Thursday, October 18, 2018

TRUMAN CAPOTE

UN RECUERDO NAVIDEÑO
TRUMAN CAPOTE

Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros  horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.
—Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
—¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del carricoche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina,  descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da  furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.
—No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la                        ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la  luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y loque nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!»)1. A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las
1 «A. M.», abreviatura de ante meridiem, significa «por la mañana» y se pronuncia «ei-em», y de ahí, por homofonía, el eslogan propuesto, ya que amen se pronuncia «eimen». (N. del T.)

atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo  imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido  en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en  secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.
—Espero que te hayas equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel  negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar  (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de  los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco.  ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:
—¿Qué queréis de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
—Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor.  Whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece   unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.
—¿Sabéis lo que os digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas—. Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La  cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claque en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga  baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido  de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa. Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:
—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca!  ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal  camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado  del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.
—No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y temblando  a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los  dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
—Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como  sigas  llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
—Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos,  Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como  tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los  cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo  impaciente que estoy por que amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el  brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos  los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas  hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo  cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
—Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? —dice, como si  estuviéramos aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas  punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como  para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella. El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado  del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas  felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?
—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
—Os doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos  llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. 
Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como la vidriera de una iglesia baptista», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia.
Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas:
«Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría..., y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: «Si pudiera,  Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe»). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del  mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.
—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña.  Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otra cometa.
Luego le confieso que también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claque ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es
Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, «Buddy», pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras  cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.
—¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga,  repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se  cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te  enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores  en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido Buddy», me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim Macy le dio ayer una horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos...») Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la mejor de todas».
Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: «Vete a ver una película y cuéntame la historia.» Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!»
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo,  dejándola suelta como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.

[Traducción de Enrique Murillo]





Las paredes están frías

—… así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.
La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.
Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros…, oh, al diablo todo.
—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.
—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.
La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.
Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.
El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:
—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?
—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?
El marino estaba azorado.
—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.
—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?
Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.
—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?
Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.
—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.
Él sonrió.
—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez.
—Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?
—No, no puedo decir que la conozca.
De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.
—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.
—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.
—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.
Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.
Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.
—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca-Cola?
—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.
Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.
—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande. 
No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.
—¿Qué edad tienes? —preguntó él.
Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo. 
—Dieciséis.
—¿Y nunca te han besado…?
Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.
—O sea, violado.
Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.
—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.
Él se sonrojó y ella volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.
—Ven, te enseñaré todo esto.
Le llevó por un largo pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla de mobiliario modernista con muebles de época.
—Ésta es mi habitación —dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.
Para él no había nada fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas, la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro y frío.
—Bueno, Jake…, ¿qué te parece, me va bien este cuarto?
—No he visto nunca uno igual, mi hermana no me creería si se lo contara…, pero no me gustan las paredes, si me disculpas que te lo diga…, ese verde… parece tan frío…
Ella pareció perpleja y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su tocador.
—Tienes razón en lo de las paredes: están frías.
Levantó la vista hacia él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con certeza si iba a reírse o a llorar.
—No quería decir eso. Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!
—¿No lo sabes o sólo estamos empleando un eufemismo?
Como no obtuvo respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca.
—Siéntate aquí y fuma un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?
Él se sentó a su lado.
—La he dejado en el mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí delante.
—¿Cuánto tiempo llevas en la marina?
—Ocho meses.
—¿Te gusta?
—No importa mucho si me gusta o no… He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.
—¿Por qué te alistaste, entonces?
—Oh, iban a reclutarme y la marina era más de mi gusto.
—¿Lo es?
—Bueno, te diré, no me acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?
En lugar de responder, ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme. Ella inhaló y dijo:
—Quieres besarme, ¿verdad?
Ella le miró atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.
—¿Por qué no lo haces?
 —No eres de esa clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me estás tomando el pelo.
Ella se rió y expulsó una nube de humo hacia el techo.
—Ya basta, lo que dices suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»? Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero ¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.
—Ni siquiera sé lo que es eso.
—Mierda, a eso me refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo.
Él se inclinó hacia ella.
—Eres una niña rara —dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su hombro y le apretó el pecho.
Ella se volvió y le asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y fría.
Ella se levantó, se puso a su lado y los dos se miraron de frente.
—Eres una basura —dijo ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.
Abrió la puerta, se detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca, pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.
La anfitriona miró dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.
—Por el amor de Dios, Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es esto…, la función para la tropa?
—¿Qué pasa, te estaba molestando ese chico?
—No, no, no es más que un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza. ¿Quieres sacarlos de aquí, por favor…, a todos?
Ella asintió y la anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido y estaban calientes.

(De Cuentos completos, Anagrama, 2016.  Traducción de Jaime Zulaika)





Truman Streckfus Persons (Nueva Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984), más conocido como Truman Capote, fue un periodista y escritor estadounidense, principalmente conocido por su extraordinaria novela A sangre fría (1966).
Su obra es al mismo tiempo que profundamente realista,  misteriosa y de gran refinamiento literario. Capote pone de manifiesto las oscuras profundidades psicológicas del sistema norteamericano a través de caracteres inquietantes, como en el caso de A sangre fría (1966).
A los cuatro años sus padres se divorciaron y durante el resto de su niñez vivió las peripecias y la soledad de los "hogares separados" de aquel entonces. Todo ello con el horizonte imperturbable de las granjas del sur profundo y rural. Su madre se volvió a casar con un próspero hombre de negocios apellidado Capote, nombre que adoptó Truman casi de inmediato.
Escritor precoz, desde muy adolescente había comenzado a pergeñar historias para, como él mismo diría, paliar la soledad de su infancia. A los dieciocho años comenzó a trabajar en el New Yorker y a los veintiuno dejó el periódico y publicó un relato, “Miriam”, en la revista Mademoiselle, que atrae la atención de los críticos y es seleccionado para el volumen de cuentos del premio O'Henry de 1946.
Después del galardón y tras haber conseguido que se hablara de su estilo "gótico e introspectivo" y de la influencia de Poe en sus cuentos, Truman Capote escribe, durante dos años, Otras voces, otros ámbitos (1948). Esta novela impresionó más por su abierto planteamiento de las relaciones homosexuales que por sus verdaderos méritos literarios, y por sus reflejos autobiográficos más que por su delicada exposición de las vivencias infantiles: un niño solo, Joel, que busca a su padre en el profundo Sur y termina por elegir a un transvestido como figura paternal. En esta su primera novela, Capote fue comparado con Alain-Fournier, el autor de El gran Meaulnes, por su peculiar objetivación poética del mundo de la infancia, por su atmósfera lírica y por su exaltación de la naturaleza.
Vinieron luego los años de sus viajes y de residencia en Italia, Grecia y España; visitó también la Unión Soviética. Durante la década de los cincuenta publica insuperables entrevistas en Playboy y termina Desayuno en Tiffany's (1958). El relato gira en torno a Holly Golightly, una joven sofisticada a quien el supuesto autor del relato (está escrito en primera persona) tuvo por vecina antes de convertirse en escritor famoso. Holly es una muchacha que vive su vida, sin tener en cuenta los convencionalismos sociales y está dispuesta a conservar su libertad como sea. Le gusta vivir y vestir bien, para lo cual no tiene inconveniente en aceptar dinero de los hombres; fingiendo ser su prima, visita en la cárcel a un gangster, Sally Tomato, de quien más o menos inconscientemente hace de mensajera, y que le paga por ello doscientos dólares cada semana.
Otra obra importante es el volumen de relatos Música para camaleones, una obra extraordinaria, potente y refinada, que comienza con el relato homónimo.
Capote murió en Bel Air, Los Ángeles, el 25 de agosto de 1984, a los 59 años de cáncer de hígado

Obras:
  • 1943 Crucero de verano
  • 1945 Miriam
  • 1948 Otras voces, otros ámbitos
  • 1949 Árbol de noche y otras historias
  • 1951 El arpa de hierba
  • 1953 Beat the Devil
  • 1954 Casa de flores (musical)
  • 1956 The Muses Are Heard
  • 1956 Un recuerdo navideño
  • 1957 El Duque en su territorio
  • 1958 Desayuno en Tiffany's
  • 1961 Suspense!
  • 1966 A sangre fría
  • 1968 El invitado del Día de Acción de Gracias
  • 1971 El gran Gatsby (Guión)
  • 1973 Los perros ladran
  • 1975 Mojave y La Costa Vasca
  • 1976 Unspoiled Monsters y Kate McCloud
  • 1980 Música para camaleones
  • 1983 Una Navidad
  • 1987 Plegarias atendidas

"A sangre fría" de Richard Brooks, con Robert Blake, Scott Wilson, John Forsythe, Charles McGraw y elenco, del año 1967, basada en el obra de T. Capote "In cold blood" 

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