LA SEÑORITA CORA
JULIO CORTÁZAR
We'll send your love to
college, all for a year or two
And then perhaps
in time the boy will do for you.
/ The trees that grow
so high.
(Canción
folclórica inglesa)
No entiendo por qué no me dejan pasar la noche
en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi
nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo
acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como
si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su
padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura
de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y
nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos
quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho
cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le
dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa
de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o
si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si
estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta
de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una
chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no
se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía dónde
meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que
le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el
ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene
tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre
se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero
mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De
Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la
frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano.
Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que
soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar
que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le
estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a
hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta
cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos
el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también
pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la
mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca...
La enfermera es bastante simpática, volvió a
las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi nombre completo,
la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado
mejor estar leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se
dio cuenta pero no dijo nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le
había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes
o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche
estaba muy bien. "A ver el pulso", me dijo, y después de tomármelo
anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama. "¿Tenés
hambre?", me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de
sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no,
aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo hambre. "Esta noche vas
a cenar muy liviano", dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había
quitado el paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empecé a decirle
algo, creo que no. Me daba una rabia que me hiciera eso como a un chico, bien
podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero llevárselos...
Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro
resentida; qué sé yo, después que se fue se me pasó de golpe el fastidio,
quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no
tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A
lo mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a
ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra, una
señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo
tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me
sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría tranquilo porque era una de
las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi las ocho en que
me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que
me dijo que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo
que me lo pusiera como se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en
casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino
mamá y que alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche
en blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y
después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá que no ha cerrado
los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un
momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a
la enfermera de ayer para verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que
mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida
salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana
siguiente, que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación,
a su edad una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para
decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera de la
tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la
atención necesaria. Después entré en la pieza para acompañar al nene que estaba
leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día. Como si fuera
el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá,
haceme un poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los
seis días ya estaba queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy
bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele
aquí o más allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al
final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado anoche.
La enfermera de la tarde se llama la señorita
Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el almuerzo; me
dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a
menta; me parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de
la mano y de golpe estaba soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con
las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta,
era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en
la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero
debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el Cacho decía
que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre.
El nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene
un poco de miedo, es tan chico que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la
cama cuando me vio entrar y escondió la revista debajo de la almohada. La pieza
estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y
se lo di. "¿Te lo sabes poner?", le pregunté, y las mejillas parecía
que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se
estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador.
Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que
estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad siempre pasa lo
mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos,
por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando
saqué el termómetro de debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y
yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado,
es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura
en la hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no
me acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las seis.
Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que prepararme y
que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a
soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también
pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo muy diferente. Justo cuando se
estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: "Le agradeceré
que lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su
familia", o alguna idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de
rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy
seguro de que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o
algo así.
Volvió a eso de las seis y media con una
mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por qué de golpe
me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que
había en la mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y
también pinzas y tubos de goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin
la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al
nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos
a atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que
se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas hizo un
gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía
gracia verlo tan pudoroso. "A ver, bajate el pantalón del piyama", le
dije sin mirarlo en la cara. "¿El pantalón?", preguntó con una voz
que se le quebró en un gallo. "Sí, claro, el pantalón", repetí, y
empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con unos dedos que no le obedecían.
Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de los muslos, y era como
me lo había imaginado. "Ya sos un chico crecidito", le dije,
preparando la brocha y el jabón aunque la verdad es que poco tenía para
afeitar. "¿Cómo te llaman en tu casa?", le pregunté mientras lo
enjabonaba. "Me llamo Pablo", me contestó con una voz que me dio
lástima, tanta era la vergüenza. "Pero te darán algún sobrenombre", insistí,
y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le
afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. "¿Así que no tenés ningún
sobrenombre? Sos el nene solamente, claro." Terminé de afeitarlo y le hice
una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo
cubierto hasta el pescuezo. "Pablo es un bonito nombre", le dije para
consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez
que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido, pero me seguía
fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que
su edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan
bien hecho para sus años, un mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la
primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con los ojos cerrados, era la única
manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada porque justamente
en ese momento agregó: "¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene
solamente, claro", y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la
garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a
mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a
shampoo de almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume
de esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle:
"¿Usted se llama Cora, verdad?" Me miró con aire burlón, con esos
ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: "La
señorita Cora." Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes había
dicho: "Ya sos un chico crecidito", nada más que para burlarse.
Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y
es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a decirle: "Usted es
tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo." No era eso, lo que
yo había querido decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le
molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por culpa de mamá, yo
solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder
llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se
había enojado y ya se iba con la mesita de ruedas y yo tenía unas ganas de
llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y
veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo
que pienso. Ella iba a salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento
como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que
estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió
fue mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después de
aclararse la voz dijo: "Se le olvida la taza con el jabón", muy
seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco
para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. "No te aflijas,
Pablito", le dije. "Todo irá bien, es una operación de nada."
Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta
esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí, ahogadamente, dijo:
"Puedo llamarla Cora, ¿verdad?" Soy demasiado buena, casi me dio
lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que
no era el caso de ceder porque después me resultaría difícil dominarlo, y a un
enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en la
pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para
esas cosas. "Señorita Cora", me dijo tomando la taza y yéndose. Me
dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a
empujones, o de... Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: "Si yo
estuviera sano a lo mejor me trataría de otra manera." Se hizo la que no
oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin
ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder
pedirle disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle,
tenía la garganta tan cerrada que no se cómo me habían salido las palabras, se
lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra
manera.
Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia,
les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no quieren convencerse
de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a
divertir y cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía
más gracia, tan tiernito el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que
me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor
respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy
seguro de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando
le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de señorita porque
es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la
cara; pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de
Cora y lo eché todo a perder. Ahora estamos peor que antes y no voy a poder
dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a ratos, es
raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de
todo y del perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para
una chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que
acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo
y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara
en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo raso, se hacía el dormido
como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos hasta que
llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me
volvió a dar lástima y un poco de risa, era demasiado idiota realmente. "A
ver, m'hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro lado", y el
pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me
imagino, a decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a
chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había
quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio
vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada
mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que bajarle las frazadas
y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el pantalón y
deslizarle una toalla. "A ver, subí un poco las piernas, así está bien,
echate más de boca, te digo que te eches más de boca, así." Tan callado
que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle viendo el
culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él,
era realmente como si lo estuviera castigando por lo que me había dicho.
"Avisá si está muy caliente", le previne, pero no contestó nada,
debía estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté
al borde de la cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido
lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso sí
se lo dije para cobrarme lo de antes: "Así me gusta, todo un
hombrecito", y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más
posible antes de ir al baño. "¿Querés que te apague la luz o te la dejo
hasta que te levantes?", me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a
decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la puerta al cerrarse
y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a pesar de
los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede
imaginarse lo que lloré mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un
cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola cada vez y
gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me
había hecho.
Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y
abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe tiene
todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy a hablar claro al padre, no
sea cosa que en una de esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una
buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en lo que pasó al comienzo
de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos
horas y lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando
entró el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de
vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y
me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los
padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que no está acostumbrada
a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo parece un trapo.
Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy
aquí, sí, claro que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano
como si se estuviera ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es
monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no,
dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de
la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es raro,
habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está tan a la
vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m'hijito, estoy aquí,
quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios
con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va pasando la sed. Si,
querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Que fuerza tenés en las
manos, me vas a llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá,
Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y creés que soy
tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas
pestañas como cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te
pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele
aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga
que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí,
m'hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta
fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude. Vamos, Pablo,
me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote
tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me
duele tanto aquí, hágame algo por favor, me duele tanto aquí, suélteme las
manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.
Menos mal que se ha dormido el pobre querido,
la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que me quedara un
rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta
sangre, menos mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La
enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo
entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el
nene ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que
tiene mejor cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no
quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena
noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable;
apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez los
desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada por la
noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver
cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una buena propina el último
día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni siquiera es buena, pero para qué
seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate un
poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si
estás apurado lo dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa,
aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no
quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no
tenemos toda la noche para besarnos, tonto. Andáte. Váyase le digo, o me enojo.
Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego. Claro que sí. Muchísimo.
Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni
ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar así respirando
despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a
mamá, me dijo no sé qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba
a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un
poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra
frazada. Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la
ventana leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que
decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que
esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve
soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad?
Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las náuseas...
Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé,
a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no
tengo frío. No, no me duele mucho, un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita
Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar
mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde,
apenas las siete. Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por
momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me pega un
tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla,
está sentada al lado de la ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me
moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo
precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la
confundí con mamá, es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber
reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto,
ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba
las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo
mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me
dijo: "Cierre los ojos y duérmase." Me gusta que me mire así, parece
mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle
que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que
sea ella la que me cuida de noche y no la enfermera chiquita. Me gustaría que
me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón,
que me dijera que la puedo llamar Cora.
Se quedó dormido un buen rato, a las ocho
calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle la
temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el
termómetro sacó una mano fuera de las cobijas, pero le dije que se estuviera
quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo mismo se
puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso,
claro, pero estaba tan tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: "Vamos,
Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?" Es
lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la
que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección.
Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia
contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, decirle que
no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir.
"Esto no duele nada", me dijo con la jeringa en la mano. "Es
para que duermas bien toda la noche." Me destapó y otra vez sentí que me
subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el
muslo con un algodón mojado. "No duele nada", le dije porque algo tenía
que decirle, no podía ser que me quedara así mientras ella me estaba mirando.
"Ya ves", me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón.
"Ya ves que no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito." Me tapó
y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar
muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se
fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo a las mujeres,
lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se
hacen problema por cualquier macana, bueno nena, ya está, deme un beso y se
acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un buen rato antes de que
aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una
cara rara y me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha
encontrado la manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con
la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un
poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando
mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a darle la
inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada conmigo. Le
queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando,
y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y
sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser muy tarde, Marcial.
Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las
cinco y media, la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy
una boba, mirá que preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo
dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan
orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos
operados en el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si
han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso
charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales,
cada uno está en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay
que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa edad, es una
cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó
mal por culpa de la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto
hubo como un malentendido, y el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo
que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse
el grande, mirarme como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo
preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la
noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir
que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para
que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de espaldas. Siempre
cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto de llorar o de
insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa
buena señora que lo ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el
nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero en el fondo el bebé de
siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje
como decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica
a su tía y que lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los
colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando con la clase de francés cuando
encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el pelo, será
porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de
mi cara, una vez me hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se
sonríe un poco cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo
antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a
poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler.
"No, no me duele nada." Nunca le podré decir: "No me duele nada,
Cora." Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le
hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo
pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien, voy a seguir
durmiendo. Gracias.
Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero
todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía Esther casi no
la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el
día en que lo llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer,
tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las
ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a
alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a
lo mejor su padre ya se lo dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere
salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese,
señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a
ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te
duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien, amiguito. Y así cinco
minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo mirándome la
barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento
tranquilo hasta que se van, pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a
hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre todo mamá, y
menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara
de esperar propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del
cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días
seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando
me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más,
señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más complicada de lo
previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con la constitución de ese
chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a
ser cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso
usted hablará con el administrador, son cosas internas. Ahora vos fijate si no
es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo
que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más
comprensivo, sabés muy bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él
todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima.
No me mirés así.
Nadie me prohibió que leyera pero se me caen
las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por terminar y todo lo
que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace
mucho calor en esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana
o que me saque una frazada. Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que
ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin
saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor
y me dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas
vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece que se acaba
de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. "Este
remedio es muy feo, ya sé", me dijo, y se sonreía para animarme. "No,
es un poco amargo, nada más", le dije. "¿Cómo pasaste el día?",
me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el
doctor Suárez me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. "Bueno,
entonces podés trabajar un poco", me dijo dándome el termómetro. Yo no
supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos
en la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle
un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. "Pero tengo
muchísima fiebre", me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma
estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el
muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre.
"Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te mandó que
miraras", le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si
había movido el vientre y me dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le
puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no
los abrió mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la
frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. "Tratá de
dormir un rato", le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor
Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y articulando cada
palabra me dijo: "Usted es mala conmigo, Cora." No atiné a
contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con
toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise
hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y algo debió
tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera
reaccionar me dijo en voz muy baja: "Usted no sería así conmigo si me
hubiera conocido en otra parte." Estuve al borde de soltar una carcajada,
pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas que me pasó lo de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de
golpe como desamparada delante de ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme
(eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago
mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la
percha y tapé el frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué
atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de
contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que
hacerle y se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de
lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle la
oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo
distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta
dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos cerrados y el sudor le
empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua
hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no
mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera dado cualquier cosa para
que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho
eso, pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo
abriría los ojos y encontraría la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de
perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en
decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como
a un chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.
Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y
siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las cornisas del patio, un
palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a
la enfermera chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de
hombros y dijo que ya otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que
el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las
primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde
hace tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa
oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta para ir
a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién
sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y
al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco
con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero que usted
siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces.
Marcial... Vení, te voy a hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla
todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor
Suárez, y parece que el pibe...
Por suerte después se callan, a lo mejor se
van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas. Qué mañana
interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más
seguido desde que tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco
días más aquí, qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría
fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una
revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la
fiebre, me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió
esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara el
tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las
cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y es una lástima
porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón hasta la
medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de
la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto,
es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me dijo: "Gracias"
sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita
estuvo charlando a mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de
salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando, sentí que todo el tiempo me
había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé
el pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me
miraba el pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo
necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos
en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto,
todavía le quedaba un rato para dormir, los padres esperaban en la planta baja
porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor Suárez iba a
venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación,
cualquier cosa que no lo inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a
Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo una seña para que no
me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura
hasta que Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en
broma, armó la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien
que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando,
mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me
dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá
no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de nuevo, usted
es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que seguir en
esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por
qué me duele tanto desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted,
ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como si me viniera a invitar al
cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde
cuando usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos,
déjenme dormir, durmiendo no me duele tanto.
Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este
asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar ocupando una cama,
che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro
de una semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas,
nena, y vuelta a coser. Había que verle la cara a De Luisi, uno no se
acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez
que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso
tan grave; a lo mejor te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está
bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la
samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí
pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches.
Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en seguida porque
era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó el
doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa,
pero le hice una seña de que me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un
rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y
casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho
hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como
todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a otro árbol. Dame
la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me parecía que ya
era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra
vez desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la
culpa. Lo atendí como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté
junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse
agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí.
"Llamame Cora", le dije. "Yo sé que no nos entendimos al
principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo." Me miraba callado.
"Decime: Sí, Cora." Me miraba, siempre. "Señorita Cora",
dijo después, y cerró los ojos. "No, Pablo, no", le pedí, besándolo
en la mejilla, muy cerca de la boca. "Yo voy a ser Cora para vos,
solamente para vos." Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la
cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a
besar hablándole al oído. "Discúlpeme", dijo con un hilo de voz,
"no lo pude contener". Le dije que no fuera tonto, que para eso
estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse.
"Me gustaría que viniera mamá", me dijo, mirando a otro lado con los
ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas
esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir
todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy
abiertos, fijos en el cielo raso. "Pablito", le dije. "Por
favor, Pablito. Por favor, querido." Volví hasta la cama, me agaché para
besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia.
Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante de él, por él. Lo besé
otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería
volver mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería
volver y después sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de
volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que
el cuarto quedara otra vez libre.
(Circe, película de Manuel
Antín (1960), con Graciela Borges, Alberto Argibay, Walter Vidarte y Sergio
Renán, sobre el cuento homónimo de J. Cortázar)
La isla a mediodía
La primera vez que vio la isla, Marini estaba
cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de
plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado
varias veces mientras él iba y venía con revistas o vasos de whisky; Marini se
demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena
responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas,
cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja
dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada.
Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a la
pasajera. «Las islas griegas», dijo. «Oh, yes, Greece», repuso la americana con
un falso interés. Sonaba brevemente un timbre y el steward se enderezó sin que
la sonrisa profesional se borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse
de un matrimonio sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se
concedió unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y
solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla de un
blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería espuma rompiendo
en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas desiertas corrían
hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña entrando a pique en el mar.
Una isla rocosa y desierta, aunque la mancha plomiza cerca de la playa del
norte podía ser una casa, quizá un grupo de casas primitivas. Empezó a abrir la
lata de jugo, y al enderezarse la isla se borró de la ventanilla; no quedó más
que el mar, un verde horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber
por qué; era exactamente mediodía. A Marini le gustó que lo hubieran destinado
a la línea Roma-Teherán, porque el paisaje era menos lúgubre que en las líneas
del norte y las muchachas parecían siempre felices de ir a Oriente o de conocer
Italia. Cuatro días después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la
cuchara y mostraba desconsolado el plato del postre, descubrió otra vez el
borde de la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó
sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una forma
inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del agua. La miró
hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la mancha plomiza era
un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de unos pocos campos
cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la escala de Beirut miró el
atlas de la stewardess, y se preguntó si la isla no sería Horos. El
radiotelegrafista, un francés indiferente, se sorprendió de su interés. «Todas
esas islas se parecen, hace dos años que hago la línea y me importan muy poco.
Sí, muéstremela la próxima vez.» No era Horos sino Xiros, una de las muchas
islas al margen de los circuitos turísticos. «No durará ni cinco años», le dijo
la stewardess mientras bebían una copa en Roma. «Apúrate si piensas ir, las
hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook vela.» Pero Marini siguió
pensando en la isla, mirándola cuando se acordaba o había una ventanilla cerca,
casi siempre encogiéndose de hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar
tres veces por semana a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres
veces por semana que volaba a mediodía sobre Xiros. Todo estaba falseado en la
visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla, la consulta al
reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante contacto con la
deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi negro, y las casas donde
los pescadores alzarían apenas los ojos para seguir el paso de esa otra
irrealidad.
Ocho o nueve semanas después, cuando le
propusieron la línea de Nueva York con todas sus ventajas, Marini se dijo que
era la oportunidad de acabar con esa manía inocente y fastidiosa. Tenía en el
bolsillo el libro donde un vago geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros
más detalles que los habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose
como desde lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y
dos secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba
Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur de
Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una colonia lidia
o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había encontrado dos piedras
talladas con jeroglíficos que los pescadores empleaban como pilotes del pequeño
muelle. A Carla le dolía la cabeza y se marchó casi enseguida; los pulpos eran
el recurso principal del puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco
para cargar la pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de
viajes le dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá
se pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último sólo lo
sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal. De todas maneras
la idea de pasar unos días en la isla no era más que un plan para las vacaciones
de junio; en las semanas que siguieron hubo que reemplazar a White en la línea
de Túnez, y después empezó una huelga y Carla se volvió a casa de sus hermanas
en Palermo. Marini fue a vivir a un hotel cerca de Piazza Navona, donde había
librerías de viejo; se entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre
Grecia, hojeaba de a ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra
kalimera y la ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella,
supo de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma
empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras historias,
siempre parientes o dolores; un día fue otra vez a la línea de Teherán, la isla
a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la ventanilla que la nueva
stewardess lo trató de mal compañero y le hizo la cuenta de las bandejas que
llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a la stewardess a comer en el Firouz
y no le costó que le perdonaran la distracción de la mañana. Lucía le aconsejó
que se hiciera cortar el pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros,
pero después comprendió que ella prefería el vodka-lime del Hilton. El tiempo
se iba en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a
la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión sobrevolaba
Xiros a las ocho de la mañana; el sol daba contra las ventanillas de babor y
dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini prefería esperar los mediodías
del vuelo de ida, sabiendo que entonces podía quedarse un largo minuto contra
la ventanilla mientras Lucía (y después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente
del trabajo. Una vez sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía
algunas cosas de la isla, había subrayado las raras menciones en un par de
libros. Felisa le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le
molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el niño, y
Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le alcanzaría para las
vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber por una amiga que
probablemente se casaría con el dentista de Treviso. Todo tenía tan poca
importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los sábados (dos veces por
mes, el domingo).
Con el tiempo fue dándose cuenta de que Felisa
era la única que lo comprendía un poco; había un acuerdo tácito para que ella
se ocupara del pasaje a mediodía, apenas él se instalaba junto a la ventanilla
de la cola. La isla era visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre
tan limpio y el mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más
pequeños detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje
anterior: la mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las
redes secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como un
empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla, para
repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la cámara ya
que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba demasiado la
cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces Felisa en Teherán,
casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco borroso, amablemente fácil
y cordial y como reemplazando otra cosa, llenando las horas antes o después del
vuelo, y en el vuelo todo era también borroso y fácil y estúpido hasta la hora
de ir a inclinarse sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como
un límite del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espeso
azul.
Ese día las redes se dibujaban precisas en la
arena, y Marini hubiera jurado que el punto negro a la izquierda, al borde del
mar, era un pescador que debía estar mirando el avión. «Kalimera», pensó
absurdamente. Ya no tenía sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el
dinero que le faltaba para el viaje, en menos de tres días estaría en Xiros.
Con los labios pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha
verde, que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría
pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era difícil
una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco viejo y sucio,
la escala en Rynos, la negociación interminable con el capitán de la falúa, la
noche en el puente, pegado a las estrellas, el sabor del anís y del carnero, el
amanecer entre las islas. Desembarcó con las primeras luces, y el capitán lo
presentó a un viejo que debía ser el patriarca. Klaios le tomó la mano
izquierda y habló lentamente, mirándolo en los ojos. Vinieron dos muchachos y
Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de la falúa agotaba su
inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco casas, italiano visitante
pagaría alojamiento Klaios. Los muchachos rieron cuando Klaios discutió
dracmas; también Marini, ya amigo de los más jóvenes, mirando salir el sol
sobre un mar menos oscuro que desde el aire, una habitación pobre y limpia, un
jarro de agua, olor a salvia y a piel curtida.
Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y
después de quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño
y unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el sol
cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil, un poco
ácido mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez cuando llegó al
promontorio del norte y reconoció la mayor de las caletas. Prefería estar solo
aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo invadía
y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de elegir. La
piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para tirarse al mar desde
una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se dejó llevar por corrientes
insidiosas hasta la entrada de una gruta, volvió mar afuera, se abandonó de
espaldas, lo aceptó todo en un solo acto de conciliación que era también un
nombre para el futuro. Supo sin la menor duda que no se iría de la isla, que de
alguna manera iba a quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su
hermano, a Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la
pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre sí mismo
para nadar hacia la orilla.
El sol lo secó enseguida, bajó hacia las casas
donde dos mujeres lo miraron asombradas antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo
en el vacío y bajó hacia las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaba en
la playa, y Marini le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando
sus pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de las
casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio, deslumbrante
bajo el sol de las once.
Secándose en la arena, Ionas empezó a nombrar
las cosas. «Kalimera», dijo Marini, y el muchacho rió hasta doblarse en dos.
Después Marini repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas.
Casi en el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora
estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar unos
días, pagaría su habitación y aprendería a pescar; alguna tarde, cuando ya lo
conocieran bien, les hablaría de quedarse y de trabajar con ellos. Levantándose,
tendió la mano a Ionas y echó a andar lentamente hacia la colina. La cuesta era
escarpada y trepó saboreando cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar
las redes en la playa, las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente
con Ionas y con Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha
verde entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma
materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj pulsera y
después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca y lo guardó en el
bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar al hombre viejo, pero allí
en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió que la empresa era posible.
Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas veces había dudado que pudiera llegar
alguna vez. Se dejó caer de espaldas entre las piedras calientes, resistió sus
aristas y sus lomos encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le
llegó el zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se dijo que no miraría el
avión, que no se dejaría contaminar por lo peor de sí mismo, que una vez más
iba a pasar sobre la isla. Pero en la penumbra de los párpados imaginó a Felisa
con las bandejas, en ese mismo instante distribuyendo las bandejas, y su
reemplazante, tal vez Giorgio o alguno nuevo de otra línea, alguien que también
estaría sonriendo mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de
luchar contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento
vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose
inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi vertical
sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en las rocas y
desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba el lugar de la
caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un atajo previsible
franqueó la primera estribación de la colina y salió a la playa más pequeña. La
cola del avión se hundía a unos cien metros, en un silencio total. Marini tomó
impulso y se lanzó al agua, esperando todavía que el avión volviera a flotar;
pero no se veía más que la blanda línea de las olas, una caja de cartón
oscilando absurdamente cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya
no tenía sentido seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante,
el tiempo para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por
el pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire que
Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco a poco lo trajo
hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de blanco, y tendiéndolo en
la arena miró la cara llena de espuma donde la muerte estaba ya instalada,
sangrando por una enorme herida en la garganta. De qué podía servir la
respiración artificial si con cada convulsión la herida parecía abrirse un poco
más y era como una boca repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su
pequeña felicidad de tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones
algo que él ya no era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y
más atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo
tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar a la
orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. «Ciérrale los ojos», pidió llorando
una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar, buscando algún otro
sobreviviente. Pero como siempre estaban solos en la isla, y el cadáver de ojos
abiertos era lo único nuevo entre ellos y el mar.
LA AUTOPISTA DEL SUR
Gli automobilisti accaldati sembrano nom avere storia… Come realtà, un
ingorgo automobilistico impressiona ma non ci dice gran che.
Arrigo Benedetti
“L’Espresso”, Roma, 21/6/1964
Al principio la muchacha del Dauphine había
insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404
le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese
tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa,
fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París
por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de Fontainbleau,
han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe
que los domingos la autopista está íntegramente reservada a los que regresan a
la capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse, charlar
con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la muchacha del Dauphine a la
izquierda, mirar por retrovisor al hombre pálido que conduce un Caravelle,
envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203 (detrás
del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y come
queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del
Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse en los altos y explorar sin
alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los autos de más adelante
reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de atrás no inicien la
guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la altura de un Taunus
delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento la hora, y cambiar
unas frases descorazonadas o burlonas con los hombres que viajan con el niño
rubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias consiste en hacer
correr libremente su autito de juguete sobre los asientos y el reborde
posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más, puesto que no
parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y contemplar con
alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que parece una
gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando
los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella mordisqueando
una manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso,
de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la
espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El
calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la
inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos
destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en los
cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del
encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del ingeniero
ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando desde la franja
divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a su derecha
y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho
coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse.
Había charlado con todos, salvo con los muchachos del Simca que caían
antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la situación en sus
menores detalles, y la impresión general era que hasta Corbeil-Essones se
avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iría
acelerándose una vez que los helicópteros y los motociclistas lograran quebrar
lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía duda de que algún accidente muy
grave debía haberse producido en la zona, única explicación de una lentitud tan
increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un
tópico tras otro, tres metros, otro lugar común, cinco metros, una frase
sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del 2HP les hubiera
convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues llevaban una
cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203 le
importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y media; la
muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo mismo llegar
más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le parecía un
atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos.
En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los hostigaba
insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del
ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar
llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un
plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era
un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que
ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre
la pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos
negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos
improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas
de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran
objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar
las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane
que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con un
soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el
exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse
peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia,
Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista
opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot,
Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos
hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el
solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y
reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la
muchacha del Dauphine.
A veces llegaba un extranjero, alguien que se
deslizaba entre los autos viniendo desde el otro lado de la pista o desde la
filas exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia probablemente falsa
repetida de auto en auto a lo largo de calientes kilómetros. El extranjero
saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de las portezuelas cuando los
pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se
oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el extranjero salía corriendo,
se lo veía zigzaguear entre los autos para reintegrase al suyo y no quedar
expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de la tarde se había sabido
así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos y un
niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault que había
aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly
colmado de pasajeros procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero estaba
seguro de que todo o casi todo era falso, aunque algo grave debía haber
ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las proximidades de París para que la
circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane,
que tenían una granja del lado de Montereau y conocían bien la región, contaban
con otro domingo en que el tránsito había estado detenido durante cinco horas,
pero ese tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose
hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de jalea
anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una
copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas
entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la
columna se estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y
arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera
velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al
punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y
otra.
En algún momento, harto de inacción, el
ingeniero se había decidido a aprovechar un alto especialmente interminable
para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el Dauphine
había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido junto a un
De Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no
entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho en la Place de
l’Opéra sin falta you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y
se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de comercio
salió del DKW para contarles que alguien había llegado un rato antes con la
noticia de que un Piper Club se había estrellado en plena autopista, varios muertos.
Al americano el Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado, y también al
ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404,
transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al
matrimonio del 203. Reservó una explicación más detallada para la muchacha del
Dauphine mientras los coches avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el
Dauphine estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde sería al
revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en bloque, como si
un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el avance simultáneo
sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita, es un pequeño
avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo
de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados
autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la
última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en vez
de seguir suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a
anochecer, el horizonte de techos de automóviles se teñía de lila) una gran
mariposa blanca se posó en el parabrisas del Dauphine, y la muchacha y el
ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta suspensión de su reposo; la
vieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID
violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible desde el 404,
regresar hacia el Simca donde una mano cazadora trató inútilmente de atraparla,
aletear amablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar
comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha. Al anochecer la
columna hizo un primer avance importante, de casi cuarenta metros; cuando el
ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la mitad del 6 había
desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo el
mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo y
coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las monjas pasaban
las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido con la cara
pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era
noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan contradictorias como
las otras ya olvidadas, No había sido un Piper Club sino un planeador piloteado
por la hija de un general. Era exacto que un furgón Renault había aplastado un
Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas de París; uno de los
extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la autopista había
cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al meter las ruedas
delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se propagó hasta el
ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios. Más tarde, pensando
en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado un poco más
libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por la
ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la
muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un
nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció
tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero
lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para
dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el
sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su
vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados,
porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya
agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los vinos de a bordo.
La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero
abandonaron los autos junto con el padre de la niña para buscar agua. Delante
del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un
Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero
podía darle unos caramelos para la niña. El matrimonio del ID se consultó un
momento antes de que la anciana metiera las manos en un bolso y sacara una
pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber si tenían
hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la
mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el
ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado;
volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el
tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco
lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre
la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día
en su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los
cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha
del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las diarios
locales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un
aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles..
Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para
descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos del Simca
sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero
bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a
las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la
muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle
importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó,
alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó
llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener
demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en
la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiado cerca de
la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un
primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos
movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, y vio un
bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más
tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de
la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas,
algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su
río inmóvil de vehículos, Casi tropezó con el campesino del Ariane, que
balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la
autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el
ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía
apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al
404, el ingeniero se divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la
curva de los labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW
miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo
bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta
hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habían
rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos
del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y
cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la
víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir
y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro
extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a
subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se
concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar
otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del
matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre
silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su
izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un
Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal.
Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar
con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de
provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables;
comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban
que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto
circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea de
erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para
conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después
consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del
Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció
las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había
conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno
de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca,
obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de
hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor.
Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente
contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del
DKW no hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y
dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que
uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se
encargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el
momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del
Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y
a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía
mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio
como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas
y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo,
y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero
solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en
cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera
ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se
estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento
dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo
que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma
fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido
conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños,
la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a
la muchacha del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde,
y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y
le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por
el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a
grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A
su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el
otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos
atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos
de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido,
se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho
gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a
intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus.
Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás
inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía
más duro que la víspera, una de las monjas se quitó la toca y su compañera le
mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban de a poco sus
actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de los niños para
que los hombres estuvieran más libres: nadie se quejaba pero el buen humor era
forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en un escepticismo
de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos
y sucios era la vejación más grande; lo enternecía casi la rotunda indiferencia
del matrimonio de campesinos al olor que les brotaba de las axilas cada vez que
venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia de último momento. Hacia
el atardecer el ingeniero miró casualmente por el retrovisor y encontró como
siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del Caravelle, que al
igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido ajeno a todas las
actividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado todavía más, y se
preguntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a charlar con el
soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se dijo que ese
hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación, por darle algún
nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le daba
miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y que parecía
dormir despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore para luchar contra la
inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían
peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la muchacha
del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la anciana del ID y la señora
del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas
y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente se alegró
pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas, coincidiendo con un avance
extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor
subió todavía más. Había tanta electricidad en la atmósfera que Taunus, con un
instinto que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la
noche, como si temiera los efectos del cansancio y el calor. A las ocho las
mujeres se encargaron de distribuir las provisiones; se había decidido que el
Ariane de los campesinos sería el almacén general, y que el 2HP de las monjas
serviría de depósito suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con
los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado
y el hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando
con más agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían
sus colchones neumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la
muchacha del Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su
coche, que llamaba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su
sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió
las cuchetas del 404 con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a
la niña y su madre, mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam,
envuelto en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con
Taunus y su amigo; en algún momento se les agregó el campesino del Ariane y
hablaron de política bebiendo unos tragos del aguardiente que el campesino
había entregado a Taunus esa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y
brillaban algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa
necesidad de estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mientras
Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el ingeniero
descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el ingeniero
creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indistinto; el jefe de otro
grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había habido un principio
de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había querido hervir
clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba
de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a nadie se le
escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse muy temprano
y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las mantas, pero
como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se impacientaba ni
hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuenta metros, y
empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se
envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y
aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua
potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole
por el cuello y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la
miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el
ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenes para que atendieran a la anciana
que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardia contaba con un
médico entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo. Al ingeniero, que
había seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los muchachitos del
Simca para hacerse perdonar su travesura, entendió que era el momento de darles
su oportunidad. Con los elementos de una tienda de campaña los muchachos
cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se transformó en ambulancia
para que la anciana descansara en una oscuridad relativa. Su marido se tendió a
su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con el médico. Después las
monjas se ocuparon de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la
tarde como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus cuando el
sol castigaba demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde
los viejitos parecían dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta
el alto siguiente. Los ganó la noche sin que hubiesen llegado a la altura del
bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la
temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de poder envolverse en ellas.
Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que se sentía en el aire,
que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y
Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del Ariane y el
soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y lo dijo
francamente; por la mañana habría que hacer algo para conseguir más provisiones
y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que
tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no despertar a las
mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los grupos más
alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de
que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la
región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba para
comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de
designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición.
La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se
decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y
llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los
otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y
al amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para
que la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al
ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a
las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio
regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría
habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse,
fabricaron un banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto.
Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la
temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron relámpagos
a la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un embudo
y una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca.
Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que
no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los
expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó
discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían
fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o
la gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre
ventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de
las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer
una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el
soldado que sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no se podía pasar
mucho tiempo sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se
disponía no eran los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico,
que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de
exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos los grupos
vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación de
emergencia para despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que
apareció brevemente al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras
hacía cada vez menos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche
para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas más de espera.
Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con
el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo
sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y
bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las
últimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba
sobre ellos al anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre
contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar
al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el
tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca
había visto el coche vacío, y después de un rato se había puesto a buscar a su
dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que
tanto había protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan
callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó
la menor duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del
Simca, había desertado llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de
camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo
del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había
fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta
dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo demás
parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404,
al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su mujer
serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en
plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona
que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un
metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al
vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió
por el lado izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle.
Después buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego
el hombre se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la
agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había
abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba
bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera
ocurrido quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre
los coches y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse.
Taunus llamó a un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su
propuesta. Dejar el cadáver al borde de la autopista significaba someter a los
que venían más atrás a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en
pleno campo, podía provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche
anterior habían amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de
comer. El campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para
cerrar herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su
trabajo se les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del
brazo del ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la
devolvió a su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el
cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de
cola líquida a la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía
conducir, Taunus resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que
quedaba a la derecha del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que
su papá tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a
instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en
pleno día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine
y las monjas hicieron el inventario de los abrigos disponibles en el grupo.
Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad en los autos o en
alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero. Otra vez volvía a
faltar el agua, y Taunus envió a tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero,
para que trataran de establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera
saberse por qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de
la autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche
alguien tiró una guadaña que golpeó el techo del DKW y cayó al lado del
Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se movió de su auto, pero el
americano del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que todos
apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de
revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo
a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hostilidad;
quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había
avanzado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía que entre ochenta
y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se divertía en
prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a ratos en
quitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su manera
profesional. Esa misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar
a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero
al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua para la
anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su marido
y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba
medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora del
Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el
Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio.
Era difícil reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie
abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías
empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la
calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados se reservarían
llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca
habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y
otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las
portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches heladas el
ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido,
abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla
mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la
ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima
su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus
ventanillas tapadas por las lomas de la rienda. En algún momento el ingeniero
bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar
completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes de
empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de
una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la
mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente ese día la columna
avanzó bastante más, quizás doscientos o trescientos metros. Coincidió con
nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunus que se
sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores hablaban
enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la autopista, y se hacían
referencias al agotador trabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas
policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su compañera la
contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las sienes con un
resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, de la cadena de
cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieve que caía
desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de
una inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena
calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde
también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho
porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes
nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que
despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por
la forma en que se obtenían las provisiones y el agua. Lo único que podía hacer
Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el mejor partido
posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un Porsche venían cada noche a
traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de
distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno. Increíblemente la
anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de disipar.
La señora del Beaulieu que unos días antes había sufrido de náuseas y vahídos,
se había repuesto con el frío y era de las que más ayudaba a la monja a cuidar
a su compañera, siempre débil y un poco extraviada. La mujer del soldado y del
203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá para consolarse
de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido al ingeniero, pasaba horas
contándoles cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban en otra vida
sigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosamente para dejar entrar
o salir alguna silueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos
como la sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a
encierro y a ropa sin cambiar, algo de felicidad duraba aquí y allá. La
muchacha del Dauphine no se había equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y
poco y a poco se irían acercando. Por las tardes el chico del Simca se trepaba
al techo de su coche, vigía incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa
verde. Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los
autos que lo rodeaban; con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del
404, una mano acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora
que había reconquistado la amistad del 404, les gritaba que la columna iba a
moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al 404 y entrar en su auto, pero
al rato volvía a pasarse en buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera
gustado tanto poder traer a su coche a alguna chica de otro grupo, pero no era
ni para pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo de más
adelante estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia
de un tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con Ford
Mercury y con Porsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces
el muchacho del Simca suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que
la nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un
período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumentaron las
dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y soleados en que ya
era posible salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos
de vecinos. Los jefes habían discutido la situación, y finalmente se logró
hacer la paz con el grupo de más adelante. De la brusca desaparición del Ford
Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo que había podido
ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el mercado negro. Nunca
faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los fondos del grupo
disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban qué ocurriría el día en que
no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un golpe de mano, de hacerlo
prisionero y exigirle que revelara la fuente de los suministros, pero en esos
días la columna había avanzado un buen trecho y los jefes prefirieron seguir
esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder por una decisión violenta.
Al ingeniero, que había acabado por ceder a una indiferencia casi agradable, lo
sobresaltó por un momento el tímido anuncio de la muchacha del Dauphine, pero
después comprendió que no se podía hacer nada para evitarlo y la idea de tener
un hijo de ella acabó por parecerle tan natural como el reparto nocturno de las
provisiones o los viajes furtivos hasta el borde de la autopista. Tampoco la
muerte de la anciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra
vez en plena noche, acompañar y consolar al marido que no se resignaba a
entender. Entre dos de los grupos de vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo
que oficiar de árbitro y resolver precariamente la diferencia. Todo sucedía en
cualquier momento, sin horarios previsibles; lo más importante empezó cuando ya
nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero.
Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la impresión de que el
horizonte había cambiado (era el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz
rasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos
metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le
dijo algo Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el
soldado y el campesino venían corriendo y desde el techo del Simca el muchacho
señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como si quisiera
convencerse de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la
conmoción, algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que
despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a
gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto
arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane
empezaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su
triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el
Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo
estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina
mientras se mantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo.
Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban, a su vez
lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda,
interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas veces, con el
pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo
izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos,
vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a
París y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de
ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, y que
después habría muebles, habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño
con espuma de jabón para afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y
sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y
las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de
besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a
plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y
bañarse y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas
y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los
cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los
problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna
continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir
así en segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se
echó atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía
acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin
peligro de chocar contra el Beaulieu, y que detrás venía el Caravelle y que
todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor
penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave
y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su
izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración
las filas ya no se mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un
metro y el 404 le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se
volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba
todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero
casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le
tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le
hizo un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu
pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del
Simca, y la niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su
muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las
monjas o del Volkswagen del soldado vio un Crevrolet desconocido, y casi en
seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su
izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro,
pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir
todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se
dislocaba, ya no existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros
adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda
se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte
trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos
corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su
fila, y a los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas
entre las masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que
todos encendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se
cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los
velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros,
otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que
el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez a
Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo
se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los
encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto
de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los
niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del
rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo
la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de
mano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más
atrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a
través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros
rostros que no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver
a su auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera,
y señaló alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a ponerse en
marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera
definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un
segundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el
orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus
verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba
fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la
marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no
pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero.
Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de
lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces
con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como
mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se
distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la
situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería
Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida.
Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre.
Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las
últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le
pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la
bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las
luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro,
por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada
de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante,
exclusivamente hacia adelante.
(El perseguidor, película
de Osías Wilenski sobre el guion de
Ulyses Petit de Murat, sobre el cuento
homónimo de Julio Cortázar –inspirado en la vida de Charlie Parker–, que se
estrenó el 10 de marzo de 1965; con Inda
Ledesma, Sergio Renán, María Rosa Gallo y Zelmar Gueñol)
Julio Florencio
Cortázar (Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de
1914-París, Francia, 12 de febrero de 1984) fue un escritor, traductor e
intelectual argentino. Optó por la nacionalidad francesa en 1981, en protesta
contra el régimen militar argentino.
Es considerado uno de
los autores más innovadores y originales de su tiempo, maestro del relato
corto, la prosa poética y la narración breve en general, y creador de
importantes novelas que inauguraron una nueva forma de hacer literatura en el
mundo hispano, rompiendo los moldes clásicos mediante narraciones que escapan
de la linealidad temporal. Debido a que los contenidos de su obra transitan en
la frontera entre lo real y lo fantástico, suele ser puesto en relación con el
realismo mágico e incluso con el surrealismo.
Vivió tanto la infancia
como la adolescencia e incipiente madurez en Argentina y, desde la década de
1950, en Europa. Residió en Italia, España, Suiza y Francia, país donde se
estableció en 1951 y en el que ambientó algunas de sus obras.
Además de escritor, fue
también un reconocido traductor, oficio que desempeñó, entre otros, para la
Unesco.
Julio Cortázar nació en
Ixelles, un distrito al sur de la ciudad de Bruselas, capital de Bélgica, país
invadido por los alemanes en los días de su nacimiento.
Infancia
El pequeño «Cocó», como
lo llamaba su familia, fue hijo de los argentinos Julio José Cortázar y María
Herminia Descotte. Su padre era funcionario de la embajada argentina en
Bélgica, donde se desempeñó como agregado comercial. Declararía: «Mi nacimiento
fue un producto del turismo y la diplomacia».
Hacia fines de la
Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias a la
condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más
tarde, a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A los cuatro años volvieron
a Argentina y pasó el resto de su infancia en Banfield, al sur del Gran Buenos
Aires, junto a su madre, una tía y Ofelia, su única hermana (un año menor que
él). Vivió en una casa con fondo (Los venenos y Deshoras, están basados en sus
recuerdos infantiles), pero no fue del todo feliz. «Mucha servidumbre, excesiva
sensibilidad, una tristeza frecuente» (carta a Graciela M. de Sola, París, 4 de
noviembre de 1963).
Según el escritor, su
infancia fue brumosa y con un sentido del tiempo y del espacio diferente al de
los demás. Cuando el futuro escritor contaba seis años, su padre abandonó a la
familia, y está ya no volvió a tener contacto con él. Julio fue un niño
enfermizo y pasó mucho tiempo en cama, por lo que la lectura fue su gran
compañera. A los nueve años ya había leído a Julio Verne, Víctor Hugo y Edgar
Allan Poe, padeciendo por ello frecuentes pesadillas durante un tiempo. Solía
además pasar horas leyendo un diccionario Pequeño Larousse. Leía tanto que su
madre primero acudió al director de su colegio y luego a un médico para
preguntarles si era normal, y estos le recomendaron que su hijo dejara de leer
o leyera menos durante cinco o seis meses, para que saliera a tomar sol.
Fue un escritor precoz,
a los nueve o diez años ya había escrito una pequeña novela
—"afortunadamente perdida", según el autor— e incluso antes algunos
cuentos y sonetos. Dada la calidad de sus escritos, su familia, incluida su
madre, dudó de la veracidad de su autoría, lo que generó una gran pesadumbre en
Cortázar, quien compartió ese recuerdo en entrevistas.
Muchos de sus cuentos
son autobiográficos y relatan hechos de su infancia, como “Bestiario”, “Final
del juego”, “Los venenos” y “La señorita Cora”, entre otros.
Juventud
Tras realizar los
estudios primarios en la Escuela Nº10 de Banfield, se formó como maestro normal
en 1932 y profesor en Letras en 1935 en la Escuela Normal de Profesores Mariano
Acosta.
De aquellos años surgió
«La escuela de noche» (Deshoras). Fue cuando comenzó a frecuentar los estadios
para ver boxeo, donde ideó una especie de filosofía de este deporte «eliminando
el aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y cólera» (La
fascinación de las palabras). Admiraba al hombre que siempre iba para adelante
y a pura fuerza y coraje conseguía ganar (Torito, Final del juego).
A los diecinueve años
recién cumplidos, leyó en Buenos Aires “Opio: diario de una desintoxicación” de
Jean Cocteau, traducido por Julio Gómez de la Serna y con un prólogo de su
hermano Ramón. Este lo deslumbró y se convirtió en uno de sus libros de
cabecera, acompañándolo por el resto de su vida.
Comenzó sus estudios de
Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Aprobó el primer año, pero
comprendió que debía utilizar el título que tenía para trabajar y ayudar a su
madre. Dictó clases en Bolívar, Saladillo (ciudad que figura en su Libreta
Cívica como oficina de enrolamiento); y luego en Chivilcoy. Vivió en cuartos
solitarios de pensiones aprovechando todo el tiempo libre para leer y escribir
(Distante espejo). Entre 1939 y 1944 Cortázar vivió en Chivilcoy, en cuya
Escuela Normal daba clases como profesor de literatura y era asiduo concurrente
a las reuniones de amigos que se hacían en el local de fotografía de Ignacio
Tankel. A propuesta de este, realizó su primera y única participación en un
texto cinematográfico, donde colaboró en el guion de la película “La sombra del
pasado”, que se filmó en esa ciudad entre agosto y diciembre de 1946. Ese
episodio fue tratado en el filme documental “Buscando la sombra del pasado”,
dirigido por Gerardo Panero, que se estrenó en 2004.
En 1944, se mudó a la
ciudad de Mendoza, en cuya Universidad Nacional de Cuyo impartió cursos de
literatura francesa.
Su primer cuento,
«Bruja», fue publicado en la revista Correo Literario. Participó en
manifestaciones de oposición al peronismo. En 1946, cuando Juan Domingo Perón
ganó las elecciones presidenciales, presentó su renuncia. «Preferí renunciar a
mis cátedras antes de verme obligado a sacarme el saco, como les pasó a tantos
colegas que optaron por seguir en sus puestos». Reunió un primer volumen de
cuentos, “La otra orilla”. Regresó a Buenos Aires, donde comenzó a trabajar en
la Cámara Argentina del Libro y ese mismo año publicó el cuento «Casa tomada»
en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges, así
como también un trabajo sobre el poeta inglés John Keats, «La urna griega en la
poesía de John Keats» en la Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de
Cuyo.
En 1947, colaboró en
varias revistas, entre ellas, Realidad. Publicó un importante trabajo teórico,
Teoría del túnel, y en Los Anales de Buenos Aires, donde aparece su cuento
«Bestiario».
Al año siguiente obtuvo
el título de traductor público de inglés y francés, tras cursar en apenas nueve
meses estudios que normalmente llevan tres años. El esfuerzo le provocó
síntomas neuróticos, uno de los cuales (la búsqueda de cucarachas en la comida)
desaparece con la escritura del cuento “Circe”, que junto con los dos
anteriores citados aparecidos en la revista Los anales de Buenos Aires, serían
incluidos más adelante en el libro “Bestiario”.
En 1949, publicó el
poema dramático «Los reyes», primera obra firmada con su nombre real e ignorado
por la crítica. Durante el verano escribió una primera novela, “Divertimento”,
que de alguna manera prefigura “Rayuela”, que escribiría en 1963.
Además de colaborar en
Realidad, escribió para otras revistas culturales de Buenos Aires, como
Cabalgata y Sur (8 textos, principalmente de crítica literaria y cine). En la
revista literaria Oeste de Chivilcoy publicó el poema «Semilla» y
colaboraciones en otros tres números.
En 1950, escribió su
segunda novela, “El examen”, rechazada por el asesor literario de la Editorial
Losada, Guillermo de Torre. Cortázar la presentó a un concurso convocado por la
misma editorial, nuevamente sin éxito, y, como la primera novela, vio la luz
apenas en 1986.
En 1951, publicó
“Bestiario”, una colección de ocho relatos que le valieron cierto
reconocimiento en el ambiente local. Poco después, disconforme con el gobierno
de Perón, decidió trasladarse a París, ciudad donde, salvo esporádicos viajes
por Europa y América Latina, residió el resto de su vida.
Parejas
En 1953, se casó con
Aurora Bernárdez, una traductora argentina, con quien vivió en París con cierta
estrechez económica hasta que aceptó la oferta de traducir la obra completa, en
prosa, de Edgar Allan Poe para la Universidad de Puerto Rico. Dicho trabajo
sería considerado luego por los críticos como la mejor traducción de la obra
del escritor estadounidense. Con su esposa vivió en Italia durante el año que
duró el trabajo, luego viajaron a Buenos Aires en barco y Cortázar pasó la
mayor parte del trayecto escribiendo en su máquina portátil una nueva novela.
En 1967, rompió su
vínculo con Bernárdez y se unió a la lituana Ugné Karvelis con la que nunca
contrajo matrimonio y quien le inculcó un gran interés por la política.
Con su tercera pareja y
segunda esposa, la escritora estadounidense Carol Dunlop, realizó numerosos
viajes, entre otros a Polonia, donde participó en un congreso de solidaridad
con Chile. Otro de los viajes que hizo junto a Carol Dunlop fue plasmado en el
libro Los “autonautas de la cosmopista”, que narra el trayecto de la pareja por
la autopista París-Marsella. Tras la muerte de Carol Dunlop, Aurora Bernárdez
lo acompañó nuevamente, esta vez durante su enfermedad, antes de convertirse en
la única heredera de su obra publicada y de sus textos.
Cortázar político
«La Revolución cubana… me mostró de una manera cruel
y que me dolió mucho el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad
política… los temas políticos se fueron metiendo en mi literatura» (La
fascinación de las palabras).
En 1963, visitó Cuba
invitado por Casa de las Américas para ser jurado en un concurso. A partir de
entonces, ya nunca dejó de interesarse por la política latinoamericana. Durante
esa visita también conoció personalmente a José Lezama Lima, con quien se
escribía desde 1957, y cuya amistad se mantuvo hasta la muerte de este.
En ese mismo año
aparece lo que sería su mayor éxito editorial y le valdría el reconocimiento de
ser parte del boom latinoamericano: “Rayuela”, que se convirtió en un clásico
de la literatura en español.
Según declaró en una
carta a Manuel Antín en agosto de 1964, ese no iba a ser el nombre de su novela
sino “Mandala”: «De golpe comprendí que no hay derecho a exigirle a los
lectores que conozcan el esoterismo búdico o tibetano; pero no estaba
arrepentido por el cambio».
Los derechos de autor
de varias de sus obras fueron donados para ayudar a los presos políticos de
varios países, entre ellos Argentina. En una carta a su amigo Francisco Porrúa
de febrero de 1967, confesó: «El amor de Cuba por el Che me hizo sentir
extrañamente argentino el 2 de enero, cuando el saludo de Fidel en la plaza de
la Revolución al comandante Guevara, allí donde esté, desató en 300 000 hombres
una ovación que duró diez minutos».
En noviembre de 1970,
viajó a Chile, donde se solidarizó con el gobierno de Salvador Allende y pasó
unos días a Argentina para visitar a su madre y amigos, y ahí, el delirio fue
una especie de pesadilla diurna que contó en una carta a Gregory Rabassa.
Al año siguiente, junto
a otros escritores cercanos —Mario Vargas Llosa, Simone de Beauvoir, Jean-Paul
Sartre—, se opuso a la persecución y arresto del autor Heberto Padilla,
desilusionado con la actitud del proceso cubano. En mayo de 1971 reflejó su
sentir ambivalente hacia Cuba en «Policrítica en la hora de los chacales»,
poema publicado en Cuadernos de Marcha y reproducido después incluso por Casa
de las Américas.
A pesar de ello, sigue
de cerca la situación política de Latinoamérica. En noviembre de 1974 fue
galardonado con el “Médicis étranger” por “Libro de Manuel” y entregó el dinero
del premio al Frente Unificado de la resistencia chilena. Ese año fue miembro
del Tribunal Russell II reunido en Roma para examinar la situación política en
América Latina, en particular las violaciones de los Derechos Humanos. Fruto de
esa participación fue el cómic editado posteriormente en México “Fantomas
contra los vampiros multinacionales”, que Gente Sur editó en 1976. También en
1974, junto a otros escritores tales como Borges, Bioy Casares y Octavio Paz,
pidieron la liberación de Juan Carlos Onetti, apresado por deliberar como
jurado en favor del cuento “El guardaespaldas de Nelson Marra”, y cuyo
encarcelamiento le significó secuelas traumáticas.
Su obra poética
Aunque Cortázar es
reconocido por su narrativa, escribió gran cantidad de poemas en prosa (en
libros mixtos como “Historias de cronopios y de famas”, “Un tal Lucas”, “Último
round”); e incluso poemas en verso (“Presencia”, “Pameos y meopas”, “Salvo el
crepúsculo”, “El futuro”, “Bolero”).
Colaboró en muchas
publicaciones en distintos países, grabó sus poemas y cuentos, escribió letras
de tangos (por ejemplo con el Tata Cedrón) y le puso textos a libros de
fotografías e historietas. Grabó en Alemania con el bandoneonista Juan José
Mosalini el poema “Buenas noches, che bandoneón” y, con otros autores
latinoamericanos, “Poesía trunca”, discos de Casa de las Américas en homenaje a
vates revolucionarios (1978).
Nicaragua
En 1976, viaja a Costa
Rica donde se encuentra con Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal y emprende un
viaje clandestino y plagado de peripecias hacia la localidad de Solentiname en
Nicaragua. Este viaje lo marcará para siempre y será el comienzo de una serie
de visitas a ese país.
Luego del triunfo de la
revolución sandinista visita reiteradas veces Nicaragua y sigue de cerca el
proceso y la realidad tanto nicaragüense como latinoamericana. Estas
experiencias darán como resultado una serie de textos que serán recopilados en
el libro “Nicaragua, tan violentamente dulce”.
En 1978, a pedido del
grupo musical chileno Quilapayún, remodeló parte del texto de la Cantata Santa
María de Iquique, lo que causó el disgusto de su autor, el compositor Luis
Advis, que no había sido consultado. La versión con las correcciones de
Cortázar fue grabada en dos oportunidades, pero después Quilapayún volvió a
interpretar la obra de acuerdo al original de Advis.
Últimos años
Según una investigación
durante la dictadura militar, el 29 de agosto de 1975, la DIPPBA creó el legajo
n.º 3178 con una ficha que contenía seis datos: apellido (Cortázar), nombre
(Julio Florencio, el segundo escrito a mano alzada), nación (Arg. Francia), localidad,
profesión (escritor) y antecedentes sociales o entidad: "Habeas". La
ficha del escritor fue hallada entre otras 217 000 fichas personales del
archivo perteneciente a la Dirección de Inteligencia de la Policía de la
Provincia de Buenos Aires.
En agosto de 1981
sufrió una hemorragia gástrica y salvó su vida de milagro. Nunca dejó de
escribir, fue su pasión aun en los momentos más difíciles.
En 1983, vuelta la
democracia en Argentina, Cortázar hace un último viaje a su patria, donde es
recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paran en la calle y le piden
autógrafos, en contraste con la indiferencia de las autoridades nacionales (el
presidente Raúl Alfonsín ―rodeado por intelectuales como el ensayista Ernesto
Sábato, la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, el cirujano René Favaloro y el
actor Luis Brandoni (a quien el escritor Osvaldo Soriano le atribuye la autoría
del veto)― se niega a recibirlo.
Después de visitar a
amigos, regresó a París. Poco después, François Mitterrand le otorgó la nacionalidad
francesa.
En París, vivió sus
últimos años en dos casas, una en la rue Martel y otra en la rue de L'Eperon.
La primera correspondía a un pequeño apartamento de tercer piso sin ascensor,
cómodo, luminoso y lleno de libros y discos de música, donde solía recibir
amablemente continuas visitas de otros escritores que pasaban por la ciudad, en
compañía de su gata Flanelle.
Carol Dunlop había
fallecido el 2 de noviembre de 1982, sumiendo a Cortázar en una profunda
depresión. Julio murió el 12 de febrero de 1984 a causa de una leucemia. Sin
embargo, en 2001, la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi afirmó en su libro
sobre el escritor que creía que la leucemia había sido provocada por el sida,
que Cortázar habría contraído durante una transfusión de sangre en el sur de
Francia.
Dos días después, fue
enterrado en el cementerio de Montparnasse, en la tumba donde yacía Carol. La
lápida y la escultura fueron hechas por sus amigos, los artistas Julio Silva y
Luis Tomasello.3 A su funeral asistieron muchos amigos, así como sus ex parejas
Ugné Karvelis y Aurora Bernárdez. Esta última lo atendió durante sus últimos
meses, luego del fallecimiento de Dunlop. Es costumbre dejar sobre su lápida
recuerdos como guijarros, notas, flores secas, lápices, cartas, monedas, billetes
de metro con una rayuela dibujada, un libro abierto o paquetes de cerezas.
En abril de 1993,
Aurora Bernárdez donó a la Fundación Juan March de Madrid la biblioteca
personal del autor, de la calle Martel, más de cuatro mil libros, de los cuales
más de quinientos están dedicados al escritor por sus respectivos autores, y la
mayoría poseen numerosas anotaciones de Cortázar, acerca de las cuales habla la
obra “Cortázar y los libros” (2011), de Jesús Marchamalo.
Reconocimientos
En Buenos Aires lleva
su nombre la plaza Cortázar ―antes, plaza Serrano―, situada en la intersección
de las calles Serrano, Jorge Luis Borges y Honduras (en el barrio Palermo
Viejo).
Una calle del Barrio Rawson tiene su nombre.
El puente Cortázar,
situado sobre la avenida San Martín, en el barrio de Agronomía (en la ciudad de
Buenos Aires), debe su nombre a que el escritor vivió en el cercano Barrio
Rawson algunos años antes de marcharse a París.
Varias instituciones educativas llevan su nombre:
La Escuela Secundaria
Básica N.º 13 «Julio Cortázar» (en Buenos Aires).
El Colegio Secundario
N.º 1 «Julio Cortázar» (en el barrio de Flores, Buenos Aires).
La escuela N.º 10
«Julio Cortázar», donde Cortázar estudió (Banfield, Buenos Aires.).
La Escuela de Educación
Media n.º 8 «Julio Cortázar», de la ciudad de Florencio Varela, en la zona sur
del Gran Buenos Aires.
La escuela Julio
Cortázar del partido de Ituzaingó (en la zona oeste del Gran Buenos Aires).
El Colegio de Educación
Infantil y Primaria Julio Cortázar (en la localidad madrileña de Getafe)
En 1984 la Fundación
Konex le otorgó posmórtem el Premio Konex de Honor por su gran aporte a la
historia de la literatura argentina.
La Universidad de
Guadalajara (México), inauguró, el 12 de octubre de 1994, la Cátedra
Latinoamericana Julio Cortázar, en honor al escritor. Dicha inauguración contó
con la presencia del escritor mexicano Carlos Fuentes, del colombiano Gabriel
García Márquez y de la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez. Esta cátedra rinde
homenaje a la memoria, la persona, la obra y las preocupaciones intelectuales
que rigieron la vida del argentino.
Durante 2014, con
motivo de los cien años desde su nacimiento, como homenaje se publicaron libros
y realizaron exposiciones sobre el autor en diversos países. En la Plaza
Libertador de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires se inauguró un monumento
en su honor.
Amistades
Cortázar fue amigo de
numerosos escritores, lo que queda plasmado en los más de quinientos libros
calurosamente dedicados de su biblioteca personal al momento de su muerte.
Mantuvo correspondencia entre 1965 hasta 1973 con la escritora argentina
Graciela Maturo. También tuvo varios amigos pintores, como Sergio de Castro,
Luis Seoane, Julio Silva, Luis Tomasello, Eduardo Jonquières o Chumy Chúmez,
extendiéndose su interés artístico hacia las artes plásticas. Dentro de sus
grandes amigos literarios se encuentran, además de muchos otros, Lezama Lima
(de cuya obra fue un importante difusor), Octavio Paz, Pablo Neruda y Carlos
Fuentes. Cortázar también cultivó junto a su esposa Aurora Bernárdez una
estrecha y calurosa relación con la poeta Alejandra Pizarnik, adoptando hacia
ella una actitud de hermanos mayores.
Estilo e influencias
Cortázar sentía un gran
interés por los antiguos escritores clásicos. En este interés fue fundamental
la presencia del profesor argentino Arturo Marasso, quien lo incitó a leerlos
prestándole libros de su propiedad. Un punto de inflexión juvenil en su manera
de escribir se debió al libro “Opio: diario de una desintoxicación” de Jean
Cocteau, que fue uno de sus libros fijos de cabecera. Cortázar sostuvo así
desde su juventud una gran admiración por la obra de este autor, así como por
la de John Keats, que continuó siendo con los años uno de sus poetas favoritos.
Siempre sintió una gran
admiración por la obra del argentino Jorge Luis Borges, una admiración que fue
mutua pese a sus insalvables diferencias ideológicas, pues mientras Cortázar
era un activista de izquierdas, Borges fomentaba el individualismo y rechazaba
los regímenes totalitarios en general, pese a haber aceptado recibir
condecoraciones de países en dictadura. Sus gustos literarios eran muy
amplios, y sentía una especial atracción por los libros de vampiros y
fantasmas, lo que debido a su alergia al ajo, era motivo de bromas por parte de
sus amistades.
El mismo Cortázar
afirmaba haber leído más novelas francesas y anglosajonas que españolas, lo que
compensaba leyendo mucha poesía española, incluyendo a Salinas y Cernuda, a
quienes dedicó comentarios entusiastas.
Obras
Sus obras han sido
traducidas a varios idiomas. “Rayuela” cuenta con traducciones en 30 idiomas
diferentes. En China aparecieron versiones en mandarín de la pluma del
académico Fan Yan.
“Yo creo que desde muy
pequeño mi desdicha y mi dicha, al mismo tiempo, fue el no aceptar las cosas
como me eran dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa,
o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acaba todo. Al contrario,
en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario
misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.
En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se
diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para
no aceptar las cosas tal como me son dadas.”
Julio Cortázar
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