Desquite
JOSÉ SARAMAGO (Azinhaga,
Santarém, Portugal, 16 de noviembre de 1922 — Tías, Lanzarote, España, 18 de junio de 2010)
El muchacho venía del
río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las
piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los
primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro,
mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco
hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos
verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia
y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de
una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento
brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y
tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo
desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el
calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe,
flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho
levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil.
El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una
palabra que no se oyó. El río fluía, lento.
El
muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo.
Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los
olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la
distancia la atmósfera temblaba.
La
casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un
lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo.
En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los
remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los
golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel.
Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte
de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes
y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse,
el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en
seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una
llamada que no espera socorro.
Corrió
hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta. Dos hombres y una mujer
sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un
tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El
cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una
cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre,
los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron,
arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le
liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas
y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja,
respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió,
masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se
encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese momento cuando vieron al
muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese
la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al
animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su
propia sangre.
El
muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le
corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho
que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas
sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la
casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba
los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante.
La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con
su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo
que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.
El
muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una
rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes,
parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada
formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se
movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un
maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros,
aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó
sobre el agua el relámpago azul.
El
muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo
cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se
reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha
miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y
de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles.
El
muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel
de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la
superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había
sumergido. Entonces el muchacho se metió en el agua y nadó hacia la otra
orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la
penumbra de las ramas.
JOSÉ SARAMAGO
Nació en Azinhaga
(Portugal) en 1922. Antes de responder a la llamada de la literatura trabajó en
diversos oficios, desde cerrajero o mecánico, hasta editor. En 1947 publicó su
primera novela, "Tierra de
pecado", ahora reeditada en Portugal, coincidiendo con los cincuenta
años de su aparición. Pese a las críticas estimulantes que entonces recibió, el
autor decidió permanecer sin publicar más de veinte años porque, como él afirma
ahora «quizá no tenía nada que decir». Sin embargo, a finales de los sesenta se
presentó con dos libros de poemas: "Os
poemas possiveis" y "Provavelmente
alegría" (parte de un ciclo que completaría en 1975 con "O ano de 1993"). Puede que la
demorada publicación de sus textos sea el motivo por el que numerosos críticos
lo consideran un «autor tardío». Y quizá sea cierto, aunque ello en modo alguno
vaya en contra de una cuestión mucho más importante: Saramago es dueño de un
mundo propio, minuciosamente creado, libro a libro, y su obra lleva muchos años
situándolo en el primer plano literario de su país. Ya sus primeras
publicaciones en prosa -"Manual de
pintura y caligrafía" (1977) y "Alzado
del suelo" (1980),- lo acreditan como un autor de indiscutible originalidad,
por su controvertida visión de la historia y de la cultura.
No
obstante, la celebridad y el reconocimiento a escala internacional le llegan
con la aparición en 1982 de su ya legendaria novela "Memorial del convento", a la que siguió "El año de la muerte de Ricardo
Reis". En esta última, su precisa y sentimental indagación del
universo de Fernando Pessoa -a través de uno de sus heterónimos- se convierte
casi de inmediato en una obra «de culto», que cruza todas las fronteras. El
trabajo narrativo de José Saramago goza desde entonces de una admiración sin
límites, que cada nuevo título va confirmando: "La balsa de piedra" (1986), "Historia del cerco de Lisboa" (1989), "El evangelio según Jesucristo"
(1991), "Casi un objeto"
(1994), "Viaje a Portugal"
(1995) o "Ensayo sobre la
ceguera" (1996). Todos estos textos -que suscitan tantos elogios como
reñidos debates- consagran a José Saramago como una de las principales figuras
de la literatura de este siglo.
Distinguido
por su labor con numerosos galardones y doctorados honoris causa (por las
Universidades de Turín, Sevilla, Manchester, Castilla-La Mancha y Brasilia),
José Saramago ha logrado compaginar sus viajes y su labor literaria con su amor
a Lisboa y sus estancias en Lanzarote, lugares en los que reside
alternativamente y donde lleva adelante su búsqueda artística de todo aquello
que la historia no recoge, sustrayéndolo al conocimiento del hombre. Algo que
señala con justificada reiteración en Cuadernos
de Lanzarote, verdadera autobiografía espiritual donde Saramago subraya las
líneas maestras que guían su escritura.
Ha
recibido el Premio Camoes, equivalente al Premio Cervantes en los países de
lengua portuguesa.
Su última novela, "Todos los nombres", ha
figurado en las listas de los libros más vendidos desde su publicación durante
el pasado mes de enero de 1998.
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