Un
árbol, una roca, una nube
CARSON
MC CULLERS
Llovía aquella mañana y
todavía estaba muy oscuro. El chico de los periódicos
había terminado casi su recorrido cuando llegó al cafetín y entró a tomarse una
taza de café. Era un sitio que estaba abierto toda la noche y pertenecía a un
hombre amargado y mezquino llamado Leo. Después de la calle desolada y vacía,
tenía un aire simpático y alegre; junto a la barra había un par de soldados,
tres tejedores de la fábrica y, en una esquina, un hombre encorvado, con las
narices y media cara dentro de un jarro de cerveza. El chico llevaba un casco
como el de los aviadores. Cuando entró en el café se desató el barboquejo y
levantó la orejera derecha sobre su orejita colorada. Casi siempre, mientras
bebía el café, alguien le decía algo cariñoso. Pero esa vez Leo no le miró y
ninguno de los hombres le habló. Pagó, y ya se iba, cuando una voz llamó:
—Hijo. Eh, hijo.
Se volvió y el hombre
de la esquina le hacía señas con el dedo llamándole. Había levantado la cara
del jarro de cerveza y parecía de repente muy alegre. El hombre era largo y
pálido, con una gran nariz y el pelo anaranjado marchito.
—Eh, hijo.
El chico de los
periódicos fue hacia él, Era un chiquillo escuchimizado de unos doce años, con
un hombro más alto que otro por el peso del saco de periódicos. Tenía la cara
chupada y pecosa y sus ojos eran unos ojos redondos de niño.
—¿qué, señor?
El hombre puso una mano
sobre los hombros del chico de los periódicos, luego le cogió la barbilla y le
movió despacio la cara de un lado para otro. El chico retrocedió incómodo.
—Diga, ¿qué quiere?
La voz del chico era
chillona. El café de pronto se quedó muy silencioso. El hombre dijo despacio:
Te quiero.
En la barra los hombres
se rieron; el chico ya se había echado para atrás, y quería irse, no sabía qué
hacer. Miró por encima del mostrador a Leo y Leo le miraba con una mueca
aburrida de burla. El chico intentó reírse también, pero el hombre estaba serio
y triste.
—No he querido tomarte
el pelo, hijo. Siéntate y toma una cerveza conmigo. Tengo que explicarte una
cosa—dijo.
Cautamente, con el rabillo
del ojo, el chico de los periódicos consultó con los hombres de la barra,
preguntándoles qué hacer. Pero ellos habían vuelto a sus cervezas y a sus
desayunos y no le hicieron caso. Leo puso en el mostrador una taza de café y
una jarrita de nata.
—Es menor de edad—
dijo.
El chico de los
periódicos trepó hacia el taburete. Su oreja, debajo de la orejera levantada,
era muy pequeña y muy colorada. El hombre asentía con la cabeza seriamente.
—Es importante— dijo. Y
buscó en el bolsillo de atrás y sacó algo que enseñó en la palma de la mano
para que lo viera el chico.
—Míralo atentamente—
dijo.
El chico miró, pero no
había nada que mirar con atención. El hombre tenía una fotografía en la palma
de la mano grande y mugrienta. Era un rostro de mujer. Tan borroso que
solamente se veían con claridad el traje y el sombrero que llevaba.
— ¿Ves? —dijo el
hombre.
El chico asintió y el
hombre le enseñó otra fotografía. La mujer estaba de pie en una playa, en traje
de baño. El traje de baño le hacía un estómago muy grande, eso era lo primero
que se notaba.
— ¿Has mirado bien?— Se
inclinó más todavía acercándose y, finalmente, preguntó:
—¿La habías visto
antes?
El chico estaba sentado
sin moverse, mirando de soslayo al hombre.
— No, que yo sepa.
— Muy bien— El hombre
se volvió a meter las fotografías en el bolsillo—, era mi mujer.
— ¿Murió?—
preguntó el chico.
Despacio, el hombre
negó con la cabeza. Frunció los labios como si fuera a silbar y contestó de
manera indecisa:
— Eh…—dijo—, te
explicaré.
La cerveza, en el mostrador,
delante del hombre, estaba en su gran jarro oscuro. No la cogió para beber; en
vez de eso, se inclinó y, poniéndose la cara sobre el borde, estuvo así un
momento. Luego, con ambas manos, agarro el jarro y sorbió.
— Cualquier noche te
vas a dormir con tu narizota dentro del jarro y te ahogarás —dijo Leo—.
“Eminente forastero ahogado en cerveza”. Sería una muerte muy graciosa.
El chico de los
periódicos trató de hacer una seña a Leo. Cuando el hombre no miraba volvió la
cabeza e hizo un gesto con la boca preguntando sin hablar: “¿Borracho?” Pero
Leo levantó las cejas y se volvió para poner dos trozos de tocino en la
parrilla. El hombre apartó de él el jarro, se irguió y juntó sus manos sueltas
y huesudas sobre el mostrador. Tenía la cara triste, mirando al chico. No
pestañeaba; sólo, de vez en cuando, bajaba los ojos de color verde pálido.
Estaba casi amaneciendo y el chico se cambió de hombro el peso del saco de
periódicos.
— Estoy hablando de
amor —dijo el hombre—. Para mí es una ciencia.
El chico se empezó a
escurrir del taburete. Peor el hombre levantó el índice y hubo algo que retuvo
al chico, que no le dejó moverse.
— Hace doce años me
casé con la mujer de la fotografía. Fue mi mujer durante un año, nueve meses,
tres días y dos noches. La quería. Sí… —aclaró su voz ronca y dijo de nuevo—,
la quería y pensaba que ella también me quería a mí. Yo era maquinista de
ferrocarriles. Ella tenía todas las comodidades y lujos en caso. Nunca se
me pasó por la cabeza que no estuviera satisfecha. Pero, ¿sabes lo que pasó?
— ¡Hummm…!— dijo Leo.
El hombre no quitaba
los ojos de la cara del chico:
—Me dejó. Una noche,
cuando volví, la casa estaba vacía y ella se había ido. Me dejó.
—¿Con un fulano?
—preguntó el chico—
Suavemente, el hombre
puso la palma de la mano sobre el mostrador.
—Claro, naturalmente,
hijo. Una mujer no se escapa de esa manera, sola.
El café estaba tranquilo;
la lluvia, negra e interminable, en la calle. Leo aplastó el tocino que se
estaba friendo en las púas de su gran tenedor.
—Así que llevas doce
años persiguiendo a esa… ¡Asqueroso viejo verde! —
El hombre miró a Leo
por primera vez:
—Por favor, no seas
grosero. Además, no te estoy hablando a ti —se volvió al chico y le dijo
en tono de confianza y secreto:
—No vamos a hacerle
ningún caso, ¿eh?.
El chico de los
periódicos asintió, no muy convencido.
—Fue así —continuó el
hombre—. Soy una persona que se impresiona mucho con las cosas, Durante toda mi
vida, una cosa tras otra me han impresionado: la luz de la luna, las piernas de
una chica bonita… una cosa tras otra. Pero la cuestión es que, cuando había
disfrutado de algo tenía una sensación extraña, como si estuviera dentro de mí
andando suelta. Nada parecía llegar a terminarse ni a encajar con las otras
cosas. ¿Mujeres? Ya tuve mi ración de ellas. Es lo mismo. Después, vagando
sueltas en mí. Yo era un hombre que no había amado nunca.
Cerró los párpados muy
despacio y el gesto fue como la caída del telón cuando termina un acto en el
teatro. Cuando habló de nuevo tenía la voz excitada y las palabras venían de
prisa; los lóbulos de sus orejas grandes y sueltas parecían temblar.
—Luego encontré a esta
mujer. Yo tenía cincuenta y uno años; ella siempre decía que tenía treinta. La
encontré en una estación de servicio y nos casamos a los tres días. ¿Y sabes
cómo nos fue? No puedo ni decírtelo. Todo lo que siempre había sentido estaba
reunido alrededor de esta mujer. Ya no había más cosas sueltas dentro de mí,
todo estaba concluido en ella.
El hombre se calló de
repente y se dio golpes en la nariz larga. Su voz se sumergió en un tono bajo,
firme, de reproche.
—No lo estoy explicando
bien. Lo que pasó fue esto. Ahí estaban esos sentimientos hermosos y esos
pequeños placeres sueltos, dentro de mí. Y esta mujer era para mi alma algo así
como una cinta de montaje. Hacía pasar por ella esos poquitos de mí mismo y
salía completo. ¿Me sigues ahora?
—¿Cómo se llamaba?
—preguntó el chico.
—¡Oh! —dijo él— , la
llamaba Dodo. Pero eso no tiene importancia.
—¿Y trató usted de
hacerla volver?
El hombre no pareció
oír.
—En esas
circunstancias, ya te puedes imaginar cómo me quedé cuando me dejó.
Leo cogió el tocino de
la parrilla, y dobló dos tajadas dentro de un panecillo. Tenía una cara gris,
con ojos hendidos, una nariz de pellizco salpicada de suaves sombras azules.
Uno de los obreros textiles pidió más café y Leo se lo sirvió. Leo no dejaba que
repitieran gratis. El obrero desayunaba allí todas las mañanas, pero cuanto más
conocía Leo a sus clientes, más tacaño era con ellos. Royó su bocadillo como si
se lo escatimara a sí mismo.
—¿Y no la encontró
usted nunca?.
El chico no sabía qué
pensar del hombre, y su cara de niño parecía incierta, con una mezcla de
curiosidad y duda. Era nuevo en el recorrido de los periódicos; todavía le
parecía raro estar fuera por la ciudad en la madrugada negra y extraña.
—Sí —dijo el hombre—,
tomé algunas medidas para hacerla volver. Estuve por ahí tratando de
localizarla. Fui a Tulsa, donde ella tenía parientes. Fui a Mobile. Fui a todas
las ciudades que había mencionado alguna vez, buscando a todos los hombres que
habían tenido alguna relación con ella. Tulsa, Atlanta, Chicago, Cheehaw,
Memphis… Durante casi dos años corrí por todo el país tratando de encontrarla.
Pero la pareja había
desaparecido de la faz de la tierra— dijo Leo.
—No le escuches— dijo
el hombre confidencialmente—. Y además olvida esos
dos años. No son
importantes. Lo que importa es que por el tercer año me empezó a pasar una cosa
muy curiosa.
—¿qué?— preguntó el
chico.
El hombre se dobló e
inclinó el jarro para beber un sorbo de cerveza. Pero mientras se agachaba
sobre el jarro las aletas de la nariz le temblaron ligeramente; olfateó el olor
rancio de la cerveza y no bebió.
—La verdad es que el
amor es una cosa extraña. Al principio no pensaba más que en que volviera. Era
una especie de manía. Luego, según pasaba el tiempo, trataba de recordarla, pero,
¿sabes qué ocurría?
—No— dijo el chico.
— Cuando me tumbaba en
la cama y trataba de pensar en ella, mi cabeza se quedaba en blanco. No podía
verla, Y entonces sacaba sus fotografías y las miraba. Nada, no había nada que
hacer. Era como si no la viera. ¿Puedes imaginarlo?
—¡Eh, tío!—
gritó Leo a través del mostrador—. ¿Puedes imaginarte la cabeza de este
borracho en blanco?
Despacio, como si
espantara moscas, el hombre movió la mano. Tenía sus ojos verdes fijos y
concentrados en la carita chupada del chico de los periódicos.
—Pero un pedazo de
cristal inesperado en la acera o una canción de cinco centavos en un gramófono
automático, una sombra en una pared por la noche, y recordaba. A veces me
ocurría por la calle y yo me echaba a llorar y me golpeaba la cabeza
contra un farol. ¿Me comprendes?
—Un trozo de
cristal…—dijo el chico.
—Cualquier cosa. Daba vueltas por ahí y no tenía poder sobre cómo y cuándo
recordarla. Uno cree que se puede poner encima una especie de blindaje. Pero el
recuerdo no viene al hombre así, de frente, viene por las esquinas, dando
rodeos. Estaba a merced de todo lo que oía o veía. De repente, en vez de ser yo
el que atravesaba el país para encontrarla, empezó ella a perseguirme en mi
propia alma. Ella, persiguiéndome a mí, ¡fíjate! Y en mi alma.
El chico preguntó
finalmente:
—¿Por qué parte del
país estaba usted entonces?
— ¡Huy! —gruñó el
hombre—. Era un pobre mortal enfermo. Era como la viruela. Te confieso, hijo,
que me emborraché, forniqué, cometí cualquier pecado que de pronto me
apeteciera. Me avergüenza confesártelo, pero así es. Cuando recuerdo esa
temporada, está todo confuso en mi mente; fue terrible.
El hombre inclinó la
cabeza y pegó la frente al mostrador. Durante unos segundos estuvo así,
doblado, con la nuca nervuda cubierta de una pelambrera anaranjada y las manos,
con sus largos dedos retorcidos, palma contra palma, en actitud de rezar. Luego
el hombre se irguió; sonreía y de pronto su rostro fue un rostro radiante,
trémulo y viejo.
—Pasó en el quinto año
—dijo—. Y con él empezó mi ciencia.
La boca de Leo se movió
con una mueca pálida y rápida:
—¡Vaya!, ninguno de
nosotros se hace más joven —dijo. Luego, con furia repentina. Hizo una pelota
con el paño de secar que tenía en la mano y lo tiró con fuerza al suelo:
—¡Vaya Romeo viejo con
el rabo a rastras!
—¿Qué pasó? — preguntó
el chico.
La voz del viejo era
alta y clara:
—Paz— contestó.
—¿Eh?
—Es difícil explicarlo
científicamente, hijo. Me figuro que la explicación lógica es que ella y yo nos
habíamos perseguido tanto tiempo que al fin nos hicimos un lío, nos echamos
atrás y lo dejamos. Paz. Un vacío extraño y hermoso. Era primavera en Portland
y llovía todas las tardes. Yo me quedaba allí, en mi cama, echado en la
oscuridad. Y así me vino la sabiduría.
La luz del nuevo día
teñía de azul pálido las ventanas del cafetín. Los dos soldados pagaron sus
cervezas y abrieron la puerta; uno de ellos se peinó y sacudió sus polainas
fangosas antes de salir. Los tres obreros se encorvaron en silencio sobre sus
desayunos. El reloj de Leo sonó en la pared.
—Es esto. Escucha
atentamente, medité sobre el amor y saqué la conclusión. Me di cuenta de qué es
lo que nos pasa. Los hombres se enamoran por primera vez. Y, ¿de qué se
enamoran?
La tierna boca del niño
estaba medio abierta y no contestó.
—De una mujer— dijo el
viejo—. Sin sabiduría, sin nada para poder ir por ahí, emprenden la experiencia
más sagrada y peligrosa de este mundo. Se enamoran de una mujer. ¿Es esto, no,
hijo?
—Sí— dijo el chico
desmayadamente.
—Empiezan por el revés
del amor. Empiezan por el punto crítico. ¿Te das cuenta de por qué es algo tan
desgraciado? ¿Sabes cómo deberían querer los hombres?
El viejo largó la mano
y agarró al chico por el cuello de la chaqueta de cuero. Le sacudió suavemente
y sus ojos verdes miraron hacia abajo sin pestañear, graves.
—Hijo, ¿sabes cómo
debería empezarse el amor?
El chico seguía
sentado, pequeño, callado, tranquilo. Poco a poco movió la cabeza. El viejo se
acercó más y murmuró:
—Un árbol. Una roca.
Una nube.
Todavía llovía fuera en
la calle: una lluvia sin fin, suave y gris. La sirena de la fábrica sonó para
el turno de las seis, y los tres obreros pagaron y se fueron. En el café no
quedaban más que Leo, el viejo y el chico de los periódicos.
—El tiempo estaba así
en Pórtland —dijo—, en la época en que empezó mi sabiduría. Medité y empecé con
precaución. Cogía cualquier cosa de la calle y me la llevaba a casa. Compré un
pececillo dorado y me concentré en él y lo amé. Pasaba gradualmente de una cosa
a la otra. Día a día iba adquiriendo esa técnica. En el camino de Portland a
San Diego…
—¡Oh, cierra el pico— aulló Leo de repente—. ¡Calla, calla!
El viejo seguía
agarrando la chaqueta del chico; temblaba y su rostro estaba muy serio,
iluminado, salvaje.
—Ya hace seis años que
voy por ahí solo haciéndome mi saber. Y ahora soy un maestro, hijo. Puedo
amarlo todo. No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y
una luz hermosa dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro con
un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos
desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede significar una ciencia
como la mía?
El chico se sostenía,
tieso con las manos curvadas agarrando fuertemente el borde del mostrador. Al
fin, preguntó:
—¿Y encontró a aquella
señora?.
—¿Qué? ¿Qué dices,
hijo?
—Digo- preguntó
tímidamente el chico—, ¿se ha vuelto a enamorar de alguna mujer?
El hombre aflojó las
manos del cuello del chico. Se volvió y por primera vez asomó a sus ojos verdes
una mirada vaga y dispersa. Levantó el jarro del mostrador y bebió la cerveza
dorada. Movía la cabeza despacio, de un lado a otro. Por fin, contestó:
—No hijo. Fíjate, ése
es el último paso en mi ciencia. Voy con cuidado. Todavía no estoy preparado
del todo.
— Bueno.- dijo Leo,
bueno, bueno.
El viejo estaba de pie
en el vano de la puerta abierta.
—Acuérdate—dijo—
Allí, en medio de la
húmeda luz gris de la madrugada parecía encogido, andrajoso y frágil. Pero su
sonrisa era luminosa.
—Acuérdate de que te
quiero —dijo, sacudiendo la cabeza por última vez. Y la puerta se cerró sin
ruido detrás de él.
El chico no habló
durante un buen rato. Se alisó el pelo sobre la frente, y pasó su dedito
mugriento por el borde de la taza vacía. Después, sin mirar a Leo, preguntó:
—¿Estaba borracho?
—No— dijo Leo
brevemente.
El chico levantó aún
más su voz clara:
—Entonces, ¿es un
drogadicto?.
—No.
El chico miró a Leo,
con una carita fea desesperada y su voz chillona y urgente:
—¿Está loco, pues?
¿Crees que está chiflado? —la voz del chico de los periódicos bajó de pronto
con una duda- ¿Eh, Leo?. ¿O no?
Pero Leo no le
contestó. Hacía catorce años que tenía su café nocturno y se consideraba
experto en locuras. Estaban los tipos de la ciudad y también los forasteros que
llegaban como si vinieran del fondo de la noche. Conocía las manías de todos.
Pero no quiso satisfacer la curiosidad del niño. Contrajo su cara pálida y
siguió callado.
Así, el chico se bajó
la orejera derecha del casco y, volviéndose para marcharse, hizo el único
comentario que le parecía seguro, la única observación que no podía ser reída
ni despreciada:
—Desde luego que ha
hecho la mar de viajes.
Lula
Carson Smith, más conocida como Carson McCullers
(Columbus, Georgia, Estados Unidos; 19 de febrero de 1917 - Nyack, estado de
Nueva York, Estados Unidos; 29 de septiembre de 1967), fue una escritora
estadounidense.
Su ficción explora el
aislamiento espiritual de los inadaptados y marginados del Sur de los Estados
Unidos de América. Es también una pionera del tratamiento de temas como el
adulterio, la homosexualidad y el racismo.
Biografía
Nacida en el seno de
una familia de clase media, primogénita de Margaret Waters Smith, nieta del
propietario de una plantación y héroe del bando confederado en la Guerra de
Secesión; su padre, Lamar, igual que Wilbur Kelly en El corazón es un cazador solitario, fue un acomodado joyero y
relojero. Desde los cinco años recibe clases de piano, y con 15 años su padre
le regala su primera máquina de escribir.
Por esas fechas, en
1932, enfermó de una fiebre reumática mal diagnosticada que la hizo estar en
cama durante semanas y será la responsable de futuras recaídas y enfermedades.
Dos años más tarde es enviada a la Juilliard
School of Music en New York para estudiar piano, pero nunca asistió a la
mencionada escuela, habiendo perdido el dinero guardado para su instrucción.
Trabajó en empleos menores y estudió escritura creativa en la Universidad de Columbia, bajo la
docencia de Dorothy Scarborough y Hellen Rose Hull, y en el Washington Square College. En aquella
época trabajó un breve tiempo en el periódico local The Ledger.
En 1935 conoció a
Reeves McCullers, un soldado voluntario y aspirante a escritor. Escribe mucho
del material que permanecerá inédito durante su vida y que será reunido por su
hermana Margarita para The Mortgaged
Heart. Decide ella también hacerse escritora dejando de lado su carrera
musical y publica en 1936 una obra autobiográfica, Wunderkind, en la revista Story.
Reeves, con el dinero del legado de una tía, compra su baja en el ejército y se
fue con ella, matriculándose también en la Universidad (Periodismo y
Antropología). Estuvo con ella en Georgia cuando Carson tuvo una recaída en su
enfermedad. En esa época, escribe El
corazón es un cazador solitario y en 1937 se casan, adoptando ella el
apellido de él para su carrera literaria, la pareja se muda a Charlotte, en
Carolina del Norte.
En 1940 la pareja
vuelve a Nueva York, donde conoce a los hermanos Mann (Erika y Klaus) y al
marido de ella, el poeta inglés W. H. Auden. Tras divorciarse de Reeves, se
muda con ellos a vivir a Brooklyn. Conoce a la escritora suiza Annemarie
Schwarzenbach y mantiene una relación sentimental con ella. Al tiempo, se
publica Reflejos en un ojo dorado.
Realizó diversas
estancias en la colonia de artistas de Yaddo, en Saratoga Springs, donde
conoció a Katherine Anne Porter, con la que también mantuvo una relación.
Durante su estadía publicó El jockey
en 1941 y La balada del café triste
en 1943. En esos días alternó varias recaídas en la enfermedad, pleuresía y
pulmonía doble, con el trabajo de escritora gracias a la obtención de la beca Guggenheim y de la American Academy of Arts and Letters.
En 1945 vuelve a
casarse con Reeves, tras su regreso de la II Guerra Mundial, donde fue herido
en el desembarco de Normandía y condecorado por sus méritos en la batalla. Los
últimos años de su vida son físicamente calamitosos, con dolores constantes y
un grado de invalidez considerable. No obstante siguió con su actividad social
e intelectual. En 1946 publica la primera parte de Frankie y la boda. En ese mismo año visitarán París y Roma donde es
recibida con gran entusiasmo por artistas, editores y lectores; aunque las
recaídas en la enfermedad de Carson que le llevan a sufrir una parálisis del
lado izquierdo del cuerpo, recomiendan su regreso a Estados Unidos. La revista Quick nombra a Carson uno de los
mejores escritores de posguerra del país. En 1948 la revista Mademoiselle la nombra una de las diez
mujeres más importantes de Estados Unidos y es merecedora de uno de los premios
al mérito entregados por la publicación. A finales de este año preparará la
adaptación teatral de Frankie y la boda
junto con Tennessee Williams. La obra se estrena el 5 de enero de 1950 en el Empire Theatre de Broadway con gran
éxito de crítica y público, bajó el cartel el 17 de marzo de 1951, luego de 501
triunfales funciones. En 1952 es nombrada miembro del National Institute of Arts and Letters, después de otra estancia en
Europa, y publica su nueva antología The
Ballad of the Sad Café en la que incluye el relato inédito Muchacho obsesionado.
El 19 de noviembre de
1953 Reeves McCullers se suicida en un hotel de París, poco antes de ser
abandonado por Carson a la que había propuesto un pacto suicida. En 1955 el año
de la muerte de su madre publica su obra de teatro ¿Quién ha visto el viento? En 1959 tras ser intervenida
quirúrgicamente del brazo y la mano izquierda por dos ocasiones publica en la
revista Esquire su ensayo El sueño que florece: notas sobre la
escritura. En 1961 Carson vuelve a pasar por el quirófano y ya casi no
puede levantarse de la silla de ruedas, en ese mismo año publica Reloj sin manecillas, que recibe las
peores críticas de su carrera, aunque salen en su defensa escritores como Gore
Vidal que considera que McCullers es uno de los pocos logros satisfactorios de
nuestra cultura de segunda clase y Graham Greene que equipara la escritura de
esta con Faulkner. El prestigio de la escritora se recuperará con el estreno
teatral de Reflejos en un ojo dorado en
1963 y en 1965 recibe el Premio de las
Jóvenes Generaciones que otorga el periódico alemán Die Welt. En 1967 se publica su último relato The Long March y el 30 de abril recibe el Premio Henry Bellaman por su "formidable contribución a la
literatura".
Tras varios ataques al
corazón, sufrió un cáncer de mama. Murió en 1967 en el Hospital de Nyack en el
Estado de Nueva York.
Obras
Narrativa
El corazón es un
cazador solitario (1940). Novela.
Reflejos en un ojo
dorado (1941). Novela corta.
Frankie y la boda
(1946). Novela corta.
La balada del café
triste (1951). Contiene la novela corta que da título al libro y seis cuentos.
La primera edición incluía también las tres novelas de la autora previamente
publicadas.
Reloj sin manecillas
(1961). Novela.
The Mortgaged Heart
(1972). Contiene relatos no compilados en libro, "Wurdekind"
(aparecido antes en La balada del café triste), "The Mute" (primer
esbozo de El corazón es un cazador solitario), poemas, ensayos y artículos.
Seix Barral publicó en 2007 una selección de los ensayos y una traducción de
"The Mute" bajo el título "El mudo" y otros textos.
El aliento del cielo
(2007). Comprende la totalidad de sus cuentos (trece de ellos, inéditos en
castellano) y sus tres novelas cortas: Reflejos en un ojo dorado, La balada del
café triste y Frankie y la boda.
Otros
The Square Root of Wonderful (1958), teatro.
Sweet as a Pickle and Clean as a Pig (1964). Colección
de poemas ilustrados por Rolf Gérard.
Iluminación y fulgor
nocturno. Autobiografía inacabada (1999)
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