ROCK
SPRINGS
Richard
Ford
Edna y yo salimos de
Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de
los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había
arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de
unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo
sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la
primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido
sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex
marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que
era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y
la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
No sé muy bien qué
había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos
habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a
veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella
tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida
conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco
tengo la agenda tan llena».
Edna y yo llevábamos
juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte de
ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el
canódromo y pude ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se
presentaba. Danny me tenía miedo porque Edna le había dicho que estuve en la
cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era cierto. Una vez
me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí
en una pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien
hizo el daño, y Edna sólo pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny
no hiciese locuras y la obligase a quedarse de nuevo con los niños, porque Edna
finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía conmigo a Cheryl.
No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos
le mataría. Helen, mi ex esposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach
para atestiguarlo. Nunca hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de
cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny no lo sabía.
Estábamos ya a mitad de
Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz del
aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima
señal.
Me hice con un buen coche,
un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un oftalmólogo,
en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque
pensé que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca
había tenido un buen coche —sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas
usadas— desde que era un niño y recogía limones entre cubanos.
El coche nos levantó el
ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes
y nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones
como si fuera un faro, y era entonces cuando se veía su belleza, en absoluto
corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé directamente hasta Bozeman, y
luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del Quality
Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo
nos fuimos en coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta
después de media-noche.
Para nosotros era como
comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo
horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo
TIEMPOS GLORIOSOS, y Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un
brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e hicimos el amor en el asiento del
coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol encendía el
Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.
Fue precisamente ese
entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar
de empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber
hecho, y lo que siempre hacía.
En el lugar donde el
coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas
montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una
valla de alambre de espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera
yerma y unos cuantos halcones cazando insectos en el cielo de la tarde.
Bajé para echarle una
ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí
junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en
orden.
—¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.
Se había acercado al
coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.
—Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al
aceite le pasa algo.
Edna se volvió a mirar
a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un
par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y
perdiéndose a lo lejos.
—¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.
Aún no estaba
preocupada, pero quería saber mi opinión —Voy a probarlo otra vez.
—Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el
coche.
Cuando le di a la llave
de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no
se oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé
un poco el acelerador sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se
encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme si no habría soñado que la
había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la
ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.
—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el
asiento trasero.
Me volví y la miré.
Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la
coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una
pequeña vaquera de película.
—Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí.
—Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo
Cheryl, y se echó a reír.
—Menudo par —comentó
Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora
estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no
dormía—. Tendríamos que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.
—¿Dónde será esa
primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.
—Rock Springs, Wyoming
—dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma
carretera. —Señaló hacia el frente.
Se me había metido en
la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría
considerado una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos
correr riesgos estúpidos. Había llegado a pensar que era mi coche, y no el del
oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas cosas.
—Entonces creo que
deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía
mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.
—Me parece una gran
idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.
—Me parece una gran
idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.
Recuerdo aquel
crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento
mismo de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente
en joyas y lentejuelas, en un estallido que jamás había visto y que jamás he
vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los crepúsculos; son
superiores incluso a los de Florida, pues aunque tiene fama de ser un estado llano
la mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.
—Es la hora del cóctel
—dijo Edna al rato de rodar por la carretera—. Tenemos que tomar un trago
festejar algo, cualquier cosa.
Se sentía mejor
pensando que nos íbamos a desprender del coche. Aquel Mercedes ocultaba sin
duda un fallo mecánico, y más valía abandonarlo cuanto antes.
Edna sacó una botella
de whisky y unos vasos de plástico, y se puso a igualar niveles sobre la tapa
de la guantera. A Edna le gustaba beber, y le gustaba beber cuando iba en
coche, algo bastante corriente en Montana, donde no estaba penado por la ley,
pero donde, en cambio, un cheque sin fondos bastaba para que te pasaras un año
entere tras las rejas de la cárcel de Deer Lodge.
—¿Te he contado que una
vez tuve un mono? —preguntó Edna mientras dejaba mi vaso sobre el salpicadero
para que pudiera cogerlo cuando me apeteciera. Estaba otra vez animada. Edna
era así, pasaba de la alegría a la depresión en un instante.
—Me parece que no me lo
has contado —respondí—. ¿Dónde
vivías entonces?
—En Missoula —dijo
Edna. Puso un pie descalzo sobre el salpicadero y apoyó el vaso sobre sus
pechos—. Estaba de camarera en el club de veteranos de guerra. Fue antes de
conocerte. Un día llegó un tipo con un mono. Un mono araña. Y yo, bromeando, le
dije: «Te lo juego a los dados.» Y el tipo propuso: «¿A una tirada?» Y yo le
respondí: «Vale.» El tipo dejó el mono en la barra, cogió el cubilete, tiró y
le salieron doce puntos. Luego tiré yo, y saqué tres cincos. Y me quedé mirando
al tipo. No era más que alguien que iba de paso, un veterano, supongo. Vi que
se le había puesto una expresión rara en la cara, aunque seguro que menos rara
que la mía, pero parecía triste y sorprendido y satisfecho, todo al mismo
tiempo. «Podemos tirar otra vez», le dije. «No. Nunca tiro dos veces los dados.
Por nada.» Se sentó y se bebió una cerveza y estuvo hablando de esto y de
aquello durante un buen rato, de la guerra nuclear y de construir una fortaleza
en lo alto de las Bitterroot, dondequiera que eso esté, mientras yo miraba el
mono y me preguntaba qué iba a hacer con él cuando aquel tipo se fuera. Y al
fin se puso en pie y dijo: «Bueno, adiós, Chipper», porque era así como se
llamaba el mono. Y se fue sin darme tiempo a decirle nada. Y el mono se quedó
sentado en la barra toda la noche. No sé por qué me he acordado de esto, Earl.
Qué extraño. Mis pensamientos vagan sin rumbo fijo.
—Me parece perfecto —le dije.
Tomé un sorbo de mi vaso.
—Yo nunca tendría un
mono —añadí poco después—. Son unos bichos asquerosos. Pero estoy seguro de que
a Cheryl le encantaría tener uno, ¿verdad que sí, bonita? —Cheryl estaba
hundida en el asiento, jugando con Duke. En aquella época se pasaba el día
hablando de monos—. ¿Qué diablos hiciste con ese mono? —pregunté mientras
echaba una ojeada al velocímetro.
Convenía ir más
despacio, porque la luz roja parpadeaba a veces. Lo único que conseguía
apagarla era reducir la velocidad. Íbamos a menos de sesenta; faltaba una hora
para que anocheciera, y confiaba en que Rock Springs no estuviese demasiado
lejos.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó Edna.
Me lanzó una mirada
rápida y luego volvió la vista al desolado paisaje, como si el desierto le
diera que pensar.
—Claro —dije.
Seguía animado. Pensé
que más valía que sólo yo me preocupara por el posible fallo mecánico, y que
los demás siguieran disfrutando.
—Lo tuve una semana —De
pronto Edna pareció ponerse triste, como si empezara a ver cierto aspecto de la
anécdota que hasta entonces se le había escapado—. Me lo llevé a casa, e iba
con él de casa al bar y del bar a casa todos los días. Y no me creó ningún
problema. Le puse una silla al fondo del bar para que se sentara, y a la gente
le gustaba. Hacía un clic-clic muy gracioso. Le pusimos de nombre Mary, porque
el encargado del bar dijo que era una hembra. Pero nunca me sentí realmente a
gusto teniéndolo en casa. Hasta que un día vino un tipo que había estado en
Vietnam y aún llevaba la guerrera de faena, y me dijo: «¿No sabes que un mono
puede matarte? Tiene más fuerza en los dedos que tú en todo el cuerpo». Contó
que hubo soldados en Vietnam que murieron a manos de los monos. Que los bichos
salían a merodear en grandes grupos mientras la gente dormía, y te mataban y te
tapaban con hojas. No me creí ni media palabra pero cuando llegué a casa me
desnudé y me puse a mirar a Mary. Estaba en su silla, al otro extremo del
cuarto, mirándome. Y me entró pánico. Y al cabo de un rato me levanté y me fui
al coche, cogí un rollo de alambre de tender la ropa, volví a casa y até a Mary
al tirador de la puerta después de pasarle el alambre por el collar plateado, y
luego intenté conciliar el sueño otra vez. Y supongo que me dormí como un leño,
aunque yo no lo recuerde, porque al despertar me encontré con que Mary había
tirado la silla al suelo y se había ahorcado con el alambre de tender. Le había
dejado un cabo demasiado corto.
Edna parecía muy
afectada por lo que había contado, y se hundió en el asiento hasta que no pudo
ver por encima del salpicadero.
—¿No te parece
horrible, Earl? ¿No es horrible lo que le pasó a aquel pobre mono?
—¡Veo un pueblo! ¡Veo
un pueblo! —empezó a gritar Cheryl desde el asiento trasero, y al instante Duke
se puso a ladrar y todo el coche se llenó de estrépito. Y, en efecto, Cheryl
acababa de ver algo que yo no había visto, y era Rock Springs, Wyoming, al
fondo de una larga ladera; una diminuta joya rutilante en medio del desierto,
con la I-80 en su lado norte y el vasto y negro desierto a su espalda.
—Ahí está, cariño —le
dije—. Es ahí adónde vamos. Has sido la primera en verlo.
—Tenemos hambre —dijo
Cheryl—. Duke quiere algo de pescado, y yo espaguetis.
Me rodeó el cuello con los brazos y me apretó contra
su pecho.
—Pues eso es lo que
vais a comer —dije—. Podrás tomarte lo que quieras. Y lo mismo Edna y el
pequeño Duke. —Volví la mirada, sonriendo, hacia Edna, pero ella me miraba con
ojos llenos de ira—. ¿Qué pasa? —pregunté.
—¿No te importa un rábano esa cosa horrible que me
pasó?
Tenía los labios
apretados, y sus ojos miraban con fiereza hacia Cheryl y Duke, como si se
hubieran pasado toda la tarde fastidiándola.
—Claro que me importa —dije—. Pienso que fue
espantoso.
No quería que Edna
estuviese triste. Estábamos a punto de llegar, y muy pronto podríamos sentarnos
ante una buena comida de verdad sin preocuparnos por qué nadie pudiera hacernos
daño.
—¿Quieres saber qué hice con el mono? —dijo Edna.
—Claro que sí —dije.
—Metí a Mary en una bolsa verde de basura, la puse
en el maletero del coche, me fui hasta el vertedero y la tiré a la basura.
Me miraba con expresión
sombría, como si la historia tuviera para ella un significado realmente
importante; algún sentido que sólo ella podía ver y que nos convertía en
estúpidos al resto de los mortales.
—Me parece horrible
—dije—. Pero no veo qué otra cosa habrías podido hacer. No quisiste matarla. Si
hubieses querido matarla, lo habrías hecho de otro modo. Luego tuviste que
librarte del cuerpo, no te quedaba otra alternativa. Lo de tirarla puede que a
alguien le parezco poco piadoso, no lo niego, pero no a mí. A veces no te queda
otro remedio, y no debes preocuparte por lo que piensen los demás. —Traté de
sonreírle, pero la luz roja se encendía por poco que pisara el acelerador, y
traté de calibrar las posibilidades que teníamos de descender en punto muerto
hasta Rock Springs antes de que el coche se nos quedara parado por completo.
Miré otra vez a Edna—. ¿Qué más puedo decirte? —le dije.
—Nada —dijo ella, y
volvió a mirar hacia el oscuro asfalto—. Debería haberme imaginado que
pensarías de ese modo. Tienes un carácter que olvida ciertas cosas, Earl. Hace
mucho que lo sé.
—Pero aquí estás —le
dije—. Y no te va mal. Las cosas podrían ir mucho peor. Al menos, estamos los
tres juntos.
—Las cosas siempre
pueden ir mucho peor —dijo Edna—. Podrían llevarnos mañana mismo a la silla
eléctrica.
—Exacto —le dije—. Y
puede que a alguien, en algún lugar, le suceda eso. Pero no a ti.
—Tengo hambre —dijo
Cheryl—. ¿Cuándo vamos a comer? Busquemos un motel. Ya estoy cansada. Y Duke
también lo está.
El coche dejó de
deslizarse cuesta abajo a cierta distancia de la ciudad; desde donde estábamos
divisábamos el claro perfil de la autopista interestatal en la oscuridad, y
Rock Springs iluminando el cielo más atrás. Nos llegaba el ruido de los grandes
tráileres al pisar las juntas de dilatación del paso elevado, y al reducir la
marcha para iniciar el ascenso hacia las montañas.
Apagué los faros.
—¿Qué vamos a hacer
ahora? —dijo Edna en tono irritado, dirigiéndome una mirada rencorosa.
—Es lo que trato de
pensar —dije—. Sea lo que sea, no va a ser tan terrible. Tú no tendrás que
hacer nada.
—Eso espero —dijo Edna, y miró hacia otro lado.
Al otro lado de la
carretera y de un arroyo seco, a unos cien metros de distancia, había una
especie de camping, y contigua a él una fábrica o refinería muy iluminada y en
plena actividad. Había luces encendidas en muchas de las caravanas, y coches
que circulaban por una carretera de acceso que terminaba cerca del paso elevado
de la autopista, un kilómetro más allá. Las luces de las caravanas se me
antojaron amistosas, y supe al instante lo que tenía que hacer.
—Baja —dije, abriendo mi puerta.
—¿Vamos a andar? —dijo Edna.
—Vamos a empujar el coche.
—Yo no voy a empujar nada.
Edna alzó la mano y cerró su puerta con el seguro.
—De acuerdo —dije—. Basta con que lleves el volante.
—¿Piensas empujarnos
hasta Rock Springs, Earl? No parece que esté a más de cinco kilómetros.
—Yo empujaré —dijo Cheryl desde atrás.
—No, cariño. Ya empuja
papá. Tú baja del coche con Duke y hazte a un lado.
Edna me miró con aire
amenazador, como si hubiera pretendido pegarle. Pero cuando me bajé del coche,
se deslizó hasta mi asiento, cogió el volante y se quedó mirando fija y
airadamente hacia una fronda de álamos que se alzaba a escasos metros.
—Edna no sabe conducir
este coche —dijo Cheryl desde la oscuridad del asiento trasero—. Se le irá a la
cuneta.
—Claro qué sabe, cariño. Tan bien como yo. Y hasta
mejor.
—No, no sabe —dijo Cheryl—. No sabe.
Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar.
Le dije a Edna que
dejase el contacto puesto para que no se trabara la dirección, y que condujera
hacia los álamos con las luces de posición encendidas, para poder ver un poco.
Y cuando empecé a empujar, Edna dirigió el coche hacia los álamos, y yo seguí
empujando hasta que nos adentramos en el bosquecillo unos veinte metros y los
neumáticos se hundieron en la arena blanda y ya nadie podía vernos desde la
carretera.
—¿Dónde estamos ahora?
—dijo Edna, se atada al volante. Hablaba con voz dura y cansada, y comprendí
que estaba muerta de hambre. Edna era dulce de carácter, y hube de admitir que
lo que nos estaba sucediendo no era culpa suya sino mía. Pero me habría gustado
que pudiera ser más optimista.
—Quédate aquí. Voy a ir hasta esas caravanas y
pediré un taxi por teléfono —le dije.
—¿Un taxi? —dijo Edna,
con la boca fruncida, como si fuera la primera vez en la vida que oía tal cosa.
—Habrá taxis —dije, e intenté sonreírle—. En todas
partes hay taxis.
—¿Y qué piensas decirle
al taxista cuando llegue? ¿Que el coche que robamos se ha averiado y
necesitamos que nos lleve a algún sitio para agenciarnos otro? Será fantástico,
Earl.
—Ya me encargaré yo de
hablar con él —dije—. Tú escucha la radio unos diez minutos y luego vete
andando hasta la carretera como si no ocurriese nada raro. A ver si Cheryl y tú
lo sabéis hacer. Ella no debe saber nada de este coche.
—Como si no fuéramos ya
bastante sospechosos. —Edna alzó la vista hacia mí en la cabina iluminad a del
coche—. No piensas correctamente, ¿lo sabes, Earl? Cree que el mundo es
estúpido y tú eres muy inteligente. Pero no es así. Me das pena. Podrías haber
llegado a ser alguien, pero las cosas se te torcieron en alguna parte.
Pensé un instante en el
pobre Danny. Era veterano de guerra y estaba loco como un cencerro, y me alegré
de que se hubiese librado de todo aquello.
—Mete a la niña en el
coche —dije, tratando de ser paciente—. Estoy tan hambriento como tú.
—Estoy cansada de todo
esto —dijo Edna—. Ojalá me hubiese quedado en Montana.
—Pues vuelve a Montana
mañana por la mañana —le dije—. Te compraré el billete y te acompañaré al autobús.
Pero mañana, no antes.
—Sigue así, Earl.
Se hundió en el
asiento, apagó las luces con un pie y conectó la radio con el otro.
Aquella comunidad de
caravanas era la mayor que había visto en mi vida. Debía de hallarse vinculada
de algún modo a la planta industrial que seguía iluminada más abajo, pues de
cuando en cuando algún coche salía de una de las calles formadas por las
caravanas, torcía en dirección a la fábrica y finalmente, muy despacio, accedía
a su interior. Todo en aquella fábrica era blanco, y las caravanas —idénticas
todas ellas— también eran blancas. Un zumbido grave salía de la fábrica, y al
ir acercándome pensé que no me habría gustado trabajar en ella.
Me encaminé
directamente a la primera caravana iluminada, y llamé a la puerta metálica. En
la gravilla, al pie de los peldaños de madera, había unos cuantos juguetes
desperdigados. La televisión, que instantes antes había oído en el interior,
cesó de pronto. Luego una mujer dijo algo, y después se abrió la puerta.
En el umbral, ante mí,
había un rostro ancho y amistoso. Me sonrió y se adelantó, como si fuera a
salir, pero se detuvo en el escalón de arriba. Un niño negro asomaba tras sus
piernas y me miraba con ojos entrecerrados. En la caravana flotaba como un aura
de que no hubiera nadie más en su interior, un algo casi imperceptible que a lo
largo de la vida yo había llegado a conocer bien.
—Siento molestar
—dije—. Pero parece que esta noche tengo una racha de mala suerte. Me llamo
Earl Middleton.
La mujer me miró; luego
miró hacia la noche, en dirección a la autopista, como si lo que acababa de
decirle fuera algo que ella pudiera ver con los ojos.
—¿Qué clase de mala suerte? —dijo, mirándome de
nuevo.
—Se me ha averiado el
coche en plena carretera —dije—. No puedo arreglarlo solo, y quería saber si
sería tan amable de dejarme utilizar un segundo su teléfono.
La mujer me dirigió una sonrisa perspicaz.
—Ya no sabemos vivir sin coche, ¿no es eso?
—Tiene usted toda la razón —dije yo.
—Son casi como nuestro
corazón —dijo ella. La cara le brillaba a la débil luz de la bombilla que había
al lado de la puerta—. ¿Dónde se le ha quedado el coche?
Me volví y miré hacia
la oscuridad, pero no pude ver nada: el coche estaba oculto entre los álamos.
—Por allí —dije—. Desde aquí no puede verse; está
muy oscuro.
—¿Cuántos son? —dijo la mujer—. ¿Está con usted su
esposa?
—Se ha quedado en el
coche con la niña y el perrito —dije—. Mi hija se ha dormido. Si no, me habrían
acompañado.
—No debería dejarlas
solas con esta oscuridad —dijo la mujer, y frunció el ceño—. Hay mucho
indeseable suelto.
—Lo mejor será que
vuelva cuanto antes. —Traté de parecer sincero, pues todo lo que había dicho,
salvo que Cheryl dormía y que Edna era mi esposa, era verdad. La verdad puede
resultarte útil si permites que lo sea, y yo quería servirme de ella—. Le
pagaré la llamada —le dije a la mujer—. Si me trae el teléfono a la puerta,
puedo llamar desde aquí mismo.
La mujer volvió a
mirarme como si buscara su propia verdad sobre el asunto, y luego miró otra vez
hacia la noche. Parecía tener unos sesenta y tantos años, aunque no podría
asegurarlo.
—¿Verdad que no va a
robarme, señor Middleton? —Sonrió, como si se tratara de una broma entre
nosotros.
—Esta noche no —dije, y
le dediqué una sonrisa genuina—. Esta noche no estoy en ello. Quizá en otra
ocasión.
—En tal caso, supongo
que Terrel y yo podemos dejarle usar el teléfono aunque no esté papá en casa,
¿no crees, Terrel? Señor Middleton, le presento a mi nieto, Terrel Junior.
—Puso la mano sobre la cabeza del niño y le miró—. Terrel no habla. Pero si
supiese hablar le diría que puede usted usar nuestro teléfono. Es un encanto de
niño.
La mujer abrió la puerta de tela metálica y me
invitó a pasar.
Era una caravana
grande, con una alfombra y un sofá nuevos y una sala de estar tan amplia como
la de una casa común y corriente. De la cocina llegaba un aroma apetitoso y
dulce; el ambiente general no era el de un acomodo temporal sino el de un hogar
nuevo y confortable. Yo he vivido en caravanas, pero eran remolques de mala muerte
con una sola habitación y sin retrete, y siempre me parecieron exiguos y
tristes, aunque a veces he pensado que quizá era yo quien se sentía desdichado
en ellas.
Había un gran televisor
Sony y un montón de juguetes esparcidos por el suelo. Vi un autocar Greyhound
como el que le había comprado a Cheryl. El teléfono estaba junto a un sillón
nuevo de cuero, y la mujer me indicó con un gesto que me sentara para llamar, y
me dio el listín de teléfonos. Terrel se puso a jugar con sus cosas y la mujer
se sentó en el sofá, mirándome y sonriendo.
Había tres empresas de
taxis: tres series de números con una sola cifra diferente. Marqué los números
por orden y no obtuve respuesta hasta el último, que contestó con el nombre de
la segunda empresa. Expliqué que estaba en la carretera, más allá del paso
elevado de la interestatal, y que necesitaba antes de nada llevar a mi esposa e
hija a la ciudad, y que de contratar una grúa me ocuparía más tarde. Mientras
explicaba el lugar donde me encontraba, busqué el nombre de un servicio de grúa
para decírselo al taxista en caso de que me lo preguntara.
Cuando colgué, la negra
me miraba con los mismos ojos con que había mirado antes a la noche; una mirada
que parecía exigir la verdad de lo mirado. Sin embargo, sonreía. Debía de
recordarle algo que le era grato recordar.
—Tiene una casa
preciosa —dije, y me eché hacia atrás en el sillón, que era tan confortable
como el asiento del conductor del Mercedes y en el que no me habría importado
arrellanarme un rato.
—Esta no es nuestra casa, señor Middleton —dijo la
negra—. Todas estas caravanas son de la empresa. Nos las dejan gratis. Tenemos
nuestra propia casa en Rockford, Illinois.
—Maravilloso —dije.
—Estar lejos de la
propia casa no es nunca maravilloso, señor Middleton; aunque sólo llevamos aquí
tres meses y todo será más fácil cuando Terrel Junior empiece a ir a esa
escuela especial. Mire, nuestro hijo murió en la guerra, y su mujer se largó
sin llevarse a Terrel Junior. Pero no se preocupe usted. El no nos entiende. Su
almita no sufre. —La mujer entrelazó las manos sobre el regazo y sonrió con
expresión satisfecha. Era atractiva, y llevaba un vestido floreado azul y rosa
que la hacía parecer más grande de lo que en realidad era: la mujer adecuada
para el sofá donde se había sentado. Era la estampa de la bondad, y me alegré
de que fuera capaz de vivir con aquel nieto aquejado de alguna dolencia
cerebral en un lugar donde nadie en su sano juicio soportaría vivir un solo
minuto—. ¿Dónde vive usted, señor Middleton? —dijo en tono cortés, sonriendo
con la misma afabilidad de siempre.
—Mi familia y yo
estamos de paso —dije—. Soy oftalmólogo, y ahora volvemos a Florida, donde
nací. Voy a abrir un consultorio en algún pueblo donde haga buen tiempo todo el
año. Todavía no he decidido dónde.
—Florida es precioso —dijo la mujer—. Creo que a
Terrel le gustaría.
—¿Me permite que le pregunte una cosa? —dije.
—Claro que sí —dijo la
mujer. Terrel se había puesto a empujar su Greyhound por la pantalla del
televisor, arañó el cristal e hizo una raya que no podía dejar de verse—. Deja
de hacer eso, Terrel Junior —dijo sin alterarse la mujer. Pero Terrel siguió
empujando su autobús por el cristal, y ella volvió a sonreírme como si ambos
entendiéramos algo triste. Pero yo sabía que Cheryl nunca estropearía un
televisor. Respetaba las cosas bonitas, y me dio lástima aquella mujer que
había de soportar que Terrel no supiera respetarlas—. ¿Qué quería preguntarme?
—dijo la mujer.
—¿Qué es lo que hacen
en esa especie de fábrica? ¿En ese sitio iluminado que hay detrás de las
caravanas?
—Oro —dijo la mujer, y sonrió.
—¿Cómo dice?
—Oro —dijo la negra,
sonriendo tal como venía haciendo casi todo el rato desde mi llegada—. Es una
mina de oro.
—¿Quiere decir que sacan oro de ese sitio? —dije,
señalando con el dedo.
—Día y noche —dijo con sonrisa satisfecha.
—¿Trabaja ahí su marido? —dije.
—Es el ensayador —dijo
ella—. Controla la calidad. Trabaja tres meses al año, y el resto del tiempo lo
pasamos en nuestra casa de Rockford. Hemos esperado mucho tiempo para conseguir
esto. Nos alegra tener aquí a nuestro nieto, pero no puedo decir que vaya a
lamentar que tenga que dejarnos. Queremos empezar una nueva vida. —Me dirigió
una abierta sonrisa, y después sonrió a Terrel, que la miraba maliciosamente
desde el suelo—. Ha dicho que tenía una hija —dijo la negra—. ¿Cómo se llama?
—Irma Cheryl —dije—. Como mi madre.
—Muy bonito. Y es una
niña sana. Lo noto en su cara —dijo mirándome. Miró a Terrel Junior de forma
compasiva.
—Puedo considerarme afortunado —le dije.
—Hasta ahora lo es.
Pero los niños traen pesares del mismo modo que traen alegrías. Nosotros fuimos
infelices durante mucho tiempo, antes de que mi marido consiguiera este empleo
en la mina de oro. Ahora, cuando Terrel empiece a ir a esa escuela, volveremos
a ser niños. —Se puso en pie—. No vaya a perder el taxi, señor Middleton —dijo
dirigiéndose hacia la puerta, aunque sin forzarme a marcharme. Era demasiado
cortés para hacer algo semejante—. Si nosotros no podemos ver el coche, lo más
probable es que el taxista tampoco pueda verlo.
—Cierto. —Me levanté
del sillón sobre el que había pasado un rato tan cómodo—. Nosotros no hemos
cenado aún, y su comida me recuerda lo hambrientos que debemos de estar todos.
—En la ciudad hay
buenos restaurantes, ya los encontrará —dijo la negra—. Siento que no haya
conocido a mi esposo. Es un hombre maravilloso. Lo es todo para mí.
—Dígale que agradezco lo del teléfono —dije—. Me han
salvado ustedes.
—No ha sido difícil
—dijo la mujer—. A todos nos pusieron en la tierra para que salváramos a
nuestros semejantes. No he hecho más que ayudarle a seguir hacia lo que le está
esperando.
—Esperemos que algo
bueno —dije, adentrándome de espaldas en la noche.
—Confío en ello, señor Middleton. Terrel y yo
confiamos en ello.
Le hice adiós con la
mano mientras caminaba hacia el Mercedes oculto en la tiniebla de la noche.
Cuando llegué, el taxi
estaba ya esperando. Había visto sus pequeños pilotos rojos y verdes desde el
otro lado del arroyo seco, y ello me hizo temer que Edna estuviera ya diciendo
algo que pudiera meternos en un lío, algo acerca del coche o del lugar de donde
veníamos, algo que pudiera hacer que el taxista sospechara de nosotros.
Entonces pensé que nunca llegaba a planear bien las cosas. Siempre se abría un
abismo entre mis planes y los hechos; yo me limitaba a reaccionar ante las
cosas a medida que se iban produciendo, o a confiar en que me ahorraría los
problemas. A los ojos de la ley, yo era un delincuente. Pero yo siempre había
visto las cosas de otro modo: a mis ojos no era un delincuente. Ni tenía
intención de serlo, lo cual era verdad. Pero tal como leí una vez en una
servilleta, entre la idea y el acto hay todo un mundo. Y yo había tenido
siempre dificultades con mis actos, que con frecuencia eran actos delictivos, y
mis ideas, tan buenas como el oro que sacaban en aquella mina iluminada en
medio de la noche.
—Estábamos esperándote,
papá —dijo Cheryl cuando crucé la carretera—. El taxi ya ha llegado.
—Ya lo veo, cariño
—dije, y la abracé con fuerza. El taxista, sentado al volante, fumaba con las
luces interiores encendidas. Edna estaba apoyada en el maletero, entre las dos
luces de posición, y llevaba puesto su sombrero—. ¿Qué le has dicho? —dije
cuando estuve cerca de ella.
—Nada —dijo ella—. ¿Qué iba a decirle?
—¿Ha visto el coche?
Edna echó una ojeada en
dirección a los álamos donde habíamos escondido el Mercedes. En la negrura
reinante no podía verse nada, pero oí a Duke husmeando en el sotobosque; seguía
alguna pista, y su pequeño collar tintineaba en la oscuridad.
—¿Adónde vamos? —dijo
Edna—. Estoy tan hambrienta que podría desmayarme.
—Edna está enfadadísima —dijo Cheryl—. Hasta me ha
dado un cachete.
—Todos estamos muy
cansados, cariño —dije—. Así que trata de ser más amable.
—Ella no es nunca amable —dijo Cheryl.
—Corre a buscar a Duke —dije—. Y vuelve en seguida.
—Parece que las
preguntas que yo hago son las menos urgentes —dijo Edna.
Le pasé el brazo por los hombros.
—Eso no es cierto.
—¿Has encontrado en las
caravanas a alguien con quien te hubiese gustado quedarte? Has tardado mucho.
—¿Por qué dices eso,
Edna? —dije—. Sólo pretendía hacer que todo pareciese normal; no quiero que nos
metan en la cárcel.
—Que te metan, querrás decir.
Edna rió con una risita que no me gustó.
-Exacto. Para que no me
metan. Soy yo el que acabaría en la cárcel. —Me quedé mirando hacia aquel
enorme complejo de edificios blancos y luces blancas del que ascendían penachos
de humo blanco hacia el despiadado cielo de Wyoming, y todo aquel montaje de
edificios parecía un castillo inverosímil que emitiera un zumbido en un sueño
deformado—. ¿Sabes lo que son esos edificios? —le dije a Edna, que no se había
movido y que parecía no sentir el más mínimo deseo de moverse nunca más.
—No. Pero la verdad es
que me da igual, porque no es un motel ni un restaurante.
—Es una mina de oro
—dije, mirando hacia la mina, la cual, según sabía ahora, estaba mucho más
lejos de nosotros de lo que parecía; pero la veíamos gigantesca y próxima,
recortada contra el cielo helado. Pensé que, en lugar de aquellas luces y
espacios sin vallar, lo lógico habría sido que hubiera un muro y guardias de
seguridad. Daba la sensación de que cualquiera podía entrar y llevarse lo que
le viniera en gana, del mismo modo que yo me había acercado hasta el remolque
de la mujer negra y usado su teléfono. Pero se trataba, corlo es lógico, de una
impresión desatinada.
Edna, en aquel momento,
se echó a reír. No con la risa malévola que no me gustaba, sino con una risa en
la que había algo de afectuoso, la risa abierta que celebra una broma, la risa
con la que reía cuando la vi por vez primera, en el East Gate Bar de Missoula,
en 1979, una risa que reíamos los dos juntos cuando Cheryl aún vivía con su
madre y yo tenía un empleo fijo en el canódromo y no me dedicaba a robar coches
y a pasar cheques sin fondos en las tiendas. Un tiempo mejor en todos los
sentidos. Y por alguna razón me hizo reír el simple hecho de oír la risa de
Edna, y reímos juntos, y nos quedamos allí en la oscuridad, detrás del taxi,
riéndonos de aquella mina de oro en pleno desierto, yo con el brazo sobre sus
hombros y Cheryl correteando con Duke y el taxista fumando en el taxi y nuestro
Mercedes Benz robado —que tan bien nos habría venido a todos en Florida—
hundido hasta los ejes en la arena, en un rincón donde ya jamás volvería a
verlo.
—Siempre me he
preguntado cómo sería una mina de oro —dijo Edna, aun riendo, secándose una
lágrima de un ojo.
—Yo también —dije—. Siempre me picó la curiosidad.
—Menudo par de tontos
estamos hechos, ¿eh, Earl? —dijo ella, incapaz de dejar de reír totalmente—.
Somos tal para cual.
—Podría ser una buena señal, esa mina ¿No crees?
—dije.
—¿Una buena señal?
Imposible. No es nuestra. No tiene autoservicio para llevarnos lo que nos
apetezca. —Seguía riendo.
—Al menos la hemos
visto —dije, señalándola—. Está ahí mismo. Puede significar que estamos
acercándonos. Hay gente que ni siquiera ve una en toda su vida.
—¿Y nosotros la hemos
visto, Earl? Y un cuerno —dijo ella—. Y un cuerno.
Y dio media vuelta y subió al taxi.
El taxista no preguntó
nada sobre el coche, ni se interesó por dónde estaba; no parecía haber notado
nada extraño. Ello me hizo pensar que habíamos logrado zafarnos del Mercedes, y
que no podrían relacionarnos con él hasta mucho más tarde, si es que llegaban a
hacerlo. Mientras conducía, el taxista nos habló largo y tendido de Rock
Springs; dijo que la mina de oro había atraído a mucha gente en los últimos
seis meses, gente de todas partes, hasta de Nueva York, y que la mayoría de
ella vivía en las caravanas. La marea de prosperidad, dijo, había hecho que
llegaran prostitutas de Nueva York —«chicas de vida alegre», dijo—, y por las
calles de la ciudad pululaban todas las noches Cadillacs con matrícula de Nueva
York llenos de negros con grandes sombreros, los chulos de las chicas. Explicó
que, en los últimos tiempos, todo el que subía a su taxi quería saber dónde
estaban esas chicas, y que cuando recibió nuestra llamada estuvo a punto de no
venir a recogernos, porque algunas de las caravanas eran burdeles que la propia
mina proporcionaba a ingenieros y técnicos de ordenador a los que el trabajo
había alejado de sus casas. Dijo que estaba harto de ir y venir del campamento
para aquel indigno asunto. Dijo que 60 minutos hizo incluso un programa sobre Rock
Springs que dio lugar a un gran escándalo en Cheyenne, pero que nada podía
hacerse mientras durase el boom.
—Es el fruto de la prosperidad —dijo el taxista—. Yo
prefiero ser pobre, y ser como soy me parece una suerte.
Dijo después que los
precios de los moteles estaban por las nubes, pero tratándose de una familia
iba a llevarnos a uno aceptable y de precio módico. Pero yo le dije que
queríamos un hotel de primera en donde aceptaran anímales, y que el dinero no
importaba porque habíamos tenido un día muy duro y queríamos terminarlo a lo
grande. Yo sabía que la policía busca ante todo en hoteles mínimos y anónimos y
que es en ellos donde acaban encontrándote. A la gente con problemas que he
conocido siempre la detenían en hoteles baratos y albergues turísticos de los
que nadie ha oído hablar en su vida. Nunca, en cambio, en un Holiday Inn o un
TraveLodge.
Le pedí que primero nos
llevara hasta el centro para que Cheryl pudiera ver la estación de ferrocarril,
y mientras estábamos allí vi un Cadillac rosa con matrícula de Nueva York y
antena de televisión, conducido por un negro con un gran sombrero, deslizándose
despacio por una calle estrecha en la que únicamente había bares y un
restaurante chino. Una imagen singular, algo absolutamente inesperado.
—Ahí tienen, el
elemento criminal en estado puro —dijo el taxista con aire triste—. Siento que
personas como ustedes tengan que ver algo así. Tenemos una ciudad bonita, pero
hay quienes la quieren arruinar. Antes había formas de eliminar a la gentuza y
a los criminales, pero esos tiempos se fueron para siempre.
—Usted lo ha dicho —dijo Edna.
—No deje que eso le
deprima —dije yo—. Hay más gente como usted que como ellos. Y la habrá siempre.
Usted es la mejor publicidad de esta ciudad. Sé que Cheryl lo recordará a usted
y no a ese tipo, ¿verdad, Cheryl? —Pero Cheryl se había ya dormido para
entonces, con Duke en los brazos.
El taxista nos llevó al
Ramada Inn de la autopista interestatal, no lejos de donde habíamos tenido que
abandonar el coche. Al pasar bajo la marquesina del Ramada sentí cierta punzada
de pesar: me habría gustado hacerlo en un Mercedes color arándano y no en un
castigado y viejo Chrysler conducido por un taxista quejumbroso. Aunque sabía
que era preferible de aquel modo. Estábamos mejor sin aquel coche; es más,
cualquier coche era mejor que aquel Mercedes, pues fue en él donde la suerte
nos dio la espalda.
Me registré con nombre
supuesto y pagué la habitación en metálico para que no me hicieran preguntas.
En el recuadro donde ponía «Empresa» escribí «Oftalmólogo», y añadí «doctor»
delante de mi nombre. Me gustó cómo quedaba, aunque no fuera mi nombre.
Al llegar a la
habitación, que como había pedido daba a la parte de atrás del edificio, dejé a
Cheryl en una de las camas y a Duke a su lado, para que durmieran juntos.
Cheryl no había cenado, pero no importaba demasiado; por la mañana despertaría
hambrienta, y podría comer cuanto le viniera en gana. A ningún niño le sucede
nada por quedarse sin comer de cuando en cuando. Yo perdí muchas comidas en mi
infancia, y no he salido tan mal parado.
—Vamos a comer pollo
frito —le dije a Edna cuando salió del baño—. Los Ramada tienen un pollo frito
estupendo, y he visto que aún tienen abierto el restaurante. Podemos dejar aquí
a Cheryl, durmiendo tranquilamente, hasta que volvamos.
—Creo que ya no tengo
apetito —dijo Edna. Estaba junto a la ventana, mirando hacia la noche. Más allá
de su cuerpo alcancé a ver en el cielo un resplandor como de niebla
amarillenta. Por espacio de un instante pensé que era la mina de oro que
iluminaba el cielo nocturno a lo lejos, pero no era más que la autopista.
—Podemos pedir que nos
lo suban —dije—. Lo que te apetezca. Hay una carta encima de la guía de
teléfonos. Podrías tomar sólo una ensalada.
—Come tú —dijo ella—.
Yo ya no tengo hambre. —Se sentó en la cama junto a Cheryl y Duke y les miro
con dulzura y puso la mano en la mejilla de Cheryl como para comprobar si tenía
fiebre—. Bonita —dijo Edna—. Todo el mundo te quiere, pequeña.
—¿Qué quieres hacer?
—dije—. Yo quiero comer. A lo mejor pido que me suban algo de pollo.
—Claro, por qué no
—dijo ella—. Es tu plato favorito. —Y me sonrió desde la cama.
Me senté en la otra
cama y marqué el número del servicio de habitaciones. Pedí pollo, ensalada
verde, patata asada y un panecillo, y una ración de tarta de manzana caliente y
té con hielo. Caí en la cuenta de que no había comido en todo el día. Cuando
colgué el teléfono vi que Edna estaba mirándome, no con odio o con amor, sino
como si hubiera algo que no entendiera y fuera a pedirme que se lo explicara.
—¿Desde cuándo es tan
ameno mirarme? —dije, y le sonreí. Intentaba mostrarme amistoso. Sabía lo
cansada que debía estar. Eran más de las nueve.
—Estaba pensando en lo
odioso que se me hace estar en un motel sin coche propio. ¿No es gracioso? Me
empecé a sentir así anoche, al pensar que el Mercedes no era mío. Creo que ese
coche color púrpura me puso los pelos de punta, Earl.
—Uno de esos coches que
hay ahí fuera es tuyo —dije—. Míralos bien desde la ventana y elige.
—Ya lo sé —dijo Edna—.
Pero no es lo mismo, ¿no crees? —Alargó el brazo y cogió su sombrero Bailey
azul, se lo puso y se lo echó hacia atrás, a lo Dale Evans. Estaba adorable—.
Antes me gustaba ir a los moteles —dijo—. Son lugares secretos, y libres. Yo
nunca pagaba, claro. Pero me sentía a salvo de todo y libre de hacer lo que
quisiera, porque había tomado la decisión de estar allí y pagar ese precio, y
lo demás era lo bueno. Joder y todo eso, ya me entiendes.
Me dirigió una sonrisa bondadosa.
—¿Y no son así las cosas ahora?
Estaba sentado en la
cama, mirándola, sin saber qué era lo que iba a contestarme.
—Yo diría que no, Earl
—dijo, y se quedó mirando a través de la ventana—. Tengo treinta y dos años y
voy a tener que dejar de ir a moteles. Ya no puedo seguir alimentando
fantasías.
—¿No te gusta esto?
—dije, y miré a mi alrededor. Me agradaban los cuadros modernos y la cómoda y
el televisor de pantalla grande. Me parecía un lugar francamente bueno,
teniendo en cuenta los otros donde habíamos estado.
—No, no me gusta —dijo
Edna con convicción—. Pero de nada sirve que me enfade contigo por eso. La
culpa no es tuya. Haces todo lo que puedes por todo el mundo. Pero en todos los
viajes aprendes algo. Y yo he aprendido que tengo que dejar de ir a moteles
antes de que me ocurra alguna desgracia. Lo siento.
—¿A qué te refieres?
—dije, porque en realidad no sabía lo que pretendía hacer, aunque debería
haberlo adivinado.
—Me parece que sacaré
ese billete de que hablabas antes —dijo Edna, y se puso en pie y se quedó de
cara a la ventana—. Puedo salir mañana. De todos modos, no tenemos coche.
—Vaya, estupendo —dije,
sentado en la cama. Me sentía como si acabara de sufrir una conmoción. Quería
decirle algo, discutir con ella, pero no se me ocurría nada apropiado. No quería
enfurecerme, pero estaba furioso.
—Tienes derecho a
enfadarte conmigo, Earl —dijo ella—, pero en realidad no creo que puedas
reprochármelo.
Se volvió hacia mí y se
sentó en el alféizar, con las manos en las rodillas. Alguien llamó a la puerta,
y yo grité que dejaran la bandeja en el suelo y me lo cargaran en la cuenta.
—Me temo que sí te lo
reprocho —dije, y estaba furioso. Pensé que habría podido desaparecer en aquel
campamento de caravanas y no lo había hecho; que había regresado para salvar
aquel contratiempo y había tratado de tomar las riendas de la situación cuando
las cosas se ponían feas para todos.
—Pues no lo hagas.
Preferiría que no lo hicieras —dijo Edna, y me sonrió como si quisiera que la
abrazase—. Todo el mundo tendría que poder elegir, ¿no crees, Earl? Aquí estoy,
en mitad de un desierto que no conozco en absoluto con un coche robado, en una
habitación de hotel bajo nombre supuesto, sin un céntimo, con una criatura que
no es mía, con la policía sobre mis pasos. Y tengo la posibilidad de librarme
de todo eso con sólo tomar un autobús. ¿Qué harías en mi lugar? Sé exactamente
lo que harías.
—Crees que lo sabes
—dije. Pero no quise empezar una discusión sobre el asunto y decirle lo que yo
podía haber hecho y no había hecho. Porque no habría servido para nada. Cuando
se llega al terreno de las discusiones, ha quedado ya atrás la posibilidad de
lograr que alguien cambie de opinión, aunque suela pensarse que es justo lo
contrario, y tal vez lo sea para cierto tipo de gente, pero nunca con la gente
que yo trato.
Edna me sonrió, cruzó
el cuarto y me rodeó con sus brazos sin que yo me hubiera levantado de la cama.
Cheryl se dio la vuelta hacia un costado, nos miró y sonrió; luego cerró los
ojos y la habitación quedó en silencio. Y yo empezaba a pensar en Rock Springs
del modo en que —sabía— habría de pensar ya siempre: una ciudad envilecida,
plagada de delincuencia y de prostitución y de desencantos, el lugar en donde
una mujer me había dejado, y no el lugar en donde logré encarrilar mi vida de una
vez por todas, el lugar en donde vi una mina de oro.
—Cómete el pollo que
has pedido, Earl —dijo Edna—. Luego nos meteremos en la cama. Estoy cansada,
pero quiero hacer el amor contigo. No se trata de que no te quiera, y lo sabes.
Avanzada ya la noche,
mucho después de que se durmiera, me levanté y salí al aparcamiento. Podía ser
una hora cualquiera, porque la luz de la autopista seguía helando el cielo bajo
y el gran rótulo rojo del Ramada aún zumbaba inmóvil en la noche y no había ni
la menor luminosidad en el este que indicase una posible proximidad del alba.
El aparcamiento estaba atestado de coches aparcados en batería; había unos
cuantos con maletas atadas a los porta equipajes y los maleteros vencidos por
el peso de las pertenencias que sus dueños llevaban consigo a algún lugar, a un
hogar nuevo o a un centro de recreo en las montañas. Me había quedado largo
rato tendido en la cama después de que Edna se durmiera, viendo a los Atlanta
Braves en la televisión, tratando de no pensar en lo que sentiría al día siguiente
cuando viese partir el autocar, en cómo me sentiría al volverme y ver allí a
Cheryl y a Duke, sin nadie salvo yo para cuidar de ellos a partir de entonces;
pensando en que lo primero que tendría que hacer sería conseguir un coche y
cambiarle las placas de la matrícula, y luego desayunar y emprender viaje hacia
Florida; y todo ello en un máximo de un par de horas, porque era obvio que el
Mercedes estaría menos oculto de día que de noche, y las noticias corren a
velocidad vertiginosa. Siempre, desde que la tengo conmigo, he cuidado a Cheryl
personalmente. Jamás tuvo que hacerlo ninguna de mis compañeras. A la mayoría
de ellas ni siquiera parecía gustarles, aunque a mí siempre me cuidaron y así
yo pude cuidar de Cheryl. Y sabía que en cuanto Edna se fuera todo sería más
duro. Aunque mi mayor deseo era no pensar en ello de momento, tratar de que mi
mente dejara de estar en vilo a fin de hacer acopio de fuerzas para enfrentarme
a lo que me esperaba. Pensé que la diferencia entre una vida con éxito y una vida
fracasada, entre yo en aquel instante y los propietarios de aquellos coches
perfectamente aparcados en el aparcamiento, y quizá entre yo y aquella mujer de
la caravana del campamento junto a la mina de oro, estaba en el grado de
aptitud para alejar de la mente cosas como éstas, para lograr que no te
abrumaran, y tal vez también en el número de problemas con que tenías que
enfrentarte a lo largo de tu vida. Por azar o por voluntad, ellos se habían
enfrentado a un menor número de problemas, y por su propio carácter los habían
olvidado antes. Y era eso lo que yo quería. Menos problemas, menos recuerdos de
problemas.
Me acerqué a un coche,
un Pontiac con matrícula de Ohio, uno de los que llevaban bultos y maletas
atados al porta equipaje y otra tanta carga en el maletero, a juzgar por las
traseras hundidas. Miré al interior por la ventanilla de volante. Había mapas y
libros de bolsillo y gafas de sol y soportes de plástico para las latas de
bebida en las ventanillas. En el asiento trasero vi juguetes y cojines y un
cesto con un gato que me miraba fijamente como si yo fuera la luna. Todo
aquello me resultaba familiar; eran exactamente las cosas que habría habido en
mi coche si hubiera tenido coche. Nada me pareció asombroso, nada difería de mi
idea. Pero en aquel preciso instante me asaltó una sensación extraña y me volví
y alcé los ojos hacia las ventanas de la fachada trasera del motel. Todas
estaban oscuras salvo dos: la mía y otra. Y me pregunté —porque la situación se
me antojó extraña— qué pensaría cualquier mortal de un hombre a quien viera en
mitad de la noche mirando el interior de los coches aparcados en un Ramada Inn.
¿Pensaría que pretendía sólo aclarar un poco sus ideas? ¿Pensaría que trataba
de prepararse para un día en el cual se abatiría sobre él un gran problema?
¿Pensaría que le estaba a punto de dejar su amiga? ¿Pensaría que tenía una
hija? ¿Pensaría que era un hombre como cualquier otro mortal, como él mismo?en
Rock Springs, 1987
Richard
Ford (Jackson, Estados Unidos, 16 de febrero de 1944) es
un escritor estadounidense.
Biografía
Sus padres fueron Edna
y Parker Carroll Ford, ambos nacidos en Arkansas poco antes de la gran
depresión. Edna, que venía de una familia pobre, conoció a Parker, de
ascendencia irlandesa, a los 18: "grande, buenmozo, dulce [...] formaban
una sola persona", recordaría el escritor más tarde. Su madre se dio
cuenta que estaba encinta cuando estaban viajando vendiendo almidón —Parker era
vendedor ambulante—; se instalaron en Jackson, donde nació su único hijo.
Cuando Richard Ford
tenía 16 años, su padre falleció de un ataque al corazón. Edna tuvo entonces
que conseguir un trabajo y como no podía controlar al adolescente —que se había
convertido en problemático: "robaba coches, me peleaba, hacía
carreras"—, lo envió adonde su madre, quien con su segundo marido
administraban un hotel en Little Rock (Arkansas). Ya antes, desde los 8 años,
cuando su padre sufrió su primer infarto, Richard solía pasar largas temporadas
con sus abuelos maternos. Allí dejó de meterse en líos, descubrió las chicas y
todo "fue genial" porque ellos "eran muy permisivos".
Su madre se les unió
después; a los 19 años, Ford trabajó como fogonero en el Ferrocarril Misuri Pacífico en Little Rock. Disléxico, no era un
buen estudiante y confiesa que no tenía talento para las matemáticas.
"Para hacer algo bien, tengo que trabajar más duro que otra gente. No
puedo hacer muchas cosas al mismo tiempo, puedo concentrarme en una sola",
reconocería. Y también: "Soy lento. Nunca he hecho una sola cosa
importante en mi vida en la que ser rápido funcione".
Ingresó en la Universidad
de Míchigan a estudiar administración hotelera, pero tras el primer año se
cambió a literatura; se graduó en 1966. Fue en la universidad donde conoció a
Kristina Hensley, su futura esposa, con quien se casó en 1968.
Probó diversos
trabajos, pero al fin optó por ir a continuar sus estudios superiores en Saint Louis,
para lo que eligió Derecho. Pero entonces "intervinieron la suerte y el
amor":
Me
robaron del coche todos mis libros de Derecho unos días antes de los exámenes.
Estaba hundido. Ni se me había pasado por la cabeza abandonar la carrera de
Derecho. Había trabajado duro para estar ahí. Pero me robaron todos los libros.
Y entonces me pregunté si de verdad quería hacer lo que estaba haciendo. Es
como si el destino me brindara una segunda oportunidad para decidir. ¿Qué otra
cosa podría estar haciendo?, me pregunté. Y pensé: podría casarme con Kristina, mudarme a Nueva
York, pasarlo bien e intentar ser un escritor. Fue un puñado de estrellas que
se alinearon, algunas oscuras y otras brillantes. Y elegí la dirección de la
estrella brillante, que era Kristina. Cuando decidimos casarnos fue como si la
pista estuviera despejada para nosotros. Era algo irresistible, un momento
liberador.
Ford
escritor
Ford no había leído
prácticamente nada hasta los 18 años, en parte debido a su dislexia. Sobre esta
enfermedad explica que lo hacer ser un lector lento. "Leo mucho. Leo todo
el tiempo, pero soy lento. Y sé que voy a llegar al final de mi vida sin haber
leído los libros que debía haber leído". Al mismo tiempo, considera que le
ayuda a la hora de escribir. "Me hace ser más cuidadoso", señala.
Pero luego se enamoró de la literatura y, ya decidido a convertirse en
narrador, hizo una maestría de escritura creativa en la Universidad de California, Irvine, que terminó en 1970.
Seis años más tarde
salió su primera novela, Un trozo de mi
corazón, que trata sobre dos perdedores desarraigados cuyos caminos se
cruzan en una isla del río Misisipi; en 1981 le siguió La última oportunidad.
"Publiqué mi
segunda novela, y tuvo buenas críticas. Pero nadie la compró. Entonces cogí un
trabajo de periodista deportivo. Y pensé que, si podía conservar aquel empleo,
lo haría para siempre. Era divertido, era fácil, estaba bien pagado, viajabas
por todo el mundo... era perfecto", recuerda Ford.
La publicación para la
que trabajaba en Nueva York se llamaba Inside
Sports. Ford sabía de deportes, era una aficionado al boxeo —su abuelastro,
antes de tener el hotel, había sido un boxeador relativamente exitoso—, le
gustaba el atletismo, y, como ha explicado, la tradición del periodismo
deportivo estadounidense "posee cierto lado literario".
Pero Inside Sports cerró y como lo rechazaron
en Sports Illustrated, decidió
retornar a la ficción y entonces que nació su personaje más conocido, Frank Bascome, protagonista de varios
libros suyos. "Pero perdí ese trabajo y me senté a pensar qué querría
escribir si hiciera una nueva novela. Tenía claro que debía hacer algo
realmente distinto de lo que había estado haciendo, porque lo que había estado
haciendo no acababa de funcionar. Un día Kristina, mi mujer, me dijo: '¿Por qué
no escribes sobre alguien que es feliz?'. Y me pregunté: ¿cómo demonios se hace
eso? Yo tenía una concepción muy romántica de los personajes de las novelas.
Eran siempre tipos conducidos por la angustia, sometidos a terribles torturas
psíquicas, preocupaciones... Así que decidí cambiar mi visión del mundo. Lo
primero que voy a hacer, pensé, es darle al personaje un trabajo que le guste.
Y le di un trabajo de periodista deportivo. Luego pensé: una persona feliz es
probablemente alguien que ha sido infeliz en el pasado y que intenta ser feliz.
Y ésa es la manera en que llegué a Frank. Ésa es toda mi concepción de Frank Bascombe. Alguien que intenta
hacerse un hombre mejor, un hombre más feliz", cuenta.
La novela El periodista deportivo, publicada en
1986, es sobre un escritor fracasado convertido en periodista deportivo que
sufre una crisis espiritual debido a la muerte de su hijo. Esta obra lo
consagró: la revista Time la eligió una de las cinco mejores novelas de año (en
2005 la seleccionaría entre las 100 mejores novelas desde 1923, año de la
fundación del semanario) y, además, fue finalista del premio Premio Faulkner 1987.
Al año siguiente
consolidó su éxito con la recopilación de relatos Rock Springs. Algunos críticos han relacionado estos cuentos con el
movimiento estético conocido como realismo
sucio (José María Guelbenzu lo define como "realista exhaustivo")
y compuesto, entre otros, por Raymond Carver y Tobias Wolff, a los que Ford
conoció bien. Si bien los personajes de esos relatos son cercanos a los que
describen los autores del realismo sucio,
los de sus novelas más famosas —de clase media alta - no.7
Esto se refiere
principalmente a las historias sobre Frank
Bascombe, que son las que le han brindado más fama y con las que ha cosechado
premios y seguidores. Su segunda novela de la serie, El día de la independencia (1995) obtuvo tanto el Pulitzer como el Faulkner. Convirtiéndolo en el único autor en haber ganado ambos
premios por el mismo libro. Acción de
Gracias (2006) tiene el mismo protagonista, así como las cuatro nouvelles de Let Me Be Frank With You (2014).
Se ha querido ver en Frank Bascombre el álter ego del Ford y
considerar que las historias que protagoniza son autobiográficas: como su
autor, nació en Misisipi, es hijo único, se quedó huérfano de padre en la
adolescencia, quiso ser escritor, trabajó de periodista deportivo... A esto
Ford ha contestado: "Pero yo no tengo dos ex mujeres, ni hijos, no soy
agente inmobiliario, no he ido a la universidad de Michigan... Las buenas
novelas no son autobiográficas. Si escribes una novela autobiográfica estará confinada,
limitada por lo que tú eres. Le diré mi concepción de lo que es una buena
novela: una buena novela es la que utiliza la imaginación para provocar en el
lector que experimente lo impredecible. Y eso sucede cuando el escritor imagina
cosas que están muy lejos de su propia vida cándida".
Ford ha sido profesor y
ha antologado y editado importantes libros. Como antologador se ha distinguido
en el género de cuentos: le pertenecen las selecciones para las compilaciones
de Houghton Mifflin Harcourt Granta Books y otras.
Vive con su esposa en
Boothbay (Maine). En general, ha habitado en muchos lugares de Estados Unidos,
lo que le ayudó al convertir a su personaje Frank
Bascombe en agente inmobiliario: en sus mudanzas —más de una docena—
aprendió "los detalles técnicos del asunto, la jerga, el vocabulario”.
Vivió muchos años en el barrio francés y luego en el Distrito Jardín de Nueva
Orleans, Luisiana, donde su mujer fue directora ejecutiva de la comisión de
planificación de la ciudad. La pareja no tiene hijos y Ford ha reconocido que
no le gustan: declaró en una ocasión que los odiaba. "Lo dije con afán
provocador, aunque es cierto que no disfruto de su compañía. No me importa que
me acusen de misántropo; puedo vivir con eso", dijo en 2013.
Practica deportes
—juega al squash y levanta pesas en el gimnasio—; tiene una moto, le gusta ir a
cazar aves en otoño. Fue precisamente a raíz de una apuesta con Raymond Carver
durante una cacería que nacería mucho después su novela Canadá: "Allá por 1986 cruzamos la frontera para cazar gansos
salvajes. Nos encontrábamos en la provincia de Saskatchewan y decidimos hacer
una apuesta para ver quién era capaz de integrar ese nombre en un relato. Gané
yo, pero solo porque Ray murió antes de poder realizarlo. Esa debió de ser la
llama que encendió mi interés literario por Canadá".
Obras
Novelas
Un trozo de mi corazón — A Piece of My Heart,
novela, 1976 (trad.: Mariano Antolín Rato, Anagrama, 1992)
La última oportunidad — The Ultimate Good Luck,
novela, 1981
El periodista deportivo — The Sportswriter, 1ª
novela protagonizada por Frank Bascombe, 1986
Incendios — Wildlife, 1990 (trad.: Jesús Zulaika,
Anagrama, 1991)
El día de la independencia — Independence Day, 2ª
novela protagonizada por Frank Bascombe (trad.: Mariano Antolín Rato, Anagrama,
1996)
Acción de gracias — The Lay of the Land, 3ª novela
protagonizada por Frank Bascombe, 2006 (trad.: Benito Gómez Ibáñez, Anagrama)
Canadá — Canada, 2012 (trad.: Jesús Zulaika,
Anagrama)
Colecciones de relatos y novelas cortas
Rock Springs, cuentos, 1987 (trad.: Jesús Zulaika,
Anagrama, 1990)
De mujeres con hombres — Women with Men: Three
Stories, tres relatos largos, 1997 (trad.: Jesús Zulaika, Anagrama, 1999)
Pecados sin cuento — A Multitude of Sins, cuentos,
2002 (trad.: Damián Alou, Anagrama)
Francamente,
Frank —Let Me Be Frank With You, cuatro novelas cortas sobre Frank Bascombe,
2014:
"I'm
Here", "Everything Could Be Worse", "The New Normal" y
"Deaths of Others" (trad.: Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 2015)
Memorias
y ensayos
Flores en las grietas. Autobiografía y literatura,
ensayos; trad.: Marco Aurelio Galmarini, Anagrama, 2012
Entre ellos —
Between Them: Remembering My Parents (2017). Incluye «My
mother, in Memory» y un texto inédito sobre su padre.
Antología
Vintage Ford,
antología, Vintage Books, New York, 2004. Contiene siete textos:
«Communist» del
libro Rock Springs; «Reunion» y «Calling», de A Multitude of Sins; una
selección de Independence Day; «The womanizer», de Women with Men; «Rock
Springs» del libro homónimo; y «My Mother, In Memory», texto inédito hasta
entonces
Guion
El despertar de un ángel — Bright Angel, 1990;
película dirigida por Michael Fields y protagonizada por Dermot Mulroney, Lili
Taylor y Sam Shepard
Como antologador y editor
The Best
American Short Stories, Houghton Mifflin Harcourt, 1990
The Granta Book of the American Short Story,
antología de cuentos estadounidenses para la revista literaria Granta, 1992
The Granta Book of the American Long Story,
antología de nouvelles estadounidenses para Granta, 1998
Eudora Welty. Complete Novels, edición de Ford junto
con Michael Kreyling; Library of America Nº101, 1998
Eudora Welty.
Stories, Collections, & Memoir, edición de Ford junto con Michael Kreyling;
Library of America Nº102, 1998
The Essential Tales of Chekhov, selección de 20
relatos del escritor ruso Antón Chéjov; 1999
Antología del cuento norteamericano, selección y
prólogo; una antología del relato norteamericano destinada especialmente al
público de lengua castellana, 2002
The New Granta Book of the American Short Story,
nueva antología de cuentos estadounidenses para Granta
Blue Collar, White Collar, No Collar: Stories of
Work, 32 relatos de corte obrero, 2011
Premios
y reconocimientos
Time selecciona a El periodista deportivo entre las cinco mejores novelas de 1986
Finalista del Premio Faulkner 1987 con El periodista deportivo
Time selecciona a El periodista deportivo entre las 100 mejores novelas desde 1923
Premio Rea 1995
Premio Pulitzer 1996 por El día de la independencia
Premio Faulkner 1996 por El día de la independencia
Premio PEN/Malamud 2001
Medalla Andrew Carnegie 2013 por Canadá
Premio Femina Extranjero 2013 for por Canadá
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016
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