La perla
Yukio Mishima
El 10 de
diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba
celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había
invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura,
Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de
casa. Es decir, cuarenta y tres años.
Estas señoras integraban la sociedad
“Guardemos nuestras edades en secreto” y podía confiarse plenamente en que no
divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki
demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños
solamente a invitadas de esta clase.
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso
un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una
reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su
vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última
ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja,
terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio
para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del
percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en
que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban
la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un
anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera
darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.
El problema de la perla quedó rápidamente
olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la
sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de
sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las
velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa,
cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki,
con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y
su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.
Después del decidido corte inicial, la señora
Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato
que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa
se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al
mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral
y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas
plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de
cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas
escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron
sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con
los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su
boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con
toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora
Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante
renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.
La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De
pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la
mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a
buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla
dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se
entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus
invitadas la advirtieron.
-No es nada… Un segundo, por favor… -repuso a
las cariñosas preguntas de sus amigas.
Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una
las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción,
pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a
una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío
de una perla.
La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el
día. Con una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido
lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se
cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que
se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un
brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una
operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte
perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad
del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en
averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora
Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.
-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!
En esta forma, el pequeño incidente fue
recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente
olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma
partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la
señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú
quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un
profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora
Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo
ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La
señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida.
Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se
le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga
con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría
haber hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel
momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.
La confesión de la señora Azuma parecía cerrar
el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.
Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor
forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del
solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde
luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de
azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las
risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.
Revisó mentalmente todo lo sucedido en la
reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una
perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente,
sería difícil recordarlo.
La señora Kasuga se sonrojó violentamente
cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una
perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su
brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.
Y junto a este pensamiento, las intenciones de
la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la
señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y,
por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que
cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.
Mientras tanto, las señoras Yamamoto y
Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi.
Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su
maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó
su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la
punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro
que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de
sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban
mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía
tener consecuencias tan poco agradables para ella.
Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por
la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su
acompañante.
Sorprendida por los acontecimientos, la señora
Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino
que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era
prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de
distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era
devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran
cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un
objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su
posición más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora
Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en
especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la
generosidad de la señora Azuma.
La señora Matsumura decidió que le era
imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a
un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo
suburbio residencial.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se
sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a
consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el
vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.
En el transcurso de la reunión la señora
Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a
su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su
asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En
el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.
Mientras las demás invitadas se preocupaban
por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e
insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.
Desamparada, en el barrio residencial donde
había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó
a oscuras reflexiones acerca de su posición.
En primer lugar, aun cuando fuera
absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir
a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para
arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal
proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.
No obstante estas consideraciones, si no se
apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba
para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la
devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había
formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la
señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia
y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más
transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido
negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una
algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta
la casa de la señora Sasaki.
El plan de la señora Matsumura era entregar la
perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en
el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría
hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no
coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría
devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.
La señora Sasaki no podría sino pensar que
aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: “Sin duda la señora
Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será,
pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo
estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién
ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y
de mayor valor?”
Con esta estratagema la señora Matsumura se
proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera
-mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia
intranquila.
Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa,
la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la
señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar
antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar
realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla
apareciera de alguna manera.
En resumen, si podía exhibir de inmediato la
perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis
gastronómica quedaría firmemente demostrada.
Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando
se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la
vergonzosa e innombrable sospecha.
La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó
apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el
coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza
donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo
tamaño que las bolitas plateadas de la torta.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le
explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño
de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta
vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para
acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó
en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una
buena amiga, accedió a él.
La señora Sasaki aceptó la perla que le
llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo,
pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que
pensara.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora
más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió
otra perla.
La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar
la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla
tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y,
tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este
descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.
En el viaje de regreso ambas señoras se
encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque
sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en
un largo silencio.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto
conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la
perla.
Había sido simplemente para eludir una
situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable.
En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que,
por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué
podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del
procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía
algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el
punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una
cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía
abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla
y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría
imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan
cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había
impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era
entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse
a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era
fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel,
aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.
Pero retornemos a la señora Matsumura. Al
regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la
perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar,
detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.
Estaba segura, al levantarse en busca de su
trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla,
había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de
abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba
haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era
posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?
En aquel momento comprendió la tontería de no
haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar
la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la
dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta
premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión,
la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora
Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto
supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.
Desde el primer instante, el interrogatorio de
la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que
no aceptaría evasivas.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho
semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que
si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de
juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.
La señora Matsumura respondió que la señora
Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener
ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no
tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una
sola incógnita: la señora Yamamoto.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como
una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba
suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a
enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora
Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la
señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé
decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de
las invitadas…
-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o
de la señora Azuma?
-Por favor, por lo menos déjame omitir su
nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e
introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella
dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera
tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más
palpitaciones. Y en el viaje en el taxi… ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si
hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta
franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto…
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora
le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte
comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien…
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí,
¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.
-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras
tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera.
Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo
qué contestar.
-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo
importante era no herir a nadie.
La señora Matsumura se sintió invadida por una
intensa ira.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras
como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma
y Kasuga y en mi presencia.
Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a
llorar.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no
herir a nadie fracasarán… -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia
nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar
por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse
nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la
señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el
relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de
la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco
se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no
pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el
indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se
miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora
Yamamoto.
-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la
señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas
que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que
necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti… No obstante, pensándolo
mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que
he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con
la culpa y nadie más se sentirá herido.
Una vez concluido este discurso patético, la
señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto
incontrolable.
Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a
reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar
por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad
indispensable para manejar su castigo.
Cuando, después de sollozar prolongadamente,
la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y
remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.
Un poco asustada, la señora Matsumura se puso
tiesa contra el respaldo de la silla.
-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando
desaparezca, todo permanecerá como antes.
Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto
sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante,
sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con
gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente
estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.
La señora Matsumura la observaba con espantada
fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera
vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora
Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes
ingieren un veneno.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél
no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que
no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad
de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.
Los ojos de la señora Matsumura también se
llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.
-Te ruego que me perdones -dijo-, me he
equivocado.
Lloraron juntas durante un buen rato,
entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las
tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían
mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían
enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a
pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados
escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un
formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una
chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.
Al poco tiempo había olvidado las conmociones
de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con
las eternas mentiras de siempre.
Yukio
Mishima (三島 由紀夫 Mishima
Yukio?, Tokio, Japón, 14 de enero de 1925 - Tokio, Japón, 25 de noviembre de
1970), cuyo nombre de nacimiento era Kimitake Hiraoka (平岡公威?), fue un novelista, ensayista, poeta y crítico japonés,
considerado uno de los más grandes escritores de Japón del siglo XX. Fue
fundador del Tatenokai. En 1968, fue
candidato para el Premio Nobel de Literatura, pero perdió ante Yasunari
Kawabata. Algunas de sus obras más conocidas son Confesiones de una máscara y El
templo del pabellón dorado, así como también el ensayo autobiográfico Sun and Steel. Sus obras se caracterizan
por mezclar la estética moderna y el tradicionalismo japonés, con enfoques en
la sexualidad, la muerte y el cambio político.
La
muerte de Mishima ha estado siempre rodeada de mucha especulación. Cuando se
realizó el seppuku acababa de
terminar el libro final de su tetralogía El
mar de la fertilidad (compuesta por las novelas Nieve de primavera,
Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel —esta
última editada póstumamente, ya que el mismo día de su muerte se la envió a su
editor—), que constituye una especie de testamento ideológico del autor, quien
se rebelaba contra una sociedad sumida en la decadencia espiritual y moral. Fue
reconocido como uno de los más importantes estilistas del lenguaje japonés de
posguerra. Mishima escribió cuarenta novelas, dieciocho obras de teatro, veinte
libros de relatos y, al menos, veinte libros de ensayos, así como un libreto.
El Premio
Mishima Yukio fue creado en su honor
en 1988
Vida temprana
Mishima
nació el 14 de enero de 1925 en Tokio, hijo de Shizue y Azusa Hiraoka,
secretario de Pesca del Ministerio de Agricultura. Pasó los primeros años de su
infancia bajo la sombra de su abuela, Natsu, quien se lo llevó y lo separó de
su familia inmediata durante varios años. Natsu provenía de una familia
vinculada a los samurái de la era Tokugawa y mantuvo aspiraciones aristocráticas
—el nombre de juventud de Mishima, Kimitake, significa 'príncipe guerrero'— aun
después de casarse con el abuelo de Mishima, un burócrata que había hecho su
fortuna en las fronteras coloniales. Tenía mal carácter y se exacerbó por su
ciática. Ella tenía tendencia a la violencia, incluso con salidas mórbidas
cercanas a la locura que serán posteriormente retratadas en algunos escritos de
Mishima. Ella leía francés y alemán y tenía un exquisito gusto por el kabuki.
Exento
del servicio militar por sufrir tuberculosis, no participó en la guerra, suceso
que él mismo entendió como una humillación. Generacionalmente, es considerado
parte de la «segunda generación» de escritores de posguerra, junto con Kōbō
Abe, aunque fue durante los años 1960 cuando escribió sus obras más
importantes. Dentro de estas obras, destaca su tetralogía El mar de la fertilidad —compuesta de las novelas Nieve de
primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel
(esta última editada póstumamente)— que constituye una especie de testamento
ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad sumida en la
decadencia espiritual y moral.
Su ensayo
más importante, Bunka boueiron ('En
defensa de la cultura'), defendía la figura del Emperador como la mayor señal
de identidad de su pueblo. Más tarde, formaría la Tatenokai ('Sociedad del Escudo'), con un fastuoso uniforme que él
mismo diseñó y en el que pretendía reencarnar los valores nacionales de su
Japón tradicional.
Estudios y
primeros trabajos
A la
edad de 12 años, Mishima comenzó a escribir sus primeras historias. Leyó
vorazmente las obras de Wilde, Rilke, y numerosos clásicos japoneses. Aunque su
familia no era tan rica como las de los otros estudiantes de su colegio, Natsu
insistió en que asistiera a la elitista Escuela
Peers, donde acudía la aristocracia japonesa, y de forma eventual, plebeyos
extremadamente ricos.
Después
de seis desdichados años de colegio, continuaba siendo un adolescente frágil y
pálido, aunque empezó a prosperar y se convirtió en el miembro más joven de la
junta editorial en la sociedad literaria de la escuela. Fue invitado a escribir
un relato para la prestigiosa revista literaria, Bungei-Bunka ('Cultura literaria') y presentó Hanazakari no Mori ('El bosque en todo su esplendor'). La historia
fue publicada en forma de libro en 1944, aunque en una pequeña tirada debido a la
escasez de papel en tiempo de guerra. Mishima fue llamado a las filas de la
Armada japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando pasó la revisión
médica coincidió con que estaba resfriado, con lo que el doctor de la armada
dictaminó que tenía síntomas de tuberculosis y debido a ello fue declarado
incapacitado, frustrando su sueño de ingresar como piloto kamikaze. Por ello,
se sintió culpable por haber sobrevivido y haber perdido la oportunidad de una
muerte heroica.
Aunque
su padre le prohibió escribir más historias, Mishima continuó escribiendo en
secreto cada noche, apoyado y protegido por su madre Shizue, quien era siempre
la primera en leer cada nueva historia. Después de la escuela, su padre,
simpatizante del nacionalsocialismo, no le permitió ejercer una carrera de
escritor, y en lugar de ello lo obligó a estudiar la ley alemana. Asistiendo a
clase durante el día y escribiendo durante la noche, Mishima se graduó en la
elitista Universidad de Tokio en 1947 en Derecho. Obtuvo un trabajo como funcionario
en el Ministerio de Finanzas japonés y se estableció para una prometedora
carrera.
Sin
embargo, acabó tan agotado que su padre estuvo de acuerdo con la dimisión de
Mishima de su cargo durante su primer año, para dedicar su tiempo a la
escritura.
Posguerra
Mishima
comenzó su primera novela, Tōzoku
('Ladrones'), en 1946 y la publicó en 1948, colocándose en la segunda
generación de escritores de posguerra —una clasificación en la literatura
japonesa moderna que agrupa a los escritores que aparecieron en la escena
literaria de posguerra, entre 1948 y 1949—. Le siguió Kamen no Kokuhaku ('Confesiones de una máscara'), una obra
supuestamente autobiográfica sobre un joven que debe esconderse tras una
máscara para encajar en la sociedad. La novela tuvo un enorme éxito y convirtió
a Mishima en una celebridad a la edad de 24 años.
Mishima
fue un escritor disciplinado y versátil. No solo escribió novelas, novelas de
series populares, relatos y ensayos literarios, también obras muy aclamadas
para el teatro kabuki y versiones modernas de dramas no tradicionales.
Su
escritura le hizo adquirir fama internacional y un considerable seguimiento en
América y Europa, siendo muchas de sus obras más famosas traducidas al inglés y
otras lenguas europeas.
Viajó
ampliamente, pretendido por muchas publicaciones extranjeras y siendo propuesto
para el Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones, el cual no consiguió,
presumiblemente debido a sus actividades radicales de extrema derecha. También
se ha dicho que Mishima quiso dejar el premio a Kawabata, de más edad, como muestra
de respeto para el hombre que lo había presentado a los círculos literarios de
Tokio en la década de 1940. En 1968, su mentor, Yasunari Kawabata, ganó el
premio y Mishima se dio cuenta de que las posibilidades de que fuera concedido
a otro autor japonés en un futuro próximo eran escasas.
Vida privada
Tras Confesiones de una máscara, Mishima
trató de dejar atrás al joven hombre que había vivido solo dentro de su cabeza,
continuamente coqueteando con la muerte. Intentó vincularse al mundo real y
físico, realizando una estricta actividad física. En 1955, Mishima practicó
entrenamiento con pesas, y no interrumpió su régimen de entrenamiento de tres
sesiones por semana durante los últimos 15 años de su vida. Del material menos
prometedor forjó un impresionante físico, como muestran las fotografías que se
hizo. También llegó a ser muy hábil en kendō,
el arte marcial moderno japonés de la esgrima.
Aunque
consideró brevemente el enlace con Michiko Shōda, quien se convertiría después
en esposa del emperador Akihito, se casó con Yoko Sugiyama en 1958. En los tres
años siguientes, la pareja tuvo una hija y un hijo.
En
1967, Mishima se alistó en las Fuerzas de Autodefensa de Japón (el ejército
japonés) y tuvo un entrenamiento básico. Un año más tarde, formó la Tatenokai ('Sociedad del Escudo'),
milicia privada compuesta sobre todo por jóvenes estudiantes patriotas, que
estudiaban principios de artes marciales y disciplinas físicas. Estos también
fueron entrenados a través de las Fuerzas de Autodefensa de Japón bajo la
supervisión de Mishima.
Muerte ritual
El
25 de noviembre de 1970, Mishima envió la última parte de la tetralogía El mar
de la fertilidad a su editor. Después, junto con cuatro miembros de la
Tatenokai, visitaron con un pretexto al comandante del campamento Ichigaya, el
cuartel general de Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de
Japón. Una vez dentro, procedieron a cercar con barricadas el despacho y ataron
al comandante a su silla. Con un manifiesto preparado y pancartas que
enumeraban sus peticiones, Mishima salió al balcón para dirigirse a los
soldados reunidos abajo. Su discurso pretendía inspirarlos para que se alzaran,
dieran un golpe de estado y que devolvieran al Emperador a su legítimo lugar.
Como no fue capaz de hacerse oír, acabó con el discurso tras unos pocos
minutos. Regresó a la oficina del comandante y llevó a cabo su seppuku. La costumbre de la
decapitación al final de este ritual le fue asignada a Masakatsu Morita,
miembro de la Tatenokai, pero Morita
no fue capaz de realizar su tarea de forma adecuada. Después de varios intentos
fallidos, le permitió a otro miembro de la Tatenokai,
Hiroyasu Koga, acabar el trabajo. Entonces, Morita también llevó a cabo su seppuku y fue decapitado por Koga.
Otros
elementos tradicionales de la muerte ritual fueron la composición del jisei no ku —un poema escrito por uno
mismo cuando se acerca la hora de la propia muerte— antes de su entrada en el
cuartel general.
Con
su muerte, desapareció uno de los críticos más lúcidos de la sociedad japonesa
de posguerra y un artista que marcó señaladamente un rumbo en la historia de la
literatura japonesa contemporánea.
Mishima
preparó de forma meticulosa su muerte durante al menos cuatro años y nadie
ajeno al cuidadosamente seleccionado grupo de miembros de la Tatenokai sospechaba lo que estaba
planeando. Mishima se aseguró de que sus asuntos estuvieran en orden e incluso
tuvo la previsión de dejar dinero para la defensa en el juicio de los otros
tres miembros de la Tatenokai que no murieron.
Obras principales
Novelas
Confesiones de una
máscara (仮面の告白; Kamen no kokuhaku),
1949.
Sed de amor (愛の渇き; Ai no Kawaki), 1950.
Los años verdes (青の時代; Ao no jidai), 1950.
El color prohibido (禁色; Kinjiki), 1954.
El rumor del oleaje (潮騒; Shiosai), 1956.
El pabellón de oro (金閣寺; Kinkakuji), 1956.
Después del banquete
(宴のあと; Utage no ato), 1960.
La escuela de la
carne (肉体の学校; Nikutai no gakkou),
1963.
El marino que perdió
la gracia del mar (午後の曳航; Gogo no
eikou), 1963.
Música (音楽; Ongaku), 1965.
Vestidos de noche (夜会服; Yakai fuku), 1967.
El mar de la
fertilidad (Tetralogía final) (豊饒の海; Hojo no umi), 1964-1970.
Nieve de primavera (春の雪; Haru no yuki).
Caballos desbocados (奔馬; Homba).
El templo del alba (暁の寺; Akatsuki no tera).
La corrupción de un
ángel (天人五衰; Tennin gosui). Póstumo.
Relatos
La Perla y otros
cuentos (真夏の死; Manatsu no shi), 1953.
Incluye «Patriotismo» (憂国; Yukoku).
Los Sables (三熊野詣; Mikuma no moude), 1965.
Teatro
La mujer del abanico:
seis piezas de teatro Noh moderno (近代能楽集; Kindai Nougaku Shuu), 1956.
El rito de amor y de
muerte. (Dirigida, protagonizada y producida por Mishima). 1960. Película.
Madame de Sade (サド侯爵夫人; Sado Koushaku Fujin), 1965.
Ensayo
El sol y el acero (太陽と鉄; Taiyou to tetsu), 1968. Ensayo.
Lecciones espirituales
para jóvenes samuráis (若きサムライのための精神講話;
Wakaki Samurai no tame no seishin kouwa), 1969. Ensayo.
Su grandilocuencia le
llevó a participar en representaciones teatrales, espectáculos públicos y
películas como Yukoku (llamada «Patriotismo» en el mundo occidental y «El rito
de amor y de muerte» en Japón), corto de 29 minutos que él mismo escribió,
dirigió, protagonizó y produjo. En él, representó su propio seppuku.
En los
últimos diez años de su vida, Mishima actuó en varias películas y codirigió la
adaptación de una de sus historias, Yûkoku ('Patriotismo').
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