MAÑANA
WILLIAM FAULKNER (New Albany, Misisipi, Estados
Unidos, 25 de septiembre de 1897 - Byhalia, Estados Unidos, 6 de julio de 1962)
No siempre tío Gavin
desempeñó su cargo desde que lo designaron fiscal del distrito. En una
oportunidad, hacía ya más de veinte años, interrumpió sus funciones durante un
lapso muy breve, tan breve que solo los viejos lo recordaban y, aun así, muchos
de ellos lo habían olvidado. Porque en esa época le tocó actuar solamente en un
caso, como abogado.
Tenía
entonces veintiocho años. Un año antes había egresado de la Facultad de Derecho
de la Universidad del Estado, adonde había concurrido, a su regreso de Harvard
y Heidelberg por instancias de mi abuelo. Aceptó el caso por propia decisión,
después de persuadir a aquel que le permitiese obrar enteramente por su cuenta,
a lo cual mi abuelo accedió, pues era opinión corriente que el juicio se
reduciría a una simple formalidad.
Tío
Gavin tomó, pues, el asunto a su cargo. Años más tarde, afirmaba todavía que
fue el único de todos los casos en que actuó —ya como defensor, ya como
acusador— que no pudo ganar, pese a su convencimiento de que la justicia y el
derecho estaban de su parte. En realidad no lo perdió: fue un juicio
incompleto, el que se ventiló aquel otoño, con fallo de absolución en la
primavera siguiente, El acusado era un próspero y honesto agricultor y padre de
familia, llamado Bookwright, de una sección conocida como Frenchman’s Bend, en
el lejano extremo sudeste del distrito; la víctima, un matón jactancioso que
decía llamarse Buck Thorpe, pero con mayor frecuencia apodado Bucksnort por los
jóvenes a quienes subyugó con sus puños durante los tres años que residió en
Frenchman’s Bend; un individuo sin familia, surgido de la noche a la mañana de
no se sabe dónde; pendenciero, jugador, destilador ilegal de whisky, y que en
cierta ocasión fue sorprendido en la carretera a Memphis con una tropa de
ganado robado, que su propietario identificó inmediatamente. Llevaba consigo un
recibo de venta, pero nadie en el distrito conocía al firmante.
La
historia de por sí, era vulgar, poco original: una muchacha campesina de
diecisiete años, con la imaginación exaltada por la arrogancia jactanciosa y la
audacia del locuaz forastero; el padre que trata de hacerla entrar en razón y
que llega exactamente adonde llegan todos los padres en casos semejantes; por
fin, la prohibición, la puerta cerrada, la inevitable fuga a medianoche, y a
las cuatro de esa madrugada, Bookwright que despierta a Will Verner, juez de
paz y sheriff del distrito, y le dice, entregándole la pistola:
—Vengo a entregarme.
Maté a Thorpe hace dos horas.
Un
vecino llamado Quick, el primero en llegar al lugar del hecho, halló el cadáver
con una pistola en la mano; una semana después de la publicación de la breve
noticia en los diarios de Memphis, apareció en Frenchman’s Bend una mujer que
dijo ser la esposa de Thorpe, con el correspondiente certificado para probarlo
y que exigió el dinero o los bienes que aquel hubiese dejado.
Recuerdo
la sorpresa que produjo el hecho de que el Jurado hallase siquiera motivo para
un debate; cuando el ujier leyó la acusación, las apuestas eran de veinte
contra uno a que el Jurado no deliberaría más de veinte minutos. El fiscal del
distrito delegó la tarea en un subalterno y en menos de una hora fue presentado
el testimonio completo. A continuación, tío Gavin se puso de pie; aún recuerdo
cómo miró al Jurado, a los once agricultores y comerciantes y al duodécimo
miembro —el que malograría su defensa—, agricultor también; un hombre de
cabellos grises y escasos; delgado, menudo, con ese aspecto endeble, desgastado
y a la vez indestructible de los habitantes de las colinas, que envejecen en
apariencia a los cincuenta años y que a la larga, sin embargo, se vuelven
invencibles contra el tiempo.
La
voz del tío Gavin era tranquila, casi monótona, sin tono declamatorio, como
correspondía esperar en un juicio criminal, aunque su vocabulario, en cierto
modo, se diferenciaba del que emplearía algunos años más tarde. No obstante
haber transcurrido apenas un año desde que les dirigía la palabra en público,
ya sabía hacerlo de tal manera, que toda la gente de nuestra región, los
negros, los pobladores de las colinas y los propietarios de las ricas
plantaciones del valle comprendían lo que quería decir.
—Todos
los que vivimos en esta región del Sur, hemos aprendido desde nuestro
nacimiento unas pocas cosas que valoramos sobre todas las demás. Una de las
primeras —no por ser la mejor, sino por estar en primer término— enseña que
solamente a costa de la vida se puede pagar la vida que se ha quitado a
alguien, que una muerte sin pago de otra muerte es algo incompleto.
Admitiéndolo así, podríamos haber salvado la vida de este acusado impidiéndole
que saliese de su casa aquella noche; podríamos haber salvado una de esas dos
existencias, aun cuando para ello hubiésemos debido quitarle la vida al
acusado. Pero no lo supimos a tiempo. Por eso me toca hablarles ahora: no de la
víctima, de su carácter o la moralidad del acto que cometió; no de la legítima
defensa, estuviese o no justificado el reo en llegar al extremo de matar; sino
de nosotros; nosotros, los que no estamos muertos; seres humanos que en el
fondo deseamos obrar bien, que no deseamos hacer daño al prójimo; seres humanos
con toda la complejidad de pasiones, sentimientos y creencias, sufrimos el peso
de todos estos elementos en la aceptación o el rechazo de aquello en lo cual no
hemos tenido realmente libertad de elección; y tratamos de hacer lo mejor que
podemos, a favor o a pesar de esos elementos. He aquí, pues, a este acusado con
la misma complejidad de pasiones, instintos y creencias, frente a un problema:
el de la inevitable desgracia de su hija que, con la obstinada inconsciencia de
la juventud y revelando una vez más esa complejidad atávica —que por su parte
no tuvo culpa de heredar—, fue incapaz de velar por su propia preservación.
Este hombre resolvió el problema según su capacidad y sus creencias sin pedir
ayuda a nadie; y por último aceptó las consecuencias de su determinación y de
sus actos.
Dicho
esto, tío Gavin tomó asiento. El representante del fiscal de distrito se limitó
a levantarse en silencio, y después de inclinarse ante el Jurado se sentó
nuevamente. El Jurado se retiró, pero nosotros no nos movimos del recinto y el
juez tampoco. Recuerdo todavía algo que pasó por la sala cuando la manecilla
del reloj—arriba del estrado— sobrepasó los diez minutos y luego la media hora;
el juez llamó entonces a un asistente murmurándole no sé qué. El asistente
salió para regresar en seguida y decirle al juez alguna cosa, en voz baja, y el
juez se puso de pie, dio un golpe de martillo y declaró un receso.
Corrí
apresuradamente, almorcé y regresé al pueblo. La sala estaba vacía, pero mi
abuelo, que acostumbraba dormir la siesta después de la comida —arriba del
estrado— sobrepasó los diez minutos y luego la media hora; el juez llamó
entonces a un asistente murmurándole no sé qué. El asistente salió para
regresar en seguida y decirle al juez alguna cosa, en voz baja, y el juez se
puso de pie, dio un golpe de martillo y declaró un receso. sobrepasó los diez
minutos y luego la media hora; el juez llamó entonces a un asistente
murmurándole no sé qué. El asistente salió para regresar en seguida y decirle
al juez alguna cosa, en voz baja, y el juez se puso de pie, dio un golpe de
martillo y declaró un receso. Fue el primero en llegar. Pasaron las tres; a esa
hora ya todo el pueblo sabía que el veredicto del Jurado dependía de un hombre,
pues los votos eran once contra uno a favor del veredicto de "no
culpable"; en aquel momento tío Gavin llegó con pasos rápidos, y mi abuelo
le dijo:
—Bien, Gavin, por lo
menos dejaste de hablar a tiempo.
—Así
es, padre —repuso tío Gavin. Me miraba con los ojos brillantes, el rostro
delgado, inteligente, y los cabellos revueltos que ya comenzaban a encanecer.
—Ven aquí, Chick —me
dijo—, te necesito unos minutos.
—Pide
al juez Frazier que te autorice a retractarte de tu alegato y luego deja que
Charlie te haga el resumen —le dijo mi abuelo.
Estábamos
fuera del recinto, en la escalera; tío Gavin se detuvo en el tramo intermedio,
de modo que estábamos a igual distancia de los extremos. La mano de mi tío
descansaba en mi hombro. Sus ojos parecían más brillantes y atentos que nunca.
—Esto
no es un juego —me dijo—, pero la justicia se obtiene muchas veces por métodos
que no soportan un análisis. Han trasladado al Jurado a la habitación del fondo
de la pensión de la señora, el cuarto cuya ventana está al nivel de la morera.
Si pudieses llegar hasta el fondo del patio sin ser visto, y trepar el árbol
con mucho cuidado...
Nadie
me vio. Oculto entre el follaje de la morera, agitado por una ligera brisa,
pude observar el interior del cuarto; así pude ver y escuchar al mismo tiempo:
arrellanados en sus asientos, en el extremo más distante de la habitación, estaban
los nueve hombres mostrando fastidio y enojo; el señor Holland, el presidente
del Jurado, y otro, de pie junto a la silla ocupada por el hombrecillo de las
colinas, envejecido y reseco. Su nombre era Fentry. Me acordaba perfectamente
de los nombres de todos ellos; por algo tío Gavin afirmaba que para lograr
éxito en nuestro distrito, como abogado o como político, no hacía falta tener
ni grandes dotes de elocuencia, ni inteligencia siquiera: solo era necesario
una memoria infalible para los nombres. De allí que recordase íntegramente el
suyo: Stonewall Jackson Fentry.
—¿No
admites que huyó con la hija de diecisiete años de Bookwright? —dijo el señor
Holland— ¿No admites que tenía una pistola en la mano cuando lo encontraron?
¿No admites que apenas lo enterraron se presentó la mujer y probó ser su
esposa? ¿No admites que, además de ser malo, era peligroso, y que de no haber
sido Bookwright, tarde o temprano alguien lo habría matado, y que Bookwright
tuvo mala suerte?
—Sí —dijo Fentry.
—¿Qué pretendes, pues? —dijo
el señor Holland— ¿Qué quieres?
—Nada —dijo Fentry—.
Pero no votaré por la libertad del señor Bookwright.
Y
no votó. Aquella tarde el juez Frazier despidió al Jurado y fijó fecha para un
nuevo juicio durante el siguiente período de sesiones. Al otro día, por la
mañana, cuando había terminado mi desayuno, tío Gavin, acercándose, me encargó:
—Di
a tu madre que tal vez no volvamos hasta mañana, y que le prometo no dejar que
te peguen un tiro, ni que te muerda una víbora, ni que te emborrachen con
refrescos... tengo que averiguar algo.
El
automóvil avanzaba velozmente por la carretera del nordeste; tío Gavin tenía
los ojos brillantes de expectativa, fijos y ansiosos, pero sin mostrar
desconcierto.
—Nació,
creció y vivió toda su vida —observó tío Gavin— en el extremo del distrito, a
treinta millas de Frenchman’s Bend. Afirmó bajo juramento no haber visto nunca
a Bookwright con anterioridad, y basta mirarlo para saber que nunca tuvo una
tregua en su trabajo, como para aprender a mentir. Dudo que alguna vez haya
oído siquiera el nombre de Bookwright.
Proseguimos
el viaje hasta cerca del mediodía. Estábamos ahora en las colinas, fuera de los
fértiles llanos, entre pinos y zarzas, en tierra pobre, con los pequeños
manchones inclinados y áridos de maíz y algodón ralos que de alguna manera
lograban sobrevivir, como lo lograba la gente que alimentaban y vestían; los
caminos eran casi huellas, tortuosos y angostos, llenos de zanjas y polvo, y el
automóvil marchaba constantemente en segunda velocidad. Por fin vimos el poste
con el buzón, y el nombre en torpes caracteres: G. A. FENTRY; más lejos, la
casa de troncos de dos habitaciones, con un corredor abierto. Y aun yo,
muchacho de doce años, pude advertir inmediatamente que no la había tocado mano
de mujer en muchos años. Atravesamos el portón. Entonces, una voz gritó:
—¡Alto! ¡Alto ahí!
No
lo habíamos visto: el anciano, descalzo, con fieros bigotes hirsutos, con
remendadas ropas de dril desteñido del color de la leche desnatada, más
pequeño, más enjuto aún que su hijo, parado al borde del corredor derruido,
empuñando una escopeta, temblaba de furia, o quizás de vejez.
—Señor Fentry... —dijo
tío Gavin.
Ya
me han molestado y fastidiado bastante —dijo el viejo. Era furia, porque de
pronto la voz se elevó en una nota violenta e incontenible— ¡Fuera! ¡Fuera de
mi casa! ¡Salgan de mi tierra!
—Vamos —dijo tío Gavin
en voz baja, los ojos todavía brillantes, fijos y graves.
Ya
no corrimos tan velozmente. El buzón siguiente estaba a menos de una milla de
distancia, y esta vez hallamos una casa pintada, con canteros de petunias junto
a los escalones de la entrada; la tierra que la rodeaba era mejor, y el hombre
del corredor se levantó y se acercó al portón.
—¿Cómo
está, señor Stevens? —dijo—. Supe que Jackson Fentry malogró el veredicto
unánime del jurado.
—Saludos, señor Pruitt.
Aparentemente, sí. Cuénteme todo.
Y
Pruitt se lo contó, aun cuando a la sazón tío Gavin solía olvidarse a veces y
recaer en el lenguaje de Harvard, y de Heidelberg, inclusive. Era como si la
gente, al mirarlo, adivinase que lo preguntado no tenía por objeto satisfacer
su propia curiosidad ni sus fines personales.
—Mamá es quien sabe más
que yo de este asunto —dijo Pruitt—. Vengan al corredor.
Lo
seguimos al corredor, donde una señora de cierta edad, gruesa y de cabellos
blancos, con una capota contra el sol y vestido de percal y delantal muy
limpios, estaba sentada en un sillón de hamaca desgranando arvejas, dentro de
un recipiente de madera.
—El
abogado Stevens —le dijo Pruitt—, el hijo del capitán Stevens, del pueblo.
Quiere saber acerca de Jackson Fentry.
Nos
sentamos también, mientras nos contaban todo, hablando por turno madre e hijo.
—Esa
finca no es de ellos —dijo Pruitt—. Desde la carretera se ve parte de ella. Y
lo que no se ve no es mucho mejor. Pero su padre y su abuelo cultivaron esas
tierras, se ganaron la vida con ellas, formaron familia, pagaron siempre sus
impuestos y nunca debieron nada a nadie. No sé cómo se las arreglaron. Jackson
trabajó desde que creció lo suficiente para llegar a los brazos del arado, y la
verdad es que no creció mucho más. Ninguno de ellos era alto. Quizás la razón
sea esa. Jackson cultivó la tierra hasta cumplir veinticinco años, aunque
aparentaba tener ya cuarenta, sin pedir nada a nadie, sin mujer, sin nada; su
padre y él vivían solos, preparando sus comidas y lavando su ropa. ¿Cómo puede
casarse un hombre cuando tiene solo un par de zapatos compartido con su padre?
Y ello, si hubiera valido la pena buscarse una mujer, ya que esa chacra había matado
a su madre y a su abuela antes de que cumpliesen cuarenta años. Hasta que una
noche...
—¡Tonterías!
—dijo la señora Pruitt—. Cuando tu padre y yo nos casamos, no teníamos ni
siquiera un techo bajo el cual cobijarnos. Nos instalamos en casa ajena, en tierras
arrendadas...
—Bueno
—prosiguió diciendo Pruitt—, hasta que una noche vino a verme y me dijo que
había obtenido un empleo en el aserradero de Frenchman’s Bend.
—¿Frenchman’s
Bend? —repitió tío Gavin, y al decir esto sus ojos adquirieron una expresión
más brillante e intensa.
—Se
empleó como jornalero —dijo Pruitt—. No para hacerse rico, sino quizás para
ganar un poco de dinero; arriesgaba uno o dos años, para obtenerlo, alejado de
la vida que llevara su abuelo hasta el día en que murió entre los brazos del
arado, y antes de que su padre muriera, a su vez, en un surco de maíz; luego le
tocaría a él, sin un hijo que viniese a levantarlo del polvo. Había convenido
con un negro en que ayudase a su padre durante su ausencia, mientras por mi
parte accedía a ir, de vez en cuando, a ver si el viejo estaba bien.
—Y lo hiciste —dijo la
señora Pruitt.
—Por
lo menos llegaba cerca de la casa —dijo Pruitt—. Lo suficiente para oírlo
maldecir al negro porque no trabajaba con rapidez; para ver a este tratando de moverse
a la par del viejo, y para pensar que por suerte Jackson no había tomado dos
negros para trabajar en su ausencia, porque si ese viejo, de cerca de sesenta
años entonces, hubiera tenido que quedarse sentado un día entero a la sombra
sin nada en la mano con que cortar o excavar, habría muerto antes de la noche.
Jackson se fue. A pie. No tenían más que una mula. Pero son solo treinta
millas. Estuvo ausente más de dos años. Y un día...
—Vino aquella primera
Navidad —observó la señora Pruitt.
—Es
verdad. Caminó treinta millas para pasar la Navidad en su casa, y luego
recorrió a pie nuevamente las treinta millas de regreso al aserradero.
—¿De quién?
—El
de Quick. El viejo Ben Quick. La segunda Navidad no vino. Luego, a principios
de marzo, cuando el lecho del río de Frenchman’s Bend comienza a secarse por
donde es posible deslizar los troncos, y cuando correspondía suponer que Fentry
comenzaría su tercer año en el aserradero, volvió a su casa definitivamente.
Vino en un carro alquilado. Porque traía la cabra y el niño.
—Un momento —dijo
Gavin.
—No
supimos cómo había llegado —dijo la señora Pruitt—, porque cuando descubrimos
que tenía el niño, hacía una semana que había vuelto.
—Un momento —repitió
Gavin.
Hicieron
una pausa, mirando a tío Gavin: Pruitt, sentado en la baranda del corredor,
mientras los dedos de la señora Pruitt extraían siempre los granos de las
largas vainas quebradizas; contemplaban ambos a tío Gavin. Sus ojos no
reflejaban júbilo ahora, como antes tampoco revelaran perplejidad o cálculo.
Estaban, empero, muy brillantes, como si lo que ocultaban se hubiera levantado
en llamas intensas y poderosas, y a la vez contenidas; como si ardiesen más
rápidamente que la velocidad del relato.
—Bien —dijo—.
Cuéntenme.
—Y
cuando por fin oí hablar de ello y fui allí —prosiguió la señora Pruitt—, el
niño no tenía más de dos semanas. Y cómo se las arregló para que viviera, solo
con leche de cabra...
—No
sé si usted sabe —observó Pruitt— que una cabra no es como una vaca: hay que
ordeñarla cada dos horas, más o menos. Eso quiere decir, toda la noche.
—Sí
—prosiguió la señora Pruitt—, y no tenía ni pañales; solo unas bolsas de harina
abiertas que la partera le había enseñado a doblar. Yo le hice, pues, algunos,
y solía ir allá. Siempre tenía al negro para ayudar a su padre en los campos, y
él cocinaba y lavaba y cuidaba al niño; y ordeñaba la cabra para alimentarlo. A
veces yo le decía: "Permítame que se
lo cuide, por lo menos hasta que deje de tomar leche. Usted también puede vivir
en casa, si quiere." Y él me miraba, pequeño, flaco, tan gastado ya,
pues nunca en toda su vida se había sentado a una mesa y comido hasta hartarse,
y me decía: "Gracias, señora. Yo me
arreglaré."
—Y
era verdad —dijo Pruitt—. No sé cómo trabajaba en el aserradero, y nunca tuvo
tierras que le permitiesen comprobar si era buen agricultor. Pero crió a ese
niño.
—Sí —dijo la señora
Pruitt—, y yo siempre insistía: "No
había oído decir que se hubiese casado." "Sí, señora",
respondía. "Nos casamos el año
pasado. Pero cuando nació el niño, ella murió." "¿Quién era?",
decía yo. "¿Una muchacha de
Frenchman’s Bend?" "No, era del sur." "¿Cómo se
llamaba?" "La señorita Smith."
—Tampoco
había tenido nunca tiempo para aprender a mentir —dijo Pruitt—, pero crió al
chico. Y cuando levantaron la cosecha en el otoño, despidió al negro, y durante
la primavera siguiente trabajó con su padre como antes. Había fabricado una
especie de alforja, como los indios, para llevar al niño. Yo solía ir, a veces,
cuando la tierra estaba todavía helada, y veía siempre a Jackson y a su padre
arando y limpiando el campo, mientras la alforja colgaba de un poste del cerco,
y el niño dormía en ella bien derecho, como si hubiese sido una cama de plumas.
Aquella primavera aprendió a caminar, y cuando me acercaba al cerco, solía ver
al pobrecito, en medio de un surco, tratando de seguir a Jackson, hasta que
este detenía el arado al final del surco, lo sentaba a horcajadas sobre sus
hombros y seguía arando. A fines del verano ya caminaba bien. Jackson le hizo
una azada con un palo y un trocito de lata, y allá iba Jackson cortando el
algodón que llegaba al muslo; pero no se veía al niño, solo el algodón
agitándose donde él estaba.
—Jackson
le hacía la ropa —dijo la señora Pruitt—. La cosía a mano. Yo le hice algunas
prendas y se las llevé, pero solo una vez. Jackson las recibió y me dio las
gracias. Pero era evidente. Era como si mezquinase a la tierra misma lo que
daba a aquel niño para su subsistencia. Traté, en fin, de persuadirlo de que lo
llevase a la iglesia para bautizarlo: "Ya
tiene nombre", me contestó. "Jackson
Longstreet Fentry. Los dos nombres de mi padre."
—Nunca
iba a ninguna parte —dijo Pruitt—, y donde se veía a Jackson, allí estaba
también el muchachito. Si lo hubiese raptado de Frenchman’s Bend no lo habría
ocultado más celosamente. El viejo era quien iba a Haven Hill a comprar
provisiones; y la única ocasión en que se separaban era una vez al año, cuando
Jackson iba a Jefferson a pagar los impuestos. La primera vez que vi al chico,
me recordó a un perro ovejero, y un día que sabía que Jackson había ido al
pueblo a pagar los impuestos, fui allí. El chico estaba debajo de la cama, muy
quieto, y se acurrucó en un rincón, mirándome sin pestañear una vez. Era
exactamente como un cachorro de zorro o de lobo que hubiesen atrapado la noche
anterior.
Pruitt
sacó del bolsillo una lata de rapé, echó una pequeña cantidad en la tapa, la
acercó a su labio superior con delicada fruición antes de aspirar.
—Bien —dijo Gavin— ¿Y
después?
—Nada más —repuso
Pruitt—. Al verano siguiente, los dos desaparecieron.
—¿Desaparecieron?
—dijo
Gavin.
—Sí.
Una mañana se fueron. No lo supe en el momento. Un día, no pudiendo soportar
más mi curiosidad, fui allá y la casa estaba vacía, pero el viejo estaba arando
en el campo; al principio creí que el travesaño en los brazos del arado se
había roto y que el viejo había atado un palo entre los dos; pero entonces me
vio, retiró ese palo, que era la escopeta, y lo que me dijo fue más o menos lo
mismo que a usted esta mañana. Al año siguiente el negro lo ayudó una vez más.
Por fin, cinco años más tarde, apareció Jackson. No sé cuándo. No sé cuándo,
exactamente. Apareció allí una mañana. El negro se fue y padre e hijo volvieron
a trabajar la tierra como antes. Un día no pude aguantar más y fui allá; me
detuve junto al cerco, frente a donde estaba arando, hasta que el surco que
abría lo obligó a acercarse; pero hasta entonces no me había mirado. Pasó a mi
lado, a menos de tres metros de distancia, siempre sin mirarme, y cuando se
volvía, le grité: "¿Murió,
Jackson?" .Él me miró, entonces. "El
niño." "¿Qué niño?", me dijo.
Los Pruitt nos
invitaron a almorzar.
Tío Gavin les
agradeció.
—Hemos
traído una pequeña merienda, la tienda de Varner queda a treinta millas, y
desde allí tenemos otras treinta hasta Jefferson. Además, nuestras carreteras
no están muy habituadas a los automóviles, todavía.
Anochecía
cuando llegamos al almacén de ramos generales de Varner, en la población de
Frenchman’s Bend; allí también había un hombre en el corredor desierto a
aquella hora, y el hombre se acercó al automóvil.
Era
Isham Quick, el testigo que llegó primero junto al cadáver de Thorpe; un hombre
alto y desgarbado, de unos cincuenta y cinco años, con rostro soñador y ojos
miopes, hasta que se advertía algo perspicaz, y si se quiere escéptico, en su
expresión.
—Lo estaba esperando de
un momento a otro —dijo—. Aparentemente ha pasado algo —agregó parpadeando
rápidamente—. ¡Ese Fentry!
—Sí —dijo tío Gavin—
¿Por qué no me lo dijo?
—No
lo advertí yo mismo —repuso Quick—, hasta que oí comentar que el veredicto del
jurado dependía de un hombre, y entonces asocié los apellidos.
—¿Nombres? ¿Qué nom...?
No importa. Cuénteme todo.
Nos
sentamos en el corredor del almacén, cerrado y desierto, mientras las cigarras
chirriaban y se agitaban en los árboles y las luciérnagas titilaban y danzaban
en el camino polvoriento. Y Quick nos contó todo, sentado de cualquier manera
en el banco, cerca de tío Gavin, desarticulado, como si fuese a deshacerse en
cuanto se moviera, hablando con voz calmosa y sardónica, como si tuviese toda
la noche para hablar y como si el relato fuese a llevar en verdad toda la
noche. Pero no era tan largo, considerando su esencia. Sin embargo, tío Gavin
dice que no hacen falta muchas palabras para expresar la suma de la experiencia
humana, y que, en verdad, alguien lo ha hecho en cuatro: "nació, sufrió y murió".
—Lo
empleó mi padre. Pero cuando descubrí de dónde venía, tuve la convicción de que
sería un buen trabajador, porque la gente de esa región nunca ha tenido tiempo
para aprender otra cosa que trabajar duramente. Y sabía que sería honrado, por
la misma razón: porque no hay nada en esa región que un hombre pueda codiciar
tan inmensamente como para robarlo. Lo que aparentemente subestimé es su
capacidad de cariño. Probablemente imaginaba que, viniendo de donde venía, no
podía tenerla, también por la misma razón anterior: hasta el instinto del amor
había desaparecido en gente como ellos, allá en las primeras generaciones,
cuando el primero de ellos debió hacer su elección definitiva entre el amor y
la búsqueda de los medios para subsistir a duras penas.
"Así,
pues, vino a trabajar haciendo el mismo trabajo y con el mismo jornal que los
negros. A fines de otoño creció el río, y nos dispusimos a cerrar el taller
durante el invierno. Entonces descubrí que había convenido con mi padre en
quedarse hasta la primavera como sereno y cuidador, con tres días libres para
ir a su casa en Navidad. Fue, y al
año siguiente, cuando iniciamos el trabajo, había aprendido tanto y era tan
trabajador, que manejaba el aserradero solo, y para mediados del verano papá ya
no iba nunca allá; yo lo hacía cuando tenía ganas, una vez por semana, más o
menos. Para el otoño papá hablaba ya de construirle una cabaña donde vivir, en
lugar del colchón de chala y la vieja cocina que tenía en el galpón de
calderas. Se quedó también aquel invierno. Cuando fue a su casa para Navidad,
no nos dimos cuenta de ello, cuando partió, ni cuando regresó, porque yo no
había ido al aserradero desde el otoño.
"Y
una tarde de febrero, luego de un período de buen tiempo, me sentí inquieto y
fui a caballo hasta el aserradero. Lo primero que vi fue la mujer, y creo que
no la había visto nunca antes: una mujer joven, y quizás fuese bonita cuando
estaba sana; no lo sé. Porque no era simplemente delgada: era escuálida.
Parecía estar enferma además de medio muerta de hambre, aun cuando iba de un
lado a otro, y estuviese por tener un hijo en menos de un mes. ‘¿Quién es?’, le pregunté. ‘Es mi mujer’, me dijo; yo le pregunté
a mi vez: ‘¿Desde cuándo? Usted no estaba
casado el otoño último. Y ese niño nacerá en menos de un mes.’ Y él me
dijo: ‘¿Quiere que nos vayamos?’ ‘¿Por
qué habría de quererlo?’, dije. Bien, les contaré ahora el resto a la luz
de lo que sé yo, y de lo que descubrí tres años más tarde, cuando aparecieron
aquí los hermanos con la orden del juez; y no según lo poco que él me dijo, porque
nunca decía nada a nadie.
—Muy bien —dijo tío
Gavin—. Cuéntenos.
—No
sé dónde la encontró. No sé si la encontró, o bien ella llegó un día o una
noche al aserradero y él la vio. Es como ha dicho alguien: nadie sabe dónde va
a estallar el trueno o el amor, salvo que no tiene que estallar dos veces,
porque no es necesario. No creo que ella estuviese buscando al marido que la
abandonó: probablemente huyó cuando ella le dijo que iba a nacer el niño;
tampoco creo que tuviese miedo o vergüenza de volver a casa, porque el padre y
los dos hermanos habían tratado de impedirle que se casara, en un principio.
Creo que se trataba una vez más de un ejemplo de ese orgullo de familia,
sombrío, no muy lúcido, y totalmente implacable que ostentaron los hermanos
mismos posteriormente.
"Sea
como fuere, allí estaba ella; me imagino que sabía que le quedaba poca vida, y
Fentry le habrá dicho: ‘Casémonos’, y
ella: ‘No puedo. Ya tengo marido.’ Cuando
llegó su hora, allá estaba sobre el colchón de chala, y él, probablemente, la
alimentaba con una cuchara; ella debía adivinar que no saldría con vida, porque
Fentry llamó a la partera; nació el niño; para entonces las dos sabían que no
se levantaría más, y aun lo convencieron a él; quizás la mujer llegó a la
conclusión de que nada importaba, ahora, y accedió; porque Fentry ensilló la
mula que papá le permitía tener y
recorrió siete millas para traer al pastor Whitfield, quien llegó al
amanecer y los casó. Después ella murió, Whitfield y Fentry la enterraron, y
aquella noche él vino a nuestra casa a decirle a papá que se iba. Dejó la mula,
y cuando dos días más tarde fui al aserradero, ya no estaba; estaban solo el
colchón y la cocina, y la vajilla y la sartén que le dio mamá; todo limpio y
ordenado en el estante. Tres veranos más tarde, esos dos hermanos, los
Thorpe...
—Thorpe
—repitió tío Gavin. No lo dijo en voz muy alta. Estaba anocheciendo rápidamente,
como ocurre en nuestra región, y ya no alcanzaba a ver su rostro—. Siga —dijo.
—Morenos,
como ella, el menor muy parecido; llegaron en el coche con un alguacil o algo
por el estilo, y el papel bien escrito, estampillado y sellado como
corresponde. Yo les dije: ‘No pueden
hacer eso. Ella vino por su propia voluntad, enferma y sin nada, y él la
recogió y la alimentó y cuidó, obtuvo ayuda para que naciera el niño y trajo un
pastor para enterrarla. Hasta se casaron antes de morir ella. El pastor y la
partera pueden probarlo.’ El hermano mayor me dijo: ‘No podía casarse con ella. Ya tenía marido. Nos hemos ocupado de él.’
‘Muy bien’, dije yo, ‘pero él se hizo
cargo de ese chico cuando nadie lo quería. Y lo ha criado, vestido y alimentado
más de dos años.’ El mayor sacó una cartera del bolsillo y la guardó
nuevamente. ‘Pensamos compensarlo bien...
cuando hayamos visto al muchacho. Es de nuestra sangre. Lo queremos y tenemos
intención de reclamarlo.’ Y no fue aquella la primera vez que se me ocurrió
que el mundo no marcha como debiera marchar en ocasiones mucho más numerosas
que aquellas en que marcha bien. Entonces les dije: ‘Son treinta millas hasta allá. Creo que desearán dormir aquí y hacer
descansar los caballos.’ El mayor me miró y dijo: ‘No están cansados. No nos detendremos.’ ‘Iré con ustedes, entonces’,
dije. ‘No hay inconveniente.’
"Viajamos
hasta medianoche. Creí, pues, que tendría una oportunidad propicia, aunque no
tuviese cabalgadura. Pero cuando desenganchamos los caballos y nos acostamos en
el suelo, el hermano mayor dijo: ‘No
estoy cansado. Me quedaré sentado un rato.’ Era inútil, de modo que me
dormí; cuando desperté había amanecido y era demasiado tarde; en mitad de la
mañana llegamos al poste con el buzón, que no era posible pasar de largo, y a
la casa vacía. No se veía ni oía a nadie, hasta que percibimos los golpes del
hacha y fuimos al fondo. Fentry levantó la vista de la pila de leña y vio lo
que, según imagino, había esperado ver cada día que el sol se levantaba,
durante los tres años últimos. Porque ni siquiera se detuvo, sino que dijo al
niño: ‘¡Corre! ¡Corre al campo con el
abuelo! ¡Corre!’ Luego se acercó al hermano mayor, con el hacha levantada;
y cuando la bajaba ya para dar el golpe, pude asirlo de la cintura, mientras el
hermano mayor lo tomaba a su vez. Lo levantamos en el aire, en el esfuerzo por
contenerlo. ‘¡No, Jackson, no!’, dije.
‘¡No! ¡Tienen la ley de su parte!’ "
Y
entonces un ser menudo y débil empezó de pronto a golpearme y rasguñarme las
piernas, sin hacer el menor ruido, saltando en torno de nosotros y golpeándonos
hasta donde podía alcanzar con el trozo de madera que estuviera hachando
Fentry. ‘Atrápalo y llévalo al
coche", dijo el mayor. El menor lo tomó en brazos; era casi tan
difícil dominarlo como a Fentry, y pataleaba y se agitaba aun después que el
joven lo tuvo amarrado entre los brazos, siempre sin emitir un sonido, mientras
Fentry seguía luchando por desasirse, hasta que el hermano menor y el chico
desaparecieron. Y de pronto Fentry se derrumbó. Fue como si sus huesos se
hubieran convertido en agua, de modo que lo dejamos caer sobre el tronco de
cortar leña como si fuera una bolsa, y allí quedó, sobre la leña que acababa de
hachar, con la respiración anhelante y saliva blanquecina en las comisuras de
los labios.
"‘Es la ley, Fentry’, le dije yo, ‘el marido vive todavía’.
"‘Ya lo sé’, dijo él. No fue más que un
susurro.
"‘Lo esperaba. Por ello me ha tomado tan de
sorpresa. Ya estoy bien.’
"‘Lo siento mucho’, dijo el hermano
mayor. ‘Nosotros no supimos nada hasta la
semana pasada. Pero el chico tiene nuestra sangre. Queremos tenerlo en casa.
Usted ha sido bueno con él. Estamos muy agradecidos. Su madre también lo
agradece, Fentry. Tome.’ Y sacando la cartera del bolsillo, se la entregó a
Fentry. Luego dio media vuelta y se alejó. Al cabo de un rato oí el rumor del
coche alejándose cuesta abajo. Luego cesó también ese ruido. No sé si Fentry lo
había oído o no.
"‘Es la ley, Jackson’, le dije. ‘Pero en la ley siempre hay dos partes.
Iremos al pueblo y hablaremos con el capitán Stevens. Yo lo acompañaré.’
"Fentry
se sentó en el bloque de cortar leña, lentamente y con mucho trabajo. Ya no
respiraba tan agitadamente y parecía más sereno, salvo que sus ojos tenían una
mirada vaga. Por fin levantó la mano en la que sostenía la cartera con dinero y
comenzó a enjugarse el rostro con ella, como si fuese un pañuelo; no creo que
advirtiese tener nada en la mano, porque a continuación la dejó caer, contempló
la cartera cinco segundos, quizás, y la tiró al suelo. No la arrojó, sino que
la dejó caer, como quien deja caer un puñado de tierra luego de haberla
examinado; la dejó caer detrás del bloque de cortar leña. Se puso de pie, y
cruzó el potrero hacia el pequeño monte, caminando en línea recta, pero
pausadamente, y sin parecer mucho más alto que el chico, hasta perderse entre
los árboles. ‘¡Jackson!’, lo llamé.
Pero él no volvió la cabeza.
"Aquella
noche me quedé en casa de Rufus Pruitt y le pedí una mula. Le dije que estaba
paseando, pues no tenía ganas de hablar con nadie; al día siguiente ensillé la
mula y tomé el sendero que pasaba por la casa; al principio no vi al viejo
Fentry en el corredor. Cuando lo vi se movió con tanta rapidez que no advertí
que sostenía algo en la mano, hasta que sentí que el tiro pasaba silbando entre
el follaje sobre mi cabeza, mientras la pobre mula de Rufus Pruitt trataba
denodadamente de romper las riendas que la sujetaban al poste del portón.
"Un
día, unos seis meses después de haberse instalado aquí para realizar sus
actividades de beber, pelear y maniobrar con ganado ajeno, Bucksnort estaba en
este corredor, borracho y hablando tonterías, mientras una media docena de
aquellos a quienes solía golpear hasta la inconsciencia periódicamente, por
medios deshonestos y aun honestos, alguna vez, según la ocasión, reían cada vez
que se detenía a tomar aliento. Por casualidad yo miré hacia el camino, y allí
estaba Fentry en su mula.
"Estaba
inmóvil, con el polvo de treinta millas endurecido sobre el sudor del animal,
contemplando a Thorpe; por fin se volvió y se alejó nuevamente, en dirección a
las colinas, de donde nunca debió haber salido. Salvo que quizás sea como ha
dicho esa persona, que no es posible protegerse contra el amor y el rayo. A la
sazón yo no advertí nada. No había asociado los nombres. Sabía que Thorpe me
era familiar, pero aquel otro asunto ocurrió hace veinte años y yo lo había
olvidado, hasta que supe que usted había perdido su defensa por un voto del
jurado. Naturalmente, Fentry no iba a votar por la libertad de Bookwright... Es
de noche ya. Vamos a comer."
Pero
solo quedaban veinte millas hasta el pueblo, ahora, y estábamos sobre la
carretera, sobre el afirmado; llegaríamos a casa en una hora y media, pues en
algunos trechos podíamos correr a treinta y cinco millas, y tío Gavin decía que
algún día todos los caminos principales de Misisipí estarían pavimentados como
las calles de Memfis. Y cada familia norteamericana tendría su automóvil.
Íbamos a gran velocidad.
—Naturalmente
que no —murmuró tío Gavin—. Los humildes e invencibles de la tierra: soportar,
y soportar y soportar una vez más, mañana, y mañana, y mañana. Naturalmente, no
iba a votar por la libertad de Bookwright.
—Yo habría votado —dije—.
Lo habría puesto en libertad, porque Buck Thorpe era malo. Buck...
—No.
No lo habrías hecho —dijo tío Gavin, y apoyó una mano sobre mi rodilla, a pesar
de que marchábamos velozmente, el haz de luz amarilla sobre la carretera
también amarilla, mientras los insectos se lanzaban contra los faros y se
alejaban nuevamente—. No se trataba de Buck Thorpe, el adulto, el hombre.
Habría matado a ese hombre sin vacilar, de haber estado en el lugar de
Bookwright. Era que en algún rincón de aquella carne degradada y embrutecida,
que destruyó Bookwright, quedaba todavía, no el espíritu quizás, pero por lo
menos el recuerdo del muchachito, de aquel Jackson Longstreet Fentry, aun
cuando el hombre en que se convirtiera el muchachito lo ignoraba, y solo Fentry
lo sabía. De modo que tú tampoco lo habrías puesto en libertad. No lo olvides
nunca. Nunca.
"Tomorrow"
(1940)
publicado en Knight’s Gambit, 1949
publicado en Knight’s Gambit, 1949
WILLIAM
FAULKNER
Escritor estadounidense. Pertenecía a una familia
tradicional y sudista, marcada por los recuerdos de la guerra de Secesión,
sobre todo por la figura de su bisabuelo, el coronel William Clark Falkner,
personaje romántico y autor de una novela de éxito efímero. En Oxford, la
escasa atención que prestaba Faulkner a sus estudios y al puesto que le
consiguió su familia en Correos anduvo paralela a su avidez lectora, bajo la
guía de un amigo de la familia, el abogado Phil Stone.
pesar de que su vida transcurrió en su mayor parte
en el Sur, que le serviría de inspiración literaria casi inagotable, viajó
bastante: conocía perfectamente ciudades como Los Ángeles, Nueva Orleans, Nueva
York o Toronto y vivió casi cinco años en París, donde cabe destacar que no
frecuentó los círculos literarios de la llamada Generación Perdida.
Perseguía muy conscientemente el éxito literario,
que no alcanzó, sin embargo, hasta la publicación de El ruido y la furia (1929),
novela de marcado tono experimental, en que la anécdota es narrada por cuatro
voces distintas, entre ellas la de un retrasado mental, siguiendo la técnica
del «torrente de conciencia», es decir, la presentación directa de los
pensamientos que aparecen en la mente antes de su estructuración racional.
El experimentalismo de Faulkner siguió apareciendo
en sus siguientes novelas: en ¡Absalón, Absalón! (1936), la estructura temporal
del relato se convierte en laberíntica, al seguir el hilo de la conversación o
del recuerdo, en lugar de la linealidad de la narración tradicional, mientras
que Las palmeras salvajes (1939) es una novela única formada por dos novelas,
con los capítulos intercalados, de modo que se establece entre ellas un juego
de ecos e ironías nunca cerrado por sus lectores ni por los críticos.
El mito presenta al autor como un escritor
compulsivo, que trabajaba de noche y en largas sesiones, mito que cultivó él
mismo y que encuentra su mejor reflejo en su personalísimo estilo, construido a
partir de frases extensas y atropelladas, de gran barroquismo y potencia
expresiva, que fue criticado en ocasiones por su carácter excesivo, pero a cuya
fascinación es difícil sustraerse y que se impuso finalmente a los críticos.
A pesar de haber conseguido el reconocimiento en
vida, e incluso relativamente joven, Faulkner vivió muchos años sumido en un
alcoholismo destructivo. La publicación, en 1950, de sus Narraciones completas,
unida al Premio Nobel que recibió ese mismo año, le dio el espaldarazo definitivo
que necesitaba para ser aceptado, en su propio país, como el gran escritor que
era.
Su existencia cambió a partir de este momento:
recibió numerosos honores, escribió guiones de cine para productoras
cinematográficas de Hollywood (trabajo que aceptaba principalmente por motivos
económicos, dado su elevado ritmo de gasto) y se convirtió, en suma, en un
hombre público, e incluso fue nombrado embajador itinerante por el presidente
Eisenhower. Los últimos años de su vida, que transcurrieron entre conferencias,
colaboraciones con el director de cine Howard Hawks, viajes, relaciones
sentimentales efímeras y curas de desintoxicación, dan la impresión de una
angustia creciente y nunca resuelta.
«No se escapa al Sur, uno no se cura de su pasado»,
dice uno de los personajes de El ruido y la furia, y, en efecto, el escenario
de la mayoría de sus novelas, es el imaginario condado sureño de Yoknapatawpha,
cuyas connotaciones y poder simbólico le confieren un aura casi bíblica. En
este sentido, la obra de Faulkner debe ser contemplada como un todo, en la
medida en que toda ella se halla marcada por esta voluntad de recrear la vida
del sur de Estados Unidos, por más que tal localismo no impide que sus
personajes y sus obsesiones, tan circunscritos a un tiempo y un lugar
concretos, adquieran una proyección universal.
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