El que inventó la
pólvora (Carlos Fuentes, Ciudad de Panamá, 1928 - México, 2012)
Uno de los pocos
intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó
que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual —titular
de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad
entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas
las Universidades—, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la
ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso,
la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía
la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos
que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción».
De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi
amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el
complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que
nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a
punto de morir.
La
situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos
sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la
justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que
cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes
arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos
entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas;
recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los
anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado
de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una
pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener
que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era
ocasión de cierta melancolía.
Nunca
hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción
acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se
inició la rebelión, el castigo, el destino —no sabemos cómo designarlo—. El
hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata
Christoph, se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí
el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar
incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La
nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos
repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina.
Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería
descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún
tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen
cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no
comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando
comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de
alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los
cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un
clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con
la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar
los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El
cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té —a ella me reduje, al
artículo más barato, para todos los usos culinarios— se convertía, después del
desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una
nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que
cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de
que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias
sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y
tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso
a las costumbres de los vikingos.
Esta
situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana,
terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca,
se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este
género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que
ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio
se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y
se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud.
Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que
continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los
colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas.
Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las
calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían,
sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de
tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al
reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle
hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin
Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La
invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de
automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches —esto podría haber
despertado sospechas— ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas
cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias
anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de
anuncios démodé del Modelo del día
anterior —que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado—, y una
nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí
debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo
refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos
de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con
delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo
vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas
las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los
beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez
más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía
a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la
diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los
artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno
murió con sus viejos calcetines puestos —declaraba un cartel— usted morirá con
unos Elasto-Plastex recién salidos de
la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias,
percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas
inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad
solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil
millones de dólares cada dieciocho horas.
El
abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las
industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de
vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era
necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras,
envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del
comensal).
Yo,
justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer
sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca.
Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los
libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una
música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de
las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de
saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los
vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se
reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para
disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros
grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de
una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría
en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel
brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas
para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada
remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí
concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro
horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a
descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas.
Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos
rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros,
edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de
televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas,
obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias
muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas,
sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era
arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones,
se vengaba así del consumidor reticente.
La
acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del
alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de
funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros.
¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social
privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras
instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses
sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas
con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en
ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios,
plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un
trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la
bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más
alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo
obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución.
Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente
por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas
tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de
alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de
emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi
trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular
desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de
los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de
labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas
allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes
de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de
estos lugares misteriosos.
Ahora
que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas
de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las
costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles
de desperdicio; temo —por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos
servibles que encuentro delatan— que el espacio de utilidad de las cosas se ha
reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de
bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad,
comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!»
¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí,
desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del
arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la
memoria, y también, la facultad previsora. Viven al día, emparedados por los
segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de
recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen
de un año relleno de datos y formular algún proyecto.
¡Qué
gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el
ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of
eight!») y miro en derredor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados,
su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están,
por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos
mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de
nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad
chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad
maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los
cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados,
manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.
No
puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han
construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías
de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre
las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado
metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:
«USEN TODO... TODO...
TODO»
Ahora, ahora un hongo
azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales
rotos...
Estoy
sentado en una playa que antes —si recuerdo algo de geografía— no bañaba mar
alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena.
He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera
chispa…
Carlos Fuentes
Narrador y ensayista
mexicano, uno de los escritores más importantes de la historia literaria de su
país. Figura fundamental del llamado boom de la novela hispanoamericana de los
años 60, el núcleo más importante de su narrativa se situó del lado más
experimentalista de los autores del grupo y recogió los recursos vanguardistas
inaugurados por James Joyce y William Faulkner (pluralidad de puntos de vista,
fragmentación cronológica, elipsis, monólogo interior), apoyándose a la vez en
un estilo audaz y novedoso que exhibe tanto su perfecto dominio de la más
refinada prosa literaria como su profundo conocimiento de los variadísimos
registros del habla común.
En lo temático, la
narrativa de Carlos Fuentes es fundamentalmente una indagación sobre la
historia y la identidad mexicana. Su examen del México reciente se centró en
las ruinosas consecuencias sociales y morales de la traicionada Revolución de
1910, con especial énfasis en la crítica a la burguesía; su búsqueda de lo
mexicano se sumergió en el inconsciente personal y colectivo y lo llevaría,
retrocediendo aún más en la historia, al intrincado mundo del mestizaje
cultural iniciado con la conquista española.
Biografía
Hijo de un diplomático
de carrera, tuvo una infancia cosmopolita y estuvo inmerso en un ambiente de
intensa actividad intelectual. Licenciado en leyes por la Universidad Nacional
Autónoma de México, se doctoró en el Instituto de Estudios Internacionales de
Ginebra, Suiza. Su vida estuvo marcada por constantes viajes y estancias en el
extranjero, sin perder nunca la base y plataforma cultural mexicanas. En la
década de los sesenta participó en diversas publicaciones literarias. Junto con
Emmanuel Carballo fundó la Revista Mexicana de Literatura, foro abierto de
expresión para los jóvenes creadores.
A lo largo de su vida
ejerció la docencia como profesor de literatura en diversas universidades
mexicanas y extranjeras, y se desempeñó también como diplomático. Impartió
conferencias, colaboró en numerosas publicaciones y, junto a la narrativa,
cultivó también el ensayo, el teatro y el guión cinematográfico. Algunos de sus
ensayos de tema literario fueron recopilados en libros como La nueva novela
hispanoamericana (1969) y Cervantes o la crítica de la lectura (1976).
A los veintiséis años
se dio a conocer como escritor con el volumen de cuentos Los días enmascarados
(1954), que fue bien recibido por la crítica y el público. Se advertía ya en
ese texto el germen de sus preocupaciones: la exploración del pasado prehispánico
y de los sutiles límites entre realidad y ficción, así como la descripción del
ambiente ameno y relajado de una joven generación confrontada con un sistema de
valores sociales y morales en decadencia.
Su éxito se inició con
dos novelas temáticamente complementarias que trazaban el crítico balance de
cincuenta años de "revolución" mexicana: La región más transparente
(1958), cuyo emplazamiento urbano supuso un cambio de orientación dentro de una
novela que, como la mexicana de los cincuenta, era eminentemente realista y
rural; y La muerte de Artemio Cruz (1962), brillante prospección de la vida de
un antiguo revolucionario y ahora poderoso prohombre en su agonía. Ambas obras
manejan una panoplia de técnicas de corte experimental (simultaneísmo,
fragmentación, monólogo interior) como vehículo para captar y reflejar una
visión compleja del mundo.
La región más
transparente (1958)
Las promesas de
originalidad y vigor que ya se vislumbraban en Los días enmascarados se
cumplieron plenamente con La región más transparente (1958), un dinámico fresco
sobre el México de la época que integra en un flujo de voces los pensamientos,
anhelos y vicios de diversas capas sociales. La primera novela de Fuentes
supuso una ruptura con la narrativa mexicana, estancada en un discurso
costumbrista y en la crónica revolucionaria testimonial desde una óptica
oficialista. Con esta extensa obra acreditó el autor su vasta cultura, su
sentido crítico y su pericia y audacia como prosista, rasgos que muy pronto lo
convertirían en uno de los escritores latinoamericanos con más proyección
internacional.
Al modo de John Dos
Passos en Manhattan Transfer respecto a Nueva York, o de Alfred Döblin en
Berlin Alexanderplatz con la capital alemana, La región más transparente es el
gran mosaico de Ciudad de México, el retrato a la vez atomizado y gigantesco de
todas sus clases sociales a través del aproximadamente centenar de personajes
que constituyen su "protagonista colectivo", siendo el verdadero
protagonista la propia ciudad; así lo delata su mismo título, que procede de
una frase con la que Alexander von Humboldt describió el valle de México.
La disección y crítica
de la masa social del país (en la medida en que la ciudad incluye al campo al
absorber las migraciones de campesinos depauperados) es la propuesta
programática de la obra, y abarca desde los desheredados hasta los nuevos
burgueses "que no saben qué cosa hacer con su dinero", desprovistos
de cualquier inquietud cultural y sin otra clase que se les oponga. El dominio
que muestra Fuentes de los distintos registros lingüísticos de cada clase
social proporciona verismo a su retrato y convierte la novela en una magistral
obra polifónica.
Los continuos saltos
temporales (dentro de un dilatado periodo que abarca desde los años previos a
la Revolución mexicana hasta el presente) y la irregularidad con que aparecen
los personajes, con frecuencia a través del monólogo interior, dan a la
narración una apariencia desordenada y anárquica; externamente, la novela está
dividida en tres partes desproporcionadas que engloban capítulos distribuidos
sin simetría. Sin embargo, en ningún momento se pierde el hilo de la narración,
lo que demuestra el especial cuidado que pone el autor en la estructura.
La primera secuencia es
la presentación de sí mismo que hace Ixca Cienfuegos, e inicia la novela con
estas palabras: "Mi nombre es Ixca Cienfuegos. Nací y vivo en México,
D.F." Su voz, la primera en aparecer, se dirige a sus iguales y a la
ciudad. El hálito poético de su palabra dignifica su amargura y su resignación
ante el destino que los mexicanos como él están condenados a padecer. La
insistencia de frases como "qué le vamos a hacer" refuerza el
fatalismo que caracteriza a la mentalidad indígena y crea lazos discursivos
entre otros personajes marginados dentro de la misma novela. Su parlamento
finaliza con las siguientes frases: "Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer.
En la región más transparente del aire".
La estructura de la
novela está presidida por la circularidad: se abre con estas palabras de Ixca
Cienfuegos y se cierra con "La región más transparente del aire".
Este concepto circular, tan ligado al de la repetición, se observa en varios
niveles de la novela y es básico para la tarea de enhebrar los numerosos
elementos de esta obra y para sostener su simbolismo. Así, sobresale el que
aglutina la muerte de varios personajes (el final de sus ciclos vitales).
Otro factor siempre
presente en la obra es que el sacrificio ritual, como la Revolución, cuyos
ideales yacen ya enterrados en el olvido, sacrificó no a todos sino a los de
siempre, para mantener o encumbrar en su sitio a los mismos. En ausencia de
cualquier valor, los personajes son figurantes de un teatro vacío; los pobres,
los macehuales, están fatalmente destinados a permanecer enclavados en la
región más transparente del aire: dentro de la miseria, sin porvenir, fuera de
la historia, sin nombre.
La muerte de Artemio
Cruz (1962)
La denuncia del fracaso
de la Revolución se halla en la base de diversas obras de Carlos Fuentes, y muy
especialmente en La muerte de Artemio Cruz (1962), una de las mayores novelas
de las letras mexicanas. Sus páginas detienen por un instante, con una prosa
compleja de identidades fragmentadas, el flujo de conciencia de un viejo
militar de la Revolución de 1910 que se encuentra a punto de morir, e indagan
también en el sentido de la condición humana. El magisterio de James Joyce
(autor le que impresionó profundamente) es patente en el uso del monólogo
interior como técnica narrativa fundamental; en el manejo del monólogo, Fuentes
superó en esta obra en complejidad (y acaso en riqueza) al mismo maestro.
Alegóricamente, la
historia de Artemio Cruz es la del nacimiento, implantación y muerte de la
Revolución mexicana; el antiguo revolucionario refleja el modo en que se
prostituyeron sus valores, subrayando que tal traición fue libre decisión de su
soberana voluntad y no de presiones históricas, aunque sí quizá de una
inquietante atmósfera común o de una huidiza naturaleza humana: el egoísmo, la
ambición, la sed de poder y riqueza lo movieron lo mismo que a tantas personas
de su entorno, carentes de todo escrúpulo.
Pero el relato, en el
que destacan un amor juvenil de Artemio que coincide con los días entusiastas
de la revolución, su posterior matrimonio por interés y sin amor en tiempos de
la institucionalización y un amor clandestino de la madurez con el que intenta
rehabilitarse espiritualmente, perdería gran parte de su autoridad de no ser
por la forma con que Fuentes ha sabido arroparlo.
Viejo, rico y poderoso
en la hora de su muerte, Fuentes relata la larga agonía de Artemio Cruz y los
episodios en ella evocados mediante el empleo riguroso y sistemático del
"yo", del "tú" y el "él". A través del
"yo" nos ofrece, en tiempo presente (la obra se sitúa en el año
1959), el monólogo interior del antiguo revolucionario agonizante, mientras que
el "tú" corresponde a su subconsciente, que instruye al moribundo
acerca del futuro de sus elucubraciones mentales, y con el "él"
recuerda, por el contrario, la historia pasada de Artemio y de quienes le
rodearon o bien se rodeó en los distintos momentos de su vida.
Estas narraciones o
intervenciones en primera, segunda y tercera persona forman una especie de
tríadas que se van repitiendo a lo largo de las páginas del libro hasta doce
veces, tantas como las horas que dura la agonía de su protagonista. A lo largo
de la misma se nos ofrecen otras tantas revisiones de su pasado, que no se
producen cronológicamente, sino a la manera de William Faulkner, de acuerdo con
los desordenados y caprichosos saltos mentales a los cuales se entrega el
moribundo.
El último de todos
ellos, que se remonta a 1889, cuando Artemio vino al mundo, no es fruto de su
pensamiento ni forma parte de la película de su vida que presencia mientras
agoniza, sino obra del autor. Una última tríada, a la cual correspondería el
fatídico número trece, queda truncada de repente por la muerte de Artemio tras
la sola intervención del "yo" y el "tú". Así termina sus
días el viejo caudillo mexicano; su historia simboliza la historia colectiva de
su país, en cuyo intento de transformación revolucionaria participó, al que
luego (como hicieron muchos otros) inevitablemente traicionó, y al que también
corresponde buena parte de responsabilidad en sus destinos.
Obra posterior
Las novelas reseñadas
otorgaron a Carlos Fuentes un puesto central en el llamado boom de la
literatura hispanoamericana. Dentro de aquel fenómeno editorial de los años 60
que, desde España, daría a conocer al mundo la inmensa talla de los nuevos (y a
veces anteriores) narradores del continente, Carlos Fuentes fue reconocido como
autor de la misma relevancia que el colombiano Gabriel García Márquez, el
argentino Julio Cortázar o el peruano Mario Vargas Llosa.
Entre las dos novelas
mencionadas, sin embargo, se sitúa una obra de andadura realista y tradicional:
Las buenas conciencias (1959), que cuenta la historia de una familia burguesa
de Guanajuato. Esas obras iniciales cimentaron un ciclo denominado por el autor
"La edad del tiempo", obra en constante progreso a la que se fueron
sumando diversos volúmenes. Espíritu versátil y brillante, Fuentes tendió a
abordar en obras ambiciosas y extensas (a veces incluso monumentales) una temática
de hondo calado histórico y cultural; la novela es concebida entonces con
máxima amplitud, como un sistema permeable capaz de integrar elementos en
apariencia dispersos pero dotados de poder evocativo o reconstructor.
Son de destacar, en
este sentido, Cambio de piel (1967), con las abundantes divagaciones a que se
abandonan cuatro personajes ante el espectáculo de una pirámide de Cholula.
Zona sagrada (1967) retrata la difícil relación entre una diva del cine
nacional y su hijo. Terra Nostra (1975), novela muy extensa que muchos
consideraron inabordable, es probablemente su obra más ambiciosa y compleja; en
ella llevó al límite la exploración de los orígenes del ser nacional y de la
huella española (el ejercicio del poder absoluto por parte de Felipe II) en las
colonias de América.
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