SI
ME NECESITAS, LLÁMAME
RAYMOND CARVER
Los dos habíamos estado
involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando llegó junio y
terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y
trasladarnos a la costa más al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría
el verano en casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría
trabajar y ahorrar algo de dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de
la situación en casa y ya estaba buscándole un empleo por la temporada. Había
hablado con un granjero que aceptó tomar a Richard para que juntara heno y
arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo llevé a
la terminal el día después de su graduación y me senté con él hasta que
anunciaron su ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado
una larga carta que él debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió
quedarse terminando las valijas y esperando a la pareja que alquilaría nuestra
casa. Yo compré el pasaje de Richard, se lo di y me senté a su lado en uno de
los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos hablado un poco de
la situación.
–¿Van a divorciarse? –había preguntado él.
–No, si podemos
evitarlo –le contesté. Era un sábado por la mañana y había poco tránsito–
Ninguno de los dos quiere llegar a eso. Por eso nos vamos; por eso no queremos
ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos con la abuela. Para no
mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero. No
queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
–¿Aún amas a mamá? Ella dice que te sigue queriendo.
–Por supuesto que la
amo. Deberías saberlo a esta altura. Sólo que hemos tenido nuestra cuota de
problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te preocupes.
Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas
vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
–Y esquí acuático. Quiero aprender.
–Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso
también. Hazlo por mí.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abracé y volví a
decirle:
–No te preocupes. ¿Dónde está tu pasaje?
Él se palmeó el
bolsillo de su campera. Lo acompañé hasta la fila frente al ómnibus, volví a
abrazarlo y le di un beso en la mejilla. Adiós, papá, dijo él y me dio la
espalda para que no viera sus lágrimas. Al volver a casa, nuestras valijas y
cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la cocina tomando café con los
inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de matemática, a
quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les
di la mano a ambos y acepté una taza de café de Nancy mientras ella terminaba
con la lista de indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra
ausencia y adónde debían enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del
sol avanzaba sobre la mesa a medida que pasaban los minutos. Finalmente todo
pareció quedar en orden, y los dejé en la cocina para dedicarme a cargar
nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente
amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar más
que lo esencial. Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta
Eureka tres semanas antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con
Susan, la mujer con la que estaba saliendo. Nos quedamos en un motel a las
puertas del pueblo durante tres noches, mientras recorría inmobiliarias y
revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres meses de
alquiler. Más tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente,
me dijo: "Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre
dicen que es la esposa quien tiene los privilegios y el poder real, pero nunca
me lo creí ni me importó. Ahora, en cambio, entiendo qué quieren decir. Y
envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojalá fuera yo la que va
a estar contigo en esa casa todo el verano. Cómo me gustaría. Me siento tan
gastada". Yo me limité a acariciarle el pelo.
Nancy era alta, de pelo
y ojos castaños, de piernas largas y espíritu generoso. Pero últimamente venía
baja de espíritu y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose era
colega mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso, que bebía
demasiado y a quien a veces le temblaban un poco las manos durante sus clases,
según me contaron algunos de mis alumnos. Él y Nancy habían iniciado su romance
en una fiesta, poco después de que ella descubriera mi infidelidad. Suena
aburrido y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue toda aquella primavera, nos
consumió las energías y la concentración al punto de excluir todo lo demás. Hasta
que, en algún momento de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la casa
e irnos todo el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para
reparar, si es que había algo. Los dos nos habíamos comprometido a no llamar,
ni escribir, ni intentar el menor contacto con nuestros amantes. Hicimos los
arreglos para Richard, encontramos los inquilinos para nuestra casa y yo miré
en un mapa y enfilé hacia el norte desde San Francisco hasta Eureka, donde una
inmobiliaria me encontró una casa amueblada en alquiler por el verano para una
respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso usé la expresión
"segunda luna de miel", Dios me perdone, mientras Susan fumaba y leía
folletos turísticos en el auto estacionado fuera de la inmobiliaria. Terminé de
cargar las cosas en el coche y esperé que Nancy se despidiera por última vez en
el porche. Yo saludé desde mi asiento y los inquilinos me devolvieron el
saludo. Nancy se sentó y cerró su puerta. "Vamos", dijo y yo
arranqué. Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y
arrancando chispas del pavimento. "Mira", dijo Nancy y esperamos
hasta que el coche se salió de la autopista y frenó, antes de seguir viaje. Paramos
en un café cerca de Sebastopol. Estacioné y nos sentamos a una mesa frente a la
ventana del fondo. Pedimos sándwiches y café, yo encendí un cigarrillo mientras
Nancy deslizaba el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces noté un
movimiento por la ventana y al mirar en esa dirección vi un colibrí en los
arbustos allá afuera. Sus alas vibraban en un borroso frenesí mientras su pico
se internaba en una de las flores.
–Mira, un colibrí
–dije, pero antes de que Nancy levantara la cabeza el pájaro ya no estaba.
–¿Dónde? No veo nada.
–Estaba ahí hasta hace
un momento. Ahí está. No; es otro, creo. Nos quedamos mirando hasta que la
camarera trajo nuestro pedido.
–Buena señal –dije–.
Los colibríes traen suerte, ¿no?
–Creo haberlo oído en
alguna parte –dijo Nancy–. No podría decir dónde pero sí, no nos vendría mal un
poco de suerte.
–Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado
aquí.
Ella asintió, dejó pasar un largo minuto y probó su sándwich.
Llegamos a Eureka antes
del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había estado con Susan dos
semanas antes, nos internamos por un camino que subía una colina que miraba al
pueblo y pasamos frente a una estación de servicio y un almacén. Las llaves de
la casa estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor sólo se veían colinas
arboladas y praderas con ganado pastando.
–Me gusta –dijo Nancy–. No veo el momento de llegar.
–Estamos cerca –dije–.
Es más allá de esa loma. Ahí –y enfilé el coche por un camino flanqueado de
ligustros–. Ahí la tienes. ¿Qué opinas?
Esa misma pregunta le
había hecho a Susan cuando hicimos el mismo camino para ver la casa por primera
vez.
–Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro
alrededor en el jardín del frente antes de subir los escalones del porche. Abrí
la puerta con la llave que traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los
dos dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea y la cocina con
vista al valle.
–¿Te parece bien?
–Me parece
sencillamente maravillosa –dijo Nancy y sonrió–. Me alegra que la hayas encontrado.
Me alegra que estemos aquí.
–Abrió y cerró la
heladera, luego pasó los dedos por la mesada de la cocina.
–Gracias a Dios está limpia. Ni siquiera hace falta
una limpieza.
–Nada. Hasta nos pusieron sábanas limpias. La
alquilan así.
–Tendremos que comprar
algo de leña –dijo Nancy cuando volvimos al living–. Con noches así debemos
usar la chimenea, ¿no?
–Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y
recorrer el pueblo.
Nancy me miró y dijo nuevamente:
–Me alegra que estemos aquí.
–Yo también –dije y
abrí los brazos y ella vino hacia mí. Cuando la abracé sentí que temblaba. Le
alcé el mentón y la besé en ambas mejillas.
–Me alegra que estemos aquí –repitió ella contra mi
pecho.
Durante los días
siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del pueblo mirando vidrieras y
dimos largos paseos por el bosque que se alzaba atrás de la casa. Compramos
provisiones, yo encontré un aviso en el diario que ofrecía leña, llamé y poco
después aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta que nos
dejaron una carga de aliso en el garaje. Esa noche nos sentamos frente a la
chimenea y hablamos de conseguir un perro.
–No quiero un cachorro
–dijo Nancy–. No quiero nada que implique ir limpiando a su paso o rescatando
lo que quiere mordisquear. Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no tenemos
uno... Creo que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
–¿Y cuando volvamos,
cuando termine el verano? –dije yo y entonces reformulé la pregunta:
–¿Estás dispuesta a tener un perro en la ciudad?
–Ya veremos. Pero
busquemos uno, mientras tanto. No sé lo que quiero hasta que lo veo. Revisemos
los clasificados y veamos qué pasa.
Aunque los días
siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando los que nos gustaban
frente a las casas por las cuales pasábamos, no llegamos a nada y seguimos sin
perro. Nancy llamó a su madre y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya
estaba trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía bien.
Nancy le contestó:
–Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la
ruta frente al océano y, desde una loma, vimos unas lagunas que formaban los
médanos muy cerca del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de
botes. Frené a un costado de la ruta y dije:
–Vamos a ver qué están
pescando. Quizá valga la pena conseguirnos unas cañas y probar.
–Hace años que no vamos
de pesca. Desde que Richard era chico, aquella vez que fuimos de campamento
cerca del monte Shasta, ¿recuerdas?
–Me acuerdo. Y también
me acuerdo de cuánto extraño pescar. Bajemos a ver qué están sacando.
–Truchas –dijo uno de
los pescadores–. Trucha arcoíris y algún que otro salmón. Vienen en el
invierno, cuando el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se
cierra el paso, quedan atrapados. Es buena época, ésta. Hoy no pesqué nada pero
el domingo saqué cuatro. De lo más sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de
los botes creo que sacaron algo hoy, pero yo todavía no.
–¿Qué usan de carnada? –preguntó Nancy.
–Lo que sea. Lombrices,
marlo de choclo, huevos de salmón. Basta tirar la línea y dejarla reposar hasta
el fondo. Y estar atento.
Nos quedamos un rato
pero el hombre no sacó nada y los de los botes tampoco. Sólo iban y venían por
la laguna.
–Gracias. Y suerte –dije al fin.
–Que tengan suerte ustedes también. Los dos
–contestó el hombre.
A la vuelta paramos en
una casa de artículos deportivos y compramos unas cañas baratas, unos rollos de
tanza y anzuelos y carnada. Sacamos una licencia también y decidimos ir de
pesca la mañana siguiente. Pero esa noche, después de la cena y de lavar los platos
y poner unos leños en la chimenea, Nancy dijo que no iba a funcionar.
–¿Por qué dices eso? ¿A qué te refieres?
–No va a funcionar,
enfrentémoslo –dijo ella sacudiendo la cabeza–. No quiero ir a pescar y no
quiero un perro. Creo que quiero ir a lo de mi madre y estar con Richard. Sola.
Quiero estar sola. Extraño a Richard -dijo y empezó a llorar–. Es mi hijo, es
mi bebé, y está creciendo y pronto se irá. Y lo extraño. Lo extraño.
–¿También extrañas a
Del, a Del Schraeder, tu amante? ¿Lo extrañas a él también?
–Extraño a todo el
mundo. A ti también. Hace mucho que te extraño. Te he extrañado tanto durante
tanto tiempo que te he perdido. No sé cómo explicarlo mejor. Pero sé que te
perdí. Ya no me perteneces.
–Nancy –dije yo.
–No, no –dijo ella y negó con la cabeza.
Sentada en el sofá de
frente al fuego siguió negando y negando y luego dijo:
–Voy a tomar un avión
para allá mañana. Cuando me haya ido puedes llamar a tu amante.
–No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de
hacer eso.
–Sí, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
–Y tú vas a llamar a Del –dije. Y me sentí una
basura por decirlo.
–Haz lo que quieras
–dijo ella secándose las lágrimas con la manga–. Lo digo en serio. No quiero
parecer una histérica, pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora; estoy
exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos a lograrlo.
Ese pescador, hoy. Nos deseó suerte a los dos. Yo también nos deseo suerte.
Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en
el baño y dejó correr el agua. Yo salí a los escalones del porche y me senté a
fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían las estrellas
en el cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban el valle y el pueblo allá
abajo. Me puse a pensar en Susan. Oí que Nancy salía del baño y oí que se
cerraba la puerta del dormitorio. Entonces entré y puse otro leño en la
chimenea y esperé hasta que se avivara el fuego. Luego fui al otro dormitorio.
Abrí la colcha y me quedé mirando el estampado floral de las sábanas. Me di una
ducha, me puse el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba a
las ventanas del living. Fumé mirando el fuego y, cuando volví a mirar por la
ventana, creí ver algo que se movía en la niebla. Me acerqué a la ventana. Un
caballo estaba pastando en el jardín, entre la niebla. Alzó la cabeza para
mirarme y volvió a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche
y me quedé mirándolos. Eran caballos grandes, blancos, de largas crines, seguramente
de alguna granja de los alrededores con algún alambrado caído y vaya a saberse
cómo habían llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente
su escapada. Pero se los notaba un poco nerviosos también: podía verles el
blanco de los ojos desde la ventana. Sus orejas iban y venían al ritmo de sus
mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces y luego un cuarto, todos
blancos, pastando en nuestro jardín. Fui al dormitorio a despertar a Nancy.
Tenía los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, y se había puesto ruleros
y había una valija abierta a los pies de la cama.
–Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a
creerlo. Vamos, levántate.
–¿Qué pasa? Me estás lastimando. Qué pasa.
–Querida, tienes que
ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si te asusté. Pero tienes que levantarte
y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la
ventana, atándose la bata.
–Dios, son hermosos. ¿De dónde vienen? Qué hermosos
son.
–De alguna granja
vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para que ubique al dueño. Pero quería
que los vieras antes.
–¿Morderán? Me gusta acariciar a aquél, el que acaba
de mirarnos.
–No creo que muerdan.
No parecen esa clase de caballos. Pero ponte algo encima si vamos a salir. Hace
frío afuera.
Me puse la campera
encima del pijama y esperé a Nancy. Abrí la puerta y salimos y nos acercamos
caminando hasta ellos. Todos levantaron sus cabezas. Uno resopló y retrocedió
unos pasos, pero volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoyé mi
mano entre sus ojos y le palmeé los flancos y dejé que su hocico me oliera.
Nancy estaba acariciando las crines de otro, mientras murmuraba: "¿De
dónde vienes, caballito? ¿Dónde vives y qué haces aquí en medio de la
noche?", mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
–Será mejor que llame
al sheriff –dije.
–Todavía no. Un rato
más. Nunca veremos algo igual. Nunca, nunca tendremos caballos en nuestro
jardín. Un rato más, Dan.
Poco después, mientras
Nancy seguía yendo de uno a otro, palmeándolos y acariciándolos, uno de los
caballos comenzó a rumbear hacia la ruta, más allá de nuestro auto y supe que
era momento de llamar.
En pocos minutos vimos
las luces de dos patrulleros en la niebla y poco después llegó una camioneta
con un acoplado para caballos, de la que bajó un tipo con gamulán, que se
acercó a los caballos y necesitó un lazo para lograr que entrara el último en
el acoplado.
–¡No le haga daño! –dijo Nancy.
Cuando se fueron
volvimos al living y yo dije que iba a hacer café y pregunté a Nancy si quería
una taza.
–Te diré lo que quiero
–dijo ella–. Me siento bien, Dan. Me siento como borracha, como... No sé cómo,
pero me gusta. No quiero dormir; no podría dormir. Haz un poco de café y a ver
si encuentras algo de música en la radio y puedes avivar el fuego.
Así que nos sentamos
frente a la chimenea y bebimos café y escuchamos viejas canciones por la radio
y hablamos de Richard y de la madre de Nancy y bailamos. Ninguno aludió en
ningún momento a nuestra situación. La niebla seguía allí, detrás de las
ventanas, mientras hablábamos y éramos gentiles el uno con el otro. Hasta que,
cerca del amanecer, apagué la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
Al mediodía siguiente,
luego de que ella terminara su valija, la llevé al aeródromo desde donde
volaría a Portland y de allí haría el trasbordo que la dejaría en Pasco por la
noche.
–Saluda a tu madre de
mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile que lo extraño. Y que lo quiero.
–Él también te quiere.
Lo sabes. En cualquier caso, lo verás después del verano. –Yo asentí.
–Adiós –dijo ella. Y me
abrazó. Yo le devolví el abrazo. Me alegro por anoche. Los caballos. La charla.
Todo. Ayuda. No lo olvidaremos –y empezó a llorar.
–Escríbeme, ¿quieres?
–dije yo–. Nunca pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca lo
pensé. Ni una sola vez. No a nosotros.
–Te escribiré. Mucho.
Las cartas más largas que hayas visto desde las que me enviabas en el
secundario.
–Las estaré esperando.
Ella me miró largamente
y me acarició la cara. Entonces me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo
al avión. Ve, mi más querida, y que Dios esté contigo. Ella abordó el avión y
yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los motores y la nave empezó
a carretear por la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió en una mancha
en el horizonte. Volví a la casa, estacioné el coche y miré las huellas que
habían dejado los caballos la noche anterior, los trozos de pasto arrancado y
las marcas de herraduras y los montones de bosta aquí y allá. Entonces entré en
la casa y, sin sacarme el saco siquiera, levanté el teléfono y marqué el número
de Susan.
Raymond Clevie Carver,
Jr. (Clatskanie, Oregón, Estados Unidos, 25 de mayo de 1938-Port Angeles, Washington, Estados
Unidos, 2 de agosto de 1988) fue un cuentista y poeta estadounidense. Destacado
principalmente por sus relatos de corte minimalista, en su mayoría ambientados
en la región Noroeste de Estados Unidos y protagonizados por personajes de
clase trabajadora o media baja, Carver es considerado uno de los fundadores y
mayores exponentes del movimiento literario conocido como «realismo sucio»
Biografía
Carver nació en
Clatskanie, Oregón y creció en Yakima, Washington. Su padre trabajaba en un
aserradero y era alcohólico. Su madre trabajaba como camarera y vendedora. Tuvo
un único hermano llamado James Franklyn Carver que nació en 1943.
Durante algún tiempo,
Carver estudió bajo la tutela del escritor John Gardner, en el Chico State College, en Chico,
California. Publicó un sinnúmero de relatos en revistas y periódicos,
incluyendo el New Yorker y Esquire, que en su mayoría narran la
vida de obreros y gente de las clases desfavorecidas de la sociedad
estadounidense. Sus historias han sido incluidas en algunas de las más
prestigiosas compilaciones estadounidenses: Best
American Short Stories y el Premio O.
Henry de relatos cortos.
Carver estuvo casado
dos veces. Su segunda esposa fue la poetisa Tess Gallagher. Alcohólico, cuyos
efectos se manifiestan en algunos de sus personajes, Carver permaneció sobrio
los últimos diez años de su vida. Era un gran amigo de Tobias Wolff y de
Richard Ford, escritores también del realismo sucio.
En 1988, fue investido
por la Academia Americana de Artes y
Letras.
Los críticos asocian
los escritos de Carver al minimalismo y le consideran el padre de la citada
corriente del realismo sucio. En la
época de su muerte Carver era considerado un escritor de moda, un ícono que
América "no podría darse el lujo de perder", según Richar Gottlieb,
entonces editor de New Yorker. Sin duda era su mejor cuentista, quizá el mejor
del siglo junto a Chéjov, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño. Al
hilo de esta idea cabe destacar un soberbio cuento dedicado a los últimos días
del referido escritor ruso de nombre "Tres rosas amarillas".
Su editor en Esquire,
Gordon Lish, desempeñó un papel decisivo en concebir el estilo de la prosa de
Carver. Por ejemplo, donde Gardner recomendaba a Carver usar 15 palabras en
lugar de 25, Lish le instaba a usar 5 en lugar de 15. Durante este tiempo,
Carver también envió su poesía a James Dickey, entonces editor de poesía de
Esquire.
Carver murió en Port
Angeles, Washington, de cáncer de pulmón, a los 50 años de edad.
La polémica Lish
En 1998, diez años
después de la muerte de Carver, un artículo en la revista New York Times Magazine suscitó polémica al alegar que su editor
Gordon Lish no sólo dio consejos a Carver, sino que reescribió párrafos enteros
de sus cuentos, hasta el punto de cambiar el final innumerables veces. En el
caso de los relatos del libro De qué
hablamos cuando hablamos de amor, Lish llegó a reducir a la mitad el número
de palabras originales y reescribió 10 de los 13 finales de los cuentos del
libro. Por ejemplo, el cuento "Diles a las mujeres que nos vamos"
("Tell The Women We're Going") gana una dimensión más abstracta en
manos de Lish, que suprime las relaciones de causa y efecto que llevan a dos
adultos a matar a dos adolescentes, y añade torpeza, profundidad y silencio
donde antes había — según D.T.Max, autor del artículo— demasiadas palabras.
Es notable también el
caso de "Parece una tontería" ("A Good Thing, Small
Thing"), con el que Carver ganó el premio O. Henry en 1983. La versión
original del relato sobre un niño en coma se ve reducida a la mitad, tiene el
título cambiado a "El baño" ("The Bath") y la muerte del
niño al final de la versión de Carver se convierte en un final abierto, donde
el lector no sabe si el niño vive o no. "El baño" fue publicado en De qué hablamos cuando hablamos de amor (What
We Talk About When We Talk About Love) (1981) y "Parece una tontería"
vio la luz posteriormente en Catedral
(Cathedral) (1983).
Obra
Cuento
¿Quieres hacer el favor
de callarte, por favor? (Will
You Please Be Quiet, Please?), 1976.
Furious Seasons and other stories, 1977.
De qué hablamos cuando hablamos de amor (What we talk
about when we talk about love), 1981.
Catedral (Cathedral), 1983.
Tres rosas amarillas (Elephant and Other Stories),
1988. Los
siete relatos inéditos incluidos en este libro ("Cajas",
"Quienquiera que hubiera dormido en esta cama",
"Intimidad", "Menudo", "El elefante",
"Caballos en la niebla", "Tres rosas amarillas") aparecieron
primero en Estados Unidos como parte del volumen recopilatorio Where I'm Calling From: New and Selected
Stories (1988). Ese mismo año se editaron en Inglaterra como libro
independiente bajo el nombre Elephant.
Anagrama publicó la traducción en 1989 con el título Tres rosas amarillas.
Si me necesitas, llámame (Call If you Need Me), 2000.
Principiantes
(Beginners), 2009. Versión sin cortes de De
qué hablamos cuando hablamos de amor.
Poesía
Near Klamath, 1968.
Winter Insomnia, 1970.
At Night The Salmon Move, 1976.
Where Water Comes Together with Other Water, 1985.
Ultramarine, 1986.
Un sendero nuevo a la
cascada. Últimos poemas
(A New Path to the Waterfall), 1989.
Miscelánea
Fires: Essays, Poems, Stories, 1983.
Sin heroísmos, por favor (No Heroics, Please: Uncollected
writings), 1991. Relatos, poemas, fragmento de novela,
introducciones, reseñas y ensayos no recogidos en otros libros.
Antologías
Where I'm Calling From: New and Selected Stories,
1988.
Short Cuts: Selected Stories, 1993.
Todos nosotros (All of Us: The Collected Poems), 1996.
Collected Stories,
2009. Este tomo de los relatos reunidos de Carver forma parte de la prestigiosa
colección The Library of America.
Guión cinematográfico
Dostoievsky (con Tess
Gallagher), 1985.
Películas
Shortcuts, dirigida por
Robert Altman.
Everything Goes, dirigida por Andrew Kotatko.
Jindabyne (basado en "So Much Water So Close to
Home"), dirigida por Ray Lawrence.
Birdman, dirigida por
Alejandro González Iñárritu.
Jerry and Molly and Sam
(basado en "Jerry and Molly and Sam" - De qué hablamos cuando
hablamos de amor) (1981)
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