El
mejor safari
Nadine
Gordimer
Aquella noche nuestra
madre fue a la tienda y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No lo sé. También
mi padre se había marchado un día para nunca regresar; pero es que él fue a la
guerra. Donde nosotros estábamos también había guerra, pero éramos pequeños y,
al igual que la abuela y el abuelo, no teníamos armas. Aquellos contra quienes
mi padre luchaba -los bandidos, los llama nuestro gobierno- irrumpían en el
lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos como gallinas perseguidas por
perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a la tienda porque decían que
se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró porque hacía mucho que no
probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que alguien la atacase en la
oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se topase con los bandidos. Si
te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones entraron en nuestro pueblo
y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se hubieron marchado regresamos
y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero la tercera vez que vinieron
no quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni comida, así que le
prendieron fuego a la paja y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi
madre encontró unas chapas de hojalata y las pusimos para cubrir parte de la
casa. La esperamos allí la noche que no regresó.
Nos daba pánico salir,
incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado los bandidos;
no a nuestra casa -sin techo debía de parecer que no había nadie, que todos se
habían ido-, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y corría. Nos daba
miedo incluso correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia dónde. Yo soy la
segunda, la chica, y mi hermanito se agarraba a mi estómago, rodeándome el
cuello con los brazos y la cintura con las piernas, igual que un monito a su
madre. Mi hermano mayor se pasó toda la noche con un trozo de madera astillada
en la mano, parte de uno de los palos que sostenían la casa y se habían
quemado; era para defenderse si los bandidos lo encontraban.
Nos quedamos allí todo
el día. Aguardándola. No sé qué día era; en nuestro pueblo ya no había escuela
ni iglesia, así que no sabíamos si era domingo o lunes.
Al ponerse el sol,
llegaron la abuela y el abuelo. Alguien del pueblo les había dicho que los
niños estábamos solos; nuestra madre no había regresado. Digo «abuela» antes
que «abuelo» porque es así: nuestra abuela es alta y fuerte, y aún no es vieja,
y nuestro abuelo es bajito, apenas se le ve en sus holgados pantalones, sonríe
pero no ha oído lo que le dices, y lleva el pelo que parece lleno de restos de
jabón, La abuela nos llevó -a mí, al chiquitín, a mi hermano mayor y al abuelo-
a su casa y todos teníamos miedo (salvo el chiquitín, que iba dormido en la
espalda de la abuela) de encontrarnos a los bandidos por el camino. Estuvimos
esperando mucho tiempo en casa de la abuela. Puede que un mes. Teníamos hambre.
Nuestra madre nunca regresó. Durante el tiempo que estuvimos esperando que
viniese a buscarnos, la abuela no pudo darnos comida, no tenía comida para el
abuelo ni para ella. Una mujer que tenía leche en los pechos nos dio un poco
para mi hermanito, aunque él en casa comía gachas, igual que nosotros. La abuela
nos llevó a buscar espinacas silvestres, pero toda la gente del pueblo hacía lo
mismo y no quedaba ni una hoja.
El abuelo, aunque se
quedaba un poquito atrás, salió a pie con unos jóvenes a buscar a nuestra
madre, pero no la encontró. Nuestra abuela lloró con otras mujeres y yo canté
los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida -alubias- pero al cabo de dos
días nos quedamos otra vez sin nada. El abuelo tuvo tres ovejas y una vaca y un
huerto, pero ya hacía mucho tiempo que los bandidos le habían quitado las
ovejas y la vaca, porque ellos también pasaban hambre; y al llegar la época de
la siembra el abuelo se había quedado sin semillas que sembrar.
Así que decidieron
-nuestra abuela, porque el abuelo hizo unos ruiditos, balanceándose, pero ella
no le prestó atención- que nos marchásemos. Mis hermanos y yo nos alegramos.
Queríamos irnos de allí donde ya no estaba nuestra madre y donde pasábamos
hambre. Queríamos ir a donde no hubiese bandidos y hubiese comida. Era
estupendo pensar que tenía que haber un lugar semejante lejos de allí.
La abuela dio su ropa
de ir a la iglesia a una persona a cambio de maíz seco, que hirvió y envolvió
en un trapo. Nos llevamos el maíz al marcharnos y ella creyó que podríamos
encontrar agua en algún río, pero no dimos con ningún río y pasamos tanta sed
que tuvimos que regresar. No hasta casa de los abuelos, sino hasta un pueblo
donde había bomba de agua. Ella destapó la cesta donde llevaba ropa y el maíz y
vendió sus zapatos para comprar un bidón grande agua. Yo dije: Gogo, ¿cómo vas
a ir a la iglesia ahora si no llevas siquiera zapatos?, pero ella dijo que el
viaje era largo y llevábamos demasiado peso. En aquel pueblo encontramos a otra
gente que también se marchaba. Nos unimos a ellos porque parecían saber mejor
que nosotros dónde estaba aquello.
Para llegar allí
teníamos que cruzar el Parque Kruger. Habíamos oído hablar del Parque Kruger
como de un país entero lleno de animales: elefantes, leones chacales, hienas,
hipopótamos, cocodrilos, toda clase de animales. En nuestro país teníamos
algunos iguales, antes de la guerra (la abuela lo recuerda, mis hermanos y yo
no habíamos nacido), pero los bandidos matan a los elefantes y venden los
colmillos, y los bandidos y nuestros soldados se han comido toda la caza. En
nuestro pueblo había un hombre sin piernas: un cocodrilo se las arrancó en
nuestro río; pero a pesar de ello nuestro país es un país de personas y no de
animales. Habíamos oído hablar del Parque Kruger porque algunos de nuestros
hombres iban a trabajar allí, a unos sitios donde acudían los blancos de visita
y para ver los animales.
Así que reemprendimos
el viaje. Había mujeres, y otras niñas como yo que tenían que llevar a los
pequeños a cuestas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guió hasta el
Parque Kruger. Es que aún no llegamos, es que aún no llegamos, no paraba yo de
preguntarle a la abuela. Todavía no, decía el hombre, cuando ella se lo
preguntaba por mí. Él nos explicó que tendríamos que dar un gran rodeo
siguiendo la cerca, que nos mataría, nos dijo, achicharrándonos la piel en
cuanto la tocásemos, igual que los cables de lo alto de los postes que llevan
la luz eléctrica a nuestras ciudades. Yo ya he visto ese dibujo de una cabeza
sin ojos ni piel ni pelo, en una caja de hierro del hospital de la Misión que
teníamos antes de que lo volasen.
Al preguntar otra vez,
dijeron que llevábamos una hora caminando por el Parque Kruger. Pero tenía el
mismo aspecto que el chaparral por donde caminamos todo el día, y no habíamos
visto más animales que monos y pájaros como los que hay donde vivimos, y una
tortuga que, como es natural, no pudo escapar de nosotros. Mi hermano mayor y
los otros chicos se la trajeron al hombre para matarla, guisarla y comérnosla.
El hombre la dejó libre porque dijo que no podíamos encender fuego; que
mientras estuviésemos en el Parque no deberíamos encender fuego porque el humo
indicaría que estábamos allí. La policía y los guardas vendrían y nos
obligarían a volver por donde habíamos venido. Dijo que teníamos que ir de un
lado a otro como los animales entre animales, lejos de las carreteras, lejos de
los campamentos de los blancos. Y justo en aquel momento oí, estoy segura de
que fui la primera en oírlo, un crujir de ramas y el sonido de algo que se
abría paso entre la hierba, y casi chillé porque creí que era la policía, los
guardas (con quienes él nos dijo que tuviésemos cuidado) que habían dado con
nosotros. Y era un elefante, y otro elefante, y más elefantes, grandes manchas
oscuras que se movían por dondequiera que mirases entre los árboles. Arrollaban
la trompa en las hojas rojas de los árboles de mopane y se las embutían en la
boca. Los elefantitos se pegaban a sus madres. Los que ya eran un poco mayores
peleaban entre sí igual que mi hermano mayor con sus amigos, pero con la trompa
en lugar de con los brazos. Yo los observaba con tal interés que me olvidé de
que tenía miedo. El hombre nos dijo que permaneciésemos quietos y en silencio
mientras los elefantes pasaban. Pasaron muy lentamente, porque los elefantes
son demasiado grandes para necesitar huir de nadie.
Los gamos corrían ante
nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los facóqueros se paraban en
seco al oírnos, y se alejaban zigzagueando como solía hacerlo un chico de
nuestro pueblo con la bicicleta que su padre trajo de las minas. Seguimos a los
animales hasta donde bebían. Cuando se marchaban íbamos a sus pozas. Nunca
pasábamos sed porque encontrábamos agua, pero los animales comían, comían
constantemente. Siempre que los veías estaban comiendo hierba, árboles, raíces.
Y no había nada para nosotros. El maíz se nos había terminado. Lo único que
podíamos comer era lo que comían los babuinos, pequeños higos resecos llenos de
hormigas, que crecen en las ramas de los árboles junto a los ríos. Era duro ser
como animales.
Cuando hacía mucho
calor, durante el día encontrábamos leones echados y durmiendo. Eran del color
de la hierba y no los descubríamos a primera vista, aunque el hombre sí, y nos
hacía retroceder y dar un largo rodeo para no pasar por donde dormían. Yo
quería echarme como los leones. Mi hermanito estaba adelgazando pero pesaba
mucho. Cuando la abuela me buscaba, para cargármelo a la espalda, yo intentaba
escabullirme. Mi hermano mayor dejó de hablar; y cuando descansábamos tenían
que zarandearle para que se volviese a levantar, como si ahora fuese igual que
el abuelo, que no oía. Vi que la abuela tenía la cara llena de moscas y que no
se las espantaba; me asusté. Cogí una hoja de palmera y se las quité.
Caminábamos de día y de
noche. Veíamos los fuegos donde los blancos cocinaban en los campamentos y
olíamos el humo y la comida. Mirábamos las hienas, que iban agachadas como si
sintiesen vergüenza, deslizarse por el chaparral siguiendo aquel olor. Si una
de ellas volvía la cabeza, le veías unos ojos grandes y brillantes, como los
nuestros cuando nos mirábamos unos a otros en la oscuridad. El viento traía
voces en nuestra lengua desde los cercados donde viven quienes trabajan en los
campamentos. Una de las mujeres que iba con nosotros quería ir a verlos por la
noche y pedirles que nos ayudasen. Pueden darnos la comida de los cubos de
basura, dijo, y empezó a lamentarse y la abuela tuvo que agarrarla y taparle la
boca con la mano. El hombre que nos guiaba nos había dicho que debíamos rehuir
a aquellos de los nuestros que trabajaban en el Parque Kruger; si nos ayudaban,
perderían su trabajo. Si nos veían, todo lo que podían hacer era fingir que no
éramos nosotros, que lo que habían visto eran animales.
A veces nos deteníamos
a dormir un poco durante la noche. Dormíamos muy juntos. No sé qué noche fue
(porque caminábamos y caminábamos siempre y a todas horas) pero una vez oímos
que los leones estaban muy cerca. Sus rugidos no eran como los que se oían
desde lejos. Jadeaban como nosotros al correr, aunque es un jadeo diferente: se
nota que no corren, que acechan por allí cerca. Nos apretábamos unos contra
otros, unos encima de otros, y los de los lados intentaban refugiarse en el
centro, donde estaba yo. Me aplastaron contra una mujer que olía mal porque
tenía miedo, pero me alegré de poder agarrarme fuertemente a ella. Rogué a Dios
que hiciera que los leones cogieran a alguien de los lados y se marcharan.
Cerré los ojos para no ver el árbol desde donde cualquier león podía saltar y
caerme justo encima. En lugar del león saltó el hombre que nos guiaba; puesto
en pie, comenzó a golpear el árbol con una rama seca. Nos había enseñado a no
hacer nunca ruido, pero él gritaba. Gritaba a los leones como solía hacerlo un
borracho de nuestro pueblo, que le gritaba al aire. Los leones se retiraron.
Los oímos rugir, devolviéndole los gritos desde lejos.
Estábamos cansados,
cansadísimos. Mi hermano mayor y el hombre tenían que aupar al abuelo y pasarlo
de piedra en piedra allí donde encontrábamos vados para cruzar los ríos. La
abuela es fuerte, pero le sangraban los pies. Ya no podíamos seguir llevando
las cestas en la cabeza, no podíamos cargar con nada, excepto mi hermanito.
Dejamos nuestras cosas bajo un arbusto. Con tirar de nuestros cuerpos hasta
allí ya será mucho, dijo la abuela. Luego comimos frutos silvestres que en el
pueblo no conocíamos y tuvimos retortijones. Estábamos entre la hierba que
llaman elefante porque es casi tan alta como un elefante, aquel día que nos
dieron los dolores, y el abuelo no podía agacharse allí delante de todos como
mi hermanito, y se fue un poco más allá para hacerlo a solas. Nosotros teníamos
que seguir, no paraba de decirnos el hombre que nos guiaba, no podíamos
retrasarnos, pero le pedimos que aguardase al abuelo.
Así que todos
aguardaron a que el abuelo nos alcanzase. Pero no nos alcanzó. Era en pleno
día; los insectos zumbaban en nuestros oídos y no lo oímos moverse entre la
hierba. No podíamos verle porque la hierba era muy alta y él muy bajito. Pero
debía de andar por allí, metido en sus holgados pantalones y en la camisa
rasgada que la abuela no le pudo coser porque no tenía hilo. Sabíamos que no podía
estar lejos porque era débil y lento. Fuimos todos a buscarle, pero en grupos,
no fuese que también nosotros nos perdiésemos de vista entre la hierba. Esta se
nos metía en los ojos y en la nariz. Continuábamos llamando al abuelo, pero el
zumbido de los insectos debió de llenar el pequeño espacio que le quedaba para
oír en las orejas. Miramos y miramos, pero no dábamos con él. Estuvimos entre
aquella hierba tan alta toda la noche. En sueños, me lo encontré acurrucado en
un espacio que había apisonado con los pies, igual que hacen los antílopes para
ocultar sus crías.
Al despertarme seguía
sin aparecer. Así que continuamos buscando, y para entonces vimos senderos que
habíamos abierto de tanto pasar entre la hierba, y sería fácil para él
encontrarnos si nosotros no le encontrábamos. Todo aquel día no hicimos más que
quedarnos sentados y aguardar. Todo está muy tranquilo cuando tienes el sol
encima de la cabeza, dentro de la cabeza, aunque te acuestes como los animales,
bajo los árboles. Yo me tendí boca arriba y vi esos feos pájaros de pico
ganchudo y cuello desnudo volando en círculo por encima de nosotros. Habíamos
pasado muchas veces por delante de ellos mientras descarnaban huesos de
animales muertos, de los que no quedaba nada que pudiésemos comer también
nosotros. Ronda tras ronda, elevándose y descendiendo y de nuevo elevándose.
Veía sus cabezas asomar por todos lados. Volando en círculo sin parar. Noté que
la abuela, quieta allí sentada con mi hermanito en su regazo, también los veía.
Por la tarde, el hombre
que nos guiaba se acercó a la abuela y le dijo que los demás debían continuar.
Le dijo que si sus hijos no comían, morirían pronto.
La abuela no dijo nada.
Le traeré agua antes de
marcharnos, dijo él.
La abuela nos miró, a
mí, a mi hermano mayor y a mi hermanito, que estaba en su regazo. Nosotros
observábamos cómo los demás se levantaban para marcharse. Yo no podía creer que
la hierba se vaciaría en todo el derredor, donde ellos habían estado. Que nos
quedaríamos solos en aquel lugar, el Parque Kruger: la policía o los animales
darían con nosotros. Me saltaron lágrimas de los ojos y de la nariz y me
cayeron en las manos, pero la abuela no hizo caso. Se levantó, con los pies
separados tal como los pone para izar un haz de leña, allá en casa, en nuestro
pueblo; se colgó a mi hermanito a la espalda y lo ató con su vestido (la parte
de arriba se le había desgarrado y llevaba sus grandes pechos al aire, pero no
había nada en ellos para él). Y dijo entonces: Vamos.
Así que dejamos el lugar
de la hierba alta. Lo dejamos atrás. Fuimos con los demás y con el hombre que
nos guiaba. Emprendimos la marcha, otra vez.
Hay una tienda muy
grande, más grande que una iglesia o una escuela, sujeta al suelo. No podía
imaginar que aquello fuese lo que era, al llegar allá lejos. Vi una cosa
parecida la vez que nuestra madre nos llevó a la ciudad porque se enteró de que
nuestros soldados estaban allí y quería preguntarles si sabían dónde estaba
nuestro padre. En aquella tienda la gente cantaba y rezaba. Esta es azul y
blanca como aquella pero no es para rezar y cantar; vivimos en ella con muchos
otros que han llegado de nuestra tierra. La hermana de la clínica dice que
somos doscientos sin contar los bebés; han nacido algunos por el camino a través
del Parque Kruger.
Dentro, está oscuro
incluso cuando luce el sol, y es como una especie de pueblo. En lugar de casas,
cada familia tiene unos espacios separados por sacos o cartones de cajas -lo
que encontremos- para que las demás familias sepan que es tu espacio y que no
deben entrar aunque no haya puerta ni ventanas ni techumbres, de manera que si
estás de pie y no eres una niña pequeña puedes ver el interior de la casa de
todo el mundo. Algunos incluso han hecho pintura con piedras del suelo y han dibujado
cosas en los sacos.
Pero sí que hay un
techo de verdad: la tienda es el techo, alto, muy alto. Como el cielo. Como una
montaña, y nosotros estamos dentro de ella; por las grietas bajan caminos de
polvo, tan prietos que parece que se pudiera trepar por ellos. La tienda no
deja entrar el agua por arriba, pero entra por los lados y por las callecitas
que separan nuestros espacios (solo puede pasar por ellas una persona cada vez)
y los pequeños como mi hermanito juegan con el barro. Hay que saltar por encima
de ellos para pasar. Mi hermanito no juega. La abuela lo lleva a la clínica
cuando viene el médico el lunes. La hermana dice que le pasa algo en la cabeza,
y cree que es porque no teníamos bastante comida en casa. Por la guerra. Porque
nuestro padre no estaba. Y porque luego había pasado mucha hambre en el Parque
Kruger. Solo quiere estar todo el día encima de la abuela, en su regazo o
pegado a ella, y no hace más que mirarnos y mirarnos. Quiere pedir algo pero se
nota que no puede. Si le hago cosquillas solo sonríe un poquito. En la clínica
nos dan un polvo especial para hacerle gachas y puede que un día se ponga bien.
Cuando llegamos
estábamos con él, mi hermano mayor y yo. Casi no me acuerdo. Los vecinos del
pueblo que está cerca de la tienda nos llevaron a la clínica, donde tienes que
firmar que has llegado, desde muy lejos, por el Parque Kruger. Nos sentamos en
la hierba y todo estaba embarrado. Había una hermana muy guapa con el pelo muy
estirado y unos bonitos zapatos de tacón alto, que nos trajo el polvo especial.
Nos dijo que teníamos que mezclarlo con agua y beberlo despacio. Nosotros
rasgamos los paquetes con los dientes y lamimos todo el polvo; a mí se me quedó
pegado en la boca y me chupé los labios y los dedos. Otros niños que hicieron el
viaje con nosotros vomitaron. Pero yo solo notaba que todo se removía dentro de
mi estómago, y que lo que me había tragado bajaba y se me arrollaba como una
serpiente, y me dio un hipo muy fuerte. Otra hermana nos dijo que nos
pusiésemos en fila en el porche de la clínica pero no pudimos. Nos quedamos
todos por allí sentados, cayendo unos sobre otros; las hermanas nos ayudaron a
todos a levantarnos cogiéndonos del brazo y luego nos clavaron una aguja. Con
otras agujas nos sacaron la sangre y la metieron en unas botellitas. Era contra
la enfermedad, pero yo no lo comprendía, y cada vez que cerraba los ojos me
figuraba que aún caminaba, y que la hierba era alta, y veía a los elefantes, y
no sabía que estábamos allá lejos.
Pero la abuela aún era
fuerte, todavía podía tenerse en pie, y como sabe escribir firmó por nosotros.
La abuela nos consiguió este espacio en la tienda junto a uno de los lados; es
el mejor sitio porque, aunque entre agua cuando llueve, podemos levantar la
lona cuando hace buen tiempo y nos da el sol, y se van los olores de la tienda.
La abuela conoce aquí a una mujer que le enseñó dónde hay buena hierba para
hacer esteras para dormir, y la abuela nos las hizo. Una vez al mes llega a la
clínica el camión de la comida. La abuela va con una de las tarjetas que firmó
y cuando le hacen el agujero nos dan un saco de maíz. Hay carretillas para
llevarlo a la tienda; mi hermano mayor lo carga por ella, y luego él y los
otros chicos hacen carreras con las carretillas vacías hasta la clínica. A
veces tiene suerte y un hombre que ha comprado cerveza en el pueblo le da
dinero para que la transporte; aunque esto no está permitido, porque hay que
devolver las carretillas enseguida a las hermanas. Él se compra un refresco y
me da un trago si le pillo. Otra vez al mes, la iglesia deja un montón de ropa
vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra tarjeta para que le hagan
el agujero, y entonces podemos elegir algo: yo tengo dos vestidos, dos
pantalones y un suéter, así que puedo ir a la escuela.
Los del pueblo nos
dejan ir a su escuela. Me sorprendió que hablasen nuestra lengua. La abuela me
dijo: Por eso nos dejan estar en su tienda. Hace mucho tiempo, en tiempos de
nuestros padres, no había la cerca que mata, no estaba el Parque Kruger entre
ellos y nosotros, y éramos todos un solo pueblo bajo nuestro propio rey, desde
el hogar de donde nos marchamos hasta este sitio adonde hemos llegado.
Llevamos ya mucho
tiempo en la tienda (yo he cumplido once años y mi hermanito tiene casi tres,
aunque es muy pequeño, solo tiene grande la cabeza, y aún no está del todo
bien) y han cavado por todo el derredor y han plantado alubias y trigo y
berzas. Los ancianos entretejen ramas para vallar sus jardines. No está
permitido que nadie vaya a buscar trabajo en las ciudades, pero algunas mujeres
lo han encontrado en el pueblo y pueden comprar cosas. La abuela, como todavía
está fuerte, consigue trabajo donde la gente construye casas; porque en este
lugar la gente construye bonitas casas con ladrillos y cemento, y no con barro
como las que teníamos en nuestro pueblo. La abuela acarrea ladrillos para ellos
y cestas de piedra en la cabeza. Así que tiene dinero para comprar azúcar y té
y leche y jabón. El almacén le ha regalado un calendario que ella ha colgado en
la lona de nuestra tienda. Voy muy bien en la escuela, y ella guardó los
papeles de los anuncios que la gente tira al salir de comprar en el almacén y
me forró los libros. A mi hermano mayor y a mí nos manda hacer los deberes
todas las tardes antes de que oscurezca, porque no hay sitio más que para estar
echados, muy juntos, como hacíamos en el Parque Kruger, aquí en nuestro espacio
de la tienda, y las velas son caras. La abuela todavía no ha podido comprarse
un par de zapatos para ir a la iglesia, pero nos ha comprado zapatos negros de
colegiales y betún para lustrarlos a mi hermano mayo y a mí. Todas las mañanas,
al levantarnos, los chiquitines lloran, la gente se empuja frente a los grifos
de afuera y algunos niños ya rebañan los restos de gachas pegados en las ollas
de las que comimos por la noche y mi hermano mayor y yo nos lustramos los
zapatos. La abuela nos hace sentar en las esteras con las piernas estiradas
para ver bien los zapatos y asegurarse de que los hemos hecho como es debido.
Nadie más en la tienda tiene auténticos zapatos de colegial. Al mirar a los
demás es como si estuviésemos otra vez en una verdadera casa, sin guerra, y no
aquí lejos.
Llegaron unos blancos a
tomarnos fotografías a los que vivimos en la tienda; dijeron que estaban
haciendo una película, que es algo que nunca he visto pero sé lo que es. Una
mujer blanca se metió en nuestro espacio y le hizo a la abuela unas preguntas
que uno que entiende la lengua de la mujer blanca nos dijo en la nuestra.
¿Cuánto tiempo llevan
viviendo de este modo?
¿Quiere decir aquí?,
dijo la abuela. En esta tienda, dos años y un mes.
¿Y qué espera del
futuro?
Nada. Estoy aquí.
¿Y para sus pequeños?
Quiero que aprendan
para que puedan conseguir buenos empleos y dinero.
¿Confían en regresar a
Mozambique, a su país?
No volveré.
¿Pero cuando termine la
guerra… y no puedan quedarse aquí? ¿No desea volver a su hogar?
No me pareció que la
abuela quisiera seguir hablando. No me pareció que fuese a contestar a la mujer
blanca. La mujer blanca ladeó la cabeza y nos sonrió.
La abuela apartó la
mirada de la mujer blanca y dijo: Ya no hay nada. No hay hogar.
¿Por qué dirá esto la
abuela? ¿Por qué? Yo volveré. Yo volveré a través del Parque Kruger. Después de
la guerra, cuando ya no queden más bandidos, quizá nuestra madre nos estará
esperando. Y puede que cuando dejamos al abuelo solo se rezagase, que acabase
por encontrar el camino, y fuese poquito a poco, a través del Parque Kruger, y
esté también allí. Estarán en casa, y yo los recordaré.
Nadine Gordimer
(Springs, Gauteng, 20 de noviembre de 1923 - Johannesburgo, 13 de julio de
2014), fue una escritora sudafricana ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1991. En sus libros trata los
conflictos interétnicos y el apartheid.
Vida
Nació el 20 de
noviembre de 1923 en Springs, provincia de Gauteng, una población minera cerca
de Johannesburgo. Sus padres eran inmigrantes judíos de clase media. Su padre
era un relojero de Lituania, proveniente de un lugar cercano a la frontera
letona y su madre procedía de Londres. Empezó a escribir relatos a la temprana
edad de nueve años y ya con quince publicó el primero de ellos en la revista Forum. Con veinticinco años se trasladó
a Johannesburgo, donde fijó su residencia definitiva. Nunca destacó como
estudiante y aunque ingresó en la prestigiosa Universidad de Witwatersrand, no llegó a finalizar sus estudios.
Se decantó en un
principio por las historias cortas, publicando en 1949 su primer libro titulado
Face to Face; ese mismo año contrajo
matrimonio por primera vez. En 1953 escribió The Soft Voice of the Serpent, siguiendo en el estilo de historia
corta. Ya en estos escritos empezó a abordar el tema social de Sudáfrica, con
la enajenación de los comportamientos humanos y la segregación racial como
telón de fondo.
Hasta 1953 no vendría
su primera novela, The Lying Days, en
la que ya quedaría plasmada su característica técnica narrativa marcada por una
línea sobria, sin sentimentalismos, aunque con una gran preocupación por la
degeneración humana que la rodeaba. En 1954 se casó en segundas nupcias con
Reinhold Cassirer, con quien tuvo un hijo. En los años posteriores continuó escribiendo tanto
novelas como relatos cortos: Six Feet of
the Country (1956), A World of
Strangers (1958), Friday’s Footprint
(1960), Occasion for Loving (1963), Not for Publication (1965), The Late Burgeois World (1966) A Guest of Honour (1970), Livingstone’s Companions (1971), The Conservationist (1974), Selected Stories (1975) y Burger’s Daughter (1979). Durante
estos años compaginó su actividad literaria con conferencias en universidades
de Europa y América.
En los años ochenta
publicaría algunas de sus obras más importantes: A Soldier’s Embrace (1980), July’s
People (1981), Something Out There
(1984), A Sport of Nature (1987), My Son’s Story (1990).
En 1991, año en el que
se le concedió el Premio Nobel de
Literatura, publicó Jump and Other
Stories, continuando con su característica perfección formal, sin utilizar
elementos superfluos.
En 1994 publicó No one to Accompany Me, aunque había
comenzado a escribirla años antes y The
House Gun en 1998. Ya en este siglo, The
Pickup (2001), Get a Life (2005)
y su última obra, No Time Like the
Present (2012), que muestra la actualidad de Sudáfrica a través de la vida
de una pareja de antiguos militantes antiapartheid.
Recibió gran cantidad
de premios y distinciones, como quince doctorados
honoris causa (por las universidades de Yale, Harvard, Columbia, Cambridge,
Leuven en Bélgica, Ciudad del Cabo y Witwatersrand entre otras).
En 2005, fue invitada a
la Feria Internacional del Libro en
Guadalajara, México, sentada entre Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.
Una voz fuerte
La Fundación Nelson Mandela, rindió homenaje a Gordimer, por su
"profunda tristeza por la pérdida de la gran dama de la literatura de
Sudáfrica" "Hemos perdido una gran escritora, una patriota y una voz
fuerte por la igualdad y la democracia en el mundo", agregó.
En sus últimos años,
Gordimer hizo activismo en la lucha contra el VIH y el Sida, recaudando fondos
para Treatment Action Campaign, un
grupo que busca ayudar a los enfermos sudafricanos a obtener medicinas
gratuitas para salvar sus vidas.
Gordimer tuvo dos
hijos.
Falleció el 13 de julio
de 2014, en su residencia de Johannesburgo.
Obras
1949, Face to Face
1953, La suave voz de
la serpiente
1956, Seis pies de tierra (Six Feet of the Country)
1958, Mundo de extraños (A World of Strangers)
1960, La huella del
viernes (Friday’s Footprint)
1965, No para
publicarlo (Not for Publication)
1966, Ocasión para amar
(Occasion for Loving)
1966, El desaparecido
mundo burgués (The Late Burgeois World)
1970, Un invitado de honor (A Guest of Honour)
1971, Livingstone’s Companions
1974, El conservador (The Conservationist)
1975, Selected Stories (1975)
1979, La hija de Burger
(Burger’s Daughter)
1980, Soldier’s Embrace
1981, Gente en julio
(July’s People)
1984, Something Out There
1987, A Sport of Nature
1990, La historia de mi
hijo (My Son’s Story)
1994, Nadie que me
acompañe (No one to Accompany Me)
1998, Un arma en casa
(The House Gun)
2002, El encuentro
2004, Saqueo
2006, Atrapa la vida
2007, Contar cuentos
2008, Beethoven tenía
algo de negro
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