Clytie
Eudora
Welty
Era al atardecer, las
pesadas nubes plateadas parecían más grandes y anchas que campos de algodón, y,
al poco, empezó a llover. Mientras aún brillaba el sol, empezaron a caer
grandes gotas redondas sobre los calientes cobertizos de chapa, que empaparon
las falsas fachadas blancas de la hilera de almacenes del pueblecito de Farr’s
Gin. Una gallina y sus pollitos amarillos cruzaron corriendo la carretera, con
gran inquietud; el polvo se convirtió en un sucio río y los pájaros bajaron
volando hacia él inmediatamente, y se situaron a la orilla de los charcos para
bañarse. Los perros de caza se levantaron de los porches de los almacenes, se
sacudieron hasta el rabo y fueron a tumbarse dentro. Las pocas personas que
estaban de pie como largas sombras junto a la calle entraron en la oficina de
correos. Un muchacho golpeó con los talones descalzos a la mula, que empezó a
cruzar lentamente el pueblo hacia el campo.
Cuando ya todos los
demás se habían puesto a cubierto, la señorita Clytie Farr seguía aún inmóvil
en la carretera, atisbando hacia delante, a su manera miope, y tan empapada
como los pajaritos.
Solía salir de la vieja
mansión a aquella hora de la tarde y recorría el pueblo a toda prisa. Al
principio salía con un pretexto u otro y durante un tiempo se dedicó a dar en
voz baja explicaciones que nadie podía oír. Después empezó a mandar que cargaran
cantidades a cuenta, que, según la administradora de correos, jamás se
pagarían, lo mismo que las del resto, aunque los Farr fueran demasiado finos
para relacionarse con los demás. Pero ahora Clytie salía sin ningún objetivo.
Salía todos los días y ya nadie hablaba con ella: parecía tener mucha prisa y
no darse cuenta de quién le hablaba. Y todos decían que un sábado, con tantos
caballos y vehículos, la atropellarían, pues siempre cruzaba la calle de
aquella forma atolondrada y precipitada.
Tal vez fuera
simplemente que la señorita Clytie estaba perdiendo el juicio, decían las
señoras que tomaban el fresco en la puerta, igual que le había pasado a su
hermana; y seguramente se quedaría allí sin más, esperando que la mandaran irse
a casa. Tendría que escurrir bien toda la ropa que llevaba encima: la blusa y
la falda y las largas medias negras. Llevaba uno de los sombreros de paja de la
tienda de artículos de confección, con una vieja cinta negra de satén prendida
para mejorar su aspecto, atado a la barbilla. Ahora, por la presión de la
lluvia, mientras las señoras miraban, el sombrero había empezado a combarse
hacia abajo lentamente, por ambos lados, y parecía todavía más absurdo y
anticuado, como esas gorras viejas que ponen a los caballos. Y, con una paciencia
casi de animal, la señorita Clytie seguía allí bajo la lluvia, los largos
brazos inertes, un poco separados de los costados, como si estuviera esperando
que llegase por la calle algo que la condujese bajo techado.
Al cabo de un rato sonó un trueno.
—¡Señorita Clytie!
¡Métase en algún sitio, que llueve, señorita Clytie! —gritó alguien.
La vieja señorita
Clytie no miró siquiera a su alrededor, sino que cerró los puños, se los metió
en las axilas, estiró los codos como alas de gallina y echó a correr, el pobre
sombrero crujiendo y batiendo sobre sus orejas.
—Vaya, ahí va la señorita Clytie —dijeron las
señoras, y una de ellas tuvo una premonición.
La señorita Clytie
corrió hacia la casa bajo la lluvia torrencial por el sendero de los cuatro
cedros negros mojados, que desprendían un olor acre como el humo.
—¿Dónde demonios
estabas? —dijo la hermana mayor, Octavia, desde una ventana de arriba. Clytie
alzó la vista a tiempo de ver caer la cortina.
Entró en el vestíbulo y
esperó, temblando. Estaba muy oscuro y vacío. La única luz caía sobre la sábana
blanca que tapaba el único mueble solitario, un órgano. Las cortinas rojas que
había sobre la puerta del gabinete, sostenidas por manos de marfil, estaban
inmóviles como troncos de árbol en la casa sin aire. Todas las ventanas estaban
cerradas y todas las persianas bajadas; aun así, se oía el repiqueteo de la
lluvia.
Clytie cogió una
cerilla y avanzó hacia el poste de la escalera, donde un Hermes de bronce
sostenía un artilugio de gas. E inmediatamente encima de este, iluminada, pero
muy quieta, como una de las reliquias inamovibles de la casa, se erguía
Octavia, esperando en las escaleras.
Estaba plantada
sólidamente ante el cristal de color violeta y limón de la ventana, en el
descansillo; con dedos arrugados e inquietos sujetaba el broche de diamantes
que llevaba siempre al pecho de su largo vestido negro. Era un gran gesto
inmarcesible de Octavia, aquel de acariciar el broche.
—No es suficiente ya
que tengamos que esperar aquí… muertos de hambre —decía Octavia mientras Clytie
aguardaba abajo—. Sino que tienes que escaparte, y no contestar cuando te llamo.
¡Marcharse a vagabundear por las calles! ¡Qué vulgaridad…! ¡Qué vulgaridad,
Dios mío!
—No te preocupes, hermana —consiguió decir Clytie.
—Pero siempre vuelves.
—Claro…
—Gerald ya está
despierto, y también papá —dijo Octavia con el mismo tono de reproche, un tono
muy fuerte, pues casi siempre estaba llamando a alguien.
Clytie fue a encender
la cocina. Como si estuviera helada de frío, en pleno junio, se quedó quieta
ante la puerta abierta del horno y pronto una expresión de interés y placer
animó su rostro, que en los últimos años, pese al sombrero de paja, mostraba el
paso del tiempo. Se reanudaba ahora algún sueño. En la calle había estado
pensando en el rostro de un niño que acababa de ver. El niño, que jugaba con
otro de la misma edad persiguiéndole con una pistola de juguete, al pasar a su
lado la había mirado con una actitud tan franca, tan serena, tan confiada… Con
aquel rostro pacífico y pequeño aún en el pensamiento, rosado como las llamas,
como una inspiración que alejase cualquier otro pensamiento, Clytie se había
olvidado de sí misma y se había visto obligada a quedarse quieta, allí donde
estaba, en medio de la calle. Pero había empezado a llover y alguien le había
gritado y no había podido llegar al final de sus meditaciones.
Hacía mucho tiempo ya
que Clytie había empezado a mirar las caras y a pensar en ellas.
Todos te dirían que no
había más de ciento cincuenta personas, negros incluidos, en Farr’s Gin. Sin
embargo, a Clytie el número de rostros le parecía casi infinito. Ahora ya sabía
contemplar lenta y detenidamente un rostro; estaba convencida de que era imposible
verlo entero de inmediato, de una vez. Lo primero que descubría en un rostro
era siempre que nunca lo había visto. Cuando empezó a mirar los semblantes
reales de la gente, para ella dejó de existir la familiaridad. La visión más
profunda y conmovedora del mundo entero tenía que ser una cara. ¿Era posible,
acaso, comprender los ojos y las bocas de otras personas, que ocultaban algo
que ella no sabía y preguntaban secretamente algo desconocido aún? Volvió a
recordar la sonrisa misteriosa del viejo que vendía cacahuetes en la puerta de
la iglesia. El rostro de aquel viejo pareció reposar un instante en la puerta
de hierro del horno, aposentado en la melena del león. Había quien decía que el
chico del señor Tom Bate, como se hacía llamar, tenía una cara tan insulsa como
una semilla de sandía, no obstante, para Clytie, que veía granos de arena en
sus ojos y en sus tiesas pestañas rubias, el muchacho podría haber salido del
desierto, como un egipcio.
Pero mientras pensaba
en el chico del señor Tom Bate, la golpeó en la espalda un ramalazo terrible de
viento; se volvió. El largo visillo verde de la ventana se hinchó y brincó. La
ventana de la cocina estaba abierta de par en par, la había abierto ella,
claro. La cerró despacio.
Octavia, que jamás
bajaba al piso de abajo, Dios sabe por qué, nunca le habría perdonado una
ventana abierta, de llegar a enterarse. Lluvia y sol significaban la ruina,
según la mentalidad de Octavia. Clytie recorrió la casa cerciorándose de que
estaba todo en orden. No era que la ruina en sí pudiera inquietar a Octavia.
Ruina o intrusión, incluso con tesoros de incalculable valor, e incluso en la
pobreza, no la asustaban en absoluto; era más bien una especie de fisgoneo
desde fuera, y esto ella no lo perdonaba. Todo esto lo traslucía en su cara.
Clytie preparó las tres
comidas en la cocina, pues cada uno tomaba cosas distintas, y preparó las tres
bandejas. Tuvo que subirlas por las escaleras, en el orden correspondiente.
Fruncía el entrecejo con gesto de concentración, pues le costaba mantener
derechos todos los platos, bien encajados en los bordes, como habría hecho la
vieja Lethy. Habían tenido que despedir a la cocinera hacía ya bastante tiempo,
cuando su padre tuvo el primer ataque. Su padre le tenía mucho cariño a la
vieja Lethy, había sido su aya y volvió del campo para verle cuando supo que se
estaba muriendo.
Llegó y llamó a la puerta trasera, y, como siempre,
ante cualquier intrusión por la puerta delantera o la trasera, Octavia atisbó
desde la cocina y gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¿A qué demonios viene usted aquí?
Y aunque tanto la veja
Lethy como su padre habían suplicado que les permitieran verse, Octavia se
había puesto a gritar, como hacía siempre, y había expulsado a la intrusa. Y
Clytie, como siempre, había permanecido muda en la cocina; aunque al fin,
obedeciendo a su hermana, dijo también:
—Vete, Lethy.
Pero su padre no había
muerto. En vez de muerto estaba ciego, paralítico, y solo podía emitir sonidos
ininteligibles y tomar líquidos. Lethy volvía aún de vez en cuando por la
puerta trasera, pero nunca la dejaban entrar, y el viejo ya no oía, ni siquiera
podía suplicar que le dejaran verla. Solamente se admitía una visita en su
habitación, una vez por semana: el barbero, para afeitarle. En tal ocasión
nadie decía una palabra.
Clytie subió primero a
la habitación de su padre y dejó la bandeja en la mesita de mármol que había
junto a la cama.
—Quiero darle de comer
a papá —dijo Octavia quitándole el cuenco de las manos.
—Tú le diste la última vez —dijo Clytie.
Renunciando al cuenco,
bajó la vista hacia el rostro afilado que descansaba sobre la almohada. Al día
siguiente tocaba la visita del barbero, y la barba negra despuntaba como un
campo de agujas por las mejillas desoladas. El anciano tenía los ojos semicerrados.
Era imposible saber lo que sentía.
Parecía realmente
remoto, olvidado, libre… Octavia empezó a darle de comer.
Sin apartar los ojos
del rostro de su padre, Clytie empezó a hablar con rapidez y amargura, con las
palabras más disparatadas que se le venían a la cabeza. Pero pronto empezó a
llorar y sollozar, como una niña pequeña a quien los grandullones hubieran
tirado al agua.
—Ya basta —ordenó
Octavia.
Pero Clytie no podía
apartar los ojos del rostro sin afeitar de su padre y de su boca abierta e inmóvil.
—Y yo le daré de comer mañana si quiero —añadió
Octavia.
Se levantó. Le caía
sobre la frente el pelo tupido, que había vuelto a crecer después de una
enfermedad y estaba teñido de un color casi
púrpura. Los largos pliegues de
acordeón que, empezando en el cuello, le caían a todo lo largo del vestido se
abrían y se cerraban sobre sus pechos cuando respiraba.
—¿Te has olvidado de Gerald? —dijo—. Y yo también
tengo hambre.
Clytie volvió a la
cocina y llevó la cena a su hermana. Después, se la llevó a su hermano.
La habitación de Gerald
estaba a oscuras, y Clytie tuvo que atravesar la barricada habitual. El olor a
whisky lo impregnaba todo; incluso se inflamó el aire con el chispazo de la
cerilla cuando encendió la lámpara.
—Es de noche —dijo luego Clytie.
Gerald estaba tumbado
en la cama y la miraba. A la pobre luz de la estancia le pareció su padre.
—Queda más café abajo en la cocina —dijo.
—¿Me lo traerás? —preguntó Gerald. La miraba con
expresión seria y cansada.
Se plantó ante él y le
hizo incorporarse. Tomó el café mientras ella se inclinaba hacia él con los
ojos cerrados, descansando.
Entonces Gerald la
apartó a un lado y se derrumbó en la cama y empezó a contar qué bonito era
cuando él tenía su propia casita al final de la calle, toda nueva, con todos
los servicios, cocina de gas, luces eléctricas, cuando estaba casado con
Rosemary. Rosemary… ella había dejado un trabajo en el pueblo vecino solo para
casarse con él. ¿Cómo podía haberle abandonado luego tan pronto? De nada había
servido haberla amenazado una y otra vez con matarla. De nada había servido
haberle puesto un revólver en el pecho. Ella no lo había entendido. Él no había
hecho másque saborear su dicha. Él solo había querido jugar con ella. En cierto
modo, quería demostrarle que la amaba por encima de la vida y la muerte.
—Por encima de la vida y la muerte —repitió cerrando
los ojos.
Clytie no le contestó,
como hacía siempre Octavia durante estas escenas, en las que Gerald
invariablemente terminaba llorando.
Fuera, junto a la
ventana cerrada, empezó a cantar un sinsonte. Clytie separó la cortina y apoyó
la oreja en el cristal. Había dejado de llover. El canto del pájaro sonaba en
gotas líquidas que bajaban por árboles negrísimos y por la noche.
—Vete al infierno —dijo Gerald. Tenía la cabeza
debajo de la almohada.
Clytie cogió la bandeja
y dejó a Gerald con la cara tapada. A ellos no necesitaba mirarles la cara.
Eran sus caras las que se interponían.
Bajó precipitadamente a la cocina y empezó a cenar.
Los rostros de ellos se
interponían entre el suyo y el de otra persona. Eran sus caras las que habían
irrumpido hacía mucho, entrometiéndose y ocultando otra cara que la miraba a
ella. Y ahora era difícil recordar su aspecto, o cuándo la había visto por
primera vez. Debió de ser cuando ella era joven. Sí, en una especie de
glorieta, y ella se había reído, se había inclinado hacia delante… y la visión
de aquel rostro, tan pequeño como los demás rostros —el del niño confiado, el
del viejo viajero inocente, incluso el del barbero codicioso y el de Lethy y
los de los vendedores ambulantes que llamaban uno tras otro y se quedaban en la
puerta sin que nadie contestara— y, sin embargo, distinto, sin embargo, mucho
más… Aquel rostro había estado muy próximo al suyo, era casi familiar, casi
inaccesible, y luego el rostro de Octavia se había interpuesto bruscamente y en
otras ocasiones el rostro apopléjico de su padre, el rostro de su hermano
Gerald y el rostro de su hermano Henry, con el agujero de la bala atravesándole
la frente… Era solo porque se parecían a una visión por lo que examinaba los
rostros secretos, misteriosos, nunca repetidos que encontraba en las calles del
pueblo.
Pero siempre había una
interrupción. Si alguien le hablaba, ella huía. Si veía que iba a encontrarse
con alguien en la calle, ya se sabía que se escondería enseguida detrás de
algún matorral y se pondría una ramita delante de la cara hasta que la persona
desapareciera. Cuando alguien la llamaba por su nombre, primero se ponía roja,
luego blanca, y era como si se sintiese defraudada, según comentó una señora en
el almacén.
Además, cada día estaba
más asustada. La gente se daba cuenta porque ya nunca se arreglaba. Durante
años, de vez en cuando, salía con lo que ella llamaba el «modelo», todo verde
cazador, un sombrero que le caía rodeándole la cara como un cubo, un vestido de
seda verde, incluso zapatos verdes de puntera afilada. Si hacía buen tiempo,
llevaba el modelo todo el día; y a la mañana siguiente volvía al vestido de
manga corta y al sombrero viejo atado a la barbilla, como si el modelo hubiera
sido un sueño. Hacía ya mucho tiempo que Clytie no se ponía aquel vestido para
salir a la calle.
A veces, cuando una
vecina, intentado ser amable o solo por curiosidad, le preguntaba su opinión
sobre algo (por ejemplo, un tipo de punto de ganchillo) ella no escapaba, sino
que, esbozando una sonrisita angustiada, decía con voz infantil: «Es bonito».
Sin embargo, añadían siempre las señoras, ya nada que procediese de la casa de
los Farr era bonito.
—Es bonito —dijo Clytie
cuando la señora de la casa de al lado le enseñó el nuevo rosal que había
plantado, todo florido.
Pero menos de una hora después salió corriendo de la
casa, gritando:
—¡Mi hermana Octavia
dice que tiene usted que quitar de ahí ese rosal! ¡Mi hermana Octavia dice que
quite de ahí el rosal y lo aparte de mi valla! Si no lo hace, la mataré.
¡Quítelo! Y al otro lado de los Farr vivía una familia con un niño que siempre
estaba jugando en su patio. El gato de Octavia se colaba por debajo de la cerca
y él lo cogía en brazos. Le cantaba una canción que sabía.
Clytie salía corriendo
de la casa, echando chispas, con el mensaje de Octavia.
—¡No hagas eso! ¡No lo
hagas! —gritaba angustiada—. ¡Si vuelves a hacerlo, tendré que matarte! Y
volvía corriendo al huerto y empezaba a maldecir. Lo de maldecir era nuevo y
maldecía suavemente, como un cantante que entona por primera vez una canción.
Pero era algo que no podía evitar.
Palabras que al
principio la horrorizaban le brotaban ahora en torrente de la garganta, que
pronto, sin embargo, sentía extrañamente descansada y relajada. Maldecía sola
en la paz del huerto. Todos decían, con tono un tanto reprobatorio, que no
hacía más que imitar a su hermana mayor, que años atrás solía salir a aquel
mismo huerto y maldecir del mismo modo, aunque con una voz sonora y autoritaria
que se oía hasta en la oficina de correos. A veces, a medio discurso, Clytie
levantaba la vista hacia Octavia, que estaba en su ventana, y la miraba. Cuando
Octavia dejaba caer al fin la cortina, Clytie se quedaba muda.
Por último, con una suavidad que era una mezcla de
miedo, cansancio y amor, un amor abrumador, cruzaba la verja y
se dirigía al pueblo, apretando cada vez más el paso hasta que sus largas
piernas adquirían una velocidad insólita y ridícula. Nadie en todo el pueblo
podría haber mantenido el paso de la señorita Clytie, decían, en igualdad de
condiciones.
Comía también muy
deprisa, sola en la cocina, tal como lo estaba haciendo ahora. Mordía de forma
salvaje la carne del pesado tenedor de plata y mordisqueaba el huesecillo de
pollo hasta dejarlo mondo y lirondo.
Cuando iba por la mitad
de la escalera, recordó la segunda taza de café de Gerald y volvió a buscarla.
Después de bajar las otras bandejas y lavar los platos, repasó puertas y
ventanas para cerciorarse de que quedaba todo bien cerrado.
A la mañana siguiente,
Clytie, mordiéndose los labios, sonriente, preparaba el desayuno. Lejos, por la
ventana abierta, se veía un tren carguero que cruzaba furtivo el puente
iluminado por el sol.
Pasaron unos negros por
la calle, iban a pescar, y el chico del señor Tom Bate, que pasaba también por
allí, se volvió hacia la ventana y la miró.
Gerald se presentó
vestido y con las gafas puestas; dijo que pensaba ir a la tienda aquel día. La
tienda del viejo Farr hacía ya muy poco negocio, y la gente apenas si echaba de
menos a Gerald cuando no iba. En realidad, casi no podían saber si había ido o
no, debido a aquellas botas grandes que, colgadas de un alambre, tapaban
prácticamente un despacho que parecía una jaula. Una niñita en edad escolar
podía atender a cualquier cliente.
Gerald entró en el comedor.
—¿Cómo estás hoy, Clytie? —preguntó.
—Bien, Gerald, ¿qué tal estás tú?
—Me voy a la tienda —dijo.
Se sentó rígido y ella
despejó una parte de la mesa, delante de él. Octavia gritó desde arriba:
—¿Dónde demonios está
mi dedal? Me has robado el dedal, Clytie Farr. ¡Me has quitado mi dedalito de
plata!
—Ya empezamos —dijo
Gerald exasperado. Clytie vio que sus labios delgados, finos, casi negros, se
tensaban crispados—. ¿Cómo puede vivir un hombre en esta casa solo con mujeres?
¿Cómo es posible?
Se levantó de un salto
y dobló la servilleta exactamente por la mitad. Salió del comedor sin haber
probado el desayuno. Clytie le oyó subir las escaleras camino de su cuarto.
— ¡Mi dedal! —gritaba Octavia.
Clytie esperó un
momento. Acuclillándose con avidez, como una ardillita, tomó parte del desayuno
en la cocina, antes de subir las escaleras.
A las nueve llamó a la puerta principal el señor
Bobo, el barbero.
Sin esperar, pues nunca
contestaban a la llamada, se permitió entrar y avanzó como un pequeño general
por el vestíbulo. Vio el viejo órgano que nunca
destapaban ni tocaban, salvo en los funerales, y entonces
no se invitaba a nadie. Siguió adelante, pasó de puntillas bajo el brazo de
aquella estatua masculina y subió la oscura escalera. Allí estaban, alineados
arriba, al final de la escalera, y todos le miraban con repugnancia. El señor
Bobo creía firmemente que estaban todos locos; incluso Gerald, que a las nueve
de la mañana ya había empezado a beber.
El señor Bobo era
bajito y hasta que había empezado a ir a aquella casa una vez por semana se
había enorgullecido siempre de ello. Pero no disfrutaba mirando hacia arriba
desde abajo los cuellos suaves y largos, los rostros en relieve, repelentes y
fríos de los Farr. A saber lo que le haría una de aquellas hermanas si hiciera
un movimiento. (¡Como si fuera a hacerlo!) Cuando llegó al piso de arriba,
desaparecieron y le dejaron solo. Alzó la barbilla y se plantó con las piernas
rechonchas muy separadas, mirando a su alrededor. El pasillo del piso de arriba
estaba completamente vacío. No había siquiera una silla donde sentarse.
—O venden los muebles por la noche —decía el señor
Bobo a la gente de Farr’s Gin—, o son tan tacaños que no quieren usarlos.
El señor Bobo se quedó
allí quieto y esperó a que le llamaran; le pesaba haber empezado a ir a aquella
casa a afeitar al viejo señor Farr. Pero le había sorprendido tanto recibir una
carta por correo… Una carta escrita en un papel tan viejo y amarillento que, en
un principio, creyó que la habían escrito hacía mil años y no la habían
entregado. La firma decía: «Octavia Farr», y no tenía siquiera el
encabezamiento de «Querido señor Bobo». Decía escuetamente: «Venga a mi
residencia a las nueve en punto todos
los viernes por la mañana, hasta nueva orden, para afeitar al señor James
Farr».
Primero pensó que iría
solo un día. Y después cada vez que iba pensaba que no volvería nunca, sobre
todo porque no sabía cuándo iban a pagarle. Por supuesto, tenía su encanto lo
de ser la única persona de Farr’s Gin a quien permitían entrar en la casa
(salvo el enterrador, que había entrado cuando el joven Henry se pegó un tiro,
pero nunca había hablado de ello). Además, no era fácil afeitar a un hombre tan
enfermo como el señor Farr… Era más difícil que afeitar un cadáver o a un tipo
borrachísimo. Imagínate que estás así, decía el señor Bobo, no puedes mover la
cara, no puedes levantar la barbilla ni estirar la mandíbula, ni siquiera mover
los ojos cuando se acerca la navaja. El problema del señor Farr era que su
rostro no ofrecía resistencia alguna a la cuchilla.
Su cara no se sostenía.
—No volveré nunca
—concluía siempre el señor Bobo cuando se lo contaba a sus clientes—. Aunque me
pagasen. Ya he visto bastante.
Pero allí estaba de
nuevo, esperando ante la puerta de la habitación del enfermo. Esta es la última
vez, pensó. ¡Lo juro por Dios!
Y se preguntó por qué no se moriría el viejo.
Justo en aquel momento
salió de la habitación la señorita Clytie. Apareció con aquellos andares tan
extraños, de lado, y cuanto más se le acercaba, más despacio se movía.
—¿Sí? —preguntó nervioso el señor Bobo.
Clytie contempló aquel
rostro pequeño y vacilante. ¡Qué miedo asomaba a sus ojillos verdes! Era un
rostro patético, pequeño, codicioso; qué expresión tan afligida, como la de un
gatito extraviado.
¿Qué sería lo que tan
desesperadamente necesitaba aquella criaturita glotona?
Clytie se le acercó y
se detuvo frente a él. En vez de decirle que podía pasar y afeitar a su padre,
tendió la mano y, con una suavidad sobrecogedora, le acarició la mejilla.
Y durante un instante
siguió plantada allí mirándole inquisitivamente, y él permaneció quieto como
una estatua, como la estatua de Hermes.
A continuación, ambos
lanzaron un grito desesperado. El señor Bobo se volvió y huyó, haciendo
molinetes con la navaja. Bajó las escaleras y salió por la puerta principal;
Clytie, pálida como un fantasma, se derrumbó sobre la barandilla. El horroroso
olor a ron de laurel, a tónico capilar, el raspar horrible y húmedo de una
barba invisible, los ojos densos, verdes y saltones… ¡lo que había cogido con
su mano! Apenas si podía soportar el pensamiento de aquel rostro.
De la puerta cerrada de la habitación del enfermo
llegó el grito de Octavia.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡No
le has traído a papá el agua de lluvia! ¿Dónde diablos está el agua de lluvia
para afeitar a papá? Clytie bajó dócilmente las escaleras.
Su hermano Gerald abrió de golpe la puerta de la
habitación y la llamó.
—¿Qué pasa ahora? ¡Esto
es un manicomio! Alguien ha pasado corriendo
por delante de mi
cuarto. Lo he oído. ¿Dónde escondes a tus hombres? ¿Por qué tienes que traerlos
a casa?
Volvió a cerrar de un
portazo y Clytie oyó que instalaba de nuevo la barricada.
Cruzó el vestíbulo y
salió por la puerta de atrás. Se quedó quieta allí, junto al viejo barril de
agua de lluvia y de pronto sintió que ahora aquel objeto era su amigo, tan
oportunamente, y sus brazos lo rodearon casi con impaciente gratitud. El barril
estaba lleno de agua de lluvia. Emanaba de él una oscura fragancia, una
fragancia espesa, penetrante, como de hielo y flores y el rocío de la noche.
Clytie se inclinó un
poco y atisbó en el agua, que se mecía lentamente. Le pareció ver una cara
Sí, claro. Era el
rostro que había estado buscando, del que había estado separada. El dedo índice
de una mano se levantó como para tocar la oscura mejilla, como para hacerle una
señal.
Clytie se inclinó más,
tal como había hecho para tocar la mejilla del barbero.
Era un rostro
ondulante, inescrutable. Tenía las cejas fruncidas, como en un rictus de dolor.
Los ojos eran grandes, profundos, ávidos casi, la nariz fea y descolorida, como
si hubiese llorado mucho, la boca vieja y cerrada a toda comunicación. El otro
lado de la cara lo cubría un pelo negro, alborotado y revuelto. Todo en aquel
rostro la asustaba, y la conmovían los indicios de espera prolongada, de
sufrimiento.
Por segunda vez aquella
mañana, Clytie retrocedió y, al hacerlo, el otro rostro retrocedió también.
Lo reconoció, reconoció
aquel semblante, pero demasiado tarde. Siguió allí quieta, con el corazón afligido, como si la pobre visión
medio recordada al fin la hubiera traicionado.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡El
agua! ¡El agua! —le llegó monumental la voz de Octavia.
Clytie hizo lo único
que se le ocurrió. Dobló el cuerpo anguloso aún más y se inclinó y lanzó la
cabeza al barril, la sumergió en el agua. Se hundió bajo la superficie
chispeante en la profundidad amable y sin rasgos; y allí se quedó.
Cuando la vieja Lethy la encontró se había caído del todo en el barril; las flacas piernas delicadas, con
las medias negras, estiradas y abiertas, parecían unas tenacillas.
Eudora Alice Welty
(Jackson, Misisipi, Estados Unidos, 13
de abril de 1909 - Jackson, Misisipi, Estados Unidos, 23 de
julio de 2001) fue una escritora estadounidense que escribió novelas y cuentos
sobre el Sur de Estados Unidos. Welty ganó el Premio Pulitzer en 1973 por su novela The Optimist's Daughter. Asimismo, fue galardonada con la Medalla Presidencial de la Libertad en
1980. Su hogar en Jackson (Misisipi) fue designado como un Hito Histórico Nacional y está abierto al público como un museo.
Biografía
Welty nació en Jackson
(Misisipi), hija de Chestina y Christian Welty, una maestra y un ejecutivo de
seguros respectivamente. Eudora tuvo dos hermanos, Edward y Walter.
Estudió en el Mississippi State College for Women
(actualmente llamado Mississippi University
for Women) y posteriormente asistió a la Universidad de Wisconsin-Madison y la Columbia Business School en la Universidad de Columbia. Mientras
estaba en la Universidad de Columbia, fue la capitana del equipo femenino de
polo y frecuentaba el café de Romany Marie durante los años 1930. Vivió la
mayor parte de su vida en el vecindario de Belhaven en Jackson, en una casa que
sus padres habían construido en 1925. Posteriormente, donaría la casa al Mississippi Department of Archives and
History (Departamento de Historia y Archivos de Misisipi). La casa fue
preservada y convertida en museo tras ser declarada un Hito Histórico Nacional.
Fotografía
Durante los años 1930,
Welty trabajó como publicista para la Works
Progress Administration, un trabajo que la hizo viajar por todo Mississippi.
Welty aprovechaba su tiempo para tomar fotografías, especialmente las que
manifestaban los efectos de la Gran Depresión. Por entonces, trató de exponer
sus fotografías. Se publicaron varias colecciones de sus fotografías,
incluyendo One Time, One Place (1971)
y Photographs (1989).
Carrera literaria
A partir de los años
1950, abandonó la fotografía y se dedicó completamente a escribir. Ya su
primer cuento, "Death of a Traveling
Salesman", fue publicado en 1936. Su trabajo llamó la atención de la
escritora Katherine Anne Porter, quien se convirtió en su mentora y escribió el
prefacio para su primer libro de cuentos, Una
cortina de follaje (1941). El libro convirtió a Welty en una de las nuevas
figuras literarias estadounidenses.
Su novela The Optimist's Daughter ganó el Premio Pulitzer a la Novela en 1973.
Asimismo, en 1992, recibió el Rea Award
for the Short Story por sus contribuciones a los cuentos estadounidenses.
Welty era miembro de la
Fellowship of Southern Writers,
fundada en 1987. También enseñó composición creativa en diversos talleres y
universidades.
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