Tuesday, January 22, 2008

JULIA ELENA RIAL



MORIR CON LOS ZAPATOS PUESTOS


JULIA ELENA RIAL



El sentido de querer más vida le nublaba los ojos y le producía taquicardia. Miró a ambos lados de la calle, ¡ni un alma! Era lo mismo cada noche al salir de la facultad. Las sombras nocturnas perturbaban su tranquilidad, semejaban a un quinqué que sólo se encendía para llenar de fantasmas las siete cuadras que caminaba desde el trabajo hasta su casa. Había aprendido a sentirse acompañada con las luces de otros que también se acostaban tarde. Ella evadía lo circundante y se refugiaba en lo que llamaba “el camino del costado”, un relajamiento que la tornaba al paisaje de la infancia, a la tierra de sus padres, a las anécdotas de El Pirry, cuya palabra invocaba para pensar cuántas veces los personajes de sus cuentos morían de sustos prefabricados.

Ese día no le parecía como todos, el ambiente escamoteaba el color de lo superfluo, el aire se sentía espinoso e incómodo. Empezó a caminar apurada hasta que oyó unos pasos junto a su espalda. La tensión la hizo correr. Quería vislumbrar ya las ventanas de su apartamento, pero éste se transformó en un móvil distante, en un espejismo. Un hombre provisto de un paraguas cruzó la calle y se le acercó a la vez que le decía:

—No tema, señorita, no corra, yo la puedo acompañar.

¿Qué sería peor, aceptar o seguir sola? Mientras pensaba, el hombre emparejó su paso con el de ella y no le quedó más remedio que seguir nerviosa a su lado.

—Relájese, todavía no he cometido el primer crimen —le dijo sonriendo—. ¿Vive lejos?

Ella titubeó. —No, sólo a siete cuadras. Las camino todas las noches, estoy acostumbrada. Me gusta contemplar el cielo entubado, ver como la noche se sintetiza en un pedazo de calle donde nada sobra.

Mientras miraba asustada las marchitas luces de los postes trató de seguir hablando, las palabras le salían pesadas, densas. Ella que le daba vida a las frases más simples, que entusiasmaba a su auditorio del taller de narrativa con expresiones familiares en armonía con las literarias, que representaba el mundo de las novelas como si fueran imágenes vivas, poniendo en juego su magnífico don verbal, no encontraba ahora las palabras mágicas. Sus cuentos fantásticos se transformaban esa noche en cuentos de terror. Ser escritora y andar sola de noche significaba poner dos veces la cabeza en la misma guillotina.

Le hubiera gustado parafrasear esos temores que no estaban creados por su imaginación sino por ese exiguo instante de oscuridad, junto a un desconocido, en una ciudad de crímenes diarios. ¿Acaso el hombre no se daba cuenta de que era un incómodo huésped? Él la miraba esperando, tal vez, un guiño de complicidad, aprovechando las múltiples oportunidades que ofrece el juego nocturno. Tanto podía tratarse de un Hades, raptor de inocentes, como de uno de esos ogros compasivos que sólo existen en los cuentos de Andersen.

Lo miró de reojo, su cara era una sombra poco perfilada. El cuerpo informe bajo una ancha chaqueta de “blu yins” A pesar de su falta de prejuicios el primer paso que imaginó fue el de la apariencia, es la mejor fábula para el que la contempla.

Mientras elucubraba qué decirle para descubrir sus intenciones el hombre inició una conversación sugestiva y atemorizante.

—Hoy en día es peligroso andar sola de noche, más aun a esta hora —miró el reloj—; ya son las once.

Quedó callada. Su compañero lograba asustarla, a pesar de la voz pausada y tranquila. ¿Sería una voz fingida? Quién sabe qué se ocultaba bajo esa costra de espesa y sedada apariencia. Distraída con sus pensamientos tropezó con unas baldosas sueltas, aunque conocía de memoria sus huecos. Él la tomó del brazo, se le soltó de un sacudón. Por fin llegaban a la panadería; se alegró al ver las tazas puestas a secar y las últimas arepas recalentadas, bajo un retrato del Gato Galárraga que había sustituido en escalas sucesivas al de los presidentes del siglo XX. Casi seguro que el béisbol le evitaba al panadero confrontaciones políticas entre sus habituales clientes.

Se sorprendió cuando su acompañante le dijo:

—Disculpe, sólo quiero ayudarla. Usted sabe, la ciudad es un regazo salvaje que permite a sus hijos arañarse a cada rato. Muchos gozan y otros padecen. Le aconsejo que siempre mire a lo lejos para dominar el espacio y también cerca para ver a quien tiene a su lado.

La conversación estaba tomando un giro distinto. Pura retórica, pensó, ese hombre sabía codificar la simulación, sin duda era un representante nato de este principio de siglo. El simple sonido de sus palabras le hería la atención, no lograba cautivarla a pesar de que él apelaba a su entendimiento, no sabía graduar el ritmo ni la seducción del tono. Después de esta noche interminable se prometió a sí misma disfrutar el elixir de la rememoración, desde luego sin magulladuras literarias.

Debía estar alerta, no le convenía contravenir las aparentes reglas del juego, podía ser fatal desviar su atención del tipo que tenía a su lado. Poco a poco iba perdiendo la capacidad analítica, sus pensamientos soslayaban la situación inmediata. ¿Y si el hombre pretendía acompañarla para robarle? ¡Cómo no se le había ocurrido, era día de quincena! Esto sucedería en el mejor de los casos. Recuperó el espacio callejero al oír una voz que le decía: —¿Con quién vive? ¿Tiene parientes aquí? —Con mis padres y varios hermanos —mintió sin remordimiento—. Y usted, ¿vive con su familia?

Tenía que retrucarle, el miedo aún no le había hecho perder del todo la agilidad mental. Contuvo la respiración para oírlo murmurar: —Vivo solo pero tengo parientes en las afueras de la ciudad.

Dos soledades imaginó ella, cada una distinta y única. —La mía es todavía una mochila vacía, no tiene historia, pero sí la “hormona psíquica” de la imaginación de la que tanto hablaba Ortega —un morral abarrotado de ficciones que inflamaban su pasión latinoamericana.

La sacó de su oración narrativa una luciérnaga que, desde un árbol, prendía y apagaba su faro amoroso. Trató de llamar la atención de su acompañante. —Mire el luminoso coleóptero, igual que los humanos, disfruta de una luz efímera. Sólo que en nosotros muchas veces lo fugaz es por lo inesperado que interrumpe el goce de la vida.

El hombre la miró extrañado por sus palabras tan sugerentes. Le levantó la voz.

—Por favor señorita, no se apure, ya vamos a llegar. El apresuramiento lleva por mal camino. Mire este negocio. ¡Hay que ver cómo cambia de nombre a cada rato! Hace unos meses se llamaba “El Pabellón de la Arepa”, ahora “La Covacha de la Arepa”, sin duda que las palabras indican una definición cultural.

Pasaron junto a una vidriera iluminada, por primera vez pudo ver bien a su compañero: piel mate, ojos diáfanos, algo desgarbado. Aprovechó para echar un vistazo a la izquierda, más allá de su pareja no había nadie. Se palpó el cuerpo con un ademán de nerviosismo. De pronto recordó que esa mañana, en medio del apuro, no se había cambiado la ropa interior.

¡Qué vergüenza si la recogían herida o muerta y la desvestían para hacerle el reconocimiento médico! Se miró los mocasines vino tinto, los había comprado ayer. Imaginó el sortilegio de “los zapatos rojos danzantes”, los de ella no bailaban, pero ¿seguirían caminando? ¿La dejaría el hombre morir con los zapatos puestos? En todo caso al recogerla cualquiera se daría cuenta de que las suelas aún no habían perdido el barniz que lucen cuando están nuevas. Si la encontraban muerta, por lo menos quería salvar esa dignidad que entrelaza el vestido con el alma ausente del cuerpo.

Se miró el cuerpo, ¡qué ironía! Vestía de amarillo, como el luto oriental. Era su color preferido. Si el hombre la mataba moriría con la solemnidad de un mandarín chino. Miró el cielo en busca de un pájaro que con su canto detuviera la mano asesina. No, eso no pasaría, ya no hay pájaros en una ciudad tan contaminada. ¡Qué lejanos le parecían los ruiseñores de sus escritores favoritos!

Luego de la pesadilla imperial se imaginó tendida en una camilla de la morgue, frente a un saqueo de su “look”. Se repartirían el cinturón de cabretilla, la blusa de algodón y por fin, con dos dedos, tocarían los mocasines. —Son de cuero —dirían discretamente para no ser oídos, se los arrancarían sin consideración. Y ella ahí acostada, sin poder hacer nada. El contacto con el brazo del compañero la trajo a la realidad. Había empezado a contar de retro, estaba por llegar y apenas le quedaba su letra inicial: A. Extraña coincidencia, su prima Alicia y ella Alida, no quería pensar en finales parecidos.

De pronto sintió un golpeteo en la espalda. —Usted sabe, he visto morir a personas poseídas por el miedo, relájese, la noche arropa pero no es mortaja —dijo remarcando el pronombre de un nombre que no le interesaba averiguar.

Le faltaban dos cuadras y se sentía aterrada por tener que morir tan joven y con tantos proyectos por realizar. Se apoyó contra su acompañante. ¡Qué absurdo buscar protección en el enemigo!

Ella nunca había dejado de ser un poco niña, veía el mundo en “cosmocolor”, solía tomar la vida en juego, por eso se entretuvo imaginando que las negras ventanas y las puntiagudas aristas de los edificios cobijaban a los personajes del castillo de Kronborg, pero allí no estaban ellos para protegerla, ni Holger, el viejo guerrero de piedra que desde las sagas impartía justicia. Si lograba salir con vida escribiría un cuento con este mundo de signos oscuros que, a pesar de ser cotidianos, no envolvían su intimidad.

Trató de decir algo para romper el incisivo silencio. Tal vez el hombre estaba maquinando los sucesos futuros.

Quiso hablar, al abrir la boca las letras se le confundían con los significados, las palabras chocaban atoradas unas contra otras y volvían a caer en un abismo de temores. Sentía una fuerte opresión en el pecho, ¡no era posible que vida y recuerdos se fueran a acabar porque un sádico iba a matarla! Sólo un sádico podía acompañarla siete cuadras hacia la muerte. Retomó la conversación a pesar de tener la garganta seca. La dicción le salió confusa al preguntar: —¿Qué hace usted a estas horas de la noche? —Voy a mi trabajo, soy reportero nocturno. Busco noticias y redactó artículos para un matutino, también coordino el tele crimen.

—¡Mentira! —se dijo—, si así fuera no perdería el tiempo conmigo.

El miedo iba en aumento. Trato de pensar en algo agradable. Recordó haber leído que la muerte es sólo el último dolor. Eso bastaba para destruir sus sueños cotidianos. Ella no había inventado ese mundo de mortandad, ni su problema provenía de conflictos interiores no resueltos. Era mucho más grave, se trataba de un desconocido que iba a matarla con premeditación y alevosía. Lo peor del caso es que no sabía cómo hacerle frente al riesgo, a pesar de vivir en un lugar y una época drapeados por peligros y muertes.

¿Qué hacía cada noche sino morir un poco en ese recorrido de siete cuadras? Probablemente no sería la única, había muchos en la ciudad que no morirían en la cama. Ya, basta de torturarse, ¿y si en realidad se trataba de un periodista que quería ayudarla? Lo imaginó afín con su pensamiento, seguramente leería no con la curiosidad de mero lector sino componiendo los rostros que describían las palabras. Cerró los ojos e imaginó la página roja, se transformaba en imágenes detrás de sus párpados. Se avergonzó al darse cuenta de que el dolor de otros no llegaba a conmoverla tanto como este que estaba alterando su rutina diaria.

Miró de reojo a su vecino, los zapatos gastados, caducos. El bolsillo derecho abultado, debía esconder algo que tanteaba de vez en cuando. Bastaba un simple cuchillo bien afilado. Un escalofrío le invadió el cuerpo. Pasaron junto a un rincón oscuro; la noche renueva su vida en las sombras o besa a los que parten para no volver nunca más. Le flaquearon las piernas, el miedo se asemejaba a un maleficio inevitable.

Si pudiera correr, huir hacia algún sitio donde una muchedumbre la protegiera. Su corazón de veintiocho años latía intermitente, una cuadra y llegaría, aun así no podía esconder el pánico. Percibió una voz lejana: —No me escucha, ¿en qué está pensando? Creo que llegamos.

Lo miró asombrada, él sabía cuál era su apartamento. Sí, seguramente la venía observando desde tiempo atrás, la vigilaba y hoy decidió matarla. El hombre esperaba tranquilo con la mano en el bolsillo mientras ella hurgaba nerviosa el pequeño bolso. Tanteó un lápiz labial y el bolígrafo descartable. Se ensució los dedos con la tiza antialérgica, allí estaba el “blush” y el sobre con la quincena, ¡una miseria! Por fin encontró la llave, trató de meterla en la cerradura, una vuelta era suficiente para que al espacio oscuro de la calle le sucediera el iluminado del vestíbulo; otros días abría la puerta en un santiamén, ahora no acertaba, la mano le temblaba demasiado. El hombre se dio cuenta y le reclamó: —Vamos señorita, déme —le quitó la llave—, yo le abro.

El desconocido creaba la urgencia que sus deseos le imponían; parecía contrariado por la intromisión de ella en su realidad o tal vez en el juego de sus sueños nocturnos. Mientras él abría los hierros, el terror la llevó a incrustarse la yema del pulgar en la uña del dedo del corazón, el noble músculo acusó el agravio y al instante se contrajo en un movimiento involuntario.

Mientras tanto el cielo se tornaba tormentoso y a ella se le acababa el tiempo de jugar con la realidad. Se sintió paralizada, tanto que no percibió las gruesas gotas que caían en el umbral. Disfrutaba el todavía existir cuando el filo de una hoja de periódico, arrastrada por el viento, le veló la cara; al instante cayó de espaldas sobre el granito del portal. Todos los sonidos cesaron de golpe.

Rómulo la miró incrédulo. Sintió que los perfiles de los edificios lo envolvían y asfixiaban. La sacudió, le palpó la carótida, nada, estaba muerta. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre. Recogió un zapato que se le había salido y se lo volvió a poner.

Julia Elena Rial
Escritora y docente argentina (Tandil, provincia de Buenos Aires). Reside en Maracay, Aragua (Venezuela). Profesora de castellano y literatura en el Instituto del Profesorado de Buenos Aires. Estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires e historia de las ideas latinoamericanas en la Universidad de Chile. Se especializó en literatura latinoamericana en la Universidad de Chile y cursó la maestría en literatura latinoamericana en la Universidad Pedagógica de Maracay. Ha publicado el cuento "La fábula rota" y los ensayos El esperpento en Tirano Banderas de Valle Inclán, La poesía social de José Martí, Las masacres: ortodoxia histórica, heterodoxia literaria (premio de ensayo Miguel Ramón Utrera 1998) y Constelaciones del petróleo (2002). En publicación Memoria e identidad en José León Tapia y el ensayo Identidad, memoria y olvido (mención de honor en el premio de ensayo Augusto Padrón 2005). Colaboradora de la revista brasileña Hispanista. Jurado del premio de ensayo Augusto Padrón 2001 y del premio de ensayo Marita King 2005. Dicta talleres sobre narrativa del petróleo y ensayo en Maracay desde 2002.


1 comment:

Ricardo Juan Benítez said...

Julia Elena, es un auténtico lujo contar contigo en estas páginas.