LOS HOMBRES ESTÁN DEMÁS
ANTON CHEJOV (Taganrog, Rusia, 29 de enero de 1860 —
Badenweiler, Alemania, 15 de julio de 1904)
Son las siete de la
noche. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud
de personas que ha llegado en el tren se encamina a la estación veraniega. Casi
todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y
sombrereras. Todos tienen aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para
ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.
Entre
los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del
distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra
desteñida.
—¿Vuelve usted todos
los días a su casa? —le pregunta un veraneante, que viste pantalón cobre.
—No;
mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana —le
contesta Zaikin con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los
días y, además, el viaje me resulta caro.
—Tiene
usted razón; es muy caro —suspira el de los pantalones cobre—. No puede uno
venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos
céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... todo son
gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos
rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo... los idilios y el
resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta
uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche...
sí... yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido,
puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría
de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda
calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy,
que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.
—En
efecto; todo está mal —dice Zaikin después de una pequeña meditación— ¿Quiere
saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el
diablo. Al diablo lo guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted
comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno
sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un
alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles
ni servidumbre... todo se lo llevaron al campo... hay que alimentarse
pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quién encienda el
samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el
gusto de andar a pie con este calor... ¡Una porquería! ¿Está usted casado?
—Sí... Tengo tres
hijos... —responde el del pantalón cobre.
—¡Abominable!... es
asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.
Al
fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los
pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las
moscas y de los mosquitos.
Delante
de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con
flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías,
dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor, no hay alma
viviente.
En
la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin
encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años. Petia está muy absorto en su
trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.
—¿Eres tú, papá? —le
dice sin volver la cabeza— ¡Buenos días!
—¡Buenos días!...
¿Dónde está tu madre?
—¿Mamá? Ha ido con Olga
Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí
también... ¿Y tú, irás?
—Hum... ¿No sabes
cuándo volverá tu madre?
—Dijo que volvería al
ser de noche.
—Y Natalia, ¿dónde
está?
—Mamá
se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue
a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre
se les pone encarnado?
—No sé... Porque chupan
la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?
—Nadie. Yo sólo estoy
en casa.
Zaikin se sienta en una
butaca y mira como atontado por la ventana.
Transcurren algunos
momentos.
—¿Quién nos servirá la
comida? —pregunta.
—Hoy
no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara.
Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
—Muchas gracias. Y tú,
¿qué has comido?
—Tomé leche. Me
compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los
mosquitos?
Zaikin siente una
pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta.
Experimenta
tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar,
reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un
esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
—Papá; ¿tú sabes...? —insiste
Petia.
—¡Déjame
en paz con tus tonterías! —responde Zaikin enfadado—. Me fastidias. Tienes seis
años y eres siempre tan majadero como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo
tonto y malcriado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
—¡Estos
naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio —replica Petia sin levantar
la vista.
—¡Mientes!
¡Mientes, mal muchacho! —exclama Zaikin—. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte
una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia
salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su
padre.
Sus
grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se
tuerce.
—¿Por
qué me riñes? —chilla con voz aguda— ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago
nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El
niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se
avergüenza.
—Tiene
razón —piensa—; le busco las cosquillas. ¡Basta!... ¡Basta! —le dice
golpeándolo en el hombro—. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres
un buen chico y te quiero mucho.
Petia
se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un
suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete,
se extiende en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a
reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado se le alivió también. Pero el
hambre y el cansancio lo acosan.
—¡Papá!
—dice Petia detrás de la puerta— ¿Quieres ver mi colección de insectos?
—Sí, tráela.
Petia
entra y enseña a su padre una larga cajita verde. Zaikin oye de lejos un
zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al
levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y
moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres
mariposas, están vivos y se mueven.
—El
grillo vive aún —dice con asombro Petia—; ayer lo cogimos y hasta ahora no se
ha muerto.
—¿Quién te enseñó a
clavarlos así? —le interroga Zaikin.
—Olga Cirilovna.
—Si
la clavasen a ella misma así, ¿qué tal le parecería? —añade Zaikin con
repugnancia— ¡Llévatelos! ¡Es vergonzoso martirizar así a los animales! ¡Dios
mío, qué mal criado está! —piensa cuando Petia desaparece.
Povel
Matreievitch olvida su cansancio y hambre y no piensa sino en el porvenir de su
hijo. Entretanto, la luz del día va extinguiéndose poco a poco...; se oye cómo
los veraneantes tornan de los baños por grupos.
Alguien se para delante
de la ventana abierta del comedor y grita:
—¿Desea usted setas?
Al
cabo de un rato, no habiendo recibido contestación, se advierte el rumor de
pies descalzos que se alejan... Por fin, cuando la oscuridad es casi completa y
por la ventana entra el fresco de la noche, la puerta se abre ruidosamente y se
oyen pasos apresurados, voces y risas...
—¡Mamá! —exclama Petia.
Zaikin
mira desde su gabinete y ve a su mujer. Nodejda Steparovna está como siempre,
sonrosada, rebosando salud... La acompaña Olga Cirilovna —una rubia seca, con
la cara cubierta de pecas— y dos caballeros desconocidos: uno joven, largo, con
cabellos rojos rizados y la nuez muy saliente; el otro, bajito, rechoncho, con
la cara afeitada.
—Natalia,
¡encienda el samovar! —grita Nodejda Steparovna—. Parece que Povel Matreievitch
ha llegado. Pablo, ¿dónde estás? ¡Buenos días, Pablo! —grita de nuevo. Entra
corriendo en el gabinete— ¿Has venido? ¡Me alegro mucho! Tengo conmigo dos de
nuestros artistas aficionados... Ven, te voy a presentar. Aquél, el más alto,
es Koromislof; tiene una voz magnífica; y el otro, el bajito, es un tal
Smerkolof, un verdadero artista; declama que es una maravilla. ¡Ah, qué cansada
estoy! Fui al ensayo... Todo está perfecto... representaremos “El huésped con
el trombón” y “Ella le espera”... pasado mañana tendrá lugar el espectáculo.
—¿Para qué los has
traído? —pregunta Zaikin.
—¡Era
indispensable, lorito! Después del té hemos de repetir los papeles y cantar
alguna que otra cosa. Tendremos que cantar un dúo con Koromislof... ¡No
faltaría más sino que lo olvidara! Di a Natalia que traiga aguardiente,
sardinas, queso y algo más. Seguramente se quedarán a cenar... ¡Qué cansada
estoy!
—¡Cáspita!... El caso
es que no tengo dinero.
—¡Imposible, lorito!
¡Qué vergüenza! ¡No me hagas ruborizar!
Media hora más tarde
Natalia sale a comprar aguardiente y entremeses.
Zaikin,
después de haber tomado el té y comido un pan entero, se va al dormitorio y se
acuesta. Nodejda Steparovna, con risas y algazaras, empieza a ensayar sus
papeles. Povel Matreievitch escucha largo rato la lectura gangosa de Koromislof
y las exclamaciones patéticas de Smerkolof.
A
la lectura sigue una conversación larga, interrumpida a cada momento por la
risa chillona de Olga Cirilovna. Smerkolof, aprovechando su fama de actor,
explica con aplomo los papeles. Luego se oye el dúo, y más tarde, el ruido de
vajilla... Zaikin, medio dormido, oye cómo tratan de convencer a Smerkolof para
que declame "La pecadora", y después de hacerse rogar mucho, consiente,
y declama golpeándose en el pecho, llorando y riendo a la vez... Zaikin se
acurruca y esconde la cabeza bajo las sábanas para no oír.
—Tienen
ustedes que andar lejos para volver a su casa —observa Nodejda Steparovna-.
¿Por qué no pernoctan aquí? Koromislof dormirá en el sofá y usted, Smerkolof,
en la cama de Petia... A Petia lo ponemos en el gabinete de mi marido...
¿Verdad? ¡Quédense ustedes!
Cuando
el reloj da las dos todo queda silencioso... La puerta del dormitorio se abre y
aparece Nodejda Steparovna.
—¡Pablo! ¿Duermes? —dice
en voz baja.
—No. ¿Qué quieres?
—Ven,
querido mío; acuéstate en el sofá, en tu gabinete; en tu cama se acostará Olga
Cirilovna. La hubiera puesto a ella en el gabinete; pero tiene miedo de dormir
sola. ¡Anda, levántate!
Zaikin
se incorpora, viste la bata, y cogiendo su almohada se dirige hacia su
gabinete... Al llegar a tientas hasta el sofá enciendo un fósforo y ve que en
el diván está Petia. El niño no duerme, y fija sus grandes ojos en el fósforo.
—Papá, ¿por qué los mosquitos
no duermen de noche?
—Porque..., porque... —murmura
Zaikin—, porque nosotros, tú y yo, estamos aquí de más...; no tenemos ni dónde
dormir.
—Papá, ¿y por qué Olga
Cirilovna tiene pecas en la cara?
—¡Déjame; me fastidias!
Zaikin
reflexiona un poco, y luego se viste y sale a la calle a tomar el fresco... mira
el cielo gris de la madrugada, contempla las nubes inmóviles, oye el grito
perezoso del rascón, y empieza a imaginarse lo bien que estará cuando vuelva a
la ciudad, y, terminadas sus tareas en el Tribunal, se eche a dormir en su casa
solitaria...
De repente, al volver
de una esquina, aparece una figura humana.
«Seguramente el
guardián», piensa Zaikin.
Pero, al fijarse,
reconoce al veraneante del pantalón cobre.
—¡Cómo, no duerme
usted? —le pregunta.
—No
puedo —suspira el pantalón cobre—.
Disfruto de la Naturaleza. Tenemos huéspedes; en el tren de la noche ha llegado
mi suegra... y con ella mis sobrinas... jóvenes muy agraciadas. Estoy muy
satisfecho... muy contento... a pesar de... de que hay mucha humedad... ¿Y
usted también, disfruta de la Naturaleza?
—Sí...
—balbucea Zaikin—. Yo también disfruto de la Naturaleza... ¿No conoce usted,
aquí, en la vecindad, algún restaurante o tabernita?
Los pantalones cobre
levanta los ojos hacia el cielo y se queda reflexionando.
ANTON CHEJOV
Narrador
y dramaturgo ruso. Considerado el representante más destacado de la escuela
realista en Rusia, su obra es una de las más importantes de la dramaturgia y la
narrativa de la literatura universal. Su estilo está marcado por un acendrado
laconismo expresivo y por la ausencia de tramas complejas, a las que se
sobreponen las atmósferas líricas que el autor crea ayudado por los más sutiles
pensamientos de sus personajes. Chéjov se apartó decididamente del moralismo y
la intencionalidad pedagógica propios de los literatos de su época en una Rusia
convulsa y preocupada por su destino, para apostar por un tipo de escritor
carente de compromiso y pasión, plasmando una idea de la literatura que
rechazaba el principio del autor como narrador omnisciente.
Procedía
de una familia de hábitos sencillos y escasos medios, cuya cabeza, el modesto
mercader Pavel, era nieto de un siervo de la gleba. Chéjov acabó los estudios
secundarios en Taganrog, donde permaneció solo tras la marcha de sus familiares
a Moscú. Entre 1879 y 1884 cursó medicina en la universidad de la capital;
pero, más interesado en la literatura que en la ciencia médica desde hacía
algunos años, pospuso ésta a aquélla, y pronto difundió su nombre a través de
varias narraciones humorísticas, reunidas en un libro titulado “Cuentos de
varios colores” (1886).
Alentado
por el escritor Grigorovich y el director del periódico Novoe vremja (Tiempo
nuevo), Suvorin, con quien estableció una cordial y duradera amistad, y librado
ya de las formas un tanto forzadas del cuento humorístico, hacia el año 1888 ya
era ampliamente conocido por el público, tanto por su obra humorística como por
textos de alcance más profundo, en los que la incisiva descripción de las
miserias y la existencia humanas fueron desplazando los recursos humorísticos.
En
ese año apareció, en la revista Severny Vestnik de San Petersburgo, el relato “La
estepa”, inspirado en un viaje al sur del país, donde los idílicos paisajes de
su infancia habían desaparecido por la industrialización, contra la que el
autor se rebela. Aquí introdujo uno de los elementos más característicos de su
enfoque narrativo: la supeditación del argumento a la atmósfera del relato. El
punto de vista del autor omnisapiente se diluye en la mirada de un personaje,
Egorushka, que no alcanza a comprender lo que sucede a su alrededor. Los
elementos que mueve este relato aparecerán una y otra vez en la obra de Chéjov,
pues “La estepa” está poblada por una galería de personajes (el campesino
Dymov, el empresario Varlamov o el pope Kristofor) que constituyen una genuina
representación del "inconsciente colectivo" de la Rusia finisecular.
Otro
significativo relato del período que se abre a partir de 1888 (en el que el
autor disminuyó el ritmo de su producción literaria: de unos cien relatos al
año en 1886, pasa a escribir diez en 1888) es “Una historia aburrida” (1889),
penetrante estudio de la mente de un viejo profesor de medicina, profesión que
ejerció esporádicamente el propio Chéjov. Pertenece a una serie de obras del
autor que fueron llamadas "clínicas", por tener como personajes a
enfermos físicos o mentales. Acaso el relato más conocido de esa serie sea
Palata Nº 6 (1892), acerba crítica de la psiquiatría en el que la relación
entre el paciente Gromov y el doctor Ragin se resuelve dramáticamente con el
ingreso del segundo en su propia clínica, para terminar muerto por mano de uno
de los celadores.
En
adelante, la existencia del autor careció de acontecimientos relevantes,
excepto un viaje a la isla de Sakhalin, realizado a través de Siberia a la ida,
y a lo largo de las costas de la India al regreso; de tal expedición dejó
constancia en el libro La isla de Sakhalin (1891). Durante la penuria de
1892-93, que azotó a la Rusia meridional, Chéjov participó en la obra de
socorro sanitario. Luego vivió largo tiempo en la pequeña propiedad de
Melichovo, no lejos de Moscú, donde escribió la mayor parte de sus narraciones
y de sus textos teatrales más famosos. Enfermo de tuberculosis, hubo de
trasladarse a Crimea, y desde allí, por razones de la cura, realizó frecuentes
viajes a Francia y Alemania.
En
los últimos años del siglo se produjeron en su existencia dos hechos que sin
duda modificaron su curso: la nueva orientación del escritor hacia la
izquierda, que le alejó de su amigo Suvorin, conservador, y el éxito de su
drama “La gaviota” en el Teatro de Arte de Moscú, de Stanislavski y
Nemirovich-Danchenko. A sus nuevas tendencias y al ejemplo de Korolenko se
debió también su dimisión de la Academia, que, tras haber nombrado miembro
honorario a Gorki, acató la orden del gobierno y tuvo que anular el
nombramiento.
La
fortuna de “La gaviota” convenció inesperadamente a Chéjov de su capacidad como
escritor dramático, tras sus propias dudas acerca de ello debidas al fracaso
del mismo drama en el Teatro Aleksandrinski de San Petersburgo. A la obra
citada siguieron, con no menor éxito, “El tío Vania” en 1898-99, “Tres hermanas”
en 1901 y “El jardín de los cerezos” en 1904. Mientras tanto, el número de sus
narraciones había aumentado considerablemente, y a algunas de ellas se debió su
progresiva fama como representante asimismo del humor y el espíritu de su época
y del característico producto de ésta, la "inteligentzia" (así “Mi
vida”, “La sala n.º 6”, “Relatos de un desconocido”, “El monje negro”, “Una
historia aburrida”, etc.).
Como
en los dramas, también en las narraciones resulta posible percibir una
atmósfera determinada: la que fue llamada precisamente "chejoviana",
particular estado de ánimo definido por Korolenko como el de un alegre melancólico.
Cabe advertir que existe un nexo entre el Chéjov jovial e irreflexivo de la
adolescencia y la primera juventud, interesado, según describe su hermano, en
la recopilación de anécdotas destinadas a facilitar su colaboración en las
revistas humorísticas, y el de la madurez, inquieto como una gaviota que, en
vuelo sobre el mar, no sabe dónde posarse (según la bella imagen empleada por
la actriz Olga Knipper, que en 1898 llegó a ser su esposa).
La
aguda intuición de la tristeza de la vida, que muchos atribuyen erróneamente
sólo al Chéjov de los años maduros, se hallaba ya en él precisamente tras la
alegría y la despreocupación del joven estudiante de medicina, oculto, como si
de revelar su propia naturaleza se avergonzara, bajo algunos seudónimos. De la misma
forma, la capacidad de ver a las criaturas humanas en envolturas hechas adrede
para provocar la risa continuó caracterizando su estilo, aun cuando atenuada en
matices de parodia, fantasía o espejismo, y de transposición, finalmente, fuera
de la realidad cotidiana, hacia un hipotético futuro lejano.
VDentro
de su diversidad, efectivamente, Chéjov resultó uniforme en cuanto a los
aspectos artístico y espiritual. Como lo afirmó él de la existencia, se mostró
a la vez extraordinariamente simple y complejo, y si pese a no juzgarse
pesimista puso de relieve los pliegues más tristes y ocultos de la naturaleza
humana, fue precisamente porque, según dijo él mismo, amó la vida. Todo ello,
como es natural, quedó también reflejado en la forma, o sea en el estilo propiamente
dicho. Sin embargo, la plena conciencia del valor artístico de la obra de
Chéjov no se alcanzó hasta más tarde; sea como fuere, cabe recordar la
admiración que hacia ella experimentaron Tolstoi y Gorki y la influencia
ejercida por Chéjov, ya fuera de Rusia, en Katherine Mansfield.
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