Friday, August 24, 2007

ROBERTO ARLT


Yo no sé si soy ella
Roberto Arlt

Fred detuvo, asombrado, la mirada en un grabado de la revista, cuyo idioma no entendía. Greta Garbo, mirándose en un espejo, con la mano derecha inmovilizaba el cepillo con que se lavaba los dientes. A los costados de la fotografía, un pomo de piel de estaño derramaba un lago rosa de pasta dentífrica: Crystaldent.
La actriz, envuelta en una velluda robe de chambre, volvía la cabeza sonriendo con sus labios de pétalos de orquídea. Fred permaneció un instante inclinado sobre la revista norteamericana, luego, sentándose en la orilla de la cama, pensó:
“Es absurdo que Greta Garbo se preste para prestigiar la publicidad de una pasta dentífrica, Ninguna actriz que se respete llegaría a ese extremo. Salvo que haya tenido apuros de dinero. Pero ¿en qué se gastará lo que gana? Sin embargo ¿quién se salva de cometer actos estúpidos? Si yo, hace tres años, como pensaba, me hubiera puesto a estudiar inglés, mi situación sería algo distinta.”
Acercó más la cabeza al grabado. Indudablemente, la joven de la pasta dentífrica era Greta Garbo. Levantó los ojos para comparar la imagen del magazine con una fotografía que él había clavado al muro hacía mucho tiempo. Era ella, con su cabellera de vidrio rubio, los párpados entornados, los ojos vueltos a la altura, los labios como pétalos de orquídeas, con el resorte de los besos roto para siempre, como si pretendiera en un anhelo inextinguible beber los goces que soplan las brisas en todas las direcciones del mundo.
Se repitió:
“Sufriría estrecheces económicas. Pero es absurdo. Quizás, en un momento oportuno, llegó una mañana un agente de publicidad, uno de esos promotores joviales que, ofreciendo gruesos cigarros, lanzan al mismo tiempo una máxima de comprensión fácil. Le habrá dicho:
“–¿Qué le ocurre, miss Greta? Pose para Crystaldent. Cien mil dólares ¿All right?”  
Retirándose de la mesa, Fred se apoltronó en un rincón de la cama. A pesar del orden, su cuarto daba la sensación de estar desmantelado. Observó de reojo el retrato de la actriz, clavado al muro, ensombrecido en las partes negras, y donde el hiposulfito del baño, que comenzaba a descomponerse, amarilleaba los claros, Y se preguntó por centésima vez:
–¿Qué hombre podrá ser amante de una mujer así? En ella todo es comedia.
–¡Comedia en mí!– repitió una voz.
Fred levantó precipitadamente los párpados.
La revista había caído al suelo. De las páginas abarquilladas, los planos de una vestidura vertical subían en el aire, como los faralaes de humo de un vestido astral. Sobre la gorguera blanca del vestido de raso negro florecía una adorable cabeza.
La reconoció inmediatamente. Era ella, con un gorrito de castor que dejaba escapar unos rizos anillados tras los lóbulos de las orejas. Entre las flores de sus pestañas, miraba al hombre del cuarto con una ligera horqueta de arruga en la frente, mientras que Fred, las manos apoyadas en el canto de la mesa, se inmovilizaba en su estupefacción. Greta Garbo sonreía descubriendo los dientes, los ojos verdegrises iluminados como por los residuos de un sol de viaje.
Fred repuso, sin saber lo que decía:
–No hable tan alto. La dueña de casa duerme en el cuarto de al lado. Es una vieja perversa.
Ella aún no había pronunciado una sola palabra.
Le miraba seria. Parecía encontrarse en una estepa de nieve. Fred recordó involuntariamente a Ana Karenine. La mujer giró bruscamente sobre sí misma y se detuvo frente a su fotografía, clavada burdamente al muro. Fred adivinó su pensamiento y trató de disculparse.
–Nunca he tenido suficiente dinero para comprarle un marco adecuado.
La actriz levantó la almohada. Fred, sonriendo, prosiguió mirando cómo ella la dejaba caer.
–Es un buen sistema para descubrir si las camas están limpias. Los insectos experimentan debilidad por las almohadas.
Por fin ella habló:
–¿Así que usted vive aquí?
–Esto es más siniestro que una cárcel ¿no?
–Sí.
Ahora ella había abierto la puerta del ropero. Curioseaba el interior, al tiempo que su cuerpo se balanceaba ligeramente, como si sobrellevara el recuerdo aún reciente de una danza agradable.
–Todos estos trajes son de invierno– comentó Fred. –Además están apolillados.
Greta Garbo miraba en redor.
–¿Busca sillas?– señaló la suya. –Es la única que hay…   la dueña de la casa es una mujer mezquina.
Súbitamente, la voz enronqueció en el fondo de su garganta. Sus palabras brotaron más adentro y pensó:
“¿Es posible que no tenga nada que decirle? ¡Ahora que está aquí!”
Su voz, cuando habló, revelaba tal sufrimiento que la mujer del norte quedó inmóvil frente al ropero, con la espalda reflejada en el espejo.
–Esto es maravilloso y tristísimo– prosiguió Fred –. Usted, la mujer que suscita un sobrecogimiento en las multitudes de espectadores, está aquí. Aquí, con su cuerpo terrestre, con su rostro imposible de concebir junto al nuestro.
Salió de la silla, y tomándola de un brazo la hizo sentar a la orilla de la cama. Como al borde de un sueño, repreguntó:
–¿Será posible?
Greta Garbo miraba la punta de su zapato de raso.
–Estás aquí, humilde y triste como Susan Lenox, como Anna Christie, como la dolorosa amante de “Inspiración”. Y yo no sé qué decirte. Volcaría en tus oídos palabras maravillosas, ahora sé que las palabras devienen maravillosas cuando se dirigen a un fantasma, no a una mujer de carne y hueso. ¿Me escuchas?
Con las piernas cruzadas, apoyada en el respaldar de la cama, la mujer de cabello de cristal permanecía fría y distante.
Fred prosiguió:
–Me miras como un gato que ha robado un pescado ¿no? No me importa. ¿A qué has venido? Tu clima es otro, yo no entiendo tu idioma. Te detesto. Esa es la verdad. Te detesto.  No conozco a uno solo de tus admiradores que no tenga hambre de tu amor. Pero no para gozar de él, que eres flaca, huesuda e histérica, sino para tener la compensación de humillarte, el gusto de aplastarte. Con esa única moneda podríamos cobrarte la amarga admiración que sembraste en el corazón de todas las mujeres.
Greta Garbo lo escuchaba como si estuviera asomada al borde de un precipicio, con la sombra de una montaña en el rostro y a las espaldas un viento frío.
El recuerdo removía en Fred magnitudes de odio.
–¡Oh, ya sé! Si cualquiera te pudiera contemplar en este mísero cuarto de pensión, frente a estas fotografías manchadas por las moscas, con tu aspecto de viajera cansada, te compadecería.
Caminaba él lentamente de un punto a otro de la habitación.
–Ya lo sé. Te compadecerían. Correrían a ofrecerte un vaso de limonada, a cambiar las sábanas. Pero ¿por qué te estás con la cara caída hacia el suelo, Greta? ¿Es por humildad? No, no es por humildad. Se trata, simplemente, de que conoces la mecánica del odio, y esperas que la ráfaga de aborrecimiento se deshaga en el aire. Cuando yo haya derramado a tus pies todos los resentimientos que fermenta mi indignación, y esté agotado mi furor, levantarás el rostro, y tus brazos frescos y perezosos caerán sobre mis hombros. Así lo has hecho con los otros, y por eso te odio, porque nuestros rencores se derriten como la nieve sobre la flor de tus labios.   
La actriz no levantó los párpados. Miraba la punta de sus zapatos. Permanecía allí, triste, como al borde de un precipicio, en cuyas profundidades corriera un riacho negro.
Fred avanzó hacia ella, y dijo en voz baja cual si le comunicara un secreto:
–¡Hipócrita… la más hipócrita y pérfida de todas las mujeres! ¡Provocadora! ¿Comprendes ahora por qué ellas corren como a un mercado a decorar por unas monedas las peripecias de tu existencia de celuloide? Porque, en cada uno de esos turbios episodios, ya seas meretriz, espía o demimondaine, ellas descubren las arterías de su propia vida. Por eso te aman y te exaltan. No podía ser de otra manera. Al final de cada aventura corre a tu encuentro un desdichado radiante que, cara al sol, convierte en éxtasis su ignominia, exclamando:
“–¡Te doy las gracias, oh Dios, de amar y poder recibir como una limosna la mirada de esta mujer que arrastró por los tugurios su belleza inmortal!”
“¿Te das cuenta, Greta? ¡Has tenido la virtud de trasmutar en belleza la basura del mundo! ¿¡No me contestas!? ¡Es claro! Resulta mucho más cómodo.”
Fred encendió un cigarrillo y contempló, por breves instantes, cómo se apagaba en el espejo la llama del fósforo.
–Y, sin embargo, hay ilusos que creen en eso, ¡en tu amor!... Sin darse cuenta que jamás podrás amar a nadie, como no sea a tu éxito. Fuiste siempre tan rabiosamente egoísta, que el pecho se te ha quedado vacío de sentimientos. No me extraña que termines prestigiando un dentífrico. ¡Oh! Esto sí que es ridículo. Ridículo y espantoso.
Eres egoísta y dura como la mala piedra  contra la cual uno se hiere los pies en el camino. Tu codicia y la violencia de los gestos, y la falsa fiebre de tus ojos, con pestañas también falsas, y los desgarrados labios que se han quedado flojos e inertes de besar tantas bocas sin besos, se traducen en pieles, en collares, en viajes largos como sueños y en aplastamientos de corazones simples. Te has convertido en símbolo del siglo, Greta. Por eso merecerías morir apedreada en la orilla del mar, para que las aguas te purificaran. Aunque no…   Esa sería una muerte demasiado dulce para ti. Debían amarrarte a un poste, sobre un monte de leña seca, y como a las brujas de otros tiempos, quemarte viva. Y entonces, tus cenizas quedarían limpias.
Calló el hombre y, sentándose junto a la mesa, cargó la frente sobre los dedos de una mano.
La actriz desvió un bucle de sus sienes, avanzó hacia él, y de pie, inclinada sobre su hombro izquierdo, le habló como a un antiguo amigo:
–Todos los hombres que cayeron a mis pies y exclamaron: “¡Te doy las gracias, oh, Dios, de amar y poder recibir como una limosna la mirada de esta mujer que arrastró por los tugurios esta belleza inmortal!”, todos los hombres que yo enlacé por el cuello y apoyé amorosamente en mi cuello, todos los hombres, Fred, cuyas afiebradas frentes se enfriaron al roce de mis labios, me dijeron también esas palabras que tú pronuncias: que merecía ser apedreada o quemada viva. ¿Comprendes ahora? Y en este odio inextinguible hacia mí, radica mi grandeza. Este odio es mi esquiva belleza. No he conocido uno solo de los que bebió en mi boca, como en una taza de seda, los besos que evaporan el cerebro, que no haya querido destrozarme entre sus uñas, carbonizarme con un beso maldito. ¿Te das cuenta ahora, qué grande es tu amor, tesorito mío?
Fred protestó rabiosamente.
–No me llames tesorito…   
Luego, sin poder contener una sonrisa, murmuró:
– Esto sí que es bueno.
La mujer del Norte, también sonrió:
–Por otra parte, yo no soy Greta Garbo.
–¿Usted no es Greta Garbo? ¿Y entonces?
–Soy la muchacha del aviso.
–Pero es idéntica a ella.
–Tan semejante, que a veces dudo si no soy la otra.
–Realmente, esta es una coincidencia apropiada para un cuento.
–¿Le molesta?
–¡Oh, no! De ninguna manera. ¿Cómo podría incomodarme semejante prodigio?
A su vez, ella se paseaba ahora por el cuarto, lanzando al aire las espirales del cigarrillo que fumaba.
–Un comerciante me descubrió el parecido con la actriz. Me contrató para su mostrador. En un mes las entradas aumentaron en un treinta por ciento. Cuando quiso prolongar el contrato, una casa de modas me ofreció veinte veces más que él. Trenes, entrevistas con managers…   mi carrera ha sido rápida, prodigiosa. Tengo contratos con usinas de productos químicos, con cadenas de grandes hoteles. Un balneario arruinado me contrató por una temporada, y la publicidad, hábilmente organizada, lanzó torrentes de viajeros a la playa desierta.
–¿No intentó el cine?
–¡Jamás!... Algunos gerentes de compañías me entrevistaron. Me negué en absoluto. ¿Para qué? Mi éxito es que tenga éxito. Ella.
–¿Ni la vanidad la tentó?
–¿Para qué la vanidad? He terminado por no saber si yo soy yo o ella. En mi guardarropas tengo toda la colección de trajes que ha usado Greta para filmar sus distintas películas. Adrián, el modisto de Hollywood, siempre me envía una copia de los modelos destinados a Ella. Como a Greta, me han fotografiado entre grupos de niñitas rubias con ramos de flores, como a Greta, me han fotografiado entre tahúres, ex hombres, marineros, traficantes de caucho, aventureros; como a Greta, los diarios me han reproducido pescando, jugando en la nieve, mirando, desolada, desde la borda de un navío, la costa que se difuma en el horizonte..., he terminado por confundirme...; no sé si yo soy ella. A veces me parece que sí..., que soy Greta Garbo, en uno de esos ataques de neurastenia que, semejantes a la neblina, velan los contornos de los sucesos reales.
–¿Y Ella..., la auténtica?...
–No sé…, no quiero verla, no quiero saber nada de ella como mujer viviente. Dicen que sus pestañas son postizas, que sus pies son grandes, y su falta de inteligencia, mucha. Nada de eso me atañe ni me importa. Yo soy Greta, la Greta perfeccionada y filtrada a través del arte de los modistos, de los expertos de laboratorios fotográficos y de los fabricantes de pastas dentífricas. Y me basta.
–Sí, puede ser suficiente.
Fred observaba el perfil de la mujer, el corte de la nariz, el ceño enérgico, los labios como rozados por una ráfaga de éter. Ella continuó:
–¡Qué me importa todo! ¡Me han querido tanto! ¿Lo sabes, hombre del cuarto de pensión? ¡Todos! Como si fuera ella. Y entonces, lo soy. Me han amado largamente. Los empleados que tienen una mujer desagradable, los solitarios, aquellos que cruzan el mar huyendo de una quiebra fraudulenta, los estafadores, los imaginativos. Ninguno quiso descubrir en mí a la mujer que hace la publicidad de un modelo de Gaster o de los perfumes de Nieber. Yo y la Otra nos hemos confundido en un único sueño. Y nos han amado todos, ¡hasta las mujeres!
Hablaba nuevamente, como si estuviera sentada al borde de un precipicio, con la sombra de una montaña en el rostro y a las espaldas un viento frío de distancia.
–¡Ser amada! ¿Sabes por qué me he desprendido de la página de la revista, hombre del cuarto de pensión? Porque tu amor me llamaba. ¡Sí, querido mío! ¡Tú gran amor! Te has pasado horas y horas, recostado al pie de la cama, mirándome a los ojos. Y cuando te decías: “Yo no podría quererla nunca”, era porque sabías que yo, o ella, o nosotras dos, no llegaríamos jamás hasta aquí, a tu lado. Y ahora, permíteme darte un beso.
Apoyada como estaba a la orilla de la mesa, se corrió a su centro. Fred levantó el rostro y aproximó la boca. Los pétalos de carne se adhirieron lentamente a los suyos, su alma era bebida entre un suspiro que se retenía con el hervor del corazón. El salado olor del mar cubría sus cabezas, los grandes ojos estaban tan cerca de los suyos, que él sintió que se perdía en ellos. De pronto un estrépito terrible resonó cerca de él, vio cómo la figura de la mujer se empequeñecía, hasta que al final una diminuta muñeca penetró entre las hojas de la revista, y entonces levantó la cara con sueño y sufrimiento. Un deleite se le había muerto.


(Revista El Hogar el 23 de febrero de 1935, republicado por Página 12 20/1/2018)

El juguete rabioso, película argentina dirigida por Aníbal Di Salvo y José María Paolantonio (11/10/1984), con  Pablo Cedrón, Julio De Grazia, Cipe Lincovsky, Osvaldo Terranova, Lucrecia Capello, Aldo Braga y Roberto Carnaghi. Basada en la obra homónima de R. Arlt. Guión de J.M. Paolantonio y Mirta Arlt)



LA DOBLE TRAMPA MORTAL

He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:
-Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:
-Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
-¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?
-¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet "el Cojo", respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela... ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain movió la cabeza.
-Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
-Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.
-¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?
-Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet "el Cojo" para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente, de ello?
-¿Intentará escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echó a reír.
-Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.-El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.-Aquí está Ceuta.-Su dedo regordete bajó hacia el Sur.-Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .
-El plan es audaz.
El señor Demetriades replicó:
-¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
-¿Qué es lo que tengo que hacer?
-Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
-¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
-Nada. El avión se hará pedazos.
-Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.
El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: "Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador".
Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.
-¿Ha estado usted con el señor Demetriades?
-Sí.
-Supongo que estará enterado de todo.
-Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
-Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
-¿Sus documentos están en orden?
-Por completo... ¿Conoce usted Xauen?
-He estado dos veces.
-De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
-¡Encantado!
-¿Cuándo salimos?
-Cuando usted diga.
-Me pondré el overol, entonces.-Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo: -Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain permaneció serio.
-Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme.
-Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra "E".
Ferrain la miró sorprendido:
-¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio?...
La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:
-¡Es curioso!
Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:
-Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.
Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.
Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet "el Cojo"? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora...
Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:
-¡Lista!
Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.
-¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado...
Ferrain la miró desafiante:
-¿Contado qué?
-Nuestras dificultades.
Ferrain cortó en seco:
-Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.
La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: "Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme", y acto seguido cambió de conversación y de tono:
-¿Cree usted que habrá elecciones en España?
Ferrain la soslayó:
-Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?
Ferrain sonrió eficiente:
-El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.
Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:
-Pero, ¿usted cree en ese chisme? -Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.
A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.
Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.
Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.
Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.
La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.





Roberto Emilio Gofredo Arlt (Buenos Aires, Argentina; 26 de abril de 1900 - Buenos Aires, Argentina; 26 de julio de 1942) fue un novelista, cuentista, dramaturgo, periodista e inventor argentino.


Confusión sobre su fecha de nacimiento

En distintas biografías aparecen las fechas 2 o 7 de abril de 1900. En su partida de bautismo y en la de nacimiento expedido por el Registro Civil consta como fecha de nacimiento el 26 de abril de 1900.

Biografía

Sus padres, el prusiano Karl Arlt y la austrohúngara Ekatherine Lostraibitzer, eran un par de inmigrantes pobres recién llegados al país. Su infancia transcurrió en el barrio porteño de Flores. En el ambiente familiar se hablaba idioma alemán, tuvo dos hermanas que murieron de tuberculosis (una a temprana edad y la otra, Lila, en 1936​). La relación con su padre estuvo signada por un trato severo y poco permisivo o directamente sádico. La memoria de su padre aparecerá en futuros escritos. Fue expulsado de la escuela a los ocho años y se volvió autodidacta. Trabajó en un periódico local, fue ayudante en una biblioteca, pintor, mecánico, soldador, trabajador portuario y manejó una fábrica de ladrillos. Entre 1920 y 1930 se acerca al Grupo Boedo que publicaba en la Editorial Claridad y se reunían en el Café El Japonés. En 1926 escribió su primera novela El juguete rabioso, a la cual le iba a poner inicialmente como título La vida suriani, pero en esa época Arlt era secretario y luego amigo de Ricardo Güiraldes quien le sugirió que el nombre original La vida puerca sería demasiado tosco para los lectores de ese tiempo. También trabajó de periodista para el diario, donde editaría sus famosas Aguafuertes porteñas.

Estilo literario

En sus relatos se describen con naturalismo y humor las bajezas y grandezas de personajes inmersos en ambientes indolentes. De este modo retrata la Argentina de los recién llegados que intentan insertarse en un medio regido por la desigualdad y la opresión. Escribió cuentos que han entrado a la historia de la literatura, como El jorobaditoLuna roja y Noche terrible. Por su manera de escribir directa y alejada de la estética modernista se le describió como «descuidado», lo cual contrasta con la fuerza fundadora que representó en la literatura argentina del siglo XX.
Tras su muerte aumentó su reconocimiento y es considerado como el primer autor moderno de la República Argentina. Escritores como Ricardo Piglia, César Aira o Roberto Bolaño son herederos directos de algunas de sus búsquedas literarias. Del mismo modo, Cortázar lo consideró su maestro.
A partir de la década de 1930 incursionó en el teatro y en la última etapa de su vida sólo escribió en este género. Sus obras se estrenaron en el circuito de teatro independiente de Buenos Aires, más exactamente en el Teatro del Pueblo, dirigido por Leónidas Barletta. Rompe con el realismo y aborda los problemas de la alienación a través del desdoblamiento de la escena. Sólo El fabricante de fantasmas se estrenó en el circuito comercial, con un gran fracaso. Tras su muerte en 1942, Trescientos millonesSaverio, el cruel y La isla desierta han sido las obras más representadas. Su anarquismo utópico aparece en las ya mencionadas Trescientos millones (1932), en El fabricante de fantasmas (1936) y en La fiesta del hierro (1940). Se lo considera como un precursor del teatro social argentino y de corrientes posteriores, como el absurdismo y el existencialismo.

Actividad periodística

En sus columnas, Arlt describe la vida cotidiana de la capital. Una selección de esos artículos puede encontrarse en Aguafuertes suriani (1928-1933), Aguafuertes españolas (escritas durante su viaje a España y Marruecos entre 1935 y 1936), Nuevas aguafuertes, etc.
Además trabajó principalmente en la sección policíaca lo que le puso en contacto con el mundo marginal que refleja en 300 Millones, obra con cierto anclaje real.
En 1931 le tocó presenciar el fusilamiento del militante anarquista Severino di Giovanni.

Muerte y legado

Roberto Arlt murió el 26 de julio de 1942, a la edad de 42 años, en Buenos Aires, de un paro cardíaco. Sus restos fueron incinerados en el Cementerio de la Chacarita y sus cenizas esparcidas en el río Paraná. En la ceremonia de despedida habló el escritor Nicolás Olivari, y el poeta Horacio Rega Molina leyó un poema. Al día siguiente el diario El Mundo publicó la última de sus famosas aguafuertes: «Un paisaje en las nubes». El suceso no sonó en los diarios porque entre las noticias se encontraba el desagravio a Jorge Luis Borges, por entonces relegado del Premio Nacional de Literatura.
Lo cierto es que la obra de Roberto Arlt fue duramente criticada durante la primera mitad del siglo XX. Hoy, líderes de opinión fundamentales de la literatura argentina nos cuentan cómo su obra ha llegado a ser un referente tan trascendente. Abelardo Castillo, por ejemplo, nos dice que Arlt significa una lectura obligada para por lo menos las dos últimas generaciones de escritores argentinos, pues redefinió lo temático y lo lingüístico y la relación artista-época. Otros, como Guillermo Saccomanno, lo colocan a la altura de Domingo F. Sarmiento, Lucio V. Mansilla, Julio Cortázar y Rodolfo Walsh, algunos de los cuales confesaron su admiración por el autor. Para el escritor y crítico literario Ricardo Piglia, Arlt inauguró la novela moderna argentina, con su estilística nueva.

Inventor

Formó una sociedad, ARNA (por Arlt y Naccaratti) y con el poco dinero que el actor Pascual Naccaratti pudo aportar instaló un pequeño laboratorio químico en Lanús. Llegó incluso a patentar unas medias reforzadas con caucho.

Obras literarias

Novelas
1926 - El juguete rabioso
1929 - Los siete locos
1931 - Los lanzallamas
1932 - El amor brujo

Cuentos
1933 - El jorobadito (Buenos Aires, Librerías Anaconda).
1941 - Viaje terrible (publicado en «Nuestra Novela», año 1, nº. 6, 11 de julio).
1941 - El criador de gorilas (en Obras de Roberto Arlt, vol. 6, Buenos Aires, Ed. Futuro), ilustrada por Enrique Sobisch.
1972 - Regreso (Buenos Aires, Corregidor).
1984 - Estoy cargada de muerte y otros borradores (Buenos Aires, Torres Agüero Editor)
1994 - El crimen casi perfecto (Buenos Aires, Aguilar)
1996 - El resorte secreto y otras páginas (Buenos Aires, Simurg)

Teatro
1932 - Trescientos millones (Buenos Aires, Victoria).
1938 - Separación feroz (diario El Litoral, nº. especial, Santa Fe, 1 de enero).
1947 - Prueba de amor
1950 - Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas, La isla desierta, 300 millones (en Obras de Roberto Arlt, vol. 9, Buenos Aires, Ed. Futuro).
1952 - El desierto entra en la ciudad (Buenos Aires, Futuro).

Teatro estrenado
1930 - El humillado (capítulo de Los siete locos).
1932 - Trescientos Millones
1936 - Saverio el cruel
1936 - El fabricante de fantasmas
1938 - África
1938 - La isla desierta
1940 - La fiesta de hierro
1952 - El desierto entra en la ciudad (farsa dramática en cuatro actos, escrita en 1942. Prólogo de Mirta Arlt. Buenos Aires, Editorial Futuro, 1952, p. 102).

Aguafuertes
1933 - Aguafuertes porteñas
1936 - Aguafuertes españolas (primera parte, Buenos Aires, Talleres Gráficos Argentinos).
Ediciones posteriores
1960 - Nuevas aguafuertes porteñas (Buenos Aires, Hachette).
1973 - Aguafuertes porteñas (Buenos Aires, Losada).
1975 - Nuevas aguafuertes porteñas (Buenos Aires, Losada).
1969 - Entre crotos y sabihondos (Buenos Aires, Edicom).
1969 - Cronicón de sí mismo seguido de El idioma de los argentinos (Buenos Aires, Edicom).
1969 - Las muchachas de Buenos Aires (Buenos Aires, Edicom).
1971 - Aguafuertes españolas (Buenos Aires, Compañía General Fabril).
1975 - Nuevas aguafuertes (Buenos Aires, Losada)
1981 - D. C. Scroggins, Las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt, recopilación, estudio y bibliografía (Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas).
1993 - Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, vida cotidiana (Buenos Aires, Alianza)
1994 - Aguafuertes porteñas: cultura y política (Buenos Aires, Losada)
1995 - Aguafuertes porteñas (Buenos Aires, Corregidor)
1996 - Tratado de la delincuencia. Aguafuertes inéditas (Buenos Aires, Biblioteca Página/12)
1996 - Secretos femeninos. Aguafuertes inéditas (Buenos Aires, Biblioteca Página/12)
1997 - Aguafuertes gallegas (Buenos Aires, Ameghino)
1997 - En el país del viento. Viaje a la Patagonia (1934) (Buenos Aires, Simurg)
1997 - Notas sobre el cinematógrafo (Buenos Aires, Simurg)
1999 - Aguafuertes gallegas y asturianas (Buenos Aires, Losada)
2000 - Aguafuertes madrileñas. Presagios de una guerra civil (Buenos Aires, Losada)
2005 - Aguafuertes vascas (Buenos Aires, Simurg)
2007 - Los problemas del Delta y otras aguafuertes (Buenos Aires, Embalse)
2009 - El paisaje en las nubes. Crónicas en El Mundo 1937-1942 (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica)
2013 - Aguafuertes cariocas (Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora).
2013 - El facineroso. Crónicas policiales (Buenos Aires, Del Nuevo Extremo)

Obras completas
1951 - Obras de Roberto Arlt (Buenos Aires, Ed. Futuro).
1981 - Obra completa (prefacio de Julio Cortázar, 2 vols., Buenos Aires, Carlos Lohlé).

Adaptaciones al teatro y al cine
También se realizaron puestas en escena a partir de algunos de sus textos narrativos y El juguete rabioso, Los siete locos.

En relación con la adaptación cinematográfica y televisiva se destacan las siguientes obras audiovisuales:

Cine

Autor
El alma (cortometraje) (1967)
El ABC del amor (episodio Noche terrible), adaptación del cuento homónimo. Dirección: Rodolfo Kuhn (1967)
Los siete locos Director: Leopoldo Torre Nilsson (1973)
Saverio, el cruel Director: Ricardo Wullicher (1977)
El juguete rabioso Director: José María Paolantonio (1984)
El juguete rabioso Director: Pablo Torre (1998)

Textos
A propósito de Buenos Aires (20069
Televisión
Pequeños propietarios (1974).
Noche terrible (1983).
Prueba de amor, dirigida por Laura Bro (1972).
300 Millones, dirigido por Carlos Muñoz (S/F).
El jorobadito y Noche Terrible, dirigidos por Alejandro Doria (1996).
El juguete Rabioso, dirigido por Javier Torre (1998).
Los Siete Locos y Los Lanzallamas, dirigido por Fernando Spiner y Ana Pitterbarg (2015).

Crítica
Carbone, R. (2007) Imperio de las obsesiones. Los siete locos de Roberto Arlt: un grotexto. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes
Córdoba Iturburu (1932) El teatro del pueblo y Trescientos Millones. EN: Arlt, R.  Trescientos Millones, Buenos Aires, Raño.
Facelli, L. (1988) Las condiciones de producción del diálogo en Trescientos millones de Roberto Arlt. (inédito).
Facelli, L. (1992) Imaginario del siervo en Trescientos millones de Roberto Arlt. (Presentado al III Encuentro IITCTL, Santiago de Chile, 1992).
Facelli, L. (1994) El espacio otro en el otro espacio de Roberto Arlt: Trescientos millones. Actas IV Encuentro IITCTL, Ciudad de México, 1994 (en prensa).
Fernández Toledo, G. (1983) La isla desierta: una metáfora clausurada. EN: Estudios filológicos, n. 18, p.46-57.
Foster, D.W. (1977) Roberto Arlt's La isla desierta; a structural analysis. EN: Latinamerican Theatre Rerview, 11(1).
Martini, S. (1991) El teatro de Roberto Arlt; una aproximación al fenómeno de la recepción. EN: Cuadernos de investigación del San Martín,         1(1), p.118-128.
Ordaz, L. (1983) La dramática renovadora de Roberto Arlt. EN: Hispanorama, Bremen, Universidad de Bremen.
Odraz, L. (1987) Las máscaras dramáticas de Roberto Arlt. EN: Revista de estudios de teatro, 6(15)p. 3-14.
Pellettieri, O. ed. (2006) Teatro del pueblo, una utopía realizada. Buenos Aires, Galerna, 2006.
Pellettieri, O. ed. (2000) Roberto Arlt; dramaturgia y teatro independiente. Buenos Aires, Galerna, 2000.
Prieto, A. (1963) La fantasía y lo fantástico en Roberto Arlt. EN: Boletín de literaturas hispánicas, n.5, p.5-18.
Rela, W. (1980) Argumentos renovadores de Roberto Arlt en el teatro argentino moderno. EN: Latinamerican Theatre Review, 13(2)p. 65-71.
Russi, D. (1990) Metatheatre: Roberto Arlt's vehicle toward the public's awarness of an art form. EN: Latinamerican Theatre Review, 24(1), p. 65-75.
Sagaseta, E. - Schinin, A. (1993) ed. Trescientos millones. EN: Un acercamiento al proceso creador en el teatro; cómo lo hacemos, ciclo 1992. Buenos Aires, TMGSM.
Sillato de Gómez, M. (1989) Lo carnavalesco es Saverio el cruel. EN: Latinamreican Theatre Review, 22(2), p. 101-109.
Troiano, J. (1978) Cervantinism in two plays by Roberto Arlt. EN: American Hispanist, 4(29),p. 20-22.
Troiano, J. (1976) The grotesque tradition and the interplay of fantasy and reality in the plays of Roberto Arlt. EN: Latinamerican Literary Review, v.4, p.7-14.
Troiano, J. (1974) Pirandellism in the theatre of Roberto Arlt. EN: Latinamerican Theatre Review, 8(1),p. 37-44.
Troaino, J. (1979) Social criticism and the fantastic in Roberto Arlt's La fiesta del hierro. EN: Latinamerican Theatre Review, 13(1), p.39-45.

Una crítica
En Megáfono, n.º 9 (1931), revista dirigida por Sigfrido Radaselli, Edwin Rubens y Víctor Max Wullich, hay un comentario sobre Los lanzallamas, de Roberto Arlt, firmado por un tal Lisandro Alonso:
Curiosa es la posición que dentro del mundillo literario que ocupa Roberto Arlt nos permitimos hablar así porque no somos señores enfáticos, sino simples lectores que hemos adquirido su libro en una esquina un poco de voluntad propia y otro poco acaso por inercia. Sus apresuradas notas diarias en El Mundo le han dado una popularidad de la cual él se jacta pero que por sí misma no tienen nada envidiable, sin duda. De allí ese prejuicio con que cortamos el año pasado los primeros pliegos de Los siete locos creyendo encontrar una serie anodina de «aguas fuertes [sic, por aguafuertes] porteñas», donde solo había un libro desconcertante, muy superior a ellas, con todos sus infinitos defectos, muy superior a ellas, porque servía para revelar en Arlt algo que las notas no deja de ver nunca.





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