Tuesday, December 08, 2015

CARSON MC CULLERS

Un árbol, una roca, una nube
CARSON MC CULLERS

Llovía aquella mañana y todavía estaba muy oscuro. El chico de los periódicos había terminado casi su recorrido cuando llegó al cafetín y entró a tomarse una taza de café. Era un sitio que estaba abierto toda la noche y pertenecía a un hombre amargado y mezquino llamado Leo. Después de la calle desolada y vacía, tenía un aire simpático y alegre; junto a la barra había un par de soldados, tres tejedores de la fábrica y, en una esquina, un hombre encorvado, con las narices y media cara dentro de un jarro de cerveza. El chico llevaba un casco como el de los aviadores. Cuando entró en el café se desató el barboquejo y levantó la orejera derecha sobre su orejita colorada. Casi siempre, mientras bebía el café, alguien le decía algo cariñoso. Pero esa vez Leo no le miró y ninguno de los hombres le habló. Pagó, y ya se iba, cuando una voz llamó:
—Hijo. Eh, hijo.
Se volvió y el hombre de la esquina le hacía señas con el dedo llamándole. Había levantado la cara del jarro de cerveza y parecía de repente muy alegre. El hombre era largo y pálido, con una gran nariz y el pelo anaranjado marchito.
—Eh, hijo.
El chico de los periódicos fue hacia él, Era un chiquillo escuchimizado de unos doce años, con un hombro más alto que otro por el peso del saco de periódicos. Tenía la cara chupada y pecosa y sus ojos eran unos ojos redondos de niño.
—¿qué, señor?
El hombre puso una mano sobre los hombros del chico de los periódicos, luego le cogió la barbilla y le movió despacio la cara de un lado para otro. El chico retrocedió incómodo.
—Diga, ¿qué quiere?
La voz del chico era chillona. El café de pronto se quedó muy silencioso. El hombre dijo despacio: Te quiero. 
En la barra los hombres se rieron; el chico ya se había echado para atrás, y quería irse, no sabía qué hacer. Miró por encima del mostrador a Leo y Leo le miraba con una mueca aburrida de burla. El chico intentó reírse también, pero el hombre estaba serio y triste. 
—No he querido tomarte el pelo, hijo. Siéntate y toma una cerveza conmigo. Tengo que explicarte una cosa—dijo.
Cautamente, con el rabillo del ojo, el chico de los periódicos consultó con los hombres de la barra, preguntándoles qué hacer. Pero ellos habían vuelto a sus cervezas y a sus desayunos y no le hicieron caso. Leo puso en el mostrador una taza de café y una jarrita de nata.
—Es menor de edad— dijo.
El chico de los periódicos trepó hacia el taburete. Su oreja, debajo de la orejera levantada, era muy pequeña y muy colorada. El hombre asentía con la cabeza seriamente.
—Es importante— dijo. Y buscó en el bolsillo de atrás y sacó algo que enseñó en la palma de la mano para que lo viera el chico.
—Míralo atentamente— dijo. 
El chico miró, pero no había nada que mirar con atención. El hombre tenía una fotografía en la palma de la mano grande y mugrienta. Era un rostro de mujer. Tan borroso que solamente se veían con claridad el traje y el sombrero que llevaba. 
— ¿Ves? —dijo el hombre. 
El chico asintió y el hombre le enseñó otra fotografía. La mujer estaba de pie en una playa, en traje de baño. El traje de baño le hacía un estómago muy grande, eso era lo primero que se notaba.
— ¿Has mirado bien?— Se inclinó más todavía acercándose y, finalmente, preguntó:
—¿La habías visto antes?
El chico estaba sentado sin moverse, mirando de soslayo al hombre.
— No, que yo sepa.
— Muy bien— El hombre se volvió a meter las fotografías en el bolsillo—, era mi mujer.
 — ¿Murió?— preguntó el chico.
Despacio, el hombre negó con la cabeza. Frunció los labios como si fuera a silbar y contestó de manera indecisa:
— Eh…—dijo—, te explicaré. 
La cerveza, en el mostrador, delante del hombre, estaba en su gran jarro oscuro. No la cogió para beber; en vez de eso, se inclinó y, poniéndose la cara sobre el borde, estuvo así un momento. Luego, con ambas manos, agarro el jarro y sorbió. 
— Cualquier noche te vas a dormir con tu narizota dentro del jarro y te ahogarás —dijo Leo—. “Eminente forastero ahogado en cerveza”. Sería una muerte muy graciosa. 
El chico de los periódicos trató de hacer una seña a Leo. Cuando el hombre no miraba volvió la cabeza e hizo un gesto con la boca preguntando sin hablar: “¿Borracho?” Pero Leo levantó las cejas y se volvió para poner dos trozos de tocino en la parrilla. El hombre apartó de él el jarro, se irguió y juntó sus manos sueltas y huesudas sobre el mostrador. Tenía la cara triste, mirando al chico. No pestañeaba; sólo, de vez en cuando, bajaba los ojos de color verde pálido. Estaba casi amaneciendo y el chico se cambió de hombro el peso del saco de periódicos. 
— Estoy hablando de amor —dijo el hombre—. Para mí es una ciencia. 
El chico se empezó a escurrir del taburete. Peor el hombre levantó el índice y hubo algo que retuvo al chico, que no le dejó moverse. 
— Hace doce años me casé con la mujer de la fotografía. Fue mi mujer durante un año, nueve meses, tres días y dos noches. La quería. Sí… —aclaró su voz ronca y dijo de nuevo—, la quería y pensaba que ella también me quería a mí. Yo era maquinista de ferrocarriles. Ella tenía todas las comodidades y lujos en  caso. Nunca se me pasó por la cabeza que no estuviera satisfecha. Pero, ¿sabes lo que pasó?
            — ¡Hummm…!— dijo Leo.
El hombre no quitaba los ojos de la cara del chico:
—Me dejó. Una noche, cuando volví, la casa estaba vacía y ella se había ido. Me dejó.
—¿Con un fulano? —preguntó el chico—
Suavemente, el hombre puso la palma de la mano sobre el mostrador.
—Claro, naturalmente, hijo. Una mujer no se escapa de esa manera, sola.
El café estaba tranquilo; la lluvia, negra e interminable, en la calle. Leo aplastó el tocino que se estaba friendo en las púas de su gran tenedor.
—Así que llevas doce años persiguiendo a esa… ¡Asqueroso viejo verde! —
El hombre miró a Leo por primera vez:
—Por favor, no seas grosero. Además, no te estoy hablando  a ti —se volvió al chico y le dijo en tono de confianza y secreto:
—No vamos a hacerle ningún caso, ¿eh?.
El chico de los periódicos asintió, no muy convencido.
—Fue así —continuó el hombre—. Soy una persona que se impresiona mucho con las cosas, Durante toda mi vida, una cosa tras otra me han impresionado: la luz de la luna, las piernas de una chica bonita… una cosa tras otra. Pero la cuestión es que, cuando había disfrutado de algo tenía una sensación extraña, como si estuviera dentro de mí andando suelta. Nada parecía llegar a terminarse ni a encajar con las otras cosas. ¿Mujeres? Ya tuve mi ración de ellas. Es lo mismo. Después, vagando sueltas en mí. Yo era un hombre que no había amado nunca.
Cerró los párpados muy despacio y el gesto fue como la caída del telón cuando termina un acto en el teatro. Cuando habló de nuevo tenía la voz excitada y las palabras venían de prisa; los lóbulos de sus orejas grandes y sueltas parecían temblar.
—Luego encontré a esta mujer. Yo tenía cincuenta y uno años; ella siempre decía que tenía treinta. La encontré en una estación de servicio y nos casamos a los tres días. ¿Y sabes cómo nos fue? No puedo ni decírtelo. Todo lo que siempre había sentido estaba reunido alrededor de esta mujer. Ya no había más cosas sueltas dentro de mí, todo estaba concluido en ella.
El hombre se calló de repente y se dio golpes en la nariz larga. Su voz se sumergió en un tono bajo, firme, de reproche.
—No lo estoy explicando bien. Lo que pasó fue esto. Ahí estaban esos sentimientos hermosos y esos pequeños placeres sueltos, dentro de mí. Y esta mujer era para mi alma algo así como una cinta de montaje. Hacía pasar por ella esos poquitos de mí mismo y salía completo. ¿Me sigues ahora? 
—¿Cómo se llamaba? —preguntó el chico.
—¡Oh! —dijo él— , la llamaba Dodo. Pero eso no tiene importancia.
—¿Y trató usted de hacerla volver?
El hombre no pareció oír.
—En esas circunstancias, ya te puedes imaginar cómo me quedé cuando me dejó.
Leo cogió el tocino de la parrilla, y dobló dos tajadas dentro de un panecillo. Tenía una cara gris, con ojos hendidos, una nariz de pellizco salpicada de suaves sombras azules. Uno de los obreros textiles pidió más café y Leo se lo sirvió. Leo no dejaba que repitieran gratis. El obrero desayunaba allí todas las mañanas, pero cuanto más conocía Leo a sus clientes, más tacaño era con ellos. Royó su bocadillo como si se lo escatimara a sí mismo.
—¿Y no la encontró usted nunca?.
El chico no sabía qué pensar del hombre, y su cara de niño parecía incierta, con una mezcla de curiosidad y duda. Era nuevo en el recorrido de los periódicos; todavía le parecía raro estar fuera por la ciudad en la madrugada negra y extraña.
—Sí —dijo el hombre—, tomé algunas medidas para hacerla volver. Estuve por ahí tratando de localizarla. Fui a Tulsa, donde ella tenía parientes. Fui a Mobile. Fui a todas las ciudades que había mencionado alguna vez, buscando a todos los hombres que habían tenido alguna relación con ella. Tulsa, Atlanta, Chicago, Cheehaw, Memphis… Durante casi dos años corrí por todo el país tratando de encontrarla.
Pero la pareja había desaparecido de la faz de la tierra— dijo Leo.
—No le escuches— dijo el hombre confidencialmente—. Y además olvida esos
dos años. No son importantes. Lo que importa es que por el tercer año me empezó a pasar una cosa muy curiosa.
—¿qué?— preguntó el chico.
El hombre se dobló e inclinó el jarro para beber un sorbo de cerveza. Pero mientras se agachaba sobre el jarro las aletas de la nariz le temblaron ligeramente; olfateó el olor rancio de la cerveza y no bebió.
—La verdad es que el amor es una cosa extraña. Al principio no pensaba más que en que volviera. Era una especie de manía. Luego, según pasaba el tiempo, trataba de recordarla, pero, ¿sabes qué ocurría?
—No— dijo el chico.
— Cuando me tumbaba en la cama y trataba de pensar en ella, mi cabeza se quedaba en blanco. No podía verla, Y entonces sacaba sus fotografías y las miraba. Nada, no había nada que hacer. Era como si no la viera. ¿Puedes imaginarlo?
  —¡Eh, tío!— gritó Leo a través del mostrador—. ¿Puedes imaginarte la cabeza de este borracho en blanco?
Despacio, como si espantara moscas, el hombre movió la mano. Tenía sus ojos verdes fijos y concentrados en la carita chupada del chico de los periódicos. 
—Pero un pedazo de cristal inesperado en la acera o una canción de cinco centavos en un gramófono automático, una sombra en una pared por la noche, y recordaba. A veces me ocurría por la calle y yo me echaba a llorar y me golpeaba la cabeza  contra un farol. ¿Me comprendes?
—Un trozo de cristal…—dijo el chico.
            —Cualquier cosa. Daba vueltas por ahí y no tenía poder sobre cómo y cuándo recordarla. Uno cree que se puede poner encima una especie de blindaje. Pero el recuerdo no viene al hombre así, de frente, viene por las esquinas, dando rodeos. Estaba a merced de todo lo que oía o veía. De repente, en vez de ser yo el que atravesaba el país para encontrarla, empezó ella a perseguirme en mi propia alma. Ella, persiguiéndome a mí, ¡fíjate! Y en mi alma.
El chico preguntó finalmente:
—¿Por qué parte del país estaba usted entonces?
— ¡Huy! —gruñó el hombre—. Era un pobre mortal enfermo. Era como la viruela. Te confieso, hijo, que me emborraché, forniqué, cometí cualquier pecado que de pronto me apeteciera. Me avergüenza confesártelo, pero así es. Cuando recuerdo esa temporada, está todo confuso en mi mente; fue terrible.
El hombre inclinó la cabeza y pegó la frente al mostrador. Durante unos segundos estuvo así, doblado, con la nuca nervuda cubierta de una pelambrera anaranjada y las manos, con sus largos dedos retorcidos, palma contra palma, en actitud de rezar. Luego el hombre se irguió; sonreía y de pronto su rostro fue un rostro radiante, trémulo y viejo.
—Pasó en el quinto año —dijo—. Y con él empezó mi ciencia.
La boca de Leo se movió con una mueca pálida y rápida:
—¡Vaya!, ninguno de nosotros se hace más joven —dijo. Luego, con furia repentina. Hizo una pelota con el paño de secar que tenía en la mano y lo tiró con fuerza al suelo:
—¡Vaya Romeo viejo con el rabo a rastras!
—¿Qué pasó? — preguntó el chico.
La voz del viejo era alta y clara:
—Paz— contestó.
—¿Eh?
—Es difícil explicarlo científicamente, hijo. Me figuro que la explicación lógica es que ella y yo nos habíamos perseguido tanto tiempo que al fin nos hicimos un lío, nos echamos atrás y lo dejamos. Paz. Un vacío extraño y hermoso. Era primavera en Portland y llovía todas las tardes. Yo me quedaba allí, en mi cama, echado en la oscuridad. Y así me vino la sabiduría.
La luz del nuevo día teñía de azul pálido las ventanas del cafetín. Los dos soldados pagaron sus cervezas y abrieron la puerta; uno de ellos se peinó y sacudió sus polainas fangosas antes de salir. Los tres obreros se encorvaron en silencio sobre sus desayunos. El reloj de Leo sonó en la pared.
—Es esto. Escucha atentamente, medité sobre el amor y saqué la conclusión. Me di cuenta de qué es lo que nos pasa. Los hombres se enamoran por primera vez. Y, ¿de qué se enamoran?
La tierna boca del niño estaba medio abierta y no contestó.
—De una mujer— dijo el viejo—. Sin sabiduría, sin nada para poder ir por ahí, emprenden la experiencia más sagrada y peligrosa de este mundo. Se enamoran de una mujer. ¿Es esto, no, hijo?
—Sí— dijo el chico desmayadamente.
—Empiezan por el revés del amor. Empiezan por el punto crítico. ¿Te das cuenta de por qué es algo tan desgraciado? ¿Sabes cómo deberían querer los hombres?
El viejo largó la mano y agarró al chico por el cuello de la chaqueta de cuero. Le sacudió suavemente y sus ojos verdes miraron hacia abajo sin pestañear, graves.
—Hijo, ¿sabes cómo debería empezarse el amor?
El chico seguía sentado, pequeño, callado, tranquilo. Poco a poco movió la cabeza. El viejo se acercó más y murmuró:
—Un árbol. Una roca. Una nube.
Todavía llovía fuera en la calle: una lluvia sin fin, suave y gris. La sirena de la fábrica sonó para el turno de las seis, y los tres obreros pagaron y se fueron. En el café no quedaban más que Leo, el viejo y el chico de los periódicos.
—El tiempo estaba así en Pórtland —dijo—, en la época en que empezó mi sabiduría. Medité y empecé con precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un pececillo dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa a la otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica. En el camino de Portland a San Diego…
            —¡Oh, cierra el pico— aulló Leo de repente—. ¡Calla, calla!
El viejo seguía agarrando la chaqueta del chico; temblaba y su rostro estaba muy serio, iluminado, salvaje.
—Ya hace seis años que voy por ahí solo haciéndome mi saber. Y ahora soy un maestro, hijo. Puedo amarlo todo. No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y una luz hermosa dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro con un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede significar una ciencia como la mía?
El chico se sostenía, tieso con las manos curvadas agarrando fuertemente el borde del mostrador. Al fin, preguntó:
—¿Y encontró a aquella señora?.
—¿Qué? ¿Qué dices, hijo?
—Digo- preguntó tímidamente el chico—, ¿se ha vuelto a enamorar de alguna mujer?
El hombre aflojó las manos del cuello del chico. Se volvió y por primera vez asomó a sus ojos verdes una mirada vaga y dispersa. Levantó el jarro del mostrador y bebió la cerveza dorada. Movía la cabeza despacio, de un lado a otro. Por fin, contestó:
—No hijo. Fíjate, ése es el último paso en mi ciencia. Voy con cuidado. Todavía no estoy preparado del todo.
— Bueno.- dijo Leo, bueno, bueno.
            El viejo estaba de pie en el vano de la puerta abierta.
—Acuérdate—dijo—
Allí, en medio de la húmeda luz gris de la madrugada parecía encogido, andrajoso y frágil. Pero su sonrisa era luminosa.
—Acuérdate de que te quiero —dijo, sacudiendo la cabeza por última vez. Y la puerta se cerró sin ruido detrás de él.
El chico no habló durante un buen rato. Se alisó el pelo sobre la frente, y pasó su dedito mugriento por el borde de la taza vacía. Después, sin mirar a Leo, preguntó:
—¿Estaba borracho?
—No— dijo Leo brevemente.
El chico levantó aún más su voz clara:
—Entonces, ¿es un drogadicto?.
—No.
El chico miró a Leo, con una carita fea desesperada y su voz chillona y urgente:
—¿Está loco, pues? ¿Crees que está chiflado? —la voz del chico de los periódicos bajó de pronto con una duda- ¿Eh, Leo?. ¿O no?
Pero Leo no le contestó. Hacía catorce años que tenía su café nocturno y se consideraba experto en locuras. Estaban los tipos de la ciudad y también los forasteros que llegaban como si vinieran del fondo de la noche. Conocía las manías de todos. Pero no quiso satisfacer la curiosidad del niño. Contrajo su cara pálida y siguió callado.
Así, el chico se bajó la orejera derecha del casco y, volviéndose para marcharse, hizo el único comentario que le parecía seguro, la única observación que no podía ser reída ni despreciada:
—Desde luego que ha hecho la mar de viajes.




Lula Carson Smith, más conocida como Carson McCullers (Columbus, Georgia, Estados Unidos; 19 de febrero de 1917 - Nyack, estado de Nueva York, Estados Unidos; 29 de septiembre de 1967), fue una escritora estadounidense.
Su ficción explora el aislamiento espiritual de los inadaptados y marginados del Sur de los Estados Unidos de América. Es también una pionera del tratamiento de temas como el adulterio, la homosexualidad y el racismo.

Biografía
Nacida en el seno de una familia de clase media, primogénita de Margaret Waters Smith, nieta del propietario de una plantación y héroe del bando confederado en la Guerra de Secesión; su padre, Lamar, igual que Wilbur Kelly en El corazón es un cazador solitario, fue un acomodado joyero y relojero. Desde los cinco años recibe clases de piano, y con 15 años su padre le regala su primera máquina de escribir.
Por esas fechas, en 1932, enfermó de una fiebre reumática mal diagnosticada que la hizo estar en cama durante semanas y será la responsable de futuras recaídas y enfermedades. Dos años más tarde es enviada a la Juilliard School of Music en New York para estudiar piano, pero nunca asistió a la mencionada escuela, habiendo perdido el dinero guardado para su instrucción. Trabajó en empleos menores y estudió escritura creativa en la Universidad de Columbia, bajo la docencia de Dorothy Scarborough y Hellen Rose Hull, y en el Washington Square College. En aquella época trabajó un breve tiempo en el periódico local The Ledger.
En 1935 conoció a Reeves McCullers, un soldado voluntario y aspirante a escritor. Escribe mucho del material que permanecerá inédito durante su vida y que será reunido por su hermana Margarita para The Mortgaged Heart.​ Decide ella también hacerse escritora dejando de lado su carrera musical y publica en 1936 una obra autobiográfica, Wunderkind, en la revista Story. Reeves, con el dinero del legado de una tía, compra su baja en el ejército y se fue con ella, matriculándose también en la Universidad (Periodismo y Antropología). Estuvo con ella en Georgia cuando Carson tuvo una recaída en su enfermedad. En esa época, escribe El corazón es un cazador solitario y en 1937 se casan, adoptando ella el apellido de él para su carrera literaria, la pareja se muda a Charlotte, en Carolina del Norte.
En 1940 la pareja vuelve a Nueva York, donde conoce a los hermanos Mann (Erika y Klaus) y al marido de ella, el poeta inglés W. H. Auden. Tras divorciarse de Reeves, se muda con ellos a vivir a Brooklyn. Conoce a la escritora suiza Annemarie Schwarzenbach y mantiene una relación sentimental con ella. Al tiempo, se publica Reflejos en un ojo dorado.
Realizó diversas estancias en la colonia de artistas de Yaddo, en Saratoga Springs, donde conoció a Katherine Anne Porter, con la que también mantuvo una relación. Durante su estadía publicó El jockey en 1941 y La balada del café triste en 1943. En esos días alternó varias recaídas en la enfermedad, pleuresía y pulmonía doble, con el trabajo de escritora gracias a la obtención de la beca Guggenheim y de la American Academy of Arts and Letters.
En 1945 vuelve a casarse con Reeves, tras su regreso de la II Guerra Mundial, donde fue herido en el desembarco de Normandía y condecorado por sus méritos en la batalla. Los últimos años de su vida son físicamente calamitosos, con dolores constantes y un grado de invalidez considerable. No obstante siguió con su actividad social e intelectual. En 1946 publica la primera parte de Frankie y la boda. En ese mismo año visitarán París y Roma donde es recibida con gran entusiasmo por artistas, editores y lectores; aunque las recaídas en la enfermedad de Carson que le llevan a sufrir una parálisis del lado izquierdo del cuerpo, recomiendan su regreso a Estados Unidos. La revista Quick nombra a Carson uno de los mejores escritores de posguerra del país. En 1948 la revista Mademoiselle la nombra una de las diez mujeres más importantes de Estados Unidos y es merecedora de uno de los premios al mérito entregados por la publicación. A finales de este año preparará la adaptación teatral de Frankie y la boda junto con Tennessee Williams. La obra se estrena el 5 de enero de 1950 en el Empire Theatre de Broadway con gran éxito de crítica y público, bajó el cartel el 17 de marzo de 1951, luego de 501 triunfales funciones. En 1952 es nombrada miembro del National Institute of Arts and Letters, después de otra estancia en Europa, y publica su nueva antología The Ballad of the Sad Café en la que incluye el relato inédito Muchacho obsesionado.
El 19 de noviembre de 1953 Reeves McCullers se suicida en un hotel de París, poco antes de ser abandonado por Carson a la que había propuesto un pacto suicida. En 1955 el año de la muerte de su madre publica su obra de teatro ¿Quién ha visto el viento? En 1959 tras ser intervenida quirúrgicamente del brazo y la mano izquierda por dos ocasiones publica en la revista Esquire su ensayo El sueño que florece: notas sobre la escritura. En 1961 Carson vuelve a pasar por el quirófano y ya casi no puede levantarse de la silla de ruedas, en ese mismo año publica Reloj sin manecillas, que recibe las peores críticas de su carrera, aunque salen en su defensa escritores como Gore Vidal que considera que McCullers es uno de los pocos logros satisfactorios de nuestra cultura de segunda clase y Graham Greene que equipara la escritura de esta con Faulkner. El prestigio de la escritora se recuperará con el estreno teatral de Reflejos en un ojo dorado en 1963 y en 1965 recibe el Premio de las Jóvenes Generaciones que otorga el periódico alemán Die Welt. En 1967 se publica su último relato The Long March y el 30 de abril recibe el Premio Henry Bellaman por su "formidable contribución a la literatura".
Tras varios ataques al corazón, sufrió un cáncer de mama. Murió en 1967 en el Hospital de Nyack en el Estado de Nueva York.

Obras

Narrativa
El corazón es un cazador solitario (1940). Novela.
Reflejos en un ojo dorado (1941). Novela corta.
Frankie y la boda (1946). Novela corta.
La balada del café triste (1951). Contiene la novela corta que da título al libro y seis cuentos. La primera edición incluía también las tres novelas de la autora previamente publicadas.
Reloj sin manecillas (1961). Novela.
The Mortgaged Heart (1972). Contiene relatos no compilados en libro, "Wurdekind" (aparecido antes en La balada del café triste), "The Mute" (primer esbozo de El corazón es un cazador solitario), poemas, ensayos y artículos. Seix Barral publicó en 2007 una selección de los ensayos y una traducción de "The Mute" bajo el título "El mudo" y otros textos.
El aliento del cielo (2007). Comprende la totalidad de sus cuentos (trece de ellos, inéditos en castellano) y sus tres novelas cortas: Reflejos en un ojo dorado, La balada del café triste y Frankie y la boda.
Otros
The Square Root of Wonderful (1958), teatro.
Sweet as a Pickle and Clean as a Pig (1964). Colección de poemas ilustrados por Rolf Gérard.
Iluminación y fulgor nocturno. Autobiografía inacabada (1999)








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