UN
RECUERDO NAVIDEÑO
TRUMAN CAPOTE
Imaginad una mañana de
finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte
años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal
característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa
redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza
la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de
trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina.
Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de
calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una
prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable,
algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el
viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color
jerez y expresión tímida.
—¡Vaya por Dios!
—exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las
tartas de frutas!
La persona con la que
habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy
lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven
otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y
nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su
existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama
Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El
otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue
siendo pequeña.
—Lo he sabido antes de
levantarme de la cama —dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una
mirada de determinada excitación—. La campana del patio sonaba fría y
clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo
creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche.
Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo
mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase
oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva
el fuego de su corazón, anuncia:
—¡Ha llegado la
temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el
sombrero.
Y aparece el sombrero,
que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de
terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que
vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo
de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío;
es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante
destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es
un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores,
hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él
toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar,
y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas
funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta
la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier
anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a
dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando
en pos del carricoche.
Al cabo de tres horas
nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando
una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele
la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de
encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de
sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las
hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un
alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las
cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de
dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en
cuando mi amiga le da furtivamente un
pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.
—No debemos hacerlo,
Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay
tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va
oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo:
nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos
trabajando junto a la chimenea a la luz
del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas
cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El
carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena
(galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día
siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras.
Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas
y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos,
especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche
hasta casa!
Pero, antes de comprar,
queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las
cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy
de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y
loque nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de
cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros
de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger
flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio,
cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de
rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos
noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de
cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de
cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a
mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!»)1. A fuer de sincero,
nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y
Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las
1 «A. M.», abreviatura de ante meridiem, significa «por la mañana» y se
pronuncia «ei-em», y de ahí, por homofonía, el eslogan propuesto, ya que amen
se pronuncia «eimen». (N. del T.)
atracciones consistían
en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York
prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso
furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el
Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras
gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos
cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros
buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción
de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y
otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para
Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en un viejo monedero de
cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del
orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su
seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los
sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos
para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que tú me
cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela
mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se
presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber
visto ninguna película, tampoco ha comido
en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido
o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado
cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a
conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de
las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor
serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar
rapé (en secreto), domesticar colibríes
(desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en
equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella
como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta
en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias
más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas
pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar
las verrugas.
Ahora, terminada la
cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y
que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa
chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio,
saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo
el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de
un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías
monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a
un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que
tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por
el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas
monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron
para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah,
aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un
trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es
como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene
facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar.
Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares
exactamente.
—Espero que te hayas
equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos
deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me
ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se
pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos
un centavo y lo tiramos por la ventana.
De todos los
ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno
tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta
está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar
una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras
compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un
«pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que
está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo
propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá,
una india de piel negra como la tintura
de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De
hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir
que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas.
Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por
dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores
vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por
entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso.
Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos
en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al
juzgado uno de los casos. Naturalmente,
esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las
bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es
destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la
puerta. Nuestros corazones dan un vuelco.
¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no
sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y
quiere saber:
—¿Qué queréis de Jajá?
Durante un instante nos
quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio
encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
—Si no le importa, Mr.
Jajá, querríamos un litro del mejor. Whisky
que tenga.
Los ojos se le rasgan
todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para
cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira
hacia las sombras del bar y reaparece unos
cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin
etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas
de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas
en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.
—¿Sabéis lo que os
digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas—.
Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—Pues a mí me ha
parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra,
cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente
los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos
cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante
el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan
la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de
la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y
una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los
alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos.
No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos
hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna.
Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el
reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado
invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por
aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis
que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante
de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja
californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó
una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto,
la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente
timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y
otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más
auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas
de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales
comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un
centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos
mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su
precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de
higuera decembrina araña la ventana. La cocina
está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos,
cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para
pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime
notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos
centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le
echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y
bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos
estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su
sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al
poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo
no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta
noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claque en
películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes;
nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que
unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar,
patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me
siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se
desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto
el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que
si fuera un vestido de noche: Muéstrame
el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus
zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa. Entran dos
parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad
lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una
canción iracunda:
—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has
vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete
años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino!
¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué
vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde
debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le
tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto.
Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio,
con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los
fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda
como el pañuelo de una viuda.
—No llores —le digo,
sentado a los pies de la cama y temblando
a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé
el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—,
eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice
ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
—Ridícula no.
Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como
sigas llorando, mañana estarás
tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie
salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
—Conozco un sitio donde
encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan
grandes como tus ojos. Está en el
bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de
allí los árboles de Navidad: se los cargaba
al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy por que amanezca.
De mañana. La escarcha
helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado
como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques
invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto,
junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que
abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea
hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte,
tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el
calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos
encima de la cabeza. Dos kilómetros más de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan
en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas
caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan
que no todos los pájaros han volado
hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y
sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada
flota de moteadas truchas hace espumear
el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se
entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la
otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío,
sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un
pétalo cuando levanta la cabeza para
inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
—Casi hemos llegado.
¿No lo hueles, Buddy? —dice, como si estuviéramos
aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como
cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles
navideños, de acebos de hojas punzantes.
Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando,
negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad
suficiente de verde y rojo como para
adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
—Tendría que ser —dice
mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la
estrella. El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto
que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y
estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga
expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos,
jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume
viril y helado del árbol, nos hace
revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones
acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce
al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el
tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo
habéis sacado?
—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del
rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
—Os doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no;
pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? Y un
cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por
otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se
desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser
humano.
Un baúl que hay en la
buhardilla contiene: una caja de zapatos
llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la
ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa),
varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando,
una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y
seguramente peligrosas.
Adornos magníficos,
hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda
«como la vidriera de una iglesia baptista», que se le doblen las ramas bajo el
peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de
comprar los esplendores made-in-Japan
que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos
hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de
tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga
los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos),
unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de
las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos
imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque
final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin
el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y
adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas
de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la
familia.
Pañuelos teñidos a mano
para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y
aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y
Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que
nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en
secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en
el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las
probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse
sólo de ellas:
«Te lo juro, Buddy,
bien sabe Dios que podría..., y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso,
le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha
dicho millones de veces: «Si pudiera, Buddy.
La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te
gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello
que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo
una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe»). En lugar de eso, estoy casi
seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el
anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está
bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos
estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es
capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para
traer nubes.
La tarde anterior a la
Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería
para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de
buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más
alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al
pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de
acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como
ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada,
como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún
lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto,
Buddy?
Es mi amiga, que me
llama desde su cuarto, justo al lado del
mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela
encendida.
—Mira, no puedo pegar
ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees
que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la
mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de
que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer.
¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento
horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici.
He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy —vacila un poco,
como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otra cometa.
Luego le confieso que
también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato
que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que
dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy
lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos
salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y
errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten.
Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo
de la cocina. Yo bailo claque ante las puertas cerradas. Uno a uno, los
parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero
es
Navidad, y no pueden
hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde
hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a
todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad,
estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar
ni un bocado.
Pues bien, me llevo una
decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela
dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a
una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De
verdad.
El botín de mi amiga es
mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más
orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está
casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en
efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul
y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi
nombre, «Buddy», pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada
importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de
casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro
de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba
que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces
celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos
despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de
nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy
tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares
de ese concurso de marcas de café.
—¡Ahí va, pero qué
tonta soy! —exclama mi amiga, repentinamente
alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que
había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en
tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se
le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver
al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me
imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista:
tan bonito como cuando el sol se cuela a
chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido
una vidriera de colores en la que el sol
se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que
suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que
el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su mano traza un
círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie,
que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre
las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un
día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los
Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se
sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos
campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta.
Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí,
rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido
Buddy», me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim
Macy le dio ayer una horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó
a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche
al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus huesos...») Durante algunos
noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no
tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la
mejor de todas».
Además, me pone en cada
carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: «Vete a ver
una película y cuéntame la historia.» Poco a poco, sin embargo, en sus cartas
tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta
del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos
días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana
sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas
para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las
tartas de frutas!»
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo
cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido,
amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como una cometa cuyo cordel
se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de
diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un
par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.
[Traducción
de Enrique Murillo]
—… así que Grant les ha
dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La
verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían
resucitarnos de la tumba.
La chica que estaba
hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la
alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.
Ésta enderezó su traje
negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y
perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios
era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería
que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas,
sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El
ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces,
le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los
marineros…, oh, al diablo todo.
—Está bien, Mildred, de
verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan
nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que
puedo hacer con tus nuevos amigos.
—La verdad, querida, no
creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.
La anfitriona se
encaminó hacia sus invitados repentinos.
Apiñados en un rincón
de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a
gusto.
El más guapo del
sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:
—No sabíamos que había
una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?
—Pues claro que sois
bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os
quedaseis?
El marino estaba azorado.
—Esa chica, la tal
Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la
menor idea de que veníamos a una casa así.
—Qué ridiculez, qué
ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?
Él se encajó la gorra debajo
del brazo y pareció más tranquilo.
—Yo soy de Mississippi.
Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?
Ella apartó la mirada
hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada,
cansadísima de aquello.
—Oh, sí —mintió—. Un estado
precioso.
Él sonrió.
—Debe de confundirlo
con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi,
excepto quizás en la zona de Natchez.
—Claro, Natchez. Fui a
la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?
—No, no puedo decir que
la conozca.
De repente ella se
percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se
habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía
razón en lo de aclimatarse.
—Ven —dijo ella—. Te
pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no
me llames señorita.
—Mi hermana también se
llama Louise. Yo soy Jake.
—Vaya, ¿no es
encantador? Me refiero a la coincidencia.
Se alisó el pelo y
sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.
Entraron en el tugurio
y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido
alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al
otro lado del mostrador.
—Bueno —dijo—, ¿qué va
a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece
una copa de ron y Coca-Cola?
—Si tú lo dices —sonrió
él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se
reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece
salido de una película.
Ella revolvió
rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.
—Si quieres, te lo
enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un
apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más
grande.
No sonó bien. Era
demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en
el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.
—¿Qué edad tienes?
—preguntó él.
Ella tuvo que pensarlo
un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a
veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él
supiera o no su edad? Así que se la dijo.
—Dieciséis.
—¿Y nunca te han
besado…?
Ella se rió, no del
tópico sino de su propia respuesta.
—O sea, violado.
Ella estaba frente a él
y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.
—Oh, por lo que más
quieras, no me mires así. No soy mala chica.
Él se sonrojó y ella
volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.
—Ven, te enseñaré todo
esto.
Le llevó por un largo
pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras
otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla
de mobiliario modernista con muebles de época.
—Ésta es mi habitación
—dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el
desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.
Para él no había nada
fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas,
la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro
y frío.
—Bueno, Jake…, ¿qué te
parece, me va bien este cuarto?
—No he visto nunca uno
igual, mi hermana no me creería si se lo contara…, pero no me gustan las
paredes, si me disculpas que te lo diga…, ese verde… parece tan frío…
Ella pareció perpleja
y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su
tocador.
—Tienes razón en lo de
las paredes: están frías.
Levantó la vista hacia
él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con
certeza si iba a reírse o a llorar.
—No quería decir eso.
Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!
—¿No lo sabes o sólo
estamos empleando un eufemismo?
Como no obtuvo
respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca.
—Siéntate aquí y fuma
un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?
Él se sentó a su lado.
—La he dejado en el
mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí
delante.
—¿Cuánto tiempo llevas
en la marina?
—Ocho meses.
—¿Te gusta?
—No importa mucho si me
gusta o no… He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.
—¿Por qué te alistaste,
entonces?
—Oh, iban a reclutarme
y la marina era más de mi gusto.
—¿Lo es?
—Bueno, te diré, no me
acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?
En lugar de responder,
ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó
que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme.
Ella inhaló y dijo:
—Quieres besarme,
¿verdad?
Ella le miró
atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.
—¿Por qué no lo haces?
—No eres de esa
clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me
estás tomando el pelo.
Ella se rió y expulsó
una nube de humo hacia el techo.
—Ya basta, lo que dices
suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»?
Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero
¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.
—Ni siquiera sé lo que
es eso.
—Mierda, a eso me
refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos
afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo.
Él se inclinó hacia
ella.
—Eres una niña rara
—dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su
hombro y le apretó el pecho.
Ella se volvió y le
asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y
fría.
Ella se levantó, se
puso a su lado y los dos se miraron de frente.
—Eres una basura —dijo
ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.
Abrió la puerta, se
detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el
suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y
entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca,
pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.
La anfitriona miró
dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.
—Por el amor de Dios,
Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es
esto…, la función para la tropa?
—¿Qué pasa, te estaba
molestando ese chico?
—No, no, no es más que
un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un
efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza.
¿Quieres sacarlos de aquí, por favor…, a todos?
Ella asintió y la
anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba
tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió
una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que
pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido
y estaban calientes.
Truman Streckfus Persons (Nueva
Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984), más conocido como Truman
Capote, fue un periodista y escritor estadounidense,
principalmente conocido por su extraordinaria novela A sangre fría (1966).
Su obra es al mismo
tiempo que profundamente realista, misteriosa y de gran refinamiento
literario. Capote pone de manifiesto las oscuras profundidades psicológicas del
sistema norteamericano a través de caracteres inquietantes, como en el caso
de A sangre fría (1966).
A los cuatro años sus padres
se divorciaron y durante el resto de su niñez vivió las peripecias y la soledad
de los "hogares separados" de aquel entonces. Todo ello con el
horizonte imperturbable de las granjas del sur profundo y rural. Su madre se
volvió a casar con un próspero hombre de negocios apellidado Capote, nombre que
adoptó Truman casi de inmediato.
Escritor precoz, desde
muy adolescente había comenzado a pergeñar historias para, como él mismo diría,
paliar la soledad de su infancia. A los dieciocho años comenzó a trabajar en
el New Yorker y a los veintiuno dejó el periódico y publicó un
relato, “Miriam”, en la revista Mademoiselle, que atrae la atención
de los críticos y es seleccionado para el volumen de cuentos del premio O'Henry
de 1946.
Después del galardón y
tras haber conseguido que se hablara de su estilo "gótico e
introspectivo" y de la influencia de Poe en sus cuentos, Truman Capote
escribe, durante dos años, Otras voces, otros ámbitos (1948).
Esta novela impresionó más por su abierto planteamiento de las relaciones
homosexuales que por sus verdaderos méritos literarios, y por sus reflejos
autobiográficos más que por su delicada exposición de las vivencias infantiles:
un niño solo, Joel, que busca a su padre en el profundo Sur y termina por
elegir a un transvestido como figura paternal. En esta su primera novela,
Capote fue comparado con Alain-Fournier, el autor de El gran Meaulnes,
por su peculiar objetivación poética del mundo de la infancia, por su atmósfera
lírica y por su exaltación de la naturaleza.
Vinieron luego los años
de sus viajes y de residencia en Italia, Grecia y España; visitó también la
Unión Soviética. Durante la década de los cincuenta publica insuperables
entrevistas en Playboy y termina Desayuno en Tiffany's (1958).
El relato gira en torno a Holly Golightly, una joven sofisticada a quien el
supuesto autor del relato (está escrito en primera persona) tuvo por vecina
antes de convertirse en escritor famoso. Holly es una muchacha que vive su
vida, sin tener en cuenta los convencionalismos sociales y está dispuesta a
conservar su libertad como sea. Le gusta vivir y vestir bien, para lo cual no
tiene inconveniente en aceptar dinero de los hombres; fingiendo ser su prima,
visita en la cárcel a un gangster, Sally Tomato, de quien más o menos
inconscientemente hace de mensajera, y que le paga por ello doscientos dólares
cada semana.
Otra obra importante es
el volumen de relatos Música para camaleones, una obra extraordinaria,
potente y refinada, que comienza con el relato homónimo.
Capote murió en Bel
Air, Los Ángeles, el 25 de agosto de 1984, a los 59 años de cáncer de hígado
Obras:
- 1943 Crucero
de verano
- 1945 Miriam
- 1948 Otras
voces, otros ámbitos
- 1949 Árbol
de noche y otras historias
- 1951 El
arpa de hierba
- 1953 Beat
the Devil
- 1954 Casa
de flores (musical)
- 1956 The
Muses Are Heard
- 1956 Un
recuerdo navideño
- 1957 El
Duque en su territorio
- 1958 Desayuno
en Tiffany's
- 1961 Suspense!
- 1966 A
sangre fría
- 1968 El
invitado del Día de Acción de Gracias
- 1971 El
gran Gatsby (Guión)
- 1973 Los
perros ladran
- 1975 Mojave
y La Costa Vasca
- 1976 Unspoiled
Monsters y Kate McCloud
- 1980 Música
para camaleones
- 1983 Una
Navidad
- 1987 Plegarias
atendidas
"A sangre fría" de Richard Brooks, con Robert Blake, Scott Wilson, John Forsythe, Charles McGraw y elenco, del año 1967, basada en el obra de T. Capote "In cold blood"
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