TRINI
Para
Elena Méndez, culichi, libélula de luz.
OMAR
REQUENA MEDINA
Porque todo ángel es
terrible. Ella no. A medio vestir en la penumbra del cuartucho desordenado. El
olor a vela recién fenecida, llegando desde el pequeño altar repleto de
figuritas tan desleídas como ella. Su tos alérgica. Sus maldiciones por no
poder encontrar la cajetilla de cigarros. Puta mierda. La modorra que me
invadía siempre al quedarme allí. Sopor, dejadez; lo cierto es que el agobio me
hacía regresar a ese rincón de Araguita. Una retorcida sensación de refugio.
Con algo de suerte, una pelea, una balacera breve, cortesía de los narcos del
sector. Y pensar que a pocos kilómetros bullía otro mundo, indiferente y
cómplice a la vez. Si no, que lo dijeran Carlitos, el flaco Ribas, incluso
Silvia. Encantados con el barrio y con Trini. Fumaba con garbo, con duende,
aseveraban. Sublime en el momento cumbre de la pieza de calle. La rara
condición etérea, y yo: “Trini, me enamoraste a los muchachos del grupo”. Ella
reía; un fulgor particular se le prendía en los dos puntos de ámbar que miraban
siempre más allá. A mediodía, llegaba su hermana menor, con caldo de gallina y
arepas. También traía la noticia del último ajuste de cuentas, los tiros, los
vejámenes que costaba un montón imaginarse.
Cada mes me preparaba
un ensalme con hierbas especiales. Subíamos al río bien temprano. En La Cola de
Caballo le decía que era yo Niño Mauricio, el genio guardián de la naturaleza
tuyera. Ella me ordenaba no jugar con eso. Sumergidos en el agua fría del pozo,
lamía sus pechos mientras me preguntaba por enésima vez si era capaz de
llevarla conmigo a Madrid. “Allá tendrías que olvidarte del jibareo, mijita”,
le contestaba. “Pero puedo leer la suerte; con mis tabacos veo lo que está
oculto. Me pagarían por eso. Además, esa gente es como los gringos… tú mismo lo
has dicho”. No era tan fácil, Trini. No lo había sido nunca. No es el caso el
andar azotando calles. El triste papel de sudaca. Ni siquiera en el mismísimo
barrio de Lavapiés; acuérdate de Miguelito. Internado en Mondragón, nada más
por asustarse con un charco de sangre que encontró en el portal que limpiaba a
diario. Su piel quemada, su estrella negra de poeta, lo hundieron. Luego, me
refería el episodio, una y otra vez, hinchado de ganja. “Sucios gilipollas”,
murmuraba furioso. Aseguraba que África renacería como la madre del mundo, y
Europa y Norteamérica serian castigados al fin por su infinito egoísmo. Se lo
insinuaba su sangre Zulú, Fulfulde y Ashanti. Cuando le llevé a Trini, abrió
tamaños ojos de pervertido, y hasta unos versos le dedico. Mientras la hacía
escuchar a Tom Jobim, me previno: “mire, poeta, esa niña tiene la marca de
Olofi, no estoy seguro. Yo que usted, andaría ojo pelao, cuidándome del hambre
de su cuerpo. De su hambre toda”. Pero no era vital para mí el cuidarme de
nada. No tenía sentido. Más bien, buscaba su cercanía cuando quería estar al
borde de lo incierto. Había algo efímero en Trini que la vinculaba a otras
regiones u órdenes. Era ese algo que me untaba la modorra al cuerpo. Y se lo
pedía entonces, ya que continuaba en busca de los benditos cigarros en el
ropero. “Muéstramelos, Trini… por hoy solamente.” Sacaba uno, dos, tres, cinco,
siete frascos con los cuerpecitos arrugados, pequeñitos, varios de piel
traslúcida. Recuerdo uno, de mayor tamaño que el resto y, lo puedo jurar, se le
insinuaban ya las diminutas alas de ángel.
TÁCITO
A
Zune.
La primera “volada” de
Tácito fue con ocho años recién cumplidos. Caminó desde Súcuta hasta San Pablo,
y luego de allí bajó directo al terminal de pasajeros. Un día y una noche duró
la búsqueda, que se facilitó con repetidos anuncios por emisoras de radio. Lo
encontraron frente a los baños públicos, hambriento, pidiendo limosna a la
gente que salía o entraba a los servicios. Quería irse a Ciudad Ojeda, en el
occidente del país; le habían dicho que la Niña vivía allá, e iría en su
búsqueda inmediata, apenas reuniera lo suficiente: unos dos o tres mil
bolívares según él. La Niña, por su parte, era uno de esos seres calamitosos,
violentos y tremendamente irreflexivos que se multiplican con la urgencia del
“porque sí”, en cada lugar que van pisando. Su atolondrada existencia no parece
tener otra finalidad que la de llenar de hijos esta tierra atribulada; Tácito
era ya el sexto o el séptimo de ellos. Estaba a cargo de una tía, entrada en
años, que recompensó la inocente osadía del niño con una formidable paliza, que
lo alejó varios días del colegio.
Conocimos a Tácito por
la necesidad de una persona que viniera cada semana a poner orden y limpieza en
aquél apartamento desastroso. Ocumare, pese a su humedad, es muy polvoriento;
en consecuencia, sobre libros y aparatos eléctricos, se adhiere una fina capa
de color gris-amarillento. Este polvillo es visible a contraluz, y cada cuatro
días –si no se quita- se va depositando en todas partes. Una vez le escuché a
un obrero de la cementera decir que ese polvillo era producto de las continuas
explosiones en la cantera de El Peñón, cercana al pueblo. No es tan
descabellada la hipótesis; padezco una sinusitis que ha empeorado desde que
vivo aquí. Ana Luisa recomendó entonces a Erlinda, la tía, quien lavaba,
planchaba, y con trapos humedecidos en desinfectante, trataba de recoger el
insistente polvillo. Tácito venía con ella. Su única misión era limpiar la
biblioteca. Yo lo ayudaba, subiéndolo a mis hombros; así “ordenaba” los estantes
más altos, a manera de juego y sin demasiada responsabilidad para un niño como
él, que miraba curioso mis reproducciones de Chagall y de Remedios Varo. La
“Naturaleza Muerta Resucitando” de ésta última, lo impelía a preguntarme: “Y si
una naturaleza muerta resucita, ¿puede volver a morirse?”. “¿Por qué le dicen
Naturaleza Muerta, si los platos y las frutas están volando?” “¿Ya
resucitaron?” “Lo, ¿es igual a ?” “¿Y nosotros, también resucitamos?” Yo,
contestaba como podía la andanada de preguntas. Luego le daba hojas y lápices
para que dibujara a sus anchas.
Pero en el Tuy es
rarísimo –por no decir imposible-, encontrar a un niño de nombre Tácito,
palabra que denota lo callado o que se sobrentiende. Ana Luisa, me lo explicó:
Tácito era en realidad un apodo, puesto por la madre, la Niña; a su vez otro
mote por haber sido la menor de quince hermanos. Tácito, o sea Esteban – su
nombre verdadero-, al parecer no articuló palabra hasta los tres años de edad,
y Roxana (la Niña), quizá con más tino que dominio en sí del lenguaje, le adosó
el remoquete, que ya nadie se molestó en quitarle después.
Hablaba hasta por los
codos. Reía mucho, preguntaba; un interrogador con una fuerza casi
conminatoria. Mamá, en su espera desesperada por los nietos que no llegaban nunca,
le tomó cariño a Tácito. Ella coincidía con nosotros en el apartamento los días
de limpieza general, y no lo dejaba ir sin haberlo hecho almorzar y merendar
antes, contrariando a Erlinda, la severa tía, manojo de huesos movidos por el
rencor y el fanatismo religioso más recalcitrante. Sentábamos al niño a la
mesa; se le servía lo que quisiera. Incluso carne de cerdo, prohibida por su
Iglesia protestante. Yo la cocinaba únicamente por molestar a esa beata, quien
me dispensó un odio cordial. Se desquitaba con Tácito, maltratándolo. Él la
delataba en casa, y mamá a fustigarla:
Yo me servía un vaso de
agua en la cocina, y lo “Ley de Dios”, me sacó de quicio. Entonces le espeté
desde allí, sabiendo que podía escucharme perfectamente, parafraseando a J.D. Salinger,
un tipo que sí sabía de niños: “Los chamos son huéspedes de honor en una casa,
deben ser tratados como tales, respetando sus temperamentos y aptitudes.
Cualquier intromisión, es violencia. Y las creencias religiosas, conciernen
sólo a los adultos: si tal o cual fe me sirve o no, es cosa que para niños está
de sobra”. Luego le pasé a un lado, sin mirarla siquiera. Erlinda soltó que
vendría un par de veces más y que tendríamos que conseguir a otra persona para
la limpieza. Había obtenido una oferta de empleo en la zona industrial de
Valencia, y pensaba aceptarlo, mudándose y llevando a Tácito consigo. Nos
agradecía mucho las atenciones para con el niño y ella todos esos meses, pero
se iba del pueblo en procura de una mejor vida, lejos del desastre tuyero, etc,
etc. Nuestra expresión -apocada por la noticia-, pareció regocijarla. Ella era,
a fin de cuentas, la verdadera familia de Tácito. ¿Qué podíamos objetarle?
Luego, también yo me
fui. Lejos de Ocumare; lejos de todo aquello que conocía. Un periplo que
todavía no sé qué me quitó o dejó realmente. Paréntesis de tiempo, en varios
tonos de gris, con lugares y personas como desleídos o fantasmales. Yo era yo a
ratos, pero no mucho; lo cual es siempre preferible a cualquier tentación de
refugio, de quedar a mano con uno mismo. También a ratos fui intensamente
feliz.
Tácito siguió volándose
de la casa, una segunda, tercera y cuarta vez. Eso lo supe por teléfono.
Lógicamente, las palizas se sucedieron los maltratos de la tía Erlinda; sobre
todo cuando a Tácito le daba por buscar a la madre, una muchacha infeliz y
drogadicta que se prostituyó algún tiempo por los lados del terminal de
pasajeros, en los pequeños quioscos junto al cadáver del Río Tuy. De día,
venden comida; de noche, sexo. Ya en Ciudad Ojeda se le perdió el rastro y, de
la Niña, trasunto de millones de calamidades trazadas al parecer con el mismo
lápiz, no supimos más.
De la mano con
Alejandra, me topé con Ana Luisa en el centro del pueblo. Casada ya y con dos
niños, la invitamos a un café. Quería saber del colegio, de aquél rinconcito de
Marare, y de mi amigo Tácito, por supuesto. No le costó mucho rememorar
enseguida.
Se me hizo una opresión
en el pecho.
Al día siguiente, me
trajo un recorte de prensa. “El Carabobeño”, reseñaba el hallazgo: Niño de once
años, asesinado en los alrededores de Bárbula. El cadáver presentaba evidentes
signos de tortura. Se sospecha de grupos de exterminio, o de cultos vinculados
a sectas satánicas. Doblé el papelito para no leer su nombre y la procedencia;
no hacía falta. En cambio, abrí mi maletín de originales, y busqué y rebusqué
entre papeles, hasta dar con lo que deseaba: un dibujo de Tácito. Era un sol
lleno de colores como una guacamaya; sus plumas, eran hermosas plumas de fuego.
Con cinta adhesiva, lo pegué al techo polvoriento del cuarto. Quería mirarlo
allí una semana entera.
EL ESTILITA.
“Una
vez más erraste, el fracaso sólo no tiene límites-, tú sí”.
Leopoldo
María Panero.
Asiáticas, francesas,
rumanas, holandesas, españolas... Toda la filmoteca de John Holmes, de
Cinderella Byron, de las hermanitas Jones (Susan y Vivian); incluso de la
mismísima “Sleeping Beauty”, Victoria Morrison; juguete primoroso de tantos, ángel
concupiscente. Si existía en video, Andrade lo tenía.; amén de curiosidades,
chismes, estadísticas de todo tipo, y notas biográficas. Por él, supe que a
Ginger la había comido el sida a lentos mordiscos, años atrás. Otro tanto
sucedió con Holmes, como seguramente sabrán algunos. Cierta vez, y a modo de
juego, juntamos cifras aproximadas de ambas estrellas porno y dimos con la suma
de cuatro mil novecientos veinte polvos: suficiente sexo como para llenar
barriles y barriles de vidas hasta el borde. Hablo de vidas “promiscuas”,
claro; las comillas son en este caso absolutamente necesarias. Aún con esto,
para Andrade la gente vivía en función del sexo; lo demás era hipocresía, ganas
de perder el tiempo en sublimaciones ridículas y falsas. Bataille había tenido
siempre razón. “No te olvides que se hizo una paja frente al cadáver de su
madre”, solía repetir con sagrado respeto. Si el cansancio de catorce horas en
la fábrica me lo permitía, pasaba una que otra tarde por aquél quinto piso. Ya
instalado en un gran sofá, oía discos de Fado (el volumen de la música no
importaba) y bebía vinho verde. Andrade caminaba de aquí para allá por el
apartamento, conversando a viva voz, lamentándose de tener que recoger a diario
cuerpecitos de golondrinas heridas o muertas al chocar contra el amplio
ventanal de la sala. Contaba que en Algarve y Lagos sirvió bebidas a turistas
ingleses de modales gringos, hediondos a sudor. Después se vino a Venezuela;
una herencia familiar le correspondía. Llevaba en el pueblo un par de años.
Pero la idea era volver a Lisboa y dedicarse a escribir, descubrir, describir.
Desaparecer. Una visión, un absoluto que se le hacía esquivo. Una pavesa,
apenas. O será que, “¿nem muito nem pouco para a chama eterna?”. Y abría los
estantes del comedor, repletos de libros y más y más videos: amateur, lluvia
dorada, bizarre, orgías, lesbianas, interraciales, sado. Proyectó “montar” su
propia productora, en un alarde de libertad creadora: sus intentos fracasaron
rotundamente; ninguna seriedad. Igual lo previne muchas veces. Decepcionado, se
contentaba entonces con despotricar contra el porno alemán, que tildaba de
zafio. Opinión distinta le merecían los filmes italianos: las mujeres era
sencillamente hermosas. Para Andrade, América Latina se salvaba por el gigante
Brasil. Argentina, Colombia, que por entonces daban sus primeros pasos en esa
industria, seguían en pañales.
Escribió una poesía que
jamás mostró a nadie pero que alguna vez me comentó. Andrade exaltaba allí el
voyeurismo, como refinamiento máximo de la conducta erótica, y aseveraba que
las sociedades del futuro iban irremediablemente por ese camino. “Nos miraremos
unos a otros, permanentemente”. E irónicamente, será esa la solución de este
mundo sobre poblado: el placer estéril.-¿Conoces a Malay Roy Choudhury? Es un
poeta bengalí, defensor de la obscenidad. Porque has de saber que lo obsceno
tiene también su sacralidad, mi estimado. Yo soy una especie de anacoreta
moderno, viviendo solo en este edificio, sin familiares cercanos, ni vecinos.
Salgo poco a la calle; casi nada en realidad. Me da terror esta tierra
violenta. Imagina el pensar que recibas un balazo en el pecho por ahí, como un
perro, sin haber descubierto la razón de tu permanencia aquí. ¿Cuáles podrán
ser? Hasta se me ocurre que tú puedes ayudarme; el peregrinaje de ambos tiene
sus puntos en común. ¿Entonces, qué dices? ¿Sabes?, muchas veces estoy moral y
físicamente agotado. La ruptura de un aneurisma en Junio de 2001, no dio tiempo
a mis sugerencias. Salvo unos cuantos libros (Sacher Masoch, Sade, Raynal), no
quise quedarme con ninguna otra cosa suya.
SICALÍPTICO.
“Pienso
como una joven alza su vestido. Al extremo de su movimiento, el pensamiento no
difiere de la obscenidad”. (Georges
Bataille).
Había solo una explicación para aquellos agujeros en
los jeans que siempre llevaba Fani de noche; mas yo ni me fijaba, ni me
importaba demasiado entonces. Podía tratarse de pobreza, de provocación o moda.
Quizá las tres juntas y bien revueltas. Hasta en el primer aniversario de, en
que vemos a la morena acercarse a la mesa de los La Taglie y saludar melosa,
viajando de regazo en regazo. Luego de los sorbos de whisky, cada mano bajaba
más de la cuenta; Fani daba un corto respingo. Los tipos se mataban de risa.
Había sobre todo mujeres comentando, mirándola con cierta mezcla de repulsión y
envidia; pero a Fani parecía no importarle.
Omar
Requena Medina
Poeta y narrador
venezolano, nacido en Caracas en 1972. Cursó estudios de Artes Visuales en la
Escuela Cristóbal Rojas y ha participado como oyente en los Talleres de Poesía
del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (C.E.L.A.R.G) Textos
suyos han aparecido en revistas web de México, Argentina, Canadá y España. Su
primera novela breve: Los Días Iguales,
fue publicada por el Sistema Nacional de Imprentas del Estado Miranda, en el
año 2010.
No comments:
Post a Comment