Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda
demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado,
me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia
de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente
como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde
hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador
de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único
estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí
bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el
extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros
y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que
decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada
más.
Pero luego, un día, hace varios
años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con
la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de
una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo
ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una
persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros
y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que
había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un
confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo
dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no
parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como
mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin
ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e
idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco
minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se
había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton
exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de
exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil
fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías
estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre,
con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y
empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera
impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había
visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un
curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los
mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las
páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía
sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo
llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió
y me dijo:
- Vas demasiado deprisa. Nunca
lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si
no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me
obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en
los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el
ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude
detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los
diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa
tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los
domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en
segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el
mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo
de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a
conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una
mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos
indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si
pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me
di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el
tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y
deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para
sí Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con
gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a
recitar un verso de Shakespeare.
- Mañana y mañana y mañana -
murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía
exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil
fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces,
pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y
empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía
estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma
semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si
querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi
primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y
al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el
teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la
Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días
desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros
del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían
desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de
hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran
otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del
mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie
proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una
contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como
tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves
salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y
allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo
estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones
sobre él.
- ¿Un cuento de Navidad? - dijo
él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo
mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo
que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante
angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos
equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo,
pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
- Fue en el verano del setenta
y dos - dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un
ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de
periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del
impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al
principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé
a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás
del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le
perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y
como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No
había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro
fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un
pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui
capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una
de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra
estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con
una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era
drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué
importaban un par de libros de bolsillo? Así que me quedé con la cartera. De
vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra
vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro
sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa,
pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así
que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y
entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso
qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo
y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum
Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí
varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y
recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un
poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene
hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo
contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
- ¿Eres tú, Robert? - dice la
vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta
años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
- Sabía que vendrías, Robert -
dice -. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si
estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para
pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que
pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de
mi boca.
- Está bien, abuela Ethel -
dije.- He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo
hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo
sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de
la puerta y yo la abrazaba a ella. No llegué a decirle que era su nieto. No
exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba
intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar,
sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo
no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar
la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y
puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la
corriente.
Así que entramos en el apartamento
y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero
¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la
casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había
encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de
casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
- Eso es estupendo, Robert -
decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo, .siempre supe que las cosas te
saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a
tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una
tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de
verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase
de cosas.
Ethel tenía un par de botellas
de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar
una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un
poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el
cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis,
así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue
entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que
hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una
verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y,
apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete
cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas,
mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un
sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y
ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el
cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme
a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos
minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su
butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y
ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía
lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una
nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del
apartamento. Y ése es el final de la historia.
- ¿Volviste alguna vez? - le
pregunté.
- Una sola - contestó. Unos
tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que
ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero
la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el
apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
- Probablemente había muerto.
- Sí, probablemente.
- Lo cual quiere decir que pasó
su última Navidad contigo.
- Supongo que sí. Nunca se me
había ocurrido pensarlo.
- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.
- Le mentí y luego le robé. No
veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
- La hiciste feliz y además la
cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su
verdadero propietario.
- Todo por el arte, ¿eh, Paul?
- Yo no diría eso. Pero por lo
menos le has dado un buen uso a la cámara.
- Y ahora tienes un cuento de
Navidad, ¿no?
- Sí - dije -. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un
momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su
cara.
Yo no podía estar seguro, pero
la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del
resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se
había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había
quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había
embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se
la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
- Eres un as, Auggie - dije.
- Gracias por ayudarme.
- Siempre que quieras -
contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes
compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
- Supongo que estoy en deuda
contigo.
- No, no. Simplemente escríbela
como yo te la he contado y no me deberás nada.
- Excepto el almuerzo.
- Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie
con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
SMOKE (1995, Wayne Wang/Paul Auster)
[Este
relato de Paul Auster apareció publicado por primera vez el 25 de diciembre de
1990, en el NY Times. Los
que hayan visto la película Smoke y/o Blue in the face, (Cigarros y Humos
del vecino) codirigido por el escritor, reconocerán algunos detalles. A
disfrutarlo]
Paul Auster (Newark, Estados Unidos, 3 de
febrero de 1947) es un escritor, guionista y director de cine estadounidense.
En su obra hay absurdismo, existencialismo, literatura policiaca y la búsqueda
de un significado y de una identidad personal. Entre sus libros más conocidos
se encuentran La
trilogía de Nueva York de 1987, Moon Palace de
1989, La
música del azar de 1990, El libro de las
ilusiones de 2002 y Brooklyn Follies de
2005. Sus textos han sido traducidos a más de cuarenta lenguas. Fue nombrado Caballero de la Orden
de las Artes y las Letras de Francia en 1992 y recibió el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras en 2006.
Biografía
Auster nació en Newark (Nueva Jersey), en
una familia judía de clase media de ascendencia polaca, sus padres eran Queenie
y Samuel Auster.
Su contacto con los libros es temprano,
gracias a la biblioteca de un tío suyo, traductor. Empezó a escribir a los 12
años, antes incluso de descubrir el béisbol, que suele aparecer como temática
en sus novelas. Entre 1965 y 1967, estudió literatura francesa, italiana e
inglesa en la Universidad de Columbia de Nueva York. Comenzó a traducir autores
franceses como Jacques Dupin y Andre du Bouchet. Como parte de su trabajo,
viajó a París, adonde regresó en 1967 para evitar ir a la Guerra de Vietnam.
Intentó trabajar en el cine, aunque suspendió el examen de ingreso al IDHEC.
Escribió guiones para películas mudas que nunca se rodaron, pero que fueron
plasmadas posteriormente en El libro de las
ilusiones. En su juventud tradujo poesía francesa y escribió sus propios
versos.
Durante los diez años siguientes, escribió
artículos para revistas y empezó las primeras versiones de El país de las
últimas cosas y de El palacio de la luna,
semibiográfica. Trabajó en un petrolero y volvió a Francia donde permaneció
durante tres años (1971-1974) gracias a sus traducciones de Mallarmé, Sartre o
Simenon. Hizo una importante entrevista a Edmond Jabès (Pista de despegue).
También escribió poesías y obras de teatro de un acto.
En 1976, escribió su primera novela, Squeeze Play (traducida
como Jugada de presión), bajo el pseudónimo de Paul Benjamin, una suerte de
novela negra al estilo clásico de Raymond Chandler y Dashiell Hammett con la
que obtuvo escaso éxito editorial. Poco tiempo después de divorciarse de la
escritora Lydia Davis, la muerte de su padre le proporcionó una pequeña
herencia que lo sacó de apuros y lo inspiró para escribir La invención de la
soledad.
En los años siguientes, conoció a la
novelista Siri Hustvedt, con quien contrajo matrimonio en 1981. Entre 1986 (año
en que salió a la luz Ciudad de cristal)
y 1994 (Mr Vértigo), publicó novelas mayores como El palacio de la
luna y Leviatán. Obtuvo
el Premio Médicis en 1993 por esta novela. En 1995, escribió y codirigió con el
director Wayne Wang las películas independientes Smoke y Blue in the Face,
a partir de su relato El cuento de Auggie
Wren. Posteriormente, escribió y dirigió en solitario Lulu on the Bridge (1998).
Regresó a la novela con Tombuctú (1999), El libro de las
ilusiones (2002), La noche del oráculo (2004)
y Brooklyn
Follies (2005). En 2006 recibió el Premio Príncipe de
Asturias de las Letras y ese mismo año publicó Viajes por el
Scriptorium y comenzó la que sería su segunda película como director, The Inner Life of
Martin Frost. En 2008 lanza otra novela: Un hombre en la
oscuridad. Su obra ha sido sistemáticamente traducida al español.
Con su primera esposa tuvo un hijo, Daniel, y con su segunda, la
escritora Siri Hustvedt, una hija, la actriz Sophie Auster.
Auster es un defensor de las libertades y
se niega a visitar países "que no tienen leyes democráticas". Ha
rehusado visitar China y rechazó —en protesta por el más de centenar de
periodistas y escritores que habían sido encarcelados— la invitación que le
hicieron en Turquía con motivo de la publicación allí de Diario de invierno.
Encabeza en los Estados Unidos el grupo de escritores opositores al gobierno de
Donald Trump, también se ha visto con profunda preocupación por la situación de
la libertad de expresión en Argentina en 2018, tras la denuncia de persecución
a medios que no concuerdan con el gobierno de Mauricio Macri, que lanzó Reporteros sin
Fronteras.
Su obra
Paul Auster es, por excelencia, el
escritor del azar y de la contingencia; como no cree en la causalidad, persigue
en lo cotidiano las bifurcaciones surgidas por errores o acontecimientos
aparentemente anodinos. Esto sucede en La trilogía de Nueva
York, en La
música del azar, y sobre todo en Leviatán, en su
excepcional escena central. Su estilo es aparentemente sencillo, gracias a su
trabajo y conocimiento de la poesía, pero esconde una compleja arquitectura
narrativa, compuesta de digresiones, de metaficción, de historias en la
historia y de espejismos (El cuento de Auggie Wren). También describe
existencialmente la pérdida, la desposesión, el apego al dinero, el vagabundeo
(en El
palacio de la luna, cuyo personaje central se llama Marco Stanley Fogg, en
una especie de unión de estos tres grandes viajeros). También se cuestiona la
identidad, en especial en la La trilogía de Nueva
York en la que uno de sus personajes (que no es el narrador) se llama
como él; en Leviatán,
en la que el narrador tiene sus iniciales (Peter Aaron) y conoce a una mujer
llamada Iris (anagrama de su esposa Siri); o en La noche del oráculo,
donde un personaje se llama Trause (anagrama de Auster). La enfermedad, el mimo
en la descripción de los objetos de papelería, la metaliteratura son señas de
identidad recurrentes que se dan en su obra. Ha sido criticado en diversas
ocasiones por su abuso del azar en su obra de lo que se defendió en las
entrevistas contenidas en el libro Dossier Paul Auster,
editado por Anagrama.
Influencias
En sus inicios, a Auster lo influyeron
varios autores, de los que él mismo ha dicho: "Kafka y
Beckett. Ambos tuvieron un gran impacto sobre mí. La influencia de Beckett fue
tan fuerte que casi no pude salir de ella. Entre los poetas me sentía muy
atraído por la poesía contemporánea francesa y por los objetivistas
estadounidenses, particularmente George Oppen, que se convirtió en mi amigo;
también el poeta alemán Paul Celan, que en mi opinión es el mejor poeta de la
postguerra en cualquier idioma. De los poetas clásicos, estaban Hölderlin y
Leopardi, los ensayos de Montaigne y Don Quijote, de Cervantes, que sigue
siendo una gran fuente de inspiración para mí". Es de destacar en
estos últimos años el influjo que le ha producido la literatura de Enrique
Vila-Matas.
Paul Auster y el cine
Tras filmar Smoke (1995)
y Blue in the
face con su amigo Wayne Wang y dirigir en solitario Lulú on the bridge (1998),
rodó La vida
interior de Martin Frost (2007), en la que actúa su hija Sophia. Ha
escrito los guiones de estas cuatro películas, así como el de The Music of Chance,
basada en su novela homónima (La música del azar). En este filme, desempeñó el
papel de chófer.
Galardones
Premio Morton Dauwen Zabel 1990 (Academia Estadounidense de las
Artes y las Letras)
Premio Médicis 1993 (Francia) a la mejor novela de un autor
extranjero por Leviatán
Independent Spirit Award 1995 al mejor guion original por Smoke
Premio Literario Arzobispo Juan de San Clemente 2000 (Santiago de
Compostela) por Tombuctú
Caballero de la Orden de las Artes y las Letras (Francia, 1992)
Premio del Gremio de Libreros de Madrid 2003 al mejor libro del
año por El libro de las ilusiones
Premio Qué Leer 2005 que otorgan los lectores de esta revista por
La noche del oráculo
Premio Príncipe de Asturias de las Letras 20067
Premio Leteo 2009 (León)
Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de General San
Martín 20148
Obras
Novela
Jugada de presión (Squeeze Play, 1982, con el seudónimo de Paul
Benjamin), trad. de Benito Gómez Ibáñez, publicado por Anagrama, 2006
La trilogía de Nueva York (The New York Trilogy), Júcar, 1991,
Anagrama, 1996 y Booket, 2012. Incluye las siguientes 3 obras ya publicadas
anteriormente:
Ciudad de cristal (City of Glass, 1985), trad. de Ramón de España,
Júcar, 1988, y trad. de Maribel de Juan, Anagrama, 1996
Fantasmas (Ghosts, 1986), trad. de Jorge de Lorbar, Júcar, 1988 y
trad. de Maribel de Juan, Anagrama, 1996
La habitación cerrada (The Locked Room, 1986), trad. de Agustín
Gil Lasierra, Júcar, 1988 y trad. de Maribel de Juan, Anagrama, 1996
El país de las últimas cosas (In the Country of Last Things,
1987), trad. de María Eugenia Ciocchini, Edhasa, 1989 y Anagrama, 1994
El palacio de la luna (Moon Palace, 1989), trad. de Maribel de
Juan, Anagrama, 1991
La música del azar (The Music of Chance, 1990), trad. de Maribel
de Juan, Anagrama, 1997
Leviatán (Leviathan, 1992), trad. de Maribel de Juan, Anagrama,
1997
Mr. Vértigo (Mr. Vertigo, 1994), trad. de Maribel de Juan,
Anagrama, 1995
Tombuctú (Timbuktu, 1999), trad. de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama,
2000
El libro de las ilusiones (The Book of Illusions, 2002), trad. de
Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 2003
La noche del oráculo (Oracle Night, 2003), trad. de Benito Gómez
Ibáñez, Anagrama, 2004
Brooklyn Follies (The Brooklyn
Follies, 2005), trad. de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 2006
Viajes por el Scriptorium (Travels in the Scriptorium, 2006),
trad. de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 2007
Un hombre en la oscuridad (Man in the Dark, 2008), trad. de Benito
Gómez Ibáñez, Anagrama 2008
Invisible (Invisible, 2009), trad. de Benito Gómez Ibáñez,
Anagrama, 2009
Sunset Park (Sunset Park, 2010),
trad. de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 2010
4 3 2 1 (4 3 2 1, 2017), trad. de Benito Gómez Ibáñez, Seix
Barral, 2017
Novelas autobiográficas (memorias)
La invención de la soledad (The Invention of Solitude, 1982),
trad. de María Eugenia Ciocchini, Edhasa, 1990 y Anagrama, 1994
A salto de mata; crónica de un fracaso precoz (Hand to Mouth,
1997), trad. de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 1998
Diario de invierno (Winter Journal, 2012), trad. de Benito Gómez
Ibáñez, Anagrama, 2012
Informe del interior (Report From the Interior, 2013), trad. de
Benito Gómez Ibáñez, Anagrama, 2013
Relatos
El cuento de Navidad de Auggie Wren (Auggie Wren's Christmas
Story, 1990), trad. de Ana Nuño López, Lumen, 2003
El cuaderno rojo (The Red Notebook, Granta, 1993 y 1994), trad. de
Justo Navarro, Anagrama, 1994.
Poesía
Desapariciones: poemas (1970-1979) (Disappearances: Selected
Poems, 1988), trad. de Jordi Doce, Pre-Textos, 1996
Pista de despegue: selección de poemas y ensayos (1970-1979)
(Ground Work: Selected Poems and Essays 1970-1979, 1991). Incluye El diablo por
el rabo, trad. de Jordi Doce y María Eugenia Ciocchini, Anagrama, 1998
Poesía completa (Collected Poems, 2007), editorial Seix Barral,
2012
Guiones y adaptaciones cinematográficas
La música del azar (The Music of Chance, 1993). Guion (junto a
Belinda y Philip Haas).
Smoke (Smoke, 1995). Guion y codirección. / Guion traducido por
Maribel de Juan, Anagrama, 1999
Blue in the Face (Blue in the Face,
1995). Guion y
co-dirección. / Guion traducido por Maribel de Juan y publicado por Anagrama en
1999.
Lulu on the Bridge (Lulu on the
Bridge, 1998). Guion y
dirección. / Guion traducido por Javier Calzada, Anagrama, 1998
The Center of the World (The Center
of the World, 2001). Coguionista.
Fluxus (Fluxus, 2004). Historia original.
El cuaderno rojo (Le Carnet Rouge, 2004). Adaptación de su relato
corto.
La vida interior de Martin Frost
(The Inner Life of Martin Frost, 2007). Guion, dirección y producción. / Guion traducido por Benito
Gómez Ibáñez, Anagrama 2007
Teatro
Escondite (2000)
Laurel y Hardy van al cielo (Laurel and Hardy Go To Heaven, 2000)
Miscelánea
El arte del hambre (The Art of Hunger, 1992), ensayos, trad. de
María Eugenia Ciocchini, Edhasa, 1992
¿Para qué escribir? (1996), ensayo
Dossier Paul Auster. La soledad del laberinto (biografía de Gérard
de Cortanze, 1996), trad. de Mónica Martín Berdagué, Anagrama, 1996
Experimentos con la verdad (2001, reflexiones sobre el arte de
escribir), trad. de Damián Alou, Justo Navarro y María Eugenia Ciocchini,
Anagrama, 2001
La historia de mi máquina de escribir (The Story of My Typewriter,
2002, con ilustraciones de Sam Messer), trad. de Benito Gómez Ibáñez, Anagrama,
2002
Creía que mi padre era Dios: relatos verídicos de la vida
americana, trad. de Cecilia Ceriani, Anagrama, 2002
Parte de accidente: 8 ilustradores traducen a Auster (The
Accidental Rebel, 2003), trad. de Raúl Allén, Rafael Saravia y Jordi Doce,
Leteo, 2009. Artículo en The New York Times
Gotham Handbook. Nueva York: instrucciones de uso, trad. de
Bernardo Moreno Carrillo (Errata Naturae, 2010, volumen colectivo El juego del
otro)
Aquí y ahora (Here and Now:
Letters) 2008-2011 (2013) A collection of letters exchanged with J. M. Coetzee,
ed. Literatura Random
House, 2012
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