Monday, February 11, 2019

AUGUSTO ROA BASTOS


La excavación
Augusto Roa Bastos

El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.
Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de “bodega” para el contrabando de la tierra excavada.
La guerra civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.
De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.
Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes.
La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.
Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.
Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocada por el desprendimiento.
No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.
Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles.
En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacía seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros.
En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.
El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.
Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán.
En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.
Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.
Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.
Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.
Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla
Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.
Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.
El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.
La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.
Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.
Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.
Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.

Shunko es una película argentina de 1960, dirigida por Lautaro Murúa sobre una conocida novela de igual nombre de Jorge W. Ábalos. Fue protagonizada por Lautaro Murúa y Raúl del Valle, con guion del notable escritor paraguayo Augusto Roa Bastos y música de un innovador en el tratamiento de la música clásica como Waldo de los Ríos. Estrenada el 17 de noviembre de 1960. Cóndor de Plata como mejor película de 1961.


Augusto José Antonio Roa Bastos (Asunción, Paraguay; 13 de junio de 1917 - Asunción, Paraguay; 26 de abril de 2005) fue un escritor, periodista y guionista paraguayo. Está considerado como el autor más importante de su país y uno de los más destacados en la literatura latinoamericana. Ganó el Premio Cervantes en 1989 y sus obras han sido traducidas a, por lo menos, veinticinco idiomas.
Producida en su mayor parte en el exilio, la obra de Roa Bastos se caracteriza por el retrato que hace de la cruda realidad del pueblo paraguayo, a través de la recuperación de la historia de su país y la reivindicación de su carácter de nación bilingüe (Paraguay también tiene el idioma guaraní como lengua oficial); y la reflexión sobre el poder en todas sus manifestaciones, tema central de su novela Yo el Supremo (1974), considerada su obra maestra y una de las cien mejores novelas del siglo XX en lengua castellana, según el periódico español El Mundo.

Biografía

Primeros años (1917 - 1932)
Augusto Roa Bastos nació el 13 de junio de 1917 en Asunción, pero a los pocos meses su familia se trasladó a Iturbe, un pequeño pueblo de pertenecía al Distrito de Caazapá y que por Decreto del Poder Ejecutivo pasó al Guairá, en una cultura bilingüe entre el guaraní y el castellano, donde pasó sus primeros años. Su padre, Lucio Roa, era un hombre de carácter severo, de ascendencia española, que trabajó como maderero y como empleado en un ingenio azucarero. Su madre, Lucía Bastos, de ascendencia franco-portuguesa, era una mujer de carácter sensible y cultivada, cantante aficionada, y quien le proporciona los primeros contactos con la literatura, especialmente la Biblia y las obras de Shakespeare. En esos primeros años, la educación de Roa y sus hermanos estuvo a cargo de su padre, que construyó una habitación que era utilizada como salón de clases, impartidas por él mismo.
A los ocho años fue enviado a Asunción para completar su educación; vivió con su tío, el obispo Hermenegildo Roa, quien continuó alentando su vocación lectora. De él expresó Roa: «Para mí fue mi verdadero padre. Era un sacerdote muy serio y austero, pero respaldaba la educación de todos sus sobrinos y sobrinas que vivían en el interior. Tenía libros que estaban prohibidos, especialmente para un niño de mi edad: entre ellos de Rousseau y Voltaire. Me decía que los leyera con mucho cuidado, pero por lo menos me dejaba hacerlo, porque era un hombre razonable e inteligente».
Tras cursar primero en la escuela pública República Argentina, fue enviado como pupilo al Colegio San José. Allí lo encontró el estallido de la Guerra del Chaco, que enfrentó a Paraguay con Bolivia, y de la que Roa quiso participar junto con otros compañeros. Fue destinado como auxiliar de enfermería y aguatero, debido a su edad, experiencia que más tarde volcaría en su novela Hijo de hombre.

Comienzos de su carrera literaria (1932 - 1946)
La carrera literaria de Roa se inició tempranamente, cuando a los trece años escribió, en coautoría con su madre, una pieza teatral, La carcajada, que representaron en diferentes pueblos a fin de recolectar donaciones para los soldados. Dos años más tarde escribió su primer relato, Lucha hasta el alba, que creyó perdido durante años hasta que fue hallado y publicado en 1979. Al término de la guerra se desempeñó como empleado bancario y en diversos oficios, entre ellos, como periodista del diario El País. En 1942 se casó con Lidia Mascheroni, con quien tuvo tres hijos: Carlos Alberto (fallecido a los dos años), Mirta y Carlos. El mismo año publicó el poemario El ruiseñor de la aurora, más tarde repudiado por el autor, y en 1944 formó parte del grupo «Vy'a Raity» («El nido de la alegría» en guaraní), decisivo para la renovación poética y artística de Paraguay en la década del 40, junto a autores como Josefina Plá y Hérib Campos Cervera. Durante la guerra civil, a través de El País fue poniéndose poco a poco a favor de los oprimidos sin formar parte de ningún partido político.
En 1945 pasó un año en Inglaterra invitado por el British Council y como corresponsal de guerra de El País; allí entrevistó al general De Gaulle; de allí pasó a Francia y asistió como periodista a los juicios de Núremberg en Alemania.

Los años de exilio: Argentina y Francia (1947 - 1989)
En 1947 un intento de golpe de Estado contra el dictador Higinio Morínigo desató una fuerte represión contra los opositores y civiles en general. El Ministro de Hacienda y futuro presidente Juan Natalicio González, decretó la captura de Roa, acusándolo de comunista. González sentía una especial inquina contra Roa, ya que tenía pretensiones literarias, y éste había ridiculizado sus escritos sobre historia de la cultura en el Paraguay, aparte de haberse negado a saludarlo en una recepción oficial. Cuando un grupo policial fue a buscarlo a su casa, debió esconderse en el tanque de agua durante tres días.​ Tras permanecer tres meses como refugiado en la embajada de Brasil, se estableció en Buenos Aires, empleándose en una compañía de seguros; allí publicó la mayor parte de su obra.
Ya instalado en Argentina, debutó como narrador en 1953 con el libro de cuentos El trueno entre las hojas, donde ya están presentes todas las características de su obra posterior, a la vez que colaboró en la revista Alcor, dirigida por el escritor Rubén Bareiro Saguier. En 1958 inició su labor como guionista de cine, que no tardó en convertirse en su principal fuente de ingresos, trabajando con jóvenes actores-directores como Armando Bo y Lautaro Murúa y con directores más veteranos como Lucas Demare.​ Mientras tanto, también hizo amistad con escritores como Ernesto Sábato y Tomás Eloy Martínez.
Hijo de hombre (1960) marcó el comienzo del período más importante de su obra. La obra se estructura a partir de dos líneas narrativas: por un lado, el relato de Miguel Vera, protagonista y narrador principal; por otro, relatos en apariencia independientes entre sí pero que complementan y explican hechos y personajes aludidos por Vera en su narración. Ambientada en diferentes localidades del interior del Paraguay (sobre todo Itapé y Sapukai), el arco temporal abarca alrededor de treinta años, entre 1905 y 1935, aludiendo a hechos históricos como la Revolución de 1904​, la de 1912,13​ y la Guerra del Chaco (1932 - 1935). Ganadora del Premio Internacional de Novela de Losada en 1959, el Primer Premio Municipal y la Faja de Honor de la SADE, la novela tuvo un buen recibimiento de la crítica y supuso el reconocimiento de Roa Bastos como un referente de la literatura hispanoamericana. Por entonces, tras una breve relación con Isabel Duarte, de la que nació su tercer hijo Augusto, formó pareja con la argentina Amelia Nassi.​
En los años siguientes publicó otros cuatro cuentarios (El baldío, Los pies sobre el agua, Madera quemada y Moriencia) que confirmaron su reputación como exponente de la nueva narrativa hispanoamericana, en el marco del Boom latinoamericano. No obstante, aunque reconoció la calidad de los autores integrantes de este movimiento, Roa nunca se consideró parte de él, como declaró en varias ocasiones, principalmente por su rechazo al marketing editorial:

Yo creo que el Boom plantea un falso problema. En momentos en que estos brillantes escritores de América Latina, como es el caso de Cortázar o de Gabriel García Márquez o de Mario Vargas Llosa o de Carlos Fuentes, surgían al primer plano de una arrolladora campaña de publicidad, el fenómeno era perfectamente natural, desde el momento en que estos escritores realmente son de lo mejor que ha producido América Latina. Ahora, el otro término, la otra punta del problema sería el hecho de que de pronto, en esta sociedad de consumo en la cual vivimos, los circuitos de consumo descubrieron que así como se podía explotar una zona petrolífera rica, también se puede explotar una zona de escritores también muy rica, de manera que (...) estos circuitos de consumo abusaron de esta calidad primigenia existente en estos escritores, para convertirlos en estrellas, en vedettes de una situación frente a la cual existían otros tan buenos como ellos pero que quedaban a la sombra.

Augusto Roa Bastos

Tras un período de silencio editorial, en 1974 publicó Yo el Supremo, novela considerada su obra maestra y una cumbre de la literatura castellana. Escrita a lo largo de seis años,​ la obra recupera la figura de José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador Supremo que gobernó el Paraguay entre 1814 y 1840 y artífice de su independencia, cerrando el país a cualquier influencia externa. A través de la voz del Supremo (y de otras voces que se infiltran y acotan, discuten, contradicen), Roa Bastos hace tanto una reconstrucción del período histórico como una profunda y compleja reflexión sobre el poder. Desde el momento de su aparición recibió elogios de la crítica, y terminó de darle a Roa un reconocimiento internacional. Tomás Eloy Martínez dijo que se trataba de «uno de esos grandes libros-madre a partir del cual nacerá la literatura de los años venideros» (Siete Días, 29-12-74), y Ricardo Piglia escribió: «Si se quiere ver qué niveles puede alcanzar una práctica revolucionaria en literatura léase Yo El Supremo de Roa Bastos: esa novela admirable, sin duda la mejor que ha producido la narrativa latinoamericana desde La vida breve.»(La Opinión, 8-12-74)
Luego del golpe de Estado de 1976, la obra fue prohibida por el dictador Jorge Rafael Videla y Roa aprovechó una invitación de la Universidad de Toulouse para exiliarse en Francia, donde permaneció como profesor universitario de literatura latinoamericana y guaraní hasta 1996. Allí conoció a su tercera pareja, Iris Giménez, docente francesa hija de españoles, con quien tuvo tres hijos: Francisco, Silvia y Aliria.  De sus años en Argentina dijo más tarde:

Realmente nunca me sentí exilado en Argentina, país en que me habría gustado nacer si el Paraguay no hubiera existido. Y Buenos Aires siempre fue para mí y lo seguirá siendo hasta el fin de mis días la ciudad más hermosa del mundo, intemporal, cosmopolita y mágica. Un puro espejismo sobre el vértigo horizontal de la llanura pampeana. No comprenderé nunca por qué Borges se alejó de ella para morir.

Augusto Roa Bastos

El 30 de abril de 1982, tras un intento de regreso a su país, fue deportado por las autoridades a la ciudad argentina de Clorinda, provincia de Formosa, bajo el argumento de difundir ideas marxistas-leninistas en espacios educativos, y privado de la ciudadanía paraguaya; ​ en respuesta, el gobierno español le otorgó la ciudadanía honoraria por méritos especiales en 1983,​ al mismo tiempo que publicó una versión ampliada y corregida de Hijo de hombre, que no se editó en su país hasta diez años después.
En esos años se sucedieron las condecoraciones: en Francia se le otorgó el Premio de los Derechos Humanos por su libro Récits de la nuit et de l´aube, y el Gobierno le concedió la nacionalidad francesa; en Madrid, junto con Olof Palme, se le otorgó el Premio Especial de la Fundación Pablo Iglesias. Pero el más importante reconocimiento le llegó en 1989, cuando fue anunciado como ganador del Premio Cervantes, el más alto galardón de las letras castellanas. En febrero de ese año fue derrocado Alfredo Stroessner, poniendo fin a treinta y cinco años de dictadura y al largo exilio de Roa Bastos.​

Retorno al Paraguay y últimos años (1989 - 2005)
Después de la caída de Stroessner, Roa permaneció en Francia algunos años más, aunque volvía a Paraguay regularmente, una o dos veces al año. A principios de la década de 1990 escribió una adaptación teatral de Yo el Supremo y publicó, además de la segunda versión de Hijo de hombre, una serie de novelas, algunas de las cuales tenía inéditas desde tiempo atrás: Vigilia del Almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1995). Con El fiscal, según Roa, se cerraba una «trilogía sobre el monoteísmo del poder», conformada además por sus dos primeras novelas; a pesar de lo cual, ninguna de estas obras alcanzó la trascendencia de aquellas.
En 1996, ya separado de su mujer, Roa Bastos volvió definitivamente a su país, después de casi cincuenta años de ausencia, con la idea de orientar y ayudar a los jóvenes. Desde su retorno y hasta sus últimos días escribió una columna de opinión en el diario Noticias de Asunción.
En 1999 se publicó en Buenos Aires su Poesía completa, y se le practicó un baipás coronario en la Fundación Favaloro.
En 2003 visitó Cuba invitado por Fidel Castro. Durante su estadía, además de recibir la Medalla José Martí de parte del gobierno cubano, en reconocimiento a su obra y su apoyo a la revolución cubana y participar en varios homenajes, se sometió a tratamientos médicos. El mismo año se publicaron en Asunción sus Cuentos completos.
El 22 de abril de 2005 sufrió una caída en su domicilio, que le provocó un traumatismo de cráneo, por lo que debió ser intervenido de urgencia en el sanatorio Santa Clara,​ donde falleció cuatro días después, de un paro cardíaco, a los 87 años. El gobierno decretó tres días de duelo nacional, durante los cuales el cuerpo del escritor fue velado en el Centro Cultural del Cabildo de Asunción con honores de jefe de Estado. Cumpliendo su testamento, sus restos fueron cremados y sus cenizas depositadas en el panteón de sus padres del cementerio de la Recoleta, en la capital paraguaya.
Dos obras en las que trabajaba antes de fallecer se extraviaron: la novela Un país detrás de la lluvia y el libro de aforismos de tono surrealista Los 1000 y un proverbios rebeldes. También se perdieron su primera novela, Fulgencio Miranda, con la que obtuvo en 1941 el premio Ateneo Paraguayo; La caspa, que escribió en su exilio en Francia y varias obras de teatro y guiones de cine escritos en su exilio en Argentina. El 23 de abril de 2017 se anunció el hallazgo de las crónicas que Roa escribió para El País de Asunción durante su estancia en la Inglaterra de posguerra, agrupadas bajo el título La Inglaterra que yo vi, y que serán publicadas próximamente.
Meses antes de la muerte de Roa, sus dos hijos mayores presentaron una demanda contra Cesarina Cabañas, la acompañante del escritor. El juicio estuvo marcado por acusaciones cruzadas entre la mujer y los familiares, quienes señalaron que existían testimonios y evidencias de que Cabañas, además de restringir las visitas, había dejado solo y encerrado a Roa en varias ocasiones, llegando a desconectar el teléfono para impedir cualquier comunicación con sus familiares, además de sustraerle una fuerte suma de dinero en complicidad con Alejandro Maciel, médico y secretario del escritor. ​ Cabañas fue finalmente condenada a seis años de prisión, bajo los cargos de abandono de persona y robo agravado. ​ En 2010, la justicia le concedió la libertad condicional. ​
En 2011, el Congreso Nacional aprobó una ley que autorizaba el traslado de las cenizas de Roa Bastos al Panteón de Héroes Nacionales, iniciativa que tuvo el apoyo de los dos hijos del autor residentes en el país, pero no de la familia residente en Francia, que inició acciones legales para impedir lo que consideraban una contravención a su voluntad. Ante la polémica, el gobierno decidió suspender la iniciativa.

Obras

Novelas
Hijo de hombre (1960)
Yo el Supremo (1974)
Vigilia del Almirante (1992)
El fiscal (1993)
Contravida (1994)
Madama Sui (1995)
Cuentos
El trueno entre las hojas (1953)
El baldío (1966)
Madera quemada (1967)
Los pies sobre el agua (1967)
Moriencia (1969)
El sonámbulo (1976) - novela corta.
Lucha hasta el alba (1979)

Cuentos infantiles
 El pollito de fuego (1974)
Los Juegos 1: Carolina y Gaspar (1979)
Los Juegos 2: La casa de invierno - verano (1981)

Poesía
El ruiseñor de la aurora, y otros poemas (1942)
El naranjal ardiente, nocturno paraguayo (1960, poemas escritos entre 1947 y 1949)

Teatro
Alma de tradición (1944) en colaboración con Veldovinos, Montórfano, Mongelós, Fernández e Islas
El niño del rocío (1945)
Mientras llega el día (1946)
Yo el Supremo (1991)
La tierra sin mal (1998)
Pancha Garmendia y Elisa Lynchs: Ópera en cinco actos (2011) - guion inédito editado póstumamente, adaptable como ópera lírica, pieza teatral o cinematográfica.36​

En colaboración
Los conjurados del quilombo del Gran Chaco (2001) en colaboración con Alejandro Maciel, Eric Nepomuceno y Omar Prego Gadea

Antologías
Cuerpo presente y otros textos (1972)
Antología personal (1980)
Contar un cuento, y otros relatos (1984)
Metaforismos (1996)
Poesías reunidas (1998)
Hombres del país de la luna (2001)
Penal, El Paraíso y otros cuentos (2005)
El libro de los libros de Augusto Roa Bastos (2006)
Cuentos completos (2007 en dos tomos, 2008 tomo único)
Cuentos de Augusto Roa Bastos (2010)

Filmografía

Guionista
El trueno entre las hojas (1958)
Sabaleros (1959)
La sangre y la semilla (1959)
Shunko (1960)
Hijo de hombre (1961)
Alias Gardelito (1961)
El último piso (1962)
El terrorista (1962)
La boda (1964)
Soluna (1967)
Ya tiene comisario el pueblo (1967)
La Madre María (1974)

Autor
El trueno entre las hojas (1958)
Castigo al traidor (1966)

Idea original
La Madre María (1974)

Argumento
El terrorista (1962)
El demonio en la sangre (1964)

Premios
Premio British Council, Gran Bretaña, 1948.
Premio Concurso Internacional Novela Editorial Losada con Hijo de hombre, Argentina, 1959.
Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, 1961.
Insignia Orden francesa de las Artes y las Letras, 1985.
Premio Derechos Humanos, Francia, 1985.
Premio Fundación Pablo Iglesias, España, 1986.
Premio de las Letras Memorial de América Latina, Brasil, 1988.
Premio Miguel de Cervantes, España, 1989.
Hijo predilecto de Asunción, 1994.
Premio Nacional de Literatura de Paraguay con Madama Sui, 1995.
Caballero Legión Honor, Francia, 1997.
Medalla chilena Felipe Herrera, 1999.
Comendador de la Orden del Libertador San Martín, 2003.
Insignia Orden José Martí, Cuba, 2003.
Medalla paraguaya Honor Presidencial Centenario Pablo Neruda, 2004.
Premio Konex Mercosur, Argentina, 2004.





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