EL DESAFÍO Mario Vargas Llosa( Arequipa, Perú, 28 de marzo de 1936)
Estábamos bebiendo
cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar"
apareció Leónidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
—¿Qué pasa? —preguntó
León.
Leónidas arrastró una
silla y se sentó junto a nosotros.
—Me muero de sed.
Le
serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leónidas sopló
lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego
bebió de un trago hasta la última gota.
—Justo va a pelear esta
noche —dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un
momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
—Me encargó que les
avisara —agregó Leónidas—. Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño
preguntó:
—¿Cómo fue?
—Se encontraron esta
tarde en Catacaos —Leónidas limpió su
frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus
dedos al suelo—. Ya se imaginan lo demás...
—Bueno —dijo León—. Si
tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de ley. No hay que
alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
—Si —repitió Leónidas,
con un aire ido—. Tal vez es mejor que sea así.
Las
botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes, habíamos
dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza. El
puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas
que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a abandonar sus
escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha gente. Algunos
entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en
voz alta y reían.
—Son casi las nueve —dijo
León—. Mejor nos vamos.
Salimos.
—Bueno, muchachos —dijo
Leónidas—. Gracias por la cerveza.
—¿Va a ser en "La
Balsa", ¿no? —preguntó Briceño.
—Sí. A las once. Justo
los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El
viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en
las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía
custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al
Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado,
descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era
bonita y parecía divertirse.
—El Cojo lo va a matar —dijo,
de pronto, Briceño.
—Cállate —dijo León.
Nos
separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No
había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo
trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer
que llegaba.
—¿Otra vez a la calle? —dijo
ella.
—Sí. Tengo que arreglar
un asunto.
El chico estaba
dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había muerto.
—Tienes
que levantarte temprano —insistió ella— ¿Te has olvidado que trabajas los
domingos?
—No te preocupes —dije—.
Regreso en unos minutos.
Caminé
de vuelta hacia el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una cerveza
y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me tocó el
hombro. Era Moisés, el dueño del local.
—¿Es cierto lo de la
pelea?
—Sí. Va ser en la
"Balsa". Mejor te callas.
—No
necesito que me adviertas —dijo—. Lo supe hace rato. Lo siento por Justo pero,
en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha
paciencia, ya sabemos.
—El Cojo es un asco de
hombre.
—Era tu amigo antes... —comenzó
a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la
terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.
—¿Quieres que yo vaya? —me
preguntó.
—No. Con nosotros
basta, gracias.
—Bueno.
Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo —tomó un trago de mi
cerveza, sin pedirme permiso—. Anoche estuvo aquí el Cojo con su grupo. No
hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando
porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
—Hubiera querido verlo
al Cojo —dije—. Cuando está furioso su cara es muy chistosa.
Moisés se rió.
—Anoche parecía el
diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.
Acabé
la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la
puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía
unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello
hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un
niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar
mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra
mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos
decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leónidas
aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el
susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
—Acabo de llegar —dijo—
¿Qué es de los otros?
—Ya vienen. Deben estar
en camino.
Justo me miró de
frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.
—¿Cómo fue lo de esta
tarde?
Encogió los hombros e
hizo un ademán vago.
—Nos
encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un trago y
me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura,
ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos.
Nos separó el cura.
—¿Eres muy hombre? —gritó
el Cojo.
—Más que tú —gritó
Justo.
—Quietos, bestias —decía
el cura.
—¿En "La
Balsa" esta noche entonces? —gritó el Cojo.
—Bueno —dijo Justo—. Eso
fue todo.
La gente que estaba en
el "Río Bar" había disminuido. Quedaban algunas personas en el
mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
—He
traído esto —dije, alcanzándole el pañuelo. Justo abrió la navaja y la midió.
La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas.
Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
—Son iguales —dijo—. Me
quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la
bebimos sin hablar, fumando.
—No
tengo hora —dijo Justo—, pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A
la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo, le
estrecharon la mano.
—Hermanito –dijo León—,
usted lo va a hacer trizas.
—De eso ni hablar —dijo
Briceño—. El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los
dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para
mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
—Bajemos por aquí —dijo
León—, es más corto.
—No —dijo Justo—. Demos
la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.
Era extraño ese temor,
porque siempre habíamos bajado al cauce del río, descolgándonos por el tejido
de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego
doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el
minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición.
La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si anduviéramos sobre un
mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.
—Hay muchas nubes —dijo—;
la luna no va a servir de mucho esta noche.
—Haremos fogatas —dijo
Justo.
—¿Estás loco? —dije—
¿Quieres que venga la policía?
—Se
puede arreglar - dijo Briceño sin convicción—.
Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y
Briceño no volvió a insistir.
—Ahí está "La
Balsa" —dijo León.
En
un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco de
algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce.
Era
muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino arrastrarlo
solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa" se alejaba
más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de "La
Balsa", pero así lo designaban todos.
—Ellos ya están ahí —dijo
León.
Nos
detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor
nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus
siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
—Anda tú —dijo Justo.
Avancé
despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión
serena.
—¡Quieto! - gritó
alguien— ¿Quién es?
—Julián —grité— Julián
Huertas ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un
pequeño bulto. Era el Chalupas.
—Ya
nos íbamos —dijo—. Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que
lo cuidaran.
—Quiero
entenderme con un hombre —grité, sin responderle—, no con este muñeco.
—¿Eres muy valiente? —preguntó
el Chalupas, con voz descompuesta.
—¡Silencio!
—dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí.
Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra, yo no podía ver;
sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color aceituna profundo de
su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos
puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus
pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de
iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una
cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía
pero nadie se la había visto.
—¿Por qué has traído a Leónidas?
—dijo el Cojo, con voz ronca.
—¿A Leónidas? ¿Quién ha
traído al Leónidas?
El
cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más
allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
—¡Qué
pasa conmigo! —dijo, mirando al Cojo fijamente—. No necesito que me traigan, He
venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estás buscando pretextos
para no pelear, digo.
El
Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi
mano al bolsillo trasero.
—No
se meta, viejo —dijo el cojo amablemente—. No voy a pelearme con usted.
—No
creas que estoy tan viejo —dijo Leónidas—, he revolcado a muchos que eran
mejores que tú.
—Está bien, viejo —dijo
el Cojo—. Le creo. Se dirigió a mí: ¿Están listos?
—Sí. Di a tus amigos
que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
—Tú
bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.
Uno
de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió algo.
Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado del
filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal
parecía un trozo se hielo.
—¿Tienes fósforos,
viejo?
Leónidas
prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela le lamió
las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí
a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
—Está bien —dije.
Chunga
caminó entre Leónidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño estaba
fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros
de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal
vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
—¿Quién le dijo a usted
que viniera? —preguntó Justo, severamente.
—Nadie
me dijo —afirmó Leónidas, en voz alta—, vine porque quise. ¿Va usted a tomarme
cuentas?
Justo
no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un poco
retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar del
cuerpo de Chunga y éste se encogió.
—Perdón
—dije, palpando la arena en busca de la navaja—. Se me escapó. Aquí está.
—Las gracias se te van
a quitar pronto —dijo Chunga.
Luego,
como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja,
nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia
"La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume
de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en dirección al
puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cauce, se veían las luces
vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban
bruscamente ladridos o rebuznos.
¡ —Listos! —exclamó una
voz, del otro lado.
—¡Listos! —grité yo.
En
el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos y
murmullos; luego, una sombra renqueante se deslizó hasta el centro del terreno
que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con los pies;
comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista; León y
Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió
rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a
alejarse, pero Leónidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó
una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
—No
te le acerques ni un momento —el viejo hablaba despacio, con voz levemente
temblorosa—. Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo cuidado
con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme...
ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo
escuchó a Leónidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó
a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un tirón y
se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a pasos
firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de
nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos
metros del Cojo.
Quedaron
unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos
cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano
derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la
oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a
pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de
dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la
arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando,
comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició
sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los
hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus
posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el
codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el
brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado
como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían,
sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos.
Imperceptiblemente,
los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en
flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de
pronto un salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en
el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando
éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco
en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez
más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto
daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo
perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo
se plantó; lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio
en un segundo, como un muñeco de resortes.
—Ya está —murmuró
Briceño—, lo rasgó.
—En el hombro— dijo Leónidas—,
pero apenas.
Sin
haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza,
mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se
acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia,
ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor
como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y
recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo
a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza
avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo
huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas.
Justo estiró dos veces el brazo, y en las dos halló sólo el vacío. "No te
acerques tanto". Dijo Leónidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo
podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había
empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba
brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la
vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la
figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve,
el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante
después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y
esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los
luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba
el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra
y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos,
cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo.
"¡Sal de ahí!", dijo Leónidas muy despacio. "¿Por qué demonios
peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera
llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo.
Agazapados,
atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con la
velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al
movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que
buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante,
quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo
izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las
veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo, transpirando, la boca
cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes tras los párpados, su piel
palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca agitadas, con
un temblor inverosímil; y Justo con su máscara habitual de desprecio, acentuada
por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga.
Abrí
los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocado, ciegamente sobre el
otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su rostro, descubriendo
absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron su cuerpo, lo
mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron
sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo
que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su
brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que
perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido
inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos
desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No
supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese
poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quién, sin saber de qué
brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían
como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio
de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas,
veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como
en un espectáculo de magia.
Debimos
estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez
palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en
el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron despedidos,
como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia.
Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos, dijo la
voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo
había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida
y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno
sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue
breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho del río, como durmiendo.
Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando mi intención,
alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose
peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían
perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra
de muchos vértices. "Vamos", dijo León. Pero esta vez también ocurrió
algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando
todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre,
como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible. Cuando estuvo de pie,
el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo
de la cara. Escuchamos entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no
hubiéramos reconocido esta vez sí nos hubiera tomado de sorpresa en las
tinieblas.
—¡Julián! —grito el
Cojo— ¡Dile que se rinda!
Me
volví a mirar a Leónidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba
la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos.
Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro
en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el enemigo
extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se libró
fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás:
—¡Don
Leónidas! —gritó de nuevo con acento furioso e implorante —¡Dígale que se
rinda!
—¡Calla y pelea! —bramó
Leónidas, sin vacilar.
Justo
había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leónidas, que
era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que
hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel
aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía hasta la
boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear en cámara
lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien
se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos donde yacía
Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaron a
alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia
caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre
y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en el cuerpo
flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos
lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo
busqué la manta de Leónidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le
cubrí la cara, a tientas, sin mirar.
Luego, entre los tres
lo cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando
los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos
llevaría a la ciudad.
—No
llore, viejo —dijo León—, no he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se
lo digo de veras.
Leónidas no contestó.
Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los
primeros ranchos de Castilla, pregunté.
—¿Lo llevamos a su
casa, don Leónidas?
—Sí
—dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.
Jorge Mario Pedro
Vargas Llosa. (Arequipa, Perú, 28 de marzo de 1936). Escritor, político y
periodista peruano. Premio Nobel de Literatura 2010.
Pasa su infancia entre
Bolivia y Perú y al terminar sus estudios primarios colabora en los diarios La
Crónica y La Industria. En 1952 escribe una obra de teatro titulada La huida
del Inca, que se estrena en un teatro de Lima.
Estudia Letras y
Derecho en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y empieza a colaborar
profesionalmente en periódicos y revistas, siendo editor de los Cuadernos de
Composición y la revista Literatura.
En 1958 le conceden la
beca de estudios "Javier Prado" en la Universidad Complutense de
Madrid, donde obtiene el título de Doctor en Filosofía y Letras. Un año más
tarde se traslada a París, y allí trabaja en diferentes medios hasta que logra
entrar en la Agencia France Press y, más tarde, en la Radio Televisión
Francesa, donde conoce a numerosos escritores hispanoamericanos.
En 1965 se integra en
la revista cubana Casa de las Américas como miembro de su consejo de redacción
y permanece en ella hasta 1971. En esos años actúa varias veces como jurado de
los premios Casa de las Américas.
Posteriormente viaja a
Nueva York, invitado al Congreso Mundial del PEN Club, e instala su residencia
en Londres, donde trabaja como profesor de Literatura Hispanoamericana en el
Queen Mary College.
Durante este periodo
trabaja además como traductor para la UNESCO en Grecia, junto a Julio Cortázar;
hasta 1974 su vida y la de su familia transcurre en Europa, residiendo en
París, Londres y Barcelona.
En 1975 inicia una
serie de trabajos cinematográficos, y en marzo de ese año es elegido Miembro de
Número en la Real Academia Peruana de la Lengua. En 1976 es elegido presidente
del PEN Club Internacional, cargo que ocupa hasta 1979.
En Perú presenta el
programa televisivo La Torre de Babel y en 1983 preside la Comisión
Investigadora del caso Uchuraccay, dedicado a resolver el asesinato de ocho
periodistas. A finales de los ochenta entra en el mundo de la política en Perú
y en 1990 regresa a Londres, donde retoma su actividad literaria.
En marzo de 1993
obtiene la nacionalidad española, sin renunciar a la peruana. Colabora en el
diario El País y con la revista cultural Letras Libres.
En 1994 es nombrado
miembro de la Real Academia Española y ese mismo año gana el Premio Miguel de
Cervantes; posteriormente es reconocido doctor honoris causa en numerosas universidades.
Su obra ha sido traducida a más de 30 idiomas.
En 2013 le concedes el
Premio columnistas de El Mundo, en reconocimiento a su faceta periodística.
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