LOS AVENTUREROS
RÓMULO GALLEGOS (Caracas, Venezuela, 2/8/1884 –
Caracas, 5/4/1969)
– I –
A la legua trascendía
que el doctor Jacinto Ávila no estaba hecho para aquella suerte de andanzas;
peñas arriba, por un camino angosto y fragoso, sobre una mala bestia alquilona,
bajo un sol que abrasaba, a mediodía en punto. Avilita —como le llamaba todo el
mundo— debía sufrir mucho con el
zangoloteo de la cabalgadura, el rigor del meridiano, la desazón del fastidio,
y con aquellas ingratas caricias que al pasar le hacían en el rostro las
ásperas ramas de la maleza que tapaba el sendero de la montaña, por el que iba,
paso entre paso, y tal debía de tener de quebrantados los miembros y molidas
las carnes, que no hallaba ni qué cara poner ni cómo acomodarse en la silla.
Además, no parecía llevarlas todas consigo, cual se colegía por las recelosas
miradas que a menudo echaba en derredor y por la significativa precaución de
llevar la mano a la cañonera de la montura, cada vez que se acercaba a algún
recodo o desfiladero sospechoso del camino, o percibía rumor como de acecho
entre los jarales.
Sin
embargo, Avilita no iba todo lo mohíno que fuera de esperarse. Por momentos se
le desenfadaba la faz, iluminándosele con una expresión de complacencia
maligna, como quien se regodea con el pensamiento de la propia maldad. A veces
el contentamiento subía hasta entusiasmo, y
dejando el arzón y la rienda, con perjuicio del equilibrio, se
restregaba las manos, con lo que dejaba ver a las claras que algo llevaba entre
ellas, y luego, olvidando los riesgos y molimientos que le traía el andar por
aquellas escarpas, se engolfaba en gratos pesares, a media voz y risueño,
dejando a la mal andariega mula concertar el paso a lo que buenamente le dieran
sus flaquezas, hasta que uno de los peor dados de ella le volviera en sí con
gran sobresalto. Pero entonces le acontecía descubrir a uno que lo observaba
desde lejos y que de pronto desaparecía, como por encanto, con lo que volvía
Avilita a la querencia de su recelo y por buen espacio se mantenía sobre aviso.
Iba
este que lo espiaba, a lo que la distancia dejaba ver, montado en una mula
blanca, tan diestra en el encaramarse sobre los más eminentes riscales, como
ágil en el desaparecer por no sospechados atajos, de la baquía de cuyo jinete
era la suya señal poco tranquilizadora, dada la circunstancia de que según
todos los indicios, éste no hacía camino determinado, ni andaba por ninguno
propiamente, sino por los arrezafes y vericuetos y con el solo objeto de espiar
al que venía por el sendero. Así, unas veces aparecía a buena distancia por
delante de Avilita; otras a sus espaldas y tan próximo que era como estar entre
sus manos; y tan pronto estaba a la derecha como a la izquierda del camino, sin
que nunca pudiera descubrirse cuándo ni por dónde lo cruzara. La última vez que
apareció pasó tan cerca de Avilita, que éste recibió en la cara el resoplido
caliente de la bestia que, como un disparo, saltó de improviso de entre la
maleza del camino, ágil lo atravesó como al vuelo, de un salto ganó el talud
opuesto, y desapareció otra vez, hendiendo el gamelotal tan alto y tupido que
tapaba al jinete.
Tan
brusco y rápido fue todo esto que Avilita apenas si tuvo tiempo de refrenar su
bestia para no ser arrollado en el ímpetu de la otra; y lejos iban ya ésta y su
jinete, mientras él, no bien repuesto de la sorpresa, permanecía en el propio
lugar de ella, esperando por momentos el asalto inminente, sin quitar la vista
del gamelotal que ya no se movía. Y así estuvo hasta que a lo lejos, sobre una
cumbre rotunda, apareció la mancha roja de la cobija que llevaba extendida
sobre el arzón el supuesto espía, cuya silueta luego desfiló sobre el cielo a
todo lo largo de la cresta roqueña en que remataba por aquel lado la serranía,
y desapareció, finalmente, entre las neblinas cimeras.
– II –
El doctor Jacinto Ávila
tenía sobradas razones para temer una acechanza en aquellos apartados parajes
por donde a la sazón merodeaba en son de guerra el famoso y temido insurgente
Matías Rosalira, cuyo feudo y correderos eran desde mucho los riscos,
vertientes, caminos, bosques, rastrojos, caseríos y todo cuanto se encerraba en
la vasta serranía, en la que, mejor conocido con el nombre de El Baquiano,
gozaba de mucho prestigio.
Decíase de él que tenía
un exterior atractivo, y que por las buenas era una excelente persona, afable
en su trato, comedido con los extraños, generoso con los suyos y hasta noble y
leal: y aún bien que por lo que se daba a entender tales lealtad e hidalguía no
le obligaban a mucho y sólo consistían en no haber herido nunca a mansalva, ni
cometido traición o alevosía, ni en el débil haberse ensañado, a ellas debía el
gran ascendiente que tenía sobre los montañeses. Además, era gran derrochador,
servicial, obsequioso y tan amigo de tener la casa llena de los suyos en
fiesta, como de acudir donde las ajenas con su socorro cuando fuera menester.
Todas las que, con otras cualidades suyas, le hacían tan popular que no había
persona de las que le trataran que no le fuera afecta, no siendo parte a disminuirle el que le tenían sus adictos, ni
la autoridad que sobre ellos ejercía, ni el vasallaje a que los obligaba.
Disfrutaba, así mismo, del favor de las mujeres, aunque era cosa sabida que no
las trataba blandamente así que le pertenecían, ni les era fiel por mucho tiempo;
mas, como era insinuante, buen mentidor y amigo de enamorarlas y adquirirías
por modos extraordinarios, casi siempre novelescos, nunca hubo una a quien
requiriera inútilmente.
Su
última aventura galante tuvo gran resonancia. Era ella de una de las más
acomodadas y campanudas familias de un pueblo de los que había a las faldas de
un monte, y enamorose de él con tanta vehemencia que no valieron razones, ni
ruegos, ni amenazas de los suyos, y así, cuando El Baquiano quiso tomarse lo
que no querían darle buenamente, encontró la voluntad de la muchacha tan
rendida a la suya, que a poco de proponérselo ya estaba ella con él, camino de
la montaña.
En
ésta la noche era tan cerrada y tan espesa que daba trabajo avanzar por entre
ellas; largos truenos rebotaban de cumbre en cumbre y caían dentro de los
barrancos rebosándolos de ruido, por las torrenteras bajaban mugidoras aguas,
llovía, y a ratos se oía venir derrumbes. Con tales rigores, además de sus
zozobras, iba la robada transida de pavor y lloriqueando para que no siguieran,
con cuyos melindres y con el continuo resbalar de las bestias, que repinaban
trabajosamente la cuesta barrial, comenzaba Rosalira a perder la paciencia y a
renegar de la aventura. De pronto un derrumbe. Matías, más experto, obligando a
su bestia a un salto desesperado, púsose en salvo, pero la mujer fue arrollada
por el alud y arrastrada al barranco entre un fragor de peñascos que rodaban
desgajando los matorrales. Fue la única vez que la montaña estuvo en contra del
Baquiano; pero él no le guardó rencor por ello.
Por
lo demás, era en extremo supersticioso, buen devoto de la Virgen del Carmen, en
cuyo nombre lo mismo daba una limosna
que una puñalada y se sabía una porción de oraciones y ensalmos en cuya
eficacia creía a pie juntillas; profesaba un respeto inviolable a la madre, a
quien nunca hablaba puesto el sombrero ni alterada la voz, y un odio profundo,
feroz e invencible al extranjero. Podría tener cuarenta años y nunca se le
conoció padre, lo que daba pie a multitud de curiosas versiones a propósito de
su origen, siendo voz general que descendía de gente de rango venida a menos, y
los más fantaseadores aseguraban que venía, por línea de varón, de un remoto
señor que según las leyendas de la montaña, habitó en un castillo roquero, ya
en ruinas, y que, aunque nadie lo había visto, existía entre unos riscos
inaccesibles que a manera de almenas había en las crestas más altas de la
sierra entre nieblas perennes. Y como Matías desaparecía de tiempo en tiempo,
sin que se supiera donde se metía, los montañeses aseguraban que era en el
castillo fantástico, cuyo camino sólo él conocía y donde, naturalmente, había
tesoros escondidos.
– III –
Revelose la hombría de
El Baquiano, cuando tenía veinte años, por Pascuas, una tarde de joropo, embriaguez
y sangre. Dividíanse para entonces las montañas en dos bandos hostiles: los
guarubas de un lado de la fila, y del otro, los del Riscal. Reunidos estaban
estos, desde la Noche Buena, en uno de los ranchos del caserío, donde bailaban,
cuando a cosa de las tres, apareció por los alrededores una partida de los
guarubas, entre los cuales venía Cupertino, negrazo feroz y sanguinario,
cacique de ellos y terror de todos los contornos. Traían mal disimuladas bajo
las cobijas los relucientes linieros, y una intención manifiestamente hostil,
con todo lo cual se acercaron a la puerta del rancho a ver el joropo.
En
el caney bailaban desprevenidos; en un rincón Matías descabezaba el sueño y
punteaba el arpa a la vez, tan suave y dormidamente que apenas se oía, chischeaban
las marcas unísonas con los pies de los bailadores y al compás, a intervalos
una voz desapacible canturriaba el pasaje intrincado y sin fin… De pronto cunde
un murmullo: el aire que respiran produce escozor. Estornuda uno, y luego otro,
todos después. Los de la barra les hacen corro de chacotas, provocativamente;
la refriega se viene encima, las mujeres tratan de retener a los hombres que ya
no bailan sino forcejean; por momentos la atmósfera se hace irrespirable, es
fuego en las fauces y en los cuerpos sudorosos; el barullo crece de punto y ya
se oyen afuera ruido de armas que se aperciben ostensiblemente.
—Pare el golpe,
compañero — le grita uno a Matías, que no se había dado cuenta.
—¿Qué pasa?
—Que han echao ají.
Soltaron
el trapo a reír los de afuera y sus parejas los de adentro, y pronto en todos
los ojos relampagueaban miradas feroces, y en las manos fierros siniestros.
Abriéronse los guarubas a pocos pasos del rancho en espera del ataque, y como
los de adentro no salían, comenzaron luego a desafiarlos con insultos y
rechiflas; y entre todos el que más voces daba y mayores improperios decía, era
el negro Cupertino, enemigo jurado de los risqueros y ahora más que nunca por
el desaire que le habían hecho no invitándolo al joropo, como era costumbre y
ley de todos los moradores de la montaña. Oíanlo los de adentro y mirábanse
unos a los otros, conteniendo el aliento, fijos los ojos en la puerta por la
que entraba el vozarrón del Negro, a cuyo reto no atendían aunque amenazaba ya
pegarle fuego al rancho para obligarlos a salir, tal era la sugestión de pánico
que ejercía sobre todos, cuando de pronto Matías, sin decir palabra, de un
salto se puso fuera del caney y tan luego
estuvo sobre el Negro, que por no creer que le salieran perdió la serenidad,
que era fama que nunca le había faltado, y con ella la vida en un santiamén.
Desplomose el Negro, rebanada la cabeza, por cuya ancha herida se le iba en
borbotones toda la sangre, y viéronle caer los suyos que a pocos pasos más allá
se agrupaban, sin que ni uno se moviera a acudir en su defensa, tal estaban de
asombro, mudos y clavados en el suelo, como de la misma manera en la puerta del
rancho los amigos de Matías. Con lo que había tan gran silencio y tal ansiedad
que daba miedo pensar en lo que sucedería cuando volvieran en sí.
Y
lo que sucedió fue que de repente, a un mismo tiempo, todos se abalanzaron unos
contra otros y se acuchillaron encarnizadamente. El que más cuchilladas dio fue
Matías, y cuando derrotados los guarubas emprendieron la fuga, él se ensañó en
perseguirlos, y los llevó hasta sus propios ranchos a plan de machete.
Lo
persiguió luego, a su vez, la Justicia por la muerte del Negro que era
Comisario de la montaña, y Matías, seguido de unos cuantos, huyó a los bosques
y se hizo bandolero.
Muerto
el Comisario, los odios que éste había sembrado y los que suscitó su muerte,
comenzaron a estallar, y se formaron tantos bandos como caseríos había en la
montaña, con lo que empezaron a surgir capataces y montoneras, y al poco tiempo
hubo tantos que no fue posible transitar sin riesgo por aquellos parajes.
De
todos los caciques el más famoso era Matías Rosalira, a quien llamaban ya El
Baquiano. Partía para él la fila de la montaña en amigos y enemigos a todos sus
moradores, pero todos lo acataban como a más fuerte, más audaz, más aguerrido y
baquiano entre todos. Fatigada tenían ya a la justicia sus depredaciones y
fechorías, pero como no había esperanzas de cobrárselas, y además, podía ser
que conviniera más hacer las paces con él, la misma autoridad que lo perseguía resolvió hacerlo suyo, nombrándolo
como al negro Cupertino, Comisario General de la montaña.
Juró lealtad Matías,
que en el fondo no dejaba de tenerla, a su manera, y tomó tan a pecho la
comisión de pacificar que se le había encomendado, que no se dio tregua hasta
someter a los cabecillas facciosos. Y como tenía don de mando, y se daba tanta
maña para atraerse la voluntad de los hombres, a vuelta de poco no había en
todos los contornos sino amigos suyos, porque a los que por las buenas no
habían querido serlo, los exterminó sin piedad, con lo que quedó la montaña en
paz y sólo él dueño de ella.
A
fuero de tal, dirimía las querellas, administraba justicia, cobraba impuestos a
los terratenientes, y sin reparo ni consulta, sino a todo su talante y
beneficio, dictaba leyes y repartía privilegios sin que nadie se atreviera a
discutirle el suyo, porque las contadas veces que esto quiso suceder, diole al
insubordinado tan contundentes razones que por muchos días le duró el dolor de
ellas. Y hasta tanto llegó su señorío que edificó su casa en el preciso punto
por donde pasaba el único camino que era de recuas, sobre una loma tan
escarpada y angosta, que no era posible hacer rodeos para evitar la casa, por
dentro de la cual Rosalira permitía el paso mediante un peaje estipulado.
Quejáronse algunos y las autoridades se vieron en el caso de amonestarle, a lo
que contestó Matías que lo había hecho para ejercer mejor la policía de la
región y que lo del derecho de puerta podía ser que fuera más bien de
agradecérsele que lo cobrara, como que era para conservar y mejorar los
caminos, con lo que dichas autoridades se hicieron las convencidas, y lo
dejaron en paz y a sus anchas.
– IV –
En tan buen acuerdo se
pasaron algunos años, hasta que una mañana se presentaron en sus dominios
varios individuos provistos de instrumentos, cintas y otros accesorios, y
comenzaron a echar visuales, tomar medidas y apuntar cifras. Todo lo cual visto
por Rosalira le puso sobreaviso, y al día siguiente cuando los intrusos
volvieron a sus mirares y medires, él se encaminó donde ellos y les preguntó
quiénes eran y qué lo que hacían por allí. Dijéronle que eran ingenieros de una
compañía extranjera que hacían el trazo de un ferrocarril que pronto
atravesaría la montaña, con lo que Matías se enfureció tanto que por poco
abofetea al que tal le dijo, pero no se quedó sin jurarles que no llevarían a
cabo su empresa.
Terminado
su quehacer se fueron los ingenieros, mas no por esto se tranquilizó El
Baquiano, sino que se lo pasaba preocupado con la idea del ferrocarril. Era
éste un enemigo inusitado para él y comprendía que el día que entrara en la
montaña se acabaría su dominio sobre ella y hasta tendría que abandonarla. Y
tan cierto estaba de que por más que se los estorbara terminarían los
extranjeros saliéndose con la suya -cosa que lo exasperaba hasta el extremo-
que aquel año, último quizás de su señorío, dobló los derechos de paso a los
traficantes y cobró adelantados los impuestos de bosques y cultivos del año
próximo. Además se la pasaba vagueando por el monte, explorando veredas y
escudriñando los bosques; y a veces se pasaba los días enteros metido entre
ellos, sin que se supiera por donde andaba ni qué hacía, aunque se sospechaba
que se ocupaba en desenterrar y reunir el armamento y municiones de guerra que
tenía escondidos por allí.
Entretanto,
de la ciudad venían noticias alarmantes: el
ferrocarril adelantaba, los trabajos iban ya entrando a la montaña. Y
entraron por fin. Fue una invasión inusitada: todo el día estuvieron llegando
escuadrillas de peones y se diseminaban por las laderas, a lo largo del trazo,
y comenzaron a plantar campamentos. Después empezaron los trabajos: centenares
de picos rompían la tierra, los petardos explotaban a cada rato despedazando los
macizos roqueños; talaban las selvas, en los barrancos comenzaban a levantarse
parapetos audaces, por las laderas bajaban continuamente aludes devastadores,
con un clamor como de aplausos formidables que subía hasta las cumbres. En las
noches, en los campamentos había algazara y guitarras, hasta que Matías empezó
a cumplir lo que había prometido, y ya no los hubo más sino expectación y
silencio, porque desde entonces no hubo noche sin asalto. Todo el día se lo
pasaba El Baquiano, viendo los trabajos desde su alto riscal, maquinando planes
para la noche, y cuando ésta cerraba, él bajaba con su montonera a atacar los
campamentos, o a destruir las obras, muchas veces con los mismos petardos de
los que las construían. Después, ya no esperaba la noche, sino que los atacaba
en pleno día, con lo que se pasaba la mayor parte de éste en expectación y
refriega, y el trabajo no adelantaba, y a poco se suspendió por falta de
braceros. Matías parecía salirse con la suya. La Compañía envió comisionados a
ofrecerle acciones de la empresa para que la dejara en paz, pero él no las
aceptó; llegaron a ofrecerle una suma considerable y la rechazó también. Lo que
quería no era dinero, con lo que le daba la montaña tenía de sobra; su punto
era no dejar pasar el ferrocarril, porque era cosa de extranjeros, y él los
odiaba cordialmente. Recurrieron estos a otros arbitrios, y el gobierno mandó
gente armada para proteger las obras. Recomenzaron éstas y con ellas el estado
de guerra en la montaña. Matías Rosalira fue declarado faccioso.
– V –
Avilita lo sabía. La
fama del caudillo montañés había cundido por todas partes y sus hazañas y
fechorías eran objeto de toda suerte de comentarios. Conocía también el peligro
que había en aventurarse por sus correderos en tiempos como aquellos, de guerra
sin cuartel, y aunque las cosas que se contaban del Baquiano, eran para
atemorizar al más impávido, así las oyera en poblado y a buen recaudo, a
Avilita no le asustaba la idea de encontrárselo, sino más bien la deseaba, como
que iba en busca de él.
Atravesaba
a la sazón una enmarañada selva, sin sendero y tan pendiente que por aliviar a
la rendida bestia echose a pie, y a más andar ganó la linde, en la cumbre
misma. La neblina era tan densa que a pocos pasos apenas se distinguían
siluetas borrosas; subía de los barrancos, cálida como un aliento, en
borbollones silenciosos, desflecábase contra los riscos de aristas cortantes,
rodaba sobre las lomas, y se metía, bosque adentro, blanqueando la sombra azul
o violada de la umbría. De entre ella, en una engañosa perspectiva de lejanía
emergían afilados picachos, roquedos colados sobre el abismo blanco, aguileras
crispadas sobre las cuales se cernían grandes aves rapaces, en un vuelo avizor,
lento y majestuoso. A veces, cortado por las alas, vibraba el aire sonoramente,
como una clarinada; a intervalos, en el fondo de los barrancos, reventaban
estampidos; del mar venía, con las brumas, un viento recio y crudo que pasaba
sobre las lomas y se metía por los quebrajones, tal una manada de lobos
marinos, todos blancos, que invadiera la montaña.
Avilita,
al azar cogió hacia la derecha; caminaba sobre el filo de la montaña por un
terreno de rocas entre las que crecían frailejones y helechos, tan pulidas como
si el suave y perenne rodar de las
nieblas las hubiera aromado. De allí a poco, desvaneciéronse las brumas,
apareciendo primero el mar, a lo lejos, desmesurado y azul, y luego el macizo
de montañas: las hondonadas vertiginosas, los cangilones donde se apretujaban
almácigos de selvas vírgenes, los caseríos esparcidos por las laderas, los
plantíos surcados de valladares de piedras, y luego, por encima de la cresta
ríspida, hasta donde alcanzaba la vista, la formidable cordillera que se metía,
tierra adentro, en una sucesión de cumbres y de azules, hasta el más desvaído
sobre la más remota; y la llanura urente, al fin, como un celaje.
De
pronto, detrás de un peñón que lo guarecía de los vientos marinos, un paraje
donde había casas, al extremo de la travesía que de allí para adelante, dejando
la fila, descendía hacia los lados del mar. Pasaba el camino por dentro de una
de las casas, cerrada a la sazón, y estaba ésta en lo más escarpado y angosto
del sitio, plantada de tal manera que no había otra de pasar sino por dentro de
ella. Reconoció Avilita por estas trazas el lugar en que estaba, que no era
otro que el paradero de Matías Rosalira, y aunque parecía deshabitado, tan
cerradas estaban las puertas y en silencio las casas, se decidió a llamar. Al
cabo de un rato abriose el portalón que dejaba el paso del camino franco, y
apareció un hombre, hasta de cuarenta años, vigoroso, alto y bien plantado en
quien Avilita reconoció al punto al espía de antes. Sonriose éste como para
inspirarle confianza viendo la turbación en que su presencia lo puso, y le
preguntó si quería pasar, pidiéndole excusas por haberse demorado en abrirle.
Repuesto, Avilita le contestó que mejor quisiera no pasar todavía, porque iba
muerto de cansancio y con mucha hambre, como que era bien pasada la hora del
almuerzo, y así más le agradecería que le dijera si podía encontrar en la
posada algo de comer.
Mirolo el otro de pies
a cabeza, y luego, sin verle la cara contestó:
—Lo que es aquí no hay
gente y no se halla nada; pero véngase conmigo. Puede ser que por ahí se
encuentre.
Volvió
a cerrar la puerta así que pasó Avilita y luego acudió a abrir otra que había
al extremo del pasadizo, que no más era aquello, y mientras pasaba el cerrojo
le dijo:
—Vaya andando joven…
por ahí, a su derecha, yo voy con usté.
Comprendiendo
el otro que quería conservarse a sus espaldas y aunque tal espaldero no era
para inspirar confianza, echó a andar con todo el recelo que era del caso. A
poco su acompañante le preguntó:
—Dígame
una cosa, joven, y usté perdone el entrometimiento: ¿qué busca usté por aquí?
—Busco al General
Matías Rosalira.
—Entonces ya pué usté
parase.
—¿Es usted?
—Pa servirle. Pero nada
más que Coronel, por lo pronto.
—Jacinto Ávila, doctor
en leyes.
– VI –
El doctor Jacinto Ávila
devoraba el almuerzo que le habían aderezado en el rancho adonde lo llevara
Matías Rosalira. Acompañábalo éste y lo servía una vieja india, cantinera desde
moza, abotagada y aguardientosa, que no cesaba de gruñir y mirarlo con malicia.
Entretanto, en torno al rancho, que parecía cuartel, tal estaban las trojes
llenas de armas, merodeaban hombres mal encarados, que tenían aspecto de perros
de presa.
—Son mis muchachos.
—Creí que usted tenía
su cuartel en la casa del paso de la fila.
—¿En El Respiro? Es que
ahora tengo la gente trabajando del otro lao.
—Raro es que no hayan
intentado ocuparla sus enemigos.
—Lo
que es intentao, no se esté usté pensando que no les ha faltao ganas, la cosa
es que, como dicen vulgarmente: toavía no estaban maduras y se han fruncío al
clavarles el diente.
—Es
inexpugnable, verdaderamente. Y como usted es tan conocedor de la región.
—Alguna
ciencia debe tené uno, doctorcito; pa algo ha vivío uno toa la vida en estos
espeñaeros.
—Debe ser muy agradable
vivir en estos lugares altos.
—Según
y conforme. Todo está en el acomodo de uno; pa usté, en comparación, no sería
muy propio, acostumbrao a las comodidades de la ciudad.
—Tal vez…
—¡Eso
sí! Pa la salú le sirve hasta más útil que la ciudad; aquí tiene uno el pulso y
la juerza que estorba. Yo, le soy franco, el día que tuviera que irme de la
montaña, me moriría de rabia, como el querrequerre enjaulao.
—Depende de la manera
cómo salga usted de ella.
—Ahora
parece que me quieren sacá por la juerza. Pero, ¡caray! como que no les va a sé
muy fácil. Usté perdone la interjección, pero es que cuando me acuerdo… Mire,
es que me dan ganas de… de estrangularlos a todos… Usté sabe… los de abajo, los
musiúes esos.
—Los del ferrocarril.
Sí.
—Je, je… Esta risa no
es ni mía.
Y
Matías Rosalira se paseaba atusándose el bigote. Luego salió del rancho llegando
hasta el borde del despeñadero, desde donde se veían, allá abajo: el peonaje
del ferrocarril perforando la montaña y los campamentos de la tropa que
protegía las obras, bajo banderas extrañas.
—Pero
señor, es mi cuestión: por qué vamos a dejar que los musiúes se cojan la tierra
de uno.
—Ahí tiene usted una
bandera prestigiosa para una revolución.
—Ahora
todos la han cogido con lo de la civilización; como si la civilización no
pudiera andá sino en ferrocarril. Lo que pasará es que se morirán de hambre los
pobrecitos arrieros, para que los musiúes se lleven todos los riales pa su
extranjero. ¡No digo una revolución!
—¿Por qué no la hace
usted?
—¿Yo?
—Es el único que puede
hacerla hoy.
—¡Ah! ¡malaya!
—Si usted quisiera, al
dar el grito tendría sobre las armas un pie de ejército de flor.
—¿Usté lo cree?
—¿Cómo no? Estoy
segurísimo; yo sé por qué lo digo.
—La verdad es que yo
tengo muchos amigos, aunque me esté mal el decilo.
—Y
los que tiene sin saberlo. Hoy es usted el Caudillo más popular, todas las
esperanzas del país están puestas en usted. Mire, yo vengo de recorrer la
República y sé que toda ella, como un solo hombre, se levantaría por usted.
—Yo
sí lo creo, porque son muchos los descontentos. Pero la cosa es que eso de una
revolución son palabras mayores.
—No hay tal. Audaces fortuna juvat. Quiere decir: que
la fortuna ayuda a los audaces.
—No
es que yo le tenga miedo a la guerra, porque en ella he echao los dientes y las
barbas, sino porque después no me hallaría. Yo no sirvo pa lo civil.
—Ya encontrará usted
colaboradores. Desde luego, me pongo a sus órdenes. Yo he estudiado mucho, he
penetrado las entrañas de este país y sé cómo se le puede gobernar.
—Gracias, doctor.
—Además,
que no se dará el caso de que usted necesite de consejeros. Usted tiene
cualidades maravillosas y da lástima que las pierda usted en escaramuzas sin
gloria ni provecho. Usted perdone que se lo diga.
Guardaron silencio un
momento. Matías Rosalira se hurgaba la barba pensando:
—¿De modo que usté cree
que la parada es tirable, como dicen?
—Con los ojos cerrados.
La Patria se lo está reclamando.
—Por
ella lo haría, y por ella es que lo hago, créame usté; yo estoy en guerra
porque eso del ferrocarril es contra las leyes; todos los pueblos de la montaña
se arruinarán, y se morirán de hambre los pobres que no viven sino de sus
cargas.
– VII –
Para Rosalira la Patria
era su montaña, y el patriotismo no dejar pasar el ferrocarril. El doctor
Jacinto Ávila fue a decirle que aquélla era algo más que la montaña: las ciudades
que blanqueaban allá abajo; las llanuras inmensas que reverberaban a lo lejos;
y lo que no se veía; la Patria de extramuros que estaba detrás de las barreras
azules de los montes sin sospecharlo Matías. Para hacérselo comprender comenzó
por despertarle una ambición que hasta entonces no había tenido, y lo hizo tan
mañeramente que el Caudillo no distinguía cuándo le hablaba de la Patria y
cuándo del rico botín que le aguardaba en la aventura, y lo hizo con tal éxito
que a poco rato no era posible saber quién inducía a quién.
Terminado
el almuerzo, Avilita se puso a escribir la proclama de guerra del General
Matías Rosalira, mientras éste recorría la montaña en todas direcciones
convocando a sus amigos.
– VIII –
El doctor Jacinto Ávila estaba ya en su camino; y
tal vez muy cerca de realizar la única y grande aspiración de su vida: llegar.
¡Llegar!
Por ello había abandonado su provincia nativa cuando comprendió que en su pobre
ambiente jamás pasaría de ser un talento sin gloria ni provecho, si era que no
se quedaba en la obscura mediocridad, y enderezó sus pasos a la Capital
propicia, y ya en ella, en la Universidad que da prestigio y esplendor
vinculados a un título que abre todas las puertas y allana todos los caminos; y
por ello padeció necesidades: comió mal, vistió peor, sufrió humillaciones y
desprecios, ambicionó mucho y envidió más. Y logró llegar hasta el título.
Graduose de doctor en leyes y al despedirse de las aulas donde segara fácil
laurel a fuerza de imponer a todo trance el imperativo categórico de su vanidad
inflada de suficiencia, no tuvo palabras de gratitud sino de encono para
aquello que él llamaba fatalidad de su medio, que le había impuesto aquel
áspero noviciado de seis largos años de inactividad y enojoso estudio que
pusieron a prueba su energía. Encono que era tan sincero como había sido
insolente y que siempre fue, contenido, el acicate de su voluntad, y a la hora
del triunfo, libre y desbordado, la natural revancha de su alma en violento
desquite por las humillaciones y sinsabores padecidos.
Graduado
ya acudió al periódico y a la tribuna propicios y tanto escribió y declamó
tanto, con el solo objeto de hacer ruido, para lo que era bastante hueco y
vacío, que a vuelta de poco ya tenía una gloriola y era acatado en todos los
círculos de la Capital. Pero no era este llegar a medias todo lo que él
aspiraba y siguió trabajando con tesón por llegar de un todo hasta donde fuera
posible llegar en su país, sin que su
delicadeza estableciera distingos de escrúpulos que más tarde fueran a amargarle
el saboreado disfrute de sus triunfos. Y con esta acomodada determinación a
poco estuvo en la asendereada política y por ella anduvo buen espacio con éxito
bastante prometedor. Pero, reveses de la fortuna o torpeza para calcular,
hiciéronle dar un paso imprudente y cayó en desgracia.
Entonces
fue cuando llegó a sus oídos la fama que cobraba Matías Rosalira y resolvió ir
en su busca para intentar junto con él, y a su amparo, la gran aventura. Buen
conocedor de su medio, por instinto y por experiencia, sabía que sólo con un
apoyo de esta suerte podría hacerse carrera por los caminos del éxito y para
lograrlo resolvió hacerse espaldero del Caudillo. Éste era la fuerza, el
instinto cerril, impetuoso y dominador, la energía acostumbrada a imponerse, la
única energía de la raza blindada de barbarie pero íntegra, pura como un metal
nativo; a su vez él se reconocía el aliento de la gran aspiración, de la
audacia aventurera, que también es una fuerza, y si el otro tenía con su
instinto la fortaleza de la garra dominadora, él podía prestar con su
inteligencia el ímpetu del vuelo que levanta y dilata la potencia de la garra.
– IX –
Esto era lo que el doctor Jacinto Ávila venía a
proponerle al cacique de la montaña.
Cayole
bien al montaraz en su ánimo aventurero la propuesta y la condición del
ciudadano, y como además, según era fama, profesaba aquél un gran acatamiento
al saber, Avilita que se lo sabía de antemano, hizo alardes del suyo, con lo
que desde el primer momento cobró ascendiente sobre él.
Ya
estaba en su camino. Acordose de los que le negaban méritos, de los que le
escatimaron su aprecio, de los orgullosos que habían sabido estarse en retiro
de dignidad, mientras él iba placenteramente con la maltratada y peor tenida
suya, en subasta, y se complació de pensar que pronto podía pasearles su
triunfo por delante y humillarlos, y no sólo a ellos, sino a la sociedad
entera, a los mismos que le habían dado la mano, porque Avilita tenía un
profundo rencor contra todos, gratuito al parecer y que en el fondo no era sino
un deseo de represalias, en el que se revelaba inconscientemente la aspiración
de virtud que la vida no le había dejado tener: grandeza de alma, hidalguía en
el corazón, ideales, integridad, orgullo.
– X –
Al día siguiente, con
las primeras sombras de la noche, comenzaron a llegar a la posada de la cumbre
los amigos del Baquiano. Eran muchos, de todos los contornos y venían sin armas
algunos, pero todos en tren de campaña. Así que estuvieron reunidos, Avilita, a
nombre del General Matías Rosalira, les explicó el motivo de la convocatoria y
les leyó la proclama de guerra, en la cual se mentaban las Instituciones, la
Soberanía nacional, los fueros sagrados de la Patria y otras cosas más,
altisonantes y arrebatadoras, que nunca habían oído nombrar los montañeses, a
quienes, sin embargo, les pareció muy bueno todo. Pero no dieron muestras de
entusiasmo, sino que se quedaron viéndose unos a otros, aprobando con la cabeza
y a regañadientes, hasta que Matías tomó la palabra y les dijo, lisa y llanamente:
—Muchachos,
lo que les ha dicho el dotor es la pura verdad, y por eso yo los he convocao pa
que nos alcemos contra el Gobierno, porque el Gobierno ha faltao a las
leyes y nos quiere quitá la montaña de
nosotros pa vendésela a los musiúes.
—¡Abajo el ferrocarril!
¡Muera el Gobierno! ¡¡Mueran los musiúes!! —gritaron entonces los amotinados, y
con gran tumulto salieron al camino.
Luego,
armados ya los que no estaban y borrachos todos, se pusieron en marcha, apenas
comenzaron a perfilarse sobre la incierta claridad albar las recias siluetas
del monte, y con esto empezó la aventura.
Matías
a la cabeza y a su lado el doctor Jacinto Ávila, ahora bien montado y
convertido en respaldero intelectual del Caudillo, bajaba la horda por los
senderos fragosos como un alud que nadie sabía adónde iría a parar, ni cuántos
estragos haría, mientras en la noche remisa de las hondonadas los gallos
desperezaban sus clarines en dianas triunfales.
Sobre
los picos enhiestos en la fría claridad, suaves oros de sol; abajo: la
madrugada azul; blancura de brumas sobre la llanura y sobre las ciudades hacia
donde bajaba la montonera bisoña, ávida de sangre y botín…
Rómulo Gallegos
(Rómulo Gallegos
Freire; Caracas, Venezuela, 1884 - 1969) Novelista y político venezolano.
Rómulo Gallegos hizo estudios universitarios de Agrimensura y de Derecho en la
Universidad Central de su país, pero no llegó a terminarlos. Empleado de
ferrocarriles y profesor en colegios privados, llegó a ser subdirector de la
Escuela Normal y director del Liceo de Caracas (1922-1928).
El dictador Juan
Vicente Gómez le nombró en 1931 senador por el estado de Apure, pero sus
convicciones democráticas le hicieron expatriarse y renunciar al cargo. En
1935, muerto el dictador, Rómulo Gallegos volvió a Venezuela, y en 1936 fue
nombrado ministro de Educación en el gobierno de López Contreras, cargo al que
también renunció por los mismos escrúpulos morales.
En 1947 fue elegido
presidente de la República, pero fue derrocado al año siguiente por una junta
militar encabezada por Carlos Delgado Chalbaud. Exiliado de nuevo en Cuba y
México, Rómulo Gallegos regresó a su país al ser liberado éste de la dictadura
de Marcos Pérez Jiménez en 1958.
En sus comienzos de
narrador, Rómulo Gallegos publicó Los aventureros (1913), una colección de
relatos. Siguió a esta obra El último Solar (1920), una novela que reeditaría
en 1930 con el título de Reinaldo Solar, historia de la decadencia de una
familia aristocrática a través de su último representante, en el que se adivina
a su amigo Enrique Soublette, con quien fundara en 1909 la revista Alborada.
Escribió después La
trepadora (1925), con un personaje femenino, Victoria Guanipa, ambiciosa y sin
escrúpulos. Doña Bárbara (1929) es una verdadera epopeya que tiene como
escenario la llanura venezolana. Cantaclaro (1934) es la novela de un cantante
popular que recorre las aldeas y los campos. Canaima (1935) narra la existencia
ruda de unos hacendados en las orillas del Orinoco. Posteriormente publicó
Pobre negro (1937), El forastero (1942), Sobre la misma tierra (1943), La
brizna de paja en el viento (1952), La posición en la vida (1954) y La doncella
y el último patriota (1957), obra ésta con la que obtendría el premio Nacional
de Literatura.
Hay unanimidad en
señalar Doña Bárbara (1929) como la más importante de las obras de Rómulo
Gallegos, en la medida en que con ella se inicia una brillante época para toda
la novelística sudamericana: la de las grandes historias autóctonas (carentes
de toda influencia europea) cuyo eje se constituye a partir de sucesos y
personajes fascinantes salidos de un entorno apenas explorado: el altiplano, la
llanura y las enormes selvas de América. En ella escenificó la vieja oposición
entre civilización y barbarie, tributaria de la tradición humanista liberal del
siglo XIX, mediante el recurso a una simbolización de personajes, ambientes y
descripciones que puede, a ratos, parecer esquemática, pero que es de una gran
eficacia narrativa.
Más que una novela
costumbrista o criollista, Doña Bárbara es una gran epopeya autóctona, animada
a ratos por una espléndida fuerza lírica. Todo en ella gira y se mueve sobre un
espacio fascinante, la llanura venezolana, de cuyo seno, duros y valientes,
surgen los hombres y las mujeres, agitados por las más complejas emociones. A la
inspiración desbordante de Rómulo Gallegos se une aquí un arte original y
criollísimo, con el cual se describen esos personajes ya clásicos en la
literatura venezolana y de todo el continente: Santos Luzardo, Pajarote, Ño
Pernalete, Mujiquita, El Brujeador, Marisela y, desde luego, doña Bárbara,
símbolo patético y desconcertante que en la novela de Gallegos constituye la
figura más reveladora.
El argumento de Doña
Bárbara es simple pero apasionante. Santos Luzardo, un llanero que ha vivido
gran parte de su vida en la ciudad, regresa a la sabana para recuperar las
propiedades de su familia. Allí deberá enfrentarse con un mundo salvaje y
fascinante, infectado de bestias peligrosas, donde el hombre se ve en la
necesidad permanente de dominar la naturaleza para lograr sobrevivir. No menos
complicado será el reto de enfrentarse a una sociedad rural regida por viejas
tradiciones, por el autoritarismo y la arbitrariedad. Santos deberá luchar
también contra aquellos que pretenden apropiarse de sus tierras, como es el
caso de su vecina Doña Bárbara, una mujer sin escrúpulos, terrateniente
aventurera y enigmática, atractiva y maléfica, que extiende su poder por toda
la zona.
El joven e impetuoso
Santos Luzardo no puede evitar sucumbir ante los encantos de esta hembra sensual
y poderosa, quien a su vez se enamora de él. Finalmente, con ayuda de algunos
peones fieles, las fuerzas del bien triunfan sobre el mal, la paz vuelve a
reinar en la sabana y Doña Bárbara acaba por marcharse del lugar. Santos
contrae matrimonio con su prima Marisela, una muchacha salvaje y tierna a la
vez.
Doña Bárbara simboliza
el alma primitiva y compleja de la hembra dominadora, y al mismo tiempo el
espíritu de la tierra. Por eso no es posible decir que sea buena o mala; actúa
de acuerdo con sus instintos, que la esclavizan y le infunden su obstinada y
elemental energía. Frente a ella, Santos simboliza el espíritu civilizador que
lucha y triunfa de sus poderes, inflamado y sostenido por el amor a la propia
tierra que inútilmente doña Bárbara quiere mantener sujeta a su codicia
tenebrosa.
En realidad, el triunfo
de Santos Luzardo (que al fin le es dado por la huida de doña Bárbara, en un
gesto de trágica resignación), no viene a ser otra cosa que el triunfo de la
tierra, a la cual se consagrará definitivamente Luzardo, defendiéndola de sus
muchos enemigos, y llevando a ella sus nobles propósitos de justicia y
humanidad. Tal es en breve síntesis el fundamento de esta obra magistral que,
por su contenido y sus muchas bellezas, constituye una de las creaciones más
valiosas de la literatura americana de todos los tiempos.
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