LAS LUNAS DE JÚPITER Alice Munro
Encontré a mi padre en el ala de
cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una
habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro
hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por
que pudieran cobrarle un suplemento.
– Yo no he
pedido una semiprivada – dijo. Le dije que probablemente las salas estuvieran
llenas.
– No. He visto
algunas camas vacías cuando me llevaban con la silla de ruedas.
– Entonces
será porque te tenían que conectar con esa cosa – le dije –. No te preocupes.
Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.
– Eso será
probablemente – dijo –. No querrían esos trastos en las salas. Supongo que eso
estará cubierto.
Le dije que
estaba segura de que sí. Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla
colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada
parpadeaba continuamente. El parpadeo iba acompañado de un nervioso zumbido
electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté
ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención – exagerar, de hecho, lo que
debería ser una actividad totalmente secreta – era buscar problemas. Cualquier
cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca. A mi padre
no parecía importarle. Decían que le tenían con tranquilizantes.
– “Ya sabes –
decía –, las pastillas de la felicidad”. Parecía tranquilo y optimista. Había
sido distinto la noche anterior. Cuando le llevé al hospital, a la sala de
urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se
quedó de pie y dijo despacio:
– Quizá sea
mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.
Utilizaba la
voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era
domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido
que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella misma voz flemática y
admonitoria:
– Janet,
¿sabes dónde hay polvos de levadura? Los quería para echarlos al fuego. Luego
dijo:
–Supongo que
ha sido culpa tuya… Coser en domingo.
Tuve que
esperar durante más de una hora en la sala de espera en urgencias. Llamaron a
un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo
pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre
se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente. Le pregunté
qué sucedería si no.
– Tendría que
estar en la cama – dijo el médico.
– ¿Cuánto
tiempo?
– Quizá tres
meses.
– He querido
decir, ¿cuánto tiempo vivirá?
– Eso es lo
que yo también he querido decir – dijo el doctor.
Fui a ver a mi
padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina
descorrida.
– Es malo,
¿verdad? – me preguntó –. ¿Te ha dicho lo de la válvula?
– No es tan
malo como podía ser – le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa
esperanzadora que el médico me hubiese dicho
– No estás en
peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo de demás.
– Por lo demás – dijo mi padre con pesimismo.
Yo estaba cansada de haber conducido
todo el camino hasta Dalgleish, preocupada por devolver el coche de alquiler a
tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en
la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y
probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos
meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la
cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle
decir: “Bueno, no he visto nada sobre ti en Maclean´s”. Y si hubiese leído algo
sobre mí diría: “Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje”. Su tono
sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de
espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por
conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si
no, tú tendrás la culpa. No me sorprendieron las noticias del médico. Estaba
preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por contármelo
con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una
herida o por mirar desde el endeble balcón de un edificio alto. Pensé: Sí, es
la hora; tiene que haber algo, aquí está. No sentí la protesta que habría
sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que
él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si
hubiese tenido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y
hablé con una especie de atormentadora alegría.
– Por lo demás,
estás pletórico – dije.
Al día
siguiente era de nuevo él mismo. Así es como yo lo habría expresado. Dijo que
ahora le parecía que el joven, el médico, pudiera haber estado demasiado
impaciente por operar.
– Un bisturí un poco fácil – dijo. Estaba
burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había
examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y
medicación podrían surtir efecto. Yo no pregunté qué efecto.
– Dice que
tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve
fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no lo creía, pero entonces
la mitad de las veces no te diagnosticaban lo que tenías. Mi padre no era
ciertamente alguien que fuese a buscar al médico. El recuerdo de la infancia de
mi padre, que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa – la
modesta granja, las hermanas atemorizadas, el padre severo –, me hicieron menos
resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los
barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hasta Gorderich, a la
luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía
encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de
hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque
una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce
cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo encontrar el fruto,
desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que
había llegado a una nueva parte del mundo. El muchacho fugado, el
superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no
buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven.
Incluso su torso desnudo, fornido y blanco – tenía el cuerpo de un trabajador
de su generación, raramente expuesto al sol – era un peligro para mí; parecía
tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la
edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se
parecían más a lo que yo estaba acostumbrada.
– ¿Y para qué
quiero que me operen? – decía mi padre razonablemente –.Piensa en el riesgo a
mi edad, ¿y para qué? Unos cuantos años como máximo. Creo que lo mejor que puedo
hacer es irme a casa y tomármelo con calma. Rendirme con elegancia. Eso es todo
lo que se puede hacer a mi edad. Tu actitud cambia, ¿sabes? Se sufren cambios
mentales. Parece más natural.
– ¿El qué? –
le pregunté.
– Bueno, la
muerte. No hay nada más natural. No, a lo que yo me refiero, en particular, es
a no operarme.
– ¿Eso parece
más natural?
– Sí.
– Tienes que
decidirlo tú – le dije, pero yo lo aprobaba. Eso era lo que yo habría esperado
de él. Siempre que hablaba a la gente de mi padre subrayaba su independencia,
su autosuficiencia, su paciencia. Trabajaba en una fábrica, trabajaba en su
jardín, leía libros de historia. Podía hablar de emperadores romanos o de las
guerras de los Balcanes. Nunca se quejaba. Judith, mi hija pequeña, había ido a
buscarme al aeropuerto de Toronto dos días antes. Había ido con el chico con el
que estaba viviendo, y cuyo nombre era Don. Se iban a México por la mañana, y
mientras yo estuviera en Toronto me quedaría en su apartamento. Por ahora vivo
en Vancouver. A veces digo que yo tengo mi centro de operaciones en Vancouver.
– ¿Dónde está
Nichola? – pregunté, pensando de inmediato en un accidente o en una sobredosis.
Nichola es mi hija mayor. Era estudiante del conservatorio, después se hizo
camarera, luego se quedó sin trabajo. Si hubiese estado en el aeropuerto,
probablemente yo habría dicho algo inoportuno. Le habría preguntado cuáles eran
sus planes y ella se habría echado el cabello hacia atrás con elegancia y
habría dicho: “¿Planes?”, como si fuese una palabra que yo hubiese inventado.
– Sabía que lo
primero que harías sería preguntar por Nichola.
–No es así. He
dicho hola y…
– Bueno, coge
tu maleta – dijo Don con voz neutral.
– ¿Está bien?
– Estoy segura
de que sí – dijo Judith en un falso tono de burla –. No estarías sí si fuese yo
quien no estuviera aquí.
– Pues claro
que sí.
– No. Nichola
es el bebé de la familia. ¿Sabes? Tiene cuatro años más que yo.
– Yo debería
saberlo.
Judith dijo
que no sabía exactamente dónde estaba Nichola. Dijo que Nichola se había ido de
su apartamento (¡aquel basurero!) y que la había telefoneado incluso (lo que ya
es mucho, se podría decir, que Nichola telefonee) para decir que quería estar
incomunicada durante un tiempo, pero estaba bien.
– Le dije que
te ibas a preocupar – dijo Judith más amablemente, camino de la camioneta. Don
estaba delante, con mi maleta –. Pero no te preocupes. Está bien, créeme.
La presencia de Don me
incomodaba. No me gustaba que él oyera estas cosas. Pensé en las conversaciones
que debían de haber tenido, Don y Judith. O Don, Judith y Nichola, porque
Nichola y Judith estaban a veces en buenas relaciones. O Don, Judith, Nichola y
otros cuyos nombres ni siquiera conocía. Habría hablado de mí. Judith y Nichola
intercambiando opiniones, contando anécdotas; analizando, lamentando, culpando,
perdonando. Ojalá hubiese tenido un chico y una chica. O dos chicos. No habrían
hecho eso. Los chicos probablemente no pueden saber tanto de una. Yo hacía lo
mismo a esa edad. Cuando tenía la edad que tiene ahora Judith hablaba con mis amigos
en la cafetería de la facultad, o por la noche, tomando café en nuestras
habitaciones baratas. Cuando tenía la edad que Nichola tiene ahora, yo la tenía
a ella en un capazo, o revolviéndose en mí regazo, y tomaba también café todas
las tardes lluviosas de Vancouver, con una vecina amiga, Ruth Boudreau, que
leía mucho y estaba desconcertada por su situación, como yo. Hablábamos de
nuestros padres, de nuestras infancias, aunque durante algún tiempo no hablamos
de nuestros matrimonios. Cuán minuciosamente tratamos de nuestros padres y
madres, lamentamos sus casamientos, sus equivocadas ambiciones o su miedo a la
ambición, con cuánta competencia los archivamos, los definimos más allá de
cualquier posibilidad de cambio. Qué presunción. Observé a Don caminando
delante. Un muchacho alto y de aspecto ascético, con el cabello oscuro cortado
a la manera de los franciscanos y un estudiado asomo de barba. ¿Qué derecho
tenía a oír hablar de mí, a saber cosas de mí misma que probablemente yo había
olvidado? Decía que su barba y su estilo de peinados eran afectados. Una vez,
cuando mis hijas eran pequeñas, mi padre me dijo:
–¿Sabes? Esos
años en los que crecías…, bueno, son solo una especie de impresión borrosa para
mí. No puedo distinguir un año de otro.
Yo me ofendí.
No recordaba cada año distinto con dolor y claridad. Podría haber dicho la edad
que tenía cuando iba a ver los trajes de noche en el escaparate de Benbow´s
Ladies´Wear. Cada semana, durante todo el invierno, un traje nuevo, iluminado –
el de lentejuelas y tui, el rosa y lila, el zafiro, el narciso trompón –, y yo,
una adoradora de la fangosa acera. Podría haber dicho la edad que tenía cuando
falsifiqué la firma de mi madre en un boletín de malas notas, cuando tuve el
sarampión, cuando empapelamos la habitación delantera. Pero los años en que
Judith y Nichola eran pequeñas, cuando yo vivía con su padre, sí, borrosos
sería la palabra adecuada. Recuerdo tender pañales, recoger y doblar pañales;
puedo recordar las cocinas de dos casas y dónde estaba el cesto de la ropa.
Recuerdo los programas de televisión: Popeye el marino, Los tres secuaces,
Divertirama. Cuando empezaba Divertirama era el momento de dar la luz y hacer
la cena. Pero no podía diferenciar los años. Vivíamos en las afueras de
Vancouver en un barrio dormitorio: dormir, dormitorio, dormilón…, algo así.
Entonces estaba siempre soñolienta; el embarazo me daba sueño, y los biberones
nocturnos, y la lluvia incesante de la costa Oeste. Oscuros cedros goteando, el
laurel brillante goteando, las esposas bostezando, sesteando, haciendo visitas,
bebiendo café y doblando pañales; los maridos llegando a casa por la noche
desde la ciudad atravesando el agua. Cada noche le daba un beso a mi marido
cuando llegaba a casa con su Burberry empapada y esperaba que me despertara;
servía carne y patatas y una de las cuatro verduras que él toleraba. Comía con
un apetito voraz, y luego se quedaba dormido en el sofá de la sala. Nos
habíamos convertido en una pareja de caricatura, más de mediana edad a nuestros
veinte años de lo que seríamos en la edad madura. Esos torpes años son los años
que nuestras hijas recordarán toda su vida. Rincones de los patios que yo nunca
visité permanecerán en sus mentes.
– ¿No quería
verme Nichola? – le pregunté a Judith.
– La mitad de
su tiempo no quiere ver a nadie – respondió.
Judith se
adelantó y tocó el hombro de Don. Yo conocía un gesto: una disculpa, una
seguridad ansiosa. Tocas a un hombre de ese modo para recordarle que estás
agradecida, que te das cuenta de que estás haciendo por ti algo que le aburre o
que hace peligrar ligeramente su dignidad. Ver a mi hija tocar a un hombre – a
un chico –, de ese modo me hacía sentirme más mayor de lo que me harían sentir
los nietos. Sentí su triste nerviosismo, podía predecir sus sumisas atenciones.
Mi franca y robusta hija, mi cándida y rubia hija. ¿Por qué iba yo a pensar que
ella no sería susceptible, que siempre sería directa, de paso firme,
independiente? Del mismo modo que voy por ahí diciendo que Nichola es tímida y
solitaria, fría, seductora. Muchas personas deben de conocer cosas que
contradirían lo que yo digo.
Por la mañana
Don y Judith partieron hacia México. Decidí que quería ver a alguien que no
tuviese parentesco conmigo y que no esperase nada en especial de mí. Telefoneé
a un antiguo amante mío, pero respondió un contestador: “Al habla Tom Shepherd.
Voy a estar fuera de la ciudad durante el mes de septiembre. Por favor, deje su
mensaje, nombre y número de teléfono”. La voz de Tom sonaba tan agradable y
familiar que abría la boca para preguntarle el significado de ese disparate.
Después colgué. Sentí como si me hubiera fallado deliberadamente, como si
hubiésemos quedado en encontrarnos en un lugar público y luego no se hubiera
presentado. Recordé que una vez lo había hecho. Me puse un vaso de vermut,
aunque aún no eran las doce, y telefoneé a mi padre.
– ¡Vaya! –
dijo–. Quince minutos más tarde y no me habrías encontrado.
– ¿Ibas a ir
al centro?
– Al centro de
Toronto. Me explicó que se iba al hospital. Su médico de Dalgleish quería que
los médicos de Toronto le echasen un vistazo, y le había entregado una carta
para que la enseñara en la sala de urgencias.
– ¿En la sala
de urgencias? – dije.
– No es una
urgencia. Parece ser que él cree que esta es la mejor forma de hacerlo. Conoce
el nombre de alguien de allí. Si tuviese que darme hora, podría ser cuestión de
semanas.
– ¿Sabe tu
médico que piensas conducir hasta Toronto? – le pregunté.
– Bueno, no me
dijo que no pudiera.
El resultado
de esto fue que alquilé un coche, fui hasta Dalgleish, volví con mi padre a
Toronto y estaba con él en la sala de urgencias a las siete de la tarde. Antes
de que Judith se fuera le dije:
– ¿Estás
segura de que Nichola sabe que me quedo aquí?
– Bueno, yo se
lo he dicho – me contestó. A veces sonaba el teléfono, pero siempre era un
amigo de Judith.
– Bueno,
parece que me la voy a hacer – dijo mi padre. Aquello fue el cuarto día. Había
cambiado completamente de postura en una sola noche –.
Parece que no
haya razón para no hacerlo. No sabía qué quería que redijera. Pensé que quizá
esperaba de mí una protesta, un intento de disuadirle.
– ¿Cuándo lo
harán? – pregunté.
– Pasado
mañana. Le dije que iba al lavabo. Fui hasta donde estaban las enfermeras y
encontré allí a una mujer que pensé que era la enfermera jefe. En todo caso,
tenía el pelo cano, era amable y parecía seria.
– ¿Va a ser
operado mi padre pasado mañana? – le pregunté.
– Sí.
– Solo quería
hablar de ello con alguien.
Creí que se
había acordado la decisión de que era mejor no hacerlo. Por su edad.
– Bueno, es su
decisión y la del médico – me sonrió con condescendencia –.Es duro tomar estas
decisiones.
– ¿Cómo están
sus pruebas?
– Bueno, no
las he visto todas.
Yo estaba
segura de que sí. Al cabo de un momento dijo:
– Tenemos que
ser realistas, pero los médicos son muy buenos aquí.
Cuando volví a
la habitación mi padre dijo, con voz sorprendida:
– Mares sin
playa.
– ¿Cómo? –
dije. Me pregunté si se había enterado de cuánto, o de qué poco tiempo podía
esperar vivir. Me pregunté si las pastillas le habían dado una euforia
precaria. O si había querido jugar. Una vez que me hablaba sobre su vida, me
dijo: “El problema era que yo siempre tenía miedo a arriesgarme”. Yo
acostumbraba a decirle a la gente que él nunca hablaba con pesar de su vida,
pero eso no era cierto. Era solo que yo no lo escuchaba. Decía que debería
haberse alistado en el ejército, que habría estado en mejor posición. Decía que
debería haberse instalado por su cuenta, como carpintero, después de la guerra.
Debería haberse ido de Dalgleish. Una vez dijo: “¿Una vida malgastada, eh?”.
Pero se estaba burlando de sí mismo al decir aquello, porque era algo muy
dramático. También cuando recitaba poesía tenía siempre una nota burlona en la
voz, para disculpar la exhibición y el placer.
– Mares sin
playa – dijo de nuevo –. Detrás de él las grises Azores,/ detrás las puertas de
Hércules;/ delante de él sin traza de playas,/ delante de él solo mares sin
playa. Eso era lo que tenía en la cabeza anoche. Pero ¿crees que podía recordar
qué clases de playas? No podía. ¿Playas solitarias? ¿Playas vacías? Estaba en
el buen camino, pero no podía acordarme. Pero ahora, cuando has entrado en la
habitación y no estaba pensando en ello, me vino la palabra a la cabeza.
Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? No es tan sorprendente. Le hago una pregunta
a mi mente. La respuesta está allí, pero yo no puedo ver todas las relaciones
que está estableciendo mi mente para llegar a ella. Como un ordenador. Nada
fuera de sitio. ¿Sabes?, en mi situación sucede que, si algo que no puedes
explicar de inmediato, hay una gran tentación de, bueno, de hacer de ello un
misterio. Hay una gran tentación de creer en…, ya sabes.
– ¿El alma? –
dije, con delicadeza, sintiendo un asombroso torrente de amor y entrega.
– ¡Oh, supongo
que se le puede llamar así? ¿Sabes?, cuando llegué a esta habitación había un
montón de periódicos al lado de la cama. Alguien los había dejado allí, eran de
esa clase de publicaciones sensacionalistas que nunca había leído. Empecé a
leerlos. Habría leído cualquier cosa fácil. Había una serie de experiencias
personales de gente que había muerto, médicamente hablando, la mayoría de paro
cardíaco, y que había vuelto a la vida. Era lo que ellos recordaban del tiempo
en que estuvieron muertos. Sus experiencias.
– ¿Agradables
o no? – le dije.
– Agradables.
Sí, sí. Flotaban un poco más y reconocían a algunas que conocían y que había
muerto antes que ellos. No es que los vieran exactamente, sino que era algo así
como si los percibiesen. A veces había un canturreo y a veces una especie de…,
¿cómo se llama esa luz o ese color que hay alrededor de una persona?
– ¿Aura?
– Oh, no sé.
Todo se basa en si quieres creer en esa clase de cosas o no. Y si vas a
creértelas, a tomártelas en serio, me imagino que tienes que tomarte en serio
todo lo demás que publican esos periódicos.
– ¿Qué más
publican?
– Basura:
curas de cáncer, de calvicie, cólicos en la generación joven y en los
holgazanes ricos. Disparates de las estrellas de cine.
– Ah, sí, ya.
– En mi
situación, hay que vigilar – dijo –, o empezarías a gastarte jugarretas a ti
mismo. –Luego dijo – : Hay unos cuantos pormenores prácticos que deberíamos
poner en orden – y me habló de su testamento, de la casa, del solar del
cementerio. Todo era sencillo.
–¿Quieres que
telefonee a Peggy? – le pregunté. Peggy es mi hermana. Está casada con un
astrónomo y vive en Victoria. Se lo pensó.
– Supongo que
deberíamos decírselo – dijo finalmente – Pero no los alarmes.
– De acuerdo.
– No, espera
un momento. Sam va a ir a una conferencia a finales de esta semana, y Peggy
estaba pensando en acompañarle. No quiero que se planteen cambiar de planes.
– ¿Dónde es la
conferencia?
– En Ámsterdam
– dijo con orgullo. Se enorgullecía realmente de Sam, y estaba al corriente de
sus libros y de sus artículos. Cogía uno y decía: “Mirátelo, ¿quieres? ¡Y yo
que no entiendo ni una palabra!”, con un voz maravillada que conseguía no
obstante mostrar una sombra de ridículo.
– El profesor
Sam – decía – . Y los tres pequeños Sams. Así es como llamaba a sus nietos, que
se parecían a su padre en inteligencia y en un casi atractivo empuje, un
inocente y enérgico alardeo. Iban a una escuela privada que apoyaba la
disciplina anticuada y que comenzaba el cálculo en el quinto grado.
– Y los perros
– podía seguir enumerando –, que han ido a la escuela de adiestramiento. Y
Peggy… – Pero si yo decía:
– ¿Crees que
ella también ha ido a una escuela de adiestramiento? – él no seguía el juego.
Yo imagino que cuando estuviera con Sam y Peggy hablaría de mí del mismo modo:
aludiría a mi arbitrariedad del mismo modo que aludía a su gravedad, haría
bromas suaves a mi costa, no ocultaría del todo su sorpresa (o haría ver que no
la ocultaba) porque la gente pagase dinero por cosas que yo había escrito.
Tenía que hacer esto para que no pareciese nunca que alardeaba, pero paraba
cuando las bromas se hacían demasiado pesadas. Y, desde luego, después encontré
en la casa cosas mías que había guardado: unas cuantas revistas, recortes de
periódicos, cosas por las que yo nunca me había preocupado. En aquel momento
sus pensamientos iban de la familia de Peggy a la mía:
– ¿Has sabido
algo de Judith? – preguntó.
– Aún no.
– Bueno, aún
es pronto. ¿Iban a dormir en la furgoneta?
– Sí.
– Supongo que
será lo suficientemente segura, si paran en los lugares adecuados. Sabía que
tenía que decir algo más y sabía que surgiría como una broma.
– Supongo que
pondrán una tabla en medio, como los pioneros. Yo sonreí, pero no respondí.
– Entiendo que
no tienes nada que objetar.
– No – le
dije.
– Bien, yo
siempre lo vi así. No te metas en los asuntos de tus hijos. Yo intenté no decir
nada. Nunca dije nada cuando dejaste a Richard.
– ¿Qué quieres
decir con “no dije nada”? ¿Criticar?
– No era
asunto mío.
– No.
– Pero eso no
quiere decir que me gustase. Me sorprendió, no solo por lo que decía, sino porque
considerase que no tenía ningún derecho, ni siquiera ahora, a decirlo. Tuve que
mirar por la ventana, al tráfico de abajo, para controlarme. Hace mucho tiempo,
me dijo de ese modo afable suyo:
– Es curioso.
La primera vez que vi a Richard me recordó lo que mi padre acostumbraba a
decirme. Decía: “Si aquel tipo fuese la mitad de inteligente de lo que cree que
es, sería el doble de inteligente de lo que es en realidad”.
Me volví para
recordarle aquello, pero me encontré mirando la línea que iba describiendo su
corazón. No era que pareciese que algo funcionaba mal, que hubiera alguna
diferencia en los zumbidos y en los puntos. Pero allí estaba. El vio dónde
miraba.
– Ventaja
desleal – dijo.
– Lo es – le
respondí –. A mí también van a tener que conectarme. Reímos, nos dimos un beso
formal y me fui. Al menos no me había preguntado por Nichola, pensé. La tarde
siguiente no fui al hospital, porque a mi padre tenían que hacerle más pruebas,
para prepararlo para la operación. Tenía que ir por la noche. Me encontré
paseando por las tiendas de ropa de Bloor Street, probándome vestidos. Me había
entrado una preocupación por la moda y por mi propio aspecto, parecida a un
rabioso dolor de cabeza. Miré a las mujeres por la calle, la ropa en las
tiendas, intentando descubrir cómo podría llevar a cabo una transformación, qué
tendría que comprar. Reconocía que era una obsesión, pero tenía problemas para
desprenderme de ella. Había gente que me había dicho que esperando noticias de
vida o muerte se había quedado delante de una nevera abierta comiendo cualquier
cosa que viera: patatas hervidas frías, salsa de chile, cuencos de nata. O
había sido incapaz de dejar de hacer crucigramas. La atención se limita a algo
– alguna distracción –, se agarra a ella, se vuelve frenéticamente seria.
Revolví prendas de los percheros, me las probé en pequeños probadores en los
que hacía calor, delante de crueles espejos. Sudaba; una o dos veces creí que
iba a desmayarme. De nuevo en la calle, pensé que debía alejarme de Bloor
Street, y decidí ir al museo. Recordaba otra vez, en Vancouver. Fue cuando
Nichola iba al jardín de infancia y Judith era un bebé. Nichola había ido al
médico por un resfriado, o quizá para un examen de rutina, y el análisis de
sangre mostraba algo en sus glóbulos blancos, o que había demasiados o que se
habían hecho grandes. El médico pidió más análisis y yo llevé a Nichola al
hospital para que se los hicieran. Nadie mencionó la leucemia, pero yo sabía,
desde luego, lo que estaban buscando. Y cuando llevé a Nichola a casa le pedí a
la canguro que había estado con Judith que se quedase por la tarde, y me fui de
compras. Me compré el vestido más atrevido que haya tenido nunca, una especie
de funda de seda negra con algún adorno de encaje en el delantero. Recuerdo
aquella radiante tarde de primavera, los zapatos altos en los grandes
almacenes, la ropa interior con estampado de leopardo. También recordaba la
vuelta a casa desde el hospital de St. Paul por el puente de Lions Gate en el
autobús atestado, llevando a Nichola sobre mis rodillas. De repente ella
recordó el nombre que le daba de pequeñita al puente y me dijo en voz baja:
“Pente, po el pente”. No evité tocar a mi hija– Nichola era esbelta y grácil
incluso entonces, con un culito precioso y un cabello oscuro y fino –, pero me
di cuenta de que la estaba tocando de una forma distinta, aunque yo no creía
que ello pudiera ser nunca detectado. Había un cuidado – no exactamente un
retraimiento sino un cuidado – para no sentir demasiado. Vi que las formas del
amor se pueden mantener con una persona condenada, pero con el amor en realidad
medido y disciplinado, porque hay que sobrevivir. Se podía hacer de forma tan
discreta que el objeto de dicho cuidado no sospecharía, del mismo modo que
tampoco sospecharía la misma sentencia de muerte. Nichola no sabía, no lo
sabría. Le llegarían juguetes y besos y bromas; nunca lo sabría, aunque a mí me
preocupaba que sintiera el viento por entre las grietas de las vacaciones
inventadas, de los días normales inventados. Pero todo estaba bien. Nichola no
tenía leucemia. Creció, aún seguía viva, y probablemente feliz. Incomunicada.
No podía pensar en qué quería ver realmente del museo; de modo que fui hasta el
planetario. Nunca había estado enano. La sesión iba a empezar dentro de diez
minutos. Entré, compré una entrada y me puse a la cola. Había una clase entera
de colegiales, quizá dos, con profesores y madres voluntarias llevando el
grupo. Miré alrededor para ver si había otros adultos sueltos. Solo uno, un
hombre con a cara roja y los ojos hinchados, que parecía estar allí para evitar
ir a un bar. Una vez dentro, nos sentamos en asientos maravillosamente cómodos
que estaban reclinados hacia atrás de modo que estabas en una especie de
hamaca, con la atención dirigida a la parte cóncava del techo, que pronto se
convirtió en azul oscuro, con un ligero reborde de luz alrededor. Había una
música espléndida e impresionante. Los adultos iban haciendo callar a los
niños, intentando que dejasen de hacer crujir sus bolsas de patatas fritas.
Entonces la voz de un hombre que salía de las paredes, una voz profesional y
elocuente, comenzó a hablar, despacio. La voz me recordaba un poco a la forma
en que los locutores de radio anunciaban una pieza de música clásica o
describían el avance de la familia real hasta la abadía de Westminster en uno
de sus eventos reales. Había un ligero efecto de cámara de resonancia. El
oscuro techo se estaba llenado e estrellas. No salían todas a la vez, sino una
detrás de otra, de la forma en que las estrellas salen realmente por la noche,
aunque más rápidamente. Apareció la Vía Láctea, se acercó, las estrellas
flotaban en el brillo y seguían, desapareciendo más allá de los límites de la
pantalla estelar, o detrás de mi cabeza. Mientras el torrente de luz
continuaba, la voz presentaba los sorprendentes hechos. “Hace unos cuantos años
luz – anunciaba –, el sol aparece como una estrella brillante, y los planetas
no son visibles. Hace unas cuentas docenas de años luz, es solo aproximadamente
la milésima parte de la distancia desde el sol hasta el centro de nuestra
galaxia, un galaxia que contiene unos doscientos mil millones de soles. Y es, a
su vez, una entre millones, quizá miles de millones, de galaxias”. Repeticiones
innumerables, variaciones innumerables. Todo esto pasaba también por mi cabeza,
como fogonazos. Luego se abandonaba el realismo, en aras del artificio
familiar. Un modelo del sistema solar iba dando vueltas con su elegante estilo.
Un aparato brillante despegaba de la Tierra, dirigiéndose hacia Júpiter. Puse
mi esquiva y evasiva mente a tomar firmemente nota de los hechos. La masa de
Júpiter, dos veces y media la de los demás planetas juntos. La gran mancha
roja. Las trece lunas. Más allá de Júpiter, una mirada a la excéntrica órbita
de Plutón, los helados anillos de Saturno. De nuevo en la Tierra y pasando al
caliente y brillante Venus. La presión atmosférica, noventa veces la nuestra.
Mercurio, sin luna, que da tres vueltas de rotación mientras gira dos veces
alrededor del sol; un arreglo extraño, notan satisfactorio como el que nos
contaban: que daba una vuelta de rotación mientras giraba alrededor del sol.
Sin oscuridad perpetua, después de todo. ¿Por qué nos dieron una información
tan segura para anunciarnos después que estaba equivocada? Finalmente, la
imagen ya familiar de las revistas: el suelo rojo de Marte, el fluorescente
suelo rojo. Cuando terminó la sesión me quedé en la silla mientras los niños
trepaban por encima de mí sin comentar nada de lo que acababan de ver o de oír.
Estaban importunando a sus cuidadores para que les dieran chucherías y más
diversión. Éstos habían hecho un esfuerzo por captar su atención, para
apartarlas de las palomitas y de las patatas fritas y fijarla en distintas
cosas conocidas y desconocidas y en inmensidades horribles, y parecían haber fracasado.
Algo bueno, también, pensé. Los niños tienen una inmunidad natural, la mayoría
de ellos, y no deberá ser alterada. En cuanto a los adultos que lo lamentaran,
quienes habían promovido aquel espectáculo, ¿no eran ellos mismos inmunes hasta
el punto de que podían añadir los efectos de la cámara de resonancia, la
música, la solemnidad eclesiástica, simulando el temor que suponían que los
niños debían de sentir? Temor… ¿qué se suponía que era? ¿Escalofríos al mirar
por la ventana? Una vez que se sabía lo que era, no se podía provocar. Llegaron
dos hombres con escobas para barrer los desperdicios que la audiencia había
dejado a su paso. Me dijeron que la siguiente sesión empezaría al cabo de
cuarenta minutos. Mientras tanto, tenía que salir.
– Fui a la sesión
del planetario – le dije a mi padre –. Fue muy interesante… Sobre el sistema
solar. – Pensé en la palabra tan tonta que había utilizado: “interesante”–. Es
como un templo ligeramente falsificado – añadí. Él ya estaba hablando:
– Recuerdo
cuando descubrieron Plutón. Exactamente donde esperaban encontrarlo. Mercurio,
Venus, Tierra, Marte – recitaban –. Júpiter, Saturno, Nept… no, Urano, Neptuno
y Plutón. ¿Es así?
– Sí – dije.
Me alegraba de que no hubiese oído lo que había dicho del templo falsificado.
Lo había dicho para ser sincera, pero sonaba a tramposo y a superior –.
–Dime las
lunas de Júpiter.
– Bueno, no
conozco las nuevas. Hay un montón de nuevas, ¿verdad?
– Dos, pero no
son nuevas.
– Nuevas para
nosotros – dijo mi padre –. Te has vuelto muy descarada ahora que me van a
rajar. –“Rajar”. Qué expresión. Aquella noche no estaba en la cama, su última
noche. Le habían desconectado de sus aparatos y estaba sentado en una silla
junto a una ventana. Tenía las piernas desnudas y llevaba una bata del hospital,
pero no se le veía cohibido ni fuera de lugar. Se le veía pensativo pero de
buen humor, un anfitrión afable.
– Ni siquiera
has dicho las antiguas – le dije.
– Dame tiempo.
Galileo les puso el nombre. Io. – Ya has empezado.
– Las lunas de
Júpiter fueron los primeros cuerpos celestes descubiertos con el telescopio –
dijo con gravedad, como si pudiera ver la frase en un libro antiguo –. No fue
Galileo quien les dio los nombres, tampoco; era un alemán. Io, Europa,
Ganimedes, Calisto. Ahí las tienes.
– Sí.
– Io y Europa
eran novias de Júpiter, ¿verdad? Ganimedes era un chico. ¿Un pastor? No sé
quién era Calisto.
– Creo que
también era una novia – le dije –. La mujer de Júpiter – la mujer de Jove – la
convirtió en un oso y la colocó en el cielo. La Osa Mayor y la Osa Menor. La
Osa Menor era su niña. El altavoz dijo que era la hora de que las visitas se
marcharan.
– Te veré
cuando salgas de la anestesia – le dije.
– Sí. Cuando
llegué a la puerta me llamó.
– Ganimedes no
era ningún pastor. Era el copero de Júpiter.
Cuando me
marché del planetario aquella tarde, atravesé el museo hacia el jardín chino.
Vi de nuevo los camellos de piedra, los guerreros, la tumba. Me senté en un
banco que daba a Bloor Street. A través de los matorrales siempre verdes y la
alta verja de hierro observé a la gente pasar a la luz de la caída de la tarde.
El espectáculo del planetario había logrado lo que yo quería, después de todo;
me había tranquilizado, me había secado. Vi a una chica que me recordó a
Nichola. Llevaba un impermeable y una bolsa de comestibles. Era más baja que
Nichola, realmente no se parecía mucho a ella, pero pensé que podría ver a
Nichola. Estaría por alguna calle quizá no lejos de allí, agobiada, preocupada,
sola. Ella era ahora una de las personas adultas del mundo, uno de los
compradores volviendo a casa. Si realmente la veía, podría quedarme sentada y
mirar, pensé. Me sentía como una de aquellas personas que habían flotado en el
cielo, disfrutando de una breve muerte. Un alivio, mientras dura. Mi padre
había escogido y Nichola había escogido. Algún día, probablemente pronto,
sabría de ella, pero equivalía a lo mismo. Pensé en levantarme y acercarme
hasta la tumba, para ver las tallas en relieve, los cuadros en piedra, que
están a su alrededor. Siempre pensaba en verlos y nunca lo hacía. Tampoco lo
haría esta vez. Hacía frío fuera, de modo que entré, a tomar un café y a comer
algo antes de volver al hospital.
De Las lunas
de Júpiter, Debolsillo, 2010
Alice Munro nació en Wingham,
Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa
provincia canadiense, en una época de depresión económica; esta vida tan
elemental fue decisiva como trasfondo en gran parte de sus relatos.
Conoció muy joven a James Munro,
en la Universidad de Western Ontario, donde ejerció trabajos manuales para
pagarse sus estudios. Se casó en 1951, y el matrimonio se instaló en Vancouver.
Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó
a Victoria, donde regentó con su marido una librería.
Se divorció en 1972, y al
regresar a su provincia natal se convirtió en una fructífera
escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con
Gerald Fremlin. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya
bien orientada.
Premios
Ha ganado tres veces
el premio canadiense a la creación literaria, «Premio Literario Governor
General's».
En 1998, ganó el National
Book Critics Circle estadounidense por El amor de una mujer
generosa.
En España fue premiada
con el Premio Reino de Redonda en 2005, por
Javier Marías, y en 2011 con el Premio Tormenta por
su libro Demasiada felicidad.
En 2013, le fue
otorgado el Premio Nobel de Literatura.
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