Sunday, January 27, 2019

JOE HILL


INSTANTÁNEAS
Joe Hill

1


Shelly Beukes se encontraba al pie del camino y miraba hacia nuestro bungaló de arenisca rosa con los ojos entornados, como si nunca antes lo hubiera visto. Llevaba una gabardina digna de Humphrey Bogart y un enorme bolso de tela con estampado de piñas y flores tropicales. Cabría pensar que estaba de camino al supermercado de haber tenido un supermercado al que se llegase a pie, pero no lo había. Hasta el segundo vistazo no me percaté de lo que no encajaba en la imagen: se le había olvidado calzarse y sus pies estaban asquerosos, casi negros de porquería.
Yo pasaba el rato en mi garaje, dedicado a mi ciencia, que era como mi padre llamaba a lo que hacía cada vez que decidía destrozar una aspiradora o un mando a distancia a los que no les pasaba nada. Rompía más que fabricaba, aunque había conseguido conectar un joystick de Atari a una radio para poder saltar de una emisora a otra al darle al botón de disparo, un truco en esencia estúpido que, a pesar de ello, impresionó a los jueces de la feria de las ciencias de octavo, donde me concedieron el primer premio por mi creatividad.
La mañana que Shelly apareció al pie del camino, yo estaba trabajando en mi pistola de fiesta. Parecía una pistola de rayos letales sacada de una novela de ciencia ficción pulp, un gran cuerno de latón abollado con la culata y el gatillo de una Luger (en realidad había soldado una trompeta y una pistola de juguete para crear el armazón). Sin embargo, cuando apretabas el gatillo sonaba una sirena, se encendían unas bombillas de flash, y escupía una tormenta de confeti y serpentinas. Mi idea era que, si salía bien, mi padre y yo se la ofreciéramos a los fabricantes de juguetes o quizá le vendiéramos la idea a una cadena de artículos de fiesta del estilo de Spencer Gifts. Como casi todos los ingenieros en ciernes, perfeccionaba mi arte con una serie de artículos de broma pueriles. No hay ni un solo tío en Google que no haya al menos fantaseado con diseñar unas gafas de rayos x para ver a través de las faldas de las chicas.
Apuntaba con el cañón de la pistola de fiesta a la calle cuando vi a Shelly, justo allí, en mi punto de mira. Dejé mi trabuco de pega y entorné los ojos para observarla. La veía, pero ella a mí no. Para Shelly, mirar hacia el garaje habría sido como contemplar la impenetrable oscuridad de la entrada al pozo de una mina.
Iba a llamarla cuando le vi los pies y se me atascó el aire en la garganta. No hice ruido alguno, me limité a observarla un momento: movía los labios, susurraba para sí.
Echó la vista atrás, hacia el camino por el que venía, como si temiera que alguien la atacara por sorpresa. Pero estaba sola en la carretera, en un mundo húmedo y todavía bajo un cielo cubierto. Recuerdo que todos los vecinos habían sacado ya la basura, que los camiones llegaban tarde y la avenida apestaba.
Casi desde el primer momento comprendí que no debía hacer nada que la asustara. La verdad es que no existía ningún motivo obvio para ser precavido, pero nuestras mejores ideas suelen originarse muy por debajo del pensamiento consciente y no tienen nada que ver con la racionalidad. Nuestro cerebro de simios absorbe una gran cantidad de información a través de pistas sutiles de las que ni siquiera nos percatamos.
Así que cuando bajé por la cuesta de nuestro camino llevaba los pulgares enganchados en los bolsillos y ni siquiera la miraba a ella, sino que escudriñaba el horizonte como si contemplara el vuelo de un avión lejano. Me acerqué igual que si se tratara de un perro callejero renqueante que quizá me recibiera lamiéndome la mano con esperanzado cariño o abalanzándose sobre mí con los dientes fuera. No dije nada hasta estar casi a su lado.
—Ah, hola, señora Beukes —la saludé, fingiendo que acababa de reparar en su presencia—. ¿Se encuentra bien?
Ella volvió la cabeza hacia mí, y su rostro regordete adoptó una expresión de plácida benevolencia.
—Bueno, ¡me he hecho un lío! ¡He llegado hasta aquí, pero no sé por qué! ¡Si hoy no me toca limpiar!
Eso no me lo había visto venir.
Tiempo atrás, Shelly nos había barrido, fregado y ordenado la casa cuatro horas todos los martes y viernes por la tarde. Ya era vieja por aquel entonces, aunque tenía el dinámico vigor musculoso de una jugadora olímpica de curling. Los viernes nos dejaba una bandeja de galletas blandas rellenas de dátiles protegidas con un film transparente. ¡Muchacho, qué buenas estaban! Ya no se encuentran galletas como aquellas, y ni el crème brûlée del Four Seasons sabía tan bien con una taza de té.
No obstante, en agosto de 1988 yo tenía trece años y estaba a pocas semanas de empezar en el instituto, así que hacía media vida (mía) que Shelly no nos limpiaba. Había dejado de trabajar después de su triple bypass de 1982, cuando el médico le dijo que debía tomarse algo de tiempo libre para descansar. Llevaba descansando desde entonces. Yo nunca le había dado demasiadas vueltas, pero, de haberlo hecho, me habría preguntado por qué había aceptado aquel trabajo. Porque dinero no le faltaba.
—¿Shelly? ¿Le ha pedido mi padre que viniera a ayudar a Marie?
Marie era la mujer que la había sustituido, una veinteañera recia y poco avispada que se reía con ganas, tenía una lata con forma de corazón y protagonizaba todas mis fantasías cuando me cascaba la salchicha. No se me ocurría ninguna razón para que mi padre pensara que Marie necesitaba ayuda. Por lo que sabía, no esperábamos visita; ni siquiera estoy seguro de que nos visitara alguien alguna vez.
Su sonrisa vaciló un instante. Después lanzó una de aquellas miradas ansiosas atrás, hacia la carretera. Cuando se giró hacia mí, sólo quedaba un levísimo rastro de buen humor en su cara y se le notaba el susto en los ojos.
—No lo sé, chico… ¡Dímelo tú! ¿Se suponía que tenía que limpiar la bañera? Sé que no me dio tiempo la semana pasada, y está bastante sucia. —Shelly Beukes se puso a rebuscar en su bolso de tela mientras mascullaba para sí. A continuación levantó la vista con los labios fruncidos de frustración—. Me cago en todo. Se me ha olvidado coger el puto Ajax antes de salir de casa.
Di un respingo, no me habría sorprendido más de haberse abierto la gabardina para enseñarme que no llevaba nada debajo. Shelly Beukes no era lo que se dice una anciana estirada (recordaba que una vez nos había limpiado la casa vestida con una camiseta de John Belushi), pero jamás la había oído usar la palabra «puto». Incluso «me cago en todo» era un poco fuerte para su repertorio habitual.
Shelly no se percató de mi sorpresa, sino que se limitó a añadir:
—Dile a tu padre que me encargaré de la bañera mañana. Con diez minutos tengo para que brille como si nadie hubiera metido nunca el culo dentro.
Entonces se le abrió el bolso, miré dentro y vi que había un gnomo de jardín sucio y hecho polvo, varias latas de refresco vacías y una zapatilla vieja desparejada.
—Será mejor que me vaya a casa —dijo de repente, casi como un robot—. El afrikáner se estará preguntando dónde me he metido.
El afrikáner era su marido, Lawrence Beukes, que había emigrado de Cape Town antes de que yo naciera. A los setenta años, Larry era uno de los hombres más musculosos que conocía, un antiguo levantador de pesas con brazos esculpidos y el típico cuello surcado de venas de los forzudos de los circos. Ser enorme era su principal responsabilidad profesional: se ganaba la vida con una cadena de gimnasios que había abierto en los setenta, justo cuando la impresionante masa aceitosa de Arnold Schwarzenegger se abría paso a empujones por nuestra consciencia colectiva. Larry y Arnie habían aparecido una vez en el mismo calendario: Larry era febrero y, ataviado con tan sólo una apretada hamaca negra para las pelotas, enseñaba sus músculos entre la nieve; Arnie era junio y brillaba bajo el sol de la playa, con una chica en bikini enganchada a cada uno de sus gigantescos brazos.
Shelly echó un último vistazo atrás y se marchó arrastrando los pies en una dirección que la habría alejado aún más de su casa. En cuanto me quitó los ojos de encima, me olvidó. Lo noté en la pérdida de expresión de su rostro. Los labios empezaron a movérsele mientras se susurraba preguntas en voz baja.
—¡Shelly! Eh, iba a preguntarle a su marido si…, que… —Me costaba pensar en un tema sobre el que Larry Beukes y yo tuviéramos que hablar— . ¡Si había pensado en contratar a alguien para cortar el césped! Tiene cosas mejores que hacer, ¿verdad? ¿Le importa que la acompañe a casa?
Fui a cogerla del codo y la pillé antes de que se alejara demasiado.
Dio un bote al verme (como si me hubiera acercado con sigilo para asustarla) y después me ofreció aquella sonrisa suya, valiente y desafiante.
—No sé cuántas veces le he dicho ya a ese viejo que tenemos que contratar a alguien para cortar el…, el… —Se le oscureció la mirada. No recordaba lo que había que cortar. Al final meneó un poco la cabeza y siguió hablando—: … eso. Ven conmigo, sí. —Me cogió una mano—. ¡Creo que me quedan unas cuantas galletas de esas que tanto te gustan!
Me guiñó un ojo y, por un segundo, supe que no sólo sabía quién era yo, sino también quién era ella. Shelly Beukes recuperó la claridad mental y después la perdió de nuevo. Veía que se le escapaba la conciencia de sí misma como una luz con un regulador de intensidad que va apagándose.
Así que la acompañé a casa. Me sentía mal por sus pies descalzos sobre la calzada caliente. Había humedad y mosquitos por todas partes. Al cabo de un rato, me di cuenta de que se había puesto roja y el sudor le perlaba los bigotes de anciana, así que se me ocurrió que debía quitarse la gabardina. Aunque reconozco que, llegados a ese punto, empezaba a pensar que de verdad de la buena estaba desnuda bajo el abrigo. Dada su desorientación, no me pareció sensato descartarlo. Reprimí la incomodidad y le pregunté si podía llevarle la gabardina. Ella negó con la cabeza muy deprisa.
—No quiero que me reconozca.
Fue una respuesta tan maravillosamente chiflada que, por un momento, me olvidé de la situación y respondí como si Shelly fuese todavía ella misma: una persona sensata a la que le encantaba Jeopardy! y limpiaba hornos con una determinación casi brutal.
—¿Quién? —pregunté.
Ella se inclinó hacia mí y, con una voz que era poco más que un susurro, respondió:
—El Hombre de la Polaroid. Esa puta comadreja escurridiza que va en descapotable. Me ha estado haciendo fotos cuando el afrikáner no estaba. No sé cuánto me ha quitado ya con la cámara, pero no puede llevarse más. —Me agarró por la muñeca. Su cuerpo seguía siendo fuerte y de generosos senos, aunque aquella mano era huesuda y ganchuda como las de las brujas de los cuentos—. No dejes que te haga una foto. No dejes que empiece a quitarte cosas.
—Estaré pendiente. En serio, Shelly, se va a derretir con ese abrigo. Deje que lo lleve yo, y los dos vigilaremos juntos por si aparece. Se lo puede poner en un segundo si lo ve venir. Echó la cabeza atrás y entornó los ojos para examinarme, igual que quien examina la letra pequeña al final de un contrato dudoso. Finalmente se sorbió los mocos y se quitó la gabardina para dármela. No estaba desnuda debajo, sino que llevaba unos pantalones cortos deportivos y una camiseta puesta del revés y al revés, de modo que la etiqueta le revoloteaba bajo la barbilla. Tenía las piernas huesudas y de un blanco pasmoso, con las pantorrillas repletas de varices. Le doblé el abrigo, que estaba sudado y arrugado, me lo eché a un brazo, le di la mano y seguimos adelante.
Las carreteras de Golden Orchards, nuestra pequeña urbanización al norte de Cupertino, estaban trazadas como rollos de cuerda superpuestos: no había una sola línea recta en todo el lugar. A primera vista, las casas parecían pertenecer a una aleatoria variedad de estilos: un estucado español por aquí, unos ladrillos coloniales por allá. Aun así, si te pasabas el tiempo suficiente dando vueltas por el barrio, acababas por comprender que todas eran la misma casa, más o menos (misma distribución interior, mismo número de baños, mismo estilo de ventanas), salvo que con distintos disfraces.
La casa de los Beukes era de un falso estilo victoriano, aunque con una especie de toque playero: conchas marinas empotradas en el sendero de hormigón que conducía al porche, una estrella de mar blanqueada colgada de la puerta principal… ¿Se llamarían los gimnasios del señor Beukes En Forma Con Neptuno? ¿Deportes Atlantis? ¿Se trataría de una broma por las máquinas Nautilus que usaban en las instalaciones? Ya no me acuerdo. Gran parte de aquel día (el 15 de agosto de 1988) se me ha quedado grabada en la memoria, pero quizá ni siquiera entonces conociera ese detalle en concreto.
La conduje hasta la puerta y llamé; después toqué el timbre. Podría haberla metido dentro sin más (al fin y al cabo, era su casa), pero me dio la impresión de que no era lo correcto dado el caso. Creí que debía contarle a Larry Beukes adónde había ido su mujer y encontrar un modo no demasiado incómodo de explicarle lo desorientada que estaba.
Shelly no daba signos de reconocer su propia casa. Se quedó al pie de los escalones de la entrada mientras miraba a su alrededor muy serena, esperando pacientemente. Hacía un momento había parecido astuta e incluso algo amenazadora. Ahora era como una abuela aburrida que iba de puerta en puerta con su nieto boy scout para hacerle compañía mientras vendía suscripciones a revistas.
Los abejorros hurgaban en agitadas flores blancas. Por primera vez me di cuenta de que quizá Larry Beukes necesitara de verdad contratar a alguien para que le cortara el césped. El patio estaba descuidado y repleto de malas hierbas, con el césped salpicado de dientes de león. La fachada en sí necesitaba una limpieza a presión, ya que tenía manchas de moho bajo los aleros. Hacía bastante tiempo que no me acercaba por allí, y a saber cuándo había sido la última vez que le había prestado verdadera atención a la casa, en lugar de limitarme a pasear la vista por encima.
Larry Beukes siempre había mantenido su propiedad con la diligencia y energía de un mariscal de campo prusiano. Salía al patio dos días a la semana, vestido con una camiseta sin mangas, para empujar su cortacésped manual mientras lucía sus bronceados deltoides con la barbilla bien alta (tenía un hoyuelo en ella, además de un porte envidiable). El césped de los demás estaba verde y cuidado. El suyo era simplemente meticuloso.
Por supuesto, cuando sucedió todo esto yo sólo tenía trece años, y ahora comprendo lo que no entendía entonces: Lawrence Beukes estaba perdiendo las riendas. Su habilidad para gestionar, para seguirle el ritmo a las exigencias de la vida suburbana, por simples que fueran, empezaba a erosionarse poco a poco por el esfuerzo de cuidar de una mujer que ya no era capaz de cuidarse sola. Supongo que lo único que le permitía seguir adelante eran su inherente optimismo y su preparación (su sentido del entrenamiento personal, por así decirlo), y así se engañaba y se decía que podía con todo.
Empezaba a pensar que iba a tener que volver con Shelly a mi casa y esperar allí cuando su Town Car burdeos de diez años giró hacia el camino de entrada a la casa. El señor Beukes lo conducía como un criminal que huyera de Starsky y Hutch, y golpeó uno de los neumáticos contra la acera. Salió del vehículo sudando, y estuvo a punto de tropezar y caer al salir al patio.
—¡Por Dios, aquí estás! ¡Te he buscado por todas partes! Casi me provocas un ataque al corazón.
El acento de Larry te hacía pensar en apartheid, tortura y dictadores sentados en tronos de oro dentro de palacios de mármol con salamandras correteando por las paredes. Lo que era una pena, porque había ganado su dinero cargando pesas, no diamantes de sangre. Tenía sus defectos (había votado a Reagan, creía que Carl Weathers era un gran actor dramático y se emocionaba mucho con Abba), pero reverenciaba y adoraba a su mujer y, comparado con eso, sus imperfecciones no importaban en absoluto. Siguió hablando:
—¿Qué has hecho? Me acerco ahí al lado para preguntarle al señor Bannerman si tiene detergente, vuelvo ¡y has desaparecido como un truco de David Copperfield!
La agarró por los brazos como si estuviera a punto de sacudirla, aunque lo que hizo al final fue abrazarla. Miró por encima del hombro de Shelly, hacia mí, con los ojos relucientes de lágrimas.
—No pasa nada, señor Beukes. Está bien. Sólo un poco… perdida.
—No estaba perdida —respondió ella, y le dedicó una sonrisita cómplice—. Estaba escondiéndome del Hombre de la Polaroid.
Él sacudió la cabeza.
—Chisss. Calla, mujer, vamos a ponerte a cubierto del sol y… Ay, Dios mío, tus pies. Deberías quitártelos antes de entrar en casa. Vas a dejar porquería por todas partes.
Suena un poco salvaje y cruel, pero tenía los ojos húmedos y hablaba con un afecto brusco y herido; podría ser alguien hablando con un gato viejo y muy querido que se ha metido en una pelea y ha llegado a casa sin una oreja.
Pasó junto a mí, escalones arriba, y se metió en la casa. Estaba a punto de marcharme, creyendo que me habían olvidado, cuando regresó y agitó un dedo tembloroso delante de mi nariz.
—Tengo una cosa para ti —dijo—. No te vayas volando, Michael Figlione.
Y cerró de un portazo.

2

En cierto modo, su elección de palabras casi podría haberse considerado graciosa: no había peligro alguno de que me alejara volando. Ni siquiera he tocado todavía el tema más gordo, y es que, a los trece años, yo era lo más gordo que se podía ver a un kilómetro a la redonda. Estaba gordo. No era «de hueso ancho» ni «robusto». Ni meramente «fornido». Cuando recorría la cocina, los vasos temblequeaban dentro del armario. Cuando estaba con los otros críos de mi clase de octavo, era como un búfalo deambulando entre los perros de las praderas.
En esta era moderna de redes sociales y preocupación por el acoso escolar, si llamas a alguien culo gordo es probable que acaben por insultarte a ti por tu falta de conciencia social. Pero en 1988 twitter era un verbo inglés que únicamente servía para describir la charla entre los gorriones y sus demás colegas alados. Yo estaba gordo y me sentía solo; en aquellos días, si eras lo primero, lo segundo venía detrás. Tenía tiempo de sobra para acompañar a ancianitas a su casa. No estaba desatendiendo a mis amigos porque no los tenía. Al menos, ninguno de mi edad. Mi padre a veces me llevaba a la bahía para asistir a las reuniones mensuales de un club llamado RUER S.F. (Reunión de Usuarios y Entusiastas de la Robótica de San Francisco), aunque la mayoría de los que acudían a aquellas quedadas eran mucho mayores que yo. Mayores y ya estereotipos. Ni siquiera hace falta que los describa porque seguro que ya se los imaginan: el cutis destrozado, las gafas de culo de vaso, las braguetas abiertas. Cuando pasaba el rato con esa tropa, no sólo aprendía sobre placas base, sino que creía estar contemplando mi futuro: una vida célibe y deprimentes discusiones a altas horas de la noche sobre Star Trek.
Tampoco ayudaba que me apellidara Figlione, lo que traducido al idioma de los colegios de los ochenta se convertía en Gordinflone, Tostone o, simplemente, Maricone, apodos que se me pegaron como chicle a la zapatilla hasta que alcancé la veintena. Incluso mi querido profesor de ciencias de quinto, el señor Kent, me llamó Tostone una vez, para regocijo general. Al menos, él tuvo la decencia de ruborizarse, palidecer y disculparse, por ese orden.
Mi existencia podría haber sido mucho peor. Iba limpio y bien vestido, y como nunca estudiaba francés conseguí evitar el cuadro de honor: aquella lista de sabelotodos engreídos y ojitos derechos de los profesores que parecían ir pidiendo una cachetada. Lo peor que tuve que sufrir fue alguna que otra humillación de bajo nivel y, cuando ocurría, siempre sonreía con benevolencia, como si se tratara de la broma de un buen amigo. Shelly Beukes no era capaz de recordar lo sucedido el día anterior; por norma general, yo prefería no hacerlo.
La puerta volvió a abrirse de golpe, y Larry Beukes salió de nuevo. Me giré y vi que se limpiaba la mejilla húmeda con el enorme dorso de su callosa mano. Sentí vergüenza y aparté la mirada para dirigirla a la calle. No tenía experiencia con llantos de adultos. Mi padre no era un hombre especialmente emotivo, y dudo que mi madre fuera muy dada a las lágrimas, aunque no sabría decirlo con certeza. La veía dos o tres meses al año. Larry Beukes había venido de África, mientras que mi madre había viajado hasta allí para un estudio antropológico y, en cierto sentido, jamás había regresado. Incluso cuando estaba en casa, parte de ella seguía a diez mil kilómetros de distancia, fuera de mi alcance. Por aquel entonces no era algo que me cabreara, puesto que, para los niños, el enfado requiere proximidad. Eso cambia con los años.
—He recorrido en coche todo el barrio buscando a la condenada vieja. Es la tercera vez. ¡Creía que la había pillado un coche! Esa condenada… Gracias por traérmela. Que Dios te bendiga, Michael Figlione. Bendito seas.
Entonces le dio la vuelta a un bolsillo y el dinero voló por todas partes: billetes arrugados y monedas sueltas que se esparcieron por el camino y por la hierba. Me di cuenta, no sin algo de susto, de que pretendía darme una recompensa.
—Ay, no, señor Beukes, no pasa nada. No es necesario. Me alegro de haber ayudado. No quiero… Me sentiría tonto…
Él entornó un ojo y me lanzó una mirada asesina con el otro.
—Esto es más que una recompensa; es un anticipo. —Se agachó para recoger un billete de diez dólares y me lo ofreció—. Venga, cógelo. —Como no lo hacía, me lo metió en el bolsillo de la pechera de mi camisa hawaiana—. Michael, si tengo que salir a alguna parte, ¿te puedo llamar para que la cuides? Me paso el día entero en casa, lo único que hago es cuidar de esta loca, pero a veces tengo que comprar comida o acercarme a uno de los gimnasios para apagar un fuego. Siempre hay un fuego. Todos los musculitos que trabajan para mí son capaces de levantar ciento ochenta kilos de pesas, pero ni uno de ellos sabe contar más de diez. Se pierden en cuanto se quedan sin dedos. —Le dio unas palmaditas al dinero de mi camisa y me quitó el abrigo de su mujer, que yo llevaba todavía colgado del antebrazo, como el paño de un camarero, olvidado—. Bueno, ¿trato?
—Claro, señor Beukes. Ella era mi niñera. Supongo que puedo…, que puedo…
—Sí, ser su niñera. Ha llegado a su segunda infancia, que Dios nos ayude a los dos. Necesita que alguien se asegure de que no salga por ahí. A buscarlo.
 —Al Hombre de la Polaroid.
—¿Te lo ha contado?
Asentí con la cabeza. Él negó con la suya y se pasó una mano por el ralo cabello engominado. —Me preocupa que un día vea a alguien por la calle, decida que es él y le clave un cuchillo de cocina. Ay, Señor, ¿y qué haría yo?
No era muy inteligente por su parte decirle eso al muchacho al que intentas contratar para que cuide de tu anciana esposa, a la que se le desintegra la mente. Era imposible no considerar la posibilidad de que la mujer creyera que yo era el Hombre de la Polaroid y decidiera clavarme un cuchillo de trinchar. Sin embargo, el pobre estaba distraído y angustiado, y hablaba sin pensar. Daba igual. Shelly Beukes no me asustaba. Me daba la impresión de que, por mucho que se olvidara de mí y de ella, su esencia no cambiaría: era una persona cariñosa, eficiente e incapaz de hacer nada malo.
Larry Beukes me miró a los ojos; los suyos estaban inyectados en sangre y llenos de tristeza.
 —Michael, algún día serás rico. Seguro que amasas una fortuna inventando el futuro. ¿Harás una cosa por mí? ¿Por tu viejo amigo Larry Beukes, que se pasó sus últimos años muerto de preocupación por la tonta de su mujer y sus sesos hechos papilla? ¿Por la mujer que le dio más felicidad de la que se merecía? Estaba llorando otra vez.
Yo quería esconderme, pero asentí.
—Claro, señor Beukes. Claro.
—Inventa el modo de no envejecer. Es una broma de muy mal gusto. Envejecer no es forma de dejar de ser joven.

3

Caminaba sin rumbo, apenas consciente de que me movía y mucho menos de adónde iba. Tenía calor, estaba mareado y llevaba diez dólares aplastados dentro del bolsillo de la camisa, dinero que no quería. Para librarme de él, mis mugrientas Adidas Run DMC me llevaron hasta el lugar adecuado más cercano.
Había una gran estación de Mobil al otro lado de la autopista, frente a la entrada de Golden Orchards: una docena de surtidores y una tienda con un delicioso aire acondicionado en la que podías encontrar carne ahumada, Funyuns y, si eras lo bastante mayor, revistas porno. Aquel verano me había aficionado a beber mi propio brebaje granizado: un vaso de litro de Coca-Cola de vainilla aderezada con un chorro de algo llamado Artic Blu. Artic Blu era del color del líquido que escupían los limpiaparabrisas y sabía un poco a cereza con un toque de sandía. Aquel mejunje me volvía loco, aunque es probable que, de encontrármelo hoy en día, no quisiera probarlo. Creo que a mi paladar de cuarenta años le sabría a tristeza adolescente.
Estaba empeñado en un granizado especial de Coca-Cola con Artic Blu, aunque no lo supe hasta que vi el Pegaso rojo que rotaba en su poste de doce metros sobre la estación de Mobil. Habían alquitranado hacía poco el aparcamiento, y el suelo se veía negro y grueso como una tarta. Emitía calor, lo que hacía que todo el lugar temblara un poco, el espejismo de un oasis atisbado por un hombre que se muere de sed. No me fijé en el Cadillac blanco del surtidor número diez ni en el tipo que estaba de pie a su lado hasta que este me habló.
—Eh —me dijo, y como no reaccioné por culpa de mi ensoñadora insolación, lo repitió con menos amabilidad—: ¡Eh, gordo!
Esta vez sí que lo oí. Mi radar estaba ajustado para detectar cualquier señal que avisara de la amenaza de un matón, así que sonó al oír el «gordo» y el tono de desdén jocoso de aquel hombre.
Tampoco es que fuera el más indicado para meterse con el aspecto de los demás. Iba bastante bien vestido, aunque su ropa parecía fuera de lugar: con aquella pinta debería haber estado en la puerta de un pub de San Francisco, no al lado de un surtidor de Mobil en un insignificante barrio periférico de California. Vestía una camisa de manga corta de seda negra con relucientes botones rojos, pantalones largos negros con la raya planchada hasta afilarla, y botas negras de vaquero con bordados en rojo y blanco.
No obstante, era feo hasta decir basta, con la barbilla prácticamente hundida en el largo cuello y las mejillas carcomidas de viejas cicatrices de acné. Los antebrazos, muy morenos, estaban cubiertos de tatuajes negros, líneas de escritura cursiva que los recorrían en largas espirales de serpiente hasta las muñecas. Llevaba una corbata de bola (muy populares en los ochenta) con un alfiler de metacrilato en cuyo interior se veía un escorpión amarillento enroscado.
 —¿Sí, señor?
—¿Vas a entrar? ¿A por un donut o algo? —Metió la boquilla de la manguera en el depósito de su enorme barco blanco.
—Sí, señor —respondí mientras pensaba: «Cómeme el donut, idiota».
Se metió la mano en el bolsillo delantero y tiró de un fajo de billetes sucios y amarillentos. Sacó uno de veinte.
—Pues si entras con esto y les dices que enciendan el surtidor número diez… Eh, Snickers, que estoy hablando contigo. Escucha.
Por un momento me había despistado al ver el objeto que descansaba en el asiento trasero de su Cadillac: una cámara instantánea Polaroid. Es probable que sepan qué aspecto tiene una Polaroid, incluso si son demasiado jóvenes para haberlas usado o haberlas visto usar. La Polaroid original es tan reconocible y representa un avance tecnológico tan brutal que se convirtió en icono de su era. Es algo que… pertenece a los ochenta, como el Comecocos o Reagan.
Ahora todo el mundo lleva una cámara en el bolsillo, por lo que la idea de sacar una fotografía y poder examinarla de inmediato a nadie le parece espectacular. Pero en el verano de 1988 la Polaroid era uno de los pocos dispositivos capaces de hacer una foto y revelarla más o menos al instante. La cámara escupía un grueso cuadrado blanco con un rectángulo de película gris en el centro y, al cabo de un par de minutos (o menos, si agitabas el cuadrado adelante y atrás para activar el agente revelador dentro de su sobre químico), una imagen brotaba de la oscuridad y cobraba forma en una fotografía. Por aquel entonces, era tecnología punta.
Cuando vi la cámara, supe que era él, el Hombre de la Polaroid del que se escondía la señora Beukes. Aquella comadreja tan acicalada, con su Cadillac blanco de capota y asientos rojos. Al muy cabrón le gustaba lo de llevarlo todo a juego.
Evidentemente, sabía que lo que creyera Shelly sobre aquel sujeto no tenía base real alguna, que se trataba del fallo de un motor que ya  estaba ahogado y moribundo. Sin embargo, se me había quedado grabada una de sus frases: «No dejes que te haga una foto». Al unirlo todo (al darme cuenta de que el Hombre de la Polaroid no era una fantasía senil, sino un tipo de verdad que tenía justo delante), un escalofrío me puso de punta el vello de la espalda y de los brazos.
—Eh… Sí, señor, siga, que le escucho.
—Toma. Coge este billete de veinte y diles que enciendan el surtidor. Mi Caddy tiene sed, pero si hay cambio, para ti, gordito. Cómprate un libro para adelgazar.
Ni siquiera me ruboricé. Era un golpe bajo, pero yo estaba tan distraído que apenas rozó mi consciencia.
Al echar un segundo vistazo, me percaté de que no era una Polaroid. No del todo. Conocía bastante bien la cámara (había desmontado una) y veía que era sutilmente distinta. Para empezar, era negra con el frontal rojo, a juego con el coche y la ropa. Pero también era… diferente. Más pulida. Estaba detrás, al alcance de la mano del señor Acicalado, y un poco girada, así que no veía bien la marca. ¿Una Konica? Lo que más me llamó la atención en un primer momento fue que la Polaroid tenía delante un cajón con bisagras que se abría para introducir el cartucho de película instantánea. No veía cómo se cargaba esta. El dispositivo parecía fabricado con una única pieza sin fisuras.
Entonces se dio cuenta de que miraba la cámara e hizo algo muy curioso: puso una mano protectora sobre ella, como una anciana que se agarra el bolso con más fuerza cuando pasea por las calles menos recomendables. Después me alargó el billete sucio con la otra mano.
Rodeé el parachoques trasero y fui a coger el dinero. Mi mirada se posó en la escritura que le recorría el antebrazo; no reconocía el alfabeto, aunque me recordaba al hebreo.
 —Qué tatoo más raro —dije—. ¿Qué idioma es?
—Fenicio.
—¿Y qué dice?
—Dice: «No me des por culo». Más o menos.
Me metí el billete en el bolsillo de la camisa y me alejé arrastrando los pies, marcha atrás. Aquel hombre me asustaba tanto que no quería darle la espalda.
Como no miraba por dónde iba, me desvié, me golpeé contra el guardabarros trasero y estuve a punto de caerme. Apoyé la mano en el maletero para no perder el equilibrio, eché un vistazo, y fue entonces cuando vi los álbumes de fotos.
Puede que hubiera una docena de ellos apilados en el asiento de atrás. Uno estaba abierto, y vi instantáneas en fundas de plástico transparente, cuatro en cada hoja. Las fotos en sí no tenían nada de especial: un primer plano con demasiada luz de un anciano soplando las velas de una tarta de cumpleaños; un perro galés empapado de lluvia que miraba a la cámara con ojos trágicos, hambrientos; un tipo musculoso con un hilarante top de tirantes naranja sentado en el capó de un Trans Am directamente sacado de El coche fantástico.
La última foto me llamó la atención. Me daba la impresión de conocer al joven del top. Me pregunté si lo habría visto en la tele, si sería un luchador de lucha libre que había subido al cuadrilátero para enfrentarse unos cuantos asaltos al Hulkster.
—Tiene muchas fotos —comenté.
—Es lo que hago. Soy un localizador.
—¿Localizador?
 —Para las películas. Si veo un lugar interesante, le saco una foto. Si veo una cara interesante, le saco una foto. —Esbozó una media sonrisa que dejó al aire un diente torcido—. ¿Por qué? ¿Quieres ser actor, chico? ¿Quieres que te saque una foto? Oye, nunca se sabe. Puede que a algún agente de casting le guste tu cara y, en menos que canta un gallo, zas, Hollywood, muchacho.
Estaba tocando la cámara de un modo que no me gustaba, con una especie de ansiedad nerviosa.
Incluso a finales de los ochenta, una época, en teoría, más inocente, no estaba dispuesto a posar para que me hiciera fotografías un sujeto que parecía comprarse la ropa en Pedófilos “R” Us. Y, además, estaba la frase de Shelly: «No dejes que te haga una foto». La advertencia era como una araña venenosa de patas peludas que se me paseaba por la espalda.
—Creo que no —respondí—. No creo que consiguieran meterme en una sola toma.
Hice un gesto con ambas manos para señalarme la tripa, que me tensaba la camisa.
Por un segundo se le salieron los ojos de las órbitas, pero después se rio, un sonido brusco y relinchante que era en parte incredulidad y en parte hilaridad real. Me señaló con un dedo y dobló el pulgar como si fuera el percutor de una pistola.
—No estás mal, chico, me caes bien. Procura no perderte de camino a la caja registradora.
Me alejé de él con las piernas temblorosas, y no sólo porque estuviera escapando de un tío raro con una boca fea y una cara más fea todavía. Yo era un crío racional. Leía a Isaac Asimov, Carl Sagan era mi ídolo y sentía cierta afinidad espiritual por el Matlock de Andy Griffith. Sabía que las ideas de Shelly Beukes sobre el Hombre de la Polaroid (al que mentalmente yo ya llamaba «el fenicio») no eran más que las fantasías confusas de una mente que se desmoronaba.
No debería haberle dado mayor importancia a sus advertencias…, pero lo hacía. De hecho, en los últimos momentos habían adquirido un poder casi profético y me preocupaban tanto como haber descubierto que tenía el asiento número 13 del vuelo 1313 de un viernes 13 (a pesar de que el número trece es un número bastante sugestivo, puesto que no sólo es un primo y un Fibonacci, sino también un omirp, lo que significa que sigue siendo primo si le das la vuelta a sus dígitos y lo conviertes en treinta y uno).
Entré en el minisupermercado, saqué el dinero del bolsillo de la camisa y lo dejé sobre el mostrador.
—De parte del simpático del Cadillac, en el surtidor diez —le dije a la señora Matsuzaka, que estaba detrás de la caja junto a su hijo, Yoshi.
Salvo que nadie lo llamaba nunca Yoshi, excepto ella; lo conocíamos como Mat, con una te. Mat llevaba la cabeza rapada y tenía unos brazos largos y nervudos, además de una estudiada relajación surfera muy lacónica. Me llevaba cinco años y se marchaba a Berkeley al final del verano. Quería inventar un coche que no necesitara gasolina y dejar a sus padres sin trabajo.
—Eh, Maricone —me saludó con un gesto de cabeza, lo que me animó un poco. Sí, vale, me había llamado Maricone, pero no me lo tomaba como algo personal. Para muchos púberes, no era más que mi nombre. Quizás hoy en día suene de una homofobia brutal (¡y es cierto!), pero en 1988, la era del SIDA y Eddy Murphy, llamar a alguien marica o maricón era considerado el colmo del ingenio. Comparado con la norma de la época, Mat era todo un ejemplo de delicadeza. Leía Popular Mechanics fielmente, de principio a fin, y a veces, cuando me veía entrar en el supermercado del Mobil, me daba uno de sus números antiguos porque había visto algo que creía que me iba a gustar: un prototipo de mochila cohete o un submarino unipersonal. No quiero representarlo de la forma equivocada. No éramos amigos. Él tenía diecisiete años y era cool. Yo tenía trece y era lo menos cool del mundo. Una amistad entre nosotros era tan probable como que yo consiguiera una cita con Tawny Kitaen. Aun así, creo que sentía por mí una mezcla de cariño y pena, y el vago deseo de cuidar de mí, quizá porque los dos teníamos alma de científico loco. En aquellos tiempos, yo agradecía cualquier muestra de amabilidad de los otros adolescentes.
Fui a por un vaso extragrande de mi granizado especial de Coca Cola con Arctic Blu. Lo necesitaba más que nunca. Tenía el estómago inquieto y borboteante, y quería algo con unas cuantas burbujas para asentarlo.
Apenas había terminado de añadir el último chorro neón de Blu cuando el fenicio empujó la puerta con el antebrazo como si tuviera algo personal contra ella. La puerta abierta le tapaba el dispensador de refrescos, y por eso no se fijó en mí mientras le echaba un malhumorado vistazo a la habitación. Sin perder un segundo, se acercó con aire amenazante a la señora Matsuzaka.
—¿Qué tiene uno que hacer en este antro para que le llenen el puto depósito? ¿Por qué ha apagado el surtidor?
La señora Matsuzaka medía poco más de metro y medio y tenía una constitución delicada, además de dominar a la perfección la cara de perplejidad habitual en los inmigrantes de primera generación, que comprendían el idioma sin problemas pero a los que de vez en cuando les resultaba más sencillo fingir desconcierto. Se encogió de hombros sin mucha energía y dejó que Mat hablara por ella.
—Hombrote, si pagas diez dólares, pues te damos diez dólares de gasolina —repuso desde su taburete, detrás del mostrador, bajo las estanterías de cajetillas de tabaco.
—¿Alguno de los dos sabe contar en inglés? —preguntó el fenicio—. Envié al chico con un puto billete de veinte.
Fue como si me hubiera bebido de golpe todo mi granizado especial de Coca-Cola y Arctic Blu. La conmoción me heló la sangre. Me di una palmada en el bolsillo de la camisa, horrorizado, y supe al instante lo que había hecho: había metido allí la mano, había palpado el dinero y lo había dejado en el mostrador sin mirarlo. Pero se trataba del billete de diez dólares que me había obligado a aceptar Larry Beukes, no del de veinte que me había entregado el fenicio en el aparcamiento.
Lo único que se me ocurrió fue humillarme lo más rápido y profundamente posible. Estaba a punto de llorar, y eso que el fenicio ni siquiera me había gritado todavía. Avancé tambaleante hacia la parte delantera de la tienda y golpeé con la cadera un estante lleno de patatas fritas. Las bolsas de Lays se desparramaron por todas partes. Pesqué el billete de veinte de mi bolsillo.
—Oh, mierda, mierda, cuánto lo siento. La he cagado bien. Lo siento, lo siento mucho. Ni siquiera he mirado el dinero antes de dejarlo en el mostrador, señor, y debo de haber sacado mi billete de diez en vez del suyo de veinte. Le juro, le juro por Dios que no…
—Cuando te dije que podías quedarte con el puto cambio para comprarte unas pastillas para perder peso, no quería decir que me hurtaras diez dólares.
Levantó una mano como si pretendiera darme un manotazo en la cabeza.
Había entrado con su cámara (la llevaba agarrada en la otra mano) y, a pesar de lo nervioso que estaba yo, me pareció raro que no la hubiera dejado en el coche.
—No, en serio, yo jamás… Le juro por Dios que…
Estaba balbuceando y notaba un cosquilleo peligroso en los ojos, que amenazaban con derramar sus lágrimas. Dejé a toda prisa mi enorme vaso de litro de granizado en el borde del mostrador y, en cuanto lo solté, una mala situación se transformó en otra mucho, muchísimo peor: el vaso se volcó, cayó al suelo y estalló en una vibrante lluvia de hielo azul. Unas brillantes esquirlas del mismo color salpicaron los pantalones, tan bien planchados, del fenicio, le mojaron la entrepierna y se depositaron como gotitas de zafiro en su cámara.
—¡Pero qué carajo! —gritó mientras retrocedía de puntillas sobre sus botas de vaquero—. ¿Es que eres un puto retrasado, gordo de mierda?
—¡Oiga! —exclamó la madre de Mat mientras lo apuntaba con un dedo—. Oiga, oiga, nada de pelear en la tienda, ¡que llamo a policía!
El fenicio se miró la ropa salpicada de Blu y después me volvió a mirar a mí. Se le oscureció el rostro. Dejó la Polaroid-que-no-lo-era en el mostrador y dio un paso hacia mí. No sé lo que pretendía hacer, pero él también estaba inquieto, tanto que el pie izquierdo le patinó en el creciente charco de granizado de Cola con Blu. Las botas tenían altos tacones cubanos que, a pesar de su buen aspecto, debían de ser tan traicioneros como unos tacones de aguja de quince centímetros. Estuvo a punto de caer sobre una rodilla.
—¡Yo lo limpio! —exclamé—. Ay, Dios, lo siento mucho, lo limpiaré todo, y, Dios mío, créame, nunca le he robado dinero a nadie, soy una persona muy sincera; si me tiro un pedo, siempre lo confieso, incluso si es en el autobús del instituto, se lo juro por Dios, le juro que…
—Sí, hombrote, tranqui —intervino Mat mientras se levantaba de su taburete. Era fibroso y alto, y con sus ojos oscuros y su cabeza afeitada no necesitaba decir nada amenazante para que te sintieras amenazado—. Tómeselo con calma, que Maricone es legal. Le garantizo que no estaba intentando timarlo.
—Tú no te metas en esto, carajo —repuso el fenicio—. O presta más atención cuando escojas bando. El crío me estafa diez pavos, me echa encima su bebida y por su culpa casi me rompo el cuello en este charco de mierda…
—No te pongas las botas si no sabes andar con ellas, colega —lo interrumpió Mat sin mirarlo—. A ver si un día te vas a hacer daño.
Después me pasó un gran rollo de papel de cocina por encima del mostrador y, cuando lo cogí, me guiñó un ojo con tal sutileza que estuve a punto de no percatarme. Casi temblaba de la gratitud, de lo aliviado que estaba de tener a Mat de mi lado.
Arranqué un puñado de toallas de papel y me arrodillé a toda prisa en el granizado a medio derretir para limpiarle los pantalones al fenicio. Habría sido perfectamente comprensible que alguien pensara que estaba a punto de hacerle una mamada a modo de disculpa.
—Ay, señor, siempre he sido torpe, siempre, ni siquiera sé patinar…
Se apartó como pudo (a punto de resbalar otra vez) y se agachó para quitarme el fajo de papel mojado.
—¡Eh! ¡Eh, no me toques! Te has arrodillado ahí como si tuvieras mucha práctica en el tema. Ni te acerques a mi verga, gracias. Yo me encargo.
Me echó una mirada que decía que había cruzado la línea que separaba a alguien que necesitaba una patada en el culo de alguien a quien no quería ni ver cerca de él. Se restregó los pantalones y la camisa mientras murmuraba con rencor para sí.
Pero yo todavía tenía el rollo de papel, así que pisé el charco de aguanieve y le cogí la cámara para limpiarla
En aquel momento, yo ya estaba tan nervioso y me sentía tan mal que me movía de forma espasmódica y, cuando agarré la cámara, mi mano apretó el gran botón rojo que sacaba las fotos. La lente apuntaba al otro lado del mostrador, a la cara de Mat, cuando la Polaroid se disparó con un relámpago de luz blanca y un agudo chirrido mecánico.
La instantánea no salió sin más, sino que la cámara lanzó el cuadrado de plástico desde su ranura como un cohete en dirección al otro lado de la caja. Mat echó la cabeza atrás como si hubiera recibido un golpe y parpadeó deprisa, quizá cegado por el flash.
Yo también estaba un poco cegado, veía unos extraños gusanos de luz cobriza arrastrándose ante mis ojos. Sacudí la cabeza y me quedé mirando con cara de estúpido la cámara que tenía en la mano derecha. La marca era «Solarid», una empresa de la que no había oído hablar nunca y, por lo que sé, no ha existido nunca, ni en este país ni en ningún otro.
—Deja eso —ordenó el fenicio en un tono de voz distinto.
Creía que ya había sido testigo de su reacción más aterradora cuando me chilló, pero aquello era mucho peor: era el ruido del tambor al girar en un revólver, el chasquido del percutor al tirar de él hacia atrás.
—Sólo quería… —empecé a decir, con la lengua dormida dentro de la boca.
—Lo que quieres es acabar mal. Y estás a punto de conseguirlo.
Alargó una mano y le devolví la Solarid. De haber dejado caer la cámara (de habérseme caído de la mano, que estaba sudada y temblaba), creo que me habría matado. Que me habría agarrado por el pescuezo y habría apretado. Lo creía entonces y lo creo ahora. Sus ojos grises me miraron con una furia helada, y su rostro picado estaba tan inexpresivo como una máscara de goma.
Me quitó la cámara de un tirón y el momento pasó. Después miró al joven y a la anciana que estaban detrás del mostrador.
—La fotografía. Deme la fotografía —dijo.
Mat seguía atontado por el flash de la cámara. Me miró. Miró a su madre. Era como si hubiera perdido el hilo de la conversación entera.
El fenicio, sin prestarle atención, se concentró en la señora Matsuzaka y alargó la mano de nuevo.
—La foto es mía y la quiero. Mi cámara, mi carrete, mi foto.
Ella recorrió con la mirada el suelo, después levantó la vista y se encogió de hombros.
—Salió de la cámara y cayó en su lado de la caja —dijo el fenicio despacio, en voz muy alta, lo habitual cuando alguien está muy cabreado con un extranjero. Como si el volumen ayudara en la traducción—. Todos lo hemos visto. Búsquela. Mire alrededor de sus pies.
Mat se restregó los ojos con las manos, las dejó caer y bostezó.
—¿Qué pasa? Tenía el aspecto de quien se quita las sábanas de encima, sale de su dormitorio y se encuentra en medio de una discusión. Su madre le dijo algo en japonés muy deprisa, inquieta. Él se quedó mirándola con ojos envueltos en una bruma de aturdimiento, aunque después alzó la barbilla y miró al fenicio.
—¿Algún problema, colega?
—La fotografía. La fotografía que te ha sacado el chico gordo. La quiero.
—¿Qué más da? Si la encuentro, ¿quieres que te escriba un autógrafo?
El fenicio estaba harto de hablar. Se fue dando grandes zancadas hasta la puerta que le llegaba a la cintura y que daba al otro lado del mostrador y la caja registradora. La madre de Mat, que estaba examinando de nuevo el suelo sin mucho entusiasmo, levantó la cabeza de golpe y colocó la mano en el interior de la puerta batiente antes de que el hombre pudiera entrar. Puso cara de intensísima desaprobación.
—¡No! ¡Clientes al otro lado! ¡No, no!
—Quiero mi puta foto.
 —¡Eh, hombrote!
—Si a Mat le duraba la conmoción, se le pasó en ese preciso instante. Se colocó entre su madre y el fenicio, y, de repente, el chico parecía muy grande—. Ya la has oído, retrocede. Es política de empresa: no se permite la entrada a este lado del mostrador a nadie que no trabaje aquí. ¿No te gusta? Cómprate una postal y envíale una queja a Mobil. Se mueren por saber de ti.
—¿Podemos acelerar un poco? Que tengo a un bebé esperando en el coche —se quejó la mujer que estaba detrás de mí, cargada con un montón de latas de comida para gatos.
¿Qué? ¿Pensaban que durante todo ese tiempo habíamos estado los cuatro solos en el Mobil? Mientras yo tiraba mi especial Arctic Blu al fenicio, y él me insultaba y amenazaba, la gente seguía entrando, cogiendo sus patatas fritas, sus bebidas y sus bocadillos envueltos en film transparente, y haciendo cola detrás de mí. La fila llegaba ya a la mitad de la tienda.
Mat se colocó detrás de la caja.
—El siguiente.
La madre de las latas rodeó con cuidado el charco de cienciaficcionero color azul chillón, y Mat empezó a marcar precios.
El fenicio lo observaba, incrédulo. Que el chico pasara de él de aquella manera era un atropello a la altura de mi agresión con el Blu helado.
—¿Sabes qué te digo? A la mierda. Que se jodan a todos, a esta tienda, a este gordo inútil y a ti, chino. Tengo gasolina de sobra para salir de este antro de mierda. No gastaré ni un penique más de lo absolutamente necesario en esta letrina.
—Uno con ochenta y nueve —le dijo Mat a la mujer de la comida de gato—. El entretenimiento de la tarde se lo ofrecemos gratis.
El fenicio llegó a la puerta, pero se detuvo allí, con medio cuerpo fuera para lanzarme una mirada asesina.
—No me olvidaré de ti, niño. Mira a ambos lados antes de cruzar la calle, ¿me entiendes?
Yo estaba demasiado muerto de miedo para responder nada. Cerró de un portazo. Unos segundos después, su Caddy salió escopeteado de los surtidores camino de la autopista de dos carriles, acompañado del agudo chirrido de los neumáticos.
Usé el resto de las toallas de papel para secar el charco del suelo. Arrodillarme fue un alivio porque así me encontraba por debajo del campo visual de los demás, donde podía llorar casi en privado. Joder, sólo tenía trece años. Los clientes me esquivaban, pagaban sus cosas y se marchaban fingiendo con mucha consideración que no oían mis sollozos ahogados y mis mocos.
Cuando terminé de limpiar la porquería (el suelo estaba pegajoso pero seco), llevé la gran masa de papeles empapados al otro lado del mostrador. La señora Matsuzaka estaba junto a su hijo, con la mirada perdida en el horizonte y los labios fruncidos, pero cuando me vio con mi carga salió de su ensimismamiento y cogió la enorme papelera industrial que guardaban allí detrás. La empujó para que rodara hasta mí, y entonces la vi: la instantánea en el suelo, bocabajo, en la esquina; se había deslizado bajo la papelera y por eso no la habían encontrado.
La señora Matsuzaka también la vio y fue a recogerla mientras yo tiraba el amasijo de papel a la basura. Se quedó mirando la foto con cara de no entender nada. Después me miró… y la sostuvo en alto para que le echara un vistazo.
Debería haber sido un primer plano de Mat. Le había puesto el objetivo casi en la cara.
Sin embargo, era una fotografía mía. Salvo que no era una foto mía de hacía unos minutos, sino de hacía unas semanas. En la imagen se me veía sentado en una silla de plástico junto a la máquina de refrescos, leyendo Popular Mechanics mientras bebía de un vaso gigante lleno de refresco. En la Polaroid (¿Solarid?) vestía una camiseta blanca de Huey Lewis y unas bermudas vaqueras. El día del encuentro con el fenicio en el Mobil llevaba pantalones caquis y una camisa hawaiana con bolsillos. El fotógrafo tenía que haberse encontrado detrás del mostrador.
No tenía ningún sentido, y me quedé observando la imagen completamente pasmado, intentando averiguar de dónde había salido. No podía ser la misma foto que había sacado por accidente, aunque tampoco entendía cómo podía ser una fotografía de hacía unas semanas. No recordaba que Mat ni su madre me la hubieran tomado mientras leía una de las revistas de Mat. Tampoco se me ocurría ninguna razón por la que hubieran querido hacerla, y nunca los había visto con una cámara Polaroid.
Tragué saliva y dije:
—¿Me la puedo quedar?
La señora Matsuzaka le echó otro vistazo desconcertado a la imagen, frunció los labios y la dejó sobre el mostrador. Después la empujó hacia mí y, cuando retiró la mano, se restregó las puntas de los dedos, como si le hubiera dejado una mancha desagradable en la piel.
La examiné durante unos segundos más, afectado por una extraña sensación de malestar detrás del esternón, una especie de ansiedad tensa que no era del todo debida a la ira y las amenazas del fenicio. Me guardé la foto en el bolsillo de la camisa y me acerqué a la caja. Dejé el billete de veinte allí encima mientras pensaba, con un escalofrío: «Es su dinero, ¿qué hará cuando se dé cuenta de que no se lo devolviste? Será mejor que mires a ambos lados antes de cruzar la calle. Será mejor que mires a los dos putos lados, Maricone». Ya ven, incluso yo me insultaba.
—Siento el estropicio —le dije a Mat—. Esto es por el refresco de litro.
—Da igual, chico. No te voy a cobrar por eso. Sólo es un poco de azúcar derramado —me aseguró él mientras me devolvía el billete.
—Vale. Bueno. Te debo una por no dejar que me pegara una paliza. Me has salvado la vida, Mat. De verdad.
—Tranquilo, tranquilo —respondió, aunque entornó los ojos y me miró algo perplejo, como si no estuviera muy seguro de qué le estaba contando. Me examinó durante unos segundos más y después sacudió la cabeza—. Oye, ¿te importa que te pregunte una cosa?
—Claro, ¿qué, Mat?
—Me hablas como si nos conociéramos. ¿Nos habíamos visto antes?





Joseph Hillstrom King, conocido como Joe Hill (Hermon, Maine, Estados Unidos; 4 de junio de 1972), es un escritor estadounidense y creador de cómics, afamado por renovar los géneros de terror, fantasía oscura y ciencia ficción. Hill es el segundo hijo de los autores Stephen y Tabitha King. Su hermano menor, Owen King, también es escritor.
Hill escogió usar una forma abreviada de su nombre de pila (una referencia al líder obrero ejecutado Joe Hill) en 1997, a partir del deseo de tener éxito basado solamente en sus propios méritos, en lugar de como el hijo de Stephen King. Después de lograr un grado de éxito independiente, Hill públicamente reveló su identidad en 2007 después que un artículo el año anterior en la revista estadounidense Variety revelase su identidad.
Joe Hill es el último destinatario de las becas de la Comunidad Ray Bradbury. También ha recibido los premios William L. Crawford al mejor nuevo escritor de fantasía en 2006, A. E. Coppard Long Fiction Prize en 1999 para "Mejor Que El Hogar" (Better Than Home) y el 2006 World Fantasy Award por Mejor Novela "Compromiso Voluntario" (Voluntary Committal). Sus historias han aparecido en una variedad de revistas, como la Revista Subterránea (Subterranean Magazine), Posdatas (Postscripts) y Altas Planos Literarias (The High Plains Literary Review), y en muchas antologías, incluyendo "El Gran Libro de lo Mejor del Nuevo Horror (The Mammoth Book of Best New Horro) (ed. Stephen Jones), y "La Mejor Fantasía y Horror del Año (The Year's Best Fantasy and Horror) (ed. Ellen Datlow, Kelly Link & Gavin Grant)

Obra

Novelas

El traje del muerto
La primera novela de Hill, El traje del muerto (su título original en inglés: Heart-Shaped Box), fue publicada por William Morrow/HarperCollins el 13 de Febrero de 2007 y por Victor Gollancz Ltd en el Reino Unido en marzo de 2007. Y simultáneamente a estas dos ediciones, una edición limitada de Heart-Shaped Box fue también liberada por Subterranean Press; esta se agotó varios meses antes de su publicación. La novela llegó al número 8 de la lista de superventas del periódico The New York Times el 1o. de abril de 2007. El protagonista de la novela es Judas Coyne, una veterana estrella de rock que colecciona objetos macabros. Un día encuentra en internet una subasta donde ofrecen el traje de un cadáver, aparentemente embrujado, que él adquiere con nefastas consecuencias.

Cuernos
Su trabajo, "Cuernos" ("Horns" en inglés), fue publicado el 16 de febrero de 2010 en Estados Unidos y en España el 6 de octubre de mismo año. Es una historia sobre el amor, el satanismo y la venganza. Se podría considerar su opera magna.
La novela cuenta la historia de "Ig", un joven que al levantarse un día tras una borrachera, se da cuenta de que le están creciendo unos cuernos en su cabeza y tiene poderes de carácter diabólico. Todo esto tras la ruptura con su novia Merrin, quien tuvo una misteriosa violación y fue asesinada. Se realizó una película basada en este libro en el año 2014, que fue protagonizada por Daniel Radcliffe

NOS4A2
Su novela titulada NOS4A2 (se pronuncia «Nosferatu»). Se publicó en la primavera del 2013. Básicamente es una historia de carretera con vampiros.
La niña Victoria McQueen tiene un don especial para encontrar cosas: cada vez que se pierde algo en su casa, ella lo encuentra. Lo que no saben sus padres es que lo que realmente hace Vic es montar en su bicicleta y pedalear hasta el río, donde un misterioso puente cubierto la transporta al lugar donde se encuentra el objeto perdido. Siendo adolescente, un día que está cabreada con sus padres, Vic se mete en el puente cubierto buscando problemas, y aparece en la Casa del Trineo, donde un misterioso anciano, Charles Manx, casi la mata. Manx resulta ser un peligroso psicópata que va secuestrando niños para llevarlos a la Tierra de la Navidad, un lugar maravilloso donde todos los días del año son Navidad.

Fuego
Su cuarta novela, The fireman, traducida al español como "Fuego" es de tinte post-apocaliptico, fue lanzada el 17 de mayo de 2016.
En ella un misterioso hongo está infectando a la gente haciendo que se quemen espontáneamente y la sociedad debe lidiar con las consecuencias de este evento.​

Relatos

Fantasmas
El primer libro de Hill, la edición limitada "Fantasmas" (20th Century Ghosts) publicado en 2005 por PS Publishing, mostraba catorce de sus pequeñas historias y ganó el premio Bram Stoker Award para la Mejor Colección de Ficción (Best Fiction Collection), junto con el Premio Británico de Fantasía British Fantasy Award por la Mejor Colección (Best Collection) y por Mejor Historia Corta (Best Short Story) por "Lo Mejor del Nuevo Horror" (Best New Horror). En octubre de 2007, la corriente principal de sus publicadores de Hill en EE.UU. y Reino Unido son la reimpresión de Fantasmas del Siglo 20 (20th Century Ghosts), sin los extras publicados en las 2005 versiones de Caja Protectora (Box Slipcased).

Tiempo extraño
Publicado originalmente en el 2017 como Strange weather y traducido al español en 2018. Compuesto por cuatro novelas cortas y relatos, titulado "Instantánea", "Lluvia", "En el aire" y "Cargado".

Otros trabajos

El 23 de septiembre de 2007 en la 31a. Conveción Fantasycon, la Sociedad Británica de Fantasía (British Fantasy Society) adjudicó a Hill el primer premio Sydney J. Bounds Best Newcomer Award. La primera venta profesional de Hill fue en 1997.

Entre sus trabajos aún no publicados esta uno parcialmente completado con su padre, "Pero Sólo La Oscuridad Me Ama" (But Only Darkness Loves Me) el cual se apoya con los trabajos de Stephen King en la Unidad de Colecciones Especiales (Special Collections Unit) de la Biblioteca de Raymond H. Fogler en la Universidad de Maine en Orono, Maine.

Cómics

Locke & Key
Hill es también un gran amante de los cómics y novelas gráficas. Gracias a la ayuda del dibujante chileno Gabriel Rodríguez y sus propios guiones, ambos comenzaron en el año 2008 el proyecto de creación de una serie de cómics llamada Locke & Key. Dichos cómics han sido publicados por IDW Publishing en Estados Unidos, por Editorial Panini en España y la Editorial Arcano IV en Chile.
La temática es del tipo terror-suspenso. Todo comienza con el asesinato del padre de Tyler, Kinsey y Bode Locke, que junto a su madre deciden ir a vivir a un nuevo lugar que les haga olvidar todo lo ocurrido; de esta manera es como llegan a la mansión Keyhouse, localizada en Lovecraft, Massachusetts. Esta mansión contiene distintas llaves y puertas que pueden realizar cosas imposibles.
La serie ha tomado aprecio por el público al punto de ser considerado uno de los mejores cómics de terror de los últimos años, superando por mucho a otros del género como The Walking Dead de Robert Kirkman.

Otros Cómics
Joe Hill quiso mostrar el interés que tiene por sus propias historias adaptando una de estas al cómic. La Capa, uno de los cuentos presentes en el libro Fantasmas. Fue elaborado por Hill y Jason Ciaramella con Zach Howard haciendo los dibujos.

Curiosidades
Entre su serie de cómics, Locke & Key, Hill comenta que su llave favorita es la "Ghost Key" (Llave fantasma)
Su libro favorito es la novela True Grit, escrita en 1968 por Charles Portis.
Hill es un gran amante del cine de terror y Serie B al igual que su padre, Stephen King. Ha llegado a considerar a Tiburón como la mejor película que ha visto.
Es coleccionista de tazas de té y cualquier objeto que tenga tentáculos.





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