendo abstracción del monstruo al que pertenece, podrá considerarla monstruosa por sí misma. Pero hay que volver a pegarla al monstruo y entonces ya no parecerá tal, sino como tiene que ser, por el hecho de pertenecer a aquel monstruo. Una cola muy natural».
Nunca había visto a un hombre vivir como Belluca. Era su vecino y todos los demás inquilinos del edificio se preguntaban, como yo, cómo aquel hombre podía resistir en aquellas condiciones de vida.
Vivía con tres ciegas: su mujer, su suegra y la hermana de su suegra; estas dos, viejísimas, eran ciegas a causa de las cataratas; su mujer no sufría de catarata, pero tenía los párpados amurallados.
Las tres querían ser servidas. Gritaban desde la mañana hasta la noche porque nadie les servía. Las dos hijas viudas, que habían sido recibidas en casa después de la muerte de sus maridos —una con cuatro, la otra con tres hijos— nunca tenían ganas ni tiempo para cuidarlas; a lo sumo ayudaban a su madre.
¿Belluca podía dar de comer a todas aquellas bocas con el escaso sueldo de su empleo de contable? Se procuraba más trabajo por la noche, para hacerlo en casa: copiar cartas. Y copiaba entre los gritos endiablados de aquellas cinco mujeres y de aquellos siete chicos hasta que ellos, los doce, encontraban su lugar en las tres únicas camas de la casa.
Camas amplias, de matrimonio; pero solo tres.
Y entonces había peleas furibundas, persecuciones, muebles volcados, cubiertos rotos, llantos, gritos, batacazos, porque los chicos, en la oscuridad, se escapaban y se metían entre las tres viejas ciegas, que dormían en una cama aparte y que cada noche peleaban entre ellas porque ninguna de las tres quería estar en medio y se rebelaba cuando les llegaba el turno de ocupar ese lugar.
Finalmente se hacía el silencio y Belluca continuaba copiando hasta la madrugada, hasta que el bolígrafo se le caía de la mano y los ojos se le cerraban solos.
Entonces iba a tumbarse, a menudo aún vestido, sobre un sofá desgastado y se hundía enseguida en un sueño de plomo, del cual se despertaba cada mañana con dificultad, cada vez —si cabe— más aturdido.
Pues bien, señores: a Belluca, en estas condiciones, le había ocurrido algo naturalísimo.
Cuando fui a visitarlo al manicomio me lo contó él personalmente, con todo lujo de detalles. Sí, aún estaba un poco exaltado, pero muy naturalmente, por lo que le había pasado. Se reía de los médicos y de los enfermeros y de todos sus compañeros, que lo creían enloquecido:
—¡Ojalá! —decía—. ¡Ojalá lo estuviera!
Señores, muchísimos años atrás Belluca se había olvidado —pero realmente olvidado— de que el mundo existía.
Absorto en el tormento continuo de su desgraciada existencia, concentrado durante todo el día en las cuentas propias de su empleo, sin un momento de alivio —nunca—, como una bestia de ojos vendados, enyugada a una noria o a un molino, sí, señores, muchísimos años atrás se había olvidado —pero realmente olvidado— de que el mundo existía.
Dos noches antes, tras tumbarse para dormir en aquel sofá, insólitamente no había conseguido dormirse enseguida, tal vez por el cansancio excesivo. Y de pronto, en el silencio profundo de la noche, había oído un tren que silbaba a lo lejos.
Le había parecido que los oídos, después de tantos años —quién sabe cómo— se le destapaban de repente.
El silbato de aquel tren lo había desgarrado y le había borrado en un momento la miseria de todas sus horribles angustias y le había permitido empezar a observar, anhelante, como desde el interior de un sepulcro destapado, el vacío lleno de aire del mundo que se abría, enorme, a su alrededor.
Instintivamente se había agarrado a las mantas con las que cada noche se cubría y con el pensamiento había corrido directo hacia aquel tren que se alejaba en la noche.
Existía, ¡ah!, existía, fuera de aquella horrenda casa, fuera de todos sus tormentos, existía el mundo, un mundo lejano hacia donde se dirigía aquel tren… Florencia, Bolonia, Turín, Venecia… tantas ciudades, en las cuales había estado de joven y que seguramente resplandecían por el mundo aquella noche. ¡Sí, conocía la vida que se vivía en aquellos lugares! ¡La vida que él también había vivido, hacía tiempo! Y aquella vida continuaba; siempre había continuado, mientras él aquí, como una bestia con los ojos vendados, hacía girar la rueda de aquel molino. ¡No había vuelto a pensar en ello! El mundo se había cerrado para él en el tormento de su casa, en la árida e híspida angustia de su contabilidad… Pero ahora, ahí estaba: volvía a entrar en él, como por un cambio violento del espíritu. El instante que marcaba la salida de su prisión personal fluía como un escalofrío eléctrico por todo el mundo y él, con la imaginación de repente despierta, podía seguirlo por ciudades conocidas y desconocidas, landas, montañas, florestas, mares… Ese mismo escalofrío era el mismísimo pálpito del tiempo. Mientras él vivía, aquí, esta vida «imposible», había muchos millones de hombres esparcidos por la tierra que vivían de otra forma. Ahora, en el mismo instante en que él sufría aquí, había montañas solitarias y nevadas que levantaban hacia el cielo nocturno sus cumbres azules… Sí, sí, las veía, las veía así… Había océanos… florestas…
¡Y entonces él —ahora que el mundo había vuelto a entrar en su espíritu— podía consolarse de alguna manera! Sí, salir de vez en cuando de su tormento para respirar un poco de aire del mundo con su imaginación.
¡Le bastaba con eso!
Naturalmente, durante el primer día se había excedido. Se había emborrachado. Todo el mundo adentro, de pronto: un cataclismo. Poco a poco se recompondría. Aún estaba ebrio por el aire, era consciente de ello.
En cuanto se recompusiera totalmente iría a pedirle disculpas a su jefe y retomaría su contabilidad como antes. El jefe, simplemente, no tenía que pretender demasiado de él, como hacía en el pasado: tenía que concederle que, de vez en cuando, entre una partida y otra que tuviera que registrar, se escapara a Siberia… o… a las florestas del Congo:
—Solo hace falta un instante, señor caballero. Ahora que el tren ha silbado…


“Il treno ha fischiato”,
Corriere della Sera, Italia, 1914


Luigi Pirandello (Agrigento, Italia, 28 de junio de 1867 - Roma, Italia, 10 de diciembre de 1936) fue un reconocido dramaturgo, novelista y escritor de relatos cortos italiano, ganador en 1934 del Premio Nobel de Literatura.

Biografía inicial
Nació el 28 de junio de 1867 en Villaseta de Càvusu, llamada actualmente Xaos (en todo caso la etimología de tal lugar, según el mismo Pirandello, derivaría de la palabra griega Kaos). En el siglo XX Càvusu/Xaos se ha transformado en una "contrada" o suburbio de la ciudad siciliana de Agrigento, motivo por el que es frecuente que en muchos textos se dé como lugar de nacimiento la ciudad de Agrigento, e incluso la ciudad vecina de Porto Empedocle.
Luigi Pirandello era hijo de Caterina Ricci-Gramitto y de Stefano Pirandello, comerciante garibaldino de clase media pero de ascendencia ilustre, inversor en la industria del sulfuro. Tanto los Pirandello como los Ricci-Gramitto eran fuertemente anti borbónicos y participaban activamente en el movimiento "Il Risorgimento", destinado a la unificación democrática de Italia. Stefano llegó a participar en la famosa aventura de Los Mil, siguiendo a Garibaldi a la batalla de Aspromonte mientras Caterina, que apenas contaba con trece años, debió emigrar junto con su padre a Malta donde había sido enviado al exilio por la monarquía borbónica reinante.

De los sentimientos de decepción que sus padres (especialmente Caterina) acuñaron tras el establecimiento de la unificación y su posterior y traumática realidad, Pirandello extraería buena parte de la atmósfera emocional que caracterizaría sus escritos, especialmente la novela Los viejos y los jóvenes. Es también posible que la sensación de traición y resentimiento inculcara en el joven Luigi la desproporción entre ideales y realidad que subraya en su ensayo L'Umorismo ("El humorismo").


L'Umorismo, 1908
Como muchos niños acomodados de la época, Pirandello recibió su educación básica en su propio hogar. Quedó fascinado por las fábulas y leyendas de tono mágico que su tutora Maria Stella solía narrarle. A la precoz edad de doce años escribió su primera tragedia. A insistencia de su padre se inscribió en una escuela técnica, educación que complementó con el estudio de humanidades en el gimnasio, por las que sentía mucha mayor afinidad.


Luigi Pirandello.
Su infancia transcurrió entre Girgenti (actual Agrigento, cambiado por Mussolini), y Porto Empedocle a orillas del mar. Luego de ser víctimas de maniobras fraudulentas, la familia se trasladó a Palermo en 1880. Fue en Palermo donde terminó el liceo, se enfrascó en la lectura de poesía italiana del siglo XIX, especialmente de escritores como Giosuè Carducci y Graf, empezó a escribir sus primeros poemas y se enamoró de su prima Lina. Durante este período comienzan los primeros signos del serio contraste que lo separaría de su padre, cuando Luigi encontró cierta correspondencia que insinuaba la existencia de una relación extramarital por parte de Stefano. El joven Pirandello empezó a acercarse emocionalmente a su madre, relación que se transformaría en una verdadera veneración que tendría su punto cumbre, tras la muerte de Caterina, en las hondas páginas de la novela Colloqui con i personaggi de 1915.

Su amor por su prima, inicialmente visto con desagrado, fue de pronto tomado con gran seriedad por la familia de Lina, que demandó que Luigi abandonara sus estudios para dedicarse de lleno a la administración de las inversiones familiares en el negocio del azufre, a fin de que los jóvenes pudieran casarse prontamente. En 1886, durante unas vacaciones, Luigi visitó las minas de azufre de Porto Empedocle y comenzó a trabajar con su padre: esta experiencia resultó esencial para su obra, y sus impresiones se reflejarían en relatos como Il Fumo, Ciàula scopre la Luna, Los viejos y los jóvenes.

Trayectoria

Busto en Buenos Aires.
El casamiento, que parecía inminente, fue pospuesto y Pirandello se inscribió en la Universidad de Palermo en los departamentos de Leyes y Letras. En el campus de la universidad cultivó la amistad de jóvenes ideólogos como Enrico La Loggia, Giuseppe De Felice Giuffrida y Francesco De Luca.
De allí pasó en 1887 a la Universidad de Roma, donde protagonizó un serio incidente con un profesor, por lo que se vio obligado a abandonar la Casa de Estudios. Se trasladó a Bonn donde se doctoró el 21 de marzo de 1891 con una tesis en alemán que versa sobre la lengua siciliana. Al poco tiempo, regresó a Italia.
El 27 de enero de 1894 en Girgenti contrae matrimonio con María Antonietta Portulano. Ese mismo año publicó su primer libro de relatos, Amores sin amor.

Desde 1897 enseñó literatura italiana en el Instituto Superior de Magisterio. Un cataclismo provoca daños irreparables en la mina de azufre en la que su padre tenía invertidos sus bienes y la dote de Maria Antonietta, lo que le causó graves dificultades económicas y una fuerte depresión. Publicó en 1904 su novela “El difunto Matías Pascal”, posiblemente basada en esa traumática experiencia, que se constituyó en un enorme éxito, siendo traducida rápidamente a varios idiomas.

Su acercamiento al partido fascista en los años veinte fue un hecho extraño, aunque no puede desligarse de su proximidad a cierta vanguardia italiana. Pero pidió la entrada directamente a Mussolini, tras el asesinato de Giacomo Matteotti en 1924, y apoyó al mandatario por ese hecho. Todo ello causó un gran desazón entre sus lectores y en la ciudadanía italiana sojuzgada; para algunos fue el suyo un modo de ir contra la corriente intelectual, pero lo cierto es que el Régimen le nombró a continuación presidente de la Academia Italiana recién fundada, lo cual, eso sí, más bien lo alejó de esa compañía política. Y si bien logró tanto el premio Nobel en 1934 como el reconocimiento de su valor como novelista y autor teatral, ese gesto de 1924 no ha dejado de empañar su imagen. Queda el recuerdo de su individualismo a ultranza, de su encierro ascético en una humilde caja, de su original literatura, especialmente de los relatos y las piezas teatrales.

Teatro
Liolà, 1916
Così è (se vi pare) - Así es (si así os parece) -, 1917
La giara, 1917
Il piacere dell'onestà (El placer de la honradez), 1917
La patente, 1918
Ma non è una cosa seria, 1918
Il giuoco delle parti (Las Reglas del Juego), 1918
L'innesto, Milano, Teatro Manzoni, 29 gennaio 1919
L'uomo, la bestia e la virtù (El hombre, la bestia y la virtud), 1919
Tutto per bene (Todo sea para bien), 1920
Sei personaggi in cerca d'autore (Seis personajes en busca de autor) , 1920
Enrico IV (Enrique IV), 1922
All'uscita, 1922
L'imbecille (El imbécil), 1922
Vestire gli ignudi (Vestir al desnudo), 1922
L'uomo dal fiore in bocca (El hombre de la flor en la boca), 1923
La vita che ti diedi (La vida que te di), 1923
Ciascuno a suo modo (Cada uno a su manera), 1924
Sagra del signore della nave, 1925
La nuova colonia, 1926
Diana e la Tuda (Diana y la Tuda), 1927
Bellavita, 1927
Lazzaro, 1928
Quando si è qualcuno, 1933
La favola del figlio cambiato, 1934
Non si sa come, 1935
Sogno, ma forse no, 1931
I giganti della montagna (Los gigantes de la montaña), 1936

Novela
L'Esclusa, 1901.
Il Turno, 1902.
El difunto Matías Pascal (Il Fu Mattia Pascal), 1904.
L'Umorismo, 1908
Suo Marito (Su marido), 1911.
La vira nuda, 1911.
I Vecchi e I Giovani (Los viejos y los jóvenes), 1913.
Quaderni di Serafino Gubbio o Si gira (Los cuadernos de Serafino Gubbio, operador o Se filma), 1925.
Uno, nessuno e centomila, 1926.

Poesía
Luigi Pirandello fue también poeta y publicó cinco libros de poesía en su vida:

Mal Giocondo
Pasqua di Gea
Elegie Renane
La Zampogna
Fiore di Chiave, 1912, último.







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