Monday, November 03, 2008

JEAN-MARIE GUSTAVE LE CLÉZIO

Asesinato de una mosca
 Jean-Marie Gustave Le Clezio


Cuando me acerqué a la mesa, la vi. Era de noche, a eso de las once menos cuarto más o menos. La bombita eléctrica brillaba con fuerza sobre la mesa, y la luz era amarilla, un poco sucia. La miré un momento: a la mosca posada sobre la mesa. Estaba inmóvil justo en el medio de la portada de un número de Time. Estaba instalada sobre el dibujo un poco verde y azul que representaba una cabeza de hombre de perfil. En lo alto de la portada, junto a una faja roja, estaba escrito, en letras blancas,

TIME
The Weekly Magazine

Casi no se la veía, minúscula mancha negra confundida con los colores glaucos del dibujo. Si hubiese habido un poco más de sombra, ahí, sobre el papel ilustración, o si hubiese sido un número de duelo nacional, yo no la habría visto. Unos segundos más tarde se habría volado, habría ido a posarse en el cable de la lámpara, fuera de alcance.

Pero era demasiado tarde. La había visto. Sin hacer ruido, fui a buscar un diario doblado y regresé, esperando que ya no estuviese allí. Pero ahí estaba.

La contemplé un instante, con el diario en la mano, sin moverme. Vi su cuerpo lleno de vida, alas finas y brillantes, la pelusa en su vientre. Miré su cabeza, también, la pequeña bola rojiza que no era otra cosa que un ojo. Sentí la inmensidad de la habitación vacía, a mi alrededor, la habitación de oscuros rincones, de muebles gigantes, de techo pálido, de ventanas grandes como el cielo. Ella vivía aquí conmigo, compartía este camarote en este instante, en esta noche. Había posado en ella sus patas microscópicas, había bebido las diminutas gotas de humedad, y había mojado su trompa delicada en las migas de mermelada caídas en el parqué. Un poco aquí y allá, había puesto sus huevos, en el polvo, contra la muerte.

Sobre la portada del diario, la mosca dio algunos pasos. Caminó hacia la izquierda, primero; después se detuvo y volvió a partir hacia la derecha.

La luz de la bombita eléctrica refulgía sobre sus alas, sobre la portada de papel abigarrado, y sobre el borde de la mesa, intensamente, suciamente.

El mundo era plano y silencioso, y la mosca estaba posada en ese sitio. Era como si hubiese estado allí desde hacía años, en esa habitación, delante de mí, en esa hora precisa y calma. Nunca nacida, de nunca acabar.

Luego sentí que alzaría vuelo. La amenaza y la ira se volvieron tan fuertes, tan espesas, de repente, en la habitación, que era imposible que ella no comprendiera.

Y era en mí donde todo se había endurecido tan abominablemente. Era en mi brazo, en mi mano derecha que alzaba lenta, lentamente el arma. Sobrevino entonces como un meteoro de vida y de drama, ahí, ante mis ojos, acantonado en la portada chillona del diario. Un punto negro y doloroso que me veía y me sentía inclinado hacia él. Yo era la montaña repentina, la montaña de carne bruta que ataca y mata.

Di un golpe seco. Luego tomé el diario en el que el grano negruzco con el vientre abierto daba vueltas remando con las patas y las alas desgarradas.

Lo arrojé por la ventana.

La idea de la felicidad es el tipo mismo del malentendido.

¿Por qué la felicidad? ¿Por qué sería preciso que fuésemos felices? ¿De qué se podría nutrir un sentimiento tan general, tan abstracto, y sin embargo tan ligado a la vida cotidiana? Cualquiera sea la idea que uno se haga de ella, la felicidad es simplemente un acuerdo entre el mundo y el hombre; es una encarnación. Una civilización que hace de la felicidad la principal de sus búsquedas está consagrada al fracaso y a las palabras bellas. No hay nada que justifique una felicidad ideal, así como no hay nada que justifique un amor perfecto, absoluto, o un sentimiento de fe total, o un estado de santidad perpetua. Lo absoluto no es realizable: esa mitología no resiste a la lucidez. La única verdad es estar vivo, la única felicidad es saber que uno está vivo.

El absurdo de las generalizaciones, de los mitos y de los sistemas, cualesquiera sean, es la ruptura que suponen con el mundo viviente. Como si ese mundo no fuese suficientemente vasto, suficientemente trágico o cómico, suficientemente insospechado para satisfacer las exigencias de las pasiones y de la inteligencia. Los pobres medios de comunicación del hombre, es preciso además que él los desnaturalice y que haga de ellos fuentes de mentira.

Al engañarse así, ¿a quién quieren engañar? ¿¡Para qué gloria, para qué manual de filosofía o qué diccionario elaboran sus bellas teorías, sus sistemas abstractos y pomposos, que nada encierran, en los que nada es preciso, pero donde todo flota, suprimido, decapitado, en el vacío absoluto de la inteligencia con, de tanto en tanto, las olas nebulosas del conocimiento, de la cultura y de la civilización!?

Hay que resistir para no ser arrastrado. Es tan fácil: uno se procura un maestro de pensar, elegido entre los más insólitos y los menos conocidos. Después uno levanta, uno reedifica el edificio que el cinismo había hecho desplomar, y se sirve de los mismos elementos. La historia del pensamiento humano es, en sus nueve décimas partes, la historia de un vano juego de cubos en el que las piezas no dejan de ir y venir, desgastadas, estropeadas, falseadas, ajustando mal. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuántas vidas inútiles! Cuando, para cada hombre, tal vez la aventura ha de rehacerse enteramente.

Cuando cada minuto, cada segundo que pasa cambia tal vez por completo el rostro de la verdad. Nada, nada está jamás resuelto. En el movimiento vertiginoso del pensamiento, no hay final, no hay comienzo. No hay SOLUCIÓN, porque evidentemente no hay problema. Nada está planteado. El universo no tiene clave; ni razón. Las únicas posibilidades ofrecidas al conocimiento son las de los encadenamientos. Dan al hombre la posibilidad de percibir el universo, no de comprenderlo.

Pero el hombre no querrá aceptar nunca este papel de testigo. Jamás podrá resignarse a los límites. Así que continuará induciendo, para luchar contra la nada a la que cree hostil, contra la vida, contra la muerte de la que ha hecho una enemiga.

Para admitir los límites, le haría falta admitir, brutalmente, que no ha dejado de equivocarse durante siglos de civilización y de sistema, y que la muerte no es otra cosa que el final de su espectáculo. Tendrá que admitir también que la gratuidad es la única ley concebible, y que la acción de su conocimiento no es una libertad sino una participación condicionada.

No tendrá nunca la fuerza para renunciar al poder embriagador de la finalidad. Tal vez adivina confusamente que si renegara de esta energía directriz, mataría al mismo tiempo lo que es en él potencia de vuelo, progresión.

Porque después de todo es aquí donde ocurren las cosas. Si tuviera elección, si tuviera libertad, tendría también la descomposición; al dejar retornar al mundo el espesor opaco de la inmovilidad, de lo inmóvil, de lo inexpresable, se volvería sordo al entendimiento con el mundo. Su inverso está ahora en estado de hipnosis bajo su mirada; pero que baje los ojos un instante, y el caos volverá a caer sobre él y lo engullirá.

Que deje de ser el centro del mundo de los hombres, un día, y los objetos se engordan, las palabras se desmigajan, las mentiras ya no sostienen el edificio que se desploma.

Ilusionista. Ilusionista. Un día tal vez vacilarás entre la desdicha y la muerte. Y elegirás la muerte.

Y espectadores encadenados a sus asientos, que han visto el terrible film desarrollarse ante ellos, que lo han vivido también, cuando llega el momento en que se escribe la palabra “FIN”, ¿por qué no quieren partir, simplemente, sin hacer historias? ¿Por qué permanecen enganchados a sus asientos, desesperadamente, esperando siempre que sobre la pantalla oscurecida vuelva a comenzar otro espectáculo, aun más bello, aun más terrible, y que, esta vez, no terminará jamás?

En nosotros, replegada, luego abierta, a la medida de nuestros cuerpos, sosteniendo cada uno de nuestro pensamientos, siempre despierta en cada fuerza, en cada deseo, como una corriente venida de lo más profundo del espacio desconocido cuyo punto de partida no cesa de huir, adelante, atrás, a nuestro lado, nuestra verdadera ruta, nuestra verdadera fe, la única forma de la esperanza presente en nosotros, con la vida, LA DESDICHA.

Luchamos, nos arrancamos al lodo, nos herimos por algunos segundos infinitos de libertad. Pero está allí. Su abismo está en todas partes. Sus bocas son incontables, abiertas por todos lados, para englutirnos. Adelante, atrás, a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo, el porvenir está petrificado.

Todas las rutas regresan. Todos los caminos conducen al antro que nunca está saciado. Mañana es el día. Ayer es el día. Lejos, largo tiempo, al revés, en el fondo están las ventosas del mal. La única paz está en el silencio y en la detención.

Pero es efímera; no se puede permanecer mucho tiempo inmóvil. Tarde o temprano, hay que dar un paso adelante, o un paso atrás, y el monstruo vacío que esperaba este instante no te deja escapar. Te atrapa, te hace conocer de nuevo el infierno del tiempo, del espacio, de las voluntades hostiles.

La alegría no es duradera; el amor no es duradero; la paz y la confianza en Dios no son duraderas; la única fuerza que dura es la de la desdicha y la duda.

La conciencia y la lucidez no son paisajes claros. Son extensiones siempre cambiantes, llenos del enfrentamiento de la luz y de la sombra, y todo lo que hay allí no existe de una sola manera, sino de cien, mil formas posibles. Nada de lo que es pensado, es decir nada de lo que se encuentra en los límites de los sentidos, escapa a la ley de la duda. Es como si, a partir de cierto nivel de desempeño físico, el espíritu tuviera entera libertad de acción, de enmarañamiento, de análisis, de asociación o de disociación. El tipo primero del pensamiento deductivo, ¿no es el de considerar los “contrarios”?.

Prueba de lo blanco por lo negro, del pensamiento por el ser, de la luz por la noche, de la verdad por la mentira. La prueba suprema, a saber del objeto por el objeto, no existe; o al menos, es sentida como insuficiente por nuestro espíritu racionalista. Escapa al orden. Inquieta. Y los teólogos cristianos no encontraron mejor prueba de la existencia de Dios que el hábil (e inútil) “Y si no es Dios, ¿quién es?”

Es posible que el pensamiento no esté tan alejado de las formas más bajas de la vida. Su ley es tal vez la misma. La vida está en el combate, en el despilfarro de las fuerzas en vista de la suprema inutilidad. Esta grandiosa, esta heroica belleza de la acción vana, yo la percibo también en el espíritu del hombre. Me parece que va, así, de combate interior en combate interior, que no se eleva sino para mejor volver a caer, que se gasta, que se periclita y que muere según el mismo movimiento que su cuerpo. Para nada, siempre para nada. Pero esa nada del alma no es más despreciable que la de las células. De hecho, es la misma nada, la misma ausencia-presencia, el mismo círculo que lo ahoga y lo absuelve. Puesto que el espíritu del hombre no puede ir de infinito en infinito, como él lo sueña, va, absolutamente, sobre sí mismo, enrollándose alrededor del centro invisible hasta agotarse.

Y uno y otro están ligados. El espíritu y la vida son dos formas hermanas salidas del ser que responden a las mismas señales. Así la desdicha está anclada en lo más profundo de nosotros mismos, y la duda, y la errancia. Son las indicaciones continuas, imprecisas, de que estamos EN MARCHA, y de que sobrevivimos.

No hay paz. No puede haber paz, ni para nuestro cuerpo ni para nuestro pensamiento. Y lo sabemos secretamente, desde que se abre para nosotros el campo infinito de las imaginaciones, y desde que nos percatamos de que estamos empeñados en la lucha. Identidad perfecta de nosotros y de nosotros mismos. Identidad que nos sumerge en lo trágico, sin posibilidad de desactivar. Humillante y mágica identidad. Levantamos las murallas de nuestros sistemas, de nuestras bellas frases y de nuestros paraísos imaginarios; habitamos nuestras moradas de ilusión, buscamos el lugar que no se mueve, que no quiere nada, que no conoce el mal. Pero está ahí, lo sabemos: no escaparemos. Jamás seremos vencedores. No encontraremos asilo. No nos queda más que aprender, explorar, reconocer lentamente nuestro dominio del dolor.

Y por encima de todo, un día, tal vez, la inmovilización hecha posible. La tragedia revelada hasta el más mínimo detalle, la vida de un solo golpe presente ante nosotros como una obra.

Cada sombra fijada, cada luz brillando intensamente en su claridad inmutable.

Sí, un día, tal vez, aquello vendrá hacia nosotros, a causa de nosotros mismos, o a causa de otra cosa, y sabremos lo que es la entrada de la felicidad en la desdicha. El inmenso campo de las batallas y de los males será nuestro paisaje iluminado, nuestra fuerza. El caos se retirará repentinamente de todas las cosas, y veremos por fin que, desaparecido éste, todo habrá permanecido semejante.

Nada se ha movido. Los objetos, los duros objetos de los dramas, las aglomeraciones de las dudas y de los deseos insatisfechos, las imágenes trascendentes que no habían alcanzado nada seguro, todo ello habrá cedido el lugar a la paz, a la inmensa bondad.

La claridad estará presente sin interrupción, y las ideas ya no serán armas contra el mundo. Y estaremos allí, armoniosamente en la realidad, en el mismo plano que ella, comunicando, derramados, habitados. Sabremos todo, sin esperanza, sin desesperación, pero tranquilamente, TRANQUILAMENTE.

La vida correrá sin dolor, sin ira, y con ella el espíritu permanecerá fijo en su espectáculo, nunca saciado, sin buscar jamás en otra parte lo que finalmente se ofrece allí ante él. Un panel de montaña calcárea, alzada, fulminante de blancura, y a tal punto yerta, estable, que todos los movimientos y todas las duraciones parecen haber entrado en su superficie abrupta. Éste es el espectáculo que nos espera tal vez uno de estos días. El admirable espectáculo de la materia reunida, que nos guía dulcemente hacia una suerte de sueño exacto. Ya no tendremos nada que esperar. Moraremos en el centro del jeroglífico, en el corazón mismo del enigma, y toda la pregunta se borrará de ella misma. En ese momento, la vanidad será una virtud.




"El archipiélago de los Chagos"por Jean-Marie Gustave Le Clezio.



De: Letras Libres, mayo 2003. traducci ón de Adolfo Castañon



Océano indico. En 1975, la pequeña isla situada a mas de dos mil kilómetros de la isla Mauricio fue vaciada definitivamente de sus habitantes. Jean-Marie Gustave Le Clezio expresa su emoción ante esta deportación orquestada por los británicos y los usamericanos desdeñando los derechos del hombre.

Habrá podido ser el paraíso perdido. Perdido en el Océano indico a más de dos mil kilómetros de la isla Mauricio y de las islas Seychelles, un rosario de islas de coral sembrado bajo los bancos de arena blanca, encerrando lagunas color turquesa, cada isla con una cabellera de cocoteros inclinados bajo la suavidad de los vientos alisios, lejos de cualquier peligro de ciclón. Para los habitantes de esas islas, el lugar fue durante generaciones no el paraíso, sino su tierra, suspendida entre el cielo y el mar. Ahí la vida no era idílica.

En su mayoría descendientes de los esclavos africanos importados a la isla por los franceses en el siglo XVIII, los chagosianos debían trabajar duro en la fábrica de copra solamente recibiendo como salario raciones en víveres y en productos de primera necesidad, viviendo así fuera de todo sistema monetario (lo cual los hacia más vulnerables). Pero por lo demás, podían pescar libremente los peces que abundaban en las lagunas vecinas -como el extraordinario banco de los Chagos de treinta kilómetros de ancho-, cultivar su pedazo de tierra, o criar gallinas o cabras. Dos veces al mes, el barco que comunicaba entre s. las dependencias aledañas de la isla Mauricio trata las noticias del mundo exterior, y los complementos de víveres y mercancías que apenas podían comprar en la tienda de la Compañía.

Esto habría podido durar eternamente, y Chagos habría podido deslizarse suavemente en el nuevo milenio con la gracia despreocupada de las sociedades criollas, e incluso recoger un poco mas de ese maná providencial (...)

Pero la realidad fue muy distinta. Entre 1968 y 1971, las trescientas familias que comprendían más de mil quinientos chagosianos ligados a ese territorio durante generaciones fueron expulsadas sin miramientos, no sólo de la isla llamado Diego García sino también de las islas vecinas, Salomón y Perós Banhos. Ni siquiera fue necesario recurrir a la violencia. Muchos de los isleños que andaban de viaje en Mauricio, como la cantante Chartesie Alexis en 1968 ó Christian Ramdas en 1971, vieron que se les negaba el derecho de regresar a Chagos para recoger sus cosas, y se quedaron en el destierro con sus maletas.

Como habían vivido siempre apartados, los chagosianos carecían de defensa y de representación verdadera. La desaparición de la fábrica de copra, su única fuente de aprovisionamiento, los puso a merced de las autoridades. Al fin de evitar toda crítica, el gobierno inglés recurría a los servicios de lo que podría llamarse una milicia privada para proceder a las expulsiones. Las últimas deportaciones en 1971 fueron particularmente dramáticas. Ancianos, mujeres y niños fueron reunidos y embarcados por la fuerza en el barco Norduaer abandonando todo detrás de ellos, sus casas, sus campos, sus animales de granja y hasta sus perros. Según los testimonios, a quienes intentaban resistir se les oponía la “opción de hobson” (nombre del oficial usamericano encargado de vigilar el embarco): “ Vayanse o muéranse de hambre”.

Las condiciones de instalación en Mauricio no fueron menos dramáticas. El gobierno inglés no mantuvo ninguna de sus promesas, y la situación económica de Mauricio en los años que siguieron la independencia volvió

Particularmente difícil la inmersión de los nuevos emigrantes. Una gran parte de las familias chagosianas encontró refugio en los abrigos anticiclones prestados por el gobierno inglés –eran algo parecido a medios cilindros de hierro cubiertos de zinc, que de día se transformaban en hornos y donde eran evidentes las condiciones de falta de higiene y de promiscuidad. Otras lograron encontrar alojamiento mal que bien en los barrios pobres de Port Louis,en Cassis, en Point aux Sables, en Cite la Core, en Duckers Flat, en Rochebots. No había trabajo. A pesar de la voluntad de los chagosianos de conservar su dignidad, sus condiciones de vida eran las de proscritos sin ni siquiera el status de refugiados políticos viviendo en la miseria. Un informe publicado en 1975 por el Instituto para el desarrollo y el progreso (helene Stophe) hacia aparecer el desenlace de los exilados chagosianos en Mauricio: sobre las 277 familias interrogadas, la mitad reconocía que vivía en alojamientos miserables, con un ingreso de entre diez y veinticinco rupias mensuales (aproximadamente en francos franceses de la época). El único trabajo que se les ofrecía era el de mano de obra en los muelles de Port-Louis. Los niños en su mayoría no estaban escolarizados.

Hoy, treinta años después, con el impacto del exilio, aun si las condiciones de vida han mejorado, el sentimiento de abandono de los chagosianos sigue siendo muy fuerte. Una película reciente, filmada en video por un grupo de mauricianos, (1) deja ver la amargura de esta gente victima de una injusticia tan grande. Sobre su isla nativa, Diego García, la base militar de Estados Unidos se ha instalado perdurablemente (el acuerdo inglés estipulaba una ocupación de cincuenta y cinco años, obviamente renovable). Se han construido depósitos de combustible a lo largo del atolón, poniendo en peligro el equilibrio ecológico. de la pista de vuelo han despegado los bombarderos gigantes hacia misiones en Camboya, Afganistán e Irak.

A pesar de los tratados de desnuclearización del océano Indico, suscritos por Mauricio y por la mayoría de los países vecinos, caben pocas dudas de que tarde o temprano la base de Chagos acogerá misiles con ojivas nucleares. El desarrollo de la actualidad no incita al optimismo...

El gobierno usamericano ha denega do a los exiliados el derecho de ir a poner flores sobre las tumbas de sus familias, con el pretexto de los imperativos de la seguridad en la guerra contra el terrorismo. Ya los ingleses habían negado a la población de las islas participar en la conservación y mantenimiento del cementerio, pues ello habría significado el reconocimiento de sus raíces.

¿Qué queda hoy de ese mundo apacible donde los habitantes de Chagos vivían día a día sabiendo conservar el frágil equilibrio de los atolones?. En un reciente intento de conciliación, Inglaterra ofreció a los chagosianos la nacionalidad británica, lo que les permitiría sin duda ir a Inglaterra a trabajar como mano de obra aunque con ciertas restricciones. Pero ¿puede eso compensar la perdida de la patria?

Como todos los refugiados del mundo, los exiliados de Chagos no han renunciado a la esperanza de regresar algún día a sus islas nativas. Se puede soñar en ese día en que, a pesar de la insolencia inconsciente de las potencias militares y de la mercantilización de los gobiernos, el mundo recobrará su razón y sabrá hacer justicia a los hijos de Chagos.




Jean-Marie Gustave Le Clézio (Niza, Francia, 13 de abril de 1940), normalmente abreviado como J.M.G. Le Clézio, es un escritor franco-mauriciano de origen anglo-bretón, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2008 .Su carrera literaria puede dividirse en dos grandes períodos. En el primero de ellos, de 1963 a 1975, Le Clézio exploró temas como la locura, el lenguaje, la escritura y se dedicó a la experimentación formal, al igual que hicieron otros autores contemporáneos suyos, como Georges Perec y Michel Butor. La imagen pública de Le Clézio era la de un innovador y un rebelde, y recibió elogios de Michel Foucault y Gilles Deleuze.
A su primera novela, la mencionada "Le Procès-verbal" ("El atestado"), siguieron otras dos en las que también realizó una descripción de los tiempos de crisis. Ellas son la colección de relatos "La Fièvre" ("La fiebre") de 1965 y "Le Déluge" ("El diluvio") de 1966, en las que pone de manifiesto los conflictos y el miedo predominantes en las principales ciudades del mundo occidental. En esta etapa también destacó como autor comprometido con la ecología, como demuestran sus obras "Terra amata" de 1967 y "Le Livre des fuites" (El libro de las huidas) de 1969.
El segundo período comenzó a finales de los años 70 en los que el estilo de Le Clézio experimentó un cambio drástico. Abandonó la experimentación y el estado de ánimo de sus novelas se convirtió en menos atormentado, abordando temas como la infancia, la adolescencia o los viajes, con los que logra atraer a un número de lectores más amplio y popular. En 1980 recibió el Premio Paul Morand, y fue el primero en obtener tal galardón, adjudicado por la Academia francesa a su obra "Désert" ("Desierto"). En este relato pone de manifiesto el contraste entre "la grandiosidad de las culturas perdidas del norte de África y la mirada de los inmigrantes indeseados en Europa".
A partir de ese momento, sus obras se centraron en temas relacionados con la cultura amerindia, en la que profundiza a partir de la traducción de obras como "Les Prophéties du Chilam Balam" ("Las profecías de Chilam Balam") o "Le Rêve mexicain ou la pensée interrompue" ("El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido"). La temática de sus obras cambió, centrada en viajes y mundos desconocidos, por lo que obtuvo un gran éxito de ventas.
En 1994, una encuesta realizada por la revista literaria francesa Lire mostraba que el 13 por ciento de los lectores le considerada el mejor escritor vivo en lengua francesa.
El 9 de octubre de 2008 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca lo calificó como "El escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante".

No comments: