La gallina degollada
Horacio Quiroga
Todo
el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos
estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El
patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los
ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los
idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,
poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente,
congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría
bestial, como si fuera comida.
Otras
veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía
eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre
estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día
sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El
mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se
notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos
cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los
tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y
mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el
amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo
sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una
noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus
padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente
buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después
de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la
inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas
de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido!
—sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A
usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse
en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!…
¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En
cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más,
pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el
alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño
idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener
sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven
maternidad.
Como
es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació
éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero
a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día
siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta
vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y
toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un
hijo como todos!
Del
nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de
redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Más
por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por
sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya
sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de
sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra
todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta
inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían
colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y
ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad
imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con
los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados
tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo
tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No
satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón
de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado
sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos
echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse
con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la
insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me
parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no
hubiera oído.
—Es la
primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a
ella con una sonrisa forzada:—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah,
no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!…
—murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que
si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.
Su marido la miró un momento, con
brutal deseo de insultarla.—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste
fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació
así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella
toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del
mimo y la mala crianza.
Si aún
en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo
atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los
rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para
que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía
afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si
hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya
se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua
falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí
mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale
forzado a crear.
Con
estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad.
No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y
esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente
imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a
verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía
tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más
despacio? ¿Cuántas veces…?—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí,
te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al
fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!
—¡Sí,
víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos
son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora
tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale
al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o
tu pulmón picado, víbora!
Continuaron
cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más
efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció
un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones
y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a
decir una palabra.
A las
diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día
radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la
carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los
cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí,
en la cocina.
Berta
llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión!
Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e
hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos!
¡Échelos, le digo!
Las
cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después
de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a
pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un
momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto
los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.
De
pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de
cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del
cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a
un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el
mueble, con lo cual triunfó.
Los
cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la
garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a
todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero
la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija
en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente
avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya
a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de
la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó
sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá!
¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del
borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá,
¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando
los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna
hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente,
creyó oír la voz de su hija.—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron
oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el
patio.
—¡Bertita!Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el
silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le
heló de horrible presentimiento.
—¡Mi
hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta,
que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,
Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta
alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la
cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917
"A la deriva" Adaptación audiovisual de algunos cuentos de Horacio Quiroga.
Año 2006
El hombre muerto
El
hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal.
Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas
silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó,
en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el
alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa
y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza
desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano.
Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el
machete de plano en el suelo.
Ya
estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él
quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también
de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano
izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por
debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del
machete, pero el resto no se veía.
El
hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la
empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la
extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría,
matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su
existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en
que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a
nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista;
tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento,
supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante
actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y
dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún está existencia llena
de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el
placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la
muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...?
No han
pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no
han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre
tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede
considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué
tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de
la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e
ineludiblemente, va a morir.
El
hombre resiste —¡es tan imprevisto ese horror!— y piensa: es una pesadilla;
¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No
viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente
el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy
cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... es la calma del
mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el
hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé
el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que
a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su
cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago.
Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y
solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos
que pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto!
¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al
amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el
machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su
malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba.
No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el
puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas
hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... desde el poste
descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que
separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente
bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué
pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en
su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos
de hormigas, silencio, sol a plomo... nada, nada ha cambiado. Sólo él es
distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene
ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses
consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia.
Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y
un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.
El
hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se
resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto
normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... el
muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero
no es posible que haya resbalado...! El mango de su machete (pronto deberá
cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su
mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien
cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de
esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba...? ¡Pero esa
gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes
de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su
malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;
sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado
casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor
que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy
grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas.
...Muy
fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a
las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se
desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para
almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere
soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es
eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué
pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está!
Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne,
que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy
cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha
cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes
había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete
pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la
mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde
el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo
volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún
ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado,
echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos
los días, puede verse a él
mismo,
como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy
cansado.
Pero
el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del
alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal
como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá! —, vuelve un
largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se
decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.
Horacio Quiroga
(Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, Argentina, 19
de febrero de 1937)
Narrador
uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas
latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra se sitúa entre la declinación
del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
Las
tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de
caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además,
Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.
Estudió
en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su
primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en
su ciudad natal la Revista de Salto (1899), marchó a Europa y
resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900).
A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, que pese a su
corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con
el grupo de Julio Herrera y Reissig.
Ya
instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas,
cuentos y prosa lírica (1901), seguidos de los relatos de El
crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905),
producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera hasta la
frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908).
En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó
como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las
reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente
en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos
de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos
de la selva (1918), El salvaje (1920), la obra
teatral Las sacrificadas (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La
gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizá su mejor libro de
relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes
medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre
otros.
En
1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien
tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin
mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias,
regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último
libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le
descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo
impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.
Quiroga
sintetizó las técnicas de su oficio en el Decálogo del perfecto
cuentista, estableciendo pautas relativas a la estructura, la tensión
narrativa, la consumación de la historia y el impacto del final. Incursionó
asimismo en el relato fantástico. Sus publicaciones póstumas incluyen Cartas
inéditas de H. Quiroga (1959, dos tomos) y Obras inéditas y
desconocidas (ocho volúmenes, 1967-1969).
Influido
por Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant, Horacio Quiroga
destiló una notoria precisión de estilo, que le permitió narrar magistralmente
la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de
la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones,
en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo
situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser
víctimas propiciatorias de la hostilidad y la desmesura de un mundo bárbaro e
irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la
presencia de animales feroces.
Quiroga
manejó con destreza las leyes internas de la narración y se abocó con ahínco a
la búsqueda de un lenguaje que lograra transmitir con veracidad aquello que
deseaba narrar; ello lo alejó paulatinamente de los presupuestos de la escuela
modernista, a la que había adherido en un principio. Fuera de sus cuentos
ambientados en el espacio selvático misionero, abordó los relatos de temática
parapsicológica o paranormal, al estilo de lo que hoy conocemos como literatura
de anticipación.
No comments:
Post a Comment