El
séptimo hombre
HARUKI
MURAKAMI
—Aquella ola estuvo a
punto de engullirme una tarde de septiembre cuando tenía diez años —empezó a
decir, en voz baja, el séptimo hombre.
Era el último a quien
le tocaba hablar aquella noche. Las agujas del reloj señalaban ya las diez. Los
hombres, sentados en círculo dentro de la habitación, podían distinguir, en la
negra oscuridad de la noche, el rugido del viento que se dirigía hacia el
oeste. El viento agitaba las hojas de los árboles del jardín, hacía vibrar los
cristales de las ventanas y, al fin, con un chillido agudo como un silbato, se
desplazaba a otro lugar.
—Era una ola gigantesca, muy distinta a las que
había visto hasta entonces —prosiguió el hombre.
»No logró, por muy poco,
arrastrarme consigo. Pero, a cambio, engulló lo que yo más quería y se lo llevó
a otro mundo. Y yo tardé muchísimo tiempo en volver a encontrarlo, en poder
recuperarlo. Un largo y precioso tiempo que jamás me será devuelto.
El séptimo hombre
aparentaba estar en la mitad de la cincuentena. Era un hombre delgado. Alto,
con bigote y una pequeña pero profunda cicatriz en el rabillo del ojo derecho,
que podía haber sido producida por un cuchillo pequeño. Llevaba el pelo corto,
con algunas ásperas canas aquí y allá. En el rostro del hombre se adivinaba la
expresión que la gente suele adoptar cuando tiene dificultades para explicarse
con claridad, pero, en su caso, aquella expresión se adecuaba con tanta
perfección a su rostro que parecía que estuviera presente en él desde hacía
mucho tiempo. Bajo la chaqueta de tweed gris llevaba una camisa lisa de color
azul. De cuando en cuando, el hombre se tocaba el cuello de la camisa. Nadie
conocía su nombre. Nadie sabía, tampoco, a qué se dedicaba.
El séptimo hombre
carraspeó. Hundió sus palabras en el silencio.
Los demás esperaban,
sin decir absolutamente nada, a que prosiguiera su relato.
—En mi caso fue una
ola. No sé qué forma tomaría en el suyo, por supuesto. Pero, en mi caso,
accidentalmente fue una ola. Aquello se presentó un día, de pronto, sin previo
aviso, bajo la fatídica forma de una ola gigantesca.
Nací en un pueblo de la
costa, en la prefectura de S. El pueblo es muy pequeño y es probable que
ustedes no lo hayan oído nombrar nunca. Mi padre era el médico del pueblo y,
durante mi infancia, jamás me faltó de nada. Desde que tuve uso de razón me
sentía muy unido a un amigo al que le tenía un enorme cariño. Se llamaba K.
Vivía al lado de casa y estaba un curso por detrás del mío. Los dos íbamos
juntos al colegio y, a la vuelta, jugábamos también juntos. Podría decirse que
éramos como hermanos. A pesar de que hacía mucho tiempo que nos conocíamos, no
nos habíamos peleado jamás. Yo tenía un hermano, pero como era seis años mayor
que yo, la relación con él no era muy estrecha. Además, si les soy sincero,
éramos muy distintos de carácter y no nos llevábamos demasiado bien. En
definitiva, que sentía más amor fraternal hacia ese amigo que hacia mi propio
hermano. K era delgado, blanco de tez, con unas facciones tan hermosas como las
de una niña. Sin embargo, tenía dificultades en el habla y le costaba expresarse.
A los desconocidos podía parecerles incluso un poco retrasado mental. Era muy
frágil y, por esa razón, tanto en la escuela como cuando jugábamos a la salida,
yo me había erigido en su protector. Porque yo era más bien grande, se me daban
bien los deportes y todos me respetaban. Que yo prefiriera estar con K se
debía, básicamente, a la dulzura y bondad de su corazón. Su inteligencia era
normal, pero, a causa de sus dificultades orales, sus notas no eran buenas y le
costaba seguir el ritmo de las clases. Sin embargo, para el dibujo tenía un
talento excepcional y, ya fuera con lápiz o con pinturas, hacía unos dibujos
tan hermosos y llenos de vida que incluso los profesores se quedaban
boquiabiertos. Había ganado muchos concursos y había sido galardonado innumerables
veces. Estoy seguro de que hoy sería un pintor famoso. Le gustaba pintar
paisajes e iba con frecuencia a la playa que se hallaba cerca de casa, no se
cansaba de reproducir las vistas marinas. Yo solía sentarme a su lado y
contemplaba admirado los ágiles y precisos movimientos de su pincel. Me
maravillaba ver cómo, en un instante, era capaz de crear unas formas y
tonalidades tan vivas sobre el lienzo blanco. Ahora me doy cuenta de que lo
suyo era puro talento.
Un mes de septiembre,
un gran tifón asoló la región donde yo vivía. Según la predicción meteorológica
de la radio, aquél tenía que ser el tifón de mayor envergadura de los últimos
diez años. Se suspendieron las clases y las tiendas cerraron bien sus puertas
metálicas en previsión. Desde primeras horas de la mañana, mi padre y mi
hermano tomaron un martillo y clavos y fueron fijando todas las contraventanas
de la casa, y mi madre, de pie en la cocina, no paró de cocer arroz para
preparar onigiri. Llenamos botellas y
cantimploras de agua y cada uno de nosotros metió sus objetos más preciados
dentro de una mochila, por si de repente teníamos que refugiarnos en algún
lugar. Para los adultos, aquellos tifones que se presentaban casi cada año eran
una molestia y un peligro, pero para los niños, tan alejados de la realidad de
todo aquello, eran una especie de espectáculo que nos producía una enorme
excitación.
A primeras horas de la
tarde, el cielo empezó a cambiar rápidamente de color. Se tiñó de una serie de
tonalidades irreales. Yo salí al porche y estuve observándolo hasta que el
viento empezó a ulular y la lluvia comenzó a azotar la casa con un extraño
ruido seco, como si arrojaran puñados de arena contra las paredes. Nuestra casa
permanecía con las contraventanas cerradas, sumida en la oscuridad, y toda la
familia se había reunido en una habitación con el oído pegado a la radio. Por
lo visto, la cantidad de agua que había descargado el tifón no era mucha, pero
los daños provocados por el vendaval eran muy grandes. El fuerte viento había
levantado los tejados de la mayoría de las casas y había hecho zozobrar un gran
número de barcas. También habían fallecido, o resultado gravemente heridas,
muchas personas al ser alcanzadas por pesados objetos que volaban por los
aires. El locutor advertía, una y otra vez, que no saliéramos de casa bajo
ningún concepto. A causa del fuerte viento, la casa rechinaba como si una mano
gigantesca la sacudiera. De cuando en cuando se oía cómo algunos objetos
pesados golpeaban con estrépito las contraventanas. Mi padre dijo que tal vez
fueran tejas que habían salido despedidas de los tejados. Pendientes de las
noticias de la radio, almorzamos los onigiri
y el tamagoyaki que había
preparado mi madre y esperamos con paciencia a que el tifón pasara por encima
de nuestras cabezas y se fuera. Pero el tifón no acababa de pasar de largo.
Según la radio, al llegar a la prefectura de S había disminuido bruscamente la
velocidad y, por entonces, se dirigía despacio hacia el nordeste a una
velocidad equivalente a la de un hombre a la carrera. El viento rugía,
incansable, haciendo volar todo cuanto se hallaba en la superficie de la tierra
y arrastrándolo hasta el fin del mundo. Debía de hacer una hora,
aproximadamente, que había empezado a soplar el viento. De repente, todo se
sumió en el silencio. No se oía nada. Incluso llegó de alguna parte el canto de
los pájaros. Mi padre entreabrió la contraventana y atisbó por la rendija. El
viento había amainado y ya no llovía. Los grises nubarrones iban desapareciendo
despacio. Entre los jirones de nubes empezó a asomar el cielo azul. Los árboles
del jardín, empapados de lluvia, dejaban que el agua goteara desde sus ramas.
—Ahora estamos en el ojo del tifón —me explicó mi padre—. Durante un rato, unos
quince o veinte minutos más o menos, continuará la calma. Luego volverá a
desencadenarse la tempestad, igual que antes. Le pregunté a mi padre si podía
salir afuera. Me respondió que sí, a condición de que no me alejara mucho.
—Pero al primer soplo de viento vuelve corriendo a casa —me dijo.
Yo salí y miré a mí
alrededor. Parecía increíble que hasta hacía unos pocos minutos hubiera estado
rugiendo la tormenta. Alcé la vista al cielo. Me dio la impresión de que
flotaba en él un enorme «ojo» que nos miraba con frialdad. Aunque no había nada
semejante, por supuesto. Nosotros sólo nos encontrábamos dentro de una calma
fugaz creada en el núcleo de un remolino de presión atmosférica.
Mientras los adultos
rodeaban sus casas comprobando si el tifón había ocasionado algún desperfecto
en ellas, yo me encaminé solo hacia la playa. El viento había arrancado y hecho
volar por los aires muchas ramas que ahora estaban en mitad del camino. También
había arrojadas por el suelo gruesas ramas de pino que un adulto no habría
podido levantar solo. Había fragmentos de tejas por todas partes. Y coches con
grandes grietas en los cristales debidas al impacto de alguna piedra. Incluso
había una caseta de perro que había venido rodando de no se sabía dónde. Al ver
todo aquello uno podía pensar que una gran mano se había extendido desde el
cielo y había provocado el caos en la superficie de la tierra. Cuando iba
andando por el camino, K me vio y salió afuera. Me preguntó que adónde iba. Al
responderle que me acercaba un momento a la playa, K me siguió sin decir nada.
Tenía un perrito blanco que también empezó a corretear detrás de nosotros.
—Al primer soplo de
viento nos volvemos corriendo a casa —le dije, y K asintió en silencio.
El mar estaba a
doscientos metros de casa. Había un malecón tan alto como yo ahora y tuvimos
que subir las escaleras para bajar a la playa. Todos los días íbamos a jugar
allí y conocíamos cada rincón de la arena. Pero, en el ojo del tifón, todo era
distinto. El color del cielo, el color del mar, el rumor de las olas, el olor
de la brisa, la amplitud del paisaje. En aquella playa, todo había cambiado.
Nos sentamos en el malecón y permanecimos unos instantes contemplando la escena
en silencio. Pese a hallarse en medio del tifón, el mar parecía una balsa de
aceite. La línea de la costa se había adentrado en el mar. La blanca arena se
extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ni siquiera con la marea baja
retrocedían tanto las aguas. La playa estaba tan vacía que recordaba una enorme
estancia de la que hubieran sacado todos los muebles. Objetos de diversa índole
que habían llegado flotando a la deriva se alineaban en la orilla formando una
especie de cinturón.
Bajé del rompeolas,
empecé a andar por la seca orilla estudiando con atención todo aquello.
Juguetes de plástico, sandalias, láminas de madera que parecían haber formado
parte de algún mueble, ropa, una botella de forma curiosa, una caja de madera
con una inscripción en una lengua extranjera, cosas cuya naturaleza era
imposible de determinar, todo se extendía hasta donde alcanzaba la vista como
si fuera el escaparate de una pastelería. Probablemente, las altas olas
levantadas por el tifón habían transportado todo aquello, hasta allí, desde muy
lejos. Cuando veíamos algo que nos llamaba la atención, lo cogíamos y lo
estudiábamos con detenimiento. El perro de K permanecía a nuestro lado meneando
el rabo y olisqueando cada una de las cosas que encontrábamos.
No creo que
permaneciéramos allí más de cinco minutos. Sin embargo, a la que nos dimos
cuenta, las olas ya habían alcanzado el punto donde nos encontrábamos. Las
olas, en silencio, sin previo aviso, alargaban furtivamente la resbaladiza
punta de su lengua hacia nuestros pies. Nunca hubiera podido imaginar que el
oleaje se acercara con tanto sigilo, de un modo tan repentino. Yo había crecido
al lado del mar y conocía sus peligros. Era consciente de la imprevisible
violencia de sus embates y, por lo tanto, los dos íbamos con grandes
precauciones y nos manteníamos en un lugar que se podía considerar seguro, muy
alejados de donde rompían las olas. Pero éstas, en un momento dado, sin que lo
advirtiéramos, habían llegado a unos escasos diez centímetros de nuestros pies.
En aquel momento, el oleaje retrocedía de nuevo, con sigilo. Aquellas olas no
volvieron. Las que vinieron a continuación nada tenían de amenazador. Eran unas
olas que bañaban dulcemente la orilla. Pero el terrible infortunio que se
ocultaba en ellas, parecido al tacto de la piel de un reptil, hizo que un
escalofrío me recorriera la espalda. Era un terror injustificado. Pero
auténtico. De forma instintiva, percibía que estaban vivas. No me cabía duda.
Podía asegurar que aquellas olas tenían vida. Aquellas olas me habían avistado
a mí y ahora se disponían a engullirme. Como un enorme carnívoro que me
acechara, conteniendo el aliento, en medio de la pradera, soñando con el
instante de clavarme sus afilados colmillos y devorarme. «¡Tenemos que
escapar!», me dije.
Me dirigí a K y le
dije: «¡Vámonos!». K estaba a unos diez metros, de espaldas a mí, acuclillado
sobre algo. Yo creía haber gritado, pero parecía que mi voz no había llegado a
sus oídos. O quizás él estuviera tan absorto en lo que había encontrado que no
me había oído. Solía sucederle. Cuando se entusiasmaba por algo, se olvidaba de
cuanto lo rodeaba. O quizás es que mi voz no había sido tan potente como yo pensaba.
Me acuerdo muy bien de que no la había reconocido como mía. Me había parecido
que pertenecía a otra persona.
Entonces oí un rugido.
Tan fuerte que hacía temblar el suelo. No. Antes del rugido oí otro ruido
diferente. Una especie de extraño goteo, como si grandes cantidades de agua
estuvieran saliendo por un agujero. Ese goteo continuó por unos instantes, cesó
y luego llegó, entonces sí, aquel bramido siniestro. Pero K siguió sin levantar
la cabeza. Estaba inmóvil, en cuclillas, contemplando algo que se encontraba a
sus pies. Se hallaba totalmente absorto en ello. K no debía de haberlo oído. No
comprendo cómo pudo no percibir aquel estruendo que hacía vibrar el suelo. O
quizá yo fuese el único en oírlo. Sonará raro, pero es posible que fuera un
ruido de una naturaleza especial que únicamente yo podía percibir. Lo digo
porque ni siquiera el perro de K, que estaba allí, parecía haberlo captado. Y
los perros, como ustedes sabrán, son seres particularmente sensibles a los
ruidos.
Decidí acercarme
corriendo a K y arrastrarlo fuera de allí. Era lo único que podía hacer. Yo
sabía que se acercaba una ola y K no lo sabía. Pero me encontré con que mis
pies corrían en una dirección completamente distinta a mis decisiones. Yo me
estaba dirigiendo al malecón, estaba huyendo solo. Creo que lo que me hizo
obrar de ese modo fue el terrible pánico que sentía. El pánico había sofocado
mi voz y, en aquel momento, movía mis piernas a su antojo. Corrí dando traspiés
por la blanda arena, llegué al malecón y desde allí llamé a K.
«¡Cuidado! ¡Que viene
una ola!», esta vez el grito no se ahogó en mi garganta. Había dejado de oírse
el bramido. K, finalmente, me oyó y alzó la cabeza. Pero ya era demasiado
tarde. En aquel instante, una gigantesca ola se erguía hacia lo alto como una
enorme serpiente y se disponía a atacar. Era la primera vez en mi vida que veía
una ola tan horrenda. Era tan alta como un edificio de tres plantas. Y, sin un
sonido (al menos yo no recuerdo que lo hubiera y en mi memoria siempre avanza
en silencio), se alzó a las espaldas de K, tan alta que tapaba el cielo. K
miraba hacia mí sin comprender qué estaba sucediendo. Luego, como si se hubiera
dado cuenta de algo, se dio la vuelta de súbito. Intentó huir. Pero ya no había
escapatoria posible. Un instante después, la ola ya lo había engullido. Fue
como si hubiera chocado de frente con una locomotora cruel que corriera a toda
máquina.
Con estruendo, dividida
en innumerables brazos, la ola rompió de forma salvaje contra la arena y un mar
de salpicaduras voló por los aires, como producto de una explosión, y alcanzó
el malecón donde yo me encontraba. Refugiado detrás del malecón, dejé que las
salpicaduras me pasaran por encima. Aquella rociada de agua que había
sobrepasado el rompeolas sólo alcanzó a mojarme la ropa. Luego, subí
apresuradamente a lo alto del malecón y dirigí la mirada hacia el mar. Las olas
habían rotado sobre sí mismas y, en aquel momento, retrocedían llenas de
energía hacia alta mar con un rugido salvaje. Parecía que, en el fin del mundo,
alguien estuviera tirando con todas sus fuerzas de una gigantesca alfombra.
Agucé la vista, pero la silueta de K no se veía por ninguna parte. Tampoco se
veía el perrito. Las olas habían retrocedido de golpe hasta tan lejos que daba
la impresión de que el mar se hubiera secado y de que, de un momento a otro,
fuera a aflorar todo el fondo del océano. Me quedé petrificado en lo alto del
malecón.
Había vuelto la calma.
Un silencio tan desesperado como si le hubiesen arrebatado los sonidos a la
fuerza. La ola se había ido muy lejos llevándose a K. ¿Qué debía hacer yo? No
lo sabía. Contemplé la posibilidad de bajar a la playa. Quizá K estuviera allí
enterrado en la arena. Pero me lo pensé mejor y no me aparté del malecón. Sabía
por experiencia que, tras una gran ola, suelen venir dos o tres más. No
recuerdo cuánto tiempo transcurrió. Creo que no demasiado. Diez o veinte
segundos a lo sumo. En cualquier caso, tal como había previsto, las olas
volvieron. Igual que antes, aquel estruendo hizo temblar con furia el suelo. Y,
una vez hubo desaparecido, otra ola no tardó en erguir su enorme cabeza.
Exactamente igual que antes. Ocultó el cielo y se levantó ante mis ojos como
una pared de roca mortal. Pero esta vez no huí. Me quedé paralizado en lo alto
del rompeolas, como embrujado, esperando inmóvil a que atacara. Me daba la
sensación de que, como K había sido atrapado, ya no tenía ningún sentido
escapar. No. Quizá sólo estuviera petrificado a causa de aquel pánico
abrumador. No recuerdo bien cuál de las dos cosas me pasó.
La segunda ola no fue
menor que la primera. No. Fue incluso mayor. Se fue acercando hasta reventar
despacio, distorsionándose la forma, por encima de mi cabeza, como cuando se
desploma una pared de ladrillo. Era tan grande que no parecía una ola real. Se
diría que era algo completamente distinto que había adoptado la forma de ola.
Algo distinto con forma de ola que procedía de otro mundo muy lejano. Lleno de
resolución, aguardé el instante de ser engullido por las tinieblas. Mantuve los
ojos bien abiertos. Recuerdo que, en aquellos momentos, oía cómo me latía el
corazón con fuerza. Sin embargo, en cuanto llegó frente a mí, la ola perdió de
repente todo su vigor, como si se le hubieran agotado las fuerzas, y se quedó
suspendida en el aire. Duró apenas unos instantes, pero la ola, rota,
permaneció inmóvil justo en aquel punto. Y en la cresta, dentro de su lengua
transparente y cruel, distinguí con toda claridad la figura de K.
Tal vez a algunos de
ustedes les resulte difícil creer lo que les estoy diciendo. No me extraña. A
decir verdad, también a mí, incluso hoy, me cuesta hacerme a la idea de cómo
pudo suceder una cosa semejante. Tampoco puedo explicarlo. Pero no fue ni una
fantasía ni una alucinación. Ocurrió de verdad, tal como se lo estoy contando.
En la punta de la ola, como si estuviese encerrado en una cápsula transparente,
flotaba, vuelto hacia un lado, el cuerpo de K. Y no sólo eso. K miraba hacia mí
y me sonreía. Ante mis ojos, al alcance de mi mano, estaba el rostro de mi
mejor amigo, a quien las olas acababan de engullir. No cabía la menor duda. Él
me miraba y sonreía. Pero no era una sonrisa normal. La boca de K se abría en
una amplia sonrisa maliciosa que se extendía, literalmente, de oreja a oreja. Y
su par de frías y congeladas pupilas permanecían fijas en mí. Entonces me
tendió la mano derecha. Como si quisiera asírmela y arrastrarme consigo a aquel
otro mundo. Por muy poco, su mano no logró agarrar la mía. Luego volvió a
esbozar una sonrisa, aún más amplia que la anterior.
Por lo visto, perdí el
conocimiento. Al recobrarlo, me encontré tendido en una cama, en el consultorio
de mi padre. Cuando abrí los ojos, la enfermera salió a toda prisa a avisar a
mi padre y éste acudió corriendo. Me cogió la mano, me tomó el pulso, me
observó las pupilas, me puso la mano en la frente, me tomó la temperatura.
Intenté mover la mano, pero me fue imposible levantarla. El cuerpo me ardía y
estaba tan aturdido que no lograba hilvanar las ideas. Al parecer, una altísima
fiebre me había consumido durante varios días. «Has estado tres días durmiendo
sin parar», me dijo mi padre. Un vecino que lo había visto todo desde lejos
cogió en brazos mi cuerpo desfallecido y me llevó a casa. Mi padre me contó
también que las olas se habían tragado a K y que no había ni rastro de él.
Quise decirle algo a mi padre. Necesitaba decirle algo. Pero mi lengua estaba
hinchada, paralizada. No me salían las palabras. Tenía la sensación de que otro
ser vivo habitaba dentro de mi boca. Mi padre me preguntó cómo me llamaba.
Intenté recordar mi nombre, pero, antes de lograrlo, volví a perder la
conciencia y me hundí en las tinieblas.
Permanecí en cama
alrededor de una semana tomando alimento líquido. Vomité muchas veces,
deliraba. Mi padre temía muy en serio que mi mente no pudiera recuperarse jamás
del violento golpe sufrido, ni de las altas fiebres. Cosa que en verdad, dado
el grave estado en el que me encontraba, no hubiera sido nada extraño. Sin
embargo, físicamente al menos, logré recuperarme. En unas semanas pude reanudar
la vida de antes. Empecé a ingerir comida normal, estuve en situación de ir a
la escuela. Lo que no quiere decir que las cosas volvieran a ser como antes.
El cadáver de K no
apareció jamás. Tampoco el del perrito. Los cuerpos de las personas que se
ahogaban en aquella parte de la costa solían ser arrojados unos días después
por las corrientes marinas a una pequeña ensenada que se encontraba hacia el
este, pero el cuerpo de K jamás apareció. Las olas levantadas por aquel tifón
habían sido tan descomunales que, posiblemente, se hubiesen llevado el cadáver
mar adentro y era imposible que regresara a la costa. Tal vez se hubiese
hundido en las profundidades marinas donde se habría convertido en alimento de
los peces. La búsqueda del cuerpo de K, en la que participaron todos los
pescadores de la zona, se alargó durante mucho tiempo, pero un día, por
supuesto, terminó. Como faltaba el cuerpo, el funeral no se celebró
íntegramente. Los padres de K casi enloquecieron de dolor y todos los días
vagaban sin rumbo por la playa o bien se encerraban en su casa y recitaban sutras.
Sin embargo, pese al
terrible golpe que habían sufrido, los padres de K no me reprocharon ni una
sola vez que hubiese llevado a su hijo a la playa en medio del tifón. Porque
sabían muy bien que yo siempre había querido y protegido a K como si fuera mi
hermano pequeño. Mis padres, a su vez, intentaban no mencionar el incidente
delante de mí. Pero yo lo sabía. Que si lo hubiese intentado, habría podido
salvar a K. Habría podido correr junto a él y arrastrarlo hasta el lugar donde
no llegaban las olas. Quizá no me hubiera sobrado ni siquiera un segundo, pero
siguiendo todo el proceso dentro de mi memoria cabía pensar que hubiera sido
posible. Pero yo, tal como he mencionado antes, poseído por aquel pánico
abrumador, había huido solo y abandonado a K a su suerte. Que los padres de K
no me reprocharan nada y que nadie en mi presencia tocara el tema, como si
fuera un tumor, me atormentaba más aún. Me costó mucho reponerme anímicamente
de aquel golpe. Y me pasaba los días sin ir a la escuela, sin comer apenas,
tendido en la cama con la mirada clavada en el techo.
Me veía incapaz de
olvidar a K, recostado en la cresta de la ola, sonriéndome maliciosamente.
Aquella mano que me tendía invitadora, cada uno de sus dedos, estaba grabada en
el fondo de mi cabeza. Y cuando me dormía, su cara y su mano aparecían en mis
sueños como si me hubiesen estado aguardando con impaciencia. En mis sueños, K
salía fuera de su cápsula de un salto, me agarraba fuertemente la muñeca y me
arrastraba hacia el interior de la ola.
También tenía otro
sueño. Yo estaba bañándome en el mar. Era una tarde soleada de verano y yo
nadaba indolentemente dando brazadas por mar abierto. El sol me abrasaba la
espalda y el agua me envolvía de un modo muy placentero.
Pero, en un momento
dado, alguien, dentro del agua, me agarraba el pie derecho. Sentía el tacto
gélido alrededor de mi tobillo. Me asía con tanta fuerza que yo no podía
soltarme. Me arrastraba bajo el agua. Y allí estaba el rostro de K. Igual que
entonces, K mostraba una amplia sonrisa maliciosa que le llegaba de oreja a
oreja y mantenía los ojos clavados en mí. Yo intentaba gritar, pero la voz se
ahogaba en mi garganta. Sólo tragaba agua. Y el agua iba llenando mis pulmones…
Me despertaba en las
tinieblas con un alarido, anegado en sudor, sin poder respirar.
A finales de aquel año
les pedí a mis padres que me dejaran marchar del pueblo lo antes posible. No
podía seguir viviendo en la playa donde K había sido tragado por las olas ante
mis propios ojos y donde, como ellos sabían, cada noche me asaltaban las
pesadillas. Quería alejarme, aunque sólo fuese un poco, de allí. Si no lo
hacía, acabaría volviéndome loco. Mi padre atendió a mis razones y lo dispuso
todo para que pudiera irme del pueblo. En enero me trasladé a la prefectura de
Nagano y allí empecé a ir a la escuela. La casa natal de mi padre se hallaba en
Komoro y mi familia me dejó vivir en ella. Allí acabé la enseñanza primaria,
empecé secundaria y, luego, pasé al instituto. Durante las vacaciones no volvía
a casa. Mis padres venían a verme de vez en cuando.
Sigo viviendo en
Nagano. Me licencié en ciencia e ingeniería por la universidad de la ciudad de
Nagano y entré a trabajar en una fábrica de maquinaria de precisión de la zona,
donde todavía sigo. Trabajo igual que todo el mundo y llevo una vida normal.
Tal como ustedes pueden observar, en mí no hay nada extraño. Nunca he sido una
persona muy sociable, pero me gusta mucho ir a la montaña y tengo varios buenos
amigos con quienes comparto esta afición.
Poco después de
abandonar mi pueblo, dejé de sufrir pesadillas con la frecuencia de antes. Lo
que no significa que desaparecieran del todo. Llamaban de vez en cuando a mi
puerta como un cobrador. Cuando parecía a punto de olvidarlas, me visitaban de
nuevo. Siempre, absolutamente siempre, se trataba del mismo sueño. Idéntico
hasta en los menores detalles. Cada vez me despertaba con un alarido. Con el
futón empapado en sudor.
Ésa es probablemente la
razón de que no me casara. Porque no quería despertar a quien tuviera a mi lado
con mis alaridos a las dos o las tres de la madrugada. A lo largo de mi vida me
he enamorado de algunas mujeres. Pero jamás he pasado la noche con una sola. El
pánico se me había metido hasta la médula y me era completamente imposible
compartirlo con alguien.
En definitiva, me pasé
más de cuarenta años sin volver a mi pueblo, sin acercarme a aquella playa. No
únicamente a aquella playa, sino al mar en general. Porque tenía miedo de que,
si iba al mar, me sucediera lo mismo que en mis sueños. A mí me encantaba
nadar, pero desde entonces había dejado, incluso, de nadar en la piscina.
Tampoco ponía los pies en ríos profundos ni en lagos. Evitaba subir a cualquier
barco. Jamás había viajado en avión para ir al extranjero. Pero, a pesar de
ello, no podía alejar de mi mente la imagen de que me moría ahogado en alguna
parte. Ese negro presagio me había agarrado la conciencia, como la helada mano
de K en mis sueños, y no la soltaba.
Volví a pisar por
primera vez la playa donde desapareció K en primavera del pasado año.
El año anterior, mi
padre había muerto de cáncer y mi hermano mayor había vendido la casa para
disponer de capital; y al vaciar el trastero encontró, metidas en una caja de
cartón, mis pertenencias de cuando yo era pequeño y me las envió a Nagano. La
mayoría eran objetos que no valían la pena, pero, entre ellos, encontré unas
pinturas que K había hecho y que me había regalado. Posiblemente, mis padres me
las hubiesen guardado como recuerdo. Pero a mí, el terror me dejó sin aliento.
Me dio la sensación de que, a través de aquellas pinturas, el espíritu de K
resucitaba ante mis propios ojos. Decidí deshacerme de ellas de inmediato,
volví a envolverlas en el fino papel y las metí dentro de la caja. Sin embargo,
fui incapaz de tirarlas. Tras unos días de vacilaciones, volví a abrir el papel
y tomé con resolución las pinturas en la mano.
La mayoría eran
paisajes, y el mar, la arena, los pinos y las calles del pueblo que yo conocía
aparecían pintados con aquel colorido tan nítido propio de K. Resultaba
asombroso comprobar cómo los colores de las pinturas habían conservado toda su
brillantez y cómo se mantenía intacta aquella impresión tan viva que me habían
producido en el pasado. Mientras las sostenía en la mano y las iba mirando, me embargó
una gran añoranza. Aquellas pinturas estaban ejecutadas con mayor destreza y
poseían una calidad artística aún mayor de lo que yo recordaba. En aquellos
dibujos se traslucían los sentimientos más profundos de K. Reconocí con toda
claridad, como si fueran míos, los ojos con los que él miraba el mundo que lo
rodeaba. Contemplando aquellas pinturas, fui recordando vívidamente cada una de
las cosas que había hecho junto a K, cada uno de los lugares que había visitado
con K. Sí. Aquéllos eran también los ojos de mi propia infancia. Aquellos días
junto a K, hombro con hombro, ambos contemplábamos el mundo con una mirada
idéntica, llena de vida y sin una nube que la empañara.
Todos los días, al
volver de la empresa, tomaba asiento frente a la mesa, cogía cualquiera de las
pinturas de K y la contemplaba. Hubiera podido quedarme mirándola para siempre.
En ellas estaban presentes los añorados paisajes de mi infancia que yo me había
obstinado en apartar de mi memoria durante tanto tiempo. Al mirar aquellas pinturas
podía sentir cómo algo se iba infiltrando en silencio dentro de mi cuerpo.
Y un día, tal vez
habría transcurrido una semana, se me ocurrió de súbito. Que quizás había
estado equivocado durante todos aquellos años. K, tendido en la punta de
aquella ola, tal vez no me mirara con odio o resentimiento, quizá no desease
arrastrarme a ninguna parte. Es posible que su sonrisa maliciosa no hubiera
sido tal, sino una mera impresión producida por algo y que K, en aquellos
momentos, ya estuviese inconsciente. O también era posible que K me estuviera
sonriendo dulcemente por última vez, que me estuviera anunciando su despedida
eterna. El violento odio que había creído descubrir en su expresión había sido
sólo producto del profundo pánico que me dominaba en aquellos instantes. Cuanto
más observaba, hasta el mínimo detalle, las pinturas que K había hecho en el
pasado, más me reafirmaba en mi opinión. Podías mirarlas tanto como quisieras,
pero en las pinturas de K era imposible descubrir algo más que un alma pura y pacífica.
Después permanecí allí
sentado, inmóvil, durante largo tiempo. El sol se ponía y las pálidas tinieblas
del atardecer fueron envolviendo lentamente la estancia. Pronto llegó el
profundo silencio de la noche. Ésta avanzó sin fin hasta que, para equilibrar
el gran peso de tinieblas acumuladas, llegó el amanecer. El nuevo sol tiñó el
cielo de una tonalidad rojiza, los pájaros se despertaron y empezaron a cantar.
Entonces decidí que
tenía que volver a mi pueblo. Sin pérdida de tiempo.
Puse cuatro cosas
dentro de una bolsa de viaje, llamé a la empresa diciéndoles que un asunto
urgente me impedía acudir al trabajo, tomé el tren y me dirigí al pueblo donde
había nacido.
Mi pueblo ya no era el
tranquilo pueblo costero que recordaba. Durante el periodo de expansión
económica de los sesenta había crecido en los alrededores una ciudad industrial
y el paisaje había experimentado una transformación enorme. Delante de la estación,
donde antes había únicamente una tienda de regalos, ahora se alineaban bloques
de tiendas y el único cine de la ciudad se había convertido en un supermercado.
También mi casa había desaparecido. La habían derruido unos meses atrás y, en
su lugar, sólo quedaba un solar desnudo. Los árboles del jardín habían sido
talados en su totalidad y en la tierra negruzca sólo crecían, aquí y allá,
hierbajos. Tampoco estaba la vieja casa donde vivió K. En su lugar había un
aparcamiento de hormigón donde se alineaban los turismos y las furgonetas. Pero
no me dolió. Porque aquel pueblo hacía mucho tiempo que ya no era el mío.
Caminé hasta la playa,
subí las escaleras del malecón. Al otro lado, exactamente igual que en el
pasado, se extendía, amplio, sin trabas, el mar. Un vasto mar. Y a lo lejos se
distinguía la línea del horizonte. También la playa continuaba igual que antes.
En ella se extendía la arena como antes, rompían las olas como antes, la gente
seguía paseando por la orilla como antes. Eran más de las cuatro y los dulces
rayos de sol de última hora de la tarde lo envolvían todo. El sol, como si
estuviera sumido en profundas reflexiones, iba descendiendo despacio hacia el
oeste. Me senté en la arena, dejé la bolsa a un lado y me quedé contemplando el
paisaje en silencio. Era una vista verdaderamente dulce y apacible. Mirándola,
resultaba imposible imaginar que alguna vez hubiera venido un gran tifón y que
las altas olas me hubiesen arrebatado a un amigo irreemplazable. Tampoco debía
de quedar casi nadie que recordara aquel suceso ocurrido cuarenta años atrás.
Parecía que todo fuera
una ilusión mía, creada por mi mente hasta en los mínimos detalles.
A la que me di cuenta,
de pronto, las profundas tinieblas de mi interior ya habían desaparecido. Se
habían marchado tan súbitamente como habían venido. Me alcé despacio de la
arena. Me dirigí a la orilla y, sin arremangarme siquiera los pantalones, me
adentré tranquilo en el mar. Y, con los zapatos puestos, dejé que las olas me
lamieran los pies. Como si fuera una reconciliación, aquellas olas, idénticas a
las de cuando era niño, se deshacían dulcemente contra mis pies llenas de
nostalgia, tiñendo de negro mi ropa y mis zapatos. Varias olas se acercaron
apacibles, abriendo un intervalo entre una y otra, y luego se fueron. La gente
que pasaba me miraba con extrañeza, pero a mí no me importaba en absoluto. Sí.
Después de tanto tiempo, yo había conseguido llegar hasta allí.
Alcé la mirada al
cielo. Unas pequeñas nubes grises parecidas a copos de algodón flotaban en él.
No había un solo soplo de viento y parecía que las nubes permanecieran clavadas
en el mismo lugar. No puedo expresarlo con claridad, pero me daba la impresión
de que aquellas nubes estaban suspendidas en el cielo exclusivamente para mí.
Me acordé del momento en que había alzado la mirada al cielo, aquel día cuando
aún era niño, buscando el gran ojo del tifón. En aquel instante, el eje del
tiempo rechinó con fuerza. Cuarenta años se desplomaron en mi interior como una
casa medio podrida y el viejo tiempo y el nuevo se mezclaron dentro de un único
torbellino. A mí alrededor se apagaron todos los ruidos, la luz tembló. Perdí
el equilibrio y me desplomé dentro de la ola que se acercaba. El corazón me
latía con fuerza en el fondo de la garganta y perdí la sensibilidad de manos y
pies. Permanecí largo tiempo tendido en esa posición. No podía levantarme. Pero
no tenía miedo. No. No había nada que temer. Aquello ya había pasado.
A partir de entonces no
he tenido más sueños espantosos. No he vuelto a despertarme con un alarido en
plena noche. Ahora me dispongo a iniciar una nueva vida. No. Tal vez sea
demasiado tarde para ello. Tal vez sea muy poco el tiempo que me queda en el
futuro. Pero, aunque así sea, me siento agradecido por haber sido salvado, al
final, de ese modo, por haber experimentado una recuperación. Sí. Porque yo
tenía muchas posibilidades de acabar mi vida sin haber recibido la salvación,
alzando un triste lamento dentro de las tinieblas del pánico.
El séptimo hombre
permaneció unos instantes en silencio mirando a quienes lo rodeaban. Nadie dijo
una palabra. Ni siquiera se los oía respirar. Nadie cambió de postura. Todos
esperaban a que el séptimo hombre prosiguiera. El viento había cesado por
completo y, en el exterior, no se oía nada. El hombre volvió a tocarse el
cuello de la camisa buscando las palabras.
—A mí me parece que lo
verdaderamente temible en esta vida no es el pánico en sí mismo —dijo el hombre
unos instantes después—. El miedo existe. Eso es indudable. Se nos muestra bajo
distintas formas y, a veces, domina nuestras vidas. Pero lo más temible de todo
es dar la espalda a ese miedo y cerrar los ojos.
Actuando de esta manera
acabamos cediéndole a algo lo más valioso que hay en nuestro interior. En mi
caso…, ese algo fue una ola.
“Norwegian Wood” (Tokio
Blues) es una película de drama japonesa dirigida por Trần Anh Hùng, basada en
la novela homónima de Haruki Murakami. Fue estrenada en Japón el 11 de
diciembre de 2010. Con Ken'ichi Matsuyama, Rinko Kikuchi y Kiko Mizuhara.
La chica del cumpleaños
El día de su vigésimo cumpleaños también trabajó de camarera, como de costumbre. Le tocaba todos los viernes, pero, de hecho, aquel viernes por la noche no debería haber trabajado. Había intercambiado su turno con otra chica que también trabajaba por horas. Lógico. La mejor manera de pasar el vigésimo cumpleaños no es sirviendo gnocchi de calabaza y fritto misto di mare entre los berridos del cocinero. Pero el resfriado de la compañera con quien debería haber intercambiado el turno empeoró y ésta tuvo que meterse en cama. Con casi cuarenta grados de fiebre y una diarrea imparable, no podía ir a trabajar. Ésa era la situación. Y fue ella quien tuvo que acudir apresuradamente al trabajo.
—No te preocupes —consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas—. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial. En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería. Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él.
Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de Roppongi.1 El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona. Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora. Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de La pequeña Dorrit de Dickens. Cobraba y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido.
El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones. Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma.
El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.
—El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio. No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho —dice ella.
Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.
—Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.
—¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante?
—Pues sí —dice ella—. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día, de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.
El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.
—El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio. No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho —dice ella.
Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.
—Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.
—¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante?
—Pues sí —dice ella—. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día, de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.
El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles. Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que fuese pollo era todo lo que se les pedía.
El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre. La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero. A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col, mousse de castaña. A veces, el en-cargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.
El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido. El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor.
Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre. Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente.
—Creo que debería ir al hospital —dijo con voz pesada.
Era muy raro que se encontrara mal. Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ése era otro motivo de orgullo para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio.
Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca:
—A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir: «Aquí tiene su comida», y dejarla allí.
—La seiscientos cuatro, ¿verdad? —dijo ella.
—A las ocho en punto —insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor. La portezuela del taxi se cerró y él se fue.
Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez. Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido.
Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.
A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco.
Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta.
Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata. La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire.
—Aquí tiene su cena —dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz.
—¿La cena?
—Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le traigo yo la cena en su lugar.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta—. Ya veo. ¿Así que se encuentra mal?
—Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis.
—¡Vaya! —exclamó el anciano—. ¡Qué mal!
Ella carraspeó.
—¿Desea el señor que le entre la cena?
—¡Ah, claro! —dijo el anciano—. Si tú quieres.
«¿Si yo quiero?», pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo?
El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio. Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá. Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena. La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras. —Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? —preguntó ella. El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente. —¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres. «Sí, en este momento, eso es lo que quiero», se dijo ella para sus adentros. —¿Desea algo más el señor? —No, nada más —respondió el anciano tras pensárselo unos instantes. Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. «¡Qué bien vestido va!», pensó ella. «Y tiene muy buen porte para su edad.» —Entonces, con su permiso... —No, espera un momento —dijo el anciano. —Sí. ¿Qué desea? —Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? —preguntó el anciano—. Me gustaría hablar contigo. «¿Jovencita?» Al oírlo, se ruborizó. —Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos —dijo. ¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño. —Por cierto, ¿cuántos años tienes? —preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos. —Pues ahora tengo veinte —dijo ella. —¿Ahora tienes veinte? —repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija—. Eso de que ahora tienes veinte debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad? Torre de acero de 333 metros de altura. Desde 1958 es la estructura metálica más alta del mundo (la Torre Eiffel de París tiene 320 metros). (N. de la T)
—Pues no, señor. Los acabo de cumplir. —Y, tras dudar unos instantes, añadió—: En realidad, hoy es mi cumpleaños. —¡Ah, claro! —dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo—. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.
Ella asintió en silencio.
—Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.
—Pues sí, en efecto.
—¡Ya veo! ¡Ya veo! —exclamó el anciano—. ¡Qué bien! ¡Felicidades!
—Muchas gracias —dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ôita en el contestador automático.
—Eso hay que celebrarlo —dijo el anciano—. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto?
—Muchas gracias. Es que estoy trabajando y...
—Por un poco de vino no pasa nada. Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo.
El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo el anciano—. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.
Brindaron los dos.
«Que ninguna sombra la empañe jamás.» Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar?
—Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.
—Sí —repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino. —Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena. Igual que un hada bondadosa.
—Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.
—Incluso así —dijo el anciano—. Incluso así. Hermosa jovencita.
El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio. Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.
—Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente —dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito—.¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece?
Ella asintió, no muy convencida.
—Así, pues —dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca—, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.
Ella sacudió precipitadamente la cabeza.
—¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.
El anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante.
—¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin —dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro—. En fin, que voy a satisfacer un mego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.
—¿Un deseo? —dijo ella con voz seca.
—Algo que tú quieras. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien —dijo el anciano alzando un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás.
Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón. —¿Concederme algo que yo desee?
El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.
—Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? —dijo el anciano con voz serena.
Ella me mira de frente.
—Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.
—No, claro que no —digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas—. ¿Y qué deseo le pediste?
Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.
—No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas. Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no. —Asiento en silencio—. ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo tortellini con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años!
Asiento de nuevo.
—Te comprendo —digo.
—Así que formulé un deseo, tal como me decía —me cuenta ella.
El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.
Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.
—¿O sea que éste es tu deseo?
—Sí.
—Es un deseo muy raro para una chica de tu edad —dijo el anciano—. Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.
—Si no puede ser, pediré algo distinto —dijo ella. Y carraspeó otra vez—. No importa. Pensaré en otra cosa.
—¡Oh, no, no! —dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera—. No hay ningún problema. En absoluto. Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica. ¿No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad?
Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.
—Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no puedo ni imaginar qué sería de mí. Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación—. ¡Ah, claro!
—¿Mi deseo es posible?
—Por supuesto —dijo el anciano—. Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema.
De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo —una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo— que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco. Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una pláci-
da sonrisa.
—¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido.
—¿Ya se ha cumplido?
—Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil —dijo el anciano—. Feliz cumpleaños, hermosa jovencita. Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo.
Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida.
—¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna —le preguntó el camarero joven.
Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa.
—¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada.
—Oye, ¿y cómo es el dueño?
—Pues, no sé. Apenas lo he visto —respondió ella con indiferencia.
Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro. Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero. El coci-nero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva.
—No volví a ver al dueño jamás —dice ella—. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento.
Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo.
—A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí.
Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le digo—. Aunque, hablando con propiedad, son dos.
—Sí —dice ella—. Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa
que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco?
—No parece que quieras decírmelo.
—¿Eso parece?
Asiento.
Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia.
—Los deseos no deben contarse a nadie.
—Ni yo pretendo sonsacártelo —digo—. Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de haber elegido el deseo que elegiste, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: «¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!».
—La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro.
—¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse?
—Sí —dice ella—. El tiempo desempeña aquí un papel importante. —¿Como en la elaboración de algunas comidas?
Ella asiente.
Reflexiono un poco al respecto. Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura.
—¿Y la segunda pregunta? —quiero saber.
—¿Cuál era la segunda pregunta?
—Si te has arrepentido alguna vez de tu elección.
Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste.
—Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos —me cuenta—. Un niño y una niña. Y un setter irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Ésta es mi vida ahora.
—Pues no parece tan mala, la verdad —digo.
—¿Aunque el parachoques tenga dos abolladuras?
—¡Pero si los parachoques están para ser abollados!
—Eso tendría que ir en una pegatina —dice ella—. LOS PARACHOQUES
ESTÁN PARA SER ABOLLADOS.
Le miro los abios.
—Lo que quiero decir —prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado— es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma. Sólo eso.
—Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma».
Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo.
Ella hinca un codo en la barra y me mira.
—Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido?
—¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños?
—Sí —dice.
Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo.
—Pues no se me ocurre nada —le digo con franqueza—. Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos.
—¿Nada? ¿En serio?
Asiento.
—¿Ni uno?
—Ni uno —digo yo.
Ella vuelve a mirarme a los ojos. Una mirada muy franca y directa.
—Seguro que ya lo habrás pedido —me dice.
—Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. —En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.
Haruki Murakami
(村上
春樹 Murakami Haruki?)
(Kioto, Japón; 12 de enero de 1949) es un escritor y traductor japonés, autor
de novelas y relatos. Sus obras han generado críticas positivas y obtenido
numerosos premios, incluyendo los premios Franz
Kafka y el Jerusalem. Sin embargo
también cuenta con un numeroso grupo de detractores.
La ficción de Murakami,
a menudo criticada por la literatura tradicional japonesa, es surrealista y se
enfoca en conceptos como el fatalismo. Es considerado una figura importante en
la literatura posmoderna. The Guardian ha
situado a Murakami "entre los mayores novelistas de la actualidad".
Ha sido considerado candidato al Premio
Nobel de literatura en repetidas ocasiones, sin que hasta el momento haya
obtenido el galardón.
Biografía
Aunque nació en Kioto,
vivió la mayor parte de su juventud en Hyogo. Su padre era hijo de un sacerdote
budista y su madre de un comerciante de Osaka. Ambos enseñaban literatura
japonesa.
Desde la juventud
Murakami estuvo muy influido por la cultura occidental, en particular, por la
música y literatura. Creció leyendo numerosas obras de autores estadounidenses,
como Kurt Vonnegut y Richard Brautigan. Son esas influencias occidentales las
que a menudo distinguen a Murakami de otros escritores japoneses.
Estudió literatura y
teatro griegos en la Universidad de Waseda
(Soudai), donde conoció a su esposa, Yoko. Aunque no iba a la universidad
apenas, trabajaba en una tienda de discos en Shinjuku (tal como uno de sus personajes principales, Toru Watanabe
de Norwegian Wood) y pasaba mucho
tiempo en unos bares de jazz en Kabukicho, Shinjuku. Antes de terminar sus
estudios, Murakami abrió el bar de jazz Peter
Cat (El Gato Pedro) en Kokubunji, Tokio, que regentó junto con su esposa
desde 1974 hasta 1981. La pareja decidió no tener hijos en parte porque
"no tengo la confianza, que la generación de mis padres tuvo después de la
guerra, de que el mundo seguiría mejorando." Cabe acotar que el apellido
Murakami es un apellido bastante difundido en Japón, originario de varios
clanes samurai, e inclusive en el
extranjero, dónde por ejemplo Shiro Murakami fundó el café San Martín en Corrientes, Argentina, en concordancia con otros
establecimientos nipones cómo el Café El
Japonés. Por eso pero sobre todo por Haruki Murakami el apellido se ha
vuelto conocido en todo el mundo.
Carrera de escritura
En 1986, con el enorme
éxito de su novela Norwegian Wood
(Tokio blues), abandonó Japón para vivir en Europa y Estados Unidos, pero
regresó a Japón en 1995, tras el terremoto de Kobe y el ataque terrorista de
gas sarín que la secta Aum Shinrikyo (La
Verdad Suprema) perpetró en el metro de Tokio. Más tarde Murakami escribiría
sobre ambos sucesos.
La ficción de Murakami,
que a menudo es tachada en Japón de literatura pop, es humorística y surreal, y
al mismo tiempo refleja la soledad y el ansia de amor en un modo que conmueve a
lectores tanto orientales como occidentales. Dibuja un mundo de oscilaciones
permanentes, entre lo real y lo onírico, entre el gozo y la oscuridad. Cabe
destacar la influencia de los autores que ha traducido, como Raymond Carver, F.
Scott Fitzgerald o John Irving, a los que considera sus maestros.
Muchas novelas suyas
tienen, además, temas y títulos referidos a una canción particular como Dance, Dance, Dance (de The Dells), Norwegian Wood (los Beatles), y South of the Border, West of the Sun (La
primera parte es el título de una canción de Nat King Cole). Esta afición -la
música- recorre toda su obra.
Murakami es aficionado
al deporte: participa en maratones y triatlón, aunque no empezó a correr hasta
los 33 años. El 23 de junio de 1996 completó su primer ultramaratón, una
carrera de 100 kilómetros alrededor del lago Saroma en Hokkaido, Japón. Aborda
su relación con el deporte en De qué
hablo cuando hablo de correr (2008).
A finales del 2005
Murakami publica la colección de cuentos Tōkyō
Kitanshū, traducido libremente como Misterios
tokiotas. Más tarde editó una antología de relatos llamada Historias de cumpleaños, que incluye
textos de escritores angloparlantes, incluyendo uno suyo, preparado
especialmente para este libro.
Obra
Novelas
風の歌を聴け Kaze no uta wo Kike 1979 Escucha la canción del viento (2015,
Tusquets) Lourdes Porta
1973年のピンボール
1973-nen
no pinbōru
1980 Pinball 1973 (2015, Tusquets) Lourdes Porta
羊をめぐる冒険 Hitsuji wo meguru bōken 1982 La
caza del carnero salvaje (1992, Anagrama; 2016, Tusquets) A Wild Sheep Chase
(1989) Fernando Rodríguez-Izquierdo
Alfred Birnbaum
世界の終りとハードボイルド・ワンダーランド
Sekai no owari to
hādoboirudo wandārando 1985 El fin del mundo y un despiadado país de las
maravillas (2009, Tusquets)
Hard-Boiled Wonderland and the End of the World (1991)
Lourdes Porta
Alfred Birnbaum
ノルウェイの森
Noruwei no mori 1987 Tokio blues (Norwegian
Wood) (2005, Tusquets) Norwegian Wood (2000) Lourdes
Porta
Jay Rubin
ダンス・ダンス・ダンス Dansu
dansu dansu 1988 Baila, baila, baila (2012, Tusquets) Dance Dance Dance (1994) Gabriel Álvarez
Alfred Birnbaum
国境の南、太陽の西
Kokkyō no minami, taiyō no nishi 1992 Al sur de la frontera, al oeste del sol (2003,
Tusquets) South of the Border, West of the Sun (2000) Lourdes Porta Philip Gabriel
ねじまき鳥クロニクル
Nejimaki-dori kuronikuru 1995 Crónica del pájaro que da cuerda al mundo
(2001, Tusquets) The Wind-Up Bird Chronicle (1997) Lourdes Porta y Junichi Matsuura Jay Rubin
スプートニクの恋人
Supūtoniku no koibito 1999 Sputnik, mi amor (2002, Tusquets) Sputnik
Sweetheart (2001) Lourdes Porta y
Junichi Matsuura Philip Gabriel
海辺のカフカ
Umibe no Kafuka 2002 Kafka en la orilla (2006, Tusquets) Kafka on
the Shore (2005) Lourdes Porta Philip Gabriel
アフターダーク
Afutā Dāku 2004 After Dark (2008, Tusquets) After Dark (2007) Lourdes Porta Jay Rubin
1Q84 Ichi-kyū-hachi-yon 2009 1Q84 (2011, Tusquets)
1Q84 (2011) Gabriel Álvarez Jay Rubin y Philip Gabriel
色彩を持たない多崎つくると、彼の巡礼の年 Shikisai wo motanai Tazaki Tsukuru to, Kare no Junrei
no Toshi 2013 Los años de peregrinación del chico sin color
(2013, Tusquets) Colorless Tsukuru Tazaki and His Years of Pilgrimage (2014) Gabriel Álvarez Philip Gabriel
騎士団長殺し Kishidancho Goroshi 2017 La muerte del comendador (2018, libro 1; 2019,
libro 2; Tusquets) Killing Commendatore Yoko
Ogihara y Fernando Cordobés
Colecciones
de relatos
象の消滅 Zō no shōmetsu 2005 El
elefante desaparece (2016, Tusquets) The Elephant Vanishes (1993) 17 relatos
(1980-1991)
Fernando Cordobés y
Yoko Ohigara/ Alfred Birnbaum y Jay Rubin
神の子どもたちはみな踊る Kami
no kodomo-tachi ha mina odoru 2000 Después
del terremoto (2013, Tusquets) After the quake (2002) 6 relatos (1999-2000) Lourdes Porta/ Jay Rubin
めくらやなぎと眠る女 Mekurayanagi
to nemuru onna 2009 Sauce ciego, mujer dormida (2008, Tusquets) Blind
Willow, Sleeping Woman (2006)
24 relatos (1980-2005) Lourdes Porta/ Philip Gabriel y Jay Rubin
女のいない男たち Onna
no inai otokotachi 2014 Hombres sin mujeres (2015, Tusquets) Men
Without Women 6 relatos en la edición original (2014). 7 relatos en la edición
de Tusquets (incluye "Samsa enamorado", aparecido primero en la
antología Koishikute: Ten Selected Love Stories, de 2013) Gabriel Álvarez
Martínez/
No
publicada en inglés
Ensayos
Underground
(1997-1998), Tusquets, 2014
Retrato en jazz (1997),
no publicado en español
Así es: preguntémosle
al señor Murakami, no publicado en español
Retrato en jazz 2
(2001), no publicado en español
De qué hablo cuando
hablo de correr (2007), Tusquets, 2010
De qué hablo cuando
hablo de escribir (職業としての小説家,
Novelista como profesión, 2015), Tusquets, 2017
La casa del señor
Murakami (村上さんのところ,
2015), no publicado en español
Cuentos
ilustrados
Sueño (1990), traducido
al español por Lourdes Porta e ilustrado por Kat Menschik. Publicado por Libros del Zorro Rojo en 2013. Relato
incluido en la colección El elefante
desaparece.
La
biblioteca secreta (1990), traducido al español por
Lourdes Porta e ilustrado por Kat Menschik. Publicado por Libros del Zorro Rojo en 2014. Relato no incluido en las cuatro
colecciones de cuentos publicadas por Murakami.
Asalto
a las panaderías (1990), traducido al español por
Lourdes Porta e ilustrado por Kat Menschik. Publicado por Libros del Zorro Rojo en 2015.8 Incluye dos relatos: "Asaltar
la panadería" y "Asaltar de nuevo la panadería". Este último,
traducido como "Nuevo ataque a la panadería", está incluido en la
colección El elefante desaparece.
La
chica del cumpleaños (1996), traducido al español por
Lourdes Porta e ilustrado por Kat Menschik. Publicado como volumen independiente
por Tusquets en 2018. El relato fue incluido antes en el volumen Sauce ciego, mujer dormida (2008).
Diálogo
Wooku Donto Ran (Walk, Don't Run, 1981). Con Ryu
Murakami.
Haruki Murakami Goes to Meet Hayao Kawai (村上春樹、河合隼雄に会いにいく, 1996).
Absoluty on music. Conversations con Seiji Ozawa
(2011).
Entrevistas
"It Ain't Got that Swing (If It Don't Mean a
Thing): An Interview with Haruki Murakami" (2002). Cubre
temas como su formación, obras escritas, influencia del jazz en su escritura,
comentarios sobre el uso de la primera persona en sus escritos y la reacción de
los lectores estadounidenses a su obra.
"Nosotros los
japoneses" (2004). Selección de las respuestas que Murakami dio a John Wry
en su entrevista para The Paris Review 182.
"Interview with
Haruki Murakami" (2008). En la revista semanal alemana Der Spiegel.
"Escribo cosas
raras, muy raras" (2007). Por Juana Libedinsky para La Nación.
"Mis libros
triunfan en el caos" (2009). Por Jesús Ruiz Mantilla para El País.
"Haruki Murakami.
Corredor de fondo" (2009). Por David Morán para Rockdelux.
"El Gran Hermano ya
no es una amenaza. Sabemos defendernos" (2011). Por Martín Oehlen y Sabine
Vogel para El Cultural.
"Murakami, el
escritor que seguirá corriendo por el Nobel de Literatura" (2014). Por
Xavi Ayén para Las 2 Orillas.
"Murakami: es
candidato al Nobel pero se siente un patito feo" (2014). Por Steven Poole para The Guardian.
"This week in fiction: Haruki Murakami"
(2014): Por Deborah Treisman para The New Yorker.
"Doctor Murakami,
¿me escucha" (2015). Por Xavi Ayén para La Vanguardia.
1 comment:
Guau!!! Que bello cuento. Aquel que se cuenta y deja mil recobecos para continuar la historia. Queda prendido en un rincon del pensamiento con una puerta abierta.
Me gusto mucho. Me llevo a otro lugar, junto a la camarera de veinte años el día de su cumpleaños.
Gracias por esta entrega
Silvia Mottes
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