El
puerto
Vladimir
Nabokov
La peluquería, con su
techo bajo, olía a rosas ajadas. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes.
Los rayos de sol formaban charcos relucientes de miel fundida en el suelo, pellizcaban
el cristal de las lociones con sus destellos, y se traslucían a través de la
gran cortina de la entrada: una cortina de cuentas de arcilla enhebradas en
cuerdas de bambú que se alternaban con cáñamo más grueso, y que se desintegraba
en un estrépito iridiscente cada vez que alguien la apartaba a un lado para
entrar. Ante él, en el espejo lóbrego, Nikitin vio su propio rostro atezado,
los rizos brillantes y como esculpidos de su pelo, el destello de las tijeras
que chirriaban sobre sus orejas, y sus ojos se concentraron, severos, como
ocurre siempre cuando te miras en el espejo. Había llegado a este antiguo
puerto del sur de Francia el día anterior, desde Constantinopla, donde la vida
se le había empezado a volver insoportable. Aquella mañana había estado en el
consulado de Rusia, y en la oficina de empleo, y había paseado sin rumbo por la
ciudad, una ciudad que reptaba en pendiente hasta el mar por tortuosas
callejuelas, y ahora, exhausto, postrado a causa del calor, había entrado allí
a cortarse el pelo y a refrescarse la mente. El suelo en torno a su sillón
estaba ya cubierto por pequeños ratones brillantes desparramados por todas
partes: sus mechones cortados. El barbero tomó la espuma y la extendió en su
mano. Un escalofrío delicioso le recorrió la coronilla al sentir los dedos del
barbero que con firmeza le aplicaban la espesa espuma. A continuación, un corte
helado lo sobresaltó, y una toalla esponjosa le cubrió el rostro y el pelo
mojado.
Abriéndose paso con los
hombros por la ondulante lluvia de la cortina, Nikitin salió a una avenida de
considerable pendiente. El lado de la derecha estaba a la sombra; a la
izquierda, un arroyo estrecho parpadeaba junto a la acera en un tórrido
resplandor; una joven de pelo negro, desdentada y con pecas oscuras, recogía
agua del arroyo hirviente en un cubo metálico que guachapeaba; y el arroyo, el
sol, la sombra violeta, todo fluía y se derramaba hacia el mar: un paso más y,
en la distancia, entre unos muros, se perfilaba su brillo compacto de zafiro.
Eran pocos los peatones que caminaban por la zona de sombra. Nikitin se
encontró con un negro que subía vestido con un uniforme colonial, cuyo rostro
parecía un chanclo mojado. En la acera, una silla de paja acogía en su asiento
a un gato que saltó en una especie de bote amortiguado. Una estridente voz
provenzal empezó a charlotear atropelladamente en alguna ventana. Una persiana
verde restallaba contra el marco de su ventana. En un puesto callejero, entre
los moluscos púrpura que olían a algas marinas, los limones disparaban oro
granulado.
Al llegar al mar,
Nikitin se detuvo para mirar entusiasmado al denso azul que, en la distancia,
se mudaba en plata cegadora, y también al juego de luces que delicadamente moteaba
la gavia de un yate. Luego, incómodo con el calor, fue en busca de un pequeño
restaurante ruso cuya dirección había anotado antes en un tablón de anuncios
del consulado.
El restaurante, como la
peluquería, no estaba demasiado limpio y hacía también mucho calor. Al fondo,
en un amplio mostrador, se veían las frutas y los entremeses a través de olas
de un percal grisáceo. Nikitin se sentó y estiró la espalda; la camisa se le
pegaba a la piel. En la mesa vecina había dos rusos, evidentemente marineros de
un barco francés, y, un poco más allá, un tipo solitario con gafas de montura
metálica dorada que no paraba de hacer ruidos y de sorber la sopa con cada
cucharada. La dueña, limpiándose las manos hinchadas con una toalla, miró al
recién llegado con aire maternal. Dos cachorros lanudos jugaban en el suelo en
un revoltijo de cuerpos y patas. Nikitin silbó y una vieja perra en estado
lastimoso llegó hasta él y apoyó el hocico en su regazo.
Uno de los marineros se
dirigió a él en tono pausado y sereno.
-Mándala a paseo. Te
llenará de pulgas.
Nikitin acarició la
cabeza de la perra y alzó sus ojos radiantes.
-No les tengo miedo…
Constantinopla… Los cuarteles… Ya se pueden imaginar…
-¿Cuándo has llegado?
-preguntó un marinero. Voz serena. Camiseta de malla. Tranquilo y competente.
Pelo negro bien recortado en la nuca. Frente despejada. Aspecto general decente
y plácido.
-Ayer por la noche
-contestó Nikitin.
El borschty el vino tinto peleón le hicieron sudar aún más. Le
agradaba tener la oportunidad de relajarse y mantener una conversación
tranquila. Los rayos de sol, ardientes, penetraban por el vano de la puerta
junto con el brillo del arroyuelo del callejón; desde su esquina debajo del
contador del gas, las gafas del viejo ruso centelleaban.
-¿Busca trabajo?
-preguntó el otro marinero, que era de mediana edad, ojos azules, con un bigote
color morsa pálida, y que también tenía un aspecto limpio y arreglado, al que
sin duda contribuían el sol y el salitre marino.
Nikitin dijo con una
sonrisa.
-Naturalmente que estoy
buscando trabajo… Hoy fui a la oficina de empleo… Hay trabajo, necesitan gente
para colocar postes telegráficos, para tejer guindalezas… Pero no acabo de
decidirme…
-Ven a trabajar con
nosotros -dijo el hombre moreno-. De fogonero o algo así. Ése sí que es un
trabajo de hombres, te doy mi palabra… ¡Ah, ahora llegas, Lyalya, nuestros más
profundos respetos!
Entró una joven con un
sombrero blanco y un rostro dulce, pero sin ningún atractivo especial. Se abrió
camino entre las mesas, sonriendo, primero a los cachorros, y luego a los
marineros. Nikitin les había preguntado algo pero olvidó su pregunta al mirar a
la chica y ver ese movimiento de sus caderas, en el que reconoció
inequívocamente las cadencias de la mujer rusa. La dueña miró a su hija con
ternura, como si estuviera diciendo: «¡Pobrecilla mía, qué cansada estás!»,
porque probablemente había pasado toda la mañana en una oficina, o en unos
almacenes. Había en ella algo conmovedoramente doméstico que te llevaba a
pensar en jabón de violetas o en un campamento de verano en medio de un bosque
de abedules. Ni que decir tiene que Francia ya no estaba al otro lado de la
puerta. Aquellos movimientos cimbreantes… Espejismos solares.
-No, no es nada
complicado -seguía el marinero-. Funciona de la siguiente manera, coges un cubo
de hierro y un pozo de carbón. Empiezas a raspar. Al principio suavemente, de
manera que el carbón se deslice en el cubo por sí mismo, y luego rascas más
fuerte. Cuando has llenado el cubo lo pones en una carretilla. Y lo haces rodar
hasta el fogonero mayor. Un golpe de su pala y zas, la puerta del horno ha
quedado abierta, un golpe de la misma pala y zas, ya está dentro el carbón, ya
sabes, dispuesto de tal forma en abanico sobre el fuego que caiga
proporcionadamente por todas partes. Trabajo de precisión. No le quites el ojo
a la válvula, y ya sabes, si baja la presión…
En el marco de una de
las ventanas que daba a la calle apareció la cabeza de un hombre vestido de
blanco y con un panamá.
-¿Cómo estás, mi
querida Lyalya?
Apoyó los codos en el
alféizar de la ventana.
-Claro que hace mucho
calor, en ese lugar es un horno de verdad, vas a trabajar sin ropa, sólo con
unos pantalones y una camiseta de malla. La camiseta está negra cuando acabas
de trabajar. Como te estaba diciendo, hablando de la presión, se forma una
especie de «pelo» en el horno, una especie de incrustación dura como la piedra,
que tienes que romper con un atizador así de largo. Es un trabajo duro. Pero
después, cuando saltas a cubierta, el sol parece fresco incluso cuando estás en
los trópicos. Entonces te duchas, y luego bajas a tu cuarto, directo a tu
hamaca, y eso es el cielo, déjame que te diga…
Y mientras tanto, en la
ventana:
-E insiste en que me
vio en un coche, ¿entiendes? (Lyalya con una voz aguda y toda excitada.)
Su interlocutor, el
caballero de blanco, seguía apoyado en el alféizar, en el exterior, el cuadrado
de la ventana enmarcaba sus hombros redondeados y su rostro afeitado y suave,
iluminado parcialmente por el sol; un ruso que había tenido suerte.
-Y me sigue diciendo
que yo llevaba un vestido color lila, cuando ni siquiera tengo un vestido lila
-gritaba Lyalya-, e insiste: «Zhay voo zasyur».
El marinero que había
estado hablando con Nikitin se volvió y preguntó:
-¿No sabes hablar ruso?
El hombre de la ventana
dijo:
-Conseguí traerte esta
música, Lyalya. ¿Te acuerdas?
Y entonces se produjo
un aura momentánea, y parecía que fuera casi deliberada, como si alguien se
estuviera divirtiendo inventándose a esta chica, esta conversación, este
pequeño restaurante ruso en un puerto extranjero, un aura de la cotidiana y
querida Rusia provinciana, y en ese preciso momento, y debido a una milagrosa y
secreta asociación mental, el mundo le pareció más grande a Nikitin, anheló
atravesar los océanos, abordar bahías legendarias, escuchar indiscreto las
almas de todas las gentes.
-¿Nos preguntaste cuál
era nuestra ruta? Indochina -dijo espontáneamente el marinero.
Nikitin pensativo sacó
un cigarrillo de la pitillera; en la tapa de madera tenía grabada un águila de
oro.
-Debe ser maravilloso.
-¿Pues qué pensabas?
Claro que lo es.
-Está bien. Cuéntamelo.
Cuéntame algo de Shanghai o Colombo.
-¿Shanghai? La he visto.
Cálidas lloviznas, arenas rojas. Tan húmeda como un invernadero. De Ceilán, sin
embargo, apenas puedo hablar, no bajé a tierra a visitarla. Me tocaba guardia,
sabes.
Con los hombros
encogidos, el hombre de la chaqueta blanca le estaba diciendo algo a Lyalya a
través de la ventana, suavemente, algo que parecía muy importante. Ella
escuchaba, con la cabeza inclinada, acariciándole la orejaa la perra con una
mano. La perra, sacando su lengua rosa como el fuego, jadeando alegre y rápida,
miraba por el resquicio soleado de la puerta, debatiendo probablemente si
merecía la pena salir a tumbarse al sol en el quicio caliente. Y tal parecía
que la perra pensara en ruso.
-¿Y dónde tengo que ir
a solicitar ese trabajo? -preguntó Nikitin.
El marinero le guiñó un
ojo a su compañero como diciendo «Ya te lo decía yo, lo he convencido». A
continuación dijo:
-Es muy sencillo.
Mañana por la mañana a primera hora, con la fresca, vas al puerto viejo y al
muelle dos, donde encontrarás al Jean-Bart. Habla con el piloto. Creo que te
contratarán.
Nikitin se quedó
observando con mirada cándida y también intensa la frente despejada e
inteligente de aquel hombre.
-¿Y antes, en Rusia, en
qué trabajabas? -preguntó.
El hombre se encogió de
hombros y torció la boca en una sonrisa.
-¿Que qué es lo que
era? Un estúpido -respondió por él el del bigote caído con su voz de barítono.
Más tarde, ambos se
levantaron. El joven sacó la cartera que llevaba metida en los pantalones,
detrás de la hebilla del cinturón, como los marineros franceses. Lyalya se
acercó hasta ellos y les dio la mano (con la palma probablemente un punto
húmeda) y algo ocurrió que la llevó a reírse en tonos agudos. Los cachorros
seguían retozando en el suelo. El hombre de la ventana se dio la vuelta,
silbando distraído y tierno. Nikitin pagó y salió despreocupado al aire libre.
Eran más o menos las
cinco de la tarde. El azul del mar, entrevisto al final de las largas
callejuelas, le hacía daño en los ojos. Las puertas circulares de los baños
públicos ardían con el sol.
Volvió a su sórdido
hotel y se dejó caer en la cama estirando despacio tras su nuca sus manos
entrelazadas, en un estado de beatitud provocado por la borrachera solar. Soñó
que volvía a ser un oficial, que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas
de arbustos de roble y de algodoncillo, segando a su paso las aterciopeladas
cabezas de los cardos. Le despertó su propia risa; se despertó y la ventana ya
se había tornado azul con el ocaso.
Se asomó al abismo de
frescura, meditando: mujeres que pasean. Algunas de ellas rusas. Qué estrella
tan grande.
Se alisó el cabello, se
quitó el polvo de la punta de los zapatos con una esquina de la manta, comprobó
que su cartera seguía en su sitio -sólo le quedaban cinco francos- y salió a
vagar por las calles y a gozar de su solitaria ociosidad.
Con la caída de la
noche todo había cobrado vida. A lo largo de las callejuelas que descendían
hasta el mar, había gente sentada al aire libre, tomando el fresco. Una chica
con un pañuelo de lentejuelas… Unas pestañas que no paraban de bailar… Un
tendero con su buena barriga, sobre la que lucía un chaleco abierto que dejaba
escapar el faldón de la camisa, fumaba sentado a horcajadas en una silla de
paja, con los codos apoyados en el respaldo vuelto contra sí. Unos niños
saltaban en cuclillas mientras intentaban que navegaran sus barquitos de papel
a la luz de una farola, en el arroyuelo negro que corría junto a la estrecha
acera. Olía a pescado y a vino. De las tabernas de los pescadores, que
brillaban con un rayo amarillo, llegaba la música de unos organillos, el ruido
de las palmas golpeando las mesas, gritos metálicos. Y, en la parte alta de la
ciudad, a lo largo de la avenida principal, las masas nocturnas paseaban y se
reían, y los finos tobillos de las mujeres junto con los zapatos blancos de los
oficiales de marina brillaban en relámpagos bajo las nubes de acacias. Aquí y
allí, como si fuera un despliegue de llamas de colores de fuegos artificiales
que hubieran quedado petrificados, los cafés resplandecían en el atardecer
púrpura. Las mesas circulares desplegadas allí mismo en la acera, las sombras
de los arces reflejándose en los toldos de rayas, todo ello iluminado desde el
interior. Nikitin se detuvo, fantaseando con una jarra de cerveza, fría como el
hielo y consistente. Dentro, junto a las mesas, un violín desgranaba sus notas como
si fueran manos humanas, acompañado del hondo resonar de las olas de un arpa.
Cuanto más banal es la música, más cerca se encuentra del corazón.
En una de las mesas del
exterior se encontraba una buscona, toda vestida de verde, balanceando la
pierna y jugando con la puntera de su zapato.
Me tomaré esa cerveza,
decidió Nikitin. No, será mejor que no… Y luego, otra vez…
La mujer tenía ojos de
muñeca. Había algo que le resultaba muy familiar en esos ojos, en esas piernas
largas y bien torneadas. Se levantó de repente agarrándose al bolso, como si
tuviera prisa por ir a algún sitio. Llevaba una especie de chaqueta larga de un
tejido de seda esmeralda que se le pegaba a las caderas. Y se fue,
entrecerrando los ojos al compás de la música.
Sería una coincidencia
extraña, pensó Nikitin. Algo semejante a una estrella fugaz se precipitó en lo
hondo de su memoria, y, olvidándose de su cerveza, la siguió en su camino a
través de una callejuela oscura y brillante. Una farola alargaba su sombra. La
sombra relampagueó al pasar por un muro y se perdió. Ella caminaba despacio y
Nikitin tenía que contener su paso, temiendo, por alguna razón, alcanzarla.
Sí, no cabe duda… Dios,
esto es maravilloso.
La mujer se detuvo en
el bordillo de la acera. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra.
Nikitin pasó por delante, volvió, rodeó a la mujer y se detuvo. Con una risa
arrullante ella pronunció un término francés para seducirlo.
En aquella luz
macilenta, Nikitin vio su rostro hermoso y fatigado y el brillo húmedo de sus
dientes diminutos.
-Escucha -le dijo en
ruso, sencilla y suavemente-. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, así que
¿por qué no hablar en nuestra lengua?
Ella arqueó las cejas.
-¿Inglés? ¿Hablas
inglés?
Nikitin la miró
atentamente y luego repitió con una nota de desesperación.
-Vamos, tú sabes que yo
lo sé.
-¿Entonces, eres
polaco? -preguntó la mujer, arrastrando la última sílaba como hacen en el sur.
Nikitin la dejó estar
con una sonrisa sardónica, le embutió en la mano un billete de cinco francos, y
desapareció rápidamente cruzando la plaza. Un instante después oyó unas pisadas
rápidas tras de sí, y una respiración entrecortada, y también el roce de un
vestido. Se volvió a mirar. No había nadie. La plaza estaba oscura y desierta.
Una hoja de periódico volaba por las baldosas de la plaza impulsada por el
viento de la noche.
Suspiró, volvió a
sonreír una vez más, se embutió las manos en los bolsillos, y mirando a las
estrellas, que lucían y desaparecían como impulsadas por unos fuelles gigantes,
empezó a bajar caminando hacia el mar. Se sentó en el viejo muelle con los pies
colgando sobre el agua, contemplando el movimiento rítmico de las olas
iluminadas por la luna, y se quedó así sentado durante mucho rato, con la
cabeza hacia atrás, apoyada en las palmas de las manos.
Una estrella fugaz cayó
despedida, repentina como un latido perdido del corazón. Una fuerte ráfaga de
viento, limpia, le atravesó el cabello, pálido en el resplandor nocturno.
Lolita,
película dirigida por Adrian Lyne, protagonizada por Jeremy Irons y Dominique Swain
(año 1997), adaptación de la novela homónima de Vladimir Nabokov.
Vladímir
Nabókov, conocido popularmente y en inglés como Vladimir
Nabokov, cuyo nombre completo en ruso era Vladímir Vladímirovich
Nabókov (Влади́мир Влади́мирович Набóков; San Petersburgo, Rusia; 22 de abril
de 1899 (10 de abril del calendario juliano)-Montreux, Suiza; 2 de julio de
1977), fue un escritor de origen ruso, nacionalizado estadounidense.
Escribió sus primeras
obras literarias en ruso, pero se hizo internacionalmente famoso como un
maestro de la novela con su obra escrita en inglés, especialmente su novela Lolita (1955), un retrato de la sociedad
estadounidense a través de la metáfora del viaje, en cuya trama un hombre de
mediana edad se enamora y sostiene una relación con una adolescente. Es
conocido también por sus significativas contribuciones al estudio de los
lepidópteros y por su creación de problemas de ajedrez.
Biografía
Casa
de San Petersburgo, donde nació y vivió sus primeros 18
años de vida.
Fue el mayor de los
hijos de Vladímir Dmítrievich Nabókov y de su mujer Yelena Ivánovna
Rukavíshnikova, una familia rica y aristocrática de San Petersburgo, donde se
crió durante su infancia y juventud (casa de Nabokov). La familia hablaba en
ruso, inglés y francés, por lo que Nabokov fue trilingüe desde muy pequeño.
Incluso, por la labor de sus maestros, aprendió a leer y escribir en inglés
antes que en ruso. En 1919 su familia se exilió a Alemania por temor al
bolchevismo y Nabokov ingresó en la Universidad
de Cambridge. En 1922 su padre fue asesinado por el monárquico Piotr
Shabelsky-Bork, mientras intentaba proteger a Pável Miliukov, líder del Partido Democrático Constitucional.
En 1940 llegó a los
Estados Unidos (aunque ya había abandonado la lengua rusa desde 1938),
procedente de Francia y huyendo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial;
su hermano Serguéi murió en un campo de concentración alemán, en 1944.
Obra
Los primeros escritos
de Nabokov fueron en ruso, pero alcanzó el reconocimiento internacional en
lengua inglesa. Por esta circunstancia ha sido comparado con Joseph Conrad, que
era de origen polaco; no obstante, hay quien ve esta comparación como
discutible, en tanto que Conrad sólo compuso en inglés, y nunca en su lengua
natural, el polaco (el mismo Nabokov rechazaba tal comparación por razones
estéticas). Fue un cultor de la autotraducción; tradujo muchas de sus obras
primerizas al inglés, a veces en colaboración con su hijo Dmitri. Su formación
trilingüe tuvo una profunda influencia sobre su arte. Él mismo describía
metafóricamente la transición de una lengua a otra como el lento viaje nocturno
de un pueblo a otro con tan sólo una vela para iluminarse.
Nabokov es famoso por
sus argumentos complejos, sus inteligentes juegos de palabras y su uso de la
aliteración. Obtuvo fama y notoriedad con su novela Lolita (1955), que trata de la pasión consumada de un hombre adulto
por una niña de doce años. Ésta y sus otras novelas, especialmente Pálido fuego (1962) y, sobre todo, Ada o el ardor (1969), le proporcionaron
un lugar entre los grandes novelistas del siglo XX.
La estatura de Nabokov
como crítico literario se basa principalmente en su traducción y comentario en
cuatro volúmenes del Eugenio Oneguin de Aleksandr Pushkin. El comentario
termina con un apéndice titulado Notes on
Prosody, que es altamente valorado.
La traducción de
Nabokov fue el tema de una agria polémica con Edmund Wilson y otros críticos, al
haber trasladado lo que era una novela en verso en una prosa no rimada.
Las conferencias sobre
literatura de Nabokov revelan también sus controvertidas ideas sobre el arte.
Creía firmemente que las novelas no deberían buscar lo didáctico, y que los
lectores deberían buscar no sólo empatizar con los personajes sino una
apreciación estética a través de la atención a los detalles de estilo y
estructura. Detestaba las ideas habituales sobre novela; al hablar sobre el Ulises de James Joyce, por ejemplo,
insistía a sus alumnos en que tuviesen a mano un mapa de Dublín para seguir las
peripecias de los personajes, antes que hablarles sobre la compleja historia
irlandesa que muchos críticos creen ver como esencial para comprender la
novela.
Sus detractores le
reprochan el ser un esteta y su excesiva atención al lenguaje y al detalle
antes que al desarrollo del carácter de los personajes.
Entomología
Su carrera como
entomólogo también fue muy destacada. Acumuló una gran colección de insectos.
Como nunca aprendió a conducir, dependía de su esposa Vera para que lo llevara.
En la década de 1940 estuvo a cargo de la colección de mariposas de la Universidad de Harvard. El género Nabokovia fue nombrado en su honor, así
como otras mariposas, especialmente de los géneros Madeleinea y Pseudolucia.
Un original inédito
En abril de 2008,
Dmitri Nabokov, hijo y albacea literario del escritor, comunicó a la prensa su
decisión de publicar una novela inconclusa de su padre. El manuscrito, titulado
The Original of Laura, consta de 138 fichas, el equivalente de unas 30 páginas
manuscritas. A su muerte, Nabokov había dejado instrucciones para que el
manuscrito fuera destruido; su viuda, sin embargo, optó por conservarlo.
Obras
Máshenka, 1926
(Машенька), novela
Rey, dama, valet,
1927-1928 (Король, дама, валет), novela
La defensa de Luzhin,
1929-1930 (Защита Лужина), novela
El ojo, 1930 (Соглядатай),
novela corta
Regreso de Chorb, 1930
(Возвращение Чорба), colección de cuentos
La hazaña, 1932
(Подвиг), novela corta
Cámara oscura, 1932
(Камера обскура), novela
Desesperación, 1936
(Отчаяние), novela corta
La dádiva, 1937-1938
(Дар), novela
La invitación a la
ejecución, 1938 (Приглашение на казнь), novela
La invención de Valts,
1938 (Изобретение Вальса), drama
Risa en la oscuridad,
1938 (Laughter in the Dark)
El hechicero, 1939
(Волшебник), cuento
La verdadera vida de
Sebastian Knight, 1941 (The Real Life of Sebastian Knight), novela
Barra siniestra, 1947,
(Bend Sinister), 1947 , novela
Las otras orillas, 1954
(Другие берега), autobiografía
Lolita, 1955, novela
La primavera en Fialta,
1956 colección de cuentos (Весна в Фиальте)
Pnin, 1957, novela
Pálido fuego, 1962
(Pale fire), novela
Habla, memoria, 1967 (Speak, Memory. An Autobiography
Revisited), autobiografía
Ada o el ardor, 1969
(Ada or Ardor: A Family Chronicle), novela
Transparent Things,
1972, novela
Una belleza rusa, 1973
colección de cuentos
Look at the
Harlequins!, 1974, novela
The Original of Laura
(El original de Laura), 1975-1977 (publicada en noviembre de 2009), novela.4
Desesperación, novela.
Curso de literatura
europea (crítica literaria)
Curso de literatura
rusa (crítica literaria)
Opiniones contundentes
(entrevistas), 1973
El original de Laura
(póstumo e inacabado), 19775
Abreviatura (zoología)
La abreviatura Nabokov
se emplea para indicar a Vladimir Nabokov como autoridad en la descripción y
taxonomía en zoología.
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