EL JUGADOR (Fiodor Dostoyevski, Moscú,
1821 - San Petersburgo, 1881)
Capítulo 1
Por fin he regresado al
cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en
Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué.
El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a
ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte.
Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme.
Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro,
pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a
Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto
había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me
preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió
para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que
nos expliquemos. Hay mucho que contar.
Me
asignaron una habitación exigua en el cuarto piso del hotel. Saben que formo
parte del séquito del general. Todo hace pensar que se las han arreglado para
darse a conocer. Al general le tienen aquí todos por un acaudalado magnate
ruso. Aun antes de la comida me mandó, entre otros encargos, a cambiar dos
billetes de mil francos. Los cambié en la caja del hotel. Ahora, durante ocho
días por lo menos, nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar de paseo a
Misha y Nadya, pero me avisaron desde la escalera que fuera a ver al general,
quien había tenido a bien enterarse de adónde iba a llevarlos. No cabe duda de
que este hombre no puede fijar sus ojos directamente en los míos; él bien
quisiera, pero le contesto siempre con una mirada tan sostenida, es decir, tan
irrespetuosa que parece azorarse. En tono altisonante, amontonando una frase
sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que llevara a los
niños de paseo al parque, más allá del Casino, pero terminó por perder los
estribos y añadió mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir que los llevara
usted al Casino, a la ruleta. Perdone -añadió-, pero sé que es usted bastante
frívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar. En todo caso, aunque no soy
mentor suyo ni deseo serlo, tengo al menos derecho a esperar que usted, por así
decirlo, no me comprometa ... ».
—Pero
si no tengo dinero —respondí con calma—. Para perderlo hay que tenerlo.
—Lo
tendrá enseguida —respondió el general ruborizándose un tanto. Revolvió en su
escritorio, consultó un cuaderno y de ello resultó que me correspondían unos
ciento veinte rublos.
—Al
liquidar —añadió— hay que convertir los rublos en táleros. Aquí tiene cien
táleros en números redondos. Lo que falta no caerá en olvido.
Tomé el dinero en
silencio.
—Por
favor, no se enoje por lo que le digo. Es usted tan quisquilloso... Si le he
hecho una observación ha sido por ponerle sobre aviso, por así decirlo; a lo
que por supuesto tengo algún derecho...
Cuando
volvía a casa con los niños antes de la hora de comer, vi pasar toda una
cabalgata. Nuestra gente iba a visitar unas ruinas. ¡Dos calesas soberbias y
magníficos caballos!
Mademoiselle
Blanche iba en una de ellas con Marya Filippovna y Polina; el francesito, el
inglés y nuestro general iban a caballo. Los transeúntes se paraban a mirar.
Todo ello era de muy buen efecto, sólo que a expensas del general. Calculé que
con los cuatro mil francos que yo había traído y con los que ellos, por lo
visto, habían conseguido reunir, tenían ahora siete u ocho mil, cantidad
demasiado pequeña para mademoiselle Blanche.
Mademoiselle
Blanche, a la que acompaña su madre, reside también en el hotel. Por aquí anda
también nuestro francesito. La servidumbre le llama monsieur le comte y a
mademoiselle Blanche madame la comtesse. Es posible que, en efecto, sean comte
y comtesse.
Yo
bien sabía que monsieur le comte no me reconocería cuando nos encontráramos a
la mesa. Al general, por supuesto, no se le ocurriría presentarnos o, por lo
menos, presentarme a mí, puesto que monsieur le comte ha estado en Rusia y sabe
lo poquita cosa que es lo que ellos llaman un outchitel, esto es, un tutor. Sin
embargo, me conoce muy bien. Confieso que me presenté en la comida sin haber
sido invitado; el general, por lo visto, se olvidó de dar instrucciones, porque
de otro modo me hubiera mandado de seguro a comer a la mesa redonda. Cuando
llegué, pues, el general me miró con extrañeza. La buena de Marya Filippovna me
señaló un puesto a la mesa, pero el encuentro con mister Astley salvó la
situación y acabé formando parte del grupo, al menos en apariencia.
Tropecé
por primera vez con este inglés excéntrico en Prusia, en un vagón en que
estábamos sentados uno frente a otro cuando yo iba al alcance de nuestra gente;
más tarde volví a encontrarle cuando viajaba por Francia y por último en Suiza
dos veces en quince días; y he aquí que inopinadamente topaba con él de nuevo
en Roulettenburg. En mi vida he conocido a un hombre más tímido, tímido hasta
lo increíble; y él sin duda lo sabe porque no tiene un pelo de tonto. Pero es
hombre muy agradable y flemático. Le saqué conversación cuando nos encontramos
por primera vez en Prusia. Me dijo que había estado ese verano en el Cabo Norte
y que tenía gran deseo de asistir a la feria de Nizhni Novgorod. Ignoro cómo
trabó conocimiento con el general. Se me antoja que está locamente enamorado de
Polina. Cuando ella entró se le encendió a él el rostro con todos los colores
del ocaso. Mostró alegría cuando me senté junto a él a la mesa y, al parecer,
me considera ya como amigo entrañable.
A
la mesa el francesito galleaba más que de costumbre y se mostraba desenvuelto y
autoritario con todos. Recuerdo que ya en Moscú soltaba pompas de jabón. Habló
por los codos de finanzas y de política rusa. De vez en cuando el general se
atrevía a objetar algo, pero discretamente, para no verse privado por entero de
su autoridad.
Yo
estaba de humor extraño y, por supuesto, antes de mediada la comida me hice la
pregunta usual y sempiterna: «¿Por qué pierdo el tiempo con este general y no
le he dado ya esquinazo?». De cuando en cuando lanzaba una mirada a Polina
Aleksandrovna, quien ni se daba cuenta de mi presencia. Ello ocasionó el que yo
me desbocara y echara por alto toda cortesía.
La
cosa empezó con que, sin motivo aparente, me entrometí de rondón en la
conversación ajena. Lo que yo quería sobre todo era reñir con el francesito. Me
volví hacia el general y en voz alta y precisa, interrumpiéndole por lo visto,
dije que ese verano les era absolutamente imposible a los rusos sentarse a
comer a una mesa redonda de hotel. El general me miró con asombro.
—Si
uno tiene amor propio —proseguí— no puede evitar los altercados y tiene que
aguantar las afrentas más soeces. En París, en el Rin, incluso en Suiza, se
sientan a la mesa redonda tantos polaquillos y sus simpatizantes franceses que
un ruso no halla modo de intervenir en la conversación.
Dije
esto en francés. El general me miró perplejo, sin saber si debía mostrarse
ofendido o sólo maravillado de mi desplante.
—Bien
se ve que alguien le ha dado a usted una lección —dijo el francesito con
descuido y desdén.
—En
París, Para empezar, cambié insultos con un polaco —respondí— y luego con un
oficial francés que se puso de parte del polaco. Pero después algunos de los
franceses se pusieron a su vez de parte mía, cuando les conté cómo quise escupir
en el café de un monsignore.
—¿Escupir?
—preguntó el general con fatua perplejidad y mirando en torno suyo. El
francesito me escudriñó con mirada incrédula.
—Así
como suena —contesté—. Como durante un par de días creí que tendría que hacer
una rápida visita a Roma por causa de nuestro negocio, fui a la oficina de la
legación del Padre Santo en París para que visaran el pasaporte. Allí me salió
al encuentro un clérigo pequeño, cincuentón, seco y con cara de pocos amigos.
Me escuchó cortésmente, pero con aire avinagrado, y me dijo que esperase.
Aunque tenía prisa, me senté, claro está, a esperar, saqué L'Opinion Nationale
y me puse a leer una sarta terrible de insultos contra Rusia. Mientras tanto oí
que alguien en la habitación vecina iba a ver a Monsignore y vi al clérigo
hacerle una reverencia. Le repetí la petición anterior y, con aire aún más
agrio, me dijo otra vez que esperara. Poco después entró otro desconocido, en
visita de negocios; un austriaco, por lo visto, que también fue atendido y
conducido al piso de arriba. Yo ya no pude contener mi enojo: me levanté, me
acerqué al clérigo y le dije con retintín que puesto que Monsignore recibía,
bien podía atender también a mi asunto. Al oír esto el clérigo dió un paso
atrás, sobrecogido de insólito espanto. Sencillamente no podía comprender que
un ruso de medio pelo, una nulidad, osara equipararse a los invitados de
Monsignore. En el tono más insolente, como si se deleitara en insultarme, me
miró de pies a cabeza y gritó: "¿Pero cree que Monsignore va a dejar de
tomar su café por usted?". Yo también grité, pero más fuerte todavía:
" ¡Pues sepa usted que escupo en el café de su Monsignore! ¡Si ahora mismo
no arregla usted lo de mi pasaporte, yo mismo voy a verle! »".
—¡Cómo!
¿Ahora que está el cardenal con él? —exclamó el clérigo, apartándose de mí
espantado, lanzándose a la puerta y poniendo los brazos en cruz, como dando a
entender que moriría antes que dejarme pasar.
Yo
le contesté entonces que soy un hereje y un bárbaro, que je suis hérétique et
barbare, y que a mí me importan un comino todos esos arzobispos, cardenales,
monseñores, etc., etc.; en fin, mostré que no cejaba en mi propósito. El
clérigo me miró con infinita ojeriza, me arrancó el pasaporte de las manos y lo
llevó al piso de arriba. Un minuto después estaba visado. Aquí está. ¿Tiene
usted a bien examinarlo? —saqué el pasaporte y enseñé el visado romano.
—Usted, sin embargo... —empezó
a decir el general.
—Lo que le salvó a
usted fue declararse bárbaro y hereje —comentó el francesito sonriendo con
ironía—. Cela n'était pas si bête.
—¿Pero
es posible que se mire así a nuestros compatriotas? Se plantan aquí sin
atreverse a decir esta boca es mía y dispuestos, por lo visto, a negar que son
rusos. A mí, por lo menos, en mi hotel de París empezaron a tratarme con mucha
mayor atención cuando les conté lo de mi pelotera con el clérigo. Un caballero
polaco, gordo él, mi adversario más decidido a la mesa redonda, quedó relegado
a segundo plano. Hasta los franceses se reportaron cuando dije que dos años antes
había visto a un individuo sobre el que había disparado un soldado francés en
1812 sólo para descargar su fusil. Ese hombre era entonces un niño de diez años
cuya familia no había logrado escapar de Mosni.
—¡No puede ser! —exclamó
el francesito—. ¡Un soldado francés no dispararía nunca contra un niño!
—Y,
sin embargo, así fue —repuse—. Esto me lo contó un respetable capitán de
reserva y yo mismo vi en su mejilla la cicatriz que dejó la bala.
El
francés empezó a hablar larga y rápidamente. El general quiso apoyarle, pero yo
le aconsejé que leyera, por ejemplo, ciertos trozos de las Notas del general
Perovski, que estuvo prisionero de los franceses en 1812. Finalmente, Marya
Filippovna habló de algo para dar otro rumbo a la conversación. El general
estaba muy descontento conmigo, porque el francés y yo casi habíamos empezado a
gritar. Pero a mister Astley, por lo visto, le agradó mucho mi disputa con el
francés. Se levantó de la mesa y me invitó a tomar con él un vaso de vino. A la
caída de la tarde, como era menester, logré hablar con Polina Aleksandrovna un
cuarto de hora. Nuestra conversación tuvo lugar durante el paseo. Todos fuimos
al parque del Casino. Polina se sentó en un banco frente a la fuente y dejó a
Nadyenka que jugara con otros niños sin alejarse mucho. Yo también solté a
Misha junto a la fuente y por fin quedamos solos.
Para
empezar tratamos, por supuesto, de negocios. Polina, sin más, se encolerizó
cuando le entregué sólo setecientos gulden. Había estado segura de que,
empeñando sus brillantes, le habría traído de París por lo menos dos mil, si no
más.
—Necesito
dinero —dijo—, y tengo que agenciármelo sea como sea. De lo contrario estoy
perdida.
Yo empecé a preguntarle
qué había sucedido durante mi ausencia.
—Nada
de particular, salvo dos noticias que llegaron de Petersburgo: primero, que la
abuela estaba muy mal, y dos días después que, por lo visto, estaba agonizando.
Esta noticia es de Timofei Petrovich —agregó Polina—, que es hombre de crédito.
Estamos esperando la última noticia, la definitiva.
—¿Así es que aquí todos
están a la expectativa? —pregunté.
—Por supuesto, todos y
todo; desde hace medio año no se espera más que esto.
—¿Usted también?
—inquirí.
—¡Pero
si yo no tengo ningún parentesco con ella! Yo soy sólo hijastra del general.
Ahora bien, sé que seguramente me recordará en su testamento.
—Tengo la impresión de
que heredará usted mucho —dije con énfasis.
—Sí, me tenía afecto.
¿Pero por qué tiene usted esa impresión?
—Dígame
—respondí yo con una pregunta—, ¿no está nuestro marqués iniciado en todos los
secretos de la familia?
—¿Y
a usted qué le va en ello? —preguntó Polina mirándome seca y severamente.
—¡Anda,
porque si no me equivoco, el general ya ha conseguido que le preste dinero!
—Sus sospechas están
bien fundadas.
—¡Claro!
¿Le daría dinero si no supiera lo de la abuela? ¿Notó usted a la mesa que
mencionó a la abuela tres veces y la llamó «la abuelita», la baboulinka? ¡Qué
relaciones tan íntimas y amistosas!
—Sí,
tiene usted razón. Tan pronto como sepa que en el testamento se me deja algo,
pide mi mano. ¿No es esto lo que quería usted saber?
—¿Sólo que pide su
mano? Yo creía que ya la había pedido hacía tiempo
—¡Usted
sabe muy bien que no! —dijo Polina, irritada—. ¿Dónde conoció usted a ese
inglés? —añadió tras un minuto de silencio.
—Ya sabía yo que me
preguntaría usted por él.
Le relaté mis
encuentros anteriores con mister Astley durante el viaje.
—Es hombre tímido y
enamoradizo y, por supuesto, ya está enamorado de usted.
Sí, está enamorado de
mí —repuso Polina.
—Y,
claro, es diez veces más rico que el francés. ¿Pero es que el francés tiene de
veras algo? ¿No es eso motivo de duda?
—No,
no lo es. Tiene un cháteau o algo por el estilo. Ayer, sin ir más lejos, me
hablaba el general de ello, y muy positivamente. Bueno, ¿qué? ¿Está usted
satisfecho?
—Yo que usted me
casaría sin más con el inglés.
—¿Por qué? —preguntó
Polina.
—El
francés es mejor mozo, pero es un granuja, y el inglés, además de ser honrado,
es diez veces más rico —dije con brusquedad.
—Sí,
pero el francés es marqués y más listo -respondió ella con la mayor
tranquilidad.
—¿De veras?
—Como lo oye.
A
Polina le desagradaban mucho mis preguntas, y eché de ver que quería
enfurecerme con el tono y la brutalidad de sus respuestas. Así se lo dije al
momento.
—De
veras que me divierte verle tan rabioso. Tiene que pagarme de algún modo el que
le permita hacer preguntas y conjeturas parecidas.
—Es
que yo, en efecto, me considero con derecho a hacer a usted toda clase de
preguntas —respondí con calma—, precisamente porque estoy dispuesto a pagar por
ellas lo que se pida, y porque estimo que mi vida no vale un comino ahora.
Polina rompió a reír.
—La
última vez, en el Schlangenberg, dijo usted que a la primera palabra mía estaba
dispuesto a tirarse de cabeza desde allí, desde una altura, según parece, de
mil pies. Alguna vez pronunciaré esa palabra, aunque sólo sea para ver cómo
paga usted lo que se pida, y puede estar seguro de que seré inflexible. Me es
usted odioso, justamente porque le he permitido tantas cosas, y más odioso aún
porque le necesito. Pero mientras le necesite, tendré que ponerle a buen
recaudo.
Se
dispuso a levantarse. Hablaba con irritación. últimamente, cada vez que hablaba
conmigo, terminaba el coloquio en una nota de enojo y furia, de verdadera
furia.
—Permítame
preguntarle: ¿qué clase de persona es mademoiselle Blanche? —dije, deseando que
no se fuera sin una explicación.
—Usted
mismo sabe qué clase de persona es mademoiselle Blanche. No hay por qué añadir
nada a lo que se sabe hace tiempo. Mademoiselle Blanche será probablemente
esposa del general, es decir, si se confirman los rumores sobre la muerte de la
abuela, porque mademoiselle Blanche, lo mismo que su madre y que su primo el
marqués, saben muy bien que estamos arruinados.
—¿Y el general está
perdidamente enamorado?
—No
se trata de eso ahora. Escuche y tenga presente lo que le digo: tome estos
setecientos florines y vaya a jugar; gáneme cuanto pueda a la ruleta; necesito
ahora dinero de la forma que sea.
Dicho
esto, llamó a Nadyenka y se encaminó al Casino, donde se reunió con el resto de
nuestro grupo. Yo, pensativo y perplejo, tomé por la primera vereda que vi a la
izquierda. La orden de jugar a la ruleta me produjo el efecto de un mazazo en
la cabeza. Cosa rara, tenía bastante de qué preocuparme y, sin embargo, aquí
estaba ahora, metido a analizar mis sentimientos hacia Polina. Cierto era que
me había sentido mejor durante estos quince días de ausencia que ahora, en el
día de mi regreso, aunque todavía en el camino desatinaba como un loco,
respingaba como un azogado, y a veces hasta en sueños la veía. Una vez (esto
pasó en Suiza), me dormí en el vagón y, por lo visto, empecé a hablar con
Polina en voz alta, dando mucho que reír a mis compañeros de viaje. Y ahora,
una vez más, me hice la pregunta: ¿la quiero?
Y
una vez más no supe qué contestar; o, mejor dicho, una vez más, por centésima
vez, me contesté que la odiaba. Sí, me era odiosa. Había momentos (cabalmente
cada vez que terminábamos una conversación) en que hubiera dado media vida por
estrangularla. Juro que si hubiera sido posible hundirle un cuchillo bien
afilado en el seno, creo que lo hubiera hecho con placer. Y, no obstante, juro
por lo más sagrado que si en el Schlangenberg, en esa cumbre tan a la moda, me
hubiera dicho efectivamente: «¡Tírese!», me hubiera tirado en el acto, y hasta
con gusto. Yo lo sabía. De una manera u otra había que resolver aquello. Ella,
por su parte, lo comprendía perfectamente, y sólo el pensar que yo me daba
cuenta justa y cabal de su inaccesibilidad para mí, de la imposibilidad de
convertir mis fantasías en realidades, sólo el pensarlo, estaba seguro, le
producía extraordinario deleite; de lo contrario, ¿cómo podría, tan discreta e
inteligente como es, permitirse tales intimidades y revelaciones conmigo? Se me
antoja que hasta entonces me había mirado como aquella emperatriz de la
antigüedad que se desnudaba en presencia de un esclavo suyo, considerando que
no era hombre. Sí, muchas veces me consideraba como sí no fuese hombre...
Pero,
en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese. No
tenía tiempo para pensar con qué fin y con cuánta rapidez era menester ganar y
qué nuevas combinaciones surgían en aquella cabeza siempre entregada al
cálculo. Además, en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos
factores, de los cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar todo ello,
adentrarse en muchas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero de momento no había
tiempo. Tenía que ir a la ruleta.
Capítulo 2
Confieso que el mandato
me era desagradable, porque aunque había resuelto jugar no había previsto que
empezaría jugando por cuenta ajena. Hasta me sacó un tanto de quicio, y entré
en las salas de juego con ánimo muy desabrido. No me gustó lo que vi allí a la
primera ojeada. No puedo aguantar el servilismo que delatan las crónicas de
todo el mundo, y sobre todo las de nuestros periódicos rusos, en las que cada
primavera los que las escriben hablan de dos cosas: primera, del extraordinario
esplendor y lujo de las salas de juego en las «ciudades de la ruleta» del Rin;
y, segunda, de los montones de oro que, según dicen, se ven en las mesas.
Porque en definitiva, no se les paga por ello, y sencillamente lo dicen por
puro servilismo. No hay esplendor alguno en estas salas cochambrosas, y en
cuanto a oro, no sólo no hay montones de él en las mesas, sino que apenas se
ve. Cierto es que alguna vez durante la temporada aparece de pronto un tipo
raro, un inglés o algún asiático, un turco, como sucedió este verano, y pierde
o gana sumas muy considerables; los demás, sin embargo, siguen jugándose unos
míseros gulden, y la cantidad que aparece en la mesa es por lo general bastante
modesta.
Cuando
entré en la sala de juego (por primera vez en m vida) dejé pasar un rato sin
probar fortuna. Además, la muchedumbre era agobiante. Sin embargo, aunque
hubiera estado solo, creo que en esa ocasión me hubiera marchado sin jugar.
Confieso que me latía fuertemente el corazón y que no las tenía todas conmigo;
muy probablemente sabía, y había decidido tiempo atrás, que de Roulettenburg no
saldría como había llegado; que algo radical y definitivo iba a ocurrir en mi
vida. Así tenía que ser y así sería. Por ridícula que parezca mi gran confianza
en los beneficios de la ruleta, más ridícula aún es la opinión corriente de que
es absurdo y estúpido esperar nada del juego. ¿Y por qué el juego habrá de ser
peor que cualquier otro medio de procurarse dinero, por ejemplo, el comercio?
Una cosa es cierta: que de cada ciento gana uno. Pero eso ¿a mí qué me importa?
En
todo caso, decidí desde el primer momento observarlo todo con cuidado y no
intentar nada serio, en esa ocasión. Si algo había de ocurrir esa noche, sería
de improviso, y nada del otro jueves; y de ese modo me dispuse a apostar.
Tenía, por añadidura, que aprender el juego mismo, ya que a pesar de las mil
descripciones de la ruleta que había leído con tanta avidez, la verdad es que
no sabría nada de su funcionamiento hasta que no lo viera con mis propios ojos.
En
primer lugar, todo me parecía muy sucio, algo así como moralmente sucio e indecente.
No me refiero, ni mucho menos, a esas caras ávidas e intranquilas que a
decenas, hasta a centenares, se agolpan alrededor de las mesas de juego.
Francamente, no veo nada sucio en el deseo de ganar lo más posible y cuanto
antes: siempre he tenido por muy necia la opinión de un moralista acaudalado y
bien nutrido, quien, oyendo decir a alguien, por vía de justificación, que «al
fin y al cabo estaba apostando cantidades pequeñas», contestó: «Tanto peor,
pues el afán de lucro también será mezquino». ¡Como si ese afán no fuera el
mismo cuando se gana poco que cuando se gana mucho! Es cuestión de proporción.
Lo que para Rothschild es poco, para mí es la riqueza; y si de lo que se trata
es de ingresos o ganancias, entonces no es sólo en la ruleta, sino en cualquier
transacción, donde uno le saca a otro lo que puede. Que las ganancias y las
pérdidas sean en general algo repulsivo es otra cuestión que no voy a resolver
aquí. Puesto que yo mismo sentía agudamente el afán de lucro, toda esa codicia
y toda esa porquería codiciosa me resultaban, cuando entré en la sala,
convenientes y, por así decirlo, familiares. Nada más agradable que cuando
puede uno dejarse de cumplidos en su trato con otro y cada cual se comporta
abiertamente, a la pata la llana. ¿Y de qué sirve engañarse a sí mismo? ¡Qué
menester tan trivial y poco provechoso! Repelente en particular, a primera
vista, en toda esa chusma de la ruleta era el respeto con que miraba lo que se
estaba haciendo, la seriedad, mejor dicho, la deferencia con que se agolpaba en
torno a las mesas. He aquí por qué en estos casos se distingue con esmero entre
los juegos que se dicen de mauvais genre y los permitidos a las personas
decentes. Hay dos clases de juego: una para caballeros y otra plebeya,
mercenaria, propia de la canalla. Aquí la distinción se observa rigurosamente;
¡y qué vil, en realidad, es esa distinción! Un caballero, por ejemplo, puede
hacer una puesta de cinco o diez luises, rara vez más; o puede apostar hasta
mil francos, si es muy rico, pero sólo por jugar, sólo por divertirse, en
realidad sólo para observar el proceso de la ganancia o la pérdida; pero de
ningún modo puede mostrar interés en la ganancia misma. Si gana, puede, por
ejemplo, soltar una carcajada, hacer un comentario a cualquiera de los concurrentes,
incluso apuntar de nuevo o doblar su puesta, pero sólo por curiosidad, para
estudiar y calcular las probabilidades, pero no por el deseo plebeyo de ganar.
En suma, que no debe ver en todas estas mesas de juego, ruletas y trente et
quarante, sino un entretenimiento organizado exclusivamente para su
satisfacción. Los vaivenes de la suerte, en que se apoya y se justifica la
banca, no debe siquiera sospecharlos. No estaría mal que se figurara, por
ejemplo, que todos los demás jugadores, toda esa chusma que tiembla ante un
guiden, son en realidad tan ricos y caballerosos como él y que juegan sólo para
divertirse y pasar el tiempo. Este desconocimiento completo de la realidad,
esta ingenua visión de lo que es la gente, son, por supuesto, típicos de la más
refinada aristocracia. Vi que muchas mamás empujaban adelante a sus hijas,
jovencitas inocentes y elegantes de quince o dieciséis años, y les daban unas
monedas de oro para enseñarlas a jugar. La señorita ganaba o perdía sonriendo y
se marchaba tan satisfecha. Nuestro general se acercó a la mesa con aire grave
e imponente. Un lacayo corrió a ofrecerle una silla, pero él ni siquiera le
vio. Con mucha lentitud sacó el portamonedas; de él, con mucha lentitud,
extrajo trescientos francos en oro, los apuntó al negro y ganó. No recogió lo
ganado y lo dejó en la mesa. Salió el negro otra vez y tampoco recogió lo
ganado. Y cuando la tercera vez salió el rojo, perdió de un golpe mil
doscientos francos. Se retiró sonriendo y sin perder la dignidad. Yo estaba
seguro de que por dentro iba consumido de rabia y que si la puesta hubiera sido
dos o tres veces mayor, hubiera perdido la serenidad y dado suelta a su
turbación. Por otra parte, un francés, en mi presencia, ganó y perdió hasta
treinta mil francos, alegre y tranquilamente. El caballero auténtico, aunque
pierda cuanto tiene, no debe alterarse. El dinero está tan por bajo de la
dignidad de un caballero que casi no vale la pena pensar en él. Sería muy
aristocrático, por supuesto, no darse cuenta de la cochambre de toda esa chusma
y esa escena. A veces, sin embargo, no es menos aristocrático y refinado el
darse cuenta, es decir, observar con cuidado, examinar con impertinentes, como
si dijéramos, a toda esa chusma; pero sólo viendo en esa cochambre y en toda
esa muchedumbre una forma especial de pasatiempo, un espectáculo organizado
para divertir a los caballeros. Uno puede abrirse paso entre el gentío y mirar
en torno, pero con el pleno convencimiento de que, en rigor, uno es sólo
observador y de ningún modo parte del grupo. Pero, por otro lado, no se debe
observar con demasiada atención, pues ello sería actitud impropia de un
caballero, ya que al fin y al cabo el espectáculo no merece ser observado larga
y atentamente; y sabido es que pocos espectáculos son dignos de la cuidadosa
atención de un caballero. Sin embargo, a mí me parecía que todo esto merecía la
atención más solícita, especialmente cuando venía aquí no sólo para observar,
sino para formar parte, sincera y conscientemente, de esa chusma. En cuanto a
mis convicciones morales más íntimas, es claro que no hallan acomodo en el
presente razonamiento. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Hablo sólo para desahogar
mi conciencia. Pero una cosa sí haré notar: que últimamente me ha sido -no sé
por qué- profundamente repulsivo ajustar mi conducta y mis pensamientos a
cualquier género de patrón moral. Era otro patrón el que me guiaba...
Es
verdad que la chusma juega muy sucio. No ando lejos de pensar que a la mesa de
juego misma se dan casos del más vulgar latrocinio. Para los crupieres,
sentados a los extremos de la mesa, observar y liquidar las apuestas es trabajo
muy duro. ¡Ésa es otra chusma! Franceses en su mayor parte. Por otro lado, yo
observaba y estudiaba no para describir la ruleta, sino para «hacerme al
juego», para saber cómo conducirme en el futuro. Noté, por ejemplo, que nada es
más frecuente que ver salir de detrás de la mesa una mano que se apropia lo que
uno ha ganado. Se produce un altercado, a menudo se oye una gritería, ¡y vaya
usted a buscar testigos para probar que la puesta es suya!
Al
principio todo me parecía un galimatías sin sentido. Sólo adiviné y distinguí
no sé cómo que las puestas eran al número, a pares y nones y al color. Del
dinero de Polina Aleksandrovna decidí arriesgar esa noche cien gulden. La idea
de entrar a jugar y no por propia incumbencia me tenía un poco fuera de quicio.
Era una sensación sumamente desagradable y quería sacudírmela de encima cuanto
antes. Se me antojaba que empezando con Polina daba al traste con mi propia
suerte. ¿No es verdad que es imposible acercarse a una mesa de juego sin
sentirse en seguida contagiado por la superstición? Empecé sacando cinco
federicos de oro, esto es, cincuenta gulden, y poniéndolos a los pares. Giró la
rueda, salió el quince y perdí. Con una sensación de ahogo, sólo para liberarme
de algún modo y marcharme, puse otros cinco federicos al rojo. Salió el rojo.
Puse los diez federicos, salió otra vez el rojo. Lo puse todo al rojo, y volvió
a salir el rojo. Cuando recibí cuarenta federicos puse veinte en los doce
números medios sin tener idea de lo que podría resultar. Me pagaron el triple.
Así, pues, mis diez federicos de oro se habían trocado de pronto en ochenta. La
extraña e insólita sensación que ello me produjo se me hizo tan insoportable
que decidí irme. Me parecía que de ningún modo jugaría así si estuviera jugando
por mi propia cuenta. Sin embargo, puse los ochenta federicos una vez más a los
pares. Esta vez salió el cuatro; me entregaron otros ochenta federicos, y
cogiendo el montón de ciento sesenta federicos de oro salí a buscar a Polina
Aleksandrovna.
Todos
se habían ido de paseo al parque y no conseguí verla hasta después de la cena.
En esta ocasión no estaba presente el francés, y el general se despachó a sus
anchas: entre otras cosas juzgó necesario advertirme una vez más que no le
agradaría verme junto a una mesa de juego. Pensaba que le pondría en un gran
compromiso si perdía demasiado; «pero aunque ganara usted mucho, quedaría yo
también en un compromiso -añadió con intención-. Por supuesto que no tengo
derecho a dirigir sus actos, pero usted mismo estará de acuerdo en que ... ».
Ahí se quedó, como era costumbre suya, sin acabar la frase. Yo respondí
secamente que tenía muy poco dinero y, por lo tanto, no podía perder cantidades
demasiado llamativas aun si llegaba a jugar. Cuando subía a mi habitación logré
entregar a Polina sus ganancias y le anuncié que no volvería a jugar más por
cuenta de ella.
—¿Y eso por qué? —preguntó
alarmada.
—Porque
quiero jugar por mi propia cuenta —respondí mirándola asombrado— y esto me lo
impide.
—¿Conque
sigue usted convencido de que la ruleta es su única vía de salvación? —preguntó
irónicamente. Yo volví a contestar muy seriamente que sí; en cuanto a mi
convencimiento de que ganaría sin duda alguna .... bueno, quizá fuera absurdo,
de acuerdo, pero que me dejaran en paz.
Polina
Aleksandrovna insistió en que fuera a medias con ella en las ganancias de hoy,
y me ofreció ochenta federicos de oro, proponiendo que en el futuro
continuásemos el juego sobre esa base. Yo rechacé la oferta, de plano y sin
ambages, y declaré que no podía jugar por cuenta de otros, no porque no
quisiera hacerlo, sino porque probablemente perdería.
—Y,
sin embargo, yo también, por estúpido que parezca, cifro mis esperanzas casi
únicamente en la ruleta —dijo pensativa—. Por consiguiente, tiene usted que
seguir jugando conmigo a medias, y, por supuesto, lo hará.
Con esto se apartó de
mí sin escuchar mis ulteriores objeciones.
Capítulo 3
Polina, sin embargo,
ayer no me habló del juego en todo el día, más aún, evitó en general hablar
conmigo. Su previa manera de tratarme no se alteró; esa completa
despreocupación en su actitud cuando nos encontrábamos, con un matiz de odio y
desprecio. Por lo común no procura ocultar su aversión hacia mí; esto lo veo yo
mismo. No obstante, tampoco me oculta que le soy necesario y que me reserva
para algo. Entre nosotros han surgido unas relaciones harto raras, en gran
medida incomprensibles para mí, habida cuenta del orgullo y la arrogancia con
que se comporta con todos. Ella sabe, por ejemplo, que yo la amo hasta la
locura, me da venia incluso para que le hable de mi pasión (aunque, por
supuesto, nada expresa mejor su desprecio que esa licencia que me da para
hablarle de mi amor sin trabas ni circunloquios: «Quiere decirse que tengo tan
en poco tus sentimientos que me es absolutamente indiferente que me hables de
ellos, sean los que sean». De sus propios asuntos me hablaba mucho ya antes,
pero nunca con entera franqueza. Además, en sus desdenes para conmigo hay cierto
refinamiento: sabe, por ejemplo, que conozco alguna circunstancia de su vida o
alguna cosa que la trae muy inquieta; incluso ella misma me contará algo de sus
asuntos si necesita servirse de mí para algún fin particular, ni más ni menos
que si fuese su esclavo o recadero; pero me contará sólo aquello que necesita
saber un hombre que va a servir de recadero) y aunque la pauta entera de los
acontecimientos me sigue siendo desconocida, aunque Polina misma ve que sufro y
me inquieto por -causa de sus propios sufrimientos e inquietudes, jamás se
dignará tranquilizarme por completo con una franqueza amistosa, y eso que,
confiándome a menudo encargos no sólo engorrosos, sino hasta arriesgados,
debería, en mi opinión, ser franca conmigo. Pero ¿por qué habría de ocuparse de
mis sentimientos, de que también yo estoy inquieto y de que quizá sus
inquietudes y desgracias me preocupan y torturan tres veces más que a ella
misma?
Desde
hacía unas tres semanas conocía yo su intención de jugar a la ruleta. Hasta me
había anunciado que tendría que jugar por cuenta suya, porque sería indecoroso
que ella misma jugara. Por el tono de sus palabras saqué pronto la conclusión
de que obraba a impulsos de una grave preocupación y no simplemente por el
deseo de lucro. ¿Qué significaba para ella el dinero en sí mismo? Ahí había un
propósito, alguna circunstancia que yo quizá pudiera adivinar, pero que hasta
este momento ignoro. Claro que la humillación y esclavitud en que me tiene
podrían darme (a menudo me dan) la posibilidad de hacerle preguntas duras y
groseras. Dado que no soy para ella sino un esclavo, un ser demasiado
insignificante, no tiene motivo para ofenderse de mi ruda curiosidad. Pero es
el caso que, aunque ella me permite hacerle preguntas, no las contesta. Hay
veces que ni siquiera se da cuenta de ellas. ¡Así están las cosas entre
nosotros!
Ayer
se habló mucho del telegrama que se mandó hace cuatro días a Petersburgo y que
no ha tenido contestación. El general, por lo visto, está pensativo e inquieto.
Se trata, ni que decir tiene, de la abuela. También el francés está agitado.
Ayer, sin ir más lejos, estuvieron hablando largo rato después de la comida. El
tono que emplea el francés con todos nosotros es sumamente altivo y
desenvuelto. Aquí se da lo del refrán: «les das la mano y se toman el pie».
Hasta con Polina se muestra desembarazado hasta la grosería; pero, por otro
lado, participa con gusto en los paseos por el parque y en las cabalgatas y
excursiones al campo. Desde hace bastante tiempo conozco algunas de las circunstancias
que ligan al francés y al general. En Rusia proyectaron abrir juntos una
fábrica, pero no sé si el proyecto se malogró o si sigue todavía en pie.
Además, conozco por casualidad parte de un secreto de familia: el francés,
efectivamente, había sacado de apuros al general el año antes, dándole treinta
mil rublos para que completara cierta cantidad que faltaba en los fondos
públicos antes de presentar la dimisión de su cargo. Y, por supuesto, el
general está en sus garras; pero ahora, cabalmente ahora, quien desempeña el
papel principal en este asunto es mademoiselle Blanche, y en esto estoy seguro
de no equivocarme.
¿Quién
es mademoiselle Blanche? Aquí, entre nosotros, se dice que es una francesa de
noble alcurnia y fortuna colosal, a quien acompaña su madre. También se sabe
que tiene algún parentesco, aunque muy remoto, con nuestro marques: prima
segunda o algo por el estilo. Se dice que hasta mi viaje a París el francés y
mademoiselle Blanche se trataban con bastante más ceremonia, como si quisieran dar
ejemplo de finura y delicadeza. Ahora, sin embargo, su relación, amistad y
parentesco parecen menos delicados y más íntimos. Quizá estiman que nuestros
asuntos van por tan mal camino que no tienen por qué mostrarse demasiado
corteses con nosotros o guardar las apariencias. Yo ya noté anteayer cómo
mister Astley miraba a mademoiselle Blanche y a la madre de ésta. Tuve la
impresión de que las conocía. Me pareció también que nuestro francés había
tropezado previamente con mister Astley; pero éste es tan tímido, reservado y
taciturno que es casi seguro que no lavará en público los trapos sucios de
nadie. Por lo pronto, el francés apenas le saluda y casi no le mira, lo que
quiere decir, por lo tanto, que no le teme. Esto se comprende. ¿Pero por qué
mademoiselle Blanche tampoco le mira? Tanto más cuanto el marqués reveló anoche
el secreto- de pronto, no recuerdo con qué motivo, dijo en conversación general
que mister Astley es colosalmente rico y que lo sabe de buena fuente. ¡Buena
ocasión era ésa para que mademoiselle Blanche mirara a mister Astley! De todos
modos, el general estaba intranquilo. Bien se comprende lo que puede significar
para él el telegrama con la noticia de la muerte de su tía.
Aunque
estaba casi seguro de que Polina evitaría, como de propósito, conversar
conmigo, yo también me mostré frío e indiferente, pensando que ella acabaría
por acercárseme. En consecuencia, ayer y hoy he concentrado principalmente mi
atención en mademoiselle Blanche. ¡Pobre general, ya está perdido por completo!
Enamorarse a los cincuenta y cinco años y con pasión tan fuerte es, por
supuesto, una desgracia. Agréguese a ello su viudez, sus hijos, la ruina casi
total de su hacienda, sus deudas, y, para acabar, la mujer de quien le ha
tocado en suerte enamorarse. Mademoiselle Blanche es bella, pero no sé si se me
comprenderá si digo que tiene uno de esos semblantes de los que cabe asustarse.
Yo al menos les tengo miedo a esas mujeres. Tendrá unos veinticinco años. Es
alta y ancha de hombros, terminados en ángulos rectos. El cuello y el pecho son
espléndidos. Es trigueña de piel, tiene el pelo negro como el azabache y en tal
abundancia que hay bastante para dos coiffures. El blanco de sus ojos tira un
poco a amarillo, la mirada es insolente, los dientes son de blancura deslumbrante,
los labios los lleva siempre pintados, huele a almizcle. Viste con ostentación,
en ropa de alto precio, con chic, pero con gusto exquisito. Sus manos y pies
son una maravilla. Su voz es un contralto algo ronco. De vez en cuando ríe a
carcajadas y muestra todos los dientes, pero por lo común su expresión es
taciturna y descarada, al menos en presencia de Polina y de Marya Filippovna.
(Rumor extraño: Marya Filippovna regresa a Rusia.) Sospecho que mademoiselle
Blanche carece de instrucción; quizá incluso no sea inteligente, pero por otra
parte es suspicaz y astuta. Se me antoja que en su vida no han faltado las
aventuras. Para decirlo todo, puede ser que el marqués no sea pariente suyo y
que la madre no tenga de tal más que el nombre. Pero hay prueba de que en
Berlín, adonde fuimos con ellos, ella y su madre tenían amistades bastante
decorosas. En cuanto al marqués, aunque sigo dudando de que sea marqués, es
evidente que pertenece a la buena sociedad, según ésta se entiende, por
ejemplo, en Moscú o en cualquier parte de Alemania. No sé qué será en Francia;
se dice que tiene un cháteau. He pensado que en estos quince días han pasado
muchas cosas y, sin embargo, todavía no sé a ciencia cierta si entre
mademoiselle Blanche y el general se ha dicho algo decisivo. En resumen, todo
depende ahora de nuestra situación económica, es decir, de si el general puede
mostrarles dinero bastante. Si, por ejemplo, llegara la noticia de que la
abuela no ha muerto, estoy seguro de que mademoiselle Blanche desaparecería al
instante. A mí mismo me sorprende y divierte lo chismorrero que he llegado a
ser. ¡Oh, cómo me repugna todo esto! ¡Con qué placer mandaría a paseo a todos y
todo! ¿Pero es que puedo apartarme de Polina? ¿Es que puedo renunciar a
huronear en torno a ella? El espionaje es sin duda una bajeza, pero ¿a mí qué
me importa?
Interesante
también me ha parecido mister Astley ayer y hoy. Sí, tengo la seguridad de que
está enamorado de Polina. Es curioso y divertido lo que puede expresar a veces
la mirada tímida y mórbidamente casta de un hombre enamorado, sobre todo cuando
ese hombre preferiría que se lo tragara la tierra a decir o sugerir nada con la
lengua o los ojos. Mister Astley se encuentra con nosotros a menudo en los
paseos. Se quita el sombrero y pasa de largo, devorado sin duda por el deseo de
unirse a nuestro grupo. Si le invitan, rehúsa al instante. En los lugares de
descanso, en el Casino, junto al quiosco de la música o junto a la fuente, se
instala siempre no lejos de nuestro asiento; y dondequiera que estemos -en el
parque, en el bosque, o en lo alto del Schlangenberg- basta levantar los ojos y
mirar en torno para ver indefectiblemente -en la vereda más cercana o tras un
arbusto- a mister Astley en su escondite. Sospecho que busca ocasión para
hablar conmigo a solas. Esta mañana nos encontramos y cambiamos un par de
palabras. A veces habla de manera sumamente inconexa. Sin darme los «buenos
días» me dijo:
—¡Ah, mademoiselle
Blanche! ¡He visto a muchas mujeres como mademoiselle Blanche!
Guardó
silencio, mirándome con intención. No sé lo que quiso decir con ello, porque
cuando le pregunté «¿y eso qué significa?», sonrió astutamente, sacudió la
cabeza y añadió: «En fin, así es la vida. ¿Le gustan mucho las flores a
mademoiselle Polina?».
—No sé; no tengo idea.
—¿Cómo? ¿Que no lo
sabe? —gritó presa del mayor asombro.
—No lo sé. No me he
fijado —repetí riendo.
Hmm.
Eso me da que pensar. —Inclinó la cabeza y prosiguió su camino. Pero tenía
aspecto satisfecho. Estuvimos hablando en un francés de lo más abominable.
Capítulo 4
Hoy ha sido un día
chusco, feo, absurdo. Son ahora las once de la noche. Estoy sentado en mi
cuchitril y hago inventario de lo acaecido. Empezó con que por la mañana tuve
que jugar a la ruleta por cuenta de Polina Aleksandrovna. Tomé sus ciento sesenta
federicos de oro, pero bajo dos condiciones: primera, que no jugaría a medias
con ella, es decir, que si ganaba no aceptaría nada; y segunda, que esa noche
Polina me explicaría por qué le era tan urgente ganar y exactamente cuánto
dinero. Yo, en todo caso, no puedo suponer que sea sólo por dinero. Es evidente
que lo necesita, y lo más pronto posible, para algún fin especial. Prometió
explicármelo y me dirigí al Casino. En las salas de juego la muchedumbre era
terrible. ¡Qué insolentes y codiciosos eran todos! Me abrí camino hasta el
centro y me coloqué junto al crupier; luego empecé cautelosamente a «probar el
juego» en posturas de dos o tres monedas. Mientras tanto observaba y tomaba
nota mental de lo que veía; me pareció que la «combinación» no significa gran
cosa y no tiene, ni con mucho, la importancia que le dan algunos jugadores. Se
sientan con papeles llenos de garabatos, apuntan los aciertos, hacen cuentas,
deducen las probabilidades, calculan, por fin realizan sus puestas y.. pierden
igual que nosotros, simples mortales, que jugamos sin «combinación». Sin
embargo, saqué una conclusión que me parece exacta: aunque no hay, en efecto,
sistema, existe no obstante, una especie de pauta en las probabilidades, lo
que, por supuesto, es muy extraño. Ocurre, por ejemplo, que después de los doce
números medios salen los doce últimos; dos veces -digamos- la bola cae en estos
doce últimos y vuelve a los doce primeros. Una vez que ha caído en los doce
primeros, vuelve otra vez a los doce medios, cae en ellos tres o cuatro veces
seguidas y pasa de nuevo a los doce últimos; y de ahí, después de salir un par
de veces, pasa de nuevo a los doce primeros, cae en ellos una vez y vuelve a
desplazarse para caer tres veces en los números medios; y así sucesivamente
durante la hora y media o dos horas. Uno, tres y dos; uno, tres y dos. Es muy
divertido. Otro día, u otra mañana, ocurre, por ejemplo, que el rojo va seguido
del negro y viceversa en giros consecutivos de la rueda sin orden ni concierto,
hasta el punto de que no se dan más de dos o tres golpes seguidos en el rojo o
en el negro. Otro día u otra noche no sale más que el rojo, llegando, por
ejemplo, hasta más de veintidós veces seguidas, y así continúa infaliblemente
durante un día entero. Mucho de esto me lo explicó mister Astley, quien pasó
toda la mañana junto a las mesas de juego, aunque no hizo una sola puesta. En
cuanto a mí, perdí hasta el último kopek -y muy deprisa-. Para empezar puse
veinte federicos de oro a los pares y gané, puse cinco y volví a ganar, y así
dos o tres veces más. Creo que tuve entre manos unos cuatrocientos federicos de
oro en unos cinco minutos. Debiera haberme retirado entonces, pero en mí surgió
una extraña sensación, una especie de reto a la suerte, un afán de mojarle la
oreja, de sacarle la lengua. Apunté con la puesta más grande permitida, cuatro
mil gulden, y perdí. Luego, enardecido, saqué todo lo que me quedaba, lo apunté
al mismo número y volví a perder. Me aparté de la mesa como atontado. Ni
siquiera entendía lo que me había pasado y no expliqué mis pérdidas a Polina
Aleksandrovna hasta poco antes de la comida. Mientras tanto estuve vagando por
el parque.
Durante
la comida estuve tan animado como lo había estado tres días antes. El francés y
mademoiselle Blanche comían una vez más con nosotros. Por lo visto,
mademoiselle Blanche había estado aquella mañana en el Casino y había
presenciado mis hazañas. En esta ocasión habló conmigo más atentamente que de
costumbre. El francés se fue derecho al grano y me preguntó sin más si el dinero
que había perdido era mío. Me pareció que sospechaba de Polina. En una palabra,
ahí había gato encerrado. Contesté al momento con una mentira, diciendo que el
dinero era mío.
El
general quedó muy asombrado. ¿De dónde había sacado yo tanto dinero? Expliqué
que había empezado con diez federicos de oro, y que seis o siete aciertos
seguidos, doblando las puestas, me habían proporcionado cinco o seis mil
gulden; y que después lo había perdido todo en dos golpes.
Todo
esto, por supuesto, era verosímil. Mientras lo explicaba miraba a Polina, pero
no pude leer nada en su rostro. Sin embargo, me había dejado mentir y no me
había corregido; de ello saqué la conclusión de que tenía que mentir y encubrir
el hecho de haber jugado por cuenta de ella. En todo caso, pensé para mis
adentros, está obligada a darme una explicación, y poco antes había prometido
revelarme algo.
Yo
pensaba que el general me haría alguna observación, pero guardó silencio; noté,
sin embargo, por su cara, que estaba agitado e intranquilo. Acaso, dados sus
apuros económicos, le era penoso escuchar cómo un majadero manirroto como yo
había ganado y perdido en un cuarto de hora ese respetable montón de oro.
Sospecho
que anoche tuvo con el francés una acalorada disputa, porque estuvieron
hablando largo y tendido a puerta cerrada. El francés se fue por lo visto
irritado, y esta mañana temprano vino de nuevo a ver al general, probablemente
para proseguir la conversación de ayer.
Habiendo
oído hablar de mis pérdidas, el francés me hizo observar con mordacidad, más
aún, con malicia, que era menester ser más prudente. No sé por qué agregó que,
aunque los rusos juegan mucho, no son siquiera, a su parecer, diestros en el
juego.
—En
mi opinión, la ruleta ha sido inventada sólo para los rusos —observé yo; y
cuando el francés sonrió desdeñosamente al oír mi dictamen, dije que yo llevaba
razón porque, cuando hablo de los rusos como jugadores, lo hago para
insultarlos y no para alabarlos, y, por lo tanto, es posible creerme.
—¿En qué funda usted su
opinión? —preguntó el francés.
—En
que en el catecismo de las virtudes y los méritos del hombre civilizado de
Occidente figura histórica y casi primordialmente la capacidad de adquirir
capital. Ahora bien, el ruso no sólo es incapaz de adquirir capital, sino que
lo derrocha sin sentido, indecorosamente. Lo que no quita que el dinero también
nos sea necesario a los rusos —añadí—; por consiguiente, nos atraen y cautivan
aquellos métodos, como, por ejemplo, la ruleta, con los cuales puede uno
enriquecerse de repente, en dos horas, sin esfuerzo. Esto es para nosotros una
gran tentación; y como jugamos sin sentido, sin esfuerzo, pues perdemos.
—Eso es hasta cierto
punto verdad —subrayó el francés con fatuidad.
—No,
eso no es verdad, y debería darle vergüenza hablar así de su patria —apuntó el
general en tono severo y petulante.
—Perdón
—le respondí—; en realidad no se sabe todavía qué es más repugnante: la
perversión rusa o el método alemán de acumular dinero por medio del trabajo
honrado.
—¡Qué idea tan
indecorosa! —exclamó el general.
—¡Qué idea tan rusa! —exclamó
el francés.
Yo me reí. Tenía unas
ganas locas de azuzarlos.
—Yo
prefiero con mucho vivir en tiendas de lona como un quirguiz a inclinarme ante
el ídolo alemán.
—¿Qué ídolo? —gritó el
general, que ya empezaba a sulfurarse en serio.
—El
método alemán de acumular riqueza. No llevo aquí mucho tiempo, pero lo que
hasta ahora vengo observando y comprobando subleva mi sangre tártara. ¡Juro por
lo más sagrado que no quiero tales virtudes! Ayer hice un recorrido de unas
diez verstas. Pues bien, todo coincide exactamente con lo que dicen esos
librillos alemanes con estampas que enseñan moralidad. Aquí, en cada casa, hay
un Vater, terriblemente virtuoso y extremadamente honrado. Tan honrado es que
da miedo acercarse a él. Yo no puedo aguantar a las personas honradas a quienes
no puede uno acercarse sin miedo. Cada uno de esos Vater tiene su familia, y
durante las veladas toda ella lee en voz alta libros de sana doctrina. Sobre la
casita murmuran los olmos y los castaños. Puesta de sol, cigüeña en el tejado,
y todo es sumamente poético y conmovedor..
—No
se enfade, general. Permítame contar algo todavía más conmovedor. Yo recuerdo
que mi padre, que en paz descanse, también bajo los tilos, en el jardín, solía
leernos a mi madre y a mí durante las veladas libros parecidos... Así pues,
puedo juzgar con tino. Ahora bien, cada familia de aquí se halla en completa
esclavitud y sumisión con respecto al Vater. Todos trabajan como bueyes y todos
ahorran como judíos. Supongamos que el Vater ha acaparado ya tantos o cuantos
gulden y que piensa traspasar al hijo mayor el oficio o la parcela de tierra; a
ese fin, no se da una dote a la hija y ésta se queda para vestir santos; a ese
fin, se vende al hijo menor como siervo o soldado y el dinero obtenido se
agrega al capital doméstico. Así sucede aquí; me he enterado. Todo ello se hace
por pura honradez, por la más rigurosa honradez, hasta el punto de que el hijo
menor cree que ha sido vendido por pura honradez; vamos, que es ideal cuando la
propia víctima se alegra de que la lleven al matadero. Bueno, ¿qué queda? Pues
que incluso para el hijo mayor las cosas no van mejor: allí cerca tiene a su
Amalia, a la que ama tiernamente; pero no puede casarse porque aún no ha
reunido bastantes gulden. Así pues, los dos esperan honesta y sinceramente y
van al sacrificio con la sonrisa en los labios. A Amalia se le hunden las
mejillas, enflaquece. Por fin, al cabo de veinte años aumenta la prosperidad;
se han ido acumulando los gulden honesta y virtuosamente. El Vater bendice a su
hijo mayor, que ha llegado a la cuarentena, y a Amalia, que con treinta y cinco
años a cuestas tiene el pecho hundido y la nariz colorada... En tal ocasión
echa unas lagrimitas, pronuncia una homilía y muere. El hijo mayor se convierte
en virtuoso Vater y.. vuelta a las andadas. De este modo, al cabo de cincuenta
o sesenta años, el nieto del primer Vater junta, efectivamente, un capital
considerable que lega a su hijo, éste al suyo, este otro al suyo, y al cabo de
cinco o seis generaciones sale un barón Rothschild o una Hoppe y Compañía, o
algo por el estilo. Bueno, señores, no dirán que no es un espectáculo
majestuoso: trabajo continuo durante uno o dos siglos, paciencia, inteligencia,
honradez, fuerza de voluntad, constancia, cálculo, ¡y una cigüeña en el tejado!
¿Qué más se puede pedir? No hay nada que supere a esto, y con ese criterio los
alemanes empiezan a juzgar a todos los que son un poco diferentes de ellos, y a
castigarlos sin más. Bueno, señores, así es la cosa. Yo, por mi parte, prefiero
armar una juerga a la rusa o hacerme rico con la ruleta. No me interesa llegar
a ser Hoppe y Compañía al cabo de cinco generaciones. Necesito el dinero para
mí mismo y no me considero indispensable para nada ni subordinado al capital.
Sé que he dicho un montón de tonterías, pero, en fin, ¿qué se le va a hacer?
Ésas son mis convicciones.
—No
sé si lleva usted mucha razón en lo que ha dicho —dijo pensativo el general—,
pero lo que sí sé es que empieza a bufonear de modo inaguantable en cuanto se
le da la menor oportunidad...
Según
costumbre suya, no acabó la frase. Si nuestro general se ponía a hablar de un
tema algo más importante que la conversación cotidiana, nunca terminaba sus
frases. El francés escuchaba distraídamente, con los ojos algo saltones. No había
entendido casi nada de lo que yo había dicho. Polina miraba la escena con
cierta indiferencia altiva. Parecía no haber oído mis palabras ni nada de lo
que se había dicho a la mesa.
Capítulo 5
Estaba más absorta que
de ordinario, pero no bien nos levantamos de la mesa me mandó que fuera con
ella de paseo. Recogimos a los niños y nos dirigimos a la fuente del parque.
Como
me encontraba sobremanera agitado, pregunté estúpida y groseramente por qué el
marqués Des Grieux, nuestro francés, no sólo no la acompañaba ahora cuando iba
a algún sitio, sino que ni hablaba con ella durante días enteros.
—Porque
es un canalla —fue la extraña contestación. Hasta ahora, nunca la había oído
hablar en esos términos de Des Grieux. Guardé silencio, por temor a comprender
su irritación.
—¿Ha notado que hoy no
se llevaba bien con el general?
¿Quiere
usted saber de qué se trata? —respondió con tono seco y enojado—. Usted sabe
que el general lo tiene todo hipotecado con el francés; toda su hacienda es de
él, y si la abuela no muere, el francés entrará en posesión de todo lo
hipotecado.
—¡Ah!
¿Conque es verdad que todo está hipotecado? Lo había oído decir, pero no lo
sabía de cierto.
—Pues sí.
—Si
es así, adiós a mademoiselle Blanche -dije yo-. En tal caso no será generala.
¿Sabe? Me parece que el general está tan enamorado que puede pegarse un tiro si
mademoiselle Blanche le da esquinazo. Enamorarse así a sus años es peligroso.
—A
mí también me parece que algo le ocurrirá —apuntó pensativa Polina
Aleksandrovna.
¡Y
qué estupendo sería! —exclamé—. No hay manera más burda de demostrar que iba a
casarse con él sólo por dinero. Aquí ni siquiera se han observado las buenas
maneras; todo ha ocurrido sin ceremonia alguna. ¡Cosa más rara! Y en cuanto a
la abuela, ¿hay algo más grotesco e indecente que mandar telegrama tras
telegrama preguntando: ¿ha muerto? ¿ha muerto?¿Qué le parece, Polina
Aleksandrovna?
—Todo
eso es una tontería —respondió con repugnancia, interrumpiéndome—. Pero me
asombra que esté usted de tan buen humor. ¿Por qué está contento? ¿No será por
haber perdido mi dinero?
—¿Por
qué me lo dio para que lo perdiera? Ya le dije que no puedo jugar por cuenta de
otros y mucho menos por la de usted. Obedezco en todo aquello que usted me
mande; pero el resultado no depende de mí. Ya le advertí que no resultaría nada
positivo. Dígame, ¿le duele haber perdido tanto dinero? ¿Para qué necesita
tanto?
—¿A qué vienen estas
preguntas?
—¡Pero
si usted misma prometió explicarme ... ! Mire, estoy plenamente seguro de que
ganaré en cuanto empiece a jugar por mi cuenta (y tengo doce federicos de oro).
Entonces pídame cuanto necesite.
Hizo un gesto de
desdén.
—No
se enfade conmigo —proseguí— por esa propuesta. Estoy tan convencido de que no
soy nada para usted, es decir, de que no soy nada a sus ojos, que puede usted
incluso tomar dinero de mí. No tiene usted por qué ofenderse de un regalo mío.
Además, he perdido su dinero.
Me
lanzó una rápida ojeada y, notando que yo hablaba en tono irritado y
sarcástico, interrumpió de nuevo la conversación.
—No
hay nada que pueda interesarle en mis circunstancias. Si quiere saberlo, es que
tengo deudas. He pedido prestado y quisiera devolverlo. He tenido la idea
extraña y temeraria de que aquí ganaría irremisiblemente al juego. No sé por
qué he tenido esta idea, pero he creído en ella porque no me quedaba otra
alternativa.
—O
porque era absolutamente necesario ganar. Por lo mismo que el que se ahoga se
agarra a una paja. Confiese que si no se ahogara, no creería que una paja es
una rama de árbol.
Polina se mostró sorprendida.
—¡Cómo!
—exclamó—. ¡Pero si usted también pone sus esperanzas en lo mismo! Hace quince
días me dijo usted con muchos pormenores que estaba completamente convencido de
que ganaría aquí a la ruleta, y trató de persuadirme de que no le tuviera por loco.
¿Hablaba usted en broma entonces? Recuerdo que hablaba usted con tal seriedad
que era imposible creer que era guasa.
—Es
cierto —repliqué pensativo—. Todavía tengo la certeza absoluta de que ganaré.
Confieso que me lleva usted ahora a hacerme una pregunta: ¿por qué la pérdida
estúpida y vergonzosa de hoy no ha dejado en mí duda alguna? Sigo creyendo a
pies juntillas que tan pronto como empiece a jugar por mi cuenta ganaré sin
falta.
—¿Por qué está tan
absolutamente convencido?
—Si
puede creerlo, no lo sé. Sólo sé que me es preciso ganar, que ésta es también
mi única salida. He aquí quizá por qué tengo que ganar irremisiblemente, o así
me lo parece.
—Es decir, que también
es necesario para usted, si está tan fanáticamente seguro.
—Apuesto a que duda de
que soy capaz de sentir una necesidad seria.
—Me
es igual —contestó Polina en voz baja e indiferente—. Bueno, si quiere, sí.
Dudo que nada serio le traiga a usted de cabeza. Usted puede atribularse, pero
no en serio. Es usted un hombre desordenado, inestable. ¿Para qué quiere el
dinero? Entre las razones que adujo usted entonces, no encontré ninguna seria.
—A propósito —interrumpí—,
decía usted que necesitaba pagar una deuda. ¡Bonita deuda será! ¿No es con el
francés?
—¿Qué preguntas son
éstas? Hoy está usted más impertinente que de costumbre. ¿No está borracho?
—Ya
sabe que me permito hablar de todo y que pregunto a veces con la mayor
franqueza. Repito que soy su esclavo y que no importa lo que dice un esclavo.
Además, un esclavo no puede ofender.
—¡Tonterías! No puedo
aguantar esa teoría suya sobre la «esclavitud».
—Fíjese
en que no hablo de mi esclavitud porque me guste ser su esclavo. Hablo de ella
como de un simple hecho que no depende de mí.
—Diga sin rodeos, ¿por
qué necesita dinero?
—Y usted, ¿por qué quiere
saberlo?
—Como guste —respondió
con un movimiento orgulloso de la cabeza.
—No
puede usted aguantar la teoría de la esclavitud, pero exige esclavitud:
«¡Responder y no razonar!». Bueno, sea. ¿Por qué necesito dinero, pregunta
usted? ¿Cómo que por qué? El dinero es todo.
—Comprendo,
pero no hasta el punto de caer en tal locura por el deseo de tenerlo. Porque
usted llega hasta el frenesí, hasta el fatalismo. En ello hay algo, algún
motivo especial. Dígalo sin ambages. Lo quiero.
Empezaba
por lo visto a enfadarse y a mí me agradaba mucho que me preguntara con
acaloramiento.
—Claro
que hay un motivo —dije—, pero temo no saber cómo explicarlo. Sólo que con el
dinero seré para usted otro hombre, y no un esclavo.
—¿Cómo? ¿Cómo
conseguirá usted eso?
—¿Que
cómo lo conseguiré? ¿Conque usted no concibe siquiera que yo pueda conseguir
que no me mire como a un esclavo? Pues bien, eso es lo que no quiero, esa
sorpresa, esa perplejidad.
—Usted
decía que consideraba esa esclavitud como un placer. ¡Así! lo pensaba yo también.
—Así
lo pensaba usted —exclamé con extraño deleite—. ¡Ah, qué deliciosa es esa
ingenuidad suya! ¡Conque sí, sí, usted mira mi esclavitud como un placer. Hay
placer, sí, cuando se llega al colmo de la humildad y la insignificancia —continué
en mi delirio—. ¿Quién sabe? Quizá lo haya también en el knut cuando se hunde
en la espalda y arranca tiras de carne... Pero quizá quiero probar otra clase
de placer. Hoy, a la mesa, en presencia de usted, el general me predicó un
sermón a cuenta de los setecientos rublos anuales que ahora puede que no me
pague. El marqués Des Grieux me mira alzando las cejas, y ni me ve siquiera. Y
yo, por mi parte, quizá tenga un deseo vehemente de tirar de la nariz al
marqués Des Grieux en presencia de usted.
—Palabras
propias de un mocosuelo. En toda situación es posible comportarse con dignidad.
Si hay lucha, que sea noble y no humillante.
—Eso
viene derechito de un manual de caligrafía. Usted supone sin más que no sé
portarme con dignidad. Es decir, que podré ser un hombre digno, pero que no sé
portarme con dignidad. Comprendo que quizá sea verdad. Sí, todos los rusos son
así y le diré por qué: porque los rusos están demasiado bien dotados, son
demasiado versátiles, para encontrar de momento una forma de la buena crianza.
Es cuestión de forma. La mayoría de nosotros, los rusos, estamos tan bien
dotados que necesitamos genio para lograr una forma de la buena crianza. Ahora
bien, lo que más a menudo falta es el genio, porque en general se da raramente.
Sólo entre los franceses y quizá entre algunos otros europeos, está tan bien
definida la buena crianza que una persona puede tener un aspecto dignísimo y
ser totalmente indigna. De ahí que la forma signifique tanto para ellos. El
francés aguanta un insulto, un insulto auténtico y directo, sin pestañear, pero
no tolerará un papirotazo en la nariz, porque ello es una violación de la forma
recibida y consagrada de la buena crianza. De ahí la afición de nuestras
mocitas rusas a los franceses, porque los modales de éstos son impecables. A mi
modo de ver, sin embargo, no tienen buena crianza, sino sólo «gallo», le coq
gaulois. Pero claro, yo no comprendo eso porque no soy mujer. Quizá los gallos
tienen también buenos modales. Está visto que estoy desbarrando y que no me
para usted los pies. Interrúmpame más a menudo. Cuando hablo con usted quiero
decirlo todo, todo, todo. Pierdo todo sentido de lo que son los buenos modales;
hasta convengo en que no sólo no tengo buenos modales, sino ni dignidad
siquiera. Se lo explicaré. No me preocupo en lo más mínimo de las cualidades
morales. Ahora en mí todo está como detenido. Usted misma sabe por qué. No
tengo en la cabeza un solo pensamiento humano. Hace ya mucho que no sé lo que
sucede en el mundo, ni en Rusia ni aquí., He pasado por Dresde y ni recuerdo
cómo es Dresde. Usted misma sabe lo que me ha sorbido el seso. Como no abrigo
ninguna esperanza y soy un cero a los ojos de usted, hablo sin rodeos.
Dondequiera que estoy sólo veo a usted, y lo demás me importa un comino. No sé
por qué ni cómo la quiero. ¿Sabe? Quizá no tiene usted nada de guapa. Figúrese
que ni tengo idea de si es usted hermosa de cara. Su corazón, huelga decirlo,
no tiene nada de hermoso y acaso sea usted innoble de espíritu.
—¿Es
por eso por lo que quiere usted comprarme con dinero? —preguntó—. ¿Porque no
cree en mi nobleza de espíritu?
—¿Cuándo he pensado en
comprarla con dinero? —grité.
—Se
le ha ido la lengua y ha perdido el hilo. Si no comprarme a mí misma, sí piensa
comprar mi respeto con dinero.
—¡Que
no, de ningún modo! Ya le he dicho que me cuesta trabajo explicarme. Usted me
abruma. No se enfade con mi cháchara. Usted comprende por qué no Vale la pena
enojarse conmigo: estoy sencillamente loco. Pero, por otra parte, me da lo
mismo que se enfade usted. Allá arriba, en mi cuchitril, me basta sólo recordar
e imaginar el rumor del vestido de usted y ya estoy para morderme las manos. ¿Y
por qué se enfada conmigo? ¿Porque me llamo su esclavo? ¡Aprovéchese,
aprovéchese de mi esclavitud, aprovéchese de ella! ¿Sabe que la mataré algún día?
Y no la mataré por haber dejado de quererla, ni por celos; la mataré
sencillamente porque siento ganas de comérmela. Usted se ríe...
—No me río, no, señor —dijo
indignada—. Le mando que se calle.
Se
detuvo, con el aliento entrecortado por la ira. ¡Por Dios vivo que no sé si era
hermosa! Lo que si sé es que me gustaba mirarla cuando se encaraba conmigo así,
por lo que a menudo me agradaba provocar su enojo. Quizá ella misma lo notaba y
se enfadaba de propósito. Se lo dije.
—¡Qué porquería! —exclamó
con repugnancia.
—Me
es igual —proseguí—. Sepa que hay peligro en que nos paseemos juntos; más de
una vez he sentido el deseo irresistible de golpearla, de desfigurarla, de
estrangularla. ¿Y cree usted que las cosas no llegarán a ese extremo? Usted me
lleva hasta el arrebato. ¿Cree que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¿Y a
mí qué me importa su enojo? Yo la quiero sin esperanza y sé que después de esto
la querré mil veces más. Si algún día la mato tendré que matarme yo también
(ahora bien, retrasaré el matarme lo más posible para sentir el dolor
intolerable de no tenerla). ¿Sabe usted una cosa increíble? Que con cada día
que pasa la quiero a usted más, lo que es casi imposible. Y después de esto,
¿cómo puedo dejar de ser fatalista? Recuerde que anteayer, provocado por usted,
le dije en el Schlangenberg que con sólo pronunciar usted una palabra me
arrojaría al abismo. Si la hubiera pronunciado me habría lanzado. ¿No cree
usted que lo hubiera hecho?
—¡Qué cháchara tan
estúpida! —exclamó.
—Me
da igual que sea estúpida o juiciosa -respondí-. Lo que sé es que en presencia
de usted necesito hablar, hablar, hablar... y hablo. Ante usted pierdo por
completo el amor propio y todo me da lo mismo.
—¿Y
con qué razón le mandaría tirarse desde el Schlangenberg? Eso para mí no
tendría ninguna utilidad.
—¡Magnífico!
—exclamé—. De propósito, para aplastarme, ha usado usted esa magnífica
expresión «ninguna utilidad». Para mí es usted transparente. ¿Dice que «ninguna
utilidad»? La satisfacción es siempre útil; y el poder feroz sin cortapisas,
aunque sea sólo sobre una mosca, es también una forma especial de placer. El
ser humano es déspota por naturaleza y muy aficionado a ser verdugo. Usted lo
es en alto grado.
Recuerdo
que me miraba con atención reconcentrada. Mi rostro, por lo visto, expresaba en
ese momento todos mis sentimientos absurdos e incoherentes. Recuerdo todavía
que nuestra conversación de entonces fue en efecto, casi palabra por palabra,
como aquí queda descrita. Mis ojos estaban inyectados de sangre. En las
comisuras de mis labios espumajeaba la saliva. Y en lo tocante al
Schlangenberg, juro por mi honor, aun en este instante, que si me hubiera
mandado que me tirara ¡me hubiera tirado! Aunque ella sólo lo hubiera dicho en
broma, por desprecio, escupiendo las palabras, ¡me hubiera tirado entonces!
—No,
pero sí le creo —concedió, pero de la manera en que a veces ella se expresa,
con tal desdén, con tal rencor, con tal altivez, que vive Dios que podría
matarla en ese momento. Ella cortejaba el peligro. Yo tampoco mentía al
decírselo.
—¿Usted no es cobarde? —me
preguntó de pronto.
—No sé; quizá lo sea.
No sé ... ; hace tiempo que no he pensado en ello.
—Si yo le dijera: «mate
a esa persona», ¿la mataría usted?
—¿A quién?
—A quien yo quisiera.
—¿Al francés?
—No
pregunte. Conteste. A quien yo le indicara. Quiero saber si hablaba usted en
serio hace un momento. —Aguardaba la contestación con tal seriedad e
impaciencia que todo ello me pareció un tanto extraño.
—¡Pero
acabemos, dígame qué es lo que pasa aquí! —exclamé—. ¿Es que me teme usted? Veo
bien la confusión que reina aquí. Usted es hijastra de un hombre loco y
arruinado, a quien ha envenenado la pasión por ese diablo de mujer, Blanche.
Luego está ese francés con su misteriosa influencia sobre usted y he aquí que
ahora me hace usted seriamente una pregunta... insólita. Por lo menos tengo que
saber qué hay; de lo contrario me haré un lío y meteré la pata. ¿O es que le da
a usted vergüenza de honrarme con su franqueza? ¿Pero es posible que tenga
usted vergüenza de mí?
—No
le hablo a usted en absoluto de eso. Le he hecho una pregunta y espero
contestación.
—Claro
que mataría a quien me mandara usted —exclamé—, pero ¿es posible que... es
posible que usted mande tal cosa?
—¿Qué
se cree? ¿Qué le tendré lástima? Se lo mandaré y escurriré el bulto. ¿Aguantará
eso? ¡Claro que no podrá aguantarlo! Puede que matara usted cumpliendo la
orden, pero vendría a matarme a mí por haberme atrevido a dársela.
Tales
palabras me dejaron casi atontado. Por supuesto, yo pensaba que me hacía la
pregunta medio en broma, para provocarme, pero había hablado con demasiada
seriedad. De todos modos, me asombró que se expresara así, que tuviera tales
derechos sobre mi persona, que consintiera en ejercer tal ascendiente sobre mí
y que dijera tan sin rodeos: «Ve a tu perdición, que yo me echaré a un lado».
En esas palabras había tal cinismo y desenfado que la cosa pasaba de castaño
oscuro. Porque, vamos a ver, ¿qué opinión tenía de mí? Esto rebasaba los
límites de la esclavitud y la humillación. Opinar así de un hombre es ponerlo
al nivel de quien opina. Y a pesar de lo absurdo e inverosímil de nuestra
conversación, el corazón me temblaba.
De
pronto soltó una carcajada. Estábamos sentados en el banco, junto a los niños,
que seguían jugando, de cara al lugar donde se detenían los carruajes para que
se apeara la gente en la avenida que había delante del Casino.
—¿Ve
usted a esa baronesa gorda? —preguntó—. Es la baronesa Burmerhelm. Llegó hace
sólo tres días. Mire a su marido: ese prusiano seco y larguirucho con un bastón
en la mano. ¿Recuerda cómo nos miraba anteayer? Vaya usted al momento,
acérquese a la baronesa, quítese el sombrero y dígale algo en francés.
—¿Para qué?
—Usted
juró que se tiraría desde lo alto del Schlangenberg. Usted jura que está
dispuesto a matar si se lo ordeno. En lugar de muertes y tragedias quiero sólo
pasar un buen rato. Hala, vaya, no hay pero que valga. Quiero ver cómo le
apalea a usted el barón.
—Usted me provoca.
¿Cree que no lo haré?
—Sí, le provoco. Vaya.
Así lo quiero.
—Perdone,
voy, aunque es un capricho absurdo. Sólo una cosa: ¿qué hacer para que el
general no se lleve un disgusto o no se lo dé a usted? Palabra que no me
preocupo por mí, sino por usted ... y, bueno, por el general. ¿Y qué antojo es
éste de ir a insultar a una mujer?
—Ya
veo que se le va a usted la fuerza por la boca —dijo con desdén—. Hace un
momento tenía usted los ojos inyectados de sangre, pero quizá sólo porque había
bebido demasiado vino con la comida. ¿Cree que no me doy cuenta de que esto es
estúpido y grosero y que el general se va a enfadar? Quiero sencillamente
reírme; lo quiero y basta. ¿Y para qué insultar a una mujer? Para que cuanto
antes le den a usted una paliza.
Giré
sobre los talones y en silencio fui a cumplir su encargo. Sin duda era una
acción estúpida, y por supuesto no sabía cómo evitarla, pero recuerdo que
cuando me acercaba a la baronesa algo en mí mismo parecía azuzarme, algo así
como la picardía de un colegial. Me sentía totalmente desquiciado, igual que si
estuviera borracho.
Capítulo 6
Han pasado ya
veinticuatro horas desde ese día estúpido, ¡y cuánto jaleo, escándalo,
bulle-bulle y aspaviento! ¡Qué confusión, qué embrollo, qué necedad, qué
ordinariez ha habido en esto, de todo lo cual he sido yo la causa! A veces, sin
embargo, me parece cosa de risa, a mí por lo menos. No consigo explicarme lo
que me sucedió: ¿estaba, en efecto, fuera de mí o simplemente me salí un
momento del carril y me porté como un patán merecedor de que lo aten? A veces
me parece que estoy ido de la cabeza, pero otras creo que soy un chicuelo no
muy lejos todavía del banco de la escuela, y que lo que hago son sólo burdas
chiquilladas de escolar.
Ha
sido Polina, todo ello ha sido obra de Polina. Sin ella no hubiera habido esas
travesuras. ¡Quién sabe! Acaso lo hice por desesperación (por muy necio que
parezca suponerlo). No comprendo, no comprendo en qué consiste su atractivo. En
cuanto a hermosa, lo es, debe de serlo, porque vuelve locos a otros hombres.
Alta y bien plantada, sólo que muy delgada. Tengo la impresión de que puede
hacerse un nudo con ella o plegarla en dos.
Su
pie es largo y estrecho -una tortura, eso es, una tortura-. Su pelo tiene un
ligero tinte rojizo. Los ojos, auténticamente felinos ¡y con qué orgullo y
altivez sabe mirar con ellos! Hace cuatro meses, a raíz de mi llegada, estaba
ella hablando una noche en la sala con Des Grieux. La conversación era
acalorada. Y ella le miraba de tal modo... que más tarde, cuando fui a
acostarme, saqué la conclusión de que acababa de darle una bofetada. Estaba de
pie ante él y mirándole... Desde esa noche la quiero.
Pero vamos al caso.
Por
una vereda entré en la avenida, me planté en medio de ella y me puse a esperar
al barón y la baronesa. Cuando estuvieron a cinco pasos de mí me quité el
sombrero y me incliné.
Recuerdo
que la baronesa llevaba un vestido de seda de mucho vuelo, gris oscuro, con
volante de crinolina y cola. Era mujer pequeña y de corpulencia poco común, con
una papada gruesa y colgante que impedía verle el cuello. Su rostro era de un
rojo subido; los ojos eran pequeños, malignos e insolentes. Caminaba como si
tuviera derecho a todos los honores. El marido era alto y seco. Como ocurre a
menudo entre los alemanes, tenía la cara torcida y cubierta de un sinfín de
pequeñas arrugas. Usaba lentes. Tendría unos cuarenta y cinco años. Las piernas
casi le empezaban en el pecho mismo, señal de casta. Ufano como pavo real. Un
tanto desmañado. Había algo de carnero en la expresión de su rostro que alguien
podría tomar por sabiduría.
Todo esto cruzó ante
mis ojos en tres segundos.
Mi
inclinación de cabeza y mi sombrero en la mano atrajeron poco a poco la
atención de la pareja. El barón contrajo ligeramente las cejas. La baronesa
navegaba derecha hacia mí.
—Madame
la baronne —articulé claramente en voz alta, acentuando cada palabra-, j'ai
I'honneur d'étre votre esclave.
Me
incliné, me puse el sombrero y pasé junto al barón, volviendo mi rostro hacia
él y sonriendo cortésmente.
Polina
me había ordenado que me quitara el sombrero, pero la inclinación de cabeza y
el resto de la faena eran de mi propia cosecha. El diablo sabe lo que me
impulsó a hacerlo. Fue sencillamente un patinazo.
—¡Hein!
—gritó o, mejor dicho, graznó el barón, volviéndose hacia mí con mortificado
asombro.
Yo
también me volví y me detuve en respetuosa espera, sin dejar de mirarle y
sonreír. Él, por lo visto, estaba perplejo y alzó desmesuradamente las cejas.
Su rostro se iba entenebreciendo. La baronesa se volvió también hacia mí y me
miró asimismo con irritada sorpresa. Algunos de los transeúntes se pusieron a
observarnos. Otros hasta se detuvieron.
—¡Heín! —graznó de
nuevo el barón, con redoblado graznido y redoblada furia.
—Ja wohl —dije yo
arrastrando las sílabas sin apartar mis ojos de los suyos.
—¿Sind
Sie rasend? —gritó enarbolando el bastón y empezando por lo visto a
acobardarse. Quizá le desconcertaba mi atavío. Yo estaba vestido muy
pulcramente, hasta con atildamiento, como hombre de la mejor sociedad.
—¡Ja
wo-o-ohl! —exclamé de pronto a voz en cuello, arrastrando la o a la manera de
los berlineses, quienes a cada instante introducen en la conversación las
palabras ja wohl, alargando más o menos la o para expresar diversos matices de
pensamiento y emoción.
El
barón y la baronesa, atemorizados, giraron sobre sus talones rápidamente y casi
salieron huyendo. De los circunstantes, algunos hacían comentarios y otros me
miraban estupefactos. Pero no lo recuerdo bien.
Yo
di la vuelta y a mi paso acostumbrado me dirigí a Polina Aleksandrovna; pero
aún no había cubierto cien pasos de la distancia que me separaba de su banco
cuando vi que se levantaba y se encaminaba con los niños al hotel.
La alcancé en la
escalinata.
—He llevado a cabo ...
la payasada —dije cuando estuve a su lado.
—Bueno,
¿y qué? Ahora arrégleselas como pueda —respondió sin mirarme y se dirigió a la
escalera.
Toda
esa tarde estuve paseando por el parque. Atravesándolo y atravesando después un
bosque, llegué a un principado vecino. En una cabaña tomé unos huevos revueltos
y vino. Por este idilio me cobraron nada menos que un tálero y medio.
Eran
ya las once cuando regresé a casa. En seguida vinieron a buscarme porque me
llamaba el general.
Nuestra
gente ocupa en el hotel dos apartamentos con un total de cuatro habitaciones.
La primera es grande, un salón con piano. Junto a ella hay otra, amplia, que es
el gabinete del general, y en el centro de ella me estaba esperando éste de
pie, en actitud majestuosa. Des Grieux estaba arrebañado en un diván.
—Permítame
preguntarle, señor mío, qué ha hecho usted —dijo para empezar el general,
volviéndose hacia mí.
—Desearía,
general, que me dijera sin rodeos lo que tiene que decirme. ¿Usted
probablemente quiere aludir a mi encuentro de hoy con cierto alemán?
—¿Con
cierto alemán? Ese alemán es el barón Burmerhelm, un personaje importante,
señor mío. Usted se ha portado groseramente con él y con la baronesa.
—No, señor, nada de
eso.
—Los ha asustado usted.
—Repito
que no, señor. Cuando estuve en Berlín me chocó oír constantemente tras cada
palabra la expresión ¡ja wohl! que allí pronuncian arrastrándola de una manera
desagradable. Cuando tropecé con ellos en la avenida me acordé de pronto, no sé
por qué, de ese ¡ja wohl! y el recuerdo me irritó... Sin contar que la
baronesa, tres veces ya, al encontrarse conmigo, tiene la costumbre de venir
directamente hacia mí, como si yo fuera un gusano que se puede aplastar con el
pie. Convenga en que yo también puedo tener amor propio. Me quité el sombrero y
cortésmente (le aseguro que cortésmente) le dije: Madame, j'ai l'honneur d'être
votre esclave. Cuando el barón se volvió y gritó ¡hein!, de repente me dieron
ganas de gritar ja wohl. Lo grité dos veces: la primera, de manera corriente, y
la segunda, arrastrando la frase lo más posible. Eso es todo.
Confieso
que quedé muy contento de esta explicación propia de un mozalbete. Deseaba
ardientemente alargar esta historia de la manera más absurda posible.
—¿Se
ríe usted de mí? —exclamó el general. Se volvió al francés y le dijo en francés
que yo, sin duda, insistía en dar un escándalo. Des Grieux se rió
desdeñosamente y se encogió de hombros.
—¡Oh,
no lo crea! ¡No es así ni mucho menos! —exclamé—; mi proceder, por supuesto, no
ha sido bonito, y lo reconozco con toda franqueza. Cabe incluso decir que ha
sido una majadería, una travesura de colegial, pero nada más. Y sepa usted,
general, que me arrepiento de todo corazón. Pero en ello hay una circunstancia
que, a mi modo de ver, casi me exime del arrepentimiento. Recientemente, en
estas últimas dos o tres semanas, no estoy bien: me siento enfermo, nervioso,
irritado, antojadizo, y en más de una ocasión pierdo por completo el dominio
sobre mí mismo. A decir verdad, algunas veces he sentido el deseo vehemente de
abalanzarme sobre el marqués Des Grieux y.. en fin, no hay por qué acabar la
frase; podría ofenderse. En suma, son síntomas de una enfermedad. No sé si la
baronesa Burmerhelm tomará en cuenta esta circunstancia cuando le presente mis
excusas (porque tengo la intención de presentarle mis excusas). Sospecho que
no, que últimamente se ha empezado a abusar de esta circunstancia en el campo
jurídico. En las causas criminales, los abogados tratan a menudo de justificar
a sus clientes alegando que en el momento de cometer el delito no se acordaban
de nada, lo que bien pudiera ser una especie de enfermedad: «Asestó el golpe —dicen—
y no recuerda nada». Y figúrese, general, que la medicina les da la razón, que
efectivamente corrobora la existencia de tal enfermedad, de una ofuscación
pasajera en que el individuo no recuerda casi nada, o recuerda la mitad o la
cuarta parte de lo sucedido. Pero el barón y la baronesa son gentes chapadas a
la antigua, sin contar que son junker prusianos y terratenientes. Lo probable
es que todavía ignoren ese progreso en el campo de la medicina legal y que, por
lo tanto, no acepten mis explicaciones. ¿Qué piensa usted, general?
—¡Basta,
caballero! —dijo el general en tono áspero y con indignación mal contenida—.
¡Basta ya! Voy a intentar de una vez para siempre librarme de sus chiquilladas.
No presentará usted sus excusas a la baronesa y el barón. Toda relación con usted,
aunque sea sólo para pedirles perdón, será humillante para ellos. El barón, al
enterarse de que pertenece usted a mi casa, ha tenido una conversación conmigo
en el Casino, y confieso que faltó poco para que me pidiera una satisfacción.
¿Se da usted cuenta de la situación en que me ha puesto usted a mí, a mí, señor
mío? Yo, yo mismo he tenido que pedir perdón al barón y darle mi palabra de que
en seguida, hoy mismo, dejará usted de pertenecer a mi casa...
—Un
momento, un momento, general, ¿conque ha sido él mismo quien ha exigido que yo
deje de pertenecer a la casa de usted, para usar la frase de que usted se
sirve?
—No,
pero yo mismo me consideré obligado a darle esa satisfacción y, por supuesto,
el barón quedó satisfecho. Nos vamos a separar, señor mío. A usted le
corresponde percibir de mí estos cuatro federicos de oro y tres florines, según
el cambio vigente. Aquí está el dinero y un papel con la cuenta; puede usted
comprobar la suma. Adiós. De ahora en adelante somos extraños uno para el otro.
Salvo inquietudes y molestias no le debo a usted nada más. Voy a llamar al
hotelero para informarle que desde mañana no respondo de los gastos de usted en
el hotel. Servidor de usted.
Tomé
el dinero y el papel en que estaba apuntada la cuenta con lápiz, me incliné
ante el general y le dije muy seriamente:
—General,
el asunto no puede acabar así. Siento mucho que haya tenido usted un disgusto
con el barón, pero, con perdón, usted mismo tiene la culpa de ello. ¿Por qué se
le ocurrió responder de mí ante el barón? ¿Qué quiere decir eso de que
pertenezco a la casa de usted? Yo soy sencillamente un tutor en casa de usted,
nada más. No soy hijo de usted, no estoy bajo su tutela y no puede usted ser
responsable de mis acciones. Soy persona jurídicamente competente. Tengo
veinticinco años, poseo el título de licenciado, soy de familia noble y
enteramente extraño a usted. Sólo la profunda estima que profeso a su dignidad
me impide exigirle ahora una satisfacción y pedirle, además, que explique por
qué se arrogó el derecho de contestar por mí al barón.
El
general quedó tan estupefacto que puso los brazos en cruz, se volvió de repente
al francés y apresuradamente le hizo saber que yo casi le había retado a un
duelo. El francés lanzó una estrepitosa carcajada.
—Al
barón, sin embargo, no pienso soltarle así como así —proseguí con toda sangre
fría, sin hacer el menor caso de la risa de M. Des Grieux—; y ya que usted,
general, al acceder hoy a escuchar las quejas del barón y tomar su partido, se
ha convertido, por así decirlo, en partícipe de este asunto, tengo el honor de
informarle que mañana por la mañana a lo más tardar exigiré del barón, en mi
propio nombre, una explicación en debida forma de por qué, siendo yo la persona
con quien tenía que tratar, me pasó por alto para tratar con otra —como si yo
no fuera digno o no pudiera responder por mí mismo.
Sucedió
lo que había previsto. El general, al oír esta nueva majadería, se acobardó
horriblemente.
¿Cómo?
¿Es posible que se empeñe todavía en prolongar este condenado asunto? —exclamó—.
¡Ay, Dios mío! ¿Pero qué hace usted conmigo? ¡No se atreva usted, no se atreva,
señor mío, o le juro que... También aquí hay autoridades y yo... yo... por mi
posición social... y el barón también .... en una palabra, que lo detendrán a
usted y que la policía le expulsará de aquí para que no alborote. ¡Téngalo
presente! —Y si bien hablaba con voz entrecortada por la ira, estaba
terriblemente acobardado.
—General
—respondí con calma que le resultaba intolerable—, no es posible detener a
nadie por alboroto hasta que el alboroto mismo se produzca. Todavía no he
iniciado mis explicaciones con el barón y usted no sabe en absoluto de qué
manera y sobre qué supuestos pienso proceder en este asunto. Sólo deseo
esclarecer la suposición, que estimo injuriosa para mí, de que me encuentro
bajo la tutela de una persona que tiene dominio sobre mi libertad de acción. No
tiene usted, pues, por qué preocuparse o alarmarse.
—¡Por
Dios santo, por Dios santo, Aleksei Ivanovich, abandone ese propósito
insensato! —murmuró el general, cambiando súbitamente su tono airado en otro de
súplica, e incluso cogiéndome de las manos—. ¡Imagínese lo que puede resultar
de esto! ¡Más disgustos! ¡Usted mismo convendrá en que debo conducirme aquí de
una manera especial, sobre todo ahora!... ¡sobre todo ahora!... ¡Ay, usted no
conoce, no conoce, todas mis circunstancias! Cuando nos vayamos de aquí estoy
dispuesto a contratarle de nuevo. Hablaba sólo de ahora... en fin, usted conoce
los motivos! —gritó desesperado— ¡Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich!
Una
vez más, desde la puerta, le dije con voz firme que no se preocupara, le
prometí que todo se haría pulcra y decorosamente, y me apresuré a salir.
A
veces los rusos que están en el extranjero se muestran demasiado pusilánimes,
temen sobremanera el qué dirán, la manera cómo la gente los mira, y se
preguntan si es decoroso hacer esto o aquello; en fin, viven como encorsetados,
sobre todo cuando aspiran a distinguirse. Lo que más les agrada es cierta pauta
preconcebida, establecida de una vez para siempre, que aplican servilmente en
los hoteles, en los paseos, en las reuniones, cuando van de viaje... Ahora
bien, al general se le escapó sin querer el comentario de que, además de eso,
había otras circunstancias particulares, de que le era preciso «conducirse de
manera algo especial». De ahí que se apocara tan de repente y cambiara de tono
conmigo. Yo lo observé y tomé nota mental de ello. Y como, sin duda, por pura
necedad, él podía apelar mañana a las autoridades, me era preciso tomar
precauciones.
Por
otra parte, yo en realidad no quería enfurecer al general; pero sí quería
enfurecer a Polina. Polina me había tratado tan cruelmente, me había puesto en
situación tan estúpida que quería obligarla a que me pidiera ella misma que
cesara en mis actos. Mis travesuras Podían llegar a comprometerla, sin contar
que en mí iban surgiendo otras emociones y apetencias; porque si ante ella me
veo reducido voluntariamente a la nada, eso no significa que sea un «gallina»
ante otras gentes, ni por supuesto que pueda el barón «darme de bastonazos». Lo
que yo deseaba era reírme de todos ellos y salir victorioso en este asunto.
¡Que mirasen bien! Quizá ella se asustaría y me llamaría de nuevo. Y si no lo
hacía, vería de todos modos que no soy un «gallina».
(Noticia
sorprendente. Acaba de decirme la niñera, con quien he tropezado en la
escalera, que Marya Filippovna ha salido sola, en el tren de esta noche, para
Karlsbad con el fin de visitar a una prima suya. ¿Qué significa esto? La niñera
dice que venía preparando el viaje desde hacía tiempo, pero ¿cómo es que nadie
lo sabía? Aunque bien pudiera ser que yo fuese el único en no saberlo. La
niñera me ha dicho, además, que anteayer Marya Filippovna tuvo una disputa con
el general. Lo comprendo. El tema, sin duda, fue mademoiselle Blanche. Sí, algo
decisivo va a ocurrir aquí.)
Capítulo 7
Al día siguiente llamé
al hotelero y le dije que preparase mi cuenta por separado. Mi habitación no
era lo bastante cara para alarmarme y obligarme a abandonar el hotel. Contaba
con diecisiete federicos de oro, y allí... allí estaba quizá la riqueza. Lo
curioso era que todavía no había ganado, pero sentía, pensaba y obraba como
hombre rico y no podía imaginarme de otro modo.
A
pesar de lo temprano de la hora, me disponía a ir a ver a mister Astley en el
Hotel d'Angleterre, cercano al nuestro, cuando inopinadamente se presentó Des
Grieux. Esto no había sucedido nunca antes; más aún, mis relaciones con este
caballero habían sido últimamente harto raras y tirantes. Él no se recataba
para mostrarme su desdén, mejor dicho, se esforzaba por mostrármelo; y yo, por
mi parte, tenía mis razones para no manifestarle aprecio. En una palabra, le
detestaba. Su llegada me llenó de asombró. Me percaté en el acto de que sucedía
algo especial.
Entró
muy amablemente y me dijo algo lisonjero acerca de mi habitación. Al verme con
el sombrero en la mano, me preguntó si salía de paseo a una hora tan temprana.
Al oír que iba a visitar a mister Astley para hablar de negocios, pensó un
instante, caviló, y su rostro reflejó la más aguda preocupación.
Des
Grieux era como todos los franceses, a saber, festivo y amable cuando serlo es
necesario y provechoso, y fastidioso hasta más no poder cuando ser festivo y
amable deja de ser necesario. Raras veces es el francés naturalmente amable; lo
es siempre, como si dijéramos, por exigencia, por cálculo. Si, pongamos por
caso, juzga indispensable ser fantasioso, original, extravagante, su fantasía
resulta sumamente necia y artificial y reviste formas aceptadas y gastadas por
el uso repetido. El francés natural es la encarnación del pragmatismo más
angosto, mezquino y cotidiano, en una palabra, es el ser más fastidioso de la
tierra. A mi juicio, sólo las gentes sin experiencia, y en particular las
jovencitas rusas, se sienten cautivadas por los franceses. A toda persona como
Dios manda le es familiar e inaguantable este convencionalismo, esta forma
preestablecida de la cortesía de salón, de la desenvoltura y de la jovialidad.
—Vengo
a hablarle de un asunto —empezó diciendo con excesiva soltura, aunque con
amabilidad- y no le ocultaré que vengo como embajador, o mejor dicho, como
mediador, del general. Como conozco el ruso muy mal, no comprendí casi nada
anoche; pero el general me dio explicaciones detalladas, y confieso que...
—Escuche,
monsieur Des Grieux —le interrumpí—. Usted ha aceptado en este asunto el oficio
de mediador. Yo, claro, soy un outchitel y nunca he aspirado al honor de ser
amigo íntimo de esta familia o de establecer relaciones particularmente
estrechas con ella; por lo tanto, no conozco todas las circunstancias. Pero
ilumíneme: ¿es que es usted ahora, con todo rigor, miembro de la familia?
Porque como veo que toma usted una parte tan activa en todo, que es
indefectiblemente mediador en tantas cosas...
No
le agradó mi pregunta. Le resultaba demasiado transparente, y no quería irse de
la lengua.
—Me
ligan al general, en parte, ciertos asuntos, y, en parte, también, algunas
circunstancias personales —dijo con sequedad—. El general me envía a rogarle
que desista de lo que proyectaba ayer. Lo que usted urdía era, sin duda, muy
ingenioso; pero el general me ha pedido expresamente que indique a usted que no
logrará su objeto. Por añadidura, el barón no le recibirá, y, en definitiva,
cuenta con medios de librarse de toda futura importunidad por parte de usted.
Convenga en que es así. Dígame, pues, de qué sirve persistir. El general
promete que, con toda seguridad, le repondrá a usted en su puesto en la primera
ocasión oportuna y que hasta esa fecha le abonará sus honorarios, vos appointements.
Esto es bastante ventajoso, ¿no le parece?
Yo
le repliqué con calma que se equivocaba un tanto; que bien podía ser que no me
echasen de casa del barón; que, por el contrario, quizá me escuchasen; y le
pedí que confesara que había venido probablemente para averiguar qué medidas
pensaba tomar yo en este asunto.
—¡Por
Dios santo! Puesto que el general está tan implicado, claro que le gustará
saber qué hará usted y cómo lo hará. Eso es natural.
Yo
me dispuse a darle explicaciones y él, arrellanándose cómodamente, se dispuso a
escucharlas, ladeando la cabeza un poco hacia mí, con un evidente y manifiesto
gesto de ironía en el rostro. De ordinario me miraba muy por encima del hombro.
Yo hacía todo lo posible por fingir que ponderaba el caso con toda la seriedad
que requería. Dije que puesto que el barón se había quejado de mí al general
como si yo fuera un criado de éste, me había hecho perder mi colocación, en
primer lugar, y, en segundo, me había tratado como persona incapaz de responder
por sí misma y con quien ni siquiera valía la pena hablar. Por supuesto que me
sentía ofendido, y con sobrado motivo; pero, en consideración de la diferencia
de edad, del nivel social, etc., etc. (y aquí apenas podía contener la risa),
no quería aventurarme a una chiquillada más, como sería exigir satisfacción
directamente del barón o incluso sencillamente sugerir que me la diera. De
todos modos, me juzgaba con derecho a ofrecerle mis excusas, a la baronesa en
particular, tanto más cuanto que últimamente me sentía de veras indispuesto,
desquiciado y, por así decirlo, antojadizo, etc., etc. No obstante, el barón,
con su apelación de ayer al general, ofensiva para mí, y su empeño en que el
general me privase de mi empleo, me había puesto en situación de no poderles ya
ofrecer a él y a la baronesa mis excusas, puesto que él, y la baronesa, y todo
el mundo pensarían de seguro que lo hacía por miedo, a fin de ser repuesto en
mi cargo. De aquí que yo estimase necesario pedir ahora al barón que fuera él
quien primero me ofreciera excusas, en los términos más moderados, diciendo,
por ejemplo, que no había querido ofenderme en absoluto; y que cuando el barón
lo dijera, yo por mi parte, como sin darle importancia, le presentaría cordial
y sinceramente mis propias excusas. En suma —dije en conclusión—, sólo pedía
que el barón me ofreciera una salida.
—¡Uf,
qué escrupulosidad y qué finura! ¿Y por qué tiene usted que disculparse? Vamos,
monsieur; reconozca, monsieur.. que lo hace usted adrede para molestar al
general... y quizá con otras miras personales... mon cher monsieur, pardon,
j'ai oublié votre nom, ¿monsieur Alexis ?.. ¿n'est-ce pas?
—Pero, perdón, mon cher
marquis, ¿a usted qué le va en ello?
—Mais le général..
¿Y
qué le va al general? Él dijo algo ayer de que tenía que conducirse de cierta
manera... y que estaba inquieto... pero yo no comprendí nada.
—Aquí
hay... aquí hay efectivamente una circunstancia personal —dijo Des Grieux con
tono suplicante en el que se notaba cada vez más la mortificación—. ¿Usted conoce a mademoiselle de
Cominges?
—¿Quiere usted decir
mademoiselle Blanche?
—Pues
sí, mademoiselle Blanche de Cominges... et madame sa mère...; reconozca que el
general ... para decirlo de una vez, qué el general está enamorado y que hasta
es posible que se celebre la boda aquí. Imagínese que en tal ocasión hay
escándalos, historias...
—No veo escándalos ni
historias que tengan relación con la boda.
—Pero
le baron est si irascible, un caractère prussien, vous savez, enfin, il fera
une querelle d'Allemand.
—Pero
a mí y no a ustedes, puesto que yo ya no pertenezco a la casa... (Yo trataba
adrede de parecer lo más torpe posible.) Pero, perdón, ¿ya está resuelto que
mademoiselle Blanche se casa con el general? ¿A qué esperan? Quiero decir… ¿a
qué viene ocultarlo, por lo menos de nosotros, la gente de la casa?
—A
usted no puedo... es que todavía no está por completo... ; sin embargo... usted
sabe que esperan noticias de Rusia; el general necesita arreglar algunos
asuntos...
—¡Ah, ah! ¡La
baboulinka!
Des Grieux me miró con
encono.
—En
fin —interrumpió—, confío plenamente en su congénita amabilidad, en su
inteligencia, en su tacto ... ; al fin y al cabo, lo haría usted por una
familia en la que fue recibido como pariente, querido, respetado...
—¡Perdone,
he sido despedido! Usted afirma ahora que fue por salvar las apariencias; pero
reconozca que si le dicen a uno: «No quiero, por supuesto, tirarte de las
orejas, pero para salvar las apariencias deja que te tire de ellas... ». ¿No es
lo mismo?
—Pues
si es así, si ninguna súplica influye sobre usted -dijo con severidad y
arrogancia-, permítame asegurarle que se tomarán ciertas medidas. Aquí hay
autoridades que le expulsarán hoy mismo, que diablel, un blanc-bec comme vous
desafiar a un personaje como el barón! ¿Cree usted que le van a dejar en paz?
Y, créame, aquí nadie le teme a usted. Si he venido a suplicarle ha sido por
cuenta propia, porque ha molestado usted al general. ¿De veras cree usted, de
veras, que el barón no mandará a un lacayo que le eche a usted a la calle?
—¡Pero
si no soy yo quien irá! —respondí con insólita calma—. Se equivoca usted,
monsieur Des Grieux. Todo esto se arreglará mucho más decorosamente de lo que
usted piensa. Ahora mismo voy a ver a mister Astley para pedirle que sea mi
segundo, mi second. Ese señor me tiene aprecio y probablemente no rehusará. Él
irá a ver al barón y el barón lo recibirá. Aunque yo soy sólo un outchitel y
parezco hasta cierto punto un subalterne, y aunque en definitiva carezco de
protección, mister Astley es sobrino de un lord, de un lord auténtico, todo el
mundo lo sabe, lord Pibrock, y ese lord está aquí. Puede usted estar seguro de
que el barón se mostrará cortés con mister Astley y le escuchará. Y si no le
escucha, mister Astley lo considerará como un insulto personal (ya sabe usted
lo tercos que son los ingleses) y enviará a un amigo suyo al barón —y por
cierto tiene buenos amigos—. Calcule usted ahora que puede pasar algo distinto
de lo que piensa.
El
francés quedó claramente sobrecogido; efectivamente, todo esto tenía visos de
verdad; por consiguiente yo podía muy bien provocar un disgusto.
—Le
imploro que deje todo —dijo con voz verdaderamente suplicante—. A usted le
agradaría que ocurriera algo desagradable. No es una satisfacción lo que usted
busca, sino una contrariedad. Ya he dicho que todo esto es divertido y aun
ingenioso que bien pudiera ser lo que usted busca. En fin —terminó diciendo al
ver que me levantaba y cogía el sombrero—, he venido a entregarle estas dos
palabras de cierta persona. Léalas, porque se me ha encargado que aguarde
contestación.
Dicho
esto, sacó del bolsillo un papelito doblado y sellado con lacre y me lo alargó.
Del puño de Polina, decía así:
«Me
parece que se propone usted continuar este asunto. Está usted enfadado y
empieza a hacer travesuras. Hay, sin embargo, circunstancias especiales que
quizá le explique más tarde. Por favor, desista y deje el camino franco.
¡Cuántas bobadas hay en esto! Le necesito y usted prometió obedecerme. Recuerde
Schlangenberg. Le pido que sea obediente y, si es preciso, se lo mando.
Su P.
P S. Si está enojado
conmigo por lo de ayer, perdóneme.»
Cuando
leí estos renglones me pareció que se me iba la cabeza. Mis labios perdieron su
color y empecé a temblar. El maldito francés me miraba con aire de intensa
circunspección y apartaba de mí los ojos como para no ver mi zozobra. Mejor
hubiera sido que se hubiera reído de mí abiertamente.
—Bien
—respondí—, diga a mademoiselle que no se preocupe. Permítame, no obstante,
hacerle una pregunta -añadí con aspereza-, ¿por qué ha tardado tanto en darme
esta nota? En lugar de decir tantas nimiedades, creo que debiera usted haber
comenzado con esto... si, en efecto, vino con este encargo.
—Ah,
yo quería... todo esto es tan insólito que usted perdonará mi natural
impaciencia... Yo quería enterarme por mi cuenta, personalmente, de cuáles eran
las intenciones de usted. Pero como no conozco el contenido de esa nota, pensé
que no corría prisa en dársela.
—Comprendo.
A usted sencillamente le mandaron que la entregara sólo como último recurso, y
que no la entregara si lograba su propósito de palabra. ¿No es así? ¡Hable con
franqueza, monsieur Des Grieux!
—Peut-étre
—dijo, tomando un aire muy comedido y dirigiéndome una mirada algo peculiar.
Cogí
el sombrero; él hizo una inclinación de cabeza y salió. Tuve la impresión de
que llevaba una sonrisa burlona en los labios. ¿Acaso cabía esperar otra cosa?
—Tú
y yo, franchute, tenemos todavía cuentas que arreglar. Mediremos fuerzas —murmuré
bajando la escalera. Aún no sabía qué era aquello que había causado tal mareo. El
aire me refrescó un poco.
Un
par de minutos después, cuando apenas había empezado a discurrir con claridad,
surgieron luminosos en mi mente dos pensamientos: primero, que de unas
naderías, de unas cuantas amenazas inverosímiles de escolar, lanzadas anoche al
buen tuntún, había resultado un desasosiego general, y segundo, ¿qué clase de
ascendiente tenía este francés sobre Polina? Bastaba una palabra suya para que
ella hiciera cuanto él necesitaba: me escribía una nota y hasta me suplicaba.
Sus relaciones, por supuesto, habían sido siempre un enigma para mí, desde el
principio mismo, desde que empecé a conocerlos. Sin embargo, en estos últimos
días había notado en ella una evidente aversión, por no decir desprecio, hacia
él; y él, por su parte, apenas se fijaba en ella, la trataba con la grosería
más descarada. Yo lo había notado. Polina misma me había hablado de aversión;
ahora se le escapaban revelaciones harto significativas. Es decir, que él
sencillamente la tenía en su poder; que ella, por algún motivo, era su
cautiva...
Capítulo 8
En la promenade, como
aquí la llaman, esto es, en la avenida de los castaños, tropecé con mi inglés.
—¡Oh,
oh! —dijo al verme—, yo iba a verle a usted y usted venía a verme a mí. ¿Con
que se ha separado usted de los suyos?
—Primero,
dígame cómo lo sabe —pregunté asombrado—. ¿o es que ya lo sabe todo el mundo?
—¡Oh, no! Todos lo
ignoran y no tienen por qué saberlo. Nadie habla de ello.
—¿Entonces, cómo lo
sabe usted?
—Lo
sé, es decir, que me he enterado por casualidad. Y ahora ¿adónde irá usted
desde aquí? Le tengo aprecio y por eso iba a verle.
—Es
usted un hombre excelente, míster Astley —respondí (pero, por otra parte, la
cosa me chocó mucho: ¿de quién lo había sabido?) —. Y como
todavía no he tomado café y usted, de seguro, lo ha tomado malo, vamos al café
del Casino. Allí nos sentamos, fumamos, yo le cuento y usted me cuenta.
El
café estaba a cien pasos. Nos trajeron café, nos sentamos y yo encendí un
cigarrillo. Míster Astley no fumó y, fijando en mí los ojos, se dispuso a escuchar.
—No voy a ninguna parte
—empecé diciendo—. Me quedo aquí.
—Estaba seguro de que
se quedaría —dijo mister Astley en tono aprobatorio.
Al
dirigirme a ver a mister Astley no tenía intención de decirle nada, mejor
dicho, no quería decirle nada acerca de mi amor por Polina. Durante esos días
apenas le había dicho una palabra de ello. Además, era muy reservado. Desde el
primer momento advertí que Polina le había causado una profunda impresión,
aunque jamás pronunciaba su nombre. Pero, cosa rara, ahora, de repente, no bien
se hubo sentado y fijado en mí sus ojos color de estaño, sentí, no sé por qué,
el deseo de contarle todo, es decir, todo mi amor, con todos sus matices.
Estuve hablando media hora, lo que para mí fue sumamente agradable. Era la
primera vez que hablaba de ello. Notando que se turbaba ante algunos de los
pasajes más ardientes, acentué de propósito el ardor de mi narración. De una
cosa me arrepiento: quizá hablé del francés más de lo necesario...
—Míster
Astley escuchó inmóvil, sentado frente a mí, sin decir palabra ni emitir sonido
alguno y con sus ojos fijos en los míos; pero cuando comencé a hablar del
francés, me interrumpió de pronto y me preguntó severamente si me juzgaba con
derecho a aludir a un terna que nada tenía que ver conmigo. Míster Astley
siempre hacía preguntas de una manera muy rara.
—Tiene usted razón. Me
temo que no —respondí.
—¿De ese marqués y de
miss Polina no puede usted decir nada concreto? ¿Sólo conjetura?
Una
vez más me extrañó que un hombre tan apocado como míster Astley hiciera una
pregunta tan categórica.
—No, nada concreto —contesté—;
nada, por supuesto.
—En
tal caso ha hecho usted mal no sólo en hablarme a mí de ello, sino hasta en
pensarlo usted mismo.
—Bueno,
bueno, lo reconozco; pero ahora no se trata de eso -interrumpí asombrado de mí
mismo. Y entonces le conté toda la historia de ayer, con todos sus detalles, la
ocurrencia de Polina, mi aventura con el barón, mi despido, la insólita
pusilanimidad del general y, por último, le referí minuciosamente la visita de
Des Grieux esa misma mañana, sin omitir ningún detalle. En conclusión le enseñé
la nota.
—¿Qué
saca de esto? —pregunté—. He venido precisamente para averiguar lo que usted
piensa. En lo que a mí toca, me parece que hubiera matado a ese franchute y
quizá lo haga todavía.
—Yo
también —dijo míster Astley—. En cuanto a miss Polina, usted sabe que entramos
en tratos aun con gentes que nos son odiosas, si a ello nos obliga la
necesidad. Ahí puede haber relaciones que ignoramos y que dependen de
circunstancias ajenas al caso. Creo que puede estar usted tranquilo —en parte,
claro—. En cuanto a la conducta de ella ayer, no cabe duda de que es extraña,
no porque quisiera librarse de usted exponiéndole al garrote del barón (quien,
no sé por qué, no lo utilizó aunque lo tenía en la mano), sino porque semejante
travesura en una miss tan... tan excelente no es decorosa. Claro que ella no
podía suponer que usted pondría literalmente en práctica sus antojos...
—¿Sabe
usted? —grité de repente, clavando la mirada en míster Astley—. Me parece que
usted ya ha oído hablar de todo esto. ¿Y sabe quién se lo ha dicho? La misma
miss Polina.
Míster Astley me miró
extrañado.
—Le
brillan a usted los ojos y en ellos veo la sospecha —dijo, y en seguida volvió
a su calma anterior—, pero no tiene usted el menor derecho a revelar sus
sospechas. No puedo reconocer ese derecho y me niego en redondo a contestar a
su pregunta.
—¡Bueno,
basta! ¡Por otra parte no es necesario! —exclamé extrañamente agitado y sin
comprender por qué se me había ocurrido tal cosa. ¿Cuándo, dónde y cómo hubiera
podido míster Astley ser elegido por Polina como confidente? Sin embargo, a
veces en días recientes había perdido de vista a míster Astley, y Polina
siempre había sido un enigma para mí, un enigma tal que ahora, por ejemplo,
habiéndome lanzado a contar a míster Astley la historia de mi amor, vi de
pronto con sorpresa mientras la contaba que de mis relaciones con ella apenas
podía decir nada preciso y positivo. Al contrario, todo era ilusorio, extraño,
infundado, sin la menor semejanza con cosa alguna—. Bueno, bueno, desbarro; y
ahora no puedo sacar en limpio mucho más —respondí, como si me faltara el
aliento—. De todos modos, es usted una buena persona. Ahora a otra cosa, y le
pido, no consejo, sino su opinión.
Callé un instante y
proseguí.
—En
opinión de usted, ¿por qué se asustó tanto el general? ¿Por qué todos ellos han
hecho de mi estúpida picardía algo que les trae de cabeza? Tan de cabeza que
hasta el propio Des Grieux ha creído necesario intervenir (y él interviene sólo
en los casos más importantes), me ha visitado (¡hay que ver!), me ha requerido
y suplicado, ¡a mí, él, Des Grieux, a mí! Por último, observe usted que ha
venido a las nueve, y que la nota de miss Polina ya estaba en sus manos.
¿Cuándo, pues, fue escrita?, cabe preguntar. ¡Quizá despertaran a miss Polina
para ello! Salvo deducir de esto que miss Polina es su esclava (¡porque hasta a
mí me pide perdón!), salvo eso, ¿qué le va a ella, personalmente, en este
asunto? ¿Por qué está tan interesada? ¿Por qué se asustaron tanto de un barón
cualquiera? ¿Y qué tiene que ver con ello que el general se case con
mademoiselle Blanche de Cominges? Ellos dicen que cabalmente por eso necesita
conducirse de una manera especial, pero convenga en que esto es ya demasiado
especial. ¿Qué piensa usted? Por lo que me dicen sus ojos estoy seguro de que
de esto sabe usted más que yo.
Míster Asdey sonrió y
asintió con la cabeza.
—En
efecto, de esto creo saber mucho más que usted —apuntó—. Aquí se trata sólo de
mademoiselle Blanche, y estoy seguro de que es la pura verdad.
—¿Pero
por qué mademoiselle Blanche? —grité impaciente (tuve de pronto la esperanza de
que ahora se revelaría algo acerca de mademoiselle Polina).
—Se
me antoja que en el momento presente mademoiselle Blanche tiene especial
interés en evitar a toda costa un encuentro con el barón y la baronesa, tanto
más cuanto que el encuentro sería desagradable, por no decir escandaloso.
—¿Qué me dice usted?
—El
año antepasado, mademoiselle Blanche estuvo ya aquí, en Roulettenberg, durante
la temporada. Yo también andaba por aquí. Mademoiselle Blanche no se llamaba
todavía mademoiselle de Cominges y, por el mismo motivo, tampoco existía su
madre, madame veuve Cominges. Al menos, no había mención de ella. Des Grieux...
tampoco había Des Grieux. Tengo la profunda convicción de que no sólo no hay
parentesco entre ellos, sino que ni siquiera se conocen de antiguo. Tampoco
empezó hace mucho eso de marqués Des Grieux; de ello estoy seguro por una
circunstancia. Cabe incluso suponer que empezó a llamarse Des Grieux hace poco.
Conozco aquí a un individuo que le conocía bajo otro nombre.
—¿Pero no es cierto que
tiene un respetable círculo de amistades?
—¡Puede
ser! También puede tenerlo mademoiselle Blanche. Hace dos años, sin embargo, a
resultas de una queja de esta misma baronesa, fue invitada por la policía local
a abandonar la ciudad y así lo hizo.
—¿Cómo fue eso?
—Se
presentó aquí primero con un italiano, un príncipe o algo así, que tenía un
nombre histórico, Barberini o algo por el estilo. Iba cubierto de sortijas y
brillantes, y por cierto de buena ley. Iban y venían en un espléndido carruaje.
Mademoiselle Blanche jugaba con éxito a trente et quarante, pero después su
suerte cambió radicalmente, si mal no recuerdo. Me acuerdo de que una noche
perdió una cantidad muy elevada. Pero lo peor de todo fue que un beau matin su
príncipe desapareció sin dejar rastro. Desaparecieron los caballos y el
carruaje, desapareció todo. En el hotel debían una suma enorme. Mademoiselle
Zelma (en lugar de Barberini empezó a llamarse de pronto mademoiselle Zelma)
daba muestras de la más profunda desesperación. Chillaba y gemía por todo el
hotel, y de rabia hizo jirones su vestido. Había entonces en el hotel un conde
polaco (todos los viajeros polacos son condes), y mademoiselle Blanche, con
aquello de rasgar su vestido y arañarse el rostro como una gata con sus manos
bellas y perfumadas, produjo en él alguna impresión. Conversaron, y a la hora
de la comida ella había recobrado la calma. A la noche se presentaron del brazo
en el casino. Mademoiselle Zelma, según su costumbre, reía con estrépito y en
sus ademanes se notaba mayor desenvoltura que antes. Entró sin más en esa clase
de señoras que, al acercarse a la mesa de la ruleta, dan fuertes codazos a los
jugadores para procurarse un sitio. Aquí, entre tales damas, se considera eso
como especialmente chic. Usted lo habrá notado, sin duda.
—Sí.
—No
vale la pena notarlo. Por desgracia para las personas decentes, estas damas no
desaparecen, por lo menos las que todos los días cambian a la mesa billetes de
mil francos. Pero cuando dejan de cambiar billetes se les pide al momento que
se vayan. Mademoiselle Zelma seguía cambiando billetes; pero la fortuna le fue
aún más adversa. Observe que muy a menudo estas señoras juegan con éxito; saben
dominarse de manera asombrosa. Pero mi historia toca a su fin. Llegó un momento
en que, al igual que el príncipe, desapareció el conde. Mademoiselle Zelma se
presentó una noche a jugar sola, ocasión en que nadie se presentó a ofrecerle
el brazo. En dos días perdió cuanto le quedaba. Cuando hubo arriesgado su
último louis d'or y lo hubo perdido, miró a su alrededor y vio junto a sí al
barón Burmerhelm, que la observaba atentamente y muy indignado. Pero
mademoiselle Zelma no notó la indignación y, mirando al barón con la consabida
sonrisa, le pidió que le pusiera diez louis dor al rojo. Como consecuencia de
esto y por queja de la baronesa, aquella noche fue invitada a no presentarse
más en el Casino. Si le extraña a usted que me sean conocidos estos detalles
nimios y francamente indecorosos, sepa que, en versión definitiva, los oí de
labios de míster Feeder, un pariente mío que esa misma noche condujo en su
coche a mademoiselle Zelma de Roulettenburg a Spa. Ahora mire: mademoiselle Blanche
quiere ser generala, seguramente para no recibir en adelante invitaciones como
la que recibió hace dos años de la policía del Casino. Ya no juega, pero es
porque, según todos los indicios, tiene ahora un capital que da a usura a los
jugadores locales. Esto es mucho más prudente. Yo hasta sospecho que el infeliz
general le debe dinero. Quizá también se lo debe Des Grieux. Quizá ella y Des
Grieux trabajan juntos. Comprenderá usted que, al menos hasta la boda, ella no
quiera atraerse por ningún motivo la atención del barón y la baronesa. En una
palabra, que en su situación nada sería menos provechoso que un escándalo.
Usted está vinculado a ese grupo, y las acciones de usted podrían causar ese
escándalo, tanto más cuanto ella se presenta a diario en público del brazo del
general o acompañada de miss Polina. ¿Ahora lo entiende usted?
—No,
no lo entiendo —exclamé golpeando la mesa con tal fuerza que el garzón,
asustado, acudió corriendo.
—Diga,
míster Astley —dije con arrebato—, si usted ya conocía toda esta historia y,
por consiguiente, sabe al dedillo qué clase de persona es mademoiselle Blanche
de Cominges, ¿cómo es que no me avisó usted, a mí al menos; luego al general y,
sobre todo, a miss Polina, que se presentaba aquí en el Casino, en público, del
brazo de mademoiselle Blanche? ¿Cómo es posible?
—No
tenía por qué avisarle a usted, ya que usted no podía hacer nada —replicó
tranquilamente míster Astley—. Y, por otro lado, ¿avisarle de qué? Puede que el
general sepa de mademoiselle Blanche todavía más que yo y, en fin de cuentas,
se pasea con ella y con miss Polina. El general es un infeliz. Ayer vi que
mademoiselle Blanche iba montada en un espléndido caballo junto con míster Des
Grieux y ese pequeño príncipe ruso, mientras que el general iba tras ellos en
un caballo de color castaño. Por la mañana decía que le dolían las piernas,
pero se tenía muy bien en la silla. Pues bien, en ese momento me vino la idea
de que ese hombre está completamente arruinado. Además, nada de eso tiene que
ver conmigo, y sólo desde hace poco tengo el honor de conocer a miss Polina.
Por otra parte (dijo míster Astley reportándose), ya le he advertido que no
reconozco su derecho a hacer ciertas preguntas, a pesar de que le tengo a usted
verdadero aprecio...
—Basta
—dije levantándome—, ahora para mí está claro como el día que también miss
Polina sabe todo lo referente a mademoiselle Blanche. Tenga usted la seguridad
de que ninguna otra influencia la haría pasearse con mademoiselle Blanche y
suplicarme en una nota que no toque al barón. Ésa cabalmente debe de ser la
influencia ante la que todos se inclinan. ¡Y pensar que fue ella la que me
azuzó contra el barón! ¡No hay demonio que lo entienda!
—Usted
olvida, en primer lugar, que mademoiselle de Cominges es la prometida del
general, y en segundo, que miss Polina, hijastra del general, tiene un hermano
y una hermana de corta edad, hijos del general, a quienes este hombre chiflado
tiene abandonados por completo y a quienes, según parece, ha despojado de sus
bienes.
—¡Sí,
sí, eso es! Apartarse de los niños significa abandonarlos por completo;
quedarse significa proteger sus intereses y quizá también salvar un jirón de la
hacienda. ¡Sí, sí, todo eso es cierto! ¡Y, sin embargo, sin embargo! ¡Ah, ahora
entiendo por qué todos se interesan por la abuelita!
—¿Por quién?
—Por
esa vieja bruja de Moscú que no se muere y acerca de la cual esperan un
telegrama diciendo que se ha muerto.
—¡Ah,
sí, claro! Todos los intereses convergen en ella. Todo depende de la herencia.
Se anuncia la herencia y el general se casa; miss Polina queda libre, y Des
Grieux…
—Y Des Grieux, ¿qué?
—Y a Des Grieux se le
pagará su dinero; no es otra cosa lo que espera aquí.
—¿Sólo eso? ¿Cree usted
que espera sólo eso?
—No tengo la menor idea
—Míster Astley guardó obstinado silencio.
—Pues
yo sí, yo sí —repetí con ira—. Espera también la herencia porque Polina
recibirá una dote y, en cuanto tenga el dinero, le echará los brazos al cuello.
¡Así son todas las mujeres! Aun las más orgullosas acaban por ser las esclavas
más indignas. Polina sólo es capaz de amar con pasión y nada más. ¡Ahí tiene
usted mi opinión de ella! Mírela usted, sobre todo cuando está sentada sola,
pensativa... ¡es como si estuviera predestinada, sentenciada, maldita! Es capaz
de echarse encima todos los horrores de la vida y la pasión .... es... es...
¿pero quién me llama? —exclamé de repente— ¿Quién grita? He oído gritar en ruso
«¡Aleksei Ivanovich!». Una voz de mujer. ¡Oiga, oiga!
Para
entonces habíamos llegado ya a nuestro hotel. Hacía rato que, sin notarlo apenas,
habíamos salido del café.
—He
oído gritos de mujer, pero no sé a quién llamaban. Y en ruso. Ahora veo de dónde
vienen —señaló míster Astley—. Es aquella mujer la que grita, la que está
sentada en aquel sillón que los lacayos acaban de subir por la escalinata. Tras
ella están subiendo maletas, lo que quiere decir que acaba de llegar el tren.
—¿Pero
por qué me llama a mí? Ya está otra vez voceando. Mire, nos está haciendo
señas.
—¡Aleksei
Ivanovich! ¡Aleksei Ivanovich! ¡Ay, Dios, se habrá visto mastuerzo! —llegaban
gritos de desesperación desde la escalinata del hotel.
Fuimos
casi corriendo al pórtico. Y cuando llegué al descansillo se me cayeron los
brazos de estupor y las piernas se me volvieron de piedra.
Capítulo 9
En el descansillo
superior de la ancha escalinata del hotel, transportada peldaños arriba en un
sillón, rodeada de criados, doncellas y el numeroso y servil personal del
hotel, en presencia del Oberkellner, que había salido al encuentro de una
destacada visitante que llegaba con tanta bulla y alharaca, acompañada de su
propia servidumbre y de un sinfín de baúles y maletas, sentada como reina en su
trono estaba... la abuela. Sí, ella misma, formidable y rica, con sus setenta y
cinco años a cuestas: Antonida Vasilyevna Tarasevicheva, terrateniente y
aristocrática moscovita, la baboulinka, acerca de la cual se expedían y
recibían telegramas, moribunda pero no muerta, quien de repente aparecía en
persona entre nosotros como llovida del cielo. La traían, por fallo de las
piernas, en un sillón, como siempre en estos últimos años, pero, también como
siempre, marrullera, briosa, pagada de sí misma, muy tiesa en su asiento,
vociferante, autoritaria y con todos regañona; en fin, exactamente como yo
había tenido el honor de verla dos veces desde que entré como tutor en casa del
general. Como es de suponer, me quedé ante ella paralizado de asombro. Me había
visto a cien pasos de distancia cuando la llevaban en el sillón, me había
reconocido con sus ojos de lince y llamado por mi nombre y patronímico, detalle
que, también según costumbre suya, recordaba de una vez para siempre. «¡Y a
ésta —pensé— esperaban verla en un ataúd, enterrada y dejando tras sí una
herencia! ¡Pero si es ella la que nos enterrará a todos y a todo el hotel!
Pero, santo Dios, ¿qué será de nuestra gente ahora? ¿qué será ahora del
general? ¡Va a poner el hotel patas arriba! »
—Bueno,
amigo, ¿por qué estás plantado ahí con esos ojos saltones? —continuó gritándome
la abuela— ¿Es que no sabes dar la bienvenida? ¿No sabes saludar? ¿O es que el
orgullo te lo impide? ¿Quizá no me has reconocido? ¿Oyes, Potapych? —dijo
volviéndose a un viejo canoso, de calva sonrosada, vestido de frac y corbata
blanca, su mayordomo, que la acompañaba cuando iba de viaje—; ¿oyes? ¡No me
reconoce! Me han enterrado. Han estado mandando un telegrama tras otro: ¿ha
muerto o no ha muerto? ¡Pero si lo sé todo! ¡Y yo, como ves, vivita y coleando!
—Por
Dios, Antonida Vasilyevna, ¿por qué había yo de desearle nada malo? —respondí
alegremente cuando volví en mi acuerdo—. Era sólo la sorpresa... ¿y cómo no
maravillarse cuando tan inesperadamente ... ?
—¿Y
qué hay de maravilla en ello? Me metí en el tren y vine. En el vagón va una muy
cómoda, sin traqueteo ninguno. ¿Has estado de paseo?
—Sí, me he llegado al
Casino.
—Esto
es bonito —dijo la abuela mirando en torno—; el aire es tibio y los árboles son
hermosos. Me gusta. ¿Está la familia en casa? ¿El general?
—En casa, sí; a esta
hora están todos de seguro en casa.
—¿Y
qué? ¿Lo hacen aquí todo según el reloj y con toda ceremonia? Quieren dar el
tono. ¡Me han dicho que tienen coche, les seigneurs ruses! Se gastan lo que
tienen y luego se van al extranjero. ¿Praskovya está también con ellos?
—Sí, Polina
Aleksandrovna está también.
—¿Y
el franchute? En fin, yo misma los veré a todos. Aleksei Ivanovich, enseña el
camino y vamos derechos allá. ¿Lo pasas bien aquí?
—Así, así, Antonida
Vasilyevna.
—Tú,
Potapych, dile a ese mentecato de Kellner que me preparen una habitación
cómoda, bonita, baja, y lleva las cosas allí en seguida. ¿Pero por qué quiere
toda esta gente llevarme? ¿Por qué se meten donde no los llaman? ¡Pero qué
gente más servil! ¿Quién es ése que está contigo? —preguntó dirigiéndose de
nuevo a mí.
—Éste es mister Astley —contesté.
—¿Y quién es mister
Astley?
—Un viajero y un buen
amigo mío; amigo también del general.
—Un
inglés. Por eso me mira de hito en hito y no abre los labios. A mí, sin
embargo, me gustan los ingleses. Bueno, levantadme y arriba; derechos al cuarto
del general. ¿Por dónde cae?
Cargaron
con la abuela. Yo iba delante por la ancha escalera del hotel. Nuestra
procesión era muy vistosa. Todos los que topaban con ella se paraban y nos
miraban con ojos desorbitados. Nuestro hotel era considerado como el mejor, el
más caro y el más aristocrático del balneario. En la escalera y en los pasillos
se tropezaba de continuo con damas espléndidas e ingleses de digno aspecto.
Muchos pedían informes abajo al Oberkellner, también hondamente impresionado.
Éste, por supuesto, respondía que era una extranjera de alto copete, une russe,
une comtesse, grande dame, que se instalaría en los mismos aposentos que una
semana antes había ocupado la grande duchesse de N. El aspecto imperioso e
imponente de la abuela, transportada en un sillón, era lo que causaba el mayor
efecto. Cuando se encontraba con una nueva persona la medía con una mirada de
curiosidad y en voz alta me hacía preguntas sobre ella. La abuela era de un
natural vigoroso y, aunque no se levantaba del sillón, se presentía al mirarla
que era de elevada estatura. Mantenía la espina tiesa como un huso y no se
apoyaba en el respaldo del asiento. Llevaba alta la cabeza, que era grande y
canosa, de fuertes y acusados rasgos. Había en su modo de mirar algo arrogante
y provocativo, y estaba claro que tanto esa mirada como sus gestos eran
perfectamente naturales. A pesar de sus setenta y cinco años tenía el rostro
bastante fresco y hasta la dentadura en buen estado. Llevaba un vestido negro
de seda y una cofia blanca.
—Me
interesa extraordinariamente —murmuró mister Astley, que subía junto a mí.
«Ya
sabe lo de los telegramas —pensaba yo—. Conoce también a Des Grieux, pero por
lo visto no sabe todavía mucho de mademoiselle Blanche.» Informé de esto a
mister Astley.
¡Pecador
de mí! En cuanto me repuse de mi sorpresa inicial me alegré sobremanera del
golpe feroz que íbamos a asestar al general dentro de un instante. Era como un
estimulante, y yo iba en cabeza con singular alegría.
Nuestra
gente estaba instalada en el tercer piso. Yo no anuncié nuestra llegada y ni
siquiera llamé a la puerta, sino que sencillamente la abrí de par en par y por
ella metieron a la abuela en triunfo. Todo el mundo, como de propósito, estaba
allí, en el gabinete del general. Eran las doce y, al parecer, proyectaban una
excursión: unos irían en coche, otros a caballo, toda la pandilla; y además
habían invitado a algunos conocidos. Amén del general, de Polina con los niños
y de la niñera, estaban en el gabinete Des Grieux, mlle. Blanche, una vez más
en traje de amazona, su madre mile. veuve Cominges, el pequeño príncipe y un
erudito alemán, que estaba de viaje, a quien yo veía con ellos por primera vez.
Colocaron el sillón con la abuela en el centro del gabinete, a tres pasos del
general. ¡Dios mío, nunca olvidaré la impresión que ello produjo! Cuando
entramos, el general estaba contando algo, y Des Grieux le corregía. Es
menester indicar que desde hacía dos o tres días, y no se sabe por qué motivo,
Des Grieux y mlle. Blanche hacían la rueda abiertamente al pequeño príncipe à
la barbe du pauvre général, y que el grupo, aunque quizá con estudiado
esfuerzo, tenía un aire de cordial familiaridad. A la vista de la abuela el
general perdió el habla y se quedó en mitad de una frase con la boca abierta.
Fijó en ella los ojos desencajados, como hipnotizado por la mirada de un basilisco.
La abuela también le observó en silencio, inmóvil, ¡pero con qué mirada
triunfal, provocativa y burlona! Así estuvieron mirándose diez segundos largos,
ante el profundo silencio de todos los circunstantes. Des Grieux quedó al
principio estupefacto, pero en su rostro empezó pronto a dibujarse una
inquietud inusitada. Mlle. Blanche, con las cejas enarcadas y la boca abierta,
observaba atolondrada a la abuela. El príncipe y el erudito, ambos presa de
honda confusión, contemplaban la escena. El rostro de Polina reflejaba
extraordinaria sorpresa y perplejidad, pero de súbito se quedó más blanco que
la cera; un momento después la sangre volvió de golpe y coloreó las mejillas.
¡Sí, era una catástrofe para todos! Yo no hacía más que pasear los ojos desde la
abuela hasta los concurrentes y viceversa. mister Astley, según su costumbre,
se mantenía aparte, tranquilo y digno.
—¡Bueno,
aquí estoy! ¡En lugar de un telegrama! —exclamó por fin la abuela rompiendo el
silencio—. ¿Qué, no me esperabais?
—Antonida
Vasilyevna... tía... ¿pero cómo ... ? —balbuceó el infeliz general. Si la
abuela no le hubiera hablado, en unos segundos más le habría dado quizá una
apoplejía.
—¿Cómo
que cómo? Me metí en el tren y vine. ¿Para qué sirve el ferrocarril? ¿Y
vosotros pensabais que ya había estirado la pata y que os había dejado una
fortuna? Ya sé que mandabas telegramas desde aquí; tu buen dinero te habrán
costado, porque desde aquí no son baratos. Me eché las piernas al hombro y aquí
estoy. ¿Es éste el francés? ¿Monsieur Des Grieux, por lo visto?
—Oui,
madame —confirmó Des Grieux— et croyez je suis si enchanté.. votre santé..
c'est un miracle... vous voir ici, une surprise charmante...
—Sí,
sí, charmante. Ya te conozco, farsante, ¡No me fío de ti ni tanto así! —y le
enseñaba el dedo meñique—. Y ésta, ¿quién es? —dijo volviéndose y señalando a
mile. Blanche. La llamativa francesa, en traje de amazona y con el látigo en la
mano, evidentemente la impresionó—. ¿Es de aquí?
—Es
mademoiselle Blanche de Cominges y ésta es su madre, madame de Cominges. Se
hospedan en este hotel —dije yo.
—¿Está casada la hija? —preguntó
la abuela sin pararse en barras.
—Mademoiselle
de Cominges es soltera —respondí lo más cortésmente posible y, de propósito, a
media voz,
—¿Es alegre?
Yo no alcancé a entender
la pregunta.
—¿No
se aburre uno con ella? ¿Entiende el ruso? Porque cuando Des Grieux estuvo con
nosotros en Moscú llegó a chapurrearlo un poco.
Le expliqué que mlle.
de Cominges no había estado nunca en Rusia.
—¡Bonjour! -dijo la
abuela encarándose bruscamente con mlle. Blanche.
—¡Bonjour,
madame! —Mlle. Blanche, con elegancia y ceremonia, hizo una leve reverencia.
Bajo la desusada modestia y cortesía se apresuró a manifestar, con toda la
expresión de su rostro y figura, el asombro extraordinario que le causaba una
pregunta tan extraña y un comportamiento semejante.
—¡Ah,
ha bajado los ojos, es amanerada y artificiosa! Ya se ve qué clase de pájaro
es: una actriz de ésas. Estoy abajo, en este hotel —dijo dirigiéndose de pronto
al general—, Seré vecina tuya. ¿Estás contento o no?
—¡Oh,
tía! Puede creer en mi sentimiento sincero... de satisfacción —dijo el general
cogiendo al vuelo la pregunta. Ya había recobrado en parte su presencia de
ánimo, y como cuando se ofrecía ocasión sabía hablar bien, con gravedad y
cierta pretensión de persuadir, se preparó a declamar ahora también—. Hemos
estado tan afectados y alarmados con las noticias sobre su estado de salud...
Hemos recibido telegramas que daban tan poca esperanza, y de pronto...
—¡Pues mientes,
mientes! —interrumpió al momento la abuela.
—¿Pero
cómo es —interrumpió a su vez en seguida el general, levantando la voz y
tratando de no reparar en ese «mientes»—, cómo es que, a pesar de todo, decidió
usted emprender un viaje como éste? Reconozca que a sus años y dada su salud...
; de todos modos ha sido tan inesperado que no es de extrañar nuestro asombro.
Pero estoy tan contento...; y todos nosotros (y aquí inició una sonrisa afable
y seductora) haremos todo lo posible para que su temporada aquí sea de lo más agradable...
—Bueno,
basta; cháchara inútil; tonterías como de costumbre; yo sé bien cómo pasar el
tiempo. Pero no te tengo inquina; no guardo rencor. Preguntas que cómo he
venido. ¿Pero qué hay de extraordinario en esto? De la manera más sencilla. No
veo por qué todos se sorprenden. Hola, Praskovya. ¿Tú qué haces aquí?
—Hola,
abuela —dijo Polina acercándose a ella— ¿Ha estado mucho tiempo en camino?
—Ésta
ha hecho una pregunta inteligente, en vez de soltar tantos «ohs» y «ahs». Pues
mira: me tenían en cama día tras día, y me daban medicinas y más medicinas;
conque mandé a paseo a los médicos y llamé al sacristán de Nikola, que le había
curado a una campesina una enfermedad igual con polvos de heno. Pues a mí
también me sentó bien. A los tres días tuve un sudor muy grande y me levanté.
Luego tuvieron otra consulta mis médicos alemanes, se calaron los anteojos y
dijeron en coro: «Si ahora va a un balneario extranjero y hace una cura de
aguas, expulsaría esa obstrucción que tiene». ¿Y por qué no?, pensé yo. Esos tontos
de los Zazhigin se escandalizaron: «¿Hasta dónde va a ir usted?», me
preguntaban. Bueno, en un día lo dispuse todo, y el viernes de la semana pasada
cogí a mi doncella, y a Potapych, y a Fiodor el lacayo (pero a Fiodor le mandé
a casa desde Berlín porque vi que no lo necesitaba), y me vine solita... Tomé
un vagón particular, y hay mozos en todas las estaciones que por veinte kopeks
te llevan adonde quieras. ¡Vaya habitaciones que tenéis! —dijo en conclusión
mirando alrededor—. ¿De dónde has sacado el dinero, amigo? Porque lo tienes
todo hipotecado. ¿Cuántos cuartos le debes a este franchute, sin ir más lejos?
¡Si lo sé todo, lo sé todo!
—Yo,
tía... —apuntó el general todo confuso—, me sorprende, tía .... me parece que
puedo sin fiscalización de nadie .... sin contar que mis gastos no exceden de
mis medios, y nosotros aquí...
—¿Que
no exceden de tus medios? ¿Y así lo dices? ¡Como guardián de los niños les
habrás robado hasta el último kopek!
—Después
de esto, después de tales palabras... —intervino el general con indignación— ya
no sé qué...
—¡En
efecto, no sabes! Seguramente no te apartas de la ruleta aquí. ¿Te lo has
jugado todo?
El
general quedó tan desconcertado que estuvo a punto de ahogarse en el torrente
de sus agitados sentimientos.
—¿De
la ruleta? ¿Yo? Con mi categoría... ¿yo? Vuelva en su acuerdo, tía; quizá sigue
usted indispuesta...
—Bueno,
mientes, mientes; de seguro que no pueden arrancarte de ella; mientes con toda
la boca. Pues yo, hoy mismo, voy a ver qué es eso de la ruleta. Tú, Praskovya,
cuéntame lo que hay que ver por aquí; Aleksei Ivanovich me lo enseñará; y tú,
Potapych, apunta todos los sitios adonde hay que ir. ¿Qué es lo que se visita
aquí? —preguntó volviéndose a Polina.
—Aquí cerca están las
ruinas de un castillo; luego hay el Schlangenberg.
—¿Qué es ese
Schlangenberg? ¿Un bosque?
—No, no es un bosque;
es una montaña, con una cúspide...
—¿Qué es eso de una
cúspide?
—El
punto más alto de la montaña, un lugar con una barandilla alrededor. Desde allí
se descubre una vista sin igual.
—¿Y suben sillas a la
montaña? No podrán subirlas, ¿verdad?
—¡Oh, se pueden
encontrar cargadores! —contesté yo.
En
este momento entró Fedosya, la niñera, con los hijos del general, a saludar a
la abuela.
—¡Bueno,
nada de besos! No me gusta besar a los niños; están llenos de mocos. Y tú,
Fedosya, ¿cómo lo pasas aquí?
—Bien,
muy bien, Antonida Vasilyevna —replicó Fedosya— ¿Y a usted cómo le ha ido,
señora? ¡Aquí hemos estado tan preocupados por usted!
—Lo
sé, tú eres un alma sencilla. ¿Y éstos qué son? ¿Más invitados? —dijo encarándose
de nuevo con Polina— ¿Quién es este tío menudillo de las gafas?
—El príncipe Nilski,
abuela —susurró Polina.
—¿Así
que ruso? ¡Y yo que pensaba que no me entendería! ¡Quizá no me haya oído! A
mister Astley ya le he visto. ¡Ah, aquí está otra vez! —la abuela le vio— ¡Muy
buenas! —y se volvió de repente hacia él.
Mister Astley se
inclinó en silencio.
—¿Qué me dice usted de
bueno? Dígame algo. Tradúcele eso, Praskovya.
Polina lo tradujo.
—Que
estoy mirándola con grandísimo gusto y que me alegro de que esté bien de salud —respondió
mister Astley seriamente, pero con notable animación. Se tradujo a la abuela lo
que había dicho y a ella evidentemente le agradó.
—¡Qué
bien contestan siempre los ingleses! —subrayó—. A mí, no sé por qué, me han
gustado siempre los ingleses; ¡no tienen comparación con los franchutes! Venga
usted a verme —dijo de nuevo a mister Astley—. Trataré de no molestarle
demasiado, Tradúcele eso y dile que estoy aquí abajo —le repitió a mister
Astley señalando hacia abajo con el dedo.
Mister Astley quedó muy
satisfecho de la invitación.
La abuela miró atenta y
complacida a Polina de pies a cabeza.
—Yo
te quería mucho, Praskovya —le dijo de pronto—. Eres una buena chica, la mejor
de todos, y con un genio que ¡vaya! Pero yo también tengo mi genio ¡Da la
vuelta! ¿Es eso que llevas en el pelo moño postizo?
—No, abuela, es mi
propio pelo.
—Bien, no me gustan las
modas absurdas de ahora. Eres muy guapa. Si fuera un señorito me enamoraría de
ti. ¿Por qué no te casas? Pero ya es hora de que me vaya. Me apetece dar un
paseo después de tanto vagón... ¿Bueno, qué? ¿Sigues todavía enfadado? —preguntó
mirando al general.
—¡Por
favor, tía, no diga tal! —exclamó el general rebosante de contento—. Comprendo
que a sus años...
—Cette vieílle est
tombée en enfance —me dijo en voz baja Des Grieux.
—Quiero
ver todo lo que hay por aquí. ¿Me prestas a Aleksei Ivanovich? —inquirió la
abuela del general.
—Ah, como quiera, pero
yo mismo... y Polina y monsieur Des Grieux... para todos nosotros será un
placer acompañarla...
—Mais,
madame, cela sera un plaisir —insinuó Des Grieux con sonrisa cautivante.
—Sí,
sí, plaisir. Me haces reír, amigo. Pero lo que es dinero no te doy —añadió
dirigiéndose inopinadamente al general—. Ahora, a mis habitaciones. Es preciso
echarles un vistazo y después salir a ver todos esos sitios. ¡Hala, levantadme!
Levantaron
de nuevo a la abuela, y todos, en grupo, fueron siguiendo el sillón por la
escalera abajo. El general iba aturdido, como si le hubieran dado un garrotazo
en la cabeza. Des Grieux iba cavilando alguna cosa. Mademoiselle Blanche
hubiera preferido quedarse, pero por algún motivo decidió irse con los demás.
Tras ella salió en seguida el príncipe, y arriba, en las habitaciones del
general, quedaron sólo el alemán y madame veuve Cominges.
Capítulo 10
En los balnearios —y al
parecer en toda Europa— los gerentes y jefes de comedor de los hoteles se
guían, al dar acomodo al huésped, no tanto por los requerimientos y
preferencias de éste cuanto por la propia opinión personal que de él se forjan;
y conviene subrayar que raras veces se equivocan. Ahora bien, no se sabe por
qué, a la abuela le señalaron un alojamiento tan espléndido que se pasaron de
rosca; cuatro habitaciones magníficamente amuebladas, con baño, dependencias
para la servidumbre, cuarto particular para la camarera, etc., etc. Era verdad
que estas habitaciones las había ocupado la semana anterior una grande
duchesse, hecho que, ni que decir tiene, se comunicaba a los nuevos visitantes
para ensalzar el alojamiento. Condujeron a la abuela,,mejor dicho, la
transportaron, por todas las habitaciones y ella las examinó detenida y
rigurosamente. El jefe de comedor, hombre ya entrado en años, medio calvo, la
acompañó respetuosamente en esta primera inspección.
Ignoro
por quién tomaron a la abuela, pero, según parece, por persona sumamente
encopetada y, lo que es más importante, riquísima. La inscribieron en el
registro, sin más, como «madame la générale princesse de Tarassevitcheva»,
aunque jamás había sido princesa. Su propia servidumbre, su vagón particular,
la multitud innecesaria de baúles, maletas, y aun arcas que llegaron con ella,
todo ello sirvió de fundamento al prestigio; y el sillón, el timbre agudo de la
voz de la abuela, sus preguntas excéntricas, hechas con gran desenvoltura y en
tono que no admitía réplica, en suma, toda la figura de la abuela, tiesa,
brusca, autoritaria, le granjearon el respeto general. Durante la inspección la
abuela mandaba de cuando en cuando detener el sillón, señalaba algún objeto en
el mobiliario y dirigía insólitas preguntas al jefe de comedor, que sonreía
atentamente pero que ya empezaba a amilanarse. La abuela formulaba sus
preguntas en francés, lengua que por cierto hablaba bastante mal, por lo que
yo, generalmente, tenía que traducir. Las respuestas del jefe de comedor no le
agradaban en su mayor parte y le parecían inadecuadas; aunque bien es verdad
que las preguntas de la señora no venían a cuento y nadie sabía a santo de qué
las hacía. Por ejemplo, se detuvo de improviso ante un cuadro, copia bastante
mediocre de un conocido original de tema mitológico:
—¿De quién es el
retrato?
El
jefe respondió que probablemente de alguna condesa.
—¿Cómo
es que no lo sabes? ¿Vives aquí y no lo sabes? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué es
bizca?
El
jefe no pudo contestar satisfactoriamente a estas preguntas y hasta llegó a
atolondrarse.
—¡Vaya mentecato! —comentó
la abuela en ruso.
Pasaron adelante. La
misma historia se repitió ante una estatuilla sajona que la abuela examinó
detenidamente y que mandó luego retirar sin que se supiera el motivo. Una vez
más asedió al jefe: ¿cuánto costaron las alfombras del dormitorio y dónde
fueron tejidas? El jefe prometió informarse.
—¡Vaya un asno! —musitó
la abuela y dirigió su atención a la cama.
—¡Qué cielo de cama tan
suntuoso! Separad las cortinas.
Abrieron la cama.
—¡Más,
más! ¡Abridlo todo! ¡Quitad las almohadas, las fundas; levantad el edredón!
Dieron la vuelta a
todo. La abuela lo examinó con cuidado.
—Menos
mal que no hay chinches. ¡Fuera toda la ropa de cama! Poned la mía y mis
almohadas. ¡Todo esto es demasiado elegante! ¿De qué me sirve a mí, vieja que
soy, un alojamiento como éste? Me aburriré sola. Aleksei Ivanovich, ven a verme
a menudo, cuando hayas terminado de dar lección a los niños.
—Yo,
desde ayer, ya no estoy al servicio del general —respondí—. Vivo en el hotel
por mi cuenta.
—Y eso ¿por qué?
El
otro día llegó de Berlín un conocido barón alemán con su baronesa. Ayer, en el
paseo, hablé con él en alemán sin ajustarme a la pronunciación berlinesa.
—Bueno, ¿y qué?
—Él
lo consideró como una insolencia y se quejó al general; y el general me
despidió ayer.
—¿Es que tú le
insultaste? ¿Al barón, quiero decir? Aunque si lo insultaste, no importa.
—Oh, no. Al contrario.
Fue el barón el que me amenazó con su bastón.
—Y
tú, baboso, ¿permitiste que se tratara así a tu tutor? —dijo, volviéndose de
pronto al general—; ¡y como si eso no bastara le has despedido! ¡Veo que todos
sois unos pazguatos, todos unos pazguatos!
—No
te preocupes, tía —replicó el general con un dejo de altiva familiaridad—, que
yo sé atender a mis propios asuntos. Además, Aleksei Ivanovich no ha hecho una
relación muy fiel del caso.
—¿Y tú lo aguantaste
sin más? —me preguntó a mí.
—Yo
quería retar al barón a un duelo —respondí lo más modesta y sosegadamente
posible—, pero el general se opuso.
—¿Por
qué te opusiste? —preguntó de nuevo la abuela al general—. Y tú, amigo, márchate
y ven cuando se te llame —ordenó dirigiéndose al jefe de comedor—. No tienes
por qué estar aquí con la boca abierta. No puedo aguantar esa jeta de Nuremberg—.
El jefe se inclinó y salió sin haber entendido las finezas de la abuela.
—Perdón, tía, ¿acaso es
permisible el duelo? —inquirió el general con ironía.
—¿Y
por qué no habrá de serlo? Los hombres son todos unos gallos, por eso tienen
que pelearse. Ya veo que sois todos unos pazguatos. No sabéis defender a
vuestra propia patria. ¡Vamos, levantadme! Potapych, pon cuidado en que haya
siempre dos cargadores disponibles; ajústalos y llega a un acuerdo con ellos.
No hacen falta más que dos; sólo tienen que levantarme en las escaleras; en lo
llano, en la calle, pueden empujarme; díselo así. Y págales de antemano porque
así estarán más atentos. Tú siempre estarás junto a mí, y tú, Aleksei
Ivanovich, señálame a ese barón en el paseo. A ver qué clase de von-barón es;
aunque sea sólo para echarle un vistazo. Y esa ruleta, ¿dónde está?
Le
expliqué que las ruletas estaban instaladas en el Casino, en las salas de
juego. Menudearon las preguntas: ¿Había muchas? ¿Jugaba mucha gente? ¿Se jugaba
todo el día? ¿Cómo estaban dispuestas? Yo respondí al cabo que lo mejor sería
que lo viera todo con sus propios ojos, porque describirlo era demasiado
difícil.
—Bueno, vamos derechos
allá. ¡Tú ve delante, Aleksei Ivanovich!
Pero
¿cómo, tía? ¿No va usted siquiera a descansar del viaje? —interrogó
solícitamente el general—. Parecía un tanto inquieto; en realidad todos ellos
reflejaban cierta confusión y empezaron a cambiar miradas entre sí. Seguramente
les parecía algo delicado, acaso humillante, ir con la abuela directamente al
Casino, donde cabía esperar que cometiera alguna excentricidad, pero esta vez
en público; lo que no impidió que todos se ofrecieran a acompañarla.
—¿Y
qué falta me hace descansar? No estoy cansada; y además llevo sentada cinco
días seguidos. Luego iremos a ver qué manantiales y aguas medicinales hay por
aquí Y dónde están. Y después... ¿cómo decías que se llamaba eso, Praskovya ...
? ¿Cúspide, no?
—Cúspide, abuela.
—Cúspide; bueno, pues
cúspide. ¿Y qué más hay por aquí?
—Hay muchas cosas que
ver, abuela —dijo Polina esforzándose por decir algo.
—¡Vamos,
que no lo sabes! Marfa, tú también irás conmigo —dijo a su doncella.
—¿Pero
por qué ella, tía? —interrumpió afanosamente el general—. Y, de todos modos,
quizá sea imposible. Puede ser que ni a Potapych le dejen entrar en el Casino.
—¡Qué
tontería! ¡Dejarla en casa porque es criada! Es un ser humano como otro
cualquiera. Hemos estado una semana viaja que te viaja, y ella también quiere
ver algo. ¿Con quién habría de verlo sino conmigo? Sola no se atrevería a
asomar la nariz a la calle.
—Pero abuela...
—¿Es
que te da vergüenza ir conmigo? Nadie te lo exige; quédate en casa. ¡Pues anda
con el general! Si a eso vamos, yo también soy generala. ¿Y por qué viene toda
esa caterva tras de mí? Me basta con Aleksei Ivanovich para verlo todo.
Pero
Des Grieux insistió vivamente en que todos la acompañarían y habló con frases
muy amables del placer de ir con ella, etc., etc. Todos nos pusimos en marcha.
—Elle
est tombée en enfance —repitió Des Grieux al general—, seule elle fera des
bêtises... —No pude oír lo demás que dijo, pero al parecer tenía algo entre
ceja y ceja y quizás su esperanza había vuelto a rebullir.
Hasta
el Casino había un tercio de milla. Nuestra ruta seguía la avenida de los castaños
hasta la glorieta, y una vez dada la vuelta a ésta se llegaba directamente al
Casino. El general se tranquilizó un tanto, porque nuestra comitiva, aunque
harto excéntrica, era digna y decorosa. Nada tenía de particular que apareciera
por el balneario una persona de salud endeble imposibilitada de las piernas.
Sin embargo, se veía que el general le tenía miedo al Casino: ¿por qué razón
iba a las salas de juego una persona tullida de las piernas y vieja por más
señas? Polina y mademoiselle Blanche caminaban una a cada lado junto a la silla
de ruedas. Mademoiselle Blanche reía, mostraba una alegría modesta y a veces
hasta bromeaba amablemente con la abuela, hasta tal punto que ésta acabó por
hablar de ella con elogio. Polina, al otro lado, se veía obligada a contestar a
las numerosas y frecuentes preguntas de la anciana: «¿Quién es el que ha
pasado? ¿Quién es la que iba en el coche? ¿Es grande la ciudad? ¿Es grande el
jardín? ¿Qué clase de árboles son éstos? ¿Qué son esas montañas? ¿Hay águilas
aquí? ¡Qué tejado tan ridículo!». Mister Astley caminaba juntó a mí y me decía
por lo bajo que esperaba mucho de esa mañana. Potapych y Marfa marchaban
inmediatamente detrás de la silla: él en su frac y corbata blanca, pero con
gorra; ella -una cuarentona sonrosada pero que ya empezaba a encanecer- en
chapelete, vestido de algodón estampado y botas de piel de cabra que crujían al
andar. La abuela se volvía a ellos muy a menudo y les daba conversación. Des
Grieux y el general iban algo rezagados y hablaban de algo con mucha animación.
El general estaba muy alicaído; Des Grieux hablaba con aire enérgico. Quizá
quería alentar al general y al parecer le estaba aconsejando. La abuela, sin
embargo, había pronunciado poco antes la frase fatal: «lo que es dinero no te
doy». Acaso esta noticia le parecía inverosímil a Des Grieux, pero el general
conocía a su tía. Yo noté que Des Grieux y mademoiselle Blanche seguían
haciéndose señas. Al príncipe y al viajero alemán los columbré al extremo mismo
de la avenida: se habían detenido y acabaron por separarse de nosotros.
Llegamos al Casino en triunfo. El conserje y los lacayos dieron prueba del
mismo respeto que la servidumbre del hotel. Miraban, sin embargo, con
curiosidad. La abuela ordenó, como primera providencia, que la llevaran por
todas las salas, aprobando algunas cosas, mostrando completa indiferencia ante
otras, y preguntando sobre todas. Llegaron por último a las salas de juego. El
lacayo que estaba de centinela ante la puerta cerrada la abrió de par en par
presa de asombro.
La
aparición de la abuela ante la mesa de ruleta produjo gran impresión en el
público. En torno a las mesas de ruleta y al otro extremo de la sala, donde se
hallaba la mesa de trente et quarante, se apiñaban quizá un centenar y medio o
dos centenares de jugadores en varias filas. Los que lograban llegar a la mesa
misma solían agruparse apretadamente y no cedían sus lugares mientras no
perdían, ya que no se permitía a los mirones permanecer allí ocupando
inútilmente un puesto de juego. Aunque había sillas dispuestas alrededor de la
mesa, eran pocos los jugadores que se sentaban, sobre todo cuando había gran
afluencia de público, porque de pie les era posible estar más apretados,
ahorrar sitio y hacer las puestas con mayor comodidad. Las filas segunda y tercera
se apretujaban contra la primera, observando y aguardando su turno; pero en su
impaciencia alargaban a veces la mano por entre la primera fila para hacer sus
puestas. Hasta los de la tercera fila se las arreglaban de ese modo para
hacerlas; de aquí que no pasaran diez minutos o siquiera cinco sin que en algún
extremo de la mesa surgiera alguna bronca sobre una puesta de equívoco origen.
Pero la policía del Casino se mostraba bastante eficaz. Resultaba, por
supuesto, imposible evitar las apreturas; por el contrario, la afluencia de
gente era, por lo ventajosa, motivo de satisfacción para los administradores;
pero ocho crupieres sentados alrededor de la mesa no quitaban el ojo de las
puestas, llevaban las cuentas, y cuando surgían disputas las resolvían. En
casos extremos llamaban a la policía y el asunto se concluía al momento. Los
agentes andaban también desparramados por la sala en traje de paisano,
mezclados con los espectadores para no ser reconocidos. Vigilaban en particular
a los rateros y los caballeros de industria que abundan mucho en las cercanías
de la ruleta por las excelentes oportunidades que se les ofrecen de ejercitar
su oficio. Efectivamente, en cualquier otro sitio hay que desvalijar el
bolsillo ajeno o forzar cerraduras, lo que si fracasa puede resultar muy
molesto. Aquí, por el contrario, basta con acercarse a la mesa, ponerse a
jugar, y de pronto, a la vista de todos y con desparpajo, echar mano de la
ganancia ajena y metérsela en el bolsillo propio. Si surge una disputa el
bribón jura y perjura a voz en cuello que la puesta es suya. Si la manipulación
se hace con destreza y los testigos parecen dudar, el ratero logra muy a menudo
apropiarse el dinero, por supuesto si la cantidad no es de mayor cuantía,
porque de lo contrario es probable que haya sido notada por los crupieres o,
incluso antes, por algún otro jugador. Pero si la cantidad no es grande el
verdadero dueño a veces decide sencillamente no continuar la disputa y,
temeroso de un escándalo, se marcha. Pero si se logra desenmascarar a un
ladrón, se le saca de allí con escándalo.
Todo
esto lo observaba la abuela desde lejos con apasionada curiosidad. Le agradó
mucho que se llevaran a unos ladronzuelos. El trente et quarante no la sedujo
mucho; lo que más la cautivó fue la ruleta y cómo rodaba la bolita. Expresó por
fin el deseo de ver el juego más de cerca. No sé cómo, pero es el caso que los
lacayos y otros individuos entremetidos (en su mayor parte polacos
desafortunados que asediaban con sus servicios a los jugadores con suerte y a todos
los extranjeros) pronto hallaron y despejaron un sitio para la abuela, no
obstante la aglomeración, en el centro mismo de la mesa, junto al crupier
principal, y allí trasladaron su silla. Una muchedumbre de visitantes que no
jugaban, pero que estaban observando el juego a cierta distancia (en su mayoría
ingleses y sus familias), se acercaron al punto a la mesa para mirar a la
abuela desde detrás de los jugadores. Hacia ella apuntaron los impertinentes de
numerosas personas. Los crupieres comenzaron a acariciar esperanzas: en efecto,
una jugadora tan excéntrica parecía prometer algo inusitado. Una anciana
setentona, baldada de las piernas y deseosa de jugar no era cosa de todos los
días. Yo también me acerqué a la mesa y me coloqué junto a la abuela. Potapych
y Marfa se quedaron a un lado, bastante apartados, ,entre la gente. El general,
Polina, Des Grieux y mademoiselle Blanche también se situaron a un lado, entre
los espectadores.
La
abuela comenzó por observar a los jugadores. A media voz me hacía preguntas
bruscas, inconexas: ¿quién es ése? Le agradaba en particular un joven que
estaba a un extremo de la mesa jugando fuerte y que, según se murmuraba en
torno, había ganado ya hasta cuarenta mil francos, amontonados ante él en oro y
billetes de banco. Estaba pálido, le brillaban los ojos y le temblaban las
manos. Apostaba ahora sin contar el dinero, cuanto podía coger con la mano, y a
pesar de ello seguía ganando y amontonando dinero a más y mejor. Los lacayos se
movían solícitos a su alrededor, le arrimaron un sillón, despejaron un espacio
en torno suyo para que estuviera más a sus anchas y no sufriera apretujones —todo
ello con la esperanza de recibir una amplia gratificación—. Algunos jugadores
con suerte daban a los lacayos generosas propinas, sin contar el dinero,
gozosos, también cuanto con la mano podían sacar del bolsillo. junto al joven
estaba ya instalado un polaco muy servicial, que cortésmente, pero sin parar,
le decía algo por lo bajo, seguramente indicándole qué puestas hacer,
asesorándole y guiando el juego, también con la esperanza, por supuesto, de
recibir más tarde una dádiva. Pero el jugador casi no le miraba, hacía sus
puestas al buen tuntún y ganaba siempre. Estaba claro que no se daba cuenta de
lo que hacía.
La abuela le observó
algunos minutos.
—Dile
—me indicó de pronto agitada, tocándome con el codo—, dile que pare de jugar,
que recoja su dinero cuanto antes y que se vaya. Lo perderá, lo perderá todo en
seguida! —me apremió casi sofocada de ansiedad— ¿Dónde está Potapych? Mándale a
Potapych. Y díselo, vamos, díselo —y me dio otra vez con el codo—; pero ¿dónde
está Potapych? Sortez, sortez —empezó ella misma a gritarle al joven—. Yo me
incliné y le dije en voz baja pero firme que aquí no se gritaba así, que ni
siquiera estaba permitido hablar alto porque ello estorbaba los cálculos, y que
nos echarían de allí en seguida.
—¡Qué
lástima! Ese chico está perdido, es decir, que él mismo quiere... no puedo
mirarle, me revuelve las entrañas. ¡Qué pazguato! —y acto seguido la abuela
dirigió su atención a otro sitio.
Allí
a la izquierda, al otro lado del centro de la mesa entre los jugadores, se veía
a una dama joven y junto a ella a una especie de enano. No sé quién era este
enano si pariente suyo o si lo llevaba consigo para llamar la atención. Ya
había notado yo antes a esa señora: se presentaba ante la mesa de juego todos
los días a la una de la tarde y se iba a las dos en punto, así, pues, cada día
jugaba sólo una hora. Ya la conocían y le acercaron un sillón. Sacó del bolso
un poco de oro y algunos billetes de mil francos y empezó a hacer posturas con
calma, con sangre fría, con cálculo, apuntando con lápiz cifras en un papel y
tratando de descubrir el sistema según el cual se agrupaban los «golpes».
Apostaba sumas considerables. Ganaba todos los días uno, dos o cuando más tres
mil francos, y habiéndolos ganado se iba. La abuela estuvo observándola largo
rato.
—¡Bueno,
ésta no pierde! ¡Ya se ve que no pierde! ¿De qué pelaje es? ¿No lo sabes?
¿Quién es?
—Será una francesa de
... bueno, de ésas —murmuré.
—¡Ah,
se conoce al pájaro por su modo de volar! Se ve que tiene buenas garras.
Explícame ahora lo que significa cada giro y cómo hay que hacer la puesta.
Le
expliqué a la abuela, dentro de lo posible, lo que significaban las numerosas
combinaciones de posturas, rouge e noir, pair et impair, manque et passe, y,
por último, los diferentes matices en el sistema de números. Ella escuchó con
atención, fijó en la mente lo que le dije, hizo nuevas preguntas y se lo
aprendió todo. Para cada sistema de posturas era posible mostrar al instante un
ejemplo, de modo que podía aprender y recordar con facilidad y rapidez. La
abuela quedó muy satisfecha.
—¿Y
qué es eso del zéro? ¿Has oído hace un momento a ese crupier del pelo rizado,
el principal, gritar zéro? ¿Y por qué recogió todo lo que había en la mesa? ¡Y
qué montón ha cogido! ¿Qué significa eso?
—El
zéro, abuela, significa que ha ganado la banca. Si la bola cae en zéro, todo
cuanto hay en la mesa pertenece sin más a la banca. Es verdad que cabe apostar
para no perder el dinero, pero la banca no paga nada.
—¡Pues anda! ¿Y a mí no
me darían nada?
—No, abuela, si antes
de ello hubiera apostado usted al zéro y saliera el zéro, le pagarían treinta y
cinco veces la cantidad de la puesta.
—¡Cómo!
¿Treinta y cinco veces? ¿Y sale a menudo? ¿Cómo es que los muy tontos no
apuestan al zéro?
—Tienen treinta y seis
posibilidades en contra, abuela.
—¡Qué
tontería! ¡Potapych, Potapych! Espera, que yo también llevo dinero encima; aquí
está! —Sacó del bolso un portamonedas bien repleto y de él extrajo un federico
de oro— ¡Hala, pon eso en seguida al zéro!
—Abuela,
el zéro acaba de salir —dije yo—, por lo tanto tardará mucho en volver a salir.
Perderá usted mucho dinero. Espere todavía un poco.
—¡Tontería! Ponlo.
—Está
bien, pero quizás no salga hasta la noche; podría usted poner hasta mil y puede
que no saliera. No sería la primera vez.
—¡Tontería,
tontería! Quien teme al lobo no se mete en el bosque. ¿Qué? ¿Has perdido? Pon
otro.
Perdieron
el segundo federico de oro; pusieron un tercero. La abuela apenas podía estarse
quieta en su silla; con ojos ardientes seguía los saltos de la bolita por los
orificios de la rueda que giraba. Perdieron también el tercero. La abuela
estaba fuera de sí, no podía parar en la silla, y hasta golpeó la mesa con el
puño cuando el banquero anunció «trente-six» en lugar del ansiado zéro.
—¡Ahí
lo tienes! —exclamó enfadada—, ¿pero no va a salir pronto ese maldito cerillo?
¡Que me muera si no me quedo aquí hasta que salga! La culpa la tiene ese
condenado crupier del pelo rizado. Con él no va a salir nunca. ¡Aleksei
Ivanovich, pon dos federicos a la vez! Porque si pones tan poco como estás
poniendo y sale el zéro, no ganas nada.
—¡Abuela!
—Pon ese dinero, ponlo.
No es tuyo.
Aposté
dos federicos de oro. La bola volteó largo tiempo por la rueda y empezó por fin
a rebotar sobre los orificios. La abuela se quedó inmóvil, me apretó la mano y,
de pronto, ¡pum!
—¡Zéro! —anunció el
banquero.
—¿Ves,
ves? -prorrumpió la abuela al momento, volviéndose hacia mí con cara resplandeciente
de satisfacción-. ¡Ya te lo dije, ya te lo dije! Ha sido Dios mismo el que me
ha inspirado para poner dos federicos de oro. Vamos a ver, ¿cuánto me darán
ahora? ¿Pero por qué no me lo dan? Potapych, Marfa, ¿pero dónde están? ¿Adónde
ha ido nuestra gente? ¡Potapych, Potapych!
—Más
tarde, abuela —le dije al oído—. Potapych está a la puerta porque no le
permiten entrar aquí. Mire, abuela, le entregan el dinero; cójalo —le alargaron
un pesado paquete envuelto en papel azul con cincuenta federicos de oro y le
dieron unos veinte sueltos. Yo, sirviéndome del rastrillo, los amontoné ante la
abuela.
—¡Faites
le jeu, messieurs! ¡Faites lejeu, messieurs! ¿Rien ne va plus? —anunció el
banquero invitando a hacer posturas y preparándose para hacer girar la ruleta.
—¡Dios
mío, nos hemos retrasado! ¡Van a darle a la rueda! ¡Haz la puesta, hazla! —me
apremió la abuela— ¡Hala, de prisa, no pierdas tiempo! —dijo fuera de sí,
dándome fuertes codeos.
—¿A qué lo pongo,
abuela?
—¡Al
zéro, al zéro! ¡Otra vez al zéro! ¡Pon lo más posible! ¿Cuánto tenemos en
total? ¿Setenta federicos de oro? No hay por qué guardarlos; pon veinte de una
vez.
—¡Pero
serénese, abuela! A veces no sale en doscientas veces seguidas. Le aseguro que
todo el dinero se le irá en puestas.
—¡Tontería,
tontería! ¡Haz la puesta! ¡Hay que ver cómo le das a la lengua! Sé lo que hago.
—Su agitación llegaba hasta el frenesí.
—Abuela,
según el reglamento no está permitido apostar al zéro más de doce federicos de
oro a la vez. Eso es lo que he puesto.
—¿Cómo
que no está permitido? ¿No me engañas? ¡Musié musié! —dijo tocando con el codo
al crupier que estaba a su izquierda y que se disponía a hacer girar la ruleta—
¿Combien zéro? ¿douze ? ¿douze?
Yo aclaré la pregunta
en francés.
—Oui,
madame —corroboró cortésmente el crupier puesto que según el reglamento ninguna
puesta sencilla puede pasar de cuatro mil florines, agregó para mayor
aclaración.
—Bien, no hay nada que
hacer. Pon doce.
—Le
jeu estfait —gritó el crupier. Giró la ruleta y salió e treinta. Habíamos
perdido.
—¡Otra
vez, otra vez! ¡Pon otra vez! —gritó la abuela. Yo ya no la contradije y,
encogiéndome de hombros, puse otros doce federicos de oro. La rueda giró largo
tiempo. La abuela temblaba, así como suena, siguiendo sus vueltas. «¿Pero de
veras cree que ganará otra vez con el zéro? —pensaba yo mirándola perplejo. En
su rostro brillaba la inquebrantable convicción de que ganaría, la positiva
anticipación de que al instante gritarían: zéro!
—¡Zéro! -gritó el
banquero.
—¡Ya ves! —exclamó la
abuela con frenético júbilo, volviéndose a mí.
Yo
también era jugador. Lo sentí en ese mismo instante. Me temblaban los brazos y
las piernas, me martilleaba la cabeza. Se trataba, ni que decir tiene, de un
caso infrecuente: en unas diez jugadas había salido el zéro tres veces; pero en
ello tampoco había nada asombroso. Yo mismo había sido testigo dos días antes
de que habían salido tres zéros seguidos, y uno de los jugadores, que
asiduamente apuntaba las jugadas en un papel, observó en voz alta que el día
antes el zéro había salido sólo una vez en veinticuatro horas.
A
la abuela, como a cualquiera que ganaba una cantidad muy considerable, le
liquidaron sus ganancias atenta y respetuosamente. Le tocaba cobrar
cuatrocientos veinte federicos de oro, esto es, cuatro mil florines y veinte
federicos de oro. Le entregaron los veinte federicos en oro y los cuatro mil
florines en billetes de banco.
Esta
vez, sin embargo, la abuela ya no llamaba a Potapych; no era eso lo que ocupaba
su atención. Ni siquiera daba empujones ni temblaba visiblemente; temblaba por
dentro, si así cabe decirlo. Toda ella estaba concentrada en algo, absorta en
algo:
—¡Aleksei
Ivanovich! ¿Ha dicho ese hombre que sólo pueden apostarse cuatro mil florines
como máximo en una jugada? Bueno, entonces toma y pon estos cuatro mil al rojo —ordenó
la abuela.
Era inútil tratar de
disuadirla. Giró la rueda.
—¡Rouge! -anunció el
banquero.
Ganó otra vez, lo que en una apuesta de cuatro mil
florines venían a ser, por lo tanto, ocho mil.
—Dame cuatro —decretó
la abuela— y pon de nuevo cuatro al rojo.
De nuevo aposté cuatro
mil.
—¡Rouge! —volvió a
proclamar el banquero.
—En
total, doce mil. Dámelos. Mete el oro aquí en el bolso y guarda los billetes—. Basta.
A casa. Empujad la silla.
Capítulo 11
Empujaron la silla
hasta la puerta que estaba al otro extremo de la sala. La abuela iba radiante.
Toda nuestra gente se congregó en torno suyo para felicitarla. Su triunfo había
eclipsado mucho de lo excéntrico de su conducta, y el general ya no temía que
le comprometieran en público sus relaciones de parentesco con la extraña
señora. Felicitó a la abuela con una sonrisa indulgente en la que había algo
familiar y festivo, como cuando se entretiene a un niño. Por otra parte, era
evidente que, como todos los demás espectadores, él también estaba pasmado.
Alrededor, todos señalaban a la abuela y hablaban de ella. Muchos pasaban junto
a ella para verla más de cerca. Mister Astley, desviado del grupo, daba
explicaciones acerca de ella a dos ingleses conocidos suyos. Algunas damas de
alto copete que habían presenciado el juego la observaban con la mayor
perplejidad, como si fuera un bicho raro. Des Grieux se deshizo en sonrisas y
enhorabuenas.
—¡Quelle victoire! —exclamó.
—¡Mais, madame, c'était
du feu! —añadió mlle. Blanche con sonrisa seductora.
—Pues
sí, que me puse a ganar y he ganado doce mil florines. ¿Qué digo doce mil? ¿Y
el oro? Con el oro llega casi hasta trece mil. ¿Cuánto es esto en dinero
nuestro? ¿Seis mil, no es eso?
Yo indiqué que pasaba
de siete y que al cambio actual quizá llegase a ocho.
—¡Como
quien dice una broma! ¡Y vosotros aquí, pazguatos, sentados sin hacer nada!
Potapych, Marfa, ¿habéis visto?
—Señora,
¿pero cómo ha hecho eso? ¡Ocho mil rublos! -exclamó Marfa retorciéndose de
gusto.
—¡Ea, aquí tenéis cada
uno de vosotros cinco monedas de oro!
Potapych y Marfa se
precipitaron a besarle las manos.
—Y
entregad a cada uno de los cargadores un federico de oro. Dáselos en oro,
Aleksei Ivanovich. ¿Por qué se inclina este lacayo? ¿Y este otro? ¿Me están
felicitando? Dadles también a cada uno un federico de oro.
—Madame
la princesse... un pauvre expatrié.. malheur continuel.. les princes russes
sont si généreux —murmuraba lisonjero en torno a la silla un individuo bigotudo
que vestía una levita ajada y un chaleco de color chillón, y haciendo
aspavientos con la gorra y con una sonrisa servil en los labios.
—Dale
también un federico de oro. No, dale dos; bueno, basta, con eso nos lo quitamos
de encima. ¡Levantadme y andando! Praskovya —dijo volviéndose a Polina
Aleksandrovna—, mañana te compro un vestido, y a ésa... ¿cómo se llama?
¿Mademoiselle Blanche, no es eso?, le compro otro. Tradúcele eso, Praskovya.
—Merci,
madame —dijo mlle. Blanche con una amable reverencia, torciendo la boca en una
sonrisa irónica que cambió con Des Grieux y el general. Éste estaba abochornado
y se puso muy contento cuando llegamos a la avenida.
—Fedosya...,
lo que es Fedosya sé que va a quedar asombrada —dijo la abuela acordándose de
la niñera del general, conocida suya—. También a ella hay que regalarle un
vestido. ¡Eh, Aleksei Ivanovich, Aleksei Ivanovich, dale algo a ese mendigo!
Por el camino venía un
pelagatos, encorvado de espalda, que nos miraba.
—¡Dale un gulden;
dáselo!
Me
llegué a él y se lo di. Él me miró con vivísima perplejidad, pero tomó el gulden
en silencio. Olía a vino.
—¿Y tú, Aleksei
Ivanovich, no has probado fortuna todavía?
—No, abuela.
—Pues vi que te ardían
los ojos.
—Más tarde probaré sin
falta, abuela.
—Y vete derecho al
zéro. ¡Ya verás! ¿Cuánto dinero tienes?
—En total, sólo veinte
federicos de oro, abuela.
—No
es mucho. Si quieres, te presto cincuenta federicos Tómalos de ese mismo rollo.
¡Y tú, amigo, no esperes, que no te doy nada! —dijo dirigiéndose de pronto al
general. Fue para éste un rudo golpe, pero guardó silencio. Des Grieux frunció
las cejas.
—¡Que diable, cest une
terrible vieille! —dijo entre dientes al general.
—¡Un
pobre, un pobre, otro pobre! —gritó la abuela—. Aleksei Ivanovich, dale un
gulden a éste también.
Esta
vez se trataba de un viejo canoso, con una pata de palo, que vestía una especie
de levita azul de ancho vuelo y que llevaba un largo bastón en la mano. Tenía
aspecto de veterano del ejército. Pero cuando le alargué el gulden, dio un paso
atrás y me miró amenazante.
—¡Was
ist's der Teufel! —gritó, añadiendo luego a la frase una decena de juramentos.
—¡Idiota!
—exclamó la abuela despidiéndole con un gesto de la mano—. Sigamos adelante.
Tengo hambre. Ahora mismo a comer, luego me echo un rato y después volvemos
allá.
—¿Quiere usted jugar
otra vez, abuela? —grité.
—¿Pues
qué pensabas? ¿Qué porque vosotros estáis aquí mano sobre mano y alicaídos, yo
debo pasar el tiempo mirándoos?
—Mais,
madame —dijo Des Grieux acercándose—, les chances peuvent tourner, une seule
mauvaise chance et vous perdrez tout.. surtout avec votre jeu... ¡c'était
terrible!
—Vous
perdrez absolument —gorjeó mlle. Blanche.
—¿Y
eso qué les importa a ustedes? No será su dinero el que pierda, sino el mío. ¿Dónde
está ese mister Astley? —me preguntó.
—Se quedó en el Casino,
abuela.
—Lo siento. Es un
hombre tan bueno.
Una
vez en el hotel la abuela, encontrando en la escalera al Oberkellner, lo llamó
y empezó a hablar con vanidad de sus ganancias. Luego llamó a Fedosya, le
regaló tres federicos de oro y le mandó que sirviera la comida. Durante ésta, Fedosya
y Marfa se desvivieron por atender a la señora.
—La
miré a usted, señora —dijo Marfa en un arranque—, y le dije a Potapych ¿qué es
lo que quiere hacer nuestra señora? Y en la mesa, dinero y más dinero, ¡santos
benditos! En mi vida he visto tanto dinero. Y alrededor todo era señorío, nada
más que señorío. ¿Pero de dónde viene todo este señorío? le pregunté a
Potapych. Y pensé: ¡Que la mismísima Madre de Dios la proteja! Recé por usted,
señora, y estaba temblando, toda temblando, con el corazón en la boca, así como
lo digo. Dios mío —pensé— concédeselo, y ya ve usted que el Señor se lo
concedió. Todavía sigo temblando, señora, sigo toda temblando.
—Aleksei
Ivanovich, después de la comida, a eso de las cuatro, prepárate y vamos. Pero
adiós por ahora. Y no te olvides de mandarme un mediquillo, porque tengo que
tomar las aguas. Y a lo mejor se te olvida.
Me
alejé de la abuela como si estuviera ebrio. Procuraba imaginarme lo que sería
ahora de nuestra gente y qué giro tomarían los acontecimientos. Veía claramente
que ninguno de ellos (y, en particular, el general) se había repuesto todavía
de la primera impresión. La aparición de la abuela en vez del telegrama
esperado de un momento a otro anunciando su muerte (y, por lo tanto, la
herencia) quebrantó el esquema de sus designios y acuerdos hasta el punto de
que, con evidente atolondramiento y algo así como pasmo que los contagió a
todos, presenciaron las ulteriores hazañas de la abuela en la ruleta. Mientras
tanto, este segundo factor era casi tan importante como el primero, porque
aunque la abuela había repetido dos veces que no daría dinero al general,
¿quién podía asegurar que así fuera? De todos modos no convenía perder aún la
esperanza. No la había perdido Des Grieux, comprometido en todos los asuntos del
general. Yo estaba seguro de que mademoiselle Blanche, que también andaba en
ellos (¡cómo no! generala y con una herencia considerable), tampoco perdería la
esperanza y usaría con la abuela de todos los hechizos de la coquetería, en
contraste con las rígidas y desmañadas muestras de afecto de la altanera
Polina. Pero ahora, ahora que la abuela había realizado tales hazañas en la
ruleta, ahora que la personalidad de la abuela se dibujaba tan nítida y
típicamente (una vieja testaruda y mandona y tombée en enfance); ahora quizá
todo estaba perdido, porque estaba contenta, como un niño, de «haber dado el
golpe» y, como sucede en tales casos, acabaría por perder hasta las pestañas.
Dios mío, pensaba yo (y, que Dios me perdone, con hilaridad rencorosa), Dios
mío, cada federico de oro que la abuela acababa de apostar había sido de seguro
una puñalada en el corazón del general, había hecho rabiar a Des Grieux y
puesto a mademoiselle de Cominges al borde del frenesí, porque para ella era
como quedarse con la miel en los labios. Un detalle más: a pesar de las
ganancias y el regocijo, cuando la abuela repartía dinero entre todos y tomaba
a cada transeúnte por un mendigo, seguía diciendo con desgaire al general: «¡A
ti, sin embargo, no te doy nada!». Ello suponía que estaba encastillada en esa
idea, que no cambiaría de actitud, que se había prometido a sí misma mantenerse
en sus trece. ¡Era peligroso, peligroso!
Yo
llevaba la cabeza llena de cavilaciones de esta índole cuando desde la
habitación de la abuela subía por la escalera principal a mi cuchitril, en el
último piso. Todo ello me preocupaba hondamente. Aunque ya antes había podido
vislumbrar los hilos principales, los más gruesos, que enlazaban a los actores,
lo cierto era, sin embargo, que no conocía todas las trazas y secretos del
juego. Polina nunca se había sincerado plenamente conmigo. Aunque era cierto
que de cuando en cuando, como a regañadientes, me descubría su corazón, yo
había notado que con frecuencia, mejor dicho, casi siempre después de tales
confidencias, se burlaba de lo dicho, o lo tergiversaba y le daba de propósito
un tono de embuste. ¡Ah, ocultaba muchas cosas! En todo caso, yo presentía que
se acercaba el fin de esta situación misteriosa y tirante. Una conmoción más y
todo quedaría concluido y al descubierto. En cuanto a mí, implicado también en
todo ello, apenas me preocupaba de lo que podía pasar. Era raro mi estado de
ánimo: en el bolsillo tenía en total veinte federicos de oro; me hallaba en
tierra extraña, lejos de la propia, sin trabajo y sin medios de subsistencia,
sin esperanza, sin posibilidades, y, sin embargo, no me sentía inquieto. Si no
hubiera sido por Polina, me hubiera entregado sin más al interés cómico en el
próximo desenlace y me hubiera reído a mandíbula batiente. Pero Polina me inquietaba;
presentía que su suerte iba a decidirse, pero confieso que no era su suerte lo
que me traía de cabeza. Yo quería penetrar en sus secretos. Yo deseaba que
viniera a mí y me dijera: «Te quiero»; pero si eso no podía ser, si era una
locura inconcebible, entonces... ¿qué cabía desear? ¿Acaso sabía yo mismo lo
que quería? Me sentía despistado; sólo ambicionaba estar junto a ella, en su
aureola, en su nimbo, siempre, toda la vida, eternamente. Fuera de eso no sabía
nada. ¿Y acaso podía apartarme de ella?
En
el tercer piso, en el corredor de ellos, sentí algo así como un empujón. Me
volví y a veinte pasos o más de mí vi a Polina que salía de su habitación. Se
diría que me había estado esperando y al momento me hizo seña de que me
acercara.
—Polina Aleks...
—¡Más bajo! —me
advirtió.
—Figúrese
—murmuré—, acabo de sentir como un empellón en el costado. Miro a mi alrededor
y ahí estaba usted. Es como si usted exhalara algo así como un fluido
eléctrico.
—Tome
esta carta —dijo Polina pensativa y ceñuda, probablemente sin haber oído lo que
le había dicho— y en seguida entréguesela en propia mano a mister Astley.
Cuanto antes, se lo ruego. No hace falta contestación. Él mismo...
No terminó la frase.
—¿A
mister Astley? —pregunté con asombro. Pero Polina ya había cerrado la puerta.
—¡Hola,
conque cartitas tenemos! —Fui, por supuesto, corriendo a buscar a mister
Astley, primero en su hotel, donde no lo hallé, luego en el Casino, donde
recorrí todas las salas, y, por último, camino ya de casa, irritado,
desesperado, tropecé con él inopinadamente. Iba a caballo, formando parte de
una cabalgata de ingleses de ambos sexos. Le hice una seña, se detuvo y le
entregué la carta. No tuvimos tiempo ni para mirarnos; pero sospecho que mister
Astley, adrede, espoleó en seguida a su montura.
¿Me
atormentaban los celos? En todo caso, me sentía deshecho de ánimo. Ni siquiera
deseaba averiguar sobre qué se escribían. ¡Con que él era su confidente!
«Amigo, lo que se dice amigo —pensaba yo—, está claro que lo es (pero ¿cuándo
ha tenido tiempo para llegar a serlo?); ahora bien, ¿hay aquí amor? Claro que
no» —me susurraba el sentido común. Pero el sentido común, por sí solo, no
basta en tales circunstancias. De todos modos, también esto quedaba por
aclarar. El asunto se complicaba de modo desagradable.
Apenas
entré en el hotel cuando el conserje y el Oberkellner, que salía de su
habitación, me hicieron saber que se preguntaba por mí, que se me andaba
buscando y que se había mandado tres veces a averiguar dónde estaba; y me
pidieron que me presentara cuanto antes en la habitación del general. Yo estaba
de pésimo humor. En el gabinete del general se encontraban, además de éste, Des
Grieux y mademoiselle Blanche, sola, sin la madre. Estaba claro que la madre
era postiza, utilizada sólo para cubrir las apariencias; pero cuando era cosa
de bregar con un asunto de verdad, entonces mademoiselle Blanche se las
arreglaba sola. Sin contar que la madre apenas sabía nada de los negocios de su
supuesta hija.
Los
tres estaban discutiendo acaloradamente de algo, y hasta la puerta del gabinete
estaba cerrada, lo cual nunca había ocurrido antes. Cuando me acerqué a la
puerta oí voces destempladas —las palabras insolentes y mordaces de Des Grieux,
los gritos descarados, abusivos y furiosos de Blanche y la voz quejumbrosa del
general, quien, por lo visto, se estaba disculpando de algo—. Al entrar yo, los
tres parecieron serenarse y dominarse. Des Grieux se alisó los cabellos y de su
rostro airado sacó una sonrisa, esa sonrisa francesa repugnante, oficialmente
cortés, que tanto detesto. El acongojado y decaído general tomó un aire digno,
aunque un tanto maquinalmente. Sólo mademoiselle Blanche mantuvo inalterada su
fisonomía, que chispeaba de cólera. Calló, fijando en mí su mirada con
impaciente expectación. Debo apuntar que hasta entonces me había tratado con la
más absoluta indiferencia, sin contestar siquiera a mis saludos, como si no se
percatara de mi presencia.
—Aleksei
Ivanovich —dijo el general en un tono de suave reconvención—, permita que le
indique que es extraño, sumamente extraño, que..., en una palabra, su conducta
conmigo y con mi familia..., en una palabra, sumamente extraño...
—¡Eh!
¡ce n'est pas ça! —interrumpió Des Grieux irritado y desdeñosamente. (Estaba
claro que era él quien llevaba la voz cantante) —. Mon cher
monsieur, notre cher général se trompe, al adoptar ese tono —continuaré sus
comentarios en ruso—, pero él quería decirle... es decir, advertirle, o, mejor
dicho, rogarle encarecidamente que no le arruine (eso, que no le arruine). Uso
de propósito esa expresión...
—¿Pero qué puedo yo
hacer? ¿Qué puedo? —interrumpí.
—Perdone,
usted se propone ser el guía (¿o cómo llamarlo?) de esa vieja, cette pauvre
terrible vieille —el propio Des Grieux perdía el hilo—, pero es que va a
perder; perderá hasta la camisa. ¡Usted mismo vio cómo juega, usted mismo fue
testigo de ello! Si empieza a perder no se apartará de la mesa, por terquedad,
por porfía, y seguirá jugando y jugando, y en tales circunstancias nunca se
recobra lo perdido, y entonces... entonces...
—¡Y
entonces —corroboró el general—, entonces arruinará usted a toda la familia! A
mí y a mi familia, que somos sus herederos, porque no tiene parientes más
allegados. Le diré a usted con franqueza que mis asuntos van mal, rematadamente
mal. Usted mismo sabe algo de ello... Si ella pierde una suma considerable o
¿quién sabe? toda su hacienda (¡Dios no lo quiera!), ¿qué será entonces de
ellos, de mis hijos? (el general volvió los ojos a Des Grieux), ¿qué será de mí?
(Miró a mademoiselle Blanche que con desprecio le volvió la espalda.) ¡Aleksei
Ivanovich, sálvenos usted, sálvenos!
—Pero dígame, general,
¿cómo puedo yo, cómo puedo ...? ¿Qué papel hago yo en esto?
—¡Niéguese, niéguese a
ir con ella! ¡Déjela!
—¡Encontrará a otro! —exclamé.
—Ce
n'est pas la, ce n'est pas ça —atajó de nuevo Des Grieux—, ¡que diable! No, no
la abandone, pero al menos amonéstela, trate de persuadirla, apártela del
juego... y, como último recurso, no la deje perder demasiado, distráigala de
algún modo.
—¿Y
cómo voy a hacer eso? Si usted mismo se ocupase de eso, monsieur Des Grieux... —agregué
con la mayor inocencia.
En
ese momento noté una mirada rápida, ardiente e inquisitiva que mademoiselle
Blanche dirigió a Des Grieux. Por la cara de éste pasó fugazmente algo
peculiar, algo revelador que no pudo reprimir.
—¡Ahí
está la cosa; que por ahora no me aceptará! —exclamó Des Grieux gesticulando
con la mano—. Si por acaso... más tarde...
Des Grieux lanzó una
mirada rápida y significativa a mademoiselle Blanche.
—O
mon cher monsieur Alexis, ¡soyez si bon —la propia mademoiselle Blanche dio un
paso hacia mí sonriendo encantadoramente, me cogió ambas manos y me las apretó
con fuerza. ¡Qué demonio! Ese rostro diabólico sabía transfigurarse en un
segundo. ¡En ese momento tomó un aspecto tan suplicante, tan atrayente, se
sonreía de manera tan candorosa y aun tan pícara! Al terminar la frase me hizo
un guiño disimulado, a hurtadillas de los demás; se diría que quería rematarme
allí mismo. Y no salió del todo mal, sólo que todo ello era grosero y, por
añadidura, horrible.
Tras ella vino trotando
el general, así como lo digo, trotando.
—Aleksei
Ivanovich, perdóneme por haber empezado a decirle hace un momento lo que de
ningún modo me proponía decirle... Le ruego, le imploro, se lo pido a la rusa,
inclinándome ante usted... ¡Usted y sólo usted puede salvarnos! Mlle. Blanche y
yo se lo rogamos... ¿Usted me comprende, no es verdad que me comprende? —imploró,
señalándome con los ojos a mademoiselle Blanche. Daba lástima.
En
ese instante se oyeron tres golpes leves y respetuosos en la puerta. Abrieron.
Había llamado el camarero de servicio. Unos pasos detrás de él estaba Potapych.
Venían de parte de la abuela, quien los había mandado a buscarme y llevarme a
ella en seguida. Estaba «enfadada», aclaró Potapych.
—¡Pero si son sólo las
tres y media!
—La
señora no ha podido dormir; no hacía más que dar vueltas; y de pronto se
levantó, pidió la silla y mandó a buscarle a usted. Ya está en el pórtico del
hotel.
¡Quelle mégére! —exclamó
Des Grieux.
En
efecto, encontré a la abuela en el pórtico, consumida de impaciencia porque yo
no estaba allí. No había podido aguantar hasta las cuatro.
—¡Hala,
levantadme! —chilló, y de nuevo nos pusimos en camino hacia la ruleta.
Capítulo 12
La abuela estaba de
humor impaciente e irritable; era evidente que la ruleta le había causado honda
impresión. Estaba inatenta para todo lo demás, y en general, muy distraída;
durante el camino, por ejemplo, no hizo una sola pregunta como las que había
hecho antes. Viendo un magnífico carruaje que pasó junto a nosotros como una
exhalación apenas levantó la mano y preguntó: «¿Qué es eso? ¿De quién?», pero
sin atender por lo visto a mi respuesta. Su ensimismamiento se veía
interrumpido de continuo por gestos y estremecimientos abruptos e impacientes.
Cuando ya cerca del Casino le mostré desde lejos al barón y a la baronesa de
Burmerhelm, los miró abstraída y dijo con completa indiferencia: «¡Ah!». Se
volvió de pronto a Potapych y Marfa, que venían detrás, y les dijo secamente:
—Vamos
a ver, ¿por qué me venís siguiendo? ¡No voy a traeros todas las veces! ¡Idos a
casa! Contigo me basta —añadió dirigiéndose a mí cuando los otros se
apresuraron a despedirse y volvieron sobre sus pasos.
En
el Casino ya esperaban a la abuela. Al momento le hicieron sitio en el mismo
lugar de antes, junto al crupier. Se me antoja que estos crupieres, siempre tan
finos y tan empeñados en no parecer sino empleados ordinarios a quienes les da
igual que la banca gane o pierda, no son en realidad indiferentes a que la
banca pierda, y por supuesto reciben instrucciones para atraer jugadores y
aumentar los beneficios oficiales; a este fin reciben sin duda premios y
gratificaciones. Sea como fuere, miraban ya a la abuela como víctima. Acabó por
suceder lo que veníamos temiendo.
He aquí cómo pasó la
cosa.
La
abuela se lanzó sin más sobre el zéro y me mandó apostar a él doce federicos de
oro. Se hicieron una, dos, tres posturas... y el zéro no salió. « ¡Haz la
puesta, hazla! »—decía la abuela dándome codazos de impaciencia. Yo obedecí.
—¿Cuántas puestas has
hecho? —preguntó, rechinando los dientes de ansiedad.
—Doce,
abuela. He apostado ciento cuarenta y cuatro federicos de oro. Le digo a usted
que quizá hasta la noche...
—¡Cállate!
—me interrumpió—. Apuesta al zéro y pon al mismo tiempo mil gulden al rojo.
Aquí tienes el billete.
Salió el rojo, pero
esta vez falló el zéro; le entregaron mil gulden.
—¿Ves,
ves? —murmuró la abuela—. Nos han devuelto casi todo lo apostado. Apuesta de
nuevo al zéro; apostaremos diez veces más a él y entonces lo dejamos.
Pero a la quinta vez la
abuela acabó por cansarse.
—¡Manda
ese zéro asqueroso a la porra! ¡Ahora pon esos cuatro mil gulden al rojo! —ordenó.
—¡Abuela,
eso es mucho! ¿Y qué, si no sale el rojo? —le dije en tono de súplica; pero la
abuela casi me molió a golpes. (En efecto, me daba tales codazos que parecía
que se estaba peleando conmigo.) No había nada que hacer. Aposté al rojo los
cuatro mil gulden que ganamos esa mañana. Giró la rueda. La abuela, tranquila y
orgullosa, se enderezó en su silla sin dudar de que ganaría irremisiblemente.
—Zéro —anunció el
crupier.
Al
principio la abuela no comprendió; pero cuando vio que el crupier recogía sus
cuatro mil gulden junto con todo lo demás que había en la mesa, y se dio cuenta
de que el zéro, que no había salido en tanto tiempo y al que habíamos apostado
en vano casi doscientos federicos de oro, había salido como de propósito tan
pronto como ella lo había insultado y abandonado, dio un suspiro y extendió los
brazos con gesto que abarcaba toda la sala. En torno suyo rompieron a reír.
—¡Por
vida de ... ! ¡Conque ha asomado ese maldito! —aulló la abuela— ¡Pero se habrá
visto qué condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú! —y se echó sobre mí con saña,
empujándome— ¡Tú me lo quitaste de la cabeza!
—Abuela,
yo le dije lo que dicta el sentido común. ¿Acaso puedo yo responder de las
probabilidades?
—¡Ya te daré yo
probabilidades! —murmuró en tono amenazador— ¡Vete de aquí!
—Adiós, abuela —y me
volví para marcharme.
—¡Aleksei
Ivanovich, Aleksei Ivanovich, quédate! ¿Adónde vas? ¿Pero qué tienes?
¿Enfadado, eh? ¡Tonto! ¡Quédate, quédate, no te sulfures! La tonta soy yo. Pero
dime, ¿qué hacemos ahora?
—Abuela,
no me atrevo a aconsejarla porque me echará usted la culpa. Juegue sola. Usted
decide qué puesta hay que hacer y yo la hago.
—¡Bueno,
bueno! Pon otros cuatro mil gulden al rojo. Aquí tienes el monedero. Tómalos.
-Sacó del bolso el monedero y me lo dio— ¡Hala, tómalos! Ahí hay veinte mil
rublos en dinero contante.
—Abuela —dije en voz
baja—, una suma tan enorme...
—Que me muera si no gano
todo lo perdido... ¡Apuesta! —Apostamos y perdimos.
—¡Apuesta, apuesta los
ocho mil!
—¡No se puede, abuela,
el máximo son cuatro mil!...
—¡Pues pon cuatro!
Esta
vez ganamos. La abuela se animó. «¿Ves, ves? —dijo dándome con el codo— ¡Pon
cuatro otra vez!»
Apostamos y perdimos;
luego perdimos dos veces más.
—Abuela, hemos perdido
los doce mil —le indiqué.
—Ya
veo que los hemos perdido —dijo ella con tono de furia tranquila, si así cabe
decirlo—; lo veo, amigo, lo veo —murmuró mirando ante sí, inmóvil y como
cavilando algo— ¡Ay, que me muero si no ... ! ¡Pon otros cuatro mil gulden!
—No queda dinero,
abuela. En la cartera hay unos certificados rusos del cinco por ciento y
algunas libranzas, pero no hay dinero.
—¿Y en el bolso?
—Calderilla, abuela.
—¿Hay
aquí agencias de cambio? Me dijeron que podría cambiar todo nuestro papel —preguntó
la abuela sin pararse en barras.
—¡Oh,
todo el que usted quiera! Pero de lo que perdería usted en el cambio se
asustaría un judío.
—¡Tontería! Voy a ganar
todo lo perdido. Llévame. ¡Llama a esos gandules!
Aparté
la silla, aparecieron los cargadores y salimos del Casino. «¡De prisa, de
prisa, de prisa!» —ordenó la abuela—. Enseña el camino, Aleksei Ivanovich, y
llévame por el más corto... ¿Queda lejos?
—Está a dos pasos,
abuela.
Pero
en la glorieta, a la entrada de la avenida, salió a nuestro encuentro toda
nuestra pandilla: el general, Des Grieux y mlle. Blanche con su madre. Polina
Aleksandrovna no estaba con ellos, ni tampoco mister Astley.
—¡Bueno,
bueno, bueno! ¡No hay que detenerse! —gritó la abuela—. Pero ¿qué queréis? ¡No
tengo tiempo que perder con vosotros ahora!
Yo iba detrás. Des
Grieux se me acercó.
—Ha
perdido todo lo que había ganado antes, y encima doce mil gulden de su propio
dinero. Ahora vamos a cambiar unos certificados del cinco por ciento —le dije
rápidamente por lo bajo.
Des
Grieux dio una patada en el suelo y corrió a informar al general. Nosotros
continuamos nuestro camino con la abuela.
—¡Deténgala, deténgala!
—me susurró el general con frenesí.
—¡A ver quién es el
guapo que la detiene! —le contesté también con un susurro.
—¡Tía!
—dijo el general acercándose—, tía... casualmente ahora mismo... ahora mismo...
—le temblaba la voz y se le quebraba— íbamos a alquilar caballos para ir de
excursión al campo... Una vista espléndida... una cúspide... veníamos a
invitarla a usted.
—¡Quítate
allá con tu cúspide! —le dijo con enojo la abuela, indicándole con un gesto que
se apartara.
—Allí
hay árboles... tomaremos el té... —prosiguió el general, presa de la mayor
desesperación.
—Nous boirons du lait,
sur l'herbe fraîche —agregó Des Grieux con vivacidad brutal.
—Du
laít, de I'herbe fraiche —esto es lo que un burgués de París considera como lo
más idílico; en esto consiste, como es sabido, su visión de «la nature et la
vérité».
—¡Y
tú también, quítate allá con tu leche! ¡Bébetela tú mismo, que a mí me da dolor
de vientre. ¿Y por qué me importunáis? —gritó la abuela—. He dicho que no tengo
tiempo que perder.
—¡Hemos llegado,
abuela! —dije—. Es aquí.
Llegamos
a la casa donde estaba la agencia de cambio. Entré a cambiar y la abuela se
quedó a la puerta. Des Grieux, el general y mademoiselle Blanche se mantuvieron
apartados sin saber qué hacer. La abuela les miró con ira y ellos tomaron el
camino del Casino.
Me
propusieron una tarifa de cambio tan atroz que no me decidí a aceptarla y salí
a pedir instrucciones a la abuela.
—¡Qué
ladrones! —exclamó levantando los brazos— ¡En fin, no hay nada que hacer!
¡Cambia! —gritó con resolución—. Espera, dile al cambista que venga aquí.
—¿Uno cualquiera de los
empleados, abuela?
—Cualquiera, dalo
mismo. ¡Qué ladrones!
El
empleado consintió en salir cuando supo que quien lo llamaba era una condesa
anciana e impedida que no podía andar. La abuela, muy enojada, le reprochó largo
rato y en voz alta por lo que consideraba una estafa y estuvo regateando con él
en una mezcla de ruso, francés y alemán, a cuya traducción ayudaba yo. El
empleado nos miraba gravemente, sacudiendo en silencio la cabeza. A la abuela
la observaba con una curiosidad tan intensa que rayaba en descortesía. Por
último, empezó a sonreírse.
—¡Bueno,
andando! —exclamó la abuela—. ¡Ojalá se le atragante mi dinero! Que te lo
cambie Aleksei Ivanovich; no hay tiempo que perder, y además habría que ir a
otro sitio...
—El empleado dice que
otros darán menos.
No
recuerdo con exactitud la tarifa que fijaron, pero era horrible. Me dieron un
total de doce mil florines en oro y billetes. Tomé el paquete y se lo llevé a
la abuela.
—Bueno,
bueno, no hay tiempo para contarlo —gesticuló con los brazos—, ¡de prisa, de
prisa, de prisa! Nunca más volveré a apostar a ese condenado zéro; ni al rojo
tampoco —dijo cuando llegábamos al Casino.
Esta
vez hice todo lo posible para que apostara cantidades más pequeñas, para
persuadirla de que cuando cambiara la suerte habría tiempo de apostar una
cantidad considerable. Pero estaba tan impaciente que, si bien accedió al
principio, fue del todo imposible refrenarla a la hora de jugar. No bien empezó
a ganar posturas de diez o veinte federicos de oro, se puso a darme con el
codo:
—¡Bueno,
ya ves, ya ves! Hemos ganado. Si en lugar de diez hubiéramos apostado cuatro
mil, habríamos ganado cuatro mil. ¿Y ahora qué? ¡Tú tienes la culpa, tú solo!
Y
aunque irritado por su manera de jugar, decidí por fin callarme y no darle más
consejos.
De
pronto se acercó Des Grieux. Los tres estaban allí al lado. Yo había notado que
mademoiselle Blanche se hallaba un poco aparte con su madre y que coqueteaba
con el príncipe. El general estaba claramente en desgracia, casi postergado.
Blanche ni siquiera le miraba, aunque él revoloteaba en torno a ella a más y
mejor. ¡Pobre general! Empalidecía, enrojecía, temblaba y hasta apartaba los
ojos del juego de la abuela. Blanche y el principito se fueron por fin y el
general salió corriendo tras ellos.
—Madame,
madame —murmuró Des Grieux con voz melosa, casi pegándose al oído de la abuela—.
Madame, esa apuesta no resultará... no, no, no es posible... —dijo chapurreando
el ruso—, ¡no!
—Bueno,
¿cómo entonces? ¡Vamos, enséñeme! —contestó la abuela, volviéndose a él. De
pronto Des Grieux se puso a parlotear rápidamente en francés, a dar consejos, a
agitarse; dijo que era preciso anticipar las probabilidades, empezó a citar
cifras... la abuela no entendía nada. Él se volvía continuamente a mí para que
tradujera; apuntaba a la mesa y señalaba algo con el dedo; por último, cogió un
lápiz y se dispuso a apuntar unos números en un papel. La abuela acabó por
perder la paciencia.
—¡Vamos,
fuera, fuera! ¡No dices más que tonterías! «Madame, madame» y ni él mismo
entiende jota de esto. ¡Fuera!
—Mais,
madame —murmuró Des Grieux, empezando de nuevo a empujar y apuntar con el dedo.
—Bien,
haz una puesta como dice —me ordenó la abuela—. Vamos a ver: quizá salga en
efecto.
Des
Grieux quería disuadirla de hacer posturas grandes. Sugería que se apostase a
dos números, uno a uno o en grupos. Siguiendo sus indicaciones puse un federico
de oro en cada uno de los doce primeros números impares, cinco federicos de oro
en los números del doce al dieciocho y cuatro del dieciocho al veinticuatro. En
total aposté dieciséis federicos de oro.
Giró la rueda. «Zéro» —gritó
el banquero. Lo perdimos todo.
—¡Valiente
majadero! —exclamó la abuela dirigiéndose a Des Grieux— ¡Vaya franchute
asqueroso! ¡Y el monstruo se las da de consejero! ¡Fuera, fuera! ¡No entiende
jota y se mete donde no le llaman!
Des
Grieux, terriblemente ofendido, se encogió de hombros, miró despreciativamente
a la abuela y se fue. A él mismo le daba vergüenza de haberse entrometido, pero
no había podido contenerse.
Al cabo de una hora, a
pesar de nuestros esfuerzos, lo perdimos todo.
—¡A casa! —gritó la
abuela.
No
dijo palabra hasta llegar a la avenida. En ella, y cuando ya llegábamos al
hotel, prorrumpió en exclamaciones:
—¡Qué imbécil! ¡Qué
mentecata! ¡Eres una vieja, una vieja idiota!
No
bien llegamos a sus habitaciones gritó: « ¡Que me traigan té, y a prepararse en
seguida, que nos vamos!».
—¿Adónde piensa ir la
señora? —se aventuró a preguntar Marfa.
—¿Y
a ti qué te importa? Cada mochuelo a su olivo. Potapych, prepáralo todo, todo
el equipaje. ¡Nos volvemos a Moscú! He despilfarrado quince mil rublos.
—¡Quince
mil, señora! ¡Dios mío! —exclamó Potapych, levantando los brazos con gesto
conmovedor, tratando probablemente de ayudar en algo.
—¡Bueno, bueno, tonto!
¡Ya ha empezado a lloriquear! ¡Silencio! ¡Prepara las cosas! ¡La cuenta,
pronto, hala!
—El
próximo tren sale a las nueve y media, abuela -indiqué yo para poner fin a su
arrebato.
—¿Y qué hora es ahora?
—Las siete y media.
—¡Qué
fastidio! En fin, es igual. Aleksei Ivanovich, no me queda un kopek. Aquí
tienes estos dos billetes. Ve corriendo al mismo sitio y cámbialos también. De
lo contrario no habrá con qué pagar el viaje.
Salí
a cambiarlos. Cuando volví al hotel media hora después encontré a toda la
pandilla en la habitación de la abuela. La noticia de que ésta salía
inmediatamente para Moscú pareció inquietarles aún más que la de las pérdidas
de juego que había sufrido. Pongamos, sí, que su fortuna se salvaba con ese
regreso, pero ¿qué iba a ser ahora del general? ¿Quién iba a pagar a Des
Grieux? Por supuesto, mademoiselle Blanche no esperaría hasta que muriera la
abuela y escurriría el bulto con el príncipe o con otro cualquiera. Se hallaban
todos ante la anciana, consolándola y tratando de persuadirla. Tampoco esta vez
estaba Polina presente. La abuela les increpaba con furia.
—¡Dejadme
en paz, demonios! ¿A vosotros qué os importa? ¿Qué quiere conmigo ese barba de
chivo? —gritó a Des Grieux— ¿Y tú, pájara, qué necesitas? —dijo dirigiéndose a
mademoiselle Blanche— ¿A qué viene ese mariposeo?
—¡Diantre!
—murmuró mademoiselle Blanche con los ojos brillantes de rabia; pero de pronto
lanzó una carcajada y se marchó.
—¡Elle vivra cent ans! —le
gritó al general desde la puerta.
—¡Ah!,
¿conque contabas con mi muerte? —aulló la abuela al general— ¡Fuera de aquí!
¡Échalos a todos, Aleksei Ivanovich! ¿A ellos qué les importa? ¡Me he jugado lo
mío, no lo vuestro!
El general se encogió
de hombros, se inclinó y salió. Des Grieux se fue tras él.
—Llama a Praskovya —ordenó
la abuela a Marfa.
Cinco
minutos después Marfa volvió con Polina. Durante todo este tiempo Polina había
permanecido en su cuarto con los niños y, al parecer, había resuelto no salir
de él en todo el día. Su rostro estaba grave, triste y preocupado.
—Praskovya
—comenzó diciendo la abuela—, ¿es cierto lo que he oído indirectamente, que ese
imbécil de padrastro tuyo quiere casarse con esa gabacha frívola? ¿Es actriz,
no? ¿O algo peor todavía? Dime, ¿es verdad?
—No
sé nada de ello con certeza, abuela —respondió Polina—, pero, a juzgar por lo
que dice la propia mademoiselle Blanche, que no estima necesario ocultar nada,
saco la impresión...
—¡Basta!
—interrumpió la abuela con energía—. Lo comprendo todo. Siempre he pensado que
le sucedería algo así, y siempre le he tenido por hombre superficial y liviano.
Está muy pagado de su generalato (al que le ascendieron de coronel cuando pasó
al retiro) y no hace más que pavonearse. Yo, querida, lo sé todo; cómo
enviasteis un telegrama tras otro a Moscú preguntando «si la vieja estiraría
pronto la pata». Esperaban la herencia; porque a él, sin dinero, esa
mujerzuela, ¿cómo se llama, de Cominges? no le aceptaría ni como lacayo,
mayormente cuando tiene dientes postizos. Dicen que ella tiene un montón de
dinero que da a usura y que ha amasado una fortuna. A ti, Praskovya, no te
culpo; no fuiste tú la que mandó los telegramas; y de lo pasado tampoco quiero
acordarme. Sé que tienes un humorcillo ruin, ¡una avispa! que picas hasta
levantar verdugones, pero te tengo lástima porque quería a tu madre Katerina,
que en paz descanse. Bueno, ¿te animas? Deja todo esto de aquí y vente conmigo.
En realidad no tienes donde meterte; y ahora es indecoroso que estés con ellos.
¡Espera —interrumpió la abuela cuando Polina iba a contestar—, que no he
acabado todavía! No te exigiré nada. Tengo casa en Moscú, como sabes, un
palacio donde puedes ocupar un piso entero y no venir a verme durante semanas y
semanas si no te gusta mi genio. ¿Qué, quieres o no?
—Permita que le
pregunte primero si de veras quiere usted irse en seguida.
—¿Es
que estoy bromeando, niña? He dicho que me voy y me voy. Hoy he despilfarrado
quince mil rublos en vuestra condenada ruleta. Hace cinco años hice la promesa
de reedificar en piedra, en las afueras de Moscú, una iglesia de madera, y en
lugar de eso me he jugado el dinero aquí. Ahora niña, me voy a construir esa
iglesia.
—¿Y las aguas, abuela?
Porque, al fin y al cabo, vino usted a beberlas.
—¡Quítate
allá con tus aguas! No me irrites, Praskovya. Lo haces adrede, ¿no es verdad?
Dime, ¿te vienes o no?
—Le
agradezco mucho, pero mucho, abuela —dijo Polina emocionada—, el refugio que me
ofrece. En parte ha adivinado mi situación. Le estoy tan agradecida que,
créame, iré a reunirme con usted y quizá pronto; pero ahora de momento hay
motivos... importantes... y no puedo decidirme en este instante mismo. Si se
quedara usted un par de semanas más...
—Lo que significa que
no quieres,
—Lo
que significa que no puedo. En todo caso, además, no puedo dejar a mi hermano y
mi hermana, y como... como... como efectivamente puede ocurrir que queden
abandonados, pues ... ; si nos recoge usted a los pequeños y a mí, abuela,
entonces sí, por supuesto, iré a reunirme con usted, ¡y créame que haré
merecimientos para ello! —añadió con ardor—; pero sin los niños no puedo.
—Bueno,
no gimotees (Polina no pensaba en gimotear y no lloraba nunca); ya
encontraremos también sitio para esos polluelos: un gallinero grande. Además,
ya es hora de que estén en la escuela. ¿De modo que no te vienes ahora? Bueno,
mira, Praskovya, te deseo buena suerte, pues sé por qué no te vienes. Lo sé
todo, Praskovya. Ese franchute no procurará tu bien.
Polina
enrojeció. Yo por mi parte me sobresalté. (¡Todos lo saben! ¡Yo soy, pues, el
único que no sabe nada!).
—Vaya,
vaya, no frunzas el entrecejo. No voy a cotillear. Ahora bien, ten cuidado de
que no ocurra nada malo, ¿entiendes? Eres una chica lista; me daría lástima de
ti. Bueno, basta. Más hubiera valido no haberos visto a ninguno de vosotros.
¡Anda, vete! ¡Adiós!
—Abuela, la acompañaré
a usted —dijo Polina.
—No es preciso, déjame
en paz; todos vosotros me fastidiáis.
Polina
besó la mano a la abuela, pero ésta retiró la mano y besó a Polina en la
mejilla. Al pasar junto a mí, Polina me lanzó una rápida ojeada y en seguida
apartó los ojos.
—Bueno,
adiós a ti también, Aleksei Ivanovich. Sólo falta una hora para la salida del
tren. Pienso que te habrás cansado de mi compañía. Vamos, toma estos cincuenta
federicos de oro.
—Muy agradecido,
abuela, pero me da vergüenza...
—¡Vamos,
vamos! —gritó la abuela, pero en tono tan enérgico y amenazador que no me
atreví a objetar y tomé el dinero.
—En
Moscú, cuando andes sin colocación, ven a verme. Te recomendaré a alguien.
¡Ahora, fuera de aquí!
Fui
a mi habitación y me eché en la cama. Creo que pasé media hora boca arriba, con
las manos cruzadas bajo la cabeza. Se había producido ya la catástrofe y había
en qué pensar. Decidí hablar en serio con Polina al día siguiente. ¡Ah, el
franchute! ¡Así, pues, era verdad! ¿Pero qué podía haber en ello? ¿Polina y Des
Grieux? ¡Dios, qué pareja!
Todo
ello era sencillamente increíble. De pronto di un salto y salí como loco en
busca de míster Astley para hacerle hablar fuera como fuera. Por supuesto que
de todo ello sabía más que yo. ¿Míster Astley? ¡He ahí otro misterio para mí!
Pero de repente alguien
llamó a mi puerta. Miré y era Potapych.
—Aleksei Ivanovich, la
señora pide que vaya usted a verla.
—¿Qué pasa? ¿Se va, no?
Faltan todavía veinte minutos para la salida del tren.
—Está
intranquila; no puede estarse quieta. «¡De prisa, de prisa! », es decir, que
viniera a buscarle a usted. Por Dios santo, no se retrase.
Bajé
corriendo al momento. Sacaban ya a la abuela al pasillo. Tenía el bolso en la
mano.
—Aleksei Ivanovich, ve
tú delante, ¡andando!
—¿Adónde, abuela?
—¡Que
me muera si no gano lo perdido! ¡Vamos, en marcha, y nada de preguntas! ¿Allí
se juega hasta medianoche?
Me quedé estupefacto,
pensé un momento, y en seguida tomé una decisión.
—Haga lo que le plazca,
Antonida Vasilyevna, pero yo no voy.
—¿Y eso por qué? ¿Qué
hay de nuevo ahora? ¿Qué mosca os ha picado?
—Haga
lo que guste, pero después yo mismo me reprocharía, y no quiero hacerlo. No
quiero ser ni testigo ni participante. ¡No me eche usted esa carga encima,
Antonida Vasilyevna! Aquí tiene sus cincuenta federicos de oro. ¡Adiós! —y
poniendo el paquete con el dinero en la mesita junto a la silla de la abuela,
saludé y me fui.
—¡Valiente
tontería! —exclamó la abuela tras mí—; pues no vayas, que quizá yo misma
encuentre el camino. ¡Potapych, ven conmigo! ¡A ver, levantadme y andando!
No
hallé a míster Astley y volví a casa. Más tarde, a la una de la madrugada, supe
por Potapych cómo acabó el día de la abuela. Perdió todo lo que poco antes yo
le había cambiado, es decir, diez mil rublos más en moneda rusa. En el casino
se pegó a sus faldas el mismo polaquillo a quien antes había dado dos federicos
de oro, y quien estuvo continuamente dirigiendo su juego. Al principio, hasta
que se presentó el polaco, mandó hacer las posturas a Potapych, pero pronto lo
despidió; y fue entonces cuando asomó el polaco. Para mayor desdicha, éste
entendía el ruso e incluso chapurreaba una mezcla de tres idiomas, de modo que
hasta cierto punto se entendían. La abuela no paraba de insultarle sin piedad,
aunque él decía de continuo que «se ponía a los pies de la señora».
—Pero
¿cómo compararle con usted, Aleksei Ivanovich? —decía Potapych—. A usted la
señora le trataba exactamente como a un caballero, mientras que ése —mire, lo
vi con mis propios ojos, que me quede en el sitio si miento— estuvo robándole
lo que estaba allí mismo en la mesa; ella misma le cogió con las manos en la
masa dos veces. Le puso como un trapo, con todas las palabras habidas y por
haber, y hasta le tiró del pelo una vez, así como lo oye usted, que no miento,
y todo el mundo alrededor se echó a reír. Lo perdió todo, señor, todo lo que
tenía, todo lo que usted había cambiado. Trajimos aquí a la señora, pidió de
beber sólo un poco de agua, se santiguó, y a su camita. Estaba rendida, claro,
y se durmió en un tris. ¡Que Dios le haya mandado sueños de ángel! ¡Ay, estas
tierras de extranjis! —concluyó Potapych—. ¡Ya decía yo que traerían mala
suerte! ¡Cómo me gustaría estar en nuestro Moscú cuanto antes! ¡Y como si no
tuviéramos una casa en Moscú! Jardín, flores de las que aquí no hay, aromas,
las manzanas madurándose, mucho sitio... ¡Pues nada: que teníamos que ir al
extranjero! ¡Ay, ay, ay!
Capítulo 13
Ha pasado ya casi un
mes desde que toqué por última vez estos apuntes míos que comencé bajo el
efecto de impresiones tan fuertes como confusas. La catástrofe, cuya inminencia
presentía, se produjo efectivamente, pero cien veces más devastadora e
inesperada de lo que había pensado. En todo ello había algo extraño, ruin y
hasta trágico, por lo menos en lo que a mí atañía. Me ocurrieron algunos lances
casi milagrosos, o así los he considerado desde entonces, aunque bien mirado y,
sobre todo, a juzgar por el remolino de sucesos a que me vi arrastrado
entonces, quizá ahora quepa decir solamente que no fueron del todo ordinarios.
Para mí, sin embargo, lo más prodigioso fue mi propia actitud ante estas
peripecias. ¡Hasta ahora no he logrado comprenderme a mí mismo! Todo ello pasó
flotando como un sueño, incluso mi pasión, que fue pujante y sincera, pero...
¿qué ha sido ahora de ella? Es verdad que de vez en cuando cruza por mi mente
la pregunta: «¿No estaba loco entonces? ¿No pasé todo ese tiempo en algún
manicomio, donde quizá todavía estoy, hasta tal punto que todo eso me pareció
que pasaba y aun ahora sólo me parece que pasó?».
He
recogido mis cuartillas y he vuelto a leerlas (¿quién sabe si las escribí sólo
para convencerme de que no estaba en una casa de orates?). Ahora me hallo
enteramente solo. Llega el otoño, amarillean las hojas. Estoy en este triste
poblacho (¡oh, qué tristes son los poblachos alemanes!), y en lugar de pensar
en lo que debo hacer en adelante, vivo influido por mis recientes sensaciones,
por mis recuerdos aún frescos, por esa tolvanera aún no lejana que me arrebató
en su giro y de la cual acabé por salir despedido. -A veces se me antoja que
todavía sigo dando vueltas en el torbellino, y que en cualquier momento la
tormenta volverá a cruzar rauda, arrastrándome consigo, que perderé una vez más
toda noción de orden, de medida, y que seguiré dando vueltas y vueltas y
vueltas...
Pero
pudiera echar raíces en algún sitio y dejar de dar vueltas si, dentro de lo
posible, consigo explicarme cabalmente lo ocurrido este mes. Una vez más me
atrae la pluma, amén de que a veces no tengo otra cosa que hacer durante las
veladas. ¡Cosa rara! Para ocuparme en algo, saco prestadas de la mísera
biblioteca de aquí las novelas de Paul de Kock (¡en traducción alemana!), que
casi no puedo aguantar, pero las leo y me maravillo de mí mismo: es como si
temiera destruir con un libro serio o con cualquier otra ocupación digna el
encanto de lo que acaba de pasar. Se diría que este sueño repulsivo, con las
impresiones que ha traído consigo, me es tan amable que no permito que nada
nuevo lo roce por temor a que se disipe en humo. ¿Me es tan querido todo esto?
Sí, sin duda lo es. Quizá lo recordaré todavía dentro de cuarenta años...
Así,
pues, me pongo a escribir. Sin embargo, todo ello se puede contar ahora parcial
y brevemente: no se puede, en absoluto, decir lo mismo de las impresiones...
En
primer lugar, acabemos con la abuela. Al día siguiente perdió todo lo que le
quedaba. No podía ser de otro modo: cuando una persona así se aventura una vez
por ese camino es igual que si se deslizara en trineo desde lo alto de una
montaña cubierta de nieve: va cada vez más de prisa. Estuvo jugando todo el
día, hasta las ocho de la noche. Yo no presencié el juego y sólo sé lo que he
oído contar a otros.
Potapych
pasó con ella en el Casino todo el día. Los polacos que dirigían el juego de la
abuela se relevaron varias veces durante la jornada. Ella empezó mandando a
paseo al polaco del día antes, al que había tirado del pelo, y tomó otro, pero
éste resultó casi peor. Cuando despidió al segundo y volvió a tomar el primero —que
no se había marchado sino que durante su ostracismo había seguido empujando
tras la silla de ella y asomando a cada minuto la cabeza—, la abuela acabó por
desesperarse del todo. El segundo polaco, a quien había despedido, tampoco
quería irse por nada del mundo; uno se colocó a la derecha de la señora y otro
a la izquierda. No paraban de reñir y se insultaban con motivo de las puestas y
el juego, llamándose mutuamente laidak y otras lindezas polacas por el estilo.
Más tarde hicieron las paces, movían el dinero sin orden ni concierto y
apostaban a la buena de Dios. Cuando se peleaban, cada uno hacía puestas por su
cuenta, uno, por ejemplo, al rojo y otro al negro. De esta manera acabaron por
marear y sacar de quicio a la abuela, hasta que ésta, casi llorando, rogó al
viejo crupier que la protegiera echándoles de allí. En seguida, efectivamente,
los expulsaron a pesar de sus gritos y protestas; ambos chillaban en coro y
perjuraban que la abuela les debía dinero, que los había engañado en algo y que
los había tratado indigna y vergonzosamente. El infeliz Potapych, con lágrimas
en los ojos, me lo contó todo esa misma noche, después de la pérdida del
dinero, y se quejaba de que los polacos se llenaban los bolsillos de dinero;
decía que él mismo había visto cómo lo robaban descaradamente y se lo
embolsaban a cada instante. Uno de ellos, por ejemplo, le sacaba a la abuela
cinco federicos de oro por sus servicios y los ponía junto por junto con las
apuestas de la abuela. La abuela ganaba y él exclamaba que era su propia puesta
la que había ganado y que la de ella había perdido, Cuando los expulsaron,
Potapych se adelantó y dijo que llevaban los bolsillos llenos de oro.
Inmediatamente la abuela pidió al crupier que tomara las medidas pertinentes, y
aunque los dos polacos se pusieron a alborotar como gallos apresados, se
presentó la policía y en un dos por tres vaciaron sus bolsillos en provecho de
la abuela. Ésta, hasta que lo perdió todo, gozó durante ese día de indudable
prestigio entre los crupieres y los empleados del Casino. Poco a poco su fama
se extendió por toda la ciudad. Todos los visitantes del balneario, de todas
las naciones, la gente ordinaria lo mismo que la de más campanillas, se
apiñaban para ver a une vieille comtesse russe, tombée en enfance, que había
perdido ya «algunos millones».
La
abuela, sin embargo, no sacó mucho provecho de que la rescataran de los dos
polaquillos. A reemplazarlos en su servicio surgió un tercer polaco, que
hablaba el ruso muy correctamente. Iba vestido como un gentleman aunque parecía
un lacayo, con enormes bigotes y mucha arrogancia. También él besó «los pies de
la señora» y «se puso a los pies de la señora», pero con los circunstantes se
mostró altivo y se condujo despóticamente, en suma, que desde el primer momento
se instaló no como sirviente, sino como amo de la abuela. A cada instante, con
cada jugada, se volvía a ella y juraba con terribles juramentos que era un «pan
honorable» y que no tomaría un solo kopek del dinero de la abuela. Repetía
estos juramentos tan a menudo que ella acabó por asustarse. Pero como al
principio el pan pareció, en efecto, mejorar el juego de ella y empezó a ganar,
la abuela misma ya no quiso deshacerse de él. Una hora más tarde los otros dos
polaquillos expulsados del Casino aparecieron de nuevo tras la silla de la abuela,
ofreciendo una vez más sus servicios, aunque sólo fuera para hacer mandados.
Potapych juraba que el «honorable pan» cambiaba guiños con ellos y, por
añadidura, les alargaba algo. Como la abuela no había comido y casi no se había
movido de la silla, uno de los polacos quiso, en efecto, serle útil: corrió al
comedor del Casino, que estaba allí al lado, y le trajo primero una taza de
caldo y después té. En realidad, los dos no hacían más que ir y venir. Al final
de la jornada, cuando ya todo el mundo veía que la abuela iba a perder hasta el
último billete, había detrás de su silla hasta seis polacos, nunca antes vistos
u oídos. Cuando la abuela ya perdía sus últimas monedas, no sólo dejaron de
escucharla, sino que ni la tomaban en cuenta, se deslizaban junto a ella para
llegar a la mesa, cogían ellos mismos el dinero, tomaban decisiones, hacían
puestas, discutían y gritaban, charlaban con el «honorable pan» como con un
compinche, y el honorable pan casi dejó de acordarse de la existencia de la
abuela. Hasta cuando ésta, después de perderlo todo, volvía a las ocho de la
noche al hotel, había aún tres o cuatro polacos que no se resignaban a dejarla,
corriendo en torno a la silla y a ambos lados de ella, gritando a voz en cuello
y perjurando en un rápido guirigay que la abuela les había engañado y debía
resarcirles de algún modo. Así llegaron hasta el mismo hotel, de donde por fin
los echaron a empujones.
Según
cálculo de Potapych, en ese solo día había perdido su señora hasta noventa mil
rublos, sin contar lo que había perdido la víspera. Todos sus billetes —todas
las obligaciones de la deuda interior al cinco por ciento, todas las acciones
que llevaba encima—, todo ello lo había ido cambiando sucesivamente. Yo me
maravillaba de que hubiera podido aguantar esas siete u ocho horas, sentada en
su silla y casi sin apartarse de la mesa, pero Potapych me dijo que en tres
ocasiones empezó a ganar de veras sumas considerables, y que, deslumbrada de
nuevo por la esperanza, no pudo abandonar el juego. Pero bien saben los jugadores
que puede uno estar sentado jugando a las cartas casi veinticuatro horas sin
mirar a su derecha o a su izquierda.
En
ese mismo día, mientras tanto, ocurrieron también en nuestro hotel incidentes
muy decisivos. Antes de las once de la mañana, cuando la abuela estaba todavía
en casa, nuestra gente, esto es, el general y Des Grieux, habían acordado dar
el último paso. Habiéndose enterado de que la abuela ya no pensaba en
marcharse, sino que, por el contrario, volvía al Casino, todos ellos (salvo
Polina) fueron en cónclave a verla para hablar con ella de manera definitiva y
sin rodeos. El general, trepidante y con el alma en un hilo, habida cuenta de
las consecuencias tan terribles para él, llegó a sobrepasarse: al cabo de media
hora de ruegos y súplicas y hasta de hacer confesión general, es decir, de
admitir sus deudas y hasta su pasión por mademoiselle Blanche (no daba en
absoluto pie con bola), el general adoptó de pronto un tono amenazador y hasta
se puso a chillar a la abuela y a dar patadas en el suelo. Decía a gritos que
deshonraba su nombre, que había escandalizado a toda la ciudad y por último...
por último: «¡Deshonra usted el nombre ruso, señora —exclamaba— y para casos
así está la policía! ». La abuela lo arrojó por fin de su lado con un bastón
(con un bastón de verdad). El general y Des Grieux tuvieron una o dos consultas
más esa mañana sobre si efectivamente era posible recurrir de algún modo a la
policía. He aquí, decían, que una infeliz, aunque respetable anciana, víctima
de la senilidad, se había jugado todo su dinero, etc., etc. En suma, ¿no se
podía encontrar un medio de vigilarla o contenerla?... Pero Des Grieux se
limitaba a encogerse de hombros y se reía en las barbas del general, que ya
desbarraba abiertamente corriendo de un extremo al otro del gabinete. Des
Grieux acabó por encogerse de hombros y escurrir el bulto. A la noche se supo
que había abandonado definitivamente el hotel, después de haber tenido una
conversación grave y secreta con mademoiselle Blanche. Mademoiselle Blanche, por
su parte, tomó medidas definitivas a partir de esa misma mañana. Despidió sin
más al general y ni siquiera le permitió que se presentara ante ella. Cuando el
general corrió a buscarla en el Casino y la encontró del brazo del príncipe, ni
ella ni madame veuve Cominges le reconocieron. El príncipe tampoco le saludó.
Todo ese día mademoiselle Blanche estuvo trabajando al príncipe para que éste
acabara por declararse (sin ambages). Pero, ¡ay!, se equivocó cruelmente en sus
cálculos. Esta pequeña catástrofe sucedió también esa noche. De pronto se
descubrió que el príncipe era más pobre que Job y que, por añadidura, contaba
con pedirle dinero a ella, previa firma de un pagaré, y probar fortuna a la
ruleta. Blanche, indignada, le mandó a paseo y se encerró en su habitación.
En
la mañana de ese mismo día fui a ver a míster Astley, o, mejor dicho, pasé toda
la mañana buscando a míster Astley sin poder dar con él. No estaba en casa, ni
en el Casino, ni en el parque. No comió en su hotel ese día. Eran más de las
cuatro de la tarde cuando tropecé con él; volvía de la estación del ferrocarril
al Hótel d'Angleterre. Iba de prisa y estaba muy preocupado, aunque era difícil
distinguir en su rostro preocupación o pesadumbre. Me alargó cordialmente la
mano con su exclamación habitual: «¡Ah!», pero no detuvo el paso y continuó su
camino apresuradamente. Emparejé con él, pero se las arregló de tal modo para
contestarme que no tuve tiempo de preguntarle nada. Además, por no sé qué
razón, me daba muchísima vergüenza hablar de Polina. Él tampoco dijo una
palabra de ella. Le conté lo de la abuela, me escuchó atenta y gravemente y se
encogió de hombros.
—Lo perderá todo —dije.
—Oh,
sí —respondió—, porque fue a jugar cuando yo salía y después me enteré que lo
había perdido todo. Si tengo tiempo iré al Casino a echar un vistazo porque se
trata de un caso curioso...
—¿A dónde ha ido usted?
—grité, asombrado de no haber preguntado antes.
—He estado en
Francfort.
—¿Viaje de negocios?
—Sí, de negocios.
Ahora
bien, ¿qué más tenía que preguntarle? Sin embargo, seguía caminando junto a él,
pero de improviso torció hacia el «Hotel des Quatre Saisons», que estaba en el
camino, me hizo una inclinación de cabeza y desapareció. Cuando regresaba a
casa me di cuenta de que aun si hubiera hablado con él dos horas no habría
sacado absolutamente nada en limpio porque... ¡no tenía nada que preguntarle!
¡Sí, así era yo, por supuesto! No sabía formular mis preguntas.
Todo
ese día lo pasó Polina errando por el parque con los niños y la niñera o
recluida en casa. Hacía ya tiempo que evitaba encontrarse con el general y casi
no hablaba con él de nada, por lo menos de nada serio. Yo ya había notado esto
mucho antes. Pero conociendo la situación en que ahora estaba el general pensé
que éste no podría dar esquinazo a Polina, es decir, que era imposible que no
hubiese una importante conversación entre ellos sobre asuntos de familia. Sin
embargo, cuando al volver al hotel después de hablar con míster Astley, tropecé
con Polina y los niños, el rostro de ella reflejaba la más plácida
tranquilidad, como si sólo ella hubiera salido indemne de todas las broncas
familiares. A mi saludo contestó con una inclinación de cabeza. Volví a casa
presa de malignos sentimientos.
Yo,
naturalmente, había evitado hablar con ella y no la había visto (apenas) desde
mi aventura con los Burmerhelm. Cierto es que a veces me había mostrado
petulante y bufonesco, pero a medida que pasaba el tiempo sentía rebullir en mí
verdadera indignación. Aunque no me tuviera ni pizca de cariño, me parecía que
no debía pisotear así mis sentimientos ni recibir con tanto despego mis
confesiones. Ella bien sabía que la amaba de verdad, y me toleraba y consentía
que le hablara de mi amor. Cierto es que ello había surgido entre nosotros de
modo extraño. Desde hacía ya bastante tiempo, cosa de dos meses a decir verdad,
había comenzado yo a notar que quería hacerme su amigo, su confidente, y que
hasta cierto punto lo había intentado; pero dicho propósito, no sé por qué
motivo, no cuajó entonces; y en su lugar habían surgido las extrañas relaciones
que ahora teníamos, lo que me llevó a hablar con ella como ahora lo hacía. Pero
si le repugnaba mi amor, ¿por qué no me prohibía sencillamente que hablase de
él?
No
me lo prohibía; hasta ella misma me incitaba alguna vez a hablar y .... claro,
lo hacía en broma. Sé de cierto —lo he notado bien— que, después de haberme
escuchado hasta el fin y soliviantado hasta el colmo, le gustaba desconcertarme
con alguna expresión de suprema indiferencia y desdén. Y, no obstante, sabía
que no podía vivir sin ella. Habían pasado ya tres días desde el incidente con
el barón y yo ya no podía soportar nuestra separación. Cuando poco antes la
encontré en el Casino, me empezó a martillar el corazón de tal modo que perdí
el color. ¡Pero es que ella tampoco podía vivir sin mí! Me necesitaba y, ¿pero
es posible que sólo como bufón o hazmerreír?
Tenía
un secreto, ello era evidente. Su conversación con la abuela fue para mí una
dolorosa punzada en el corazón. Mil veces la había instado a ser sincera conmigo
y sabía que estaba de veras dispuesto a dar la vida por ella; y, sin embargo,
siempre me tenía a raya, casi con desprecio, y en lugar del sacrificio de mi
vida que le ofrecía me exigía una travesura como la de tres días antes con el
barón. ¿No era esto una ignominia? ¿Era posible que todo el mundo fuese para
ella ese francés? ¿Y míster Astley? Pero al llegar a este punto, el asunto se
volvía absolutamente incomprensible, y mientras tanto... ¡ay, Dios, qué
sufrimiento el mío!
Cuando
llegué a casa, en un acceso de furia cogí la pluma y le garrapateé estos
renglones:
«Polina
Aleksandrovna, veo claro que ha llegado el desenlace, que, por supuesto, la
afectará a usted también. Repito por última vez: ¿necesita usted mi vida o no?
Si la necesita, para lo que sea, disponga de ella. Mientras tanto esperaré en
mi habitación, al menos la mayor parte del tiempo, y no iré a ninguna parte. Si
es necesario, escríbame o llámeme.»
Sellé
la nota y la envié con el camarero de servicio, con orden de que la entregara
en propia mano. No esperaba respuesta, pero al cabo de tres minutos volvió el
camarero con el recado de que se me mandaban «saludos».
Eran
más de las seis cuando me avisaron que fuera a ver al general. Éste se hallaba
en su gabinete, vestido como para ir a alguna parte. En el sofá se veían su
sombrero y su bastón. Al entrar me pareció que estaba en medio de la
habitación, con las piernas abiertas y la cabeza caída, hablando consigo mismo
en voz alta; mas no bien me vio se arrojó sobre mí casi gritando, al punto de
que involuntariamente di un paso atrás y casi eché a correr; pero me cogió de
ambas manos y me llevó a tirones hacia el sofá. En él se sentó, hizo que yo me
sentara en un sillón frente a él ya sin soltarme las manos, temblorosos los
labios y con las pestañas brillantes de lágrimas, me dijo con voz suplicante:
—¡Aleksei Ivanovich,
sálveme, sálveme, tenga piedad!
Durante
algún tiempo no logré comprender nada. Él no hacía más que hablar, hablar y
hablar, repitiendo sin cesar: «¡Tenga piedad, tenga piedad!». Acabé por
sospechar que lo que de mí esperaba era algo así como un consejo; o, mejor aún,
que, abandonado de todos, en su angustia y zozobra se había acordado de mí y me
había llamado sólo para hablar, hablar, hablar.
Desvariaba,
o por lo menos estaba muy aturdido. Juntaba las manos y parecía dispuesto a
arrodillarse ante mí para que (¿lo adivinan ustedes?) fuera en seguida a ver a
mademoiselle Blanche y le pidiera, le implorara, que volviese y se casara con
él.
—Perdón,
general —exclamé—, ¡pero si es posible que mademoiselle Blanche no se haya
fijado en mí todavía! ¿Qué es lo que yo puedo hacer?
Era,
sin embargo, inútil objetar; no entendía lo que se le decía. Empezó a hablar
también de la abuela, pero de manera muy inconexa. Seguía aferrado a la idea de
llamar a la policía.
—Entre
nosotros, entre nosotros —comenzó, hirviendo súbitamente de indignación—, en
una palabra, entre nosotros, en un país con todos los adelantos, donde hay
autoridades, hubieran puesto inmediatamente bajo tutela a viejas como ésa. Sí,
señor mío, sí —continuó, adoptando de pronto un tono de reconvención, saltando
de su sitio y dando vueltas por la habitación—, usted todavía no sabía esto,
señor mío —dijo dirigiéndose a un imaginario señor suyo en el rincón—; pues
ahora lo sabe usted... sí, señor.. en nuestro país a tales viejas se las mete
en cintura, en cintura, en cintura, sí, señor.. ¡Oh, qué demonio!
Y
se lanzó de nuevo al sofá; pero un minuto después, casi sollozando y sin
aliento, se apresuró a decirme que mademoiselle Blanche no se casaba con él
porque en lugar de un telegrama había llegado la abuela y ahora estaba claro
que no heredaría. Él creía que yo no sabía aún nada de esto. Empecé a hablar de
Des Grieux; hizo un gesto con la mano: «Se ha ido. Todo lo mío lo tengo hipotecado
con él: ¡me he quedado en cueros! Ese dinero que trajo usted... ese dinero...
no sé cuánto era, parece que quedan setecientos francos, y… bueno, eso es todo,
y en cuanto al futuro ... no sé, no sé».
—¿Cómo va a pagar usted
el hotel? —pregunté alarmado—; ¿y después qué hará usted?
Me
miraba pensativo, pero parecía no comprender y quizá ni siquiera me había oído.
Probé a hablar de Polina Aleksandrovna, de los niños, me respondió con premura:
«¡Sí, sí! », pero en seguida volvió a hablar del príncipe, a decir que Blanche
se iría con él y entonces... y entonces... ¿qué voy a hacer, Aleksei Ivanovich?
—preguntó volviéndose de pronto a mí—, ¡Juro a Dios que no lo sé! ¿Qué voy a
hacer? Dígame, ¿ha visto usted ingratitud semejante? ¿No es verdad que es ingratitud?
—Por último, se disolvió en un torrente de lágrimas.
Nada
cabía hacer con un hombre así. Dejarle solo era también peligroso; podía
ocurrirle algo. De todos modos, logré librarme de él, pero advertí a la niñera
que fuera a verle a menudo y hablé además con el camarero de servicio, chico
despierto, quien me prometió vigilar también por su parte.
Apenas
dejé al general cuando vino a verme Potapych con una llamada de la abuela. Eran
las ocho, y ésta acababa de regresar del Casino después de haberlo perdido todo.
Fui a verla. La anciana estaba en su silla, completamente agotada y, a juzgar
por las trazas, enferma. Marfa le daba una taza de té y la obligaba a bebérselo
casi a la fuerza. La voz y el tono de la abuela habían cambiado notablemente.
—Dios
te guarde, amigo Aleksei Ivanovich —dijo con lentitud e inclinando gravemente
la cabeza—. Lamento volver a molestarte; perdona a una mujer vieja. Lo he
dejado allí todo, amigo mío, casi cien mil rublos. Hiciste bien en no ir
conmigo ayer. Ahora no tengo dinero, ni un ochavo. No quiero quedarme aquí un
minuto más y me marcho a las nueve y media. He mandado un recado a ese inglés
tuyo, Astley, ¿no es eso? y quiero pedirle prestados tres mil francos por una
semana. Convéncele, pues, de que no tiene nada que temer y de que no me lo
rehúse. Todavía, amigo, soy bastante rica. Tengo tres fincas rurales y dos
urbanas; sin contar el dinero, pues no me lo traje todo. Digo esto para que no
tenga recelo alguno... ¡Ah, aquí viene! Bien se ve que es un hombre bueno.
Míster
Astley vino así que recibió la primera llamada de la abuela. No mostró recelo
alguno y no habló mucho. Al momento le contó tres mil francos bajo pagaré que
la abuela firmó. Acabado el asunto, saludó y se marchó de prisa.
—Y
tú vete también ahora, Aleksei Ivanovich. Falta hora y pico y quiero acostarme,
que me duelen los huesos. No seas duro conmigo, con esta vieja imbécil. En
adelante no acusaré a la gente joven de liviandad, y hasta me parecería pecado
acusar a ese infeliz general vuestro. Pero, con todo, no le daré dinero a pesar
de sus deseos, porque en mi opinión es un necio; sólo que yo, vieja imbécil, no
tengo más seso que él. Verdad es que Dios pide cuentas y castiga la soberbia
incluso en la vejez. Bueno, adiós. Marfusha, levántame.
Yo,
sin embargo, quería despedir a la abuela. Además, estaba un poco a la
expectativa, aguardando que de un momento a otro sucediese algo. No podía parar
en mi habitación. Salía al pasillo, y hasta erré un momento por la avenida. Mi
carta a Polina era clara y terminante y la presente catástrofe, por supuesto,
definitiva. En el hotel oí hablar de la marcha de Des Grieux. En fin de
cuentas, si me rechazaba como amigo quizá no me rechazase como criado, pues me
necesitaba aunque sólo fuera para hacer mandados. Le sería útil, ¡cómo no!
A
la hora de la salida del tren corrí a la estación y acomodé a la abuela. Todos
tomaron asiento en un compartimiento reservado. «Gracias, amigo, por tu afecto
desinteresado -me dijo al despedirse- y repite a Praskovya lo que le dije ayer:
que la esperaré.»
Fui
a casa. Al pasar junto a las habitaciones del general tropecé con la niñera y
pregunté por él. «Va bien, señor» —me respondió abatida—. No obstante, decidí
entrar un momento, pero me detuve a la puerta del gabinete presa del mayor
asombro. Mademoiselle Blanche y el general, a cual mejor, estaban riendo a
carcajadas. La veuve Cominges se hallaba también allí, sentada en el sofá. El
general, por lo visto, estaba loco de alegría, cotorreaba toda clase de
sandeces y se deshacía en una risa larga y nerviosa que le encogía el rostro en
una incontable multitud de arrugas, entre las que desaparecían los ojos. Más
tarde supe por la propia mademoiselle Blanche que, después de mandar a paseo al
príncipe y habiéndose enterado del llanto del general, decidió consolar a éste
y entró a verle un momento. El pobre general no sabía que ya en ese momento
estaba echada su suerte, y que Blanche había empezado a hacer las maletas para
irse volando a París en el primer tren del día siguiente.
En
el umbral del gabinete del general cambié de parecer y me escurrí sin ser
visto. Subí a mi cuarto, abrí la puerta y en la semioscuridad noté de pronto
una figura sentada en una silla, en el rincón, junto a la ventana. No se
levantó cuando yo entré. Me acerqué, miré... y se me cortó el aliento: era
Polina.
Capítulo 14
Lancé un grito.
—¿Qué
pasa?, ¿qué pasa? —me preguntó en tono raro. Estaba pálida y su aspecto era
sombrío.
—¿Cómo que qué pasa?
¿Usted? ¿Aquí en mi cuarto?
—Si
vengo, vengo toda. Ésa es mi costumbre. Lo verá usted pronto. Encienda una
bujía.
Encendí
la bujía. Se levantó, se acercó a la mesa y me puso delante una carta abierta.
—Lea —me ordenó.
—Ésta...
¡ésta es la letra de Des Grieux! —exclamé tomando la carta. Me temblaban las
manos y los renglones me bailaban ante los ojos. He olvidado los términos
exactos de la carta, pero aquí va, si no palabra por palabra, al menos
pensamiento por pensamiento.
«Mademoiselle
—escribía Des Grieux—. Circunstancias desagradables me obligan a marcharme
inmediatamente Usted misma ha notado, sin duda, que he evitado adrede tener con
usted una explicación definitiva mientras no se aclarasen esas circunstancias.
La llegada de su anciana pariente (de la vieille dame) y su absurda conducta
aquí han puesto fin a mis dudas. El embrollo en que se hallan mis propios
asuntos me impide alimentar en el futuro las dulces esperanzas con que me
permitió usted embriagarme durante algún tiempo. Lamento el pasado, pero espero
que en mi comportamiento no haya usted encontrado nada indigno de un caballero
y un hombre de bien (gentíl-homme et honnête homme). Habiendo perdido casi todo
mi dinero en préstamos a su padrastro, me encuentro en la extrema necesidad de
utilizar con provecho lo que me queda. Ya he hecho saber a mis amigos de
Petersburgo que procedan sin demora a la venta de los bienes hipotecados a mi
favor. Sabiendo, sin embargo, que el irresponsable de su tío ha malversado el
propio dinero de usted, he decidido perdonarle cincuenta mil francos y a este
fin le devuelvo la parte de hipoteca sobre sus bienes correspondientes a esta
suma; así, pues, tiene usted ahora la posibilidad de recuperar lo que ha
perdido, reclamándoselo por vía judicial. Espero, mademoiselle, que, tal como
están ahora las cosas, este acto mío le resulte altamente beneficioso. Con él
espero asimismo cumplir plenamente con el deber de un hombre honrado y un
caballero. Créame que el recuerdo de usted quedará para siempre grabado en mi
corazón.»
—¿Bueno,
y qué? Esto está perfectamente claro —dije volviéndome a Polina— ¿Esperaba
usted otra cosa? —añadí indignado.
—No
esperaba nada —respondió con sosiego aparente, pero con una punta de temblor en
la voz—. Hace ya tiempo que tomé una determinación. Leía sus pensamientos y
supe lo que pensaba. Él pensaba que yo procuraría... que insistiría... (se detuvo,
y sin terminar la frase se mordió el labio y guardó silencio). De propósito
redoblé el desprecio que sentía por él —prosiguió de nuevo—, y aguardaba a ver
lo que haría. Si llegaba el telegrama sobre la herencia, le hubiera tirado a la
cara el dinero que le debía ese idiota (el padrastro) y le hubiera echado con
cajas destempladas. Me era odioso desde hacía mucho, muchísimo tiempo. ¡Ah, no
era el mismo hombre de antes, mil veces no, y ahora, ahora...! ¡Oh, con qué
gusto le tiraría ahora a su cara infame esos cincuenta mil francos! ¡Cómo le
escupiría y le restregaría la cara con el escupitajo!
—Pero
el documento ese de la hipoteca por valor de cincuenta mil francos que ha
devuelto lo tendrá el general. Tómelo y devuélvaselo a Des Grieux.
—¡Oh, no es eso, no es
eso!
—¡Sí,
es verdad, es verdad que no es eso! Y ahora, ¿de qué es capaz el general? ¿Y la
abuela?
—¿Por
qué la abuela? —preguntó Polina con irritación—. No puedo ir a ella... y no voy
a pedirle perdón a nadie —agregó exasperada.
—¿Qué
hacer? —exclamé— ¿Cómo... sí, cómo puede usted querer a Des Grieux? ¡Oh,
canalla, canalla! ¡Si usted lo desea, lo mato en duelo! ¿Dónde está ahora?
—Ha ido a Francfort y
estará allí tres días.
—¡Basta
una palabra de usted y mañana mismo voy allí en el primer tren! —dije con
entusiasmo un tanto pueril.
Ella se rió.
—¿Y
qué? Puede que diga que se le devuelvan primero los cincuenta mil francos. ¿Y
para qué batirse con él?... ¡Qué tontería!
—Bien,
pero ¿dónde, dónde agenciarse esos cincuenta mil francos? —repetí rechinando
los dientes, como si hubiera sido posible recoger el dinero del suelo—. Oiga,
¿y míster Astley? —pregunté dirigiéndome a ella con el chispazo de una idea
peregrina.
Le centellearon los
ojos.
—¿Pero
qué? ¿Es que tú mismo quieres que me aparte de ti para ver a ese inglés? —preguntó,
fijando sus ojos en los míos con mirada penetrante y sonriendo amargamente. Por
primera vez en la vida me tuteaba.
Se
diría que en ese momento tenía trastornada la cabeza por la emoción que sentía.
De pronto se sentó en el sofá como si estuviera agotada.
Fue
como si un relámpago me hubiera alcanzado. No daba crédito a mis ojos ni a mis
oídos. ¿Pero qué? Estaba claro que me amaba. ¡Había venido a mí y no a míster
Astley! Ella, ella sola, una muchacha, había venido a mi cuarto, en un hotel,
comprometiéndose con ello ante los ojos de todo el mundo...; y yo, de pie ante
ella, no comprendía todavía.
Una idea delirante me
cruzó por la mente.
—¡Polina,
dame sólo una hora! ¡Espera aquí sólo una hora...que volveré! ¡Es... es
indispensable! ¡Ya verás! ¡Quédate aquí, quédate aquí!
Y
salí corriendo de la habitación sin responder a su mirada inquisitiva y
asombrada. Gritó algo tras de mí, pero no me volví.
Sí,
a veces la idea más delirante, la que parece más imposible, se le clava a uno
en la cabeza con tal fuerza que acaba por juzgarla realizable... Más aún, si
esa idea va unida a un deseo fuerte y apasionado acaba uno por considerarla a
veces como algo fatal, necesario, predestinado, como algo que es imposible que
no sea, que no ocurra. Quizá haya en ello más: una cierta combinación de
presentimientos, un cierto esfuerzo inhabitual de la voluntad, un auto envenenamiento
de la propia fantasía, o quizá otra cosa... no sé. Pero esa noche (que en mi
vida olvidaré) me sucedió una maravillosa aventura. Aunque puede ser
justificada por la aritmética, lo cierto es que para mí sigue siendo todavía
milagrosa. ¿Y por qué, por qué se arraigó en mí tan honda y fuertemente esa
convicción y sigue arraigada hasta el día de hoy? Cierto es que ya he reflexionado
sobre esto —repito—, no cómo sobre un caso entre otros (y, por lo tanto, que
puede no ocurrir entre otros), sino como sobre algo que tenía que producirse
irremediablemente.
Eran
las diez y cuarto. Entré en el casino con una firme esperanza y con una agitación
como nunca había sentido hasta entonces. En las salas de juego había todavía
bastante público, aunque sólo la mitad del que había habido por la mañana.
Entre
las diez y las once se encuentran junto a las mesas de juego los jugadores
auténticos, los desesperados, los individuos para quienes el balneario existe
sólo por la ruleta, que han venido sólo por ella, los que apenas se dan cuenta
de lo que sucede en torno suyo ni por nada se interesan durante toda la
temporada sino por jugar de la mañana a la noche y quizá jugarían de buena gana
toda la noche, hasta el amanecer si fuera posible. Siempre se dispersan con
enojo cuando se cierra la sala de ruleta a medianoche. Y cuando el crupier más
antiguo, antes del cierre de la sala a las doce, anuncia: Les trois derniers
coups, ¡messieurs!, están a veces dispuestos a arriesgar en esas tres últimas
posturas todo lo que tienen en los bolsillos —y, en realidad lo pierden en la
mayoría de los casos—. Yo me acerqué a la misma mesa a la que la abuela había
estado sentada poco antes. No había muchas apreturas, de modo que muy pronto
encontré lugar, de pie, junto a ella. Directamente frente a mí, sobre el paño
verde, estaba trazada la palabra Passe. Este passe es una serie de números
desde el 19 hasta el 36 inclusive. La primera serie, del 1 al 18 inclusive, se
llama Manque. ¿Pero a mí qué me importaba nada de eso? No hice cálculos, ni
siquiera oí en qué número había caído la última suerte, y no lo pregunté cuando
empecé a jugar, como lo hubiera hecho cualquier jugador prudente. Saqué mis
veinte federicos de oro y los apunté alpasse que estaba frente a mí.
—¡Vingt-deux! —gritó el
crupier.
Gané y volví a
apostarlo todo: lo anterior y lo ganado.
—¡Trente et un! —anunció
el crupier—. ¡Había ganado otra vez!
Tenía,
pues, en total ochenta federicos de oro. Puse los ochenta a los doce números
medios (triple ganancia pero dos probabilidades en contra), giró la rueda y
salió el veinticuatro. Me entregaron tres paquetes de cincuenta federicos cada
uno y diez monedas de oro. Junto con lo anterior ascendía a doscientos
federicos de oro. Estaba como febril y empujé todo el montón de dinero al rojo
y de repente volví en mi acuerdo. Y sólo una vez en toda esa velada, durante
toda esa partida, me sentí poseído de terror, helado de frío, sacudido por un
temblor de brazos y piernas. Presentí con espanto y comprendí al momento lo que
para mí significaría perder ahora. Toda mi vida dependía de esa apuesta.
—¡Rouge!
—gritó el crupier—, y volví a respirar. Ardientes estremecimientos me recorrían
el cuerpo. Me pagaron en billetes de banco: en total cuatro mil florines y
ochenta federicos de oro (aun en ese estado podía hacer bien mis cuentas).
Recuerdo
que luego volví a apostar dos mil florines a los doce números medios y perdí;
aposté el oro que tenía además de los ochenta federicos de oro y perdí. Me puse
furioso: cogí los últimos dos mil florines que me quedaban y los aposté a los
doce primeros números al buen tuntún, a lo que cayera, sin pensar. Hubo, sin
embargo, un momento de expectación parecido quizá a la impresión que me produjo
madame Blanchard en París cuando desde un globo bajó volando a la tierra.
—¡Quatre!
—gritó el banquero. Con la apuesta anterior resultaba de nuevo un total de seis
mil florines. Yo tenía ya aire de vencedor; ahora nada, lo que se dice nada, me
infundía temor, y coloqué cuatro mil florines al negro. Tras de mí, otros nueve
individuos apostaron también al negro. Los crupieres se miraban y cuchicheaban
entre sí. En torno, la gente hablaba y esperaba.
Salió
el negro. Ya no recuerdo ni el número ni el orden de mis posturas. Sólo
recuerdo, como en sueños, que por lo visto gané dieciséis mil florines;
seguidamente perdí doce mil de ellos en tres apuestas desafortunadas. Luego
puse los últimos cuatro mil a passe (pero ya para entonces no sentía casi nada;
estaba sólo a la expectativa, se diría que mecánicamente, vacío de
pensamientos) y volví a ganar, y después de ello gané cuatro veces seguidas. Me
acuerdo sólo de que recogía el dinero a montones, y también que los doce números
medios a que apunté salían más a menudo que los demás. Aparecían con bastante
regularidad, tres o cuatro veces seguidas, luego desaparecían un par de veces
para volver de nuevo tres o cuatro veces consecutivas. Esta insólita
regularidad se presenta a veces en rachas, y he aquí por qué desbarran los
jugadores experimentados que hacen cálculos lápiz en mano. ¡Y qué crueles son a
veces en este terreno las burlas de la suerte!
Pienso
que no había transcurrido más de media hora desde mi llegada. De pronto el crupier
me hizo saber que había ganado treinta mil florines, y que como la banca no
respondía de mayor cantidad en una sola sesión se suspendería la ruleta hasta
el día siguiente. Eché mano de todo mi oro, me lo metí en el bolsillo, recogí
los billetes y pasé seguidamente a otra sala, donde había otra mesa de ruleta;
tras mí, agolpada, se vino toda la gente. Al instante me despejaron un lugar y
empecé de nuevo a apostar sin orden ni concierto. ¡No sé qué fue lo que me
salvó!
Pero
de vez en cuando empezaba a hurgarme un conato de cautela en el cerebro. Me
aferraba a ciertos números y combinaciones, pero pronto los dejaba y volvía a
apuntar inconscientemente. Estaba, por lo visto, muy distraído, y recuerdo que
los crupieres corrigieron mi juego más de una vez. Cometí errores groseros.
Tenía las sienes bañadas en sudor y me temblaban las manos. También vinieron
trotando los polacos con su oferta de servicios, pero yo no escuchaba a nadie.
La suerte no me volvió la espalda. De pronto se oyó a mí alrededor un rumor sordo
y risas. «¡Bravo, bravo!», gritaban todos, y algunos incluso aplaudieron.
Recogí allí también treinta mil florines y la banca fue clausurada hasta el día
siguiente.
—¡Váyase,
váyase! —me susurró la voz de alguien a mi derecha. Era la de un judío de Francfort
que había estado a mi lado todo ese tiempo y que, al parecer, me había ayudado
de vez en cuando en mi juego.
—¡Váyase,
por amor de Dios! —murmuró a mi izquierda otra voz. Vi en una rápida ojeada que
era una señora al filo de la treintena, vestida muy modesta y decorosamente, de
rostro fatigado, de palidez enfermiza, pero que aún ahora mostraba rastros de
su peregrina belleza anterior. En ese momento estaba yo atiborrándome el
bolsillo de billetes, arrugándolos al hacerlo, y recogía el oro que quedaba en
la mesa. Al levantar el último paquete de cincuenta federicos de oro logré
ponerlo en la mano de la pálida señora sin que nadie lo notara. Sentí entonces
grandísimo deseo de hacer eso, y recuerdo que sus dedos finos y delicados me
apretaron fuertemente la mano en señal de viva gratitud. Todo ello sucedió en
un instante.
Una
vez embolsado todo el dinero me dirigí apresuradamente a la mesa de trente et
quarente. En torno a ella estaba sentado un público aristocrático. Esto no es
ruleta; son cartas. La banca responde de hasta 100.000 táleros de una vez. La
postura máxima es también aquí de cuatro mil florines. Yo no sabía nada de este
juego y casi no conocía las posturas, salvo el rojo y el negro, que también
existen en él. A ellos me adherí. Todo el casino se agolpó en torno. No
recuerdo si pensé una sola vez en Polina durante ese tiempo. Lo que sentía era
un deleite irresistible de atrapar billetes de banco, de ver crecer el montón
de ellos que ante mí tenía.
En
realidad, era como si la suerte me empujase. En esta ocasión se produjo, como
de propósito, una circunstancia que, sin embargo, se repite con alguna
frecuencia en el juego. Cae, por ejemplo, la suerte en. el rojo y sigue cayendo
en él diez, hasta quince veces seguidas. Anteayer oí decir que el rojo había
salido veintidós veces consecutivas la semana pasada, lo que no se recuerda que
haya sucedido en la ruleta y de lo cual todo el mundo hablaba con asombro. Como
era de esperar, todos abandonaron al momento el rojo y al cabo de diez veces,
por ejemplo, casi nadie se atrevía a apostar a él. Pero ninguno de los
jugadores experimentados tampoco apuesta entonces al negro. El jugador avezado
sabe lo que significa esta «suerte veleidosa», a saber, que después de salir el
rojo dieciséis veces, la decimoséptima saldría necesariamente el negro. A tal
conclusión se lanzan casi todos los novatos, quienes doblan o triplican las
posturas y pierden sumas enormes.
Ahora
bien, no sé por qué extraño capricho, cuando noté que el rojo había salido
siete veces seguidas, continué apostando a él. Estoy convencido de que en ello
terció un tanto el amor propio: quería asombrar a los mirones con mi arrojo
insensato y —¡oh, extraño sentimiento! — recuerdo con toda
claridad que, efectivamente, sin provocación alguna de mi orgullo, me sentí de
repente arrebatado por una terrible apetencia de riesgo. Quizá después de
experimentar tantas sensaciones, mi espíritu no estaba todavía saciado, sino
sólo azuzado por ellas, y exigía todavía más sensaciones, cada vez más fuertes,
hasta el agotamiento final. Y, de veras que no miento: si las reglas del juego
me hubieran permitido apostar cincuenta mil florines de una vez, los hubiera
apostado seguramente. En torno mío gritaban que esto era insensato, que el rojo
había salido por decimocuarta vez.
—Monsieur a gagné déjà
cent mille florins —dijo una voz junto a mí.
De
pronto volví en mí. ¿Cómo? ¡Había ganado esa noche cien mil florines! ¿Qué más
necesitaba? Me arrojé sobre los billetes, los metí a puñados en los bolsillos,
sin contarlos, recogí todo el oro, todos los fajos de billetes, y salí
corriendo del casino. En torno mío la gente reía al verme atravesar las salas
con los bolsillos abultados y al ver los trompicones que me hacía dar el peso
del oro. Creo que pesaba bastante más de veinte libras. Varias manos se
alargaron hacia mí. Yo repartía cuanto podía coger, a puñados. Dos judíos me
detuvieron a la salida.
—¡Es
usted audaz! ¡Muy audaz! —me dijeron—, pero márchese sin falta mañana por la
mañana, lo más temprano posible; de lo contrario lo perderá todo, pero todo...
No
les hice caso. La avenida estaba oscura, tanto que me era imposible distinguir
mis propias manos. Había media versta hasta el hotel. Nunca he tenido miedo a
los ladrones ni a los atracadores, ni siquiera cuando era pequeño. Tampoco
pensaba ahora en ellos. A decir verdad, no recuerdo en qué iba pensando durante
el camino; tenía la cabeza vacía de pensamientos. Sólo sentía un enorme
deleite: éxito, victoria, poderío, no sé cómo expresarlo. Pasó ante mí también
la imagen de Polina. Recordé y me di plena cuenta de que iba a su encuentro, de
que pronto estaría con ella, de que le contaría, le mostraría... pero apenas
recordaba ya lo que me había dicho poco antes, ni por qué yo había salido;
todas esas sensaciones recientes, de hora y media antes, me parecían ahora algo
sucedido tiempo atrás, algo superado, vetusto, algo que ya no recordaríamos,
porque ahora todo empezaría de nuevo. Cuando ya llegaba casi al final de la
avenida me sentí de pronto sobrecogido de espanto: «¿Y si ahora me mataran y
robaran?». Con cada paso mi temor se redoblaba. Iba corriendo. Pero al final de
la avenida surgió de pronto nuestro hotel, rutilante de luces innumerables.
¡Gracias a Dios, estaba en casa!
Subí
corriendo a mi piso y abrí de golpe la puerta. Polina estaba allí, sentada en
el sofá y cruzada de brazos ante una bujía encendida. Me miró con asombro y,
por supuesto, mi aspecto debía de ser bastante extraño en ese momento. Me
planté frente a ella y empecé a arrojar sobre la mesa todo mi montón de dinero.
Capítulo 15
Recuerdo que me miró
cara a cara, con terrible fijeza, pero sin moverse de su sitio para cambiar de
postura.
—He
ganado 200.000 francos —exclamé, arrojando el último envoltorio. La ingente
masa de billetes y paquetes de monedas de oro cubría toda la mesa. Yo no podía
apartar los ojos de ella. Durante algunos minutos olvidé por completo a Polina.
Ora empezaba a poner orden en este cúmulo de billetes de banco juntándolos en
fajos, ora ponía el oro aparte en un montón especial, ora lo dejaba todo y me
ponía a pasear rápidamente por la habitación; a ratos reflexionaba, luego
volvía a acercarme impulsivamente a la mesa y empezaba a contar de nuevo el
dinero. De pronto, como si hubiera recobrado el juicio, me abalancé a la puerta
y la cerré con dos vueltas de llave. Luego me detuve, sumido en mis
reflexiones, delante de mi pequeña maleta.
—¿No
convendría quizá meterlo en la maleta hasta mañana? —pregunté volviéndome a
Polina, de quien me acordé de pronto. Ella seguía inmóvil en su asiento, en el
mismo sitio, pero me observaba fijamente. Había algo raro en la expresión de su
rostro, y esa expresión no me gustaba. No me equivoco si digo que en él se
retrataba el aborrecimiento.
Me acerqué de prisa a
ella.
—Polina,
aquí tiene veinticinco mil florines, o sea, cincuenta mil francos; más todavía.
Tómelos y tíreselos mañana a la cara.
No me contestó.
—Si quiere usted, yo
mismo se los llevo mañana temprano. ¿Qué dice?
De
pronto se echó a reír y estuvo riendo largo rato. Yo la miraba asombrado y
apenado. Esa risa era muy semejante a aquella otra frecuente y sarcástica con
que siempre recibía mis declaraciones más apasionadas. Cesó de reír por fin y
arrugó el entrecejo. Me miraba con severidad, ceñudamente.
—No tomaré su dinero —dijo
con desprecio.
—¿Cómo? ¿Qué pasa? —grité—.
Polina, ¿por qué no?
—No tomo dinero de
balde.
—Se lo ofrezco como
amigo. Le ofrezco a usted mi vida.
Me
dirigió una mirada larga y escrutadora como si quisiera atravesarme con ella.
—Usted
paga mucho —dijo con una sonrisa irónica—. La amante de Des Grieux no vale
cincuenta mil francos.
—Polina, ¿cómo es
posible que hable usted así conmigo? —exclamé en tono de reproche— ¿Soy yo
acaso Des Grieux?
—¡Le
detesto a usted! ¡Sí... sí... ! No le quiero a usted más que a Des Grieux —exclamó
con ojos relampagueantes.
Y
en ese instante se cubrió la cara con las manos y tuvo un ataque de histeria.
Yo corrí a su lado.
Comprendí
que le había sucedido algo en mi ausencia. Parecía no estar enteramente en su
juicio.
—¡Cómprame!
¿Quieres? ¿Quieres? ¿Por cincuenta mil francos como Des Grieux? —exclamaba con
voz entrecortada por sollozos convulsivos. Yo la cogí en mis brazos, la besé
las manos, y caí de rodillas ante ella.
Se
le pasó el acceso de histeria. Me puso ambas manos en los hombros y me miró con
fijeza. Quería por lo visto leer algo en mi rostro. Me escuchaba, pero al
parecer sin oír lo que le decía. Algo como ansiedad y preocupación se reflejaba
en su semblante. Me causaba sobresalto, porque se me antojaba que de veras iba
a perder el juicio. De pronto empezó a atraerme suavemente hacia sí, y una
sonrisa confiada afloró a su cara; pero una vez más, inesperadamente, me apartó
de sí y se puso a escudriñarme con mirada sombría.
De repente se abalanzó
a abrazarme.
—¿Conque
me quieres? ¿Me quieres? —decía— ¡Conque querías batirte con el barón por mí! —Y
soltó una carcajada, como si de improviso se hubiera acordado de algo a la vez
ridículo y simpático. Lloraba y reía a la vez. Pero yo ¿qué podía hacer? Yo
mismo estaba como febril. Recuerdo que empezó a contarme algo, pero yo apenas
pude entender nada. Aquello era una especie de delirio, de garrulidad, como si
quisiera contarme cosas lo más de prisa posible, un delirio entrecortado por la
risa más alegre, que acabó por atemorizarme.
—¡No,
no, tú eres bueno, tú eres bueno! —repetía— ¡Tú eres mi amigo fiel! —y volvía a
ponerme las manos en los hombros, me miraba y seguía repitiendo: «Tú me
quieres... me quieres... ¿me querrás?». Yo no apartaba los ojos de ella; nunca
antes había visto en ella estos arrebatos de ternura y amor. Por supuesto, era
un delirio, y sin embargo... notando mi mirada apasionada, empezó de pronto a
sonreír con picardía. Inopinadamente se puso a hablar de míster Astley.
Bueno,
habló de míster Astley sin interrupción (sobre todo cuando trató de contarme
algo de esa velada), pero no pude enterarme de lo que quería decir exactamente.
Parecía incluso que se reía de él. Repetía sin cesar que la estaba esperando...
¿sabía yo que de seguro estaba ahora mismo debajo de la ventana? « ¡Sí, sí,
debajo de la ventana; anda, abre, mira, mira, que está ahí, ahí! » Me empujaba
hacia la ventana, pero no bien hacía yo un movimiento, se derretía de risa y yo
permanecía junto a ella y ella se lanzaba a abrazarme.
—¿Nos
vamos? Porque nos vamos mañana, ¿no? —idea que se le metió de repente en la
cabeza—. Bueno (y se puso a pensar). Bueno, pues alcanzamos a la abuela, ¿qué
te parece? Creo que la alcanzaremos en Berlín. ¿Qué crees que dirá cuando nos
vea? ¿Y míster Astley? Bueno, ése no se tirará desde lo alto del Schlangenberg,
¿no crees? (soltó una carcajada). Oye, ¿sabes adónde va el verano que viene?
Quiere ir al Polo Norte a hacer investigaciones científicas y me invita a
acompañarle, ¡ja, ja, ja! Dice que nosotros los rusos no podemos hacer nada sin
los europeos y que no somos capaces de nada... ¡Pero él también es bueno!
¿Sabes que disculpa al general? Dice que si Blanche, que si la pasión..., pero
no sé, no sé —repitió de pronto como perdiendo el hilo— ¡Son pobres! ¡Qué
lástima me da de ellos! Y la abuela... Pero oye, oye, ¿tú no habrías matado a
Des Grieux? ¿De veras, de veras pensabas matarlo? ¡Tonto! ¿De veras podías
creer que te dejaría batirte con él? Y tampoco matarás al barón —añadió, riendo—
¡Ay, qué divertido estuviste entonces con el barón! Os estaba mirando a los dos
desde el banco ¡Y de qué mala gana fuiste cuando te mandé! ¡Cómo me reí, cómo
me reí entonces! —añadió entre carcajadas.
Y
vuelta de nuevo a besarme y abrazarme, vuelta de nuevo a apretar su rostro
contra el mío con pasión y ternura. Yo no pensaba en nada ni nada oía. La
cabeza me daba vueltas...
Creo
que eran las siete de la mañana, poco más o menos, cuando desperté. El sol
alumbraba la habitación. Polina estaba sentada junto a mí y miraba en torno
suyo de modo extraño, como si estuviera saliendo de un letargo y ordenando sus
recuerdos. También ella acababa de despertar y miraba atentamente la mesa y el
dinero. A mí me pesaba y dolía la cabeza. Quise coger a Polina de la mano, pero
ella me rechazó y de un salto se levantó del sofá. El día naciente se anunciaba
encapotado; había llovido antes del alba. Se acercó a la ventana, la abrió,
asomó la cabeza y el pecho y, apoyándose en los brazos, con los codos pegados a
las jambas, pasó tres minutos sin volverse hacia mí ni escuchar lo que le
decía. Me pregunté con espanto qué pasaría ahora y cómo acabaría esto. De
pronto se apartó de la ventana, se acercó a la mesa y, mirándome con una
expresión de odio infinito con los labios temblorosos de furia, me dijo:
—¡Bien, ahora dame mis
cincuenta mil francos!
—Polina, ¿otra vez?
¿otra vez? —empecé a decir.
—¿O es que lo has
pensado mejor? ¡ja, ja, ja! ¿Quizá ahora te arrepientes?
En
la mesa había veinticinco mil florines contados ya la noche antes. Los tomé y
se los di.
—¿Con
que ahora son míos? ¿No es eso, no es eso? —me preguntó aviesamente con el
dinero en las manos.
—¡Siempre fueron tuyos!
—dije yo.
—¡Pues
ahí tienes tus cincuenta mil francos! —levantó el brazo y me
los tiró. El paquete me dio un golpe cruel en la cara y el dinero se desparramó
por el suelo. Hecho esto, Polina salió corriendo del cuarto.
Sé,
claro, que en ese momento no estaba en su juicio, aunque no comprendo esa
perturbación temporal. Cierto es que aun hoy día, un mes después, sigue
enferma. ¿Pero cuál fue la causa de ese estado suyo y, sobre todo, de esa
salida? ¿El amor propio lastimado? ¿La desesperación por haber decidido venir a
verme? ¿Acaso di muestra de jactarme de mi buena fortuna, de que, al igual que
Des Grieux, quería desembarazarme de ella regalándole cincuenta mil francos?
Pero no fue así; lo sé por mi propia conciencia. Pienso que su propia vanidad
tuvo parte de la culpa; su vanidad la incitó a no creerme, a injuriarme, aunque
quizá sólo tuviera una idea vaga de ello. En tal caso, por supuesto, yo pagué
por Des Grieux y resulté responsable, aunque quizá no en demasía. Es verdad que
era sólo un delirio; también es verdad que yo sabía que se hallaba en estado
delirante, y... no lo tomé en cuenta.
Acaso
no me lo pueda perdonar ahora. Sí, ahora, pero entonces?, ¿y entonces? ¿Es que
su enfermedad y delirio eran tan graves que había olvidado por completo lo que
hacía cuando vino a verme con la carta de Des Grieux? ¡Claro que sabía lo que
hacía!
A
toda prisa metí los billetes y el montón de oro en la cama, lo cubrí todo y
salí diez minutos después de Polina. Estaba seguro de que se había ido
corriendo a casa, y yo quería acercarme sin ser notado y preguntar a la niñera
en el vestíbulo por la salud de su señorita. ¡Cuál no sería mi asombro cuando
me enteré por la niñera, a quien encontré en la escalera, que Polina no había
vuelto todavía a casa y que la niñera misma iba a la mía a buscarla!
—Hace
un momento —le dije—, hace sólo un momento que se separó de mí; hace diez
minutos. ¿Dónde podrá haberse metido?
La niñera me miró con
reproche.
Y
mientras tanto salió a relucir todo el lance, que ya circulaba por el hotel. En
la conserjería y entre las gentes del Oberkellner se murmuraba que la Fráulein
había salido corriendo del hotel, bajo la lluvia, con dirección al Hotel
d'Angleterre. Por sus palabras y alusiones me percaté de que ya todo el mundo
sabía que había pasado la noche en mi cuarto. Por otra parte, hablaban ya de
toda la familia del general: se supo que éste había perdido el juicio la
víspera y había estado llorando por todo el hotel. Decían, además, que la
abuela era su madre, que había venido ex professo de Rusia para impedir que su
hijo se casase con mlle. de Cominges y que si éste desobedecía, le privaría de
la herencia; y como efectivamente había desobedecido, la condesa,'ante los propios
ojos de su hijo, había perdido aposta todo su dinero a la ruleta para que no
heredase nada.
«Diesen
Russen!» —repetía el Oberkellner meneando la cabeza con indignación. Otros
reían. El Oberkellner preparó la cuenta. Se sabía ya lo de mis ganancias. Karl,
el camarero de mi piso, fue el primero en darme la enhorabuena. Pero yo no
tenía humor para atenderlos. Salí disparado para el Hotel d'Angleterre.repetía
el Oberkellner meneando la cabeza con indignación. Otros reían. El Oberkellner
preparó la cuenta. Se sabía ya lo de mis ganancias. Karl, el camarero de mi
piso, fue el primero en darme la enhorabuena. Pero yo no tenía humor para
atenderlos. Salí disparado para el Hotel d'Angleterre.
Era
todavía temprano y míster Astley no recibía a nadie, pero cuando supo que era
yo, salió al pasillo y se me puso delante, mirándome de hito en hito con sus
ojos color de estaño y esperando a ver lo que yo decía. Le pregunté al instante
por Polina.
—Está
enferma —respondió míster Astley, quien seguía mirándome con fijeza y sin
apartar de mí los ojos.
—¿De modo que está con
usted?
—¡Oh, sí! Está conmigo.
—¿Así es que usted...
que usted tiene la intención de retenerla consigo?
—¡Oh, sí! Tengo esa
intención.
—Míster
Astley, eso provocaría un escándalo; eso no puede ser. Además, está enferma de
verdad. ¿No lo ha notado usted?
—¡Oh,
sí! Lo he notado, y ya he dicho que está enferma. Si no lo estuviese no habría
pasado la noche con usted.
—¿Conque
usted también sabe eso?
—Lo
sé. Ella iba a venir aquí anoche y yo iba a llevarla a casa de una pariente
mía, pero como estaba enferma se equivocó y fue a casa de usted.
—¡Hay
que ver! Bueno, le felicito, míster Astley. A propósito, me hace usted pensar
en algo. ¿No pasó usted la noche bajo nuestra ventana? Miss Polina me estuvo
pidiendo toda la noche que la abriera y que mirase a ver si estaba usted bajo
ella, y se reía a carcajadas.
—¿De
veras? No, no estuve debajo de la ventana; pero sí estuve esperando en el
pasillo y dando vueltas.
—Pues
es preciso ponerla en tratamiento, rníster Astley.
—¡Oh,
sí! Ya he llamado al médico; y si muere, le haré a usted responsable de su
muerte.
Me quedé perplejo.
—Vamos, Míster Astley,
¿qué es lo que quiere usted?
—¿Es cierto que ganó
usted ayer 200.000 táleros?
—Sólo 100.000 florines.
—Vaya, hombre. Se irá
usted, pues, esta mañana a París.
—¿Por qué?
—Todos
los rusos que tienen dinero van a París —explicó míster Astley con la voz y el
tono que emplearía si lo hubiera leído en un libro.
—¿Qué
haría yo en París ahora, en verano? La quiero, míster Astley, usted mismo lo
sabe.
—¿De
veras? Estoy convencido de que no. Además, si se queda usted aquí lo perderá
probablemente todo y no tendrá con qué ir a París. Bueno, adiós. Estoy
completamente seguro de que irá usted a París hoy.
—Pues
bien, adiós, pero no iré a París. Piense, míster Astley, en lo que ahora será
de nosotros. En una palabra, el general... y ahora esta aventura con miss
Polina; porque lo sabrá toda la ciudad.
—Sí,
toda la ciudad. Creo, sin embargo, que el general no piensa en eso y que le
trae sin cuidado. Además, miss Polina tiene el perfecto derecho de vivir donde
le plazca. En cuanto a esa familia, cabe decir que en rigor ya no existe.
Me
fui, riéndome del extraño convencimiento que tenía este inglés de que me iría a
París. «Con todo, quiere matarme de un tiro en duelo —pensaba— si mademoiselle
Polina muere, ¡vaya complicación! » Juro que sentía lástima de Polina, pero,
cosa rara, desde el momento en que la víspera me acerqué a la mesa de juego y
empecé a amontonar fajos de billetes, mi amor pareció desplazarse a un segundo
término. Esto lo digo ahora, pero entonces no me daba cuenta cabal de ello.
¿Soy efectivamente un jugador? ¿Es que efectivamente... amaba a Polina de modo
tan extraño? No, la sigo amando en este instante, bien lo sabe Dios. Cuando me
separé de míster Astley y fui a casa, sufría de verdad y me culpaba a mí mismo.
Pero... entonces me sucedió un lance extraño y ridículo.
Iba
de prisa a ver al general cuando no lejos de sus habitaciones se abrió una
puerta y alguien me llamó. Era madame veuve Cominges, y me llamaba por orden de
mademoiselle Blanche. Entré en la habitación de ésta.
Su
alojamiento era exiguo, compuesto de dos habitaciones. Oí la risa y los gritos
de mademoiselle Blanche en la alcoba. Se levantaba de la cama.
—Ah,
c'est lui! Viens donc, bête! Es cierto que tu as gagné une montagne d'or et
d'argent? J'aimerais mieux l'or.
—La he ganado —dije
riendo.
—¿Cuánto?
—Cien mil florines.
—Bibi,
comme tu es béte. Sí, anda, acércate, que no oigo nada. Nous ferons bombance, ¿n'est-cepas?
Me
acerqué a ella. Se retorcía bajo la colcha de raso color de rosa, de debajo de
la cual surgían unos hombros maravillosos, morenos y robustos, de los que quizá
sólo se ven en sueños, medio cubiertos por un camisón de batista guarnecido de
encajes blanquísimos que iban muy bien con su cutis oscuro.
—Mon
fils, ¿as-tu du coeur? —gritó al verme y soltó una carcajada. Se reía siempre
con mucho alborozo y a veces con sinceridad
—Tout autre... —empecé
a decir parafraseando a Corneille.
—Pues
mira, vois-tu —parloteó de pronto—, en primer lugar, búscame las medias y
ayúdame a calzarme; y, en segundo lugar, si tu n'es pas trop béte, je te prends
à Paris. ¿Sabes? Me voy en seguida.
—¿En
seguida?
—Dentro de media hora.
En
efecto, estaba hecho el equipaje. Todas las maletas y los efectos estaban
listos. Se había servido el café hacía ya rato.
—Eh,
bien! ¿quieres? Tu verras Paris. Dis donc, qu'est-ce que c'est qu'un outchitel?
Tu étais bien bête, quand tu étais outchitel! ¿Dónde están mis medias?
¡Pónmelas, anda!
Levantó
un pie verdaderamente admirable, moreno, pequeño, perfecto de forma, como lo
son por lo común esos piececitos que lucen tan bien en botines. Yo, riendo, me
puse a estirarle la media de seda. Mademoiselle Blanche mientras tanto
parloteaba sentada en la cama.
—Eh
bien, ¿que feras-tu si je te prends avec? Para ernpezar je veux cinquante mille
francs. Me los darás en Francfort. Nous allons à Paris. Allí viviremos juntos
et je te ferai voir des étoiles en plein jour. Verás mujeres como no las has
visto nunca. Escucha...
—Espera, si te doy
cincuenta mil francos, ¿qué es lo que me queda a mí?
—Et
cent cinquante mille francs, ¿lo has olvidado? y, además, estoy dispuesta a
vivir contigo un mes, dos meses, ¿que sais-je? No cabe duda de que en dos meses
nos gastaremos esos ciento cincuenta mil francos. Ya ves que je suis bonne
enfant y que te lo digo de antemano, mais tu verras des étoiles.
—¿Cómo? ¿Gastarlo todo
en dos meses?
—¿Y
qué? ¿Te asusta eso? Ah, vil esclave! ¿Pero no sabes que un mes de esa vida
vale más que toda tu existencia? Un mes... ¡et aprés le déluge! ¡Mais tu ne
peux comprendre, va! ¡Vete, vete de aquí, que no lo vales! ¿Aïe, que fais-tu?
En
ese momento estaba yo poniéndole la otra media, pero no pude contenerme y le
besé el pie. Ella lo retiró y con la punta de él comenzó a darme en la cara.
Acabó por echarme de la habitación.
—Eh bien, mon
outchitel, je t'attends, si tu veux, ¡dentro de un cuarto de hora me voy! —gritó
tras mí.
Cuando
volvía a mi cuarto me sentía como mareado. Pero, al fin y al cabo, no tengo yo
la culpa de que mademoiselle Polina me tirara todo el dinero a la cara ni de
que ayer, por añadidura, prefiriera míster Astley a mí. Algunos de los billetes
estaban aún desparramados por el suelo. Los recogí. En ese momento se abrió la puerta
y apareció el Oberkellner (que antes ni siquiera quería mirarme) con la
invitación de que, si me parecía bien, me mudara abajo, a un aposento soberbio,
ocupado hasta poco antes por el conde V.
Yo, de pie, reflexioné.
—¡La
cuenta! —exclamé—. Me voy al instante, en diez minutos. «Pues si ha de ser
París, a París» —pensé para mis adentros. Es evidente que ello está escrito.
Un
cuarto de hora después estábamos, en efecto, los tres sentados en un
compartimiento reservado: mademoiselle Blanche, madame veuve Cominges y yo.
Mademoiselle Blanche me miraba riéndose, casi al borde de la histeria. Veuve
Cominges la secundaba; yo diré que estaba alegre. Mi vida se había partido en
dos, pero ya estaba acostumbrado desde el día antes a arriesgarlo todo a una
carta. Quizá, y efectivamente es cierto, ese dinero era demasiado para mí y me
había trastornado. Peut-étre, je ne demandais pas mieux. Me parecía que por
algún tiempo —pero sólo por algún tiempo— había cambiado la decoración. «Ahora
bien, dentro de un mes estaré aquí, y entonces... y entonces nos veremos las
caras, míster Astley.» No, por lo que recuerdo ahora ya entonces me sentía
terriblemente triste, aunque rivalizaba con la tonta de Blanche a ver quién
soltaba las mayores carcajadas.
—¿Pero
qué tienes? ¡Qué bobo eres! ¡Oh, qué bobo! —chillaba Blanche, interrumpiendo su
risa y riñéndome en serio—. Pues sí, pues sí, sí, nos gastaremos tus doscientos
mil francos, pero... mais tu seras heureux, comme un petit roi; yo misma te
haré el nudo de la corbata y te presentaré a Hortense. Y cuando nos gastemos
todo nuestro dinero vuelves aquí y una vez más harás saltar la banca. ¿Qué te
dijeron los judíos? Lo importante es la audacia, y tú la tienes, y más de una
vez me llevarás dinero a París. Quant à moi, je veux cinquante mille francs de
rente et alors...
—¿Y el general? —le
pregunté.
—El
general, como bien sabes, viene ahora a verme todos los días con un ramo de
flores. Esta vez le he mandado de propósito a que me busque flores muy raras.
Cuando vuelva el pobre, ya habrá volado el pájaro. Nos seguirá a toda prisa, ya
verás. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué contenta estaré con él! En París me será útil. Míster
Astley pagará aquí por él...
Y he aquí cómo fui
entonces a París.
Capítulo 16
¿Qué diré de París?
Todo ello, por supuesto, fue una locura y estupidez. En total permanecí en
París algo más de tres semanas y en ese tiempo se volatilizaron por completo
mis cien mil francos. Hablo sólo de cien mil; los otros cien mil se los di a
mademoiselle Blanche en dinero contante y sonante: cincuenta mil en Francfort,
y al cabo de tres días en París le entregué cincuenta mil más, en un pagaré,
por el cual me sacó también dinero al cabo de ocho días, «et les cent mille
francs que nous restent tu les mangeras avec moi, mon outchitel». Me llamaba
siempre «outchitel», esto es, tutor. Es difícil imaginarse nada en este mundo
más mezquino, más avaro más ruin que la clase de criaturas a que pertenecía
mademoiselle Blanche. Pero esto en cuanto a su propio dinero. En lo tocante a
mis cien mil francos, me dijo más tarde, sin rodeos que los necesitaba para su
instalación inicial en París: «puesto que ahora me establezco como Dios manda y
durante mucho tiempo nadie me quitará del sitio; al menos así lo tengo
proyectado» —añadió. Yo, sin embargo, casi no vi esos cien mil francos. Era
ella la que siempre guardaba el dinero, y en mi faltriquera, en la que ella
misma huroneaba todos los días nunca había más de cien francos y casi siempre
menos.
—¿Pero
para qué necesitas dinero? —me preguntaba de vez en cuando con la mayor
sinceridad; y yo no disputaba con ella. Ahora bien, con ese dinero iba
amueblando y decorando su apartamento bastante bien, y cuando más tarde me
condujo al nuevo domicilio me decía enseñándome las habitaciones: «Mira lo que
con cálculo y gusto se puede hacer aun con los medios más míseros». Esa miseria
ascendía, sin embargo, a cincuenta mil francos, ni más ni menos. Con los
cincuenta mil restantes se procuró un carruaje y caballos, amén de lo cual
dimos dos bailes, mejor dicho, dos veladas a las que asistieron Hortense y
Lisette y Cléopátre, mujeres notables por muchos conceptos y hasta bastante
guapas. En esas dos veladas me vi obligado a desempeñar el estúpido papel de
anfitrión, recibir y entretener a comerciantes ricos e imbéciles, inaguantables
por su ignorancia y descaro, a varios tenientes del ejército, a escritorzuelos
miserables y a insectos del periodismo, que llegaban vestidos de frac muy a la
moda, con guantes pajizos, y dando muestras de un orgullo y una arrogancia
inconcebibles aun entre nosotros, en Petersburgo, lo que ya es decir. Se les
ocurrió incluso reírse de mí, pero yo me emborraché de champaña y fui a
tumbarme en un cuarto trasero. Todo esto me resultaba repugnante en alto grado.
«C'est un outchitel —decía de mí mademoiselle Blanche—. Il a gagné deux cent
mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No
sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él.» Recurrí muy a
menudo al champaña porque a menudo me sentía horriblemente triste y aburrido.
Vivía en un ambiente de lo más burgués, de lo más mercenario, en el que se
calculaba y se llevaba cuenta de cada sou. Blanche no me quería mucho en los
primeros quince días, cosa que noté; es verdad que me vistió con elegancia y
que todos los días me hacía el nudo de la corbata, pero en su fuero interno me
despreciaba cordialmente, lo cual me traía sin cuidado. Aburrido Y melancólico,
empecé a frecuentar el «Cháteau des Fleurs», donde todas las noches, con
regularidad, me embriagaba y aprendía el cancán (que allí se baila con la mayor
desvergüenza) y, en consecuencia, llegué a adquirir cierta fama en tal
quehacer. Por fin Blanche llegó a calar mi verdadera índole; no sé por qué se
había figurado que durante nuestra convivencia yo iría tras ella con papel y lápiz,
apuntando todo lo que había gastado, lo que había robado y lo que aún había de
gastar y robar; y, por supuesto, estaba segura de que por cada diez francos se
armaría entre nosotros una trifulca. Para cada una de las embestidas mías que
había imaginado de antemano tenía preparada una réplica: pero viendo que yo no
embestía empezó a objetar por su cuenta. Algunas veces se arrancaba con ardor,
pero al notar que yo guardaba silencio —porque lo corriente era que estuviera
tumbado en el sofá mirando inmóvil el techo— acabó por sorprenderse. Al
principio pensaba que yo era simplemente un mentecato, «un outchitel», y se
limitaba a poner fin a sus explicaciones, pensando probablemente para sí: «Pero
si es tonto; no hay por qué explicarle nada, puesto que ni se entera». Entonces
se iba, pero volvía diez minutos después (esto ocurría en ocasiones en que
estaba haciendo los gastos más exorbitantes, gastos muy por encima de nuestros
medios: por ejemplo, se deshizo de los caballos que tenía y compró otro tronco
en dieciséis mil francos).
—Bueno, ¿conque no te
enfadas, Bibi? —dijo acercándose a mí.
—¡Noooo!
Me fastidias —contesté apartándola de mí con el brazo. Esto le pareció tan
curioso que al momento se sentó junto a mí.
—Mira,
si he decidido pagar tanto es porque los vendían de lance. Se pueden revender
en veinte mil francos.
—Sin
duda, sin duda. Los caballos son soberbios. Ahora tienes un magnífico tronco.
Te va bien. Bueno, basta.
—¿Entonces no estás
enfadado?
—¿Por
qué había de estarlo? Haces bien en adquirir las cosas que estimas
indispensables. Todo te será de utilidad más tarde. Yo veo que, efectivamente,
necesitas establecerte bien; de otro modo no llegarás a millonaria. Nuestros
cien mil francos son nada más que el principio, una gota de agua en el mar.
Lo
menos que Blanche esperaba de mí eran tales razonamientos en vez de gritos y
reproches; para ella fue como caer del cielo.
—Pero
tú... ¡hay que ver cómo eres! Mais
tu as I'esprit pour comprendre! Sais—tu, mon garçon,
aunque sólo eres un outchitel, deberías haber nacido príncipe. ¿Conque no
lamentas que el dinero se nos acabe pronto?
—Cuanto antes, mejor.
—Mais...
sais-tu... mais dis donc, ¿es que eres rico? Mais, sais-tu, desprecias el
dinero demasiado. ¿Qu'est-ce que tu feras après, dis donc?
—Aprés, voy a Homburg y
vuelvo a ganar cien mil francos.
—Oui, oui! c'est ça, ¡c'est magnifique! Y
yo sé que los ganarás y que los traerás aquí. Dis donc, vas a hacer que te
quiera. Eh bien, por ser como eres te voy a querer todo este tiempo y no te
seré infiel ni una sola vez. Ya ves, no te he querido hasta ahora parce queje
croyais que tu n'es qu'un outchitel (quelque chose comme un laquais, n'est-ce
pas?), pero a pesar de ello te he sido fiel, parce queje suís bonnefille.
—¡Anda,
que mientes! ¿Es que crees que no te vi la última vez con Albert, con ese
oficialito moreno?
—Oh,
Oh, mais tu es…
—Vamos,
mientes, mientes, pero ¿piensas que me enfado? Me importa un comino; il faut
que jeunesse se passe. No debes despedirlo si fue mi predecesor y tú le
quieres. Ahora bien, no le des dinero, ¿me oyes?
—¿Conque
no te enfadas por eso tampoco? Mais tu es un vrai philosophe, sais-tu? ¡Un vrai
philosophe! —exclamó con entusiasmo—. Eh, bien, je t'aimerai, je t'aimerai, ¡tu
verras, tu seras content!
Y,
en efecto, desde ese momento se mostró conmigo muy apegada, se portó hasta con
afecto, y así pasaron nuestros últimos diez días. No vi las «estrellas»
prometidas; pero en ciertos particulares cumplió de veras su palabra. Por
añadidura, me presentó a Hortense que era, a su modo, una mujer admirable y a
quien en nuestro círculo llamaban Thérésephilosophe...
Pero
no hay por qué extenderse en estos detalles; todo esto podría constituir un
relato especial, con un colorido especial que no quiero intercalar en esta
historia. Lo que quiero subrayar es que deseaba con toda el alma que aquello
acabara lo antes posible. Pero con nuestros cien mil francos hubo bastante,
como ya he dicho, casi para un mes, lo que de veras me maravillaba. De esta
suma, ochenta mil francos por lo menos los invirtió Blanche en comprarse cosas:
vivimos sólo de veinte mil francos y, sin embargo, fue bastante. Blanche, que
en los últimos días era ya casi sincera conmigo (por lo menos no me mentía en
algunas cosas), confesó que al menos no recaerían sobre mí las deudas que se veía
obligada a contraer. «No te he dado a firmar cuentas y pagarés porque me ha
dado lástima de ti; pero otra lo hubiera hecho sin duda y te hubiera llevado a
la cárcel. ¡Ya ves, ya ves, cómo te he querido y lo buena que soy! ¡Sólo que
esa endiablada boda me costará un ojo de la cara! »
Y,
efectivamente, tuvimos una boda. Se celebró al final mismo de nuestro mes, y es
preciso admitir que en ella se fueron los últimos residuos de mis cien mil
francos. Con ello se terminó el asunto, es decir, con ello se terminó nuestro
mes y pasé formalmente a la condición de jubilado.
Ello
ocurrió del modo siguiente: ocho días después de instalarnos en París se
presentó el general. Vino directamente a ver a Blanche y desde la primera
visita casi se alojó con nosotros. Tenía, es cierto, su propio domicilio, no sé
dónde. Blanche le recibió gozosamente, con carcajadas y chillidos, y hasta se
precipitó a abrazarlo; la cosa llegó al punto de que ella misma era la que no
le soltaba y él hubo de seguirla a todas partes: al bulevar, a los paseos en
coche, al teatro y a visitar a los amigos. Para estos fines el general era
todavía útil, pues tenía un porte bastante impresionante y decoroso, con su
estatura relativamente elevada, sus patillas y bigote teñido (había servido en
los coraceros) y su rostro agradable aunque algo adiposo. Sus modales eran
impecables y vestía el frac con soltura. En París empezó a llevar sui
condecoraciones. Con alguien así no sólo era posible, sino hasta recomendable,
si se permite la expresión, circular por el bulevar. Por tales motivos el bueno
e inútil general estaba que no cabía en sí de gozo, porque no contaba con ello
cuando vino a vernos a su llegada a París. Entonces se presentó casi temblando
de miedo, creyendo que Blanche prorrumpiría en gritos y mandaría que lo
echaran; y en vista del cariz diferente que habían tomado las cosas, estaba
rebosante de entusiasmo y pasó todo ese mes en un estado de absurda exaltación,
estado en que seguía cuando yo le dejé. Me enteré en detalle de que después de
nuestra repentina partida de Roulettenburg, le había dado esa misma mañana algo
así como un ataque. Cayó al suelo sin conocimiento y durante toda la semana
siguiente estuvo como loco, hablando sin cesar. Le pusieron en tratamiento,
pero de repente lo dejó todo, se metió en el tren y se vino a París. Ni que
decir tiene que el recibimiento que le hizo Blanche fue la mejor medicina para
él, pero, a despecho de su estado alegre y exaltado, persistieron durante largo
tiempo los síntomas de la enfermedad. Le era imposible razonar o incluso
mantener una conversación si era un poco seria; en tal caso se limitaba a mover
la cabeza y a decir «¡hum!» a cada palabra, con lo que salía del paso. Reía a
menudo con risa nerviosa, enfermiza, que tenía algo de carcajada; a veces también
permanecía sentado horas enteras, tétrico como la noche, frunciendo sus
pobladas cejas. Por añadidura, era ya poco lo que recordaba; llegó a ser
escandalosamente distraído y adquirió la costumbre de hablar consigo mismo.
Blanche era la única que podía animarle; y, en realidad, los accesos de
depresión y taciturnidad, cuando se acurrucaba en un rincón, significaban sólo
que no había visto a Blanche en algún tiempo, que ésta había ido a algún sitio
sin llevarle consigo o que se había ido sin hacerle alguna caricia. Por otra
parte, ni él mismo hubiera podido decir qué quería y ni siquiera se daba cuenta
de que estaba triste y decaído. Después de permanecer sentado una hora o dos
(noté esto un par de veces cuando Blanche estuvo fuera todo el día, probablemente
con Albert), empezaba de pronto a mirar a su alrededor, a agitarse, a aguzar la
mirada, a hacer memoria, como si quisiera encontrar alguna cosa; pero al no ver
a nadie y al no recordar siquiera lo que quería preguntar, volvía a caer en la
distracción hasta que se presentaba Blanche, alegre, vivaracha, emperifollada,
con su risa sonora, quien iba corriendo a él, se ponía a zarandearlo y hasta lo
besaba, galardón, sin embargo, que raras veces le otorgaba. En una ocasión el
general llegó a tal punto en su regocijo que hasta se echó a llorar, de lo cual
quedé maravillado.
Tan
pronto como el general apareció en París, Blanche se puso a abogar su causa
ante mí. Recurrió incluso a la elocuencia; me recordaba que le había engañado
por mí, que había sido casi prometida suya, que le había dado su palabra; que
por ella había él abandonado a su familia y, por último, que yo había servido
en casa de él y debía recordarlo; y que ¿cómo no me daba vergüenza...? Yo me
limitaba a callar mientras ella hablaba como una cotorra. Por fin, solté una
risotada, con lo que terminó aquello; esto es, primero me tomó por un imbécil,
pero al final quedó con la impresión de que era hombre bueno y acomodaticio. En
resumen, que tuve la suerte de acabar mereciendo el absoluto beneplácito de
esta digna señorita (Blanche, por otra parte, era en efecto una chica
excelente, claro que en su género; yo no la aprecié como tal al principio).
«Eres bueno y listo —me decía hacia el final— y.. y.. ¡sólo lamento que seas
tan pazguato! ¡Nunca harás fortuna!»
«Un
vrai Russe, un calmouk!» Algunas veces me mandaba sacar al general de paseo por
las calles, ni más ni menos que como un lacayo sacaría de paseo a una galguita.
Yo, por lo demás, lo llevaba al teatro, al Bal-Mabille y a los restaurantes. A
este fin Blanche facilitaba el dinero, aunque el general tenía el suyo propio y
gustaba de tirar de cartera en presencia de la gente. En cierta ocasión tuve
casi que recurrir a la fuerza para impedir que comprase un broche en
setecientos francos, del que se prendó en el Palais Royal y que a toda costa
quería regalar a Blanche. ¿Pero qué representaba para ella un broche de
setecientos francos? Al general no le quedaban más que mil francos y nunca pude
enterarme de cómo se los había procurado. Supongo que procedían de míster
Astley, puesto que éste había pagado lo que el general debía en el hotel. En
cuanto a cómo me consideraba durante todo este tiempo, creo que ni siquiera
sospechaba mis relaciones con Blanche. Aunque había oído vagamente que yo había
ganado una fortuna, probablemente suponía que en casa de Blanche yo era algo
así como secretario particular o quizá sólo criado. Al menos me hablaba siempre
con altivez, en tono autoritario, igual que antes, y de vez en cuando hasta me
echaba una filípica. En cierta ocasión nos dio muchísimo que reír una mañana a
Blanche y a mí. No era hombre susceptible al agravio, que digamos; y he aquí
que de pronto se ofendió conmigo; ¿por qué?, hasta este momento sigo sin
enterarme. Por supuesto que él mismo lo ignoraba. En resumen, que se puso a
despotricar sin ton ni son, à bátons rompus, gritaba que yo era un pilluelo,
que iba a darme una lección .... que me haría comprender... etcétera, etcétera.
Nadie pudo entender nada. Blanche se partía de risa, hasta que por fin lograron
tranquilizarle no sé cómo y lo sacaron a dar un paseo. Muchas veces noté, sin
embargo, que se ponía triste, que sentía lástima de algo o de alguien, incluso
cuando Blanche estaba presente. En tal estado se puso a hablar conmigo un par
de veces, aunque sin explicarse claramente, trajo a colación sus años de
servicio, a su difunta esposa, sus propiedades, su hacienda. Se le ocurría una
frase y se entusiasmaba con ella, y la repetía cien veces al día, aunque no
correspondiera ni por asomo a sus sentimientos ni a sus ideas. Intenté hablar
con él de sus hijos, pero dio esquinazo al tema con el consabido trabalenguas y
pasó en seguida a otro: «¡Sí, sí! Los niños, los niños, tiene usted razón, los
niños». Sólo una vez se mostró conmovido, cuando iba con nosotros al teatro:
«¡Son unos niños infelices!». Y luego, durante la velada repitió varias veces
las palabras «niños infelices». Una vez, cuando empecé a hablar de Polina,
montó en cólera: « ¡Es una desagradecida! -gritó-; ¡es mala y desagradecida!
¡Ha deshonrado a la familia! ¡Si aquí hubiera leyes, ya la ataría yo corto!
¡Sí, señor, sí!». De Des Grieux ni siquiera podía escuchar el nombre. «Me ha
arruinado —decía, — me ha robado, me ha perdido! ¡Ha sido
mi pesadilla durante dos años enteros! ¡Se me ha aparecido en sueños durante
meses y meses! Es... es... es... ¡Oh, no vuelva usted a hablarme de él!»
Vi
que traían algo entre manos, pero guardé silencio como de costumbre. Fue
Blanche la primera en explicármelo, justamente ocho días antes de separarnos.
«Il a du chance -chachareó-; la babouchka está ahora enferma de veras y se
muere sin remedio. Míster Astley ha telegrafiado; no puedes negar que a pesar
de todo es su heredero. Y aunque no lo sea, no es ningún estorbo para mí. En
primer lugar, tiene su pensión, y en segundo lugar, vivirá en el cuarto de al
lado y estará más contento que unas pascuas. Yo seré "mádame la
générale". Entraré en la buena sociedad (Blanche soñaba con esto
continuamente), luego llegaré a ser, una terrateniente rusa, j'aurai un
château, des moujiks, et puis j'aùrai toujours mon million!»
—Bueno,
pero si empieza a tener celos, preguntará... sabe Dios qué cosas, ¿entiendes?
—¡Oh, no, non, non, non! ¡No
se atrevería! He tomado mis medidas, no te preocupes. Ya le he hecho firmar
algunos pagarés en nombre de Albert. Al menor paso en falso será castigado en
el acto. ¡No se atreverá!
—Bueno, cásate con
él...
La
boda se celebró sin especial festejo, en familia y discretamente. Entre los
invitados figuraban Albert y algunos de los íntimos. Hortense, Cléopátre y las
demás quedaron excluidas sin contemplaciones. El novio se interesó enormemente
en su situación. La propia Blanche le anudó la corbata y le puso pomada en el
pelo. Con su frac y chaleco blanco ofrecía un aspecto trés comme ilfaut.
—Il
est pourtant trés comme il faut —me explicó la misma Blanche, saliendo de la
habitación del general, como sorprendida de que éste fuera en efecto trés comme
il faut. Yo, que participé en todo ello como espectador indolente, me enteré de
tan pocos detalles que he olvidado mucho de lo que sucedió. Sólo recuerdo que
el apellido de Blanche resultó no ser «de Cominges» —y, claro, su madre no era
la veuve Cominges—, sino «du Placet». No sé por qué ambas se habían hecho pasar
por de Cominges hasta entonces. Pero el general también quedó contento de ello,
y hasta prefería du Placet a de Cominges. La mañana de la boda, ya enteramente
vestido, se estuvo paseando de un extremo a otro de la sala, repitiendo en voz
baja con seriedad e importancia nada comunes, «¡Mademoiselle Blanche du Placet!
¡Blanche du Placet! ¡Du Placet!». Y en su rostro brillaba cierta fatuidad. En
la iglesia, en la alcaldía y en casa, donde se sirvió un refrigerio, se mostró
no sólo alegre y satisfecho, sino hasta orgulloso. Algo les había ocurrido a
los dos, porque también Blanche revelaba una particular dignidad.
—Es
menester que ahora me conduzca de manera enteramente distinta —me dijo con
seriedad poco común—, mais vois-tu, no he pensado en una cosa horrenda—
imagínate que todavía no he podido aprender mi nuevo apellido: Zagorianski,
Zagozianski, madame la générale de Sago-Sago, ces diables de noms russes, en
fin madame la générale à quatorze consonnes! ¿Comme c'est agréable, n'est-ce
pas?
Por
fin nos separamos, y Blanche, la tonta de Blanche, hasta derramó unas lagrimitas
al despedirse de mí: «Tu étais bon enfant —dijo gimoteando— je te croyais bête
et tu en avais l'air; pero eso te sienta bien». Y al darme el último apretón de
manos exclamó de pronto: ¡Attends!, fue corriendo a su gabinete y volvió al
cabo de un minuto para entregarme dos billetes de mil francos. ¡Nunca lo
hubiera creído! «Esto te vendrá bien; quizá como outchitel seas muy listo, pero
como hombre eres terriblemente tonto. Por nada del mundo te daré más de dos
mil, porque los perderías al juego. ¡Bueno, adiós! Nous serons toujours bons
amis, y si ganas otra vez ven a verme sin falta, et tu seras heureux!»
A
mí me quedaban todavía quinientos francos, sin contar un magnífico reloj que
valdría mil, un par de gemelos de brillantes y alguna otra cosa, con lo que
podría ir tirando bastante tiempo todavía sin preocuparme de nada. Vine a
instalarme de propósito en este villorio para hacer inventario de mí mismo,
pero sobre todo para esperar a míster Astley. He sabido que probablemente
pasará por aquí en viaje de negocios y se detendrá. Me enteraré de todo... y
después... después me iré derecho a Homburg. No iré a Roulettenburg; quizá el
año que viene. En efecto, dicen que es de mal agüero probar suerte dos veces
seguidas en la misma mesa de juego; y en Homburg se juega en serio.
Capítulo 17
Ya hace un año y ocho
meses que no he echado un vistazo a estas notas, y sólo ahora, desalentado y
melancólico, con la intención de distraerme, las he vuelto a leer por
casualidad. Me quedé entonces en el punto en que salía para Homburg. ¡Dios mío!
¡Con qué ligereza de corazón, hablando relativamente, escribí entonces esas
últimas frases! ¡Mejor dicho, no con qué ligereza, sino con qué presunción, con
qué firmes esperanzas! ¿Tenía acaso alguna duda de mí mismo? ¡Y he aquí que ha
pasado algo más de año y medio y, a mi modo de ver, estoy mucho peor que un
mendigo! ¿Qué digo mendigo? ¡Nada de eso! Sencillamente estoy perdido. Pero no
hay nada con qué compararlo y no tengo por qué darme a mí mismo lecciones de
moral. Nada sería más estúpido que moralizar ahora. ¡Oh, hombres satisfechos de
sí mismos! ¡Con qué orgullosa jactancia se disponen esos charlatanes a recitar
sus propias máximas! Si supieran cómo yo mismo comprendo lo abominable de mi
situación actual, no se atreverían a darme lecciones. Porque vamos a ver, ¿qué
pueden decirme que yo no sepa? ¿Y acaso se trata de eso? De lo que se trata es que
basta un giro de la rueda para que todo cambie, y de que estos moralistas —estoy
seguro de ello— serán entonces los primeros en venir a felicitarme con chanzas
amistosas. Y no me volverán la espalda, como lo hacen ahora. ¡Que se vayan a
freír espárragos! ¿Qué soy yo ahora? Un cero a la izquierda. ¿Qué puedo ser
mañana? Mañana puedo resucitar de entre los muertos Y empezar a vivir de nuevo.
Aún puedo, mientras viva, rescatar al hombre que va dentro de mí.
En
efecto, fui entonces a Homburg, pero... más tarde estuve otra vez en
Roulettenburg, estuve también en Spa, estuve incluso en Baden, adonde fui como
ayuda de cámara del Consejero Hinze, un bribón que fue mi amo aquí. Sí, también
serví de lacayo ¡nada menos que cinco meses! Eso fue recién salido de la cárcel
(porque estuve en la cárcel en Roulettenburg por una deuda contraída aquí. Un
desconocido me sacó de ella. ¿Quién sería? ¿Míster Astley? ¿Polina? No sé, pero
la deuda fue pagada, doscientos táleros en total, y fui puesto en libertad).
¿En dónde iba a meterme? Y entré al servicio de ese Hinze. Es éste un hombre
joven y voluble, amante de la ociosidad, y yo sé hablar y escribir tres idiomas.
Al principio entré a trabajar con él en calidad de secretario o algo por el
estilo, con treinta gulden al mes, pero acabé como verdadero lacayo, porque
llegó el momento en que sus medios no le permitieron tener un secretario y me
rebajó el salario. Como yo no tenía adonde ir, me quedé, y de esa manera, por
decisión propia, me convertí en lacayo. En su servicio no comí ni bebí lo
suficiente, con lo que en cinco meses ahorré setenta gulden. Una noche, en
Baden, le dije que quería dejar su servicio, y esa misma noche me fui a la
ruleta. ¡Oh, cómo me martilleaba el corazón! No, no era el dinero lo que me
atraía. Lo único que entonces deseaba era que todos estos Hinze, todos estos
Oberkellner, todas estas magníficas damas de Baden hablasen de mí, contasen mi
historia, se asombrasen de mí, me colmaran de alabanzas y rindieran pleitesía a
mis nuevas ganancias. Todo esto son quimeras y afanes pueriles, pero... ¿quién
sabe?, quizá tropezaría con Polina y le contaría —y ella vería— que estoy por
encima de todos estos necios reveses del destino. ¡Oh, no era el dinero lo que
me tentaba! Seguro estoy de que lo hubiera despilfarrado una vez más en alguna
Blanche y de que una vez más me hubiera paseado en coche por París durante tres
semanas, con un tronco de mis propios caballos valorados en dieciséis mil
francos; porque la verdad es que no soy avaro; antes bien, creo que soy un
manirroto. Y sin embargo, ¡con qué temblor, con qué desfallecimiento del
corazón escucho el grito del crupier: trente et un, rouge, impaire et passe, o
bien: quatre, noir, pair et manque! con qué avidez miro la mesa de juego,
cubierta de luises, federicos y táleros, las columnas de oro, el rastrillo del
crupier que desmorona en montoncillos, como brasas candentes, esas columnas o
los altos rimeros de monedas de plata en torno a la rueda. Todavía, cuando me
acerco a la sala de juego, aunque haya dos habitaciones de por medio, casi
siento un calambre al oír el tintín de las monedas desparramadas.
Ah,
esa noche en que llegué a la mesa de juego con mis setenta gulden fue también
notable. Empecé con diez gulden, una vez más enpasse. Perdí. Me quedaban
sesenta gulden en plata; reflexioné y me decidí por el zéro. Comencé a apuntar
al zéro cinco gulden por puesta, y a la tercera salió de pronto el zéro; casi
desfallecí de gozo cuando me entregaron ciento setenta y cinco gulden. No había
sentido tal alegría ni siquiera aquella vez que gané cien mil gulden;
seguidamente aposté cien gulden al rojo, y salió; los doscientos al rojo, y
salió; los cuatrocientos al negro, y salió; los ochocientos al manque, y salió;
contando lo anterior hacía un total de mil setecientos gulden, ¡y en menos de
cinco minutos! Sí, en tales momentos se olvidan todos los fracasos anteriores.
Porque conseguí esto arriesgando más que la vida; me atreví a arriesgar... y me
pude contar de nuevo entre los hombres.
Tomé
habitación en un hotel, me encerré en ella y estuve contando mi dinero hasta la
tres de la madrugada. A la mañana siguiente, cuando me desperté, ya no era
lacayo. Decidí irme a Homburg ese mismo día; allí no había servido como lacayo
ni había estado en la cárcel. Media hora antes de la salida del tren fui a
hacer dos apuestas, sólo dos, y perdí centenar y medio de florines. A pesar de
ello me trasladé a Homburg y hace ya un mes que estoy aquí...
Vivo,
ni que decir tiene, en perpetua zozobra; juego cantidades muy pequeñas y estoy
a la espera de algo, hago cálculos, paso días enteros junto a la mesa de juego
observándolo, hasta lo veo en sueños; y de todo esto deduzco que voy como
insensibilizándome, como hundiéndome en agua estancada. Llego a esta conclusión
por la impresión que me ha producido tropezar con míster Astley. No nos
habíamos visto desde entonces y nos encontramos por casualidad. He aquí cómo
sucedió eso. Fui a los jardines y calculé que estaba casi sin dinero pero que
aún tenía cincuenta gulden, amén de que tres días antes había pagado en su
totalidad la cuenta del hotel en que tengo alquilado un cuchitril. Por lo
tanto, me queda la posibilidad de acudir a la ruleta, pero sólo una vez; si
gano algo, podré continuar el juego; si pierdo, tendré que meterme a lacayo
otra vez, a menos que se presenten en seguida algunos rusos que necesiten un
tutor. Pensando así, iba yo dando mi paseo diario por el parque y por el bosque
en el principado vecino. A veces me paseaba así hasta cuatro horas y volvía a
Homburg cansado y hambriento. Apenas hube pasado los jardines al parque cuando
de repente vi a míster Astley sentado en un banco. Él fue el primero en verme y
me llamó a voces. Me senté junto a él. Al notar en él cierta gravedad moderé al
momento mi regocijo, pero aun así me alegré muchísimo de verle.
—¡Conque
está usted aquí! Ya pensaba yo que iba a tropezar con usted —me dijo—. No se
moleste en contarme nada: lo sé todo, todo. Me es conocida toda la vida de
usted durante los últimos veinte meses.
—¡Bah,
conque espía usted a los viejos amigos! —respondí—. Le honra a usted el hecho
de que no se olvida... Pero, espere, me hace usted pensar en algo: ¿no fue
usted quien Te sacó de la cárcel de Roulettenburg donde estaba preso por una
deuda de doscientos gulden? Fue un desconocido quien me rescató.
—No,
oh, no! Yo no le saqué de la cárcel de Roulettenburg donde estaba usted por una
deuda de doscientos gulden, pero sí sabía que estaba usted en la cárcel por una
deuda de doscientos gulden.
—¿Quiere decir eso, sin
embargo, que sabe usted quién me sacó?
—Oh no, no puedo decir
que sepa quién le sacó.
—Cosa
rara. No soy conocido de ninguno de nuestros rusos, y quizá aquí los rusos no
rescatan a nadie. Allí en Rusia es otra cosa: los ortodoxos rescatan a los
ortodoxos. Pensé que algún inglés estrambótico podría haberlo hecho por
excentricidad.
Míster
Astley me escuchó con cierto asombro. Por lo visto esperaba encontrarme triste
y abatido.
—Me
alegra mucho, de todos modos, ver que conserva plenamente su independencia espiritual
y hasta su jovialidad —dijo con tono algo desagradable.
—Es
decir, que está usted rabiando por dentro porque no me ve deprimido y humillado
—dije yo, riendo.
No comprendió al
instante, pero cuando comprendió se sonrió.
—Me
gustan sus observaciones. Reconozco en esas palabras a mi antiguo amigo, listo
y entusiasmado a la par que único. Los rusos son los únicos que pueden
reconciliar en sí mismos tantas contradicciones a la vez. Es cierto; a uno le
gusta ver humillado a su mejor amigo; y en gran medida la amistad se funda en
la humillación. Ésta es una vieja verdad conocida de todo hombre inteligente.
Pero le aseguro a usted que esta vez me alegra de veras que no haya perdido el
coraje. Diga, ¿no tiene intención de abandonar el juego?
—¡Maldito sea el juego!
Lo abandonaré en cuanto...
—¿En
cuánto se desquite? Ya me lo figuraba; no siga... ya lo sé; lo ha dicho usted
sin querer, por consiguiente ha dicho la verdad. Diga, fuera del juego, ¿no se
ocupa usted en nada?
—No, en nada.
Empezó
a hacerme preguntas. Yo no sabía nada, apenas había echado un vistazo a los
periódicos, y durante todo ese tiempo ni siquiera había abierto un libro.
—Se
ha anquilosado usted —observó—; no sólo ha renunciado a la vida, a sus
intereses personales y sociales, a sus deberes como ciudadano y como hombre, a
sus amigos (porque los tenía usted a pesar de todo)..., no sólo ha renunciado
usted a todo propósito que no sea ganar en el juego, sino que ha renunciado
incluso a sus recuerdos. Yo le recuerdo a usted en un momento ardiente y
pujante de su vida, pero estoy seguro de que ha olvidado todas sus mejores
impresiones de entonces. Sus ilusiones, sus ambiciones de ahora, aun las más
apremiantes, no van más allá del pair et impair, rouge, noir, los doce números
medios, etcétera, etcétera. Estoy seguro.
—Basta,
míster Astley, por favor, por favor, no haga memoria —exclamé con enojo vecino
al rencor—. Sepa que no he olvidado absolutamente nada, sino que por el momento
he excluido todo eso de mi mente, incluso los recuerdos, hasta que mejore mi
situación de modo radical. Entonces... ¡entonces ya verá usted cómo resucito de
entre los muertos!
—Estará
usted aquí todavía dentro de diez años —dijo—. Le apuesto que se lo recordaré a
usted en este mismo banco, si vivo todavía.
—Bueno,
basta —interrumpí con impaciencia—, y para demostrarle que no me he olvidado
tanto del pasado, permita que le pregunte: ¿dónde está miss Polina? Si no fue
usted quien me sacó de la cárcel sería probablemente ella. No he tenido noticia
ninguna de ella desde aquel tiempo.
—¡No,
oh no! No creo que fuera ella quien le sacara. Está ahora en Suiza, y me haría
usted un gran favor si dejara de preguntarme por miss Polina —dijo sin ambages
y hasta con enfado.
—Eso
quiere decir que le ha herido también a usted mucho —dije riendo
involuntariamente.
—Miss
Polina es la mejor de todas las criaturas más dignas de respeto, pero le repito
que me hará un gran favor si deja de preguntarme por miss Polina. Usted no la
conoció nunca, y considero insultante a mi sentido moral oír su nombre en
labios de usted.
—¡Conque
ahí estamos! Pero se equivoca usted. ¿De qué cree usted que hablaríamos, usted
y yo, si no de eso? Porque en eso consisten todos nuestros recuerdos. Pero no
se preocupe, que no me hace falta conocer ninguno de sus asuntos íntimos o
confidenciales... Me interesan sólo, por así decirlo, las condiciones externas
de miss Polina, sólo su situación aparente en la actualidad. Eso puede decirse
en dos palabras.
—Bueno,
para que todo quede concluido con esas dos palabras: miss Polina estuvo enferma
largo tiempo; lo está todavía. Durante algún tiempo estuvo viviendo con mi
madre y mi hermana en el norte de Inglaterra. Hace medio año su abuela —usted
se acuerda, aquella mujer tan loca— murió y le dejó, a ella personalmente,
bienes por valor de siete mil libras. En la actualidad miss Polina viaja en
compañía de la familia de mi hermana, que ahora está casada. Su hermano y su
hermana menores también llevaron su parte en el testamento de la abuela y están
en colegios de Londres. El general, su padrastro, murió de apoplejía en París
hace un mes. Mademoiselle Blanche se portó bien con él, aunque consiguió
apoderarse de todo lo que le dejó la abuela... me parece que eso es todo.
—¿Y Des Grieux? ¿No
está viajando también por Suiza?
—No,
Des Grieux no está viajando por Suiza, y no sé dónde está Des Grieux; por lo
demás, le prevengo por última vez que desista de tales alusiones y conexiones
innobles de nombres, o tendrá usted que vérselas conmigo.
—¿Cómo? ¿A pesar de
nuestras relaciones amistosas de antes?
—Sí, a pesar de
nuestras relaciones amistosas de antes.
—Le
pido mil perdones, míster Astley, pero permítame decirle que nada injurioso o
innoble hay en ello, porque de nada culpo a miss Polina. Amén de que un francés
y una señorita rusa, hablando en términos generales, forman una conexión,
míster Astley, que ni a usted ni a mí nos es dado calibrar ni entender por
completo.
—Si
no menciona usted el nombre de Des Grieux en relación con otro nombre, le pido
que me explique qué quiere usted dar a entender con la expresión «un francés y
una señorita rusa». ¿Qué conexión es ésa? ¿Por qué precisamente un francés y
necesariamente una señorita rusa?
—Ya
veo que se interesa usted. Pero es largo de contar míster Astley. Habría mucho
que saber de antemano. Por lo demás, es una cuestión importante, aunque parezca
ridícula a primera vista. El francés, míster Astley, es una forma bella,
perfecta. Usted, como británico, puede no estar conforme con este aserto; yo,
como ruso, tampoco lo estoy, aunque quizá por envidia; pero nuestras damas
Pueden opinar de manera muy distinta. Usted puede juzgar a Racine artificial,
amanerado y relamido; es probable que ni siquiera aguante su lectura. También
yo lo encuentro artificial, amanerado y relamido, hasta ridículo desde cierto
punto de vista; pero es delicioso, míster Astley, y, lo que es aún más
importante, es un gran poeta, querámoslo o no usted y yo. La forma nacional del
francés, es decir, del parisiense, adquirió su finura cuando nosotros éramos
osos todavía. La revolución fue heredera de la aristocracia. Hoy día el francés
más vulgar tiene maneras, expresiones y hasta ideas del mayor refinamiento, sin
que haya contribuido a ello ni con su iniciativa, ni con su espíritu, ni con su
corazón; todo ello lo tiene por herencia. En sí mismos, los franceses pueden
ser fatuos e infames hasta más no poder. Bueno, míster Astley, le hago saber
ahora que no hay criatura en este mundo más crédula y sincera que una mocita
rusa que sea buena, juiciosa y no demasiado afectada. Des Grieux, presentándose
en un papel cualquiera, presentándose enmascarado, puede conquistar su corazón
con facilidad extraordinaria; posee una forma refinada, míster Astley, y la
señorita creerá que esa forma es la índole real del caballero, la forma natural
de su ser y su sentir, y no la tomará por un disfraz que ha adquirido por
herencia. Por muy desagradable que a usted le parezca, debo confesarle que la
mayoría de los ingleses son desmañados y toscos; los rusos, por su parte, saben
reconocer con bastante tino la belleza y son sensibles a ella. Pero para
reconocer la belleza espiritual y la originalidad de la persona se requiere
mucha más independencia, mucha más libertad de la que tienen nuestras mujeres,
sobre todo las jovencitas, y en todo caso más experiencia. Miss Polina, pues,
necesitaba mucho, muchísimo tiempo para darle a usted la preferencia sobre el
canalla de Des Grieux. Le estimará a usted, le dará su amistad, le abrirá su
corazón, pero en él seguirá reinando ese odioso canalla, ese Des Grieux
mezquino, ruin y mercenario. Y esto será incluso consecuencia, por así decirlo,
de la terquedad y el orgullo, ya que este mismo Des Grieux se presentó tiempo
atrás ante ella con la aureola de un marqués elegante, de un liberal
desilusionado, que se había arruinado por lo visto tratando de ayudar a la
familia de ella y al mentecato del general. Todas estas bribonadas salieron a
la luz más tarde; pero no importa que hayan salido. Devuélvale usted ahora al
Des Grieux de antes —eso es lo que necesita—. Y cuanto más detesta al Des
Grieux de ahora, tanto más echa de menos al de antes, aunque el de antes
existía sólo en su imaginación. ¿Es usted fabricante de azúcar, míster Astley?
—Sí, soy socio de la
conocida fábrica de azúcar Lowell and Company.
—Bueno,
pues ya ve, míster Astley. De un lado un fabricante de azúcar, y de otro el
Apolo de Belvedere. Estas dos cosas me parece que no tienen relación entre sí.
Yo ni siquiera soy fabricante de azúcar; no soy más que un insignificante
jugador de ruleta y hasta he servido de lacayo, lo que seguramente conoce miss
Polina porque al parecer tiene una policía excelente.
—Está
usted furioso y por eso dice esas tonterías —comentó míster Astley con calma y
en tono pensativo—. Además, lo que dice no tiene nada de original.
—De
acuerdo; pero lo terrible del caso, noble amigo mío, es que todas estas
acusaciones mías, por trilladas, chabacanas y grotescas que sean, son verdad.
En fin, usted y yo no hemos sacado nada en limpio.
—Eso
es una tontería repugnante, porque... porque... sepa usted —dijo míster Astley
con voz trémula y un relámpago en los ojos—, sepa usted, hombre innoble e
indigno, hombre mezquino y desgraciado, que he venido a Homburg por encargo de
ella para verle a usted, para hablarle detenida y seriamente, y para dar a ella
cuenta de todo, de los sentimientos de usted, de sus pensamientos, de sus
esperanzas y… ¡de sus recuerdos!
—¿De
veras? ¿De veras? —grité, y se me saltaron las lágrimas. No pude contenerlas,
al parecer por primera vez en mi vida.
—Sí,
desgraciado; ella le quería a usted, y puedo revelárselo porque es usted ya un
hombre perdido. Más aún, si le digo que aún ahora le quiere... pero, en fin, da
lo mismo, porque usted se quedará aquí. Sí, se ha destruido usted. Usted tenía
ciertas aptitudes, un carácter vivaz y era hombre bastante bueno; hasta hubiera
podido ser útil a su país, que tan necesitado anda de gente útil, pero...
permanecerá usted aquí y con ello acabará su vida. No le echo la culpa. En mi opinión,
así son todos los rusos o así tienden a serlo. Si no es la ruleta, es otra cosa
por el estilo. Las excepciones son raras. No es usted el primero que no
comprende lo que es el trabajo (y no hablo del pueblo ruso). La ruleta es un
juego predominantemente ruso. Hasta ahora ha sido usted honrado y ha preferido
ser lacayo a robar..., pero me aterra pensar en lo que puede pasar en el
futuro. ¡Bueno, basta, adiós! Supongo que necesita usted dinero. Aquí tiene
diez louis d'or, no le doy más porque de todos modos se los jugará usted.
¡Tómelos y adiós! ¡Tómelos, vamos!
—No, míster Astley,
después de todo lo que se ha dicho...
—¡Tó-me-los!
—gritó—. Estoy convencido de que es usted todavía un hombre honrado y se los
doy como un amigo puede dárselos a un amigo de verdad. Si pudiera estar seguro
de que al instante dejaría de jugar, de que se iría de Homburg y volvería a su
país, estaría dispuesto a darle a usted inmediatamente mil libras para que
empezara una nueva carrera. Pero no le doy mil libras y sí sólo diez louis d'or
porque a decir verdad mil libras o diez louis d'or vienen a ser para usted, en
su situación presente, exactamente lo mismo: se las jugaría usted. Tome el
dinero y adiós
—Lo tomaré si me
permite un abrazo de despedida.
—¡Oh, con gusto!
Nos abrazamos
sinceramente y míster Astley se marchó.
¡No,
no tiene razón! Si bien yo me mostré áspero y estúpido con respecto a Polina y
Des Grieux, él se mostró áspero y estúpido con respecto a los rusos. De mí mismo
no digo nada. Sin embargo... sin embargo, no se trata de eso ahora. ¡Todo eso
son palabras, palabras y palabras, y lo que hace falta son hechos! ¡Ahora lo
importante es Suiza! Mañana... ¡oh, si fuera posible irse de aquí mañana!
Regenerarse, resucitar. Hay que demostrarles... que Polina sepa que todavía
puedo ser un hombre. Basta sólo con... ahora, claro, es tarde, pero mañana...
¡Oh tengo un presentimiento, y no puede ser de otro modo! Tengo ahora quince
luises y empecé con quince gulden. Si comenzara con cautela... ¡pero de veras,
de verás que soy un chicuelo! ¿De veras que no me doy cuenta de que estoy
perdido? Pero... ¿por qué no puedo volver a la vida? Sí, basta sólo con ser
prudente y perseverante, aunque sólo sea una vez en la vida... y eso es todo.
Basta sólo con mantenerse firme una sola vez en la vida y en una hora puedo
cambiar todo mi destino. Firmeza de carácter, eso es lo importante. Recordar
sólo lo que me ocurrió hace siete meses en Roulettenburg, antes de mis pérdidas
definitivas en el juego. ¡Ah, ése fue un ejemplo notable de firmeza: lo perdí
todo entonces, todo... salí del casino, me registré los bolsillos, y en el del
chaleco me quedaba todavía un gulden: «¡Ah, al menos me queda con qué comer! »,
pensé, pero cien pasos más adelante cambié de parecer y volví al casino. Aposté
ese gulden a manque (esa vez fue a manque) y, es cierto, hay algo especial en
esa sensación, cuando está uno solo, en el extranjero, lejos de su patria, de
sus amigos, sin saber si va a comer ese día, y apuesta su último gulden, así
como suena, el último de todos. Gané y al cabo de veinte minutos salí del
casino con ciento setenta gulden en el bolsillo. ¡Así sucedió, sí! ¡Eso es lo
que a veces puede significar el último gulden! ¿Y qué hubiera sido de mí sí me
hubiera acobardado entonces, si no me hubiera atrevido a tomar una decisión?
¡Mañana, mañana acabará
todo!
Fiodor Dostoyevski
Moscú, 1821 - San
Petersburgo, 1881. Novelista ruso. Educado por su padre, un médico de carácter
despótico y brutal, encontró protección y cariño en su madre, que murió
prematuramente. Al quedar viudo, el padre se entregó al alcohol, y envió
finalmente a su hijo a la Escuela de Ingenieros de San Petersburgo, lo que no
impidió que el joven Dostoievski se apasionara por la literatura y empezara a
desarrollar sus cualidades de escritor.
A los dieciocho años,
la noticia de la muerte de su padre, torturado y asesinado por un grupo de
campesinos, estuvo cerca de hacerle perder la razón. Ese acontecimiento lo
marcó como una revelación, ya que sintió ese crimen como suyo, por haber
llegado a desearlo inconscientemente. Al terminar sus estudios, tenía veinte
años; decidió entonces permanecer en San Petersburgo, donde ganó algún dinero
realizando traducciones.
La publicación, en
1846, de su novela epistolar Pobres gentes, que estaba avalada por el poeta
Nekrásov y por el crítico literario Belinski, le valió una fama ruidosa y
efímera, ya que sus siguientes obras, escritas entre ese mismo año y 1849, no
tuvieron ninguna repercusión, de modo que su autor cayó en un olvido total.
En 1849 fue condenado a
muerte por su colaboración con determinados grupos liberales y revolucionarios.
Indultado momentos antes de la hora fijada para su ejecución, estuvo cuatro
años en un presidio de Siberia, experiencia que relataría más adelante en
Recuerdos de la casa de los muertos. Ya en libertad, fue incorporado a un
regimiento de tiradores siberianos y contrajo matrimonio con una viuda con
pocos recursos, Maria Dmítrievna Isáieva.
Tras largo tiempo en
Tver, recibió autorización para regresar a San Petersburgo, donde no encontró a
ninguno de sus antiguos amigos, ni eco alguno de su fama. La publicación de
Recuerdos de la casa de los muertos (1861) le devolvió la celebridad. Para la
redacción de su siguiente obra, Memorias del subsuelo (1864), también se
inspiró en su experiencia siberiana. Soportó la muerte de su mujer y de su
hermano como una fatalidad ineludible. En 1866 publicó El jugador, y la primera
obra de la serie de grandes novelas que lo consagraron definitivamente como uno
de los mayores genios de su época, Crimen y castigo. La presión de sus
acreedores lo llevó a abandonar Rusia y a viajar indefinidamente por Europa
junto a su nueva y joven esposa, Ana Grigorievna. Durante uno de esos viajes su
esposa dio a luz una niña que moriría pocos días después, lo cual sumió al
escritor en un profundo dolor.
A partir de ese momento
sucumbió a la tentación del juego y sufrió frecuentes ataques epilépticos. Tras
nacer su segundo hijo, estableció un elevado ritmo de trabajo que le permitió
publicar obras como “El idiota”2 (1868) o “Los endemoniados” (1870), que le
proporcionaron una gran fama y la posibilidad de volver a su país, en el que
fue recibido con entusiasmo. En ese contexto emprendió la redacción de “Diario
de un escritor”, obra en la que se erige como guía espiritual de Rusia y
reivindica un nacionalismo ruso articulado en torno a la fe ortodoxa y opuesto
al decadentismo de Europa occidental, por cuya cultura no dejó, sin embargo, de
sentir una profunda admiración.
En 1880 apareció la que
el propio escritor consideró su obra maestra, “Los hermanos Karamazov”, que
condensa los temas más característicos de su literatura: agudos análisis
psicológicos, la relación del hombre con Dios, la angustia moral del hombre
moderno y las aporías de la libertad humana. Máximo representante, según el
tópico, de la «novela de ideas», en sus obras aparecen evidentes rasgos de
modernidad, sobre todo en el tratamiento del detalle y de lo cotidiano, en el
tono vívido y real de los diálogos y en el sentido irónico que apunta en
ocasiones junto a la tragedia moral de sus personajes.
No comments:
Post a Comment