INSTANTÁNEAS
Joe Hill
1
Shelly Beukes se
encontraba al pie del camino y miraba hacia nuestro bungaló de arenisca rosa
con los ojos entornados, como si nunca antes lo hubiera visto. Llevaba una
gabardina digna de Humphrey Bogart y un enorme bolso de tela con estampado de
piñas y flores tropicales. Cabría pensar que estaba de camino al supermercado
de haber tenido un supermercado al que se llegase a pie, pero no lo había.
Hasta el segundo vistazo no me percaté de lo que no encajaba en la imagen: se
le había olvidado calzarse y sus pies estaban asquerosos, casi negros de
porquería.
Yo pasaba el rato en mi
garaje, dedicado a mi ciencia, que era como mi padre llamaba a lo que hacía
cada vez que decidía destrozar una aspiradora o un mando a distancia a los que no
les pasaba nada. Rompía más que fabricaba, aunque había conseguido conectar un
joystick de Atari a una radio para poder saltar de una emisora a otra al darle
al botón de disparo, un truco en esencia estúpido que, a pesar de ello,
impresionó a los jueces de la feria de las ciencias de octavo, donde me
concedieron el primer premio por mi creatividad.
La mañana que Shelly
apareció al pie del camino, yo estaba trabajando en mi pistola de fiesta.
Parecía una pistola de rayos letales sacada de una novela de ciencia ficción
pulp, un gran cuerno de latón abollado con la culata y el gatillo de una Luger
(en realidad había soldado una trompeta y una pistola de juguete para crear el
armazón). Sin embargo, cuando apretabas el gatillo sonaba una sirena, se
encendían unas bombillas de flash, y
escupía una tormenta de confeti y serpentinas. Mi idea era que, si salía bien,
mi padre y yo se la ofreciéramos a los fabricantes de juguetes o quizá le
vendiéramos la idea a una cadena de artículos de fiesta del estilo de Spencer
Gifts. Como casi todos los ingenieros en ciernes, perfeccionaba mi arte con una
serie de artículos de broma pueriles. No hay ni un solo tío en Google que no
haya al menos fantaseado con diseñar unas gafas de rayos x para ver a través de
las faldas de las chicas.
Apuntaba con el cañón
de la pistola de fiesta a la calle cuando vi a Shelly, justo allí, en mi punto
de mira. Dejé mi trabuco de pega y entorné los ojos para observarla. La veía,
pero ella a mí no. Para Shelly, mirar hacia el garaje habría sido como
contemplar la impenetrable oscuridad de la entrada al pozo de una mina.
Iba a llamarla cuando
le vi los pies y se me atascó el aire en la garganta. No hice ruido alguno, me
limité a observarla un momento: movía los labios, susurraba para sí.
Echó la vista atrás,
hacia el camino por el que venía, como si temiera que alguien la atacara por
sorpresa. Pero estaba sola en la carretera, en un mundo húmedo y todavía bajo
un cielo cubierto. Recuerdo que todos los vecinos habían sacado ya la basura,
que los camiones llegaban tarde y la avenida apestaba.
Casi desde el primer
momento comprendí que no debía hacer nada que la asustara. La verdad es que no
existía ningún motivo obvio para ser precavido, pero nuestras mejores ideas
suelen originarse muy por debajo del pensamiento consciente y no tienen nada
que ver con la racionalidad. Nuestro cerebro de simios absorbe una gran
cantidad de información a través de pistas sutiles de las que ni siquiera nos
percatamos.
Así que cuando bajé por
la cuesta de nuestro camino llevaba los pulgares enganchados en los bolsillos y
ni siquiera la miraba a ella, sino que escudriñaba el horizonte como si
contemplara el vuelo de un avión lejano. Me acerqué igual que si se tratara de
un perro callejero renqueante que quizá me recibiera lamiéndome la mano con
esperanzado cariño o abalanzándose sobre mí con los dientes fuera. No dije nada
hasta estar casi a su lado.
—Ah, hola, señora
Beukes —la saludé, fingiendo que acababa de reparar en su presencia—. ¿Se
encuentra bien?
Ella volvió la cabeza
hacia mí, y su rostro regordete adoptó una expresión de plácida benevolencia.
—Bueno, ¡me he hecho un
lío! ¡He llegado hasta aquí, pero no sé por qué! ¡Si hoy no me toca limpiar!
Eso no me lo había
visto venir.
Tiempo atrás, Shelly
nos había barrido, fregado y ordenado la casa cuatro horas todos los martes y
viernes por la tarde. Ya era vieja por aquel entonces, aunque tenía el dinámico
vigor musculoso de una jugadora olímpica de curling. Los viernes nos dejaba una
bandeja de galletas blandas rellenas de dátiles protegidas con un film
transparente. ¡Muchacho, qué buenas estaban! Ya no se encuentran galletas como
aquellas, y ni el crème brûlée del
Four Seasons sabía tan bien con una taza de té.
No obstante, en agosto
de 1988 yo tenía trece años y estaba a pocas semanas de empezar en el
instituto, así que hacía media vida (mía) que Shelly no nos limpiaba. Había
dejado de trabajar después de su triple bypass
de 1982, cuando el médico le dijo que debía tomarse algo de tiempo libre para
descansar. Llevaba descansando desde entonces. Yo nunca le había dado
demasiadas vueltas, pero, de haberlo hecho, me habría preguntado por qué había
aceptado aquel trabajo. Porque dinero no le faltaba.
—¿Shelly? ¿Le ha pedido
mi padre que viniera a ayudar a Marie?
Marie era la mujer que
la había sustituido, una veinteañera recia y poco avispada que se reía con
ganas, tenía una lata con forma de corazón y protagonizaba todas mis fantasías
cuando me cascaba la salchicha. No se me ocurría ninguna razón para que mi
padre pensara que Marie necesitaba ayuda. Por lo que sabía, no esperábamos
visita; ni siquiera estoy seguro de que nos visitara alguien alguna vez.
Su sonrisa vaciló un
instante. Después lanzó una de aquellas miradas ansiosas atrás, hacia la
carretera. Cuando se giró hacia mí, sólo quedaba un levísimo rastro de buen
humor en su cara y se le notaba el susto en los ojos.
—No lo sé, chico…
¡Dímelo tú! ¿Se suponía que tenía que limpiar la bañera? Sé que no me dio
tiempo la semana pasada, y está bastante sucia. —Shelly Beukes se puso a
rebuscar en su bolso de tela mientras mascullaba para sí. A continuación
levantó la vista con los labios fruncidos de frustración—. Me cago en todo. Se
me ha olvidado coger el puto Ajax antes de salir de casa.
Di un respingo, no me
habría sorprendido más de haberse abierto la gabardina para enseñarme que no
llevaba nada debajo. Shelly Beukes no era lo que se dice una anciana estirada
(recordaba que una vez nos había limpiado la casa vestida con una camiseta de
John Belushi), pero jamás la había oído usar la palabra «puto». Incluso «me
cago en todo» era un poco fuerte para su repertorio habitual.
Shelly no se percató de
mi sorpresa, sino que se limitó a añadir:
—Dile a tu padre que me
encargaré de la bañera mañana. Con diez minutos tengo para que brille como si
nadie hubiera metido nunca el culo dentro.
Entonces se le abrió el
bolso, miré dentro y vi que había un gnomo de jardín sucio y hecho polvo,
varias latas de refresco vacías y una zapatilla vieja desparejada.
—Será mejor que me vaya
a casa —dijo de repente, casi como un robot—. El afrikáner se estará
preguntando dónde me he metido.
El afrikáner era su
marido, Lawrence Beukes, que había emigrado de Cape Town antes de que yo
naciera. A los setenta años, Larry era uno de los hombres más musculosos que
conocía, un antiguo levantador de pesas con brazos esculpidos y el típico
cuello surcado de venas de los forzudos de los circos. Ser enorme era su
principal responsabilidad profesional: se ganaba la vida con una cadena de
gimnasios que había abierto en los setenta, justo cuando la impresionante masa
aceitosa de Arnold Schwarzenegger se abría paso a empujones por nuestra
consciencia colectiva. Larry y Arnie habían aparecido una vez en el mismo
calendario: Larry era febrero y, ataviado con tan sólo una apretada hamaca
negra para las pelotas, enseñaba sus músculos entre la nieve; Arnie era junio y
brillaba bajo el sol de la playa, con una chica en bikini enganchada a cada uno
de sus gigantescos brazos.
Shelly echó un último
vistazo atrás y se marchó arrastrando los pies en una dirección que la habría
alejado aún más de su casa. En cuanto me quitó los ojos de encima, me olvidó.
Lo noté en la pérdida de expresión de su rostro. Los labios empezaron a
movérsele mientras se susurraba preguntas en voz baja.
—¡Shelly! Eh, iba a
preguntarle a su marido si…, que… —Me costaba pensar en un tema sobre el que
Larry Beukes y yo tuviéramos que hablar— . ¡Si había pensado en contratar a
alguien para cortar el césped! Tiene cosas mejores que hacer, ¿verdad? ¿Le
importa que la acompañe a casa?
Fui a cogerla del codo
y la pillé antes de que se alejara demasiado.
Dio un bote al verme
(como si me hubiera acercado con sigilo para asustarla) y después me ofreció
aquella sonrisa suya, valiente y desafiante.
—No sé cuántas veces le
he dicho ya a ese viejo que tenemos que contratar a alguien para cortar el…,
el… —Se le oscureció la mirada. No recordaba lo que había que cortar. Al final
meneó un poco la cabeza y siguió hablando—: … eso. Ven conmigo, sí. —Me cogió
una mano—. ¡Creo que me quedan unas cuantas galletas de esas que tanto te
gustan!
Me guiñó un ojo y, por
un segundo, supe que no sólo sabía quién era yo, sino también quién era ella.
Shelly Beukes recuperó la claridad mental y después la perdió de nuevo. Veía que
se le escapaba la conciencia de sí misma como una luz con un regulador de
intensidad que va apagándose.
Así que la acompañé a
casa. Me sentía mal por sus pies descalzos sobre la calzada caliente. Había
humedad y mosquitos por todas partes. Al cabo de un rato, me di cuenta de que
se había puesto roja y el sudor le perlaba los bigotes de anciana, así que se
me ocurrió que debía quitarse la gabardina. Aunque reconozco que, llegados a
ese punto, empezaba a pensar que de verdad de la buena estaba desnuda bajo el
abrigo. Dada su desorientación, no me pareció sensato descartarlo. Reprimí la
incomodidad y le pregunté si podía llevarle la gabardina. Ella negó con la
cabeza muy deprisa.
—No quiero que me
reconozca.
Fue una respuesta tan
maravillosamente chiflada que, por un momento, me olvidé de la situación y
respondí como si Shelly fuese todavía ella misma: una persona sensata a la que
le encantaba Jeopardy! y limpiaba
hornos con una determinación casi brutal.
—¿Quién? —pregunté.
Ella se inclinó hacia
mí y, con una voz que era poco más que un susurro, respondió:
—El Hombre de la
Polaroid. Esa puta comadreja escurridiza que va en descapotable. Me ha estado
haciendo fotos cuando el afrikáner no estaba. No sé cuánto me ha quitado ya con
la cámara, pero no puede llevarse más. —Me agarró por la muñeca. Su cuerpo
seguía siendo fuerte y de generosos senos, aunque aquella mano era huesuda y
ganchuda como las de las brujas de los cuentos—. No dejes que te haga una foto.
No dejes que empiece a quitarte cosas.
—Estaré pendiente. En serio,
Shelly, se va a derretir con ese abrigo. Deje que lo lleve yo, y los dos
vigilaremos juntos por si aparece. Se lo puede poner en un segundo si lo ve
venir. Echó la cabeza atrás y entornó los ojos para examinarme, igual que quien
examina la letra pequeña al final de un contrato dudoso. Finalmente se sorbió
los mocos y se quitó la gabardina para dármela. No estaba desnuda debajo, sino
que llevaba unos pantalones cortos deportivos y una camiseta puesta del revés y
al revés, de modo que la etiqueta le revoloteaba bajo la barbilla. Tenía las
piernas huesudas y de un blanco pasmoso, con las pantorrillas repletas de
varices. Le doblé el abrigo, que estaba sudado y arrugado, me lo eché a un
brazo, le di la mano y seguimos adelante.
Las carreteras de
Golden Orchards, nuestra pequeña urbanización al norte de Cupertino, estaban
trazadas como rollos de cuerda superpuestos: no había una sola línea recta en
todo el lugar. A primera vista, las casas parecían pertenecer a una aleatoria
variedad de estilos: un estucado español por aquí, unos ladrillos coloniales
por allá. Aun así, si te pasabas el tiempo suficiente dando vueltas por el
barrio, acababas por comprender que todas eran la misma casa, más o menos
(misma distribución interior, mismo número de baños, mismo estilo de ventanas),
salvo que con distintos disfraces.
La casa de los Beukes
era de un falso estilo victoriano, aunque con una especie de toque playero:
conchas marinas empotradas en el sendero de hormigón que conducía al porche,
una estrella de mar blanqueada colgada de la puerta principal… ¿Se llamarían
los gimnasios del señor Beukes En Forma Con Neptuno? ¿Deportes Atlantis? ¿Se
trataría de una broma por las máquinas Nautilus que usaban en las
instalaciones? Ya no me acuerdo. Gran parte de aquel día (el 15 de agosto de
1988) se me ha quedado grabada en la memoria, pero quizá ni siquiera entonces
conociera ese detalle en concreto.
La conduje hasta la
puerta y llamé; después toqué el timbre. Podría haberla metido dentro sin más
(al fin y al cabo, era su casa), pero me dio la impresión de que no era lo
correcto dado el caso. Creí que debía contarle a Larry Beukes adónde había ido
su mujer y encontrar un modo no demasiado incómodo de explicarle lo
desorientada que estaba.
Shelly no daba signos
de reconocer su propia casa. Se quedó al pie de los escalones de la entrada
mientras miraba a su alrededor muy serena, esperando pacientemente. Hacía un
momento había parecido astuta e incluso algo amenazadora. Ahora era como una
abuela aburrida que iba de puerta en puerta con su nieto boy scout para hacerle compañía mientras vendía suscripciones a
revistas.
Los abejorros hurgaban
en agitadas flores blancas. Por primera vez me di cuenta de que quizá Larry
Beukes necesitara de verdad contratar a alguien para que le cortara el césped.
El patio estaba descuidado y repleto de malas hierbas, con el césped salpicado
de dientes de león. La fachada en sí necesitaba una limpieza a presión, ya que
tenía manchas de moho bajo los aleros. Hacía bastante tiempo que no me acercaba
por allí, y a saber cuándo había sido la última vez que le había prestado
verdadera atención a la casa, en lugar de limitarme a pasear la vista por
encima.
Larry Beukes siempre
había mantenido su propiedad con la diligencia y energía de un mariscal de
campo prusiano. Salía al patio dos días a la semana, vestido con una camiseta
sin mangas, para empujar su cortacésped manual mientras lucía sus bronceados
deltoides con la barbilla bien alta (tenía un hoyuelo en ella, además de un
porte envidiable). El césped de los demás estaba verde y cuidado. El suyo era
simplemente meticuloso.
Por supuesto, cuando
sucedió todo esto yo sólo tenía trece años, y ahora comprendo lo que no
entendía entonces: Lawrence Beukes estaba perdiendo las riendas. Su habilidad
para gestionar, para seguirle el ritmo a las exigencias de la vida suburbana,
por simples que fueran, empezaba a erosionarse poco a poco por el esfuerzo de
cuidar de una mujer que ya no era capaz de cuidarse sola. Supongo que lo único
que le permitía seguir adelante eran su inherente optimismo y su preparación
(su sentido del entrenamiento personal, por así decirlo), y así se engañaba y
se decía que podía con todo.
Empezaba a pensar que
iba a tener que volver con Shelly a mi casa y esperar allí cuando su Town Car
burdeos de diez años giró hacia el camino de entrada a la casa. El señor Beukes
lo conducía como un criminal que huyera de Starsky y Hutch, y golpeó uno de los
neumáticos contra la acera. Salió del vehículo sudando, y estuvo a punto de
tropezar y caer al salir al patio.
—¡Por Dios, aquí estás!
¡Te he buscado por todas partes! Casi me provocas un ataque al corazón.
El acento de Larry te
hacía pensar en apartheid, tortura y dictadores sentados en tronos de oro
dentro de palacios de mármol con salamandras correteando por las paredes. Lo
que era una pena, porque había ganado su dinero cargando pesas, no diamantes de
sangre. Tenía sus defectos (había votado a Reagan, creía que Carl Weathers era
un gran actor dramático y se emocionaba mucho con Abba), pero reverenciaba y
adoraba a su mujer y, comparado con eso, sus imperfecciones no importaban en
absoluto. Siguió hablando:
—¿Qué has hecho? Me
acerco ahí al lado para preguntarle al señor Bannerman si tiene detergente,
vuelvo ¡y has desaparecido como un truco de David Copperfield!
La agarró por los
brazos como si estuviera a punto de sacudirla, aunque lo que hizo al final fue
abrazarla. Miró por encima del hombro de Shelly, hacia mí, con los ojos
relucientes de lágrimas.
—No pasa nada, señor
Beukes. Está bien. Sólo un poco… perdida.
—No estaba perdida
—respondió ella, y le dedicó una sonrisita cómplice—. Estaba escondiéndome del
Hombre de la Polaroid.
Él sacudió la cabeza.
—Chisss. Calla, mujer,
vamos a ponerte a cubierto del sol y… Ay, Dios mío, tus pies. Deberías
quitártelos antes de entrar en casa. Vas a dejar porquería por todas partes.
Suena un poco salvaje y
cruel, pero tenía los ojos húmedos y hablaba con un afecto brusco y herido;
podría ser alguien hablando con un gato viejo y muy querido que se ha metido en
una pelea y ha llegado a casa sin una oreja.
Pasó junto a mí,
escalones arriba, y se metió en la casa. Estaba a punto de marcharme, creyendo
que me habían olvidado, cuando regresó y agitó un dedo tembloroso delante de mi
nariz.
—Tengo una cosa para ti
—dijo—. No te vayas volando, Michael Figlione.
Y cerró de un portazo.
2
En cierto modo, su
elección de palabras casi podría haberse considerado graciosa: no había peligro
alguno de que me alejara volando. Ni siquiera he tocado todavía el tema más
gordo, y es que, a los trece años, yo era lo más gordo que se podía ver a un
kilómetro a la redonda. Estaba gordo. No era «de hueso ancho» ni «robusto». Ni
meramente «fornido». Cuando recorría la cocina, los vasos temblequeaban dentro
del armario. Cuando estaba con los otros críos de mi clase de octavo, era como
un búfalo deambulando entre los perros de las praderas.
En esta era moderna de
redes sociales y preocupación por el acoso escolar, si llamas a alguien culo
gordo es probable que acaben por insultarte a ti por tu falta de conciencia
social. Pero en 1988 twitter era un
verbo inglés que únicamente servía para describir la charla entre los gorriones
y sus demás colegas alados. Yo estaba gordo y me sentía solo; en aquellos días,
si eras lo primero, lo segundo venía detrás. Tenía tiempo de sobra para
acompañar a ancianitas a su casa. No estaba desatendiendo a mis amigos porque
no los tenía. Al menos, ninguno de mi edad. Mi padre a veces me llevaba a la
bahía para asistir a las reuniones mensuales de un club llamado RUER S.F.
(Reunión de Usuarios y Entusiastas de la Robótica de San Francisco), aunque la
mayoría de los que acudían a aquellas quedadas eran mucho mayores que yo.
Mayores y ya estereotipos. Ni siquiera hace falta que los describa porque
seguro que ya se los imaginan: el cutis destrozado, las gafas de culo de vaso,
las braguetas abiertas. Cuando pasaba el rato con esa tropa, no sólo aprendía
sobre placas base, sino que creía estar contemplando mi futuro: una vida célibe
y deprimentes discusiones a altas horas de la noche sobre Star Trek.
Tampoco ayudaba que me
apellidara Figlione, lo que traducido al idioma de los colegios de los ochenta
se convertía en Gordinflone, Tostone o, simplemente, Maricone, apodos que se me
pegaron como chicle a la zapatilla hasta que alcancé la veintena. Incluso mi
querido profesor de ciencias de quinto, el señor Kent, me llamó Tostone una
vez, para regocijo general. Al menos, él tuvo la decencia de ruborizarse,
palidecer y disculparse, por ese orden.
Mi existencia podría
haber sido mucho peor. Iba limpio y bien vestido, y como nunca estudiaba
francés conseguí evitar el cuadro de honor: aquella lista de sabelotodos
engreídos y ojitos derechos de los profesores que parecían ir pidiendo una
cachetada. Lo peor que tuve que sufrir fue alguna que otra humillación de bajo
nivel y, cuando ocurría, siempre sonreía con benevolencia, como si se tratara
de la broma de un buen amigo. Shelly Beukes no era capaz de recordar lo
sucedido el día anterior; por norma general, yo prefería no hacerlo.
La puerta volvió a
abrirse de golpe, y Larry Beukes salió de nuevo. Me giré y vi que se limpiaba
la mejilla húmeda con el enorme dorso de su callosa mano. Sentí vergüenza y aparté
la mirada para dirigirla a la calle. No tenía experiencia con llantos de
adultos. Mi padre no era un hombre especialmente emotivo, y dudo que mi madre
fuera muy dada a las lágrimas, aunque no sabría decirlo con certeza. La veía
dos o tres meses al año. Larry Beukes había venido de África, mientras que mi
madre había viajado hasta allí para un estudio antropológico y, en cierto
sentido, jamás había regresado. Incluso cuando estaba en casa, parte de ella
seguía a diez mil kilómetros de distancia, fuera de mi alcance. Por aquel
entonces no era algo que me cabreara, puesto que, para los niños, el enfado
requiere proximidad. Eso cambia con los años.
—He recorrido en coche
todo el barrio buscando a la condenada vieja. Es la tercera vez. ¡Creía que la
había pillado un coche! Esa condenada… Gracias por traérmela. Que Dios te
bendiga, Michael Figlione. Bendito seas.
Entonces le dio la
vuelta a un bolsillo y el dinero voló por todas partes: billetes arrugados y
monedas sueltas que se esparcieron por el camino y por la hierba. Me di cuenta,
no sin algo de susto, de que pretendía darme una recompensa.
—Ay, no, señor Beukes,
no pasa nada. No es necesario. Me alegro de haber ayudado. No quiero… Me
sentiría tonto…
Él entornó un ojo y me
lanzó una mirada asesina con el otro.
—Esto es más que una
recompensa; es un anticipo. —Se agachó para recoger un billete de diez dólares
y me lo ofreció—. Venga, cógelo. —Como no lo hacía, me lo metió en el bolsillo
de la pechera de mi camisa hawaiana—. Michael, si tengo que salir a alguna
parte, ¿te puedo llamar para que la cuides? Me paso el día entero en casa, lo
único que hago es cuidar de esta loca, pero a veces tengo que comprar comida o
acercarme a uno de los gimnasios para apagar un fuego. Siempre hay un fuego.
Todos los musculitos que trabajan para mí son capaces de levantar ciento
ochenta kilos de pesas, pero ni uno de ellos sabe contar más de diez. Se
pierden en cuanto se quedan sin dedos. —Le dio unas palmaditas al dinero de mi
camisa y me quitó el abrigo de su mujer, que yo llevaba todavía colgado del
antebrazo, como el paño de un camarero, olvidado—. Bueno, ¿trato?
—Claro, señor Beukes.
Ella era mi niñera. Supongo que puedo…, que puedo…
—Sí, ser su niñera. Ha
llegado a su segunda infancia, que Dios nos ayude a los dos. Necesita que
alguien se asegure de que no salga por ahí. A buscarlo.
—Al Hombre de la Polaroid.
—¿Te lo ha contado?
Asentí con la cabeza.
Él negó con la suya y se pasó una mano por el ralo cabello engominado. —Me
preocupa que un día vea a alguien por la calle, decida que es él y le clave un
cuchillo de cocina. Ay, Señor, ¿y qué haría yo?
No era muy inteligente
por su parte decirle eso al muchacho al que intentas contratar para que cuide
de tu anciana esposa, a la que se le desintegra la mente. Era imposible no
considerar la posibilidad de que la mujer creyera que yo era el Hombre de la
Polaroid y decidiera clavarme un cuchillo de trinchar. Sin embargo, el pobre
estaba distraído y angustiado, y hablaba sin pensar. Daba igual. Shelly Beukes
no me asustaba. Me daba la impresión de que, por mucho que se olvidara de mí y
de ella, su esencia no cambiaría: era una persona cariñosa, eficiente e incapaz
de hacer nada malo.
Larry Beukes me miró a
los ojos; los suyos estaban inyectados en sangre y llenos de tristeza.
—Michael, algún día serás rico. Seguro que
amasas una fortuna inventando el futuro. ¿Harás una cosa por mí? ¿Por tu viejo
amigo Larry Beukes, que se pasó sus últimos años muerto de preocupación por la
tonta de su mujer y sus sesos hechos papilla? ¿Por la mujer que le dio más
felicidad de la que se merecía? Estaba llorando otra vez.
Yo quería esconderme,
pero asentí.
—Claro, señor Beukes.
Claro.
—Inventa el modo de no
envejecer. Es una broma de muy mal gusto. Envejecer no es forma de dejar de ser
joven.
3
Caminaba sin rumbo,
apenas consciente de que me movía y mucho menos de adónde iba. Tenía calor,
estaba mareado y llevaba diez dólares aplastados dentro del bolsillo de la
camisa, dinero que no quería. Para librarme de él, mis mugrientas Adidas Run
DMC me llevaron hasta el lugar adecuado más cercano.
Había una gran estación
de Mobil al otro lado de la autopista, frente a la entrada de Golden Orchards:
una docena de surtidores y una tienda con un delicioso aire acondicionado en la
que podías encontrar carne ahumada, Funyuns y, si eras lo bastante mayor,
revistas porno. Aquel verano me había aficionado a beber mi propio brebaje
granizado: un vaso de litro de Coca-Cola de vainilla aderezada con un chorro de
algo llamado Artic Blu. Artic Blu era del color del líquido que escupían los
limpiaparabrisas y sabía un poco a cereza con un toque de sandía. Aquel mejunje
me volvía loco, aunque es probable que, de encontrármelo hoy en día, no
quisiera probarlo. Creo que a mi paladar de cuarenta años le sabría a tristeza
adolescente.
Estaba empeñado en un
granizado especial de Coca-Cola con Artic Blu, aunque no lo supe hasta que vi
el Pegaso rojo que rotaba en su poste de doce metros sobre la estación de
Mobil. Habían alquitranado hacía poco el aparcamiento, y el suelo se veía negro
y grueso como una tarta. Emitía calor, lo que hacía que todo el lugar temblara
un poco, el espejismo de un oasis atisbado por un hombre que se muere de sed.
No me fijé en el Cadillac blanco del surtidor número diez ni en el tipo que
estaba de pie a su lado hasta que este me habló.
—Eh —me dijo, y como no
reaccioné por culpa de mi ensoñadora insolación, lo repitió con menos amabilidad—:
¡Eh, gordo!
Esta vez sí que lo oí.
Mi radar estaba ajustado para detectar cualquier señal que avisara de la
amenaza de un matón, así que sonó al oír el «gordo» y el tono de desdén jocoso
de aquel hombre.
Tampoco es que fuera el
más indicado para meterse con el aspecto de los demás. Iba bastante bien
vestido, aunque su ropa parecía fuera de lugar: con aquella pinta debería haber
estado en la puerta de un pub de San Francisco, no al lado de un surtidor de
Mobil en un insignificante barrio periférico de California. Vestía una camisa
de manga corta de seda negra con relucientes botones rojos, pantalones largos
negros con la raya planchada hasta afilarla, y botas negras de vaquero con
bordados en rojo y blanco.
No obstante, era feo
hasta decir basta, con la barbilla prácticamente hundida en el largo cuello y
las mejillas carcomidas de viejas cicatrices de acné. Los antebrazos, muy
morenos, estaban cubiertos de tatuajes negros, líneas de escritura cursiva que
los recorrían en largas espirales de serpiente hasta las muñecas. Llevaba una
corbata de bola (muy populares en los ochenta) con un alfiler de metacrilato en
cuyo interior se veía un escorpión amarillento enroscado.
—¿Sí, señor?
—¿Vas a entrar? ¿A por
un donut o algo? —Metió la boquilla de la manguera en el depósito de su enorme
barco blanco.
—Sí, señor —respondí
mientras pensaba: «Cómeme el donut, idiota».
Se metió la mano en el
bolsillo delantero y tiró de un fajo de billetes sucios y amarillentos. Sacó
uno de veinte.
—Pues si entras con
esto y les dices que enciendan el surtidor número diez… Eh, Snickers, que estoy
hablando contigo. Escucha.
Por un momento me había
despistado al ver el objeto que descansaba en el asiento trasero de su
Cadillac: una cámara instantánea Polaroid. Es probable que sepan qué aspecto
tiene una Polaroid, incluso si son demasiado jóvenes para haberlas usado o
haberlas visto usar. La Polaroid original es tan reconocible y representa un
avance tecnológico tan brutal que se convirtió en icono de su era. Es algo que…
pertenece a los ochenta, como el Comecocos o Reagan.
Ahora todo el mundo
lleva una cámara en el bolsillo, por lo que la idea de sacar una fotografía y
poder examinarla de inmediato a nadie le parece espectacular. Pero en el verano
de 1988 la Polaroid era uno de los pocos dispositivos capaces de hacer una foto
y revelarla más o menos al instante. La cámara escupía un grueso cuadrado
blanco con un rectángulo de película gris en el centro y, al cabo de un par de
minutos (o menos, si agitabas el cuadrado adelante y atrás para activar el
agente revelador dentro de su sobre químico), una imagen brotaba de la
oscuridad y cobraba forma en una fotografía. Por aquel entonces, era tecnología
punta.
Cuando vi la cámara,
supe que era él, el Hombre de la Polaroid del que se escondía la señora Beukes.
Aquella comadreja tan acicalada, con su Cadillac blanco de capota y asientos
rojos. Al muy cabrón le gustaba lo de llevarlo todo a juego.
Evidentemente, sabía
que lo que creyera Shelly sobre aquel sujeto no tenía base real alguna, que se
trataba del fallo de un motor que ya estaba
ahogado y moribundo. Sin embargo, se me había quedado grabada una de sus
frases: «No dejes que te haga una foto». Al unirlo todo (al darme cuenta de que
el Hombre de la Polaroid no era una fantasía senil, sino un tipo de verdad que
tenía justo delante), un escalofrío me puso de punta el vello de la espalda y
de los brazos.
—Eh… Sí, señor, siga,
que le escucho.
—Toma. Coge este
billete de veinte y diles que enciendan el surtidor. Mi Caddy tiene sed, pero
si hay cambio, para ti, gordito. Cómprate un libro para adelgazar.
Ni siquiera me
ruboricé. Era un golpe bajo, pero yo estaba tan distraído que apenas rozó mi
consciencia.
Al echar un segundo
vistazo, me percaté de que no era una Polaroid. No del todo. Conocía bastante bien
la cámara (había desmontado una) y veía que era sutilmente distinta. Para
empezar, era negra con el frontal rojo, a juego con el coche y la ropa. Pero
también era… diferente. Más pulida. Estaba detrás, al alcance de la mano del
señor Acicalado, y un poco girada, así que no veía bien la marca. ¿Una Konica?
Lo que más me llamó la atención en un primer momento fue que la Polaroid tenía
delante un cajón con bisagras que se abría para introducir el cartucho de
película instantánea. No veía cómo se cargaba esta. El dispositivo parecía
fabricado con una única pieza sin fisuras.
Entonces se dio cuenta
de que miraba la cámara e hizo algo muy curioso: puso una mano protectora sobre
ella, como una anciana que se agarra el bolso con más fuerza cuando pasea por
las calles menos recomendables. Después me alargó el billete sucio con la otra
mano.
Rodeé el parachoques
trasero y fui a coger el dinero. Mi mirada se posó en la escritura que le
recorría el antebrazo; no reconocía el alfabeto, aunque me recordaba al hebreo.
—Qué tatoo
más raro —dije—. ¿Qué idioma es?
—Fenicio.
—¿Y qué dice?
—Dice: «No me des por
culo». Más o menos.
Me metí el billete en
el bolsillo de la camisa y me alejé arrastrando los pies, marcha atrás. Aquel
hombre me asustaba tanto que no quería darle la espalda.
Como no miraba por
dónde iba, me desvié, me golpeé contra el guardabarros trasero y estuve a punto
de caerme. Apoyé la mano en el maletero para no perder el equilibrio, eché un
vistazo, y fue entonces cuando vi los álbumes de fotos.
Puede que hubiera una
docena de ellos apilados en el asiento de atrás. Uno estaba abierto, y vi
instantáneas en fundas de plástico transparente, cuatro en cada hoja. Las fotos
en sí no tenían nada de especial: un primer plano con demasiada luz de un
anciano soplando las velas de una tarta de cumpleaños; un perro galés empapado
de lluvia que miraba a la cámara con ojos trágicos, hambrientos; un tipo
musculoso con un hilarante top de tirantes naranja sentado en el capó de un
Trans Am directamente sacado de El coche
fantástico.
La última foto me llamó
la atención. Me daba la impresión de conocer al joven del top. Me pregunté si
lo habría visto en la tele, si sería un luchador de lucha libre que había
subido al cuadrilátero para enfrentarse unos cuantos asaltos al Hulkster.
—Tiene muchas fotos
—comenté.
—Es lo que hago. Soy un
localizador.
—¿Localizador?
—Para las películas. Si veo un lugar
interesante, le saco una foto. Si veo una cara interesante, le saco una foto.
—Esbozó una media sonrisa que dejó al aire un diente torcido—. ¿Por qué?
¿Quieres ser actor, chico? ¿Quieres que te saque una foto? Oye, nunca se sabe.
Puede que a algún agente de casting
le guste tu cara y, en menos que canta un gallo, zas, Hollywood, muchacho.
Estaba tocando la
cámara de un modo que no me gustaba, con una especie de ansiedad nerviosa.
Incluso a finales de
los ochenta, una época, en teoría, más inocente, no estaba dispuesto a posar
para que me hiciera fotografías un sujeto que parecía comprarse la ropa en
Pedófilos “R” Us. Y, además, estaba la frase de Shelly: «No dejes que te haga
una foto». La advertencia era como una araña venenosa de patas peludas que se
me paseaba por la espalda.
—Creo que no
—respondí—. No creo que consiguieran meterme en una sola toma.
Hice un gesto con ambas
manos para señalarme la tripa, que me tensaba la camisa.
Por un segundo se le
salieron los ojos de las órbitas, pero después se rio, un sonido brusco y
relinchante que era en parte incredulidad y en parte hilaridad real. Me señaló
con un dedo y dobló el pulgar como si fuera el percutor de una pistola.
—No estás mal, chico,
me caes bien. Procura no perderte de camino a la caja registradora.
Me alejé de él con las
piernas temblorosas, y no sólo porque estuviera escapando de un tío raro con
una boca fea y una cara más fea todavía. Yo era un crío racional. Leía a Isaac
Asimov, Carl Sagan era mi ídolo y sentía cierta afinidad espiritual por el
Matlock de Andy Griffith. Sabía que las ideas de Shelly Beukes sobre el Hombre
de la Polaroid (al que mentalmente yo ya llamaba «el fenicio») no eran más que
las fantasías confusas de una mente que se desmoronaba.
No debería haberle dado
mayor importancia a sus advertencias…, pero lo hacía. De hecho, en los últimos momentos
habían adquirido un poder casi profético y me preocupaban tanto como haber
descubierto que tenía el asiento número 13 del vuelo 1313 de un viernes 13 (a
pesar de que el número trece es un número bastante sugestivo, puesto que no
sólo es un primo y un Fibonacci, sino también un omirp, lo que significa que
sigue siendo primo si le das la vuelta a sus dígitos y lo conviertes en treinta
y uno).
Entré en el
minisupermercado, saqué el dinero del bolsillo de la camisa y lo dejé sobre el
mostrador.
—De parte del simpático
del Cadillac, en el surtidor diez —le dije a la señora Matsuzaka, que estaba
detrás de la caja junto a su hijo, Yoshi.
Salvo que nadie lo
llamaba nunca Yoshi, excepto ella; lo conocíamos como Mat, con una te. Mat
llevaba la cabeza rapada y tenía unos brazos largos y nervudos, además de una
estudiada relajación surfera muy lacónica. Me llevaba cinco años y se marchaba
a Berkeley al final del verano. Quería inventar un coche que no necesitara
gasolina y dejar a sus padres sin trabajo.
—Eh, Maricone —me
saludó con un gesto de cabeza, lo que me animó un poco. Sí, vale, me había
llamado Maricone, pero no me lo tomaba como algo personal. Para muchos púberes,
no era más que mi nombre. Quizás hoy en día suene de una homofobia brutal (¡y
es cierto!), pero en 1988, la era del SIDA y Eddy Murphy, llamar a alguien
marica o maricón era considerado el colmo del ingenio. Comparado con la norma
de la época, Mat era todo un ejemplo de delicadeza. Leía Popular Mechanics fielmente, de principio a fin, y a veces, cuando
me veía entrar en el supermercado del Mobil, me daba uno de sus números
antiguos porque había visto algo que creía que me iba a gustar: un prototipo de
mochila cohete o un submarino unipersonal. No quiero representarlo de la forma
equivocada. No éramos amigos. Él tenía diecisiete años y era cool. Yo tenía trece y era lo menos cool del mundo. Una amistad entre
nosotros era tan probable como que yo consiguiera una cita con Tawny Kitaen.
Aun así, creo que sentía por mí una mezcla de cariño y pena, y el vago deseo de
cuidar de mí, quizá porque los dos teníamos alma de científico loco. En
aquellos tiempos, yo agradecía cualquier muestra de amabilidad de los otros adolescentes.
Fui a por un vaso
extragrande de mi granizado especial de Coca Cola con Arctic Blu. Lo necesitaba
más que nunca. Tenía el estómago inquieto y borboteante, y quería algo con unas
cuantas burbujas para asentarlo.
Apenas había terminado
de añadir el último chorro neón de Blu cuando el fenicio empujó la puerta con
el antebrazo como si tuviera algo personal contra ella. La puerta abierta le
tapaba el dispensador de refrescos, y por eso no se fijó en mí mientras le
echaba un malhumorado vistazo a la habitación. Sin perder un segundo, se acercó
con aire amenazante a la señora Matsuzaka.
—¿Qué tiene uno que
hacer en este antro para que le llenen el puto depósito? ¿Por qué ha apagado el
surtidor?
La señora Matsuzaka
medía poco más de metro y medio y tenía una constitución delicada, además de
dominar a la perfección la cara de perplejidad habitual en los inmigrantes de
primera generación, que comprendían el idioma sin problemas pero a los que de
vez en cuando les resultaba más sencillo fingir desconcierto. Se encogió de
hombros sin mucha energía y dejó que Mat hablara por ella.
—Hombrote, si pagas
diez dólares, pues te damos diez dólares de gasolina —repuso desde su taburete,
detrás del mostrador, bajo las estanterías de cajetillas de tabaco.
—¿Alguno de los dos
sabe contar en inglés? —preguntó el fenicio—. Envié al chico con un puto
billete de veinte.
Fue como si me hubiera
bebido de golpe todo mi granizado especial de Coca-Cola y Arctic Blu. La
conmoción me heló la sangre. Me di una palmada en el bolsillo de la camisa,
horrorizado, y supe al instante lo que había hecho: había metido allí la mano,
había palpado el dinero y lo había dejado en el mostrador sin mirarlo. Pero se
trataba del billete de diez dólares que me había obligado a aceptar Larry
Beukes, no del de veinte que me había entregado el fenicio en el aparcamiento.
Lo único que se me
ocurrió fue humillarme lo más rápido y profundamente posible. Estaba a punto de
llorar, y eso que el fenicio ni siquiera me había gritado todavía. Avancé
tambaleante hacia la parte delantera de la tienda y golpeé con la cadera un
estante lleno de patatas fritas. Las bolsas de Lays se desparramaron por todas
partes. Pesqué el billete de veinte de mi bolsillo.
—Oh, mierda, mierda,
cuánto lo siento. La he cagado bien. Lo siento, lo siento mucho. Ni siquiera he
mirado el dinero antes de dejarlo en el mostrador, señor, y debo de haber
sacado mi billete de diez en vez del suyo de veinte. Le juro, le juro por Dios
que no…
—Cuando te dije que
podías quedarte con el puto cambio para comprarte unas pastillas para perder
peso, no quería decir que me hurtaras diez dólares.
Levantó una mano como
si pretendiera darme un manotazo en la cabeza.
Había entrado con su
cámara (la llevaba agarrada en la otra mano) y, a pesar de lo nervioso que
estaba yo, me pareció raro que no la hubiera dejado en el coche.
—No, en serio, yo
jamás… Le juro por Dios que…
Estaba balbuceando y
notaba un cosquilleo peligroso en los ojos, que amenazaban con derramar sus
lágrimas. Dejé a toda prisa mi enorme vaso de litro de granizado en el borde
del mostrador y, en cuanto lo solté, una mala situación se transformó en otra
mucho, muchísimo peor: el vaso se volcó, cayó al suelo y estalló en una
vibrante lluvia de hielo azul. Unas brillantes esquirlas del mismo color
salpicaron los pantalones, tan bien planchados, del fenicio, le mojaron la
entrepierna y se depositaron como gotitas de zafiro en su cámara.
—¡Pero qué carajo!
—gritó mientras retrocedía de puntillas sobre sus botas de vaquero—. ¿Es que
eres un puto retrasado, gordo de mierda?
—¡Oiga! —exclamó la
madre de Mat mientras lo apuntaba con un dedo—. Oiga, oiga, nada de pelear en
la tienda, ¡que llamo a policía!
El fenicio se miró la
ropa salpicada de Blu y después me volvió a mirar a mí. Se le oscureció el
rostro. Dejó la Polaroid-que-no-lo-era en el mostrador y dio un paso hacia mí.
No sé lo que pretendía hacer, pero él también estaba inquieto, tanto que el pie
izquierdo le patinó en el creciente charco de granizado de Cola con Blu. Las
botas tenían altos tacones cubanos que, a pesar de su buen aspecto, debían de
ser tan traicioneros como unos tacones de aguja de quince centímetros. Estuvo a
punto de caer sobre una rodilla.
—¡Yo lo limpio!
—exclamé—. Ay, Dios, lo siento mucho, lo limpiaré todo, y, Dios mío, créame,
nunca le he robado dinero a nadie, soy una persona muy sincera; si me tiro un
pedo, siempre lo confieso, incluso si es en el autobús del instituto, se lo
juro por Dios, le juro que…
—Sí, hombrote, tranqui
—intervino Mat mientras se levantaba de su taburete. Era fibroso y alto, y con
sus ojos oscuros y su cabeza afeitada no necesitaba decir nada amenazante para
que te sintieras amenazado—. Tómeselo con calma, que Maricone es legal. Le
garantizo que no estaba intentando timarlo.
—Tú no te metas en esto,
carajo —repuso el fenicio—. O presta más atención cuando escojas bando. El crío
me estafa diez pavos, me echa encima su bebida y por su culpa casi me rompo el
cuello en este charco de mierda…
—No te pongas las botas
si no sabes andar con ellas, colega —lo interrumpió Mat sin mirarlo—. A ver si
un día te vas a hacer daño.
Después me pasó un gran
rollo de papel de cocina por encima del mostrador y, cuando lo cogí, me guiñó
un ojo con tal sutileza que estuve a punto de no percatarme. Casi temblaba de
la gratitud, de lo aliviado que estaba de tener a Mat de mi lado.
Arranqué un puñado de
toallas de papel y me arrodillé a toda prisa en el granizado a medio derretir
para limpiarle los pantalones al fenicio. Habría sido perfectamente
comprensible que alguien pensara que estaba a punto de hacerle una mamada a
modo de disculpa.
—Ay, señor, siempre he
sido torpe, siempre, ni siquiera sé patinar…
Se apartó como pudo (a
punto de resbalar otra vez) y se agachó para quitarme el fajo de papel mojado.
—¡Eh! ¡Eh, no me
toques! Te has arrodillado ahí como si tuvieras mucha práctica en el tema. Ni
te acerques a mi verga, gracias. Yo me encargo.
Me echó una mirada que
decía que había cruzado la línea que separaba a alguien que necesitaba una
patada en el culo de alguien a quien no quería ni ver cerca de él. Se restregó
los pantalones y la camisa mientras murmuraba con rencor para sí.
Pero yo todavía tenía
el rollo de papel, así que pisé el charco de aguanieve y le cogí la cámara para
limpiarla
En aquel momento, yo ya
estaba tan nervioso y me sentía tan mal que me movía de forma espasmódica y,
cuando agarré la cámara, mi mano apretó el gran botón rojo que sacaba las
fotos. La lente apuntaba al otro lado del mostrador, a la cara de Mat, cuando
la Polaroid se disparó con un relámpago de luz blanca y un agudo chirrido
mecánico.
La instantánea no salió
sin más, sino que la cámara lanzó el cuadrado de plástico desde su ranura como
un cohete en dirección al otro lado de la caja. Mat echó la cabeza atrás como
si hubiera recibido un golpe y parpadeó deprisa, quizá cegado por el flash.
Yo también estaba un
poco cegado, veía unos extraños gusanos de luz cobriza arrastrándose ante mis
ojos. Sacudí la cabeza y me quedé mirando con cara de estúpido la cámara que
tenía en la mano derecha. La marca era «Solarid», una empresa de la que no
había oído hablar nunca y, por lo que sé, no ha existido nunca, ni en este país
ni en ningún otro.
—Deja eso —ordenó el
fenicio en un tono de voz distinto.
Creía que ya había sido
testigo de su reacción más aterradora cuando me chilló, pero aquello era mucho
peor: era el ruido del tambor al girar en un revólver, el chasquido del
percutor al tirar de él hacia atrás.
—Sólo quería… —empecé a
decir, con la lengua dormida dentro de la boca.
—Lo que quieres es
acabar mal. Y estás a punto de conseguirlo.
Alargó una mano y le
devolví la Solarid. De haber dejado caer la cámara (de habérseme caído de la
mano, que estaba sudada y temblaba), creo que me habría matado. Que me habría
agarrado por el pescuezo y habría apretado. Lo creía entonces y lo creo ahora.
Sus ojos grises me miraron con una furia helada, y su rostro picado estaba tan
inexpresivo como una máscara de goma.
Me quitó la cámara de
un tirón y el momento pasó. Después miró al joven y a la anciana que estaban
detrás del mostrador.
—La fotografía. Deme la
fotografía —dijo.
Mat seguía atontado por
el flash de la cámara. Me miró. Miró a su madre. Era como si hubiera perdido el
hilo de la conversación entera.
El fenicio, sin
prestarle atención, se concentró en la señora Matsuzaka y alargó la mano de
nuevo.
—La foto es mía y la
quiero. Mi cámara, mi carrete, mi foto.
Ella recorrió con la
mirada el suelo, después levantó la vista y se encogió de hombros.
—Salió de la cámara y
cayó en su lado de la caja —dijo el fenicio despacio, en voz muy alta, lo
habitual cuando alguien está muy cabreado con un extranjero. Como si el volumen
ayudara en la traducción—. Todos lo hemos visto. Búsquela. Mire alrededor de
sus pies.
Mat se restregó los
ojos con las manos, las dejó caer y bostezó.
—¿Qué pasa? Tenía el
aspecto de quien se quita las sábanas de encima, sale de su dormitorio y se
encuentra en medio de una discusión. Su madre le dijo algo en japonés muy
deprisa, inquieta. Él se quedó mirándola con ojos envueltos en una bruma de
aturdimiento, aunque después alzó la barbilla y miró al fenicio.
—¿Algún problema,
colega?
—La fotografía. La fotografía
que te ha sacado el chico gordo. La quiero.
—¿Qué más da? Si la
encuentro, ¿quieres que te escriba un autógrafo?
El fenicio estaba harto
de hablar. Se fue dando grandes zancadas hasta la puerta que le llegaba a la
cintura y que daba al otro lado del mostrador y la caja registradora. La madre
de Mat, que estaba examinando de nuevo el suelo sin mucho entusiasmo, levantó
la cabeza de golpe y colocó la mano en el interior de la puerta batiente antes
de que el hombre pudiera entrar. Puso cara de intensísima desaprobación.
—¡No! ¡Clientes al otro
lado! ¡No, no!
—Quiero mi puta foto.
—¡Eh, hombrote!
—Si a Mat le duraba la
conmoción, se le pasó en ese preciso instante. Se colocó entre su madre y el
fenicio, y, de repente, el chico parecía muy grande—. Ya la has oído,
retrocede. Es política de empresa: no se permite la entrada a este lado del
mostrador a nadie que no trabaje aquí. ¿No te gusta? Cómprate una postal y
envíale una queja a Mobil. Se mueren por saber de ti.
—¿Podemos acelerar un
poco? Que tengo a un bebé esperando en el coche —se quejó la mujer que estaba
detrás de mí, cargada con un montón de latas de comida para gatos.
¿Qué? ¿Pensaban que
durante todo ese tiempo habíamos estado los cuatro solos en el Mobil? Mientras
yo tiraba mi especial Arctic Blu al fenicio, y él me insultaba y amenazaba, la
gente seguía entrando, cogiendo sus patatas fritas, sus bebidas y sus
bocadillos envueltos en film transparente, y haciendo cola detrás de mí. La
fila llegaba ya a la mitad de la tienda.
Mat se colocó detrás de
la caja.
—El siguiente.
La madre de las latas
rodeó con cuidado el charco de cienciaficcionero color azul chillón, y Mat
empezó a marcar precios.
El fenicio lo
observaba, incrédulo. Que el chico pasara de él de aquella manera era un
atropello a la altura de mi agresión con el Blu helado.
—¿Sabes qué te digo? A
la mierda. Que se jodan a todos, a esta tienda, a este gordo inútil y a ti,
chino. Tengo gasolina de sobra para salir de este antro de mierda. No gastaré
ni un penique más de lo absolutamente necesario en esta letrina.
—Uno con ochenta y nueve
—le dijo Mat a la mujer de la comida de gato—. El entretenimiento de la tarde
se lo ofrecemos gratis.
El fenicio llegó a la
puerta, pero se detuvo allí, con medio cuerpo fuera para lanzarme una mirada
asesina.
—No me olvidaré de ti,
niño. Mira a ambos lados antes de cruzar la calle, ¿me entiendes?
Yo estaba demasiado
muerto de miedo para responder nada. Cerró de un portazo. Unos segundos
después, su Caddy salió escopeteado de los surtidores camino de la autopista de
dos carriles, acompañado del agudo chirrido de los neumáticos.
Usé el resto de las
toallas de papel para secar el charco del suelo. Arrodillarme fue un alivio
porque así me encontraba por debajo del campo visual de los demás, donde podía
llorar casi en privado. Joder, sólo tenía trece años. Los clientes me
esquivaban, pagaban sus cosas y se marchaban fingiendo con mucha consideración
que no oían mis sollozos ahogados y mis mocos.
Cuando terminé de
limpiar la porquería (el suelo estaba pegajoso pero seco), llevé la gran masa
de papeles empapados al otro lado del mostrador. La señora Matsuzaka estaba
junto a su hijo, con la mirada perdida en el horizonte y los labios fruncidos,
pero cuando me vio con mi carga salió de su ensimismamiento y cogió la enorme
papelera industrial que guardaban allí detrás. La empujó para que rodara hasta
mí, y entonces la vi: la instantánea en el suelo, bocabajo, en la esquina; se
había deslizado bajo la papelera y por eso no la habían encontrado.
La señora Matsuzaka
también la vio y fue a recogerla mientras yo tiraba el amasijo de papel a la
basura. Se quedó mirando la foto con cara de no entender nada. Después me miró…
y la sostuvo en alto para que le echara un vistazo.
Debería haber sido un
primer plano de Mat. Le había puesto el objetivo casi en la cara.
Sin embargo, era una
fotografía mía. Salvo que no era una foto mía de hacía unos minutos, sino de
hacía unas semanas. En la imagen se me veía sentado en una silla de plástico
junto a la máquina de refrescos, leyendo Popular Mechanics mientras bebía de un
vaso gigante lleno de refresco. En la Polaroid (¿Solarid?) vestía una camiseta
blanca de Huey Lewis y unas bermudas vaqueras. El día del encuentro con el
fenicio en el Mobil llevaba pantalones caquis y una camisa hawaiana con
bolsillos. El fotógrafo tenía que haberse encontrado detrás del mostrador.
No tenía ningún
sentido, y me quedé observando la imagen completamente pasmado, intentando
averiguar de dónde había salido. No podía ser la misma foto que había sacado
por accidente, aunque tampoco entendía cómo podía ser una fotografía de hacía
unas semanas. No recordaba que Mat ni su madre me la hubieran tomado mientras
leía una de las revistas de Mat. Tampoco se me ocurría ninguna razón por la que
hubieran querido hacerla, y nunca los había visto con una cámara Polaroid.
Tragué saliva y dije:
—¿Me la puedo quedar?
La señora Matsuzaka le
echó otro vistazo desconcertado a la imagen, frunció los labios y la dejó sobre
el mostrador. Después la empujó hacia mí y, cuando retiró la mano, se restregó
las puntas de los dedos, como si le hubiera dejado una mancha desagradable en
la piel.
La examiné durante unos
segundos más, afectado por una extraña sensación de malestar detrás del
esternón, una especie de ansiedad tensa que no era del todo debida a la ira y
las amenazas del fenicio. Me guardé la foto en el bolsillo de la camisa y me
acerqué a la caja. Dejé el billete de veinte allí encima mientras pensaba, con
un escalofrío: «Es su dinero, ¿qué hará cuando se dé cuenta de que no se lo
devolviste? Será mejor que mires a ambos lados antes de cruzar la calle. Será
mejor que mires a los dos putos lados, Maricone». Ya ven, incluso yo me
insultaba.
—Siento el estropicio
—le dije a Mat—. Esto es por el refresco de litro.
—Da igual, chico. No te
voy a cobrar por eso. Sólo es un poco de azúcar derramado —me aseguró él
mientras me devolvía el billete.
—Vale. Bueno. Te debo
una por no dejar que me pegara una paliza. Me has salvado la vida, Mat. De
verdad.
—Tranquilo, tranquilo
—respondió, aunque entornó los ojos y me miró algo perplejo, como si no
estuviera muy seguro de qué le estaba contando. Me examinó durante unos
segundos más y después sacudió la cabeza—. Oye, ¿te importa que te pregunte una
cosa?
—Claro, ¿qué, Mat?
—Me hablas como si nos
conociéramos. ¿Nos habíamos visto antes?
Joseph
Hillstrom King, conocido como Joe Hill (Hermon, Maine,
Estados Unidos; 4 de junio de 1972), es un escritor estadounidense y creador de
cómics, afamado por renovar los
géneros de terror, fantasía oscura y ciencia ficción. Hill es el segundo hijo
de los autores Stephen y Tabitha King. Su hermano menor, Owen King, también es escritor.
Hill
escogió
usar una forma abreviada de su nombre de pila (una referencia al líder obrero
ejecutado Joe Hill) en 1997, a partir del deseo de tener éxito basado solamente
en sus propios méritos, en lugar de como el hijo de Stephen King. Después de lograr un grado de éxito independiente, Hill públicamente reveló su identidad en
2007 después que un artículo el año anterior en la revista estadounidense Variety revelase su identidad.
Joe
Hill
es el último destinatario de las becas de la Comunidad Ray Bradbury. También ha recibido los premios William L. Crawford al mejor nuevo
escritor de fantasía en 2006, A. E.
Coppard Long Fiction Prize en 1999 para "Mejor Que El Hogar"
(Better Than Home) y el 2006 World
Fantasy Award por Mejor Novela "Compromiso Voluntario" (Voluntary
Committal). Sus historias han aparecido en una variedad de revistas, como la Revista Subterránea (Subterranean
Magazine), Posdatas (Postscripts) y Altas Planos Literarias (The High Plains
Literary Review), y en muchas antologías, incluyendo "El Gran Libro de lo
Mejor del Nuevo Horror (The Mammoth Book of Best New Horro) (ed. Stephen Jones), y "La Mejor Fantasía y Horror del
Año (The Year's Best Fantasy and Horror) (ed. Ellen Datlow, Kelly Link &
Gavin Grant)
Obra
Novelas
El traje del muerto
La primera novela de
Hill, El traje del muerto (su título
original en inglés: Heart-Shaped Box), fue publicada por William Morrow/HarperCollins el 13 de Febrero de 2007 y por Victor Gollancz Ltd en el Reino Unido en
marzo de 2007. Y simultáneamente a estas dos ediciones, una edición limitada de
Heart-Shaped Box fue también liberada
por Subterranean Press; esta se agotó
varios meses antes de su publicación. La novela llegó al número 8 de la lista
de superventas del periódico The New York
Times el 1o. de abril de 2007. El protagonista de la novela es Judas Coyne,
una veterana estrella de rock que colecciona objetos macabros. Un día encuentra
en internet una subasta donde ofrecen el traje de un cadáver, aparentemente
embrujado, que él adquiere con nefastas consecuencias.
Cuernos
Su trabajo,
"Cuernos" ("Horns" en inglés), fue publicado el 16 de
febrero de 2010 en Estados Unidos y en España el 6 de octubre de mismo año. Es
una historia sobre el amor, el satanismo y la venganza. Se podría considerar su
opera magna.
La novela cuenta la
historia de "Ig", un joven que al levantarse un día tras una
borrachera, se da cuenta de que le están creciendo unos cuernos en su cabeza y
tiene poderes de carácter diabólico. Todo esto tras la ruptura con su novia
Merrin, quien tuvo una misteriosa violación y fue asesinada. Se realizó una
película basada en este libro en el año 2014, que fue protagonizada por Daniel
Radcliffe
NOS4A2
Su novela titulada
NOS4A2 (se pronuncia «Nosferatu»). Se publicó en la primavera del 2013.
Básicamente es una historia de carretera con vampiros.
La niña Victoria
McQueen tiene un don especial para encontrar cosas: cada vez que se pierde algo
en su casa, ella lo encuentra. Lo que no saben sus padres es que lo que
realmente hace Vic es montar en su bicicleta y pedalear hasta el río, donde un
misterioso puente cubierto la transporta al lugar donde se encuentra el objeto
perdido. Siendo adolescente, un día que está cabreada con sus padres, Vic se
mete en el puente cubierto buscando problemas, y aparece en la Casa del Trineo,
donde un misterioso anciano, Charles Manx, casi la mata. Manx resulta ser un
peligroso psicópata que va secuestrando niños para llevarlos a la Tierra de la
Navidad, un lugar maravilloso donde todos los días del año son Navidad.
Fuego
Su cuarta novela, The fireman, traducida al español como
"Fuego" es de tinte post-apocaliptico, fue lanzada el 17 de mayo de
2016.
En ella un misterioso
hongo está infectando a la gente haciendo que se quemen espontáneamente y la
sociedad debe lidiar con las consecuencias de este evento.
Relatos
Fantasmas
El primer libro de
Hill, la edición limitada "Fantasmas" (20th Century Ghosts) publicado
en 2005 por PS Publishing, mostraba
catorce de sus pequeñas historias y ganó el premio Bram Stoker Award para la Mejor
Colección de Ficción (Best Fiction Collection), junto con el Premio Británico de Fantasía British Fantasy
Award por la Mejor Colección (Best Collection) y por Mejor Historia Corta (Best Short Story) por "Lo Mejor del
Nuevo Horror" (Best New Horror). En octubre de 2007, la corriente
principal de sus publicadores de Hill en EE.UU. y Reino Unido son la
reimpresión de Fantasmas del Siglo 20
(20th Century Ghosts), sin los extras publicados en las 2005 versiones de Caja Protectora (Box Slipcased).
Tiempo extraño
Publicado originalmente
en el 2017 como Strange weather y
traducido al español en 2018. Compuesto por cuatro novelas cortas y relatos,
titulado "Instantánea", "Lluvia", "En el aire" y
"Cargado".
Otros trabajos
El 23 de septiembre de
2007 en la 31a. Conveción Fantasycon,
la Sociedad Británica de Fantasía (British Fantasy Society) adjudicó a Hill el
primer premio Sydney J. Bounds Best
Newcomer Award. La primera venta profesional de Hill fue en 1997.
Entre sus trabajos aún
no publicados esta uno parcialmente completado con su padre, "Pero Sólo La
Oscuridad Me Ama" (But Only Darkness Loves Me) el cual se apoya con los
trabajos de Stephen King en la Unidad de
Colecciones Especiales (Special Collections Unit) de la Biblioteca de Raymond H. Fogler en la Universidad de Maine en Orono, Maine.
Cómics
Locke & Key
Hill es también un gran
amante de los cómics y novelas gráficas. Gracias a la ayuda del dibujante
chileno Gabriel Rodríguez y sus propios guiones, ambos comenzaron en el año
2008 el proyecto de creación de una serie de cómics llamada Locke & Key. Dichos cómics han sido
publicados por IDW Publishing en
Estados Unidos, por Editorial Panini
en España y la Editorial Arcano IV en
Chile.
La temática es del tipo
terror-suspenso. Todo comienza con el asesinato del padre de Tyler, Kinsey y
Bode Locke, que junto a su madre deciden ir a vivir a un nuevo lugar que les
haga olvidar todo lo ocurrido; de esta manera es como llegan a la mansión
Keyhouse, localizada en Lovecraft, Massachusetts. Esta mansión contiene
distintas llaves y puertas que pueden realizar cosas imposibles.
La serie ha tomado
aprecio por el público al punto de ser considerado uno de los mejores cómics de
terror de los últimos años, superando por mucho a otros del género como The Walking Dead de Robert Kirkman.
Otros Cómics
Joe Hill quiso mostrar
el interés que tiene por sus propias historias adaptando una de estas al cómic.
La Capa, uno de los cuentos presentes
en el libro Fantasmas. Fue elaborado
por Hill y Jason Ciaramella con Zach Howard haciendo los dibujos.
Curiosidades
Entre su serie de
cómics, Locke & Key, Hill comenta
que su llave favorita es la "Ghost Key" (Llave fantasma)
Su libro favorito es la
novela True Grit, escrita en 1968 por
Charles Portis.
Hill es un gran amante
del cine de terror y Serie B al igual que su padre, Stephen King. Ha llegado a
considerar a Tiburón como la mejor
película que ha visto.
Es coleccionista de
tazas de té y cualquier objeto que tenga tentáculos.
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