La
excavación
Augusto
Roa Bastos
El primer
desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le
pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del
terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el
angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre
podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el
plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba
impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo
sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más
de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.
Alternándose en turnos
seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte
centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad
de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el
tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la
lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la
celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de
la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de “bodega” para el
contrabando de la tierra excavada.
La guerra civil había
concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre
tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete
de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa
inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de
calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.
De los diecisiete
presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían
llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a
cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa
de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno
con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en
la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.
Esta estadística era la
que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su
congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor,
su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que
a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral
delante de las imágenes.
La única respiración
venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en
el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la
libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba,
en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más
allá de ese boquete negro.
Eso era lo que sentían
los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche
angosta del túnel.
Un nuevo
desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso
moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta
conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en
la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple
veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que
llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo
en la falla provocada por el desprendimiento.
No le quedaba otro
recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con
el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que
faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del
boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos
centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo
frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando
el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de
barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero
estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo
envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del
río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su
propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca.
Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo
mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a
comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al
vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que
empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya
irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre
ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río
sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba
transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.
Recordó aquella otra
mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que
ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos
los detalles.
En el frente de Gondra,
la guerra se había estancado. Hacía seis meses que paraguayos y bolivianos,
empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban
obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y
otros.
En las pausas de
ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente
memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus
respectivas tierras.
El altiplano entero,
pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una
raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el
polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos,
desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también
absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose,
hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así
sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose,
para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y
mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos,
en boletines de la rapiña internacional.
Fue en una de esas
pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante
de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos
verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las
posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción
como el cráter de un volcán.
En dieciocho días los
ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el
volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de
proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.
Recordó en la noche
azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también
el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios
idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros
había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo
los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo
detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un segundo antes
del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no
despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar
aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que
se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en
un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un
pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad
carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el
exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía
saberlo.
Sólo recordó que había
vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le
había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces
arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los
costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le
habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que,
aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la
sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el
escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la
tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién
recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación
duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto
y espeso estero de sangre.
Aquel túnel del Chaco y
este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él
personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había
servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único
agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero
negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como
un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él
cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.
Aquella noche azul del
Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo
había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño
futuro en medio del humo de la batalla
Con el último aliento,
Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño
lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto
redondel de la salida.
Soñó (recordó) que
volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica,
fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos.
Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar
granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las
vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto,
las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve
caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un
fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los
diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos
muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla,
soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado
enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una
pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su
ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era
su hermano mellizo.
El sueño de Perucho
Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar
aún otra noche.
La frustrada evasión
fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró
a los guardianes.
Los presos de la celda
4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente
encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la
noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y
corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra
de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto.
La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba
inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer
soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las
ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos
durante algunos segundos.
Al día siguiente, la
ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en
el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir
con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas
fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de
entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la
inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la
callejuela abandonada.
Poco después el agujero
fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.
Shunko
es una película argentina de 1960, dirigida por Lautaro Murúa sobre una conocida novela de igual nombre de Jorge W.
Ábalos. Fue protagonizada por Lautaro Murúa y Raúl del Valle, con guion del
notable escritor paraguayo Augusto Roa Bastos y música de un
innovador en el tratamiento de la música clásica como Waldo de los Ríos. Estrenada el 17 de noviembre de 1960. Cóndor de Plata como mejor película de
1961.
Augusto José Antonio
Roa Bastos (Asunción, Paraguay; 13 de junio de
1917 - Asunción, Paraguay; 26 de abril de 2005) fue un escritor, periodista y
guionista paraguayo. Está considerado como el autor más importante de su país y
uno de los más destacados en la literatura latinoamericana. Ganó el Premio Cervantes en 1989 y sus obras han
sido traducidas a, por lo menos, veinticinco idiomas.
Producida en su mayor
parte en el exilio, la obra de Roa Bastos se caracteriza por el retrato que
hace de la cruda realidad del pueblo paraguayo, a través de la recuperación de
la historia de su país y la reivindicación de su carácter de nación bilingüe (Paraguay
también tiene el idioma guaraní como
lengua oficial); y la reflexión sobre el poder en todas sus manifestaciones,
tema central de su novela Yo el Supremo
(1974), considerada su obra maestra y una de las cien mejores novelas del siglo
XX en lengua castellana, según el periódico español El Mundo.
Biografía
Primeros años (1917 -
1932)
Augusto Roa Bastos
nació el 13 de junio de 1917 en Asunción, pero a los pocos meses su familia se
trasladó a Iturbe, un pequeño pueblo de pertenecía al Distrito de Caazapá y que
por Decreto del Poder Ejecutivo pasó al Guairá, en una cultura bilingüe entre
el guaraní y el castellano, donde pasó sus primeros años. Su padre, Lucio Roa,
era un hombre de carácter severo, de ascendencia española, que trabajó como
maderero y como empleado en un ingenio azucarero. Su madre, Lucía Bastos, de
ascendencia franco-portuguesa, era una mujer de carácter sensible y cultivada,
cantante aficionada, y quien le proporciona los primeros contactos con la
literatura, especialmente la Biblia y
las obras de Shakespeare. En esos
primeros años, la educación de Roa y sus hermanos estuvo a cargo de su padre,
que construyó una habitación que era utilizada como salón de clases, impartidas
por él mismo.
A los ocho años fue
enviado a Asunción para completar su educación; vivió con su tío, el obispo
Hermenegildo Roa, quien continuó alentando su vocación lectora. De él expresó
Roa: «Para mí fue mi verdadero padre. Era
un sacerdote muy serio y austero, pero respaldaba la educación de todos sus
sobrinos y sobrinas que vivían en el interior. Tenía libros que estaban
prohibidos, especialmente para un niño de mi edad: entre ellos de Rousseau y
Voltaire. Me decía que los leyera con mucho cuidado, pero por lo menos me
dejaba hacerlo, porque era un hombre razonable e inteligente».
Tras cursar primero en
la escuela pública República Argentina, fue enviado como pupilo al Colegio San José. Allí lo encontró el
estallido de la Guerra del Chaco, que
enfrentó a Paraguay con Bolivia, y de la que Roa quiso participar junto con
otros compañeros. Fue destinado como auxiliar de enfermería y aguatero, debido
a su edad, experiencia que más tarde volcaría en su novela Hijo de hombre.
Comienzos de su carrera
literaria (1932 - 1946)
La carrera literaria de
Roa se inició tempranamente, cuando a los trece años escribió, en coautoría con
su madre, una pieza teatral, La carcajada,
que representaron en diferentes pueblos a fin de recolectar donaciones para los
soldados. Dos años más tarde escribió su primer relato, Lucha hasta el alba, que creyó perdido durante años hasta que fue
hallado y publicado en 1979. Al término de la guerra se desempeñó como empleado
bancario y en diversos oficios, entre ellos, como periodista del diario El País. En 1942 se casó con Lidia
Mascheroni, con quien tuvo tres hijos: Carlos Alberto (fallecido a los dos
años), Mirta y Carlos. El mismo año publicó el poemario El ruiseñor de la aurora, más tarde repudiado por el autor, y en
1944 formó parte del grupo «Vy'a Raity» («El nido de la alegría» en guaraní),
decisivo para la renovación poética y artística de Paraguay en la década del
40, junto a autores como Josefina Plá y Hérib Campos Cervera. Durante la guerra
civil, a través de El País fue poniéndose poco a poco a favor de los oprimidos
sin formar parte de ningún partido político.
En 1945 pasó un año en
Inglaterra invitado por el British
Council y como corresponsal de guerra de El País; allí entrevistó al general
De Gaulle; de allí pasó a Francia y asistió como periodista a los juicios de Núremberg en Alemania.
Los años de exilio:
Argentina y Francia (1947 - 1989)
En 1947 un intento de
golpe de Estado contra el dictador Higinio
Morínigo desató una fuerte represión contra los opositores y civiles en
general. El Ministro de Hacienda y futuro presidente Juan Natalicio González, decretó la captura de Roa, acusándolo de
comunista. González sentía una especial inquina contra Roa, ya que tenía
pretensiones literarias, y éste había ridiculizado sus escritos sobre historia
de la cultura en el Paraguay, aparte de haberse negado a saludarlo en una
recepción oficial. Cuando un grupo policial fue a buscarlo a su casa, debió
esconderse en el tanque de agua durante tres días. Tras permanecer tres meses
como refugiado en la embajada de Brasil, se estableció en Buenos Aires,
empleándose en una compañía de seguros; allí publicó la mayor parte de su obra.
Ya instalado en
Argentina, debutó como narrador en 1953 con el libro de cuentos El trueno entre las hojas, donde ya
están presentes todas las características de su obra posterior, a la vez que
colaboró en la revista Alcor,
dirigida por el escritor Rubén Bareiro Saguier. En 1958 inició su labor como
guionista de cine, que no tardó en convertirse en su principal fuente de
ingresos, trabajando con jóvenes actores-directores como Armando Bo y Lautaro
Murúa y con directores más veteranos como Lucas Demare. Mientras tanto,
también hizo amistad con escritores como Ernesto Sábato y Tomás Eloy Martínez.
Hijo
de hombre (1960) marcó el comienzo del período más importante
de su obra. La obra se estructura a partir de dos líneas narrativas: por un
lado, el relato de Miguel Vera, protagonista y narrador principal; por otro,
relatos en apariencia independientes entre sí pero que complementan y explican
hechos y personajes aludidos por Vera en su narración. Ambientada en diferentes
localidades del interior del Paraguay (sobre todo Itapé y Sapukai), el arco
temporal abarca alrededor de treinta años, entre 1905 y 1935, aludiendo a
hechos históricos como la Revolución de
1904, la de 1912,13 y la Guerra del Chaco (1932 - 1935). Ganadora
del Premio Internacional de Novela de
Losada en 1959, el Primer Premio
Municipal y la Faja de Honor de la
SADE, la novela tuvo un buen recibimiento de la crítica y supuso el
reconocimiento de Roa Bastos como un referente de la literatura
hispanoamericana. Por entonces, tras una breve relación con Isabel Duarte, de
la que nació su tercer hijo Augusto, formó pareja con la argentina Amelia
Nassi.
En los años siguientes
publicó otros cuatro cuentarios (El
baldío, Los pies sobre el agua, Madera quemada y Moriencia) que confirmaron su reputación como exponente de la nueva
narrativa hispanoamericana, en el marco del Boom
latinoamericano. No obstante, aunque reconoció la calidad de los autores
integrantes de este movimiento, Roa nunca se consideró parte de él, como
declaró en varias ocasiones, principalmente por su rechazo al marketing
editorial:
Yo
creo que el Boom plantea un falso problema. En momentos en que estos brillantes
escritores de América Latina, como es el caso de Cortázar o de Gabriel García
Márquez o de Mario Vargas Llosa o de Carlos Fuentes, surgían al primer plano de
una arrolladora campaña de publicidad, el fenómeno era perfectamente natural,
desde el momento en que estos escritores realmente son de lo mejor que ha
producido América Latina. Ahora, el otro término, la otra punta del problema
sería el hecho de que de pronto, en esta sociedad de consumo en la cual
vivimos, los circuitos de consumo descubrieron que así como se podía explotar
una zona petrolífera rica, también se puede explotar una zona de escritores
también muy rica, de manera que (...) estos circuitos de consumo abusaron de
esta calidad primigenia existente en estos escritores, para convertirlos en
estrellas, en vedettes de una situación frente a la cual existían otros tan
buenos como ellos pero que quedaban a la sombra.
Augusto
Roa Bastos
Tras un período de
silencio editorial, en 1974 publicó Yo el
Supremo, novela considerada su obra maestra y una cumbre de la literatura
castellana. Escrita a lo largo de seis años, la obra recupera la figura de José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador
Supremo que gobernó el Paraguay entre 1814 y 1840 y artífice de su
independencia, cerrando el país a cualquier influencia externa. A través de la
voz del Supremo (y de otras voces que
se infiltran y acotan, discuten, contradicen), Roa Bastos hace tanto una
reconstrucción del período histórico como una profunda y compleja reflexión
sobre el poder. Desde el momento de su aparición recibió elogios de la crítica,
y terminó de darle a Roa un reconocimiento internacional. Tomás Eloy Martínez
dijo que se trataba de «uno de esos
grandes libros-madre a partir del cual nacerá la literatura de los años
venideros» (Siete Días, 29-12-74), y Ricardo Piglia escribió: «Si se quiere ver qué niveles puede alcanzar
una práctica revolucionaria en literatura léase Yo El Supremo de Roa Bastos:
esa novela admirable, sin duda la mejor que ha producido la narrativa
latinoamericana desde La vida breve.»(La Opinión, 8-12-74)
Luego del golpe de
Estado de 1976, la obra fue prohibida por el dictador Jorge Rafael Videla y Roa
aprovechó una invitación de la
Universidad de Toulouse para exiliarse en Francia, donde permaneció como
profesor universitario de literatura latinoamericana y guaraní hasta 1996. Allí
conoció a su tercera pareja, Iris Giménez, docente francesa hija de españoles,
con quien tuvo tres hijos: Francisco, Silvia y Aliria. De sus años en Argentina dijo más tarde:
Realmente
nunca me sentí exilado en Argentina, país en que me habría gustado nacer si el
Paraguay no hubiera existido. Y Buenos Aires siempre fue para mí y lo seguirá
siendo hasta el fin de mis días la ciudad más hermosa del mundo, intemporal,
cosmopolita y mágica. Un puro espejismo sobre el vértigo horizontal de la
llanura pampeana. No comprenderé nunca por qué Borges se alejó de ella para
morir.
Augusto
Roa Bastos
El 30 de abril de 1982,
tras un intento de regreso a su país, fue deportado por las autoridades a la
ciudad argentina de Clorinda, provincia de Formosa, bajo el argumento de
difundir ideas marxistas-leninistas en espacios educativos, y privado de la
ciudadanía paraguaya; en respuesta, el gobierno español le otorgó la
ciudadanía honoraria por méritos especiales en 1983, al mismo tiempo que
publicó una versión ampliada y corregida de Hijo
de hombre, que no se editó en su país hasta diez años después.
En esos años se
sucedieron las condecoraciones: en Francia se le otorgó el Premio de los Derechos Humanos por su libro Récits de la nuit et de l´aube, y el Gobierno le concedió la
nacionalidad francesa; en Madrid, junto con Olof
Palme, se le otorgó el Premio
Especial de la Fundación Pablo Iglesias. Pero el más importante
reconocimiento le llegó en 1989, cuando fue anunciado como ganador del Premio Cervantes, el más alto galardón
de las letras castellanas. En febrero de ese año fue derrocado Alfredo Stroessner, poniendo fin a
treinta y cinco años de dictadura y al largo exilio de Roa Bastos.
Retorno al Paraguay y
últimos años (1989 - 2005)
Después de la caída de
Stroessner, Roa permaneció en Francia algunos años más, aunque volvía a
Paraguay regularmente, una o dos veces al año. A principios de la década de
1990 escribió una adaptación teatral de Yo
el Supremo y publicó, además de la segunda versión de Hijo de hombre, una serie de novelas, algunas de las cuales tenía
inéditas desde tiempo atrás: Vigilia del
Almirante (1992), El fiscal
(1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1995). Con El fiscal, según Roa, se cerraba una
«trilogía sobre el monoteísmo del poder», conformada además por sus dos
primeras novelas; a pesar de lo cual, ninguna de estas obras alcanzó la
trascendencia de aquellas.
En 1996, ya separado de
su mujer, Roa Bastos volvió definitivamente a su país, después de casi
cincuenta años de ausencia, con la idea de orientar y ayudar a los jóvenes.
Desde su retorno y hasta sus últimos días escribió una columna de opinión en el
diario Noticias de Asunción.
En 1999 se publicó en
Buenos Aires su Poesía completa, y se
le practicó un baipás coronario en la Fundación
Favaloro.
En 2003 visitó Cuba
invitado por Fidel Castro. Durante su estadía, además de recibir la Medalla José Martí de parte del gobierno
cubano, en reconocimiento a su obra y su apoyo a la revolución cubana y
participar en varios homenajes, se sometió a tratamientos médicos. El mismo año
se publicaron en Asunción sus Cuentos
completos.
El 22 de abril de 2005
sufrió una caída en su domicilio, que le provocó un traumatismo de cráneo, por
lo que debió ser intervenido de urgencia en el sanatorio Santa Clara, donde falleció cuatro días después, de un paro
cardíaco, a los 87 años. El gobierno decretó tres días de duelo nacional,
durante los cuales el cuerpo del escritor fue velado en el Centro Cultural del Cabildo de Asunción con honores de jefe de
Estado. Cumpliendo su testamento, sus restos fueron cremados y sus cenizas
depositadas en el panteón de sus padres del cementerio de la Recoleta, en la
capital paraguaya.
Dos obras en las que
trabajaba antes de fallecer se extraviaron: la novela Un país detrás de la lluvia y el libro de aforismos de tono
surrealista Los 1000 y un proverbios
rebeldes. También se perdieron su primera novela, Fulgencio Miranda, con la que obtuvo en 1941 el premio Ateneo Paraguayo; La caspa, que escribió en su exilio en Francia y varias obras de
teatro y guiones de cine escritos en su exilio en Argentina. El 23 de abril de
2017 se anunció el hallazgo de las crónicas que Roa escribió para El País de Asunción durante su estancia
en la Inglaterra de posguerra, agrupadas bajo el título La Inglaterra que yo vi, y que serán publicadas próximamente.
Meses antes de la
muerte de Roa, sus dos hijos mayores presentaron una demanda contra Cesarina
Cabañas, la acompañante del escritor. El juicio estuvo marcado por acusaciones
cruzadas entre la mujer y los familiares, quienes señalaron que existían
testimonios y evidencias de que Cabañas, además de restringir las visitas,
había dejado solo y encerrado a Roa en varias ocasiones, llegando a desconectar
el teléfono para impedir cualquier comunicación con sus familiares, además de
sustraerle una fuerte suma de dinero en complicidad con Alejandro Maciel,
médico y secretario del escritor. Cabañas fue finalmente condenada a seis
años de prisión, bajo los cargos de abandono de persona y robo agravado. En
2010, la justicia le concedió la libertad condicional.
En 2011, el Congreso
Nacional aprobó una ley que autorizaba el traslado de las cenizas de Roa Bastos
al Panteón de Héroes Nacionales, iniciativa
que tuvo el apoyo de los dos hijos del autor residentes en el país, pero no de
la familia residente en Francia, que inició acciones legales para impedir lo
que consideraban una contravención a su voluntad. Ante la polémica, el gobierno
decidió suspender la iniciativa.
Obras
Novelas
Hijo de hombre (1960)
Yo el Supremo (1974)
Vigilia del Almirante
(1992)
El fiscal (1993)
Contravida (1994)
Madama Sui (1995)
Cuentos
El trueno entre las
hojas (1953)
El baldío (1966)
Madera quemada (1967)
Los pies sobre el agua
(1967)
Moriencia (1969)
El sonámbulo (1976) -
novela corta.
Lucha hasta el alba
(1979)
Cuentos infantiles
Los Juegos 1: Carolina
y Gaspar (1979)
Los Juegos 2: La casa
de invierno - verano (1981)
Poesía
El ruiseñor de la
aurora, y otros poemas (1942)
El naranjal ardiente,
nocturno paraguayo (1960, poemas escritos entre 1947 y 1949)
Teatro
Alma de tradición
(1944) en colaboración con Veldovinos, Montórfano, Mongelós, Fernández e Islas
El niño del rocío (1945)
Mientras llega el día
(1946)
Yo el Supremo (1991)
La tierra sin mal
(1998)
Pancha Garmendia y
Elisa Lynchs: Ópera en cinco actos (2011) - guion inédito editado póstumamente,
adaptable como ópera lírica, pieza teatral o cinematográfica.36
En colaboración
Los conjurados del
quilombo del Gran Chaco (2001) en colaboración con Alejandro Maciel, Eric
Nepomuceno y Omar Prego Gadea
Antologías
Cuerpo presente y otros
textos (1972)
Antología personal
(1980)
Contar un cuento, y
otros relatos (1984)
Metaforismos (1996)
Poesías reunidas (1998)
Hombres del país de la
luna (2001)
Penal, El Paraíso y
otros cuentos (2005)
El libro de los libros
de Augusto Roa Bastos (2006)
Cuentos completos (2007
en dos tomos, 2008 tomo único)
Cuentos de Augusto Roa
Bastos (2010)
Filmografía
Guionista
El trueno entre las
hojas (1958)
Sabaleros (1959)
La sangre y la semilla
(1959)
Shunko (1960)
Hijo de hombre (1961)
Alias Gardelito (1961)
El último piso (1962)
El terrorista (1962)
La boda (1964)
Soluna (1967)
Ya tiene comisario el
pueblo (1967)
La Madre María (1974)
Autor
El trueno entre las
hojas (1958)
Castigo al traidor
(1966)
Idea original
La Madre María (1974)
Argumento
El terrorista (1962)
El demonio en la sangre
(1964)
Premios
Premio British Council,
Gran Bretaña, 1948.
Premio Concurso
Internacional Novela Editorial Losada con Hijo de hombre, Argentina, 1959.
Premio de Honor de la
Sociedad Argentina de Escritores, 1961.
Insignia Orden francesa
de las Artes y las Letras, 1985.
Premio Derechos
Humanos, Francia, 1985.
Premio Fundación Pablo
Iglesias, España, 1986.
Premio de las Letras
Memorial de América Latina, Brasil, 1988.
Premio Miguel de
Cervantes, España, 1989.
Hijo predilecto de
Asunción, 1994.
Premio Nacional de
Literatura de Paraguay con Madama Sui, 1995.
Caballero Legión Honor,
Francia, 1997.
Medalla chilena Felipe
Herrera, 1999.
Comendador de la Orden
del Libertador San Martín, 2003.
Insignia Orden José
Martí, Cuba, 2003.
Medalla paraguaya Honor
Presidencial Centenario Pablo Neruda, 2004.
Premio Konex Mercosur,
Argentina, 2004.
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