LA INVENCIÓN DE
MOREL
ADOLFO BIOY
CASARES
Hoy, en esta
isla, ha ocurrido un milagro. El verano se adelantó. Puse la cama cerca de la
pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir.
Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía
protegerme de la espantosa clama. A la madrugada me despertó un fonógrafo. No
pude volver al museo, a buscar las cosas. Huí por las barrancas. Estoy en los
bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar
o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que anticipé absurdamente mi huida.
Creo que esa gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi
destino; estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos
habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana.
Escribo esto
para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o
luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante Sobrevivientes y un
Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y
de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las
policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las
aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno
unánime para los perseguidos. Hasta ahora no he podido escribir sino esta hoja
que ayer no preveía. ¡Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué
insuperable es la dureza de la madera! ¡Cuánto más grande es el espacio que el
pájaro movedizo!
Un italiano, que
vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de venirme; dijo (en su lengua):
—Para un
perseguido, para usted, sólo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se
vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un
museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y
abandonadas.
Lo interrumpí;
quería su ayuda para el viaje; el mercader siguió:
—Ni los piratas
chinos, ni el barco pintado de blanco del Instituto Rockefeller la tocan. Es el
foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen
las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo
vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la
isla estaban despellejados, clavos, sin uñas —todos muertos—, cuando los
encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.
Pero tan
horrible era mi vida que resolví partir... El italiano quiso disuadirme; logré
que me ayudara.
Anoche, por
centésima vez, me dormí en esta isla vacía... viendo los edificios pensaba lo
que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un
horno de ladrillos. Me dormí tarde y la música y los gritos me despertaron a la
madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha
llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un
momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se
han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como
veraneantes instalados desde hace tiempo en los Teques o en Marienbad.
Desde los
pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes
que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos
del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes:
hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.
Están vestidos
con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me
parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora es muy
general admirarse con la magia del pasado inmediato.
Quién sabe por
qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas.
Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes
enemigos que, para oír Valencia y Té para dos —un fonógrafo poderosísimo
los ha impuesto al ruido del viento y del mar—, me privan de todo lo que me ha
costado tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el
mar en pantanos deletéreos.
En este juego de
mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener
escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá, si
me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.
Exagero: miro
con alguna fascinación —hace tanto que no veo gente— a estos abominables
intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:
Primero: porque
tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil; acabo de
llegar; estoy sin herramientas.
Segundo: por el peligro de que me sorprendan
mirándolos o en la primer visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo
construir guaridas ocultas en los matorrales.
Finalmente:
porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y
para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando
se acercan a las barrancas.
Mi situación es
deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las mareas suben
más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto desde que estoy
en la isla.
Cuando oscurece
busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme en el agua. La
marea sube a eso de la siete de la mañana; a veces llega con adelanto. Pero una
vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes. Hendiduras en el tronco
de los árboles son la contabilidad de los días; un error me llenaría de agua los
pulmones.
Siento con
desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso,
he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por
encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que me
han condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo —Ostinato
rigore— e intentaré seguirla
Creo que esta
isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice. Del
comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri (Calle Hiderabad, 21, suburbio de
Ramkrishnapur, Calcuta), podrán ustedes obtener más precisiones. Ese italiano
me alimentó varios días que pasé enrollado en alfombras persas, después me cargó
en la bodega de un buque. No lo comprometo, al recordarlo en este diario; no
soy ingrato con él... La Defensa ante
Sobrevivientes no dejará dudas: como en la realidad, en la memoria de los
hombres —donde a lo mejor está el cielo— Ombrellieri habrá sido caritativo con
un prójimo injustamente perseguido y, hasta en el último recuerdo en que
aparezca, lo tratarán con benevolencia.
Desembarqué en
Rabaul; con una tarjeta del comerciante visité a un miembro de la sociedad más
conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la luna, en el humo de fábricas
de conservas de mariscos, recibí las últimas instrucciones y un bote robado;
remé exasperadamente, llegué a la isla (con una brújula que no entiendo; sin orientación;
sin sombrero; enfermo; con alucinaciones); el bote encalló en las arenas del
este (sin duda los arrecifes de coral que rodean la isla estaban sumergidos);
me quedé en el bote, más de un día, perdido en episodios de aquel horror,
olvidando que había llegado.
La vegetación de la isla es abundante.
Plantas, pastos, flores de primavera, de verano, de otoño, de invierno, van
siguiéndose con urgencia, con más urgencia en nacer que en morir, invadiendo
unos el tiempo y la tierra de los otros, acumulándose inconteniblemente. En
cambio, los árboles están enfermos; tienen las copas secas, los troncos vigorosamente
brotados. Encuentro dos explicaciones: o bien que las yerbas estén sacando la
fuerza del suelo o bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra
(el hecho de que los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda
hipótesis). Los árboles de la colina se endurecieron tanto que es imposible
trabajarlos; tampoco puede conseguirse nada con los del bajo; los deshace la
presión de los dedos y queda en la mano un aserrín pegajoso, unas astillas
blandas.
En la parte alta
de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas (hay rocas en las barrancas del
oeste), están el museo, la capilla, la pileta de natación. Las tres construcciones
son modernas, angulares, lisas, de piedra sin pulir.
La piedra, como
tantas veces, parece una mala imitación y no armoniza perfectamente con el
estilo.
La capilla es
una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy larga). La pileta de natación
está bien construida, pero, como no excede el nivel del suelo, inevitablemente
se llena de víboras, sapos, escuerzos e insectos acuáticos. El museo es un
edificio grande, de tres pisos, sin techo visible, con un corredor al frente y
otro más chico atrás, con una torre cilíndrica.
Lo encontré abierto; enseguida me instalé en
él. Lo llamo museo porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones
tenía? Quién sabe si él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para
unas cincuenta personas, o un sanatorio.
Tiene un hall
con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay más que novelas, poesía,
teatro (si no se cuenta un librito —Belidor: Travaux-Le Moulin Perse-Paris,
1937— que estaba sobre una repisa de mármol verde
y ahora abulta
un bolsillo de estos jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé por el
nombre “Belidor” me pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo Moulin
Perse no explicaría ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes
buscando ayuda para ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en
la soledad de la isla traté de continuar (creo que perdemos la inmortalidad
porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos
insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Sólo
habría que buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia).
En el hall, las paredes son de mármol rosa,
con algunos listones verdes, como columnas hundidas. Las ventanas, con sus
vidrios azules, alcanzarían al piso alto de mi casa natal. Cuatro cálices de
alabastro, en que podrían esconderse cuatro medias docenas de hombres, irradian
luz eléctrica. Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta da al
corredor; otra al salón redondo; otra ínfima, tapada por un biombo, a la
escalera de caracol.
En el corredor está la escalera principal, de
estuco y alfombrada. Hay sillas de paja, y las paredes están cubiertas de
libros.
El comedor es de unos dieciséis metros por
doce. Arriba de triples columnas de caoba, en cada pared, hay terrazas que son
como palcos para cuatro divinidades sentadas —una en cada palco—, semi-indias,
semi-egipcias, ocres, de terracota; son tres veces más grandes que un hombre;
las rodean hojas oscuras y prominentes, de plantas de yeso. Debajo de las
terrazas hay grandes paneles con dibujos de Fuyita, que desentonan (por
humildes).
El piso del
salón redondo es un acuario. En invisibles cajas de vidrio, en el agua, hay
lámparas eléctricas (la única iluminación de ese cuarto sin ventanas). Recuerdo
el lugar con asco. A mi llegada había centenares de peces muertos: sacarlos,
fue una operación horripilante; he dejado correr agua, días y días, pero
siempre tomo allí olor a pescado podrido (que sugiere las playas de la patria,
con sus turbios de multitud de peces, vivos y muertos, saltando de las aguas e
infectando vastísimas zonas de aire, mientras los abrumados pobladores los
entierran). Con el piso iluminado y las
columnas de laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando mágicamente
sobre un estanque, en medio de un bosque. Por dos aberturas da al hall y a una
sala chica, verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos, que tiene
veinte hojas, o más.
Las habitaciones
son modernas, suntuosas, desagradables. Hay quince departamentos. En el mío
hice una obra devastadora, que dio poco resultado. No tuve más cuadros —de
Picasso—, ni cristales ahumados, ni forros con valiosas firmas, pero viví en
una ruina incómoda.
En dos ocasiones
análogas hice mis descubrimientos en los sótanos. En la primera —habían
empezado a mermar las provisiones de la despensa— buscaba alimentos y descubrí
la usina. Cuando recorría el sótano advertí que ninguna pared tenía el tragaluz
que yo había visto desde afuera, con vidrios espesos y rejas, medio escondido entre
las ramas de un conífero. Como en una discusión con alguien que me sostuviera
que ese tragaluz era irreal, visto en un sueño, salí a comprobar si todavía
estaba.
Lo vi de nuevo.
Bajé al sótano y tuve gran dificultad para orientarme y encontrar, por adentro,
el sitio que correspondía al tragaluz. Estaba del otro lado de la pared. Busqué
hendiduras, puertas secretas. La pared era muy lisa y muy sólida. Pensé que en
una isla, en un lugar tapiado tenía que haber un tesoro; pero decidí romper la
pared y entrar, porque me preció más verosímil que hubiera, si no
ametralladoras y municiones, un depósito de víveres.
Con el hierro
que servía para atrancar una puerta, y una creciente languidez, abrí un
agujero: se vio claridad celeste. Trabajé mucho y esa misma tarde estuve
adentro. Mi primera sensación no fue el disgusto de no encontrar víveres, ni el
alivio de reconocer una bomba de sacar agua y una usina de luz, sino la
admiración placentera y larga: las paredes, el techo, el piso, eran de
porcelana celeste y hasta el mismo aire (en ese cuarto sin más comunicación con
el día que un tragaluz alto y escondido entre las ramas de un árbol) tenía la
diafanidad celeste y profunda que en la espuma de las cataratas.
Entiendo muy
poco de motores, pero no tardé en ponerlos en funcionamiento. Cuando se me
acaba el agua llovida, hago trabajar la bomba. Todo esto me ha sorprendido: por
mí y por la simplicidad y buen estado de las máquinas. No ignoro que para
contrarrestar una falla, solamente cuento con mi resignación. Soy tan inepto
que todavía no he podido averiguar el destino de unos motores verdes que hay en
el mismo cuarto, ni de ese rodillo con aletas que está en los bajos del sur
(vinculado con el sótano por un tubo de hierro; si no estuviera tan alejado de
la costa le atribuiría alguna relación con las mareas, podría imaginar que
sirve para cargar los acumuladores que ha de tener la usina). Por esa ineptitud
hago mucha economía; no pongo en marcha los motores sino cuando es indispensable.
Sin embargo, en
una ocasión, todas las luces del museo estuvieron encendidas la noche entera.
Fue la segunda vez que hice descubrimientos en los sótanos.
Yo estaba
enfermo. Tuve la esperanza de que en alguna parte del museo hubiera un mueble
con remedios; arriba no había nada; bajé a los sótanos y... esa noche ignoré mi
enfermedad, olvidé que los horrores que estaba pasando vienen, solamente, en
los sueños. Descubrí una puerta secreta, una escalera, un segundo sótano. Entré
en una cámara poliédrica —parecida a unos refugios contra bombardeos, que vi en
el cinematógrafo— con las paredes recubiertas por chapas de dos tipos —unas de
un material como el corcho, otras de mármol— simétricamente distribuidas. Di un
paso; por arcadas de piedra, en ocho direcciones vi repetirse, como en espejos,
ocho veces la misma cámara. Después oí muchos pasos, terriblemente claros, a mi
alrededor, arriba, abajo, caminando por el museo. Adelanté un poco más: se
apagaron los ruidos, como en un ambiente de nieve, como en las frías alturas de
Venezuela.
Subí la
escalera. Había el silencio, el ruido solitario del mar, la inmovilidad con
fugas de ciempiés. Temí una invasión de fantasmas, una invasión de policías,
menos verosímil. Pasé horas entre las cortinas, angustiado por el escondite que
había elegido (era posible verme de afuera; si quería escaparme de alguien que
estuviera en el cuarto debía abrir la ventana). Después me atreví a registrar
la casa, pero seguía inquieto. Me había oído rodear de pasos nítidos, a
distintas alturas, movedizos.
A la madrugada
bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismos pasos, de cerca y de lejos.
Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí recorriendo el segundo sótano,
intermitentemente escoltado por la bandada solícita de los ecos,
multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras cinco en el sótano más
abajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran los que, en 1924, más
o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han dejado abandonado? ¿Qué
bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una casa tan bien construida
hayan respetado el moderno prejuicio contra las molduras, has el punto haber
hecho este refugio que pone a prueba el equilibrio mental: los ecos de un
suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos, durante dos o tres minutos. Donde
no hay ecos el silencio es tan horrible como ese peso que no deja huir, en los
sueños.
El lector atento
puede sacar de mi informe un catálogo de objetos, de situaciones, de hechos más
o menos asombrosos; el último es la aparición de los actuales habitantes de la
colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las que vivieron en 1924? ¿Habrá
que ver en los turistas de hoy a los constructores del museo, de la capilla, de
la pileta de natación? No me decido a creer que una de estas personas haya
interrumpido alguna vez Té para dos o
Valencia, para hacer el proyecto de
esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a prueba de bombas.
En las rocas hay
una mujer mirando las puestas de sol todas las tardes. Tiene un pañuelo de
colores atado en la cabeza; las manos juntas, sobre una rodilla; soles
prenatales han de haber dorado su piel; por los ojos, el pelo negro, el busto,
parece una de esas bohemias o españolas de los cuadros más detestables.
Con puntualidad
aumento las páginas de este diario y olvido las que me excusarán de los años
que mi sombra se demoró en la tierra. Sin embargo, lo que hoy escribo será una
precaución. Estas líneas permanecerán invariables, a pesar de la flojedad de
mis convicciones. He de ajustarme a lo que ahora sé: conviene a mi seguridad renunciar,
interminablemente, a cualquier auxilio de un prójimo.
No espero nada.
Esto no es horrible. Después de resolverlo, he ganado tranquilidad.
Pero esa mujer
me ha dado una esperanza. Debo temer las esperanzas.
Mira los
atardeceres todas las tardes; yo, escondido, estoy mirándola. Ayer, hoy de
nuevo, descubrí que mis noches y días esperan esa hora. La mujer, con la
sensualidad de cíngara y con el pañuelo de colores demasiado grande, me parece
ridícula. Sin embargo siento, quizá un poco en broma, que si pudiera ser mirado
un instante, hablado un instante por ella, afluiría juntamente el socorro que
tiene el hombre en los amigos, en las novias y en los que están en su misma
sangre.
Mi esperanza
puede ser obra de los pescadores y del tenista barbudo. Hoy me irritó
encontrarla con ese falso tenista; no tengo celos; pero ayer tampoco la vi; iba
a las rocas, y esos pescadores me impidieron seguir; no me dijeron nada: huí
antes de ser visto. Procuré sortearlos por arriba; imposible; tenían amigos,
mirándolos pescar.
Cuando di
vuelta, el sol ya se había puesto, las rocas solas atestiguaban la noche.
Quizá esté
preparando una estupidez irremediable; quizá esta mujer, entibiada por soles de
todas las tardes, me entregue a la policía.
La calumnio;
pero no olvido el amparo de la ley. Los que deciden la condena imponen tiempos,
defensas que nos aferran a la libertad, dementemente.
Ahora, invadido
por suciedad y pelos que no puedo extirpar, un poco viejo, crío la esperanza de
la cercanía benigna de esta mujer indudablemente hermosa.
Confío en que mi
enorme dificultad sea instantánea: pasar la primera impresión. Ese falso
impostor no me vencerá.
En quince días
hubo tres grandes inundaciones. Ayer la suerte me salvó de morir ahogado. Casi
me sorprende el agua. Ateniéndome a las marcas del árbol, calculé para hoy la
marea. Si a la madrugada hubiera dormido, habría muerto. Muy pronto el agua
estaba subiendo con la decisión que tiene una vez por semana. Ha sido tanta mi negligencia
que ahora no sé a qué atribuir estas sorpresas: a errores de cálculo o a una
pérdida transitoria de regularidad en las grandes mareas. Si las mareas han
cambiado sus costumbres, la vida en estos bajos será todavía más precaria. Me
acomodaré, sin embargo. ¡He sobrevivido a tanta adversidad! Viví enfermo,
dolorido, con fiebre, muchísimo tiempo; ocupadísimo en no morirme de hambre;
sin poder escribir (con esta cara indignación que debo a los hombres).
A mi llegada
había algunas provisiones en la despensa del museo. En un horno clásico y
tostado, con harina, sal y agua, elaboré un pan incomible. Muy pronto comí
harina en la bolsa, en polvo (con sorbos de agua). Todo se acabó: hasta unas
lenguas de cordero en mal estado, hasta los fósforos (con un consumo de tres
por día). ¡Cuánto más evolucionados que nosotros fueron los inventores del
fuego! Estuve trabajando, lastimándome infinitos días, para hacer una trampa;
cuando funcionó pude comer pájaros sangrientos y dulces. He seguido la
tradición de los solitarios; he comido, también, raíces. El dolor, una lividez
húmeda y espantosa, catalepsias que no me dejaron un recuerdo, inolvidables
miedos soñados, me ha permitido conocer las plantas más venenosas.
Estoy molesto:
no tengo las herramientas; la región es malsana, adversa. Pero, hace unos
meses, mi vida actual me hubiera parecido un exagerado paraíso.
Las mareas
diarias no son peligrosas ni puntuales. A veces levantan las ramas cubiertas de
hojas que tiendo para dormir y amanezco en un mar impregnado por las aguas
barrosas de los pantanos.
Me queda la
tarde para la caza; a la mañana estoy con el agua hasta la cintura; los
movimientos pesan como si la parte del cuerpo que está sumergida fuera muy
grande; en compensación, hay menos lagartos y víboras; los mosquitos duran todo
el día, todo el año.
Las herramientas
están en el museo. Aspiro a tener valor, a emprender una expedición y
rescatarlas. Tal vez no sea indispensable: esta gente desaparecerá; tal vez he
tenido alucinaciones.
El bote ha
quedado fuera de alcance, en la playa del este. Lo que pierdo no es mucho:
saber que no estoy amanezco en un mar impregnado por las aguas barrosas de los
pantanos.
Me queda la
tarde para la caza; a la mañana estoy con el agua hasta la cintura; los
movimientos pesan como si la parte del cuerpo que está sumergida fuera muy
grande; en compensación, hay menos lagartos y víboras; los mosquitos duran todo
el día, todo el año.
Las herramientas
están en el museo. Aspiro a tener valor, a emprender una expedición y
rescatarlas. Tal vez no sea indispensable: esta gente desaparecerá; tal vez he
tenido alucinaciones.
El bote ha
quedado fuera de alcance, en la playa del este. Lo que pierdo no es mucho:
saber que no estoy preso, que puedo irme de la isla; pero ¿pude irme alguna
vez? Sé el infierno que encierra ese bote. Vine de Rabaul hasta aquí. No tenía
agua para beber, no tenía sombrero. A remo, el mar es inagotable. La
insolación, el cansancio eran mayores que mi cuerpo. Me aquejaron una ardiente
enfermedad y sueños que no se cansaban.
Ahora mi fortuna
es distinguir las raíces comestibles. He llegado a ordenar la vida tan bien,
que hago todos los trabajos y me queda, todavía, un rato para descansar. En
esta amplitud me siento libre, feliz.
Ayer me atrasé;
hoy estuve trabajando continuamente; sin embargo, quedó algo para mañana;
cuando hay tanto que hacer, la mujer de las tardes no me desvela.
Ayer a la mañana
el mar invadía los bajos. Nunca he visto una marea de tanta amplitud. Todavía
estaba creciendo cuando empezó a llover (aquí las lluvias son infrecuentes,
poderosísimas, con vendavales). Tuve que buscar reparo.
Atareado por lo
resbaladizo de la pendiente, el ímpetu de la lluvia, el viento y las ramas,
subí a la colina. Se me ocurrió esconderme en la capilla (el sitio más
solitario de la isla).Estaba en los cuartos reservados para que los sacerdotes
tomen los desayunos y se cambien de ropa (no he visto ningún cura ni pastor
entre los ocupantes del museo) y de pronto hubo dos personas, bruscamente
presentes, como si no hubieran llegado, como si hubieran aparecido nada más que
en mi vista o imaginación... Me escondí — irresoluto, con torpeza— debajo del
altar, entre sedas coloradas y puntillas. No me vieron. Todavía me dura el asombro.
Pasé un rato,
inmóvil, agachado, en postura incómoda, espiando entre las cortinas de seda que
hay debajo del altar principal, con la atención dirigida hacia los ruidos
interpuestos por la tormenta, mirando las montañas de los hormigueros, oscuras,
los caminos movedizos de las hormigas, pálidas y grandes, las baldosas
removidas... Atento a las gotas en la pared y en el techo, al agua estremecida
en las canaletas, a la lluvia en la vereda cercana, a los truenos, a los
confusos ruidos del temporal, de los árboles, del mar en la playa, de las
inmediatas vigas, queriendo aislar los pasos o la voz de alguien que estuviera
avanzando hacia mi refugio, evitar otra aparición inesperada...
Entre los
ruidos, empecé a oír fragmentos de una melodía concisa, muy remota... Dejé de
oírla y pensé que había sido como esas figuras que, según Leonardo, aparecen
cuando miramos un rato las manchas de humedad. Volvió la música y yo estuve con
los ojos nublados, complacido por su armonía, convulso antes de aterrorizarme del
todo.
Después de un
rato fui a la ventana. El agua, blanca en el vidrio, sin brillo, profundamente
oscura en el aire, apenas dejaba ver... Tuve una sorpresa tan grande que no me
importó asomarme por la puerta abierta.
Aquí viven los
héroes del snobismo (o los pensionistas de un manicomio abandonado). Sin
espectadores —o soy el público previsto desde el comienzo—, para ser originales
cruzan el límite de incomodidad soportable, desafían la muerte. Esto es
verídico, no es una invención de mi rencor... Sacaron el fonógrafo que está en
el cuarto verde, contiguo al salón del acuario, y, mujeres y hombres, sentado
en bancos o en el pasto, conversaban, oían música y bailaban en medio de una
tempestad de agua y viento que amenazaba arrancar todos los árboles. Ahora la
mujer del pañuelo me resulta imprescindible. Tal vez toda esa higiene de no
esperar sea un poco ridícula. No esperar de la vida, para no arriesgarla; darse
por muerto, para no morir. De pronto esto me ha parecido un letargo espantoso,
inquietísimo; quiero que se acabe. Después de la fuga, después de haber vivido
no atendiendo a un cansancio que me destruía, logré la calma, mis decisiones
tal vez me devuelvan a ese pasado o a los jueces; los prefiero a este largo
purgatorio.
Ha empezado hace
ocho días. Entonces registré el milagro de la aparición de estas personas; a la
tarde temblé cerca de las rocas del oeste. Me dije que todo era vulgar: el tipo
bohemio de la mujer y mi enamoramiento propio de solitario acumulado. Volví dos
tardes más: la mujer estaba; empecé a encontrar que lo único milagroso era
esto; después vinieron los días aciagos de los pescadores, que no la vi, del
barbudo, de la inundación, de reparar los destrozos de la inundación. Hoy a la
tarde...
Estoy asustado;
pero, con mayor insistencia, descontento de mí. Ahora debo esperar que los
intrusos vengan, en cualquier momento; si tardan, malum signum: vienen a prenderme. Esconderé este diario, prepararé
una explicación y los aguardaré no muy lejos del bote, decidido a pelear, a
huir. Sin embargo, no me ocupo de los peligros. Estoy incomodísimo: tuve
descuidos que pueden privarme de la mujer, para siempre.
Después de
bañarme, limpio y más desordenado (por efecto de la humedad en la barba y el
pelo), fui a verla. Había trazado este plan: esperarla en las rocas, la mujer,
al llegar, me encontraría abstraído en la puesta del sol; la sorpresa, el
probable recelo, tendrían tiempo de convertirse en curiosidad; mediaría
favorablemente la común devoción a la tarde; ella me preguntaría quién soy; nos
haríamos amigos...
Llegué
tardísimo. (Mi impuntualidad me exaspera, ¡pensar que en esa corte de los
vicios llamada el mundo civilizado, en Caracas, fue un trabajoso adorno, una de
mis características más personales!)
Lo arruiné todo;
ella miraba el atardecer y bruscamente surgí detrás de unas piedras.
Bruscamente, e hirsuto, y visto desde abajo, debí de aparecer con mis atributos
de espanto acrecentados.
Los intrusos han
de venir de un momento a otro. No he preparado una explicación. No tengo miedo.
Esta mujer es
algo más que una falsa gitana. Me espanta su valor. Nada anunció que me hubiera
visto. Ni un parpadeo, ni un leve sobresalto.
Todavía el sol
estaba arriba del horizonte (no el sol; la apariencia del sol; era ese momento
en que ya se ha puesto, o va a ponerse, y uno lo ve donde no está). Yo había
escalado con urgencia las piedras. La vi: el pañuelo de colores, las manos
cruzadas sobre una rodilla, su mirada, aumentando el mundo. Mi respiración se
volvió irreprimible. Los peñascos, el mar, parecían trémulos.
Cuando pensaba
en esto, oí el mar con su ruido de movimiento y de fatiga, a mi lado, como si
se hubiera puesto a mi lado. Me tranquilicé un poco. No era probable que se
oyera mi respiración.
Entonces, para
postergar el momento de hablarle, descubrí una antigua ley psicológica. Me
convenía hablar desde un lugar alto, que permitiera mirar desde arriba. Esta
mayor elevación material contrarrestaría, en parte, mis inferioridades.
Subí otras
rocas. El esfuerzo empeoró mi estado. También lo empeoraron:
La prisa: yo me
había puesto en la obligación de hablarle hoy mismo. Si quería evitar que
sintiera desconfianza —por el lugar solitario, por la oscuridad— no podía
esperar un minuto.
Verla: como
posando para un fotógrafo invisible tenía la calma de la tarde, pero más
inmensa. Yo iba a interrumpirla.
Decir algo era
una expedición alarmante. Ignoraba si tenía voz.
La miré,
escondido. Temí que me sorprendiera espiándola; aparecí, tal vez demasiado
bruscamente, a su mirada; sin embargo, la paz de su pecho no se interrumpió; la
mirada prescindía de mí, como si yo fuera invisible.
No me detuve.
—Señorita,
quiero que me oiga —dije con la esperanza de que no accediera a mi ruego,
porque estaba tan emocionado que había olvidado lo que tenía que decirle. Me
pareció que la palabra señorita sonaba ridículamente en la isla. Además la
frase era demasiado imperativa (combinada con la aparición repentina, la hora,
la soledad).
Insistí:
—Comprendo que
no se digne...
No puedo
recordar, con exactitud, lo que dije. Estaba casi inconsciente. Le hable con
una voz mesurada y baja, con una compostura que sugería obscenidades. Caí, de
nuevo, en señorita. Renuncié a las palabras y me puse a mirar el poniente,
esperando que la compartida visión de esa calma nos acercara. Volví a hablar.
El esfuerzo que hacía pare dominarme bajaba la voz, aumentaba la obscenidad del
tono. Pasaron otros minutos de silencio. Insistí, imploré, de un modo repulsivo.
Al final estuve excepcionalmente ridículo: trémulo, casi a gritos, le pedí que
me insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio.
No fue como si
no me hubiera oído, como si no me hubiera visto; fue como si los oídos que
tenía no sirvieran para oír, como si los ojos no sirvieran para ver. En cierto
modo me insultó; demostró que no me temía. Ya era de noche cuando recogió el
bolso de costura y se encaminó despacio a la parte alta de la colina.
Los hombres no
han venido todavía a buscarme. Tal vez no vengan esta noche. Tal vez esta mujer
sea para todo tan asombrosa y no les haya referido mi aparición. La noche es
oscura. Conozco bien la isla: no temo a un ejército, si me busca de noche.
Ha sido, otra
vez, como si no me hubiera visto. No cometí otro error que el de permanecer
callado y dejar que se restableciera el silencio.
Cuando la mujer
llegó a las rocas, yo miraba el poniente. Estuvo inmóvil, buscando un sitio
pare extender la manta. Después caminó hacia mí. Con estirar el brazo, la hubiera
tocado. Esta posibilidad me horrorizó (como si hubiera estado en peligro de
tocar un fantasma). En su prescindencia de mí había algo espantoso. Sin
embargo, al sentarse a mi lado me desafiaba y, en cierto modo, ponía fin a esa
prescindencia.
Sacó un libro
del bolso y estuvo leyendo. Aproveché la tregua, para serenarme.
Después, cuando
la vi dejar el libro, levantar la mirada, pensé: “Prepara una interpelación”.
Esta no se produjo. El silencio aumentaba, ineludible. Comprendí la gravedad de
no interrumpirlo; pero, sin obstinación, sin motivo, permanecí callado.
Ninguno de sus
compañeros ha venido a buscarme. Tal vez no les haya hablado de mí; tal vez les
inquiete mi conocimiento de la isla (por eso la mujer vuelve diariamente,
simulando un episodio sentimental). Desconfío. Estoy listo para sorprender la
conspiración más silenciosa. He descubierto en mí una inclinación a prever las
consecuencias malas, exclusivamente. Se ha formado en los últimos tres o cuatro
años; no es casual; es molesta. Que la mujer vuelva, la proximidad que busco,
todo parece indicar un cambio demasiado feliz para que pueda imaginarlo...
Quizá yo olvidé mi barba, mis años, la policía que me ha perseguido tanto, que
todavía estará buscándome, obstinada, como una maldición eficaz. No debo darme esperanzas.
Escribo esto y se me ocurre una idea que es una esperanza. No creo haber
insultado a la mujer, pero tal vez fuera oportuno desagraviarla. ¿Qué hace un
hombre en estas ocasiones? Envía flores. Este es un proyecto ridículo... pero
las cursilerías, cuando son humildes, tienen todo el gobierno del corazón. En
la isla hay muchas flores. A mi llegada quedaban algunos macizos alrededor de
la pileta y del museo. Seguramente, podré hacer un jardincito en el pasto que
bordea las rocas. Tal vez sirva la naturaleza para lograr la intimidad de una
mujer. Tal vez me sirva pare acabar con el silencio y la cautela. Será este mi
último recurso poético. Yo no he combinado colores; de pintura no entiendo casi
nada... Confío, sin embargo, en poder hacer un trabajo modesto, que denote afición
a la jardinería.
Me levante a la
madrugada. Sentía que el mérito de mi sacrificio bastaba para cumplir el
trabajo.
Vi las flores
(abundan en la parte baja de las barrancas). Arranqué las que me parecieron
menos desagradables. Aún las de colores vagos tienen una vitalidad casi animal.
Después de un rato las miré, para ordenarlas, porque ya no me cabían debajo del
brazo: estaban muertas.
Iba a renunciar
a mi proyecto, pero recordé que algo más arriba, a la vista del museo, hay otro
lugar con muchas flores... Como era temprano, me pareció que no había riesgo en
ir a verlas. Los intrusos dormían, seguramente.
Son diminutas y
ásperas. Corte unas cuantas. No tienen esa monstruosa urgencia en morirse.
Sus
inconvenientes: el tamaño y estar a la vista del museo.
He pasado casi
toda la mañana exponiéndome a ser descubierto por cualquier persona que hubiera
tenido el coraje de levantarse antes de las diez. Me parece que tan modesto
requisito de la calamidad no se cumplió. Durante mi trabajo de juntar las
flores he vigilado el museo y no he visto a ninguno de sus ocupantes; esto me
permite suponer que tampoco me vieron a mí.
Las flores son
muy chicas. Tendré que plantar miles y miles, si no quiero un jardincito ínfimo
(sería más lindo, y más fácil de hacer; pero existe el peligro de que la mujer
no lo vea).
Me apliqué a
preparar los canteros, a romper la sierra (está dura, las superficies planeadas
son muy vastas), a regar con agua llovida. Cuando haya acabado de preparar la
sierra, tendré que buscar más flores. Haré lo posible para que no me
sorprendan, sobre todo para que no interrumpan el trabajo, o lo vean antes de
que esté listo. He olvidado que para los movimientos de plantas hay exigencias
cósmicas. No puedo creer que después de tanto peligro, de tanto cansancio, las
flores no lleguen vivas hasta la puesta del sol.
Carezco de
estética para jardines; de cualquier manera, entre los pastizales y las mates
de paja, el trabajo resultará conmovedor. Será un fraude, naturalmente; de acuerdo
con mi plan, hoy a la tarde será un jardín cuidado; mañana tal vez esté muerto
o sin flores (si hay viento).
Me avergüenza un
poco declarar mi proyecto. Una inmensa mujer sentada, mirando el poniente, con
las manos unidas sobre una rodilla; un hombre exiguo, hecho de hojas,
arrodillado frente a la mujer (debajo de este personaje pondré la palabra “Yo”
entre paréntesis).
Habrá esta
inscripción:
Sublime, no lejana y misteriosa,
Con el silencio vivo de la rosa.
Mi cansancio es,
casi, una enfermedad. Tengo a mano el cielo de acostarme debajo de los árboles
hasta las seis de la tarde. Lo postergaré. La razón de esta necesidad de
escribir ha de estar en los nervios. El pretexto es que ahora mis actos me
llevan a uno de mis tres porvenires: la compañía de la mujer, la soledad (o sea
la muerte en que pasé los últimos años, imposible después de haber contemplado
a la mujer), la horrorosa justicia. ¿A cuál? Saberlo con tiempo es difícil. Sin
embargo, la redacción y la lectura de estas memorias pueden ayudarme a esa
previsión tan útil; quizá también me permitan cooperar en la producción del
futuro conveniente.
He trabajado
como un ejecutante prodigioso; la obra sale de toda relación con los
movimientos que la hicieron. Tal vez la magia dependa de esto: había que aplicarse
a las partes, a la dificultad de plantar cada flor y alinearla con la
precedente. Desde el trabajo no podía preverse la obra concluida; sería un
desordenado conjunto de flores o una mujer, indistintamente.
Sin embargo, la
obra no parece improvisada; es de una satisfactoria pulcritud. No pude cumplir
mi proyecto. Imaginativamente no cuesta más una mujer sentada, con las manos
enlazadas sobre una rodilla, que una mujer de pie; hecha de flores, la primera
es casi imposible. La mujer esta de frente, con los pies y la cabeza de perfil,
mirando una puesta de sol. La cara y un pañuelo de flores violetas forman la
cabeza. La piel no está bien. No pude lograr ese color adusto, que me repugna y
que me atrae. El vestido es de flores azules; tiene guardas blancas. El sol está
hecho con unos extraños girasoles que hay aquí. El mar, con las mismas flores
del vestido. Yo estoy de perfil, arrodillado. Soy diminuto (un tercio del
tamaño de la mujer) y verde, hecho de hojas.
He modificado la
inscripción. La primera me salió demasiado larga para hacerla con flores. La
convertí en esta:
Mi muerte en esta isla has desvelado.
Me alegraba ser
un muerto insomne. Por este placer descuidé la cortesía; en la frase podía
haber un reproche implícito. Volví, sin embargo, a esa idea. Creo que me
cegaban: la afición a presentarme como un ex muerto; el descubrimiento
literario o cursi de que la muerte era imposible al lado de esa mujer. Dentro
de su monotonía, las aberraciones eran casi monstruosas:
Un muerto en esta isla has desvelado
O:
Ya no estoy muerto: estoy enamorado.
Me descorazoné.
La inscripción de las flores dice:
El tímido homenaje de un amor.
Todo ocurrió
dentro de la más previsible normalidad, pero en una forma inesperadamente
benigna. Estoy perdido. Al labrar este jardincito cometí un furioso error, como
Ayax —o algún otro nombre helénico ya olvidado— cuando acuchillo a los
animales; pero en este caso yo soy los animales acuchillados.
La mujer llegó
más temprano que de costumbre. Dejó el bolso (con un libro medio salido) en una
roca, y en otra, más playa, extendió la manta. Tenía un traje de tenis; un
pañuelo, casi violeta, en la cabeza. Estuvo un rato mirando el mar, como
adormecida; después se levantó y fue a buscar el libro. Se movió con esa
libertad que tenemos cuando estamos solos. Paso, de ida y de vuelta, al lado de
mi jardincito, pero simuló no verlo. No tuve ansiedad de que lo viera; al
contrario, cuando la mujer apareció, comprendí mi asombrosa equivocación, sufrí
por no poder sustraer una obra que me condenaba pare siempre. Fui
tranquilizándome, tal vez perdiendo la conciencia. La mujer abrió el libro,
posó una mano entre las hojas, siguió mirando la tarde. No se fue hasta el
anochecer.
Ahora me
consuelo reflexionando sobre mi condena. ¿Es justa o no? ¿Qué debo esperar
después de haberle dedicado este jardincito de mal gusto? Creo, sin rebelión,
que la obra no debiera perderme, si puedo criticarla. Para un ser omnisapiente,
yo no soy el hombre que ese jardín hace temer. Sin embargo, lo he creado.
Iba a decir que
ahí se manifestaban los peligros de la creación, la dificultad de llevar
diversas conciencias, equilibradamente, simultáneamente. Pero ¿a qué vale?
Estos consuelos son lánguidos. Todo se ha perdido: la vida con la mujer, la
soledad pasada. Sin refugio perduro en este monólogo que, desde ahora, es
injustificable.
A pesar de los
nervios, hoy he sentido inspiración, cuando la tarde se deshacía participando
de la incontaminada serenidad, de la magnificencia de la mujer. Este bienestar
volvió a tomarme de noche; tuve un sueño con el lupanar de mujeres ciegas que
visite con Ombrellieri, en Calcuta. Apareció la mujer y el lupanar fue convirtiéndose
en un palacio florentino, rico, estucado. Yo, confusamente, prorrumpí: ¡Qué
romántico!, lloroso de felicidad poética y de vanagloria.
Pero me desperté
algunas veces, angustiado por mi falta de méritos para la estricta delicadeza
de la mujer. No lo olvidaré: dominó el desagrado que le produjo mi horrendo
jardincito y simuló, piadosamente, no verlo. Me angustiaba, también, oír Valencia y Té para dos, que un fonógrafo excesivo repitió hasta la salida del
sol.
Todo lo que he
escrito sobre mi destino —con esperanzas o con temor, en broma o en serio— me
mortifica.
Lo que siento es
desagradable. Me parece que desde hace mucho sabía el alcance funesto de mis
actos, y que he insistido con frivolidad y con obstinación... Habría podido
tener esa conducta en un sueño, en la locura... En la siesta de hoy, como un
comentario simbólico y anticipado, vino este sueño: mientras jugaba un partido
de croquet, supe que la acción de mi juego estaba matando a un hombre. Después
yo era, irremediablemente, ese hombre.
Ahora la
pesadilla continúa... Mi fracaso es definitivo, y me pongo a contar sueños.
Quiero despertar, y encuentro esa resistencia que impide salir de los sueños
más atroces.
Hoy la mujer ha
querido que sintiera su indiferencia. Lo ha conseguido. Pero su táctica es
inhumana. Yo soy la víctima; sin embargo creo ver la cuestión de un modo
objetivo.
Vino con el
horroroso tenista. La presencia de este hombre debe calmar los celos. Es muy
alto. Llevaba un saco de tenis, granate, demasiado amplio, unos pantalones
blancos y unos zapatos blancos y amarillos, desmesurados. La barba parecía
postiza. La piel es femenina, cerosa, marmórea en las sienes. Los ojos son
oscuros; los dientes, abominables. Habla despacio, abriendo mucho la boca,
chica, redonda, vocalizando infantilmente, enseñando una lengua chica, redonda,
carmesí, pegada siempre a los dientes inferiores. Las manos son larguísimas, pálidas;
les adivino un tenue revestimiento de humedad.
Me escondí en
seguida. Ignoro si ella me vio; supongo que sí, porque en ningún momento
pareció buscarme con la vista.
Estoy seguro de
que el hombre no reparó, hasta más tarde, en el jardincito. Ella simuló no
verlo.
Oí algunas
exclamaciones francesas. Después no hablaron. Estuvieron como súbitamente
entristecidos, mirando el mar. El hombre dijo algo. Cada vez que una ola se
rompía contra las piedras, yo daba dos o tres pasos, rápidamente, acercándome.
Eran franceses. La mujer movió la cabeza; no oí lo que dijo, pero
indudablemente era una negativa; tenía los ojos cerrados y sonreía con amargura
o con éxtasis.
—Créame,
Faustine —dijo el barbudo con desesperación mal contenida, y yo supe el nombre:
Faustine. (Pero ha perdido toda importancia.)
—No... ya sé lo
que anda buscando...
Sonreía, sin
amargura, ni éxtasis, frívolamente. Recuerdo que en aquel momento la odie.
Jugaba con el barbudo y conmigo.
—Es una
desgracia no entendernos. El plazo es corto: tres días, y ya no importará.
No comprendo
bien la situación. Este hombre ha de ser mi enemigo. Me ha parecido triste; no
me asombraría que su tristeza fuera un juego. El de Faustine es insoportable,
casi grotesco.
El hombre quiso
restar importancia a sus palabras anteriores. Dijo varias frases que tenían,
más o menos, este sentido:
—No hay que
preocuparse. No vamos a discutir una eternidad...
—Morel
—respondió tontamente Faustine—, ¿sabe que lo encuentro misterioso?
Las preguntas de
Faustine no pudieron sacarlo de un tono de bromas.
El barbudo fue a
buscarle el pañuelo y el bolso. Estaban en una roca, a pocos metros. Volvió
agitándolos y diciendo:
—No tome en
serio lo que le he dicho... A veces creo que si despierto su curiosidad... Pero
no se enoje...
De ida y de vuelta
piso mi pobre jardincito. Ignoro si conscientemente o con una inconsciencia
irritante. Faustine lo vio, juro que lo vio, y no quiso evitarme esa injuria;
siguió interrogándolo sonriente, interesada, casi entregada por la curiosidad.
Su actitud me parece innoble. El jardincito es, sin duda, de un gusto pésimo.
¿Por qué hacerlo pisotear por un barbudo? ¿No estoy ya bastante pisoteado?
Pero ¿qué puede
esperarse de gente así? El tipo de ambos corresponde al ideal que siempre
buscan los organizadores de largas series de tarjetas postales indecentes.
Armonizan: un barbudo pálido y una vasta gitana de ojos enormes... Hasta creo
haberlos visto en las mejores colecciones del Pórtico Amarillo, en Caracas.
Todavía puedo
preguntarme: ¿Qué debo pensar? Ciertamente, es una mujer detestable. Pero ¿qué
está buscando? Tal vez juegue conmigo y con el barbudo; pero también es posible
que el barbudo no sea más que un instrumento para jugar conmigo. Hacerlo
sufrir no le importa. Quizá Morel no sea más que un énfasis de su prescindencia
de mí, y un signo de que ésta llega a su punto máximo y a su fin.
Pero, si no...
Ya hace tanto tiempo que no me ve... Creo que voy a matarla o enloquecer, si
continúa. Por momentos pienso que la insalubridad extraordinaria de la parte
sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible. Sería una ventaja: podría
raptar a Faustine sin ningún peligro...
Ayer no fui a
las rocas. Muchas veces me declaré que no iría hoy. A la mitad de la tarde supe
que iría. Faustine no fue y quién sabe cuándo volverá. Su entretenimiento
conmigo ha terminado (con el pisoteo del jardincito). Ahora mi presencia la
fastidiará como una broma que hizo gracia alguna vez y que alguien quiere repetir.
Me encargaré de que no se repita.
Pero en las
rocas estaba enloquecido: “Es mi culpa”, me decía (que Faustine no apareciera),
“por haber estado tan resuelto a faltar”.
Subí a la
colina. Salí de atrás de un grupo de plantas y me encontré frente a dos hombres
y una señora. Me detuve, no respiré; entre nosotros no había nada (cinco metros
de espacio vacío y crepuscular). Los hombres me daban la espalda; la señora
estaba de frente, sentada, mirándome. La vi estremecerse. Bruscamente se
volvió, miró hacia el museo. Yo me escondí atrás de unas plantas. Ella dijo con
voz alegre:
—Esta no es hora
para cuentos de fantasmas. Vamos adentro.
No sé, todavía,
si contaban, efectivamente, cuentos de fantasmas o si los fantasmas aparecieron
en la frase para anunciar que había ocurrido algo extraño (mi aparición).
Se fueron. Un
hombre y una mujer caminaban, no muy lejos. Temí que me sorprendieran. La
pareja se acercó más. Oí una voz conocida:
—Hoy no fui a
ver... (Tuve palpitaciones. Me pareció que en esa cláusula yo estaba referido.)
—¿Lo sientes
mucho?
No sé lo que
dijo Faustine. El barbudo había hecho progresos. Se tuteaban.
He vuelto a los
bajos decidido a quedarme hasta que me lleve el mar. Si los intrusos vienen a
buscarme, no me entregaré, no escaparé.
Mi decisión de
no aparecer ante Faustine duro cuatro días (ayudada por dos mareas que me
dieron trabajo).
Fui temprano a
las rocas. Después llegaron Faustine y el falso tenista. Hablaban correctamente
francés; muy correctamente; casi como sudamericanos.
—¿He perdido
toda su confianza?
—Toda.
—Antes creía en
mí.
Note que ya no
se tuteaban; pero en seguida recordé que las personas, cuando empiezan a
tutearse, no pueden evitar las vueltas al “usted”. Tal vez pensé esto influido
por la conversación que estaba oyendo. Tenía, también, esa idea de vuelta al
pasado, pero referida a otros temas.
—¿Y me creería
si pudiera llevarla a un rato antes de esa tarde en Vincennes?
—Ya nunca podría
creerle. Nunca.
—La influencia
del porvenir sobre el pasado —dijo Morel, con entusiasmo y voz muy baja.
Después
estuvieron en silencio, mirando el mar. El hombre habló como rompiendo una
angustia opresora:
—Créame,
Faustine...
Me pareció
obstinado. Seguía con los mismos ruegos que le oí ocho días antes.
—No... Ya sé lo
que busca.
Las
conversaciones se repiten: son injustificables. Aquí no debe el lector imaginar
que está descubriendo el amargo fruto de mi situación; no debe, tampoco,
complacerse con la muy fácil asociación de las palabras perseguido, solitario,
misántropo. Yo estudié el tema antes del proceso: las conversaciones son
intercambio de noticias (ejemplo: meteorológicas), de indignaciones o alegrías
(ejemplo: intelectuales) ya sabidas o compartidas por los interlocutores. Mueve
todo el gusto de hablar, de expresar acuerdos y desacuerdos.
Los miraba, los
oía. Sentí que pasaba algo extraño; no sabía que era. Estaba indignado con ese
canalla ridículo.
—Si le dijera
todo lo que busco...
—¿Lo insultaría?
—O nos
comprenderíamos. El plazo es corto. Tres días. Es una desgracia no entendernos.
Con lentitud en
mi conciencia, puntuales en la realidad, las palabras y los movimientos de
Faustine y del barbudo coincidieron con sus palabras y movimientos de hacía
ocho días. El atroz eterno retorno. Incompleto: mi jardincito, la otra vez
mutilado por las pisadas de Morel, es hoy un sitio borroso, con vestidos de
flores muertas, achatadas contra la tierra.
La primera
impresión me halagó. Creí haber hecho este descubrimiento: en nuestras
actitudes ha de haber inesperadas, constantes repeticiones. La ocasión
favorable me ha permitido notarlo. Ser testigo clandestino de varias
entrevistas de las mismas personas no es frecuente. Como en el teatro, las
escenas se repiten.
Al oír a
Faustine y al barbudo yo corregía mi recuerdo de la conversación anterior
(transcrita de memoria unas páginas más atrás).
Temí que este
descubrimiento pudiera ser el mero efecto de una languidez en mis recuerdos, o
de la comparación de una escena real y una simplificación por olvidos.
Después, con
urgente enojo, sospeché que todo fuera una representación burlesca, una broma
dirigida contra mí.
Debo una
explicación. Nunca dudé que lo conveniente era procurar que Faustine sintiera
nuestra exclusiva importancia (y que el barbudo no contaba). Sin embargo, había
empezado a tener ganas de castigar a ese individuo, a divertirme con la idea
sin desarrollo, de afrentarlo de algún modo que lo ridiculizara mucho.
Había llegado la
ocasión. ¿Cómo aprovecharla? Con voluntad procuré pensar (ocupado por la rabia,
exclusivamente).
Inmóvil, como si
reflexionara, estuve esperando el momento de salirle al paso. El barbudo fue a
buscar el pañuelo y el bolso de Faustine. Volvía agitándolos, diciendo (como la
otra vez):
—No tome en
serio lo que le he dicho... A veces creo...
Estaba a pocos
metros de Faustine. Yo salí muy decidido a cualquier cosa, pero a nada en
particular. La espontaneidad es fuente de groserías. Señale al barbudo, como si
estuviera presentándolo a Faustine, y dije a gritos:
—¡La femme à barbe, Madame Faustine!
No era una broma
feliz; ni siquiera se sabía contra quién iba dirigida.
El barbudo
siguió caminando hacia Faustine y no tropezó conmigo porque me eche a un lado,
bruscamente.
La mujer no
interrumpió las preguntas; no interrumpió la alegría de su cara. Su
tranquilidad todavía me aterra.
Desde ese
momento hasta hoy a la tarde estuve apenado de vergüenza, con ganas de arrodillarme
ante Faustine. No pude esperar hasta la puesta del sol. Me fui a la colina.
Resuelto a perderme, y con un presentimiento de que si todo salía bien caería
en una escena de ruegos melodramáticos. Estaba equivocado. Lo que sucede no tiene
explicación. La colina está deshabitada.
Cuando vi la
colina deshabitada temí encontrar la explicación en una celada que ya estuviera
funcionando. Con sobresalto recorrí todo el museo, escondiéndome a veces. Pero
bastaba mirar los muebles y las paredes, como revestidos de aislamiento, para
convencerse de que allí no había nadie. Más aún: para convencerse de que nunca hubo
nadie. Es difícil, después de una ausencia de casi veinte días, poder afirmar
que todos los objetos de una casa de muchísimas habitaciones se encuentran dónde
estaban cuando uno se fue; sin embargo acepto, como una evidencia para mí, que
estas quince personas (con otras tantas de servidumbre), no hayan movido un
banco, una lámpara o —si movieron algo— hayan vuelto a poner todo en el sitio,
en la posición que tenía antes. He inspeccionado la cocina, el lavadero: la
comida que dejé hace veinte días, la ropa (robada de un armario del museo) puesta
a secar hace veinte días, estaban allí, una podrida, la otra seca, ambas
intactas.
Grité en esa
casa vacía: ¡Faustine! ¡Faustine! No hubo respuesta.
Hay dos hechos
—un hecho y un recuerdo— que ahora veo juntos, proponiendo una explicación. En
los últimos tiempos me había dedicado a probar nuevas raíces. Creo que en
México los indios conocen un brebaje preparado con jugo de raíces —este es el
recuerdo (o el olvido)— que suministra delirios por muchos días. La conclusión
(referida a la estadía de Faustine y de sus amigos en la isla) es lógicamente
admisible; sin embargo, yo tendría que estar jugando para tomarla en serio.
Parezco jugando: he perdido a Faustine, y atiendo a la presentación de estos
problemas para un hipotético observador, para un tercero.
Pero me acordé,
incrédulo, de mi condición de fugitivo y del poder infernal de la justicia. Tal
vez todo fuera una estratagema desmesurada. No debía abatirme, no debía
disminuir mi capacidad de resistencia: la catástrofe podría ser tan horrible.
Inspeccioné la
capilla, los sótanos. Decidí mirar toda la isla antes de acostarme. Fui a las
rocas, a los pastizales de la colina, a las playas, a los bajos (por un exceso
de prudencia). Debí aceptar que los intrusos no estaban en la isla. Cuando
volví al museo era casi de noche. Yo estaba nervioso. Deseaba la claridad de la
luz eléctrica. Probé muchas llaves; no había luz. Con esto parece confirmada mi
opinión de que las mareas han de suministrar la energía a los motores (por
medio de ese molino hidráulico o rodillo que hay en los bajos). Los intrusos
han derrochado luz. Desde las dos mareas pasadas hubo un prolongado intervalo
de calma. Se acabó esa misma tarde cuando yo entraba en el museo. Tuve que
cerrar todo; parecía que el viento y el mar fueran a destruir la isla.
En el primer
sótano, entre motores desmesurados en la penumbra, me sentí perentoriamente
abatido. El esfuerzo indispensable para suicidarme era superfluo, ya que,
desaparecida Faustine, ni siquiera podía quedar la anacrónica satisfacción de
la muerte.
Por vago
compromiso, para justificar mi descenso, intenté poner en funcionamiento la
usina de luz. Hubo unas explosiones débiles y la calma interior volvió a
establecerse, entre una tormenta que movía las ramas de un cedro, contra el
vidrio espeso de la lumbrera.
No recuerdo como
salí. Al llegar arriba oí un motor; la luz, con oblicua velocidad, alcanzó todo
y me puso frente a dos hombres: uno vestido de blanco, otro de verde (un
cocinero y un sirviente). No sé cuál preguntó (en español):
—¿Quiere decirme
por qué eligió este lugar perdido?
—Él lo sabrá (en
español, también).
Escuche con
ansia. Era otra gente. Estos nuevos aparecidos (de mi cerebro castigado por
carencias, tóxicos y soles, o de esta isla tan mortal), eran ibéricos y estas
frases me llevaban a la conclusión de que Faustine no había regresado.
Seguían hablando
con voz tranquila, como si no hubieran oído mis pasos, como si yo no estuviese.
—No lo niego;
pero ¿cómo se le ha ocurrido a Morel?...
Los interrumpió
un hombre que dijo airadamente:
—¿Hasta cuándo?
La comida esta lista, hace una hora.
Los miro con
fijeza (con tanta fijeza que me pregunte si no lucharía contra una inclinación
a mirarme) y en seguida desapareció, gritando. Lo siguió el cocinero; el
sirviente corrió en dirección opuesta:
Yo hacía
esfuerzos por serenarme, pero temblaba. Sonó un gong. Mi vida estuvo en
momentos en que los héroes hubieran aceptado el miedo. Creo que ahora mismo no
estarían tranquilos. Pero entonces el horror se acumuló. Por suerte, duro poco.
Recordé ese gong. Lo había visto muchas veces en el comedor. Quise huir. Me serené
más. Huir verdaderamente era imposible. La tormenta, el bote, la noche... Si
hubiera desaparecido la tormenta, no habría sido menos horrible internarse en
el mar, esa noche sin luna. Además, el bote no habría alcanzado a flotar mucho
tiempo... En cuanto a los bajos, estaban seguramente inundados. Mi huida
hubiera concluido muy cerca. Valía más escuchar; vigilar los movimientos de
esta gente; esperar.
Miré a mi
alrededor y me escondí (sonriendo para formular mi suficiencia) en un cuartito
que hay debajo de la escalera. Esto (lo he pensado posteriormente) fue muy
torpe. Si me hubieran buscado habrían mirado ahí sin duda. Estuve un rato sin
pensar, muy tranquilo, pero todavía confuso.
Se me
presentaron dos problemas:
¿Cómo llegaron a
la isla? Con esa tormenta, ningún capitán se habría atrevido a acercarse; suponer
un transbordo y un desembarco por medio de botes, era absurdo.
¿Cuándo
llegaron? La comida estaba lista desde hacía un rato largo; no hacía un cuarto
de hora que yo había bajado a los motores, que no había nadie en la isla.
Habían nombrado
a Morel. Se trataba, seguramente, de un regreso de las mismas personas. Es
probable, pensé con palpitaciones, que vea, de nuevo, a Faustine.
Me asomé,
presintiendo una detención brusca, el fin de mis perplejidades.
No había nadie.
Subí la
escalera, avancé por los pasillos del entrepiso; desde uno de los cuatro
balcones, entre hojas oscuras y una divinidad de barro cocido, me asomé sobre
el comedor.
Había algo más
de una docena de personas sentadas a la mesa. Imaginé que serían turistas
neozelandeses o australianos; me pareció que estaban instalados, que no iban a
partir un rato después.
Me acuerdo bien:
vi el conjunto, lo comparé a los turistas, descubrí que no parecían de pasada y
sólo entonces pensé en Faustine. La busqué, la encontré en seguida. Tuve una
sorpresa benigna: el barbudo no estaba al lado de Faustine; una alegría
precaria: el barbudo no estaba (antes de creer en ella, lo vi enfrente de
Faustine).
Las
conversaciones eran lánguidas. Morel propuso el tema de la inmortalidad. Se
habló de viajes, de fiestas, de métodos (de alimentación). Faustine y una
muchacha rubia hablaron de remedios. Alec, un hombre joven, escrupulosamente
peinado, con tipo oriental y ojos verdes, intento narrar sus negocios de lanas,
sin obstinación ni éxito. Morel se entusiasmó proyectando una cancha de pelota
o una cancha de tenis para la isla.
Conocí un poco
más a la gente del museo. A la izquierda de Faustine había una mujer —¿Dora?—
de pelo rubio, frisado, muy risueña, con la cabeza grande y ligeramente
encorvada hacía adelante, como caballo brioso. Del otro lado tenía a un hombre
joven, moreno, de ojos vivos y ceño cargado de concentración y de pelos.
Después había una muchacha alta, con el pecho hundido, brazos extremadamente
largos y expresión de asco. Esta mujer se llama Irene. Después, la que dijo no
es hora para cuentos de fantasmas, esa noche que subí a la colina. No recuerdo
a los otros.
Cuando era chico
jugaba a los descubrimientos en las ilustraciones de los libros: las miraba
mucho e iban apareciendo objetos, interminablemente. Estuve un rato,
contrariado, mirando los paneles con mujeres, tigres o gatos de Fuyita.
La gente se fue
al hall. Durante mucho tiempo, con demasiado terror —mis enemigos estaban o en
el hall o en el sótano (el personal)— bajé por la escalera de servicio hasta la
puerta escondida detrás del biombo. Lo primero que vi fue a una mujer que tejía
cerca de uno de los cálices de alabastro; a esa mujer que se llama Irene y a otra,
dialogando; busqué más y con peligro de ser descubierto vi a Morel en una mesa,
con cinco personas, jugando a las cartas; la muchacha que estaba de espaldas
era Faustine; la mesa era chica, los pies estaban aglomerados y pasé unos
minutos quizá muchos, insensible a todo, queriendo averiguar si los pies de
Morel y los de Faustine se tocaban. Esta lamentable ocupación desapareció
completamente, fue sustituida por el horror que me dejaron la cara roja y los
ojos muy redondos de un sirviente que estuvo mirándome y entró en el hall. Oí
pasos. Me alejé corriendo. Me escondí entre la primera y segunda filas de
columnas de alabastro, en el salón redondo, sobre el acuario. Debajo de mí
nadaban peces idénticos a los que había sacado podridos en los días de mi
llegada.
Ya tranquilo, me
acerqué a la puerta. Faustine, Dora —su compañera de mesa— y Alec subían la
escalera. Faustine se movía con estudiada lentitud. Por ese cuerpo
interminable, por esas piernas demasiado largas, por esa tonta sensualidad, yo
exponía la calma, el Universo, los recuerdos, la ansiedad tan vívida, la
riqueza de conocer las costumbres de las mareas y más de una raíz inofensiva.
Los seguí. De
improviso, entraron en un cuarto. Enfrente encontré una puerta abierta, un
cuarto iluminado y vacío. Entré con mucha cautela. Sin duda, alguien que habría
estado allí se olvidó de apagar la luz. El aspecto de la cama y de la mesa de
toilette, la falta de libros, de ropa, del más leve desorden, garantizan que
nadie lo habitaba.
Estuve inquieto
cuando los otros moradores del museo pasaron a sus cuartos. Oí los pasos en la
escalera y quise apagar mi luz, pero fue imposible: la llave se había
atrancado. No insistí. Hubiera llamado la atención una luz apagándose en un
cuarto vacío.
Si no fuera por
esa llave, quizá me habría puesto a dormir, persuadido por la fatiga, por las
muchas luces que veía apagarse en las rendijas de las puertas (¡y por la
tranquilidad que me daba la presencia de la mujer cabezona en el cuarto de
Faustine!) Preví que si alguien llegara a pasar por el corredor, entraría en mi
cuarto, para apagar la luz (el resto del museo estaba a oscuras). Eso, tal vez,
era inevitable; no muy peligroso. Al ver que la llave estaba atrancada, la
persona se iría, para no molestar a los demás. Bastaba que me escondiera un
poco.
Pensaba en todo
esto cuando apareció la cabeza de Dora. Sus ojos pasaron por mí. Se fue, sin
intentar apagar la luz.
Quedé con miedo
casi convulsivo. Estaba yéndome y antes de salir recorrí la casa,
imaginativamente, en busca de un escondite seguro. Me costaba dejar ese cuarto
que permitía la vigilancia de la puerta de Faustine. Me senté en la cama y me
dormí. Un rato después vi en sueños a Faustine. Entró en el cuarto. Estuvo muy
cerca. Me desperté. No había luz. Traté de no moverme, de empezar a ver en la
oscuridad, pero la respiración y el espanto eran incontenibles.
Me levanté,
llegué al corredor, oí el silencio que había sucedido a la tormenta: nada lo
interrumpía.
Empecé a caminar
por el corredor, a sentir que inesperadamente se abriría una puerta y yo
estaría en poder de unas manos bruscas y de una voz inamovible, burlona. El
mundo extraño en que andaba preocupado en los últimos días, mis conjeturas y
mis ansias, Faustine, no habrían sido más que efímeros trámites de la prisión y
del patíbulo. Bajé la escalera, por la oscuridad, cautelosamente. Llegué a una
puerta y quise abrirla; fue imposible; ni siquiera pude mover el picaporte
(conocía estas cerraduras que atrancan el picaporte; pero no comprendo el
sistema de las ventanas: no tienen cerradura y los pasadores estaban
atrancados). Iba convenciéndome de la imposibilidad de salir, aumentaba mis
nervios y —tal vez por estoy por la impotencia en que me ponía la falta de luz—
hasta las puertas interiores se volvían infranqueables. Unos pasos en la
escalera de servicio me apresuraron mucho. No supe irme del cuarto. Caminé sin
hacer ruido, guiado por una pared, hasta uno de los enormes cálices de
alabastro; con esfuerzo y gran peligro, me deslicé adentro.
Estuve inquieto,
largo tiempo, contra la superficie resbaladiza de alabastro y contra la
fragilidad de la lámpara. Me pregunté si Faustine se habría quedado sola con
Alec o si uno de ellos habría salido con Dora, o antes o después.
Esta mañana me
despertaron las voces de una conversación (yo estaba muy débil y muy dormido
para escuchar). Después ya no se oía nada.
Quería estar
afuera del museo. Empecé a erguirme, temeroso de resbalar y deshacer la enorme
lamparilla, de que alguien viera surgir mi cabeza. Con mucha languidez,
laboriosamente, bajé del jarrón de alabastro. Esperando que se ordenaran un
poco mis nervios, me guarecí detrás de las cortinas. Estaba tan débil que no
podía moverlas; me parecían rígidas y pesadas como las cortinas de piedra que
hay en algunas tumbas. Imaginé, dolorosamente, artificiosos panes y otras
comidas propias de la civilización: en el antecomedor las encontraría sin duda.
Tuve desmayos superficiales, ganas de reírme; sin miedo caminé hasta el zaguán
de la escalera. La puerta estaba abierta. No había nadie. Pasé al antecomedor,
con una temeridad que me enorgullecía. Oí pasos. Quise abrir una puerta que da
afuera y volví a encontrarme con uno de esos picaportes inexorables. Por la
escalera de servicio bajaba alguien. Corrí hacia la entrada. Pude ver, por la
puerta abierta, parte de una silla de paja y de unas piernas cruzadas. Volví en
dirección de la escalera principal; allí también oí pasos. Había gente en el
comedor. Entré en el hall, vi una ventana abierta y, casi al mismo tiempo, a
Irene y a la mujer que la otra tarde hablaba de fantasmas, por un lado, y por
otro, al joven de ceño cargado de pelo, con un libro abierto, caminando hacia
mí y declamando poesías francesas. Me detuve; caminé, tieso, entre ellos; casi
los toqué al pasar; me arrojé por la ventana y con las piernas doloridas por el
golpe (hay como tres metros desde la ventana hasta el césped), corrí barranca
abajo, con muchas caídas, sin fijarme si alguien miraba.
Preparé un poco
de comida. Devoré con entusiasmo y, pronto, sin ganas.
Ahora casi no
tengo dolores. Estoy más tranquilo. Pienso, aunque parezca absurdo, que tal vez
no me hayan visto en el museo. Ha pasado todo el día y nadie ha venido a
buscarme. Da miedo aceptar tanta suerte.
Tengo un dato,
que puede servir a los lectores de este informe para conocer la fecha de la
segunda aparición de los intrusos: las dos lunas y los dos soles se vieron al
día siguiente. Podría tratarse de una aparición local; sin embargo me parece
más probable que sea un fenómeno de espejismo, hecho con luna o sol, mar y
aire, visible, seguramente, desde Rabaul y desde toda la zona. He notado que
este segundo sol —quizá imagen de otro— es mucho más violento. Me parece que
entre ayer y anteayer ha habido un ascenso infernal de temperatura. Es como si
el nuevo sol hubiera traído un extremado verano a la primavera. Las noches son
muy blancas: hay como un reflejo polar vagando por el aire. Pero imagino que
las dos lunas y los soles no tienen mucho interés; han de haber llegado a todas
partes, o por el cielo o en informaciones más doctas y completas. No los
registro por atribuirles valor de poesía o de curiosidad, sino para que mis
lectores, que reciben diarios y tienen cumpleaños, daten estas páginas.
Estamos viviendo
las primeras noches con dos lunas. Pero ya se vieron dos soles. Lo cuenta
Cicerón en De Natura Deorum
Los intrusos no
vinieron a buscarme. Los veo aparecer y desaparecer en los bordes de la colina.
Tal vez por alguna imperfección del alma (y la infinidad de mosquitos), he
tenido nostalgias de la víspera, de cuando estaba sin esperanzas de Faustine y
no en esta angustia. He tenido nostalgias de ese momento en que me sentí, otra
vez, instalado en el museo, dueño de la subordinada soledad.
Recuerdo ahora
lo que pensaba antenoche, en ese cuarto insistentemente iluminado. La
naturaleza de los intrusos, de las relaciones que he tenido con los intrusos.
Intenté varias
explicaciones:
Que yo tenga la
famosa peste; sus efectos en la imaginación: la gente, la música, Faustine; en
el cuerpo: tal vez lesiones horribles, signos de la muerte, que los efectos
anteriores no me dejan ver.
Que el aire
pervertido de los bajos y una deficiente alimentación me hayan vuelto
invisible. Los intrusos no me vieron (o tienen una disciplina sobrehumana;
descarté secretamente, con la satisfacción de obrar con habilidad toda sospecha
de simulación organizada, policial). Objeción: no soy invisible para los
pájaros, los lagartos, las ratas, los mosquitos.
Se me ocurrió
(precariamente) que pudiera tratarse de seres de otra naturaleza, de otro
planeta, con ojos, pero no para ver, con orejas, pero no para oír. Recordé que
hablaban un francés correcto. Extendí la monstruosidad anterior: que ese idioma
fuera un atributo paralelo entre nuestros mundos, dedicado a distintos fines.
He llegado a la
cuarta hipótesis por la aberración de contar sueños. Anoche soñé esto:
Yo estaba en un
manicomio. Después de una larga consulta (¿el proceso?) con un médico, mi
familia me había llevado ahí. Morel era el director. Por momentos, yo sabía que
estaba en la isla; por momentos, creía estar en el manicomio; por momentos, era
el director del manicomio.
No creo indispensable
tomar un sueño por realidad, ni la realidad por locura.
Quinta
hipótesis: los intrusos serían un grupo de muertos amigos; yo, un viajero, como
Dante o Swedenborg, o si no otro muerto, de otra casta, en un momento diferente
de su metamorfosis; esta isla, el purgatorio o cielo de aquellos muertos (queda
enunciada la posibilidad de varios cielos; si hubiera uno y todos fueran allí y
nos aguardasen un encantador matrimonio y todos sus miércoles literarios,
muchos ya habríamos dejado de morir)
Ahora entendía
por qué los novelistas proponen fantasmas quejosos. Los muertos siguen entre
los vivos. Les cuesta cambiar de costumbres, renunciar al tabaco, al prestigio
de violadores de mujeres. Estuve horrorizado (pensé
con teatralidad
interior) de ser invisible; horrorizado de que Faustine, cercana, estuviese en
otro planeta (el nombre Faustine me puso melancólico); pero yo estoy muerto, yo
estoy fuera de alcance (veré a Faustine, la veré irse y mis señas, mis
súplicas, mis atentados, no la alcanzarán); aquellas soluciones horribles son
esperanzas frustradas.
El manejo de
estas ideas me daba una consistente euforia. Acumulé pruebas que mostraban mi
relación con los intrusos como una relación entre seres en distintos planos. En
esta isla podría haber sucedido una catástrofe imperceptible para sus muertos
(yo y los animales que la habitaban); después habrían llegado los intrusos.
¡Que yo
estuviera muerto! Cuánto me entusiasmó esta ocurrencia (vanidosamente,
literariamente).
Recapitulé mi
vida. La infancia, poco estimulante, con las tardes en el Paseo del Paraíso;
los días anteriores a mi detención, como ajenos; mi larga huida; los meses que
llevo en la isla. Tenía la muerte dos oportunidades para entreverarse en mi
historia. En los días anteriores a la llegada de la policía a mi cuarto de la
pensión hedionda y rosada, en Oeste II, frente a la Pastora (el proceso habría
sido ante los jueces definitivos; la huida y los viajes, el viaje al cielo,
infierno o purgatorio acordado). La otra ocasión para la muerte aparecía en el
viaje en bote. El sol me deshacía el cráneo y aunque remé hasta aquí, he de
haber perdido la conciencia mucho antes de llegar. De esos días todos los
recuerdos son vagos, con excepción de una claridad infernal, un vaivén y un
ruido de agua, un sufrimiento mayor que todas nuestras reservas de vida.
Hacía mucho que
pensaba en eso, así que ya estaba un poco harto y seguí con menos lógica. No
estuve muerto hasta que aparecieron los intrusos; en la soledad es imposible
estar muerto. Para resucitar debo suprimir a los testigos. Será un exterminio
fácil. No existo, no sospecharán su destrucción.
Estaba pensando
en otra cosa, en un increíble proyecto de rapto privadísimo, como de sueño, que
iba a contar solamente para mí.
En momentos de
extrema ansiedad he imaginado estas explicaciones injustificables, vanas. El
hombre y la cópula no soportan largas intensidades Esto es un infierno. Los
soles están abrumadores. Yo no me siento bien. Comí unos bulbos parecidos a los
nabos, muy fibrosos.
Los soles
estaban arriba, uno más que otro, y, de improviso (creo haber mirado el mar
hasta ese momento), apareció un buque muy cerca, entre los arrecifes. Fue como
si me hubiera dormido (hasta las moscas vuelan dormidas, bajo este sol doble) y
despertara, segundos u horas después, sin advertir que había dormido o que
estaba despertando. El buque era de carga, blanco. Mi sentencia, pensé
indignado. Sin duda vienen a explorar la isla. La chimenea, amarilla (como en
buques de la Rosal Mil y de la Pacifica Line), altísima, dio tres pitadas. Los
intrusos afluyeron a los bordes de la colina. Algunas mujeres saludaron con
pañuelos.
El mar no se
movía. Bajaron del buque una lancha. Tardaron casi una hora en hacer funcionar
el motor. Desembarcó en la isla un marino vestido de oficial o de capitán. Los
demás volvieron al buque.
El hombre subió
a la colina. Tuve mucha curiosidad y, a pesar de mis dolores y de los bulbos
difíciles de asimilar, subí por otro lado. Lo vi saludar respetuosamente. Le
preguntaron qué tal viaje había tenido; si había conseguido todo en Rabaul. Yo
estaba detrás de un fénix moribundo, sin miedo de ser visto (me parecía inútil esconderme).
Morel se llevó al hombre hasta un banco. Hablaron.
Ya sabía a qué
atenerme con ese buque. Debía de ser de los intrusos o de Morel. Venía para
llevarlos. Tengo tres posibilidades, pensé. Raptarla, meterme en el barco,
dejarla ir.
Vendrán a
buscarla; tarde o temprano han de encontrarnos, si la rapto. ¿No habrá en toda
la isla un sitio para esconderla? Me acuerdo que ponía cara de dolor para
obligarme a pensar.
Se me ocurrió,
también, sacarla de su cuarto en las primeras horas de la noche e irnos remando
en el bote en que vine desde Rabaul. Pero ¿a dónde? ¿Se repetiría el milagro de
ese viaje? ¿Cómo orientarme? Tirarme a la suerte con Faustine, ¿valdría las
penurias demasiado largas que habría en ese bote en medio del océano? O demasiado
breves: posiblemente, a pocos metros de la costa nos hundiríamos. Si conseguía
meterme en el buque, sería descubierto. Quedaba la posibilidad de hablar, de
pedir que llamaran a Faustine o a Morel y de explicarles mi situación. Quizá
habría tiempo —si mi historia cayera mal— de matarme o hacerme matar antes de
llegar al primer puerto con prisión.
Tengo que
decidirme, pensé.
Un hombre alto,
robusto, con la cara encendida, la barba mal afeitada, negra, modales
afeminados, se acercó a Morel y le dijo:
—Se hace tarde.
Todavía tenemos que prepararnos.
Morel contestó:
—Un momento.
El capitán se
levantó; Morel, medio erguido, siguió hablándole, urgentemente. Le dio unas
palmadas en la espalda y se volvió hacia el gordo, mientras el otro lo
saludaba, y le preguntó:
—¿Vamos?
El gordo miró
sonriendo inquisitivamente al muchacho de pelo negro y de cejas cargadas, y
repitió:
—¿Vamos?
El muchacho
asintió.
Los tres corrieron
hacia el museo, prescindiendo de las señoras. El capitán se les acercó
sonriendo cortésmente. El grupo siguió muy despacio a los tres caballeros.
Yo no sabía qué
hacer. La escena, aunque ridícula, me pareció alarmante. ¿Para qué iban a
prepararse? No estaba conmovido. Pensé que si los hubiera visto partir con
Faustine, también habría dejado consumirse el preparado horror, inactivo,
ligeramente nervioso.
Por suerte no
había llegado el momento. La barba y las piernas flacas de Morel se vieron de
lejos. Faustine, Dora, la mujer que vi una noche contando cuentos de fantasmas,
Alec y los tres hombres que habían estado un rato antes, bajaban hacia la
pileta, en traje de baño. Yo me corrí de una planta a otra, para ver mejor. Las
mujeres trotaban, sonrientes; los hombres daban saltos, como para quitarse un
frío inconcebible en este régimen de dos soles. Preveía la desilusión que
tendrían al asomarse a la pileta. Desde que no la cambio, el agua está
impenetrable (al menos para una persona normal): verde, opaca, espumosa, con
grandes matas de hojas que han crecido monstruosamente, con pájaros muertos y,
sin duda, con víboras y sapos vivos.
Semidesnuda,
Faustine es ilimitadamente hermosa. Tenía esa alegría de embelesados, un poco
tonta, de lagente cuando se bañan en público. Fue la primera en zambullir. Los
oí reírse y agitar el agua.
Dora y la mujer
vieja salieron primero. La vieja, con mucho movimiento de brazo, contó:
—Uno, dos, tres.
Los otros,
seguramente, corrían una carrera. Los hombres salieron exhaustos. Faustine
estuvo un rato más en el agua.
Entretanto, los
marineros habían desembarcado. Recorrían la isla. Me guarecí entre unas matas
de palmeras.
Contaré
fielmente los hechos que he presenciado entre ayer a la tarde y la mañana de
hoy, hechos inverosímiles, que no sin trabajo habrá producido la realidad...
Ahora parece que la verdadera situación no es la descrita en las páginas
anteriores; que la situación que vivo no es la que yo creo vivir.
Cuando los
bañistas fueron a vestirse, decidí vigilar día y noche. Sin embargo, pronto
consideré injustificada esa medida.
Me iba, y
apareció el muchacho de las cejas cargadas y del pelo negro. Un minuto después
sorprendí a Morel, espiando, escondiéndose en una ventana. Morel bajó la
escalinata. Yo no estaba lejos. Pude oírlo.
—No quise hablar
porque habría gente. Voy a someterle algo, a usted y a unos pocos.
—Someta.
—No aquí —dijo
Morel, escrutando con desconfianza los árboles—. Esta noche. Cuando todos se
vayan, quédese.
—¿Muerto de
sueño?
—Mejor. Cuanto
más tarde mejor. Pero, sobre todo, sea discreto. No quiero que las mujeres se
enteren. La histeria me da histeria. Adiós.
Se alejó
corriendo. Antes de entrar en la casa miró hacia atrás. El muchacho empezaba a
subir. Lo detuvieron unos ademanes de Morel. Dio un paseo corto, con las manos
en los bolsillos, silbando rudimentariamente.
Traté de pensar
en lo que había visto, pero no tenía ganas. Estaba inquieto.
Transcurrió un
cuarto de hora, más o menos.
Otro barbudo
canoso, gordo, que no he consignado todavía en este informe, apareció en la
escalinata, miró a lo lejos, alrededor. Bajó y se quedó frente al museo,
inmóvil, aparentemente azorado. Volvió Morel. Hablaron un minuto. Pude oír:
—¿...si yo le dijera que están registrados
todos sus actos y palabras?
—No me importaría.
Me pregunté si
habrían descubierto mi diario. Resolví mantenerme alerta. Impedir las
tentaciones de la fatiga y de la distracción. No dejarme sorprender.
El gordo volvió
a quedar solo, indeciso. Morel apareció con Alec (joven oriental y verdinegro).
Se fueron los tres.
Salieron
entonces caballeros y criados con sillas de paja, que pusieron a la sombra de
un árbol de pan, grande y enfermo (he visto algunos ejemplares menos
desarrollados en una vieja quinta, en Los Teques). Las damas ocuparon las
sillas; a su alrededor los hombres se echaron en el pasto. Recordé tardes en la
patria.
Faustine cruzó
hacia las rocas. Es ya molesto cómo quiero a esta mujer (y ridículo: no hemos
hablado ni una vez). Estaba con un traje de tenis y un pañuelo, casi violeta,
en la cabeza. Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido.
Tenía ganas de
ofrecerme para llevarle el bolso o la manta. La seguía de lejos; la vi dejar el
bolso en una roca, estirar la manta; quedarse inmóvil contemplando el mar o la
tarde, imponiéndoles su calma.
Se iba la última
ocasión de tener suerte con Faustine. Podría arrodillarme, confesarle mi
pasión, mi vida. No lo hice. No me pareció hábil. Es cierto que las mujeres
acogen naturalmente cualquier homenaje. Pero más valía dejar que la situación
se aclarara sola. Resulta sospechoso un desconocido que nos cuenta su vida, nos
dice espontáneamente que ha estado preso, condenado a prisión perpetua y que
somos su razón de existir. Uno teme que todo sea un chantaje para vender una
lapicera labrada con Bolívar – 1783-1830, o una botella con un velero adentro.
Otro sistema sería hablarle mirando el mar, como un loco muy contemplativo y
sencillo: comentar los dos soles, nuestra afición a los ponientes; esperar un
poco sus preguntas; referirle, de todos modos, que yo soy un escritor, que
siempre he querido vivir en una isla solitaria; confesar la irritación que tuve
a la llegada de su gente; contarle mi confinamiento a la parte inundable de la
isla (esto permitiría amenas explicaciones de los bajos y sus calamidades) y
así llegar a la declaración: ahora temo que se vayan, que venga un crepúsculo
sin la dulzura, ya habitual, de verla.
Se levantó. Me
puse nerviosísimo (como si Faustine hubiera oído lo que yo estaba pensando,
como si la hubiera ofendido). Fue a buscar un libro que había dejado, medio
salido de un bolso, en otra roca, a unos cinco metros. Volvió a sentarse. Abrió
el libro, posó la mano en una hoja y quedó como adormecida, mirando la tarde.
Cuando se entró
el más débil de los soles, Faustine se levantó de nuevo. La seguí... corrí, me
tiré de rodillas y le dije, casi gritando:
—Faustine, la
quiero.
Hice esto porque
pensé que, tal vez, lo más conveniente fuera sacar partido de la inspiración,
dejarla imponer su notable sinceridad. Ignoro el resultado. Me ahuyentaron unos
pasos, una sombra densa. Me escondí atrás de una palmera. La respiración,
alteradísima, casi no me dejaba oír. Morel le decía que necesitaba hablarle.
Faustine contestó:
—Bueno, vamos al
museo (oí esto claramente).
Hubo algunas
discusiones. Morel se oponía:
—Quiero
aprovechar esta ocasión... fuera del museo y de las miradas de nuestros amigos.
Le oí también:
ponerte sobre aviso; eres una mujer distinta; dominio de los nervios.
Puedo afirmar
que Faustine se negó obstinadamente a quedarse. Morel transó:
—Esta noche,
cuando todos se vayan, hazme el favor de quedarte.
Estuvieron
caminando entre las palmeras y el museo. Morel hablaba mucho y hacía ademanes.
En uno de esos movimientos, tomó el brazo de Faustine. Después caminaron en silencio
Cuando los vi entrar en el museo, pensé que debía prepararme alguna comida para
estar bien toda la noche y poder vigilar.
Té para dos y
Valencia persistieron hasta más allá de la madrugada. Yo, a pesar de mis
propósitos, comí poco. Ver a la gente ocupada con el baile, ver y probar las
hojas viscosas, las raíces de sabor a tierra, los bulbos como ovillos de hilos
notables y duros, no fueron argumentos ineficaces para determinarme a entrar en
el museo y buscar pan y otros verdaderos comestibles.
Entré por la
carbonera, a media noche. Había sirvientes en el antecomedor, en la despensa.
Decidí esconderme, esperar que la gente se fuera a sus cuartos. Podría oír, tal
vez, lo que Morel sometería a Faustine, al muchacho de las cejas, al gordo, el
verdinegro Alec. Después robaría algunos alimentos y buscaría la manera de
salir.
En realidad, la
declaración de Morel no me importaba mucho. Me angustiaba el buque cerca de la
playa; la fácil, la irremediable partida de Faustine.
Al pasar por el
hall vi un fantasma del Tratado de Belidor que me había llevado quince días
antes; estaba en la misma repisa de mármol verde, en el mismo lugar de la
repisa de mármol verde. Palpé el bolsillo: saqué el libro; los comparé: no eran
dos ejemplares del mismo libro, sino dos veces el mismo ejemplar; con la tinta
celeste corrida, envolviendo en una nube la palabra PERSE; con la rasgadura
oblicua en la esquina de abajo, de afuera... hablo de una identidad exterior...
Ni siquiera pude tocar el libro que estaba sobre la mesa. Me escondí precipitadamente,
para que no me descubrieran (primero, unas mujeres; después, Morel). Pasé por
el salón del acuario y me escondí en el cuarto verde, en el biombo (formaba
como una casita). Por una rendija podía ver el salón del acuario.
Morel daba órdenes:
—Aquí me pone
una mesa y una silla.
Pusieron las
otras sillas en filas, ante la mesa, como en la sala de conferencias.
Tardísimo,
fueron entrando casi todos. Hubo algún estrépito, alguna curiosidad, alguna
meritoria sonrisa: predominaba la paz deshecha del cansancio.
—Nadie puede
faltar —dijo Morel—. Hasta que lleguen todos, no empezaré.
—Falta Jane.
—Falta Jane
Gray.
—No es para
menos.
—Hay que ir a
buscarla.
—¿Quién la saca ahora de la cama?
—No puede faltar.
—Está durmiendo.
—Yo no empiezo
hasta no verla aquí.
—Voy a buscarla —dijo Dora.
—Te acompaño —dijo el muchacho de las cejas.
He querido transcribir esta conversación
fielmente. Si ahora no es natural, tiene culpa el arte o la memoria.
Fue natural.
Viendo esa gente, oyendo esa conversación, nadie podía esperar un suceso mágico
ni la negación de la
realidad, que
vino después (aunque todo ocurriera sobre un acuario iluminado, sobre peces
coludos y líquenes,
entre un bosque
de columnas negras).
Morel habló con
unas personas que no pude ver:
—Hay que
buscarlo por toda la casa. Yo lo vi entrar en este cuarto, hace mucho.
¿De quién
hablaba? Entonces creí que mi interés por la conducta de los intrusos quedaría
satisfecho, definitivamente.
—Hemos recorrido
toda la casa —dijo una voz rudimentaria.
—No importa.
Tráiganlo —contestó Morel.
Me pareció que
ya estaba acorralado. Quería salir. Me contuve.
Había recordado
que los cuartos de espejos eran infiernos de famosas torturas. Empezaba a
sentir calor.
Después
volvieron Dora y el muchacho, con una mujer vieja, alcoholizada (ya había visto
a esta mujer en la pileta). Venían, también, dos individuos, aparentemente
sirvientes, que se ofrecían para ayudar; se acercaron a Morel; uno de ellos
dijo:
—Imposible hacer
nada. (Reconocí la voz rudimentaria de hacía un rato)
Dora gritó a
Morel:
—Haynes está
durmiendo en el cuarto de Faustine. Nadie será capaz de sacarlo.
¿Habían estado
hablando de Haynes? No pensé que pudieran relacionarse las palabras de Dora y
la conversación de Morel con los hombres. Hablaban de buscar a alguien y yo
estaba asustado, dispuesto a descubrir en todo alusiones o amenazas. Ahora se
me ocurre que tal vez nunca haya ocupado la atención de esta gente... Es más:
ahora sé que no pueden buscarme.
¿Estoy seguro?
Un hombre de buen sentido, ¿creería lo que oí ayer noche, lo que imagino saber?
¿Me aconsejaría olvidar la pesadilla de ver en todo una máquina organizada para
capturarme?
Y si fuera una
máquina para capturarme, ¿por qué tan compleja? ¿Por qué no detenerme,
directamente? ¿No sería una locura esta laboriosa representación?
Nuestros hábitos
suponen una manera de suceder las cosas, una vaga coherencia del mundo. Ahora
la realidad se me propone cambiada, irreal. Cuando un hombre despierta o muere,
tarda en deshacerse de los terrores del sueño, de las preocupaciones y de las
manías de la vida. Ahora me costará perder la costumbre de temer a esta gente.
Morel tenía unas
hojas de papel de seda amarillo, escritas a máquina. Las sacó de un bol de
madera que estaba sobre la mesa. En el bol había muchísimas cartas prendidas
con alfileres a recortes de avisos de Yachting y Motor Boating. Pedían precios
de barcos viejos, condiciones de venta, informes para ir a revisarlos. Vi unas
pocas.
—Quede Haynes
dormido —dijo Morel—. Pesa mucho, y si van a buscarlo nunca llegará el momento
de empezar.
Morel extendió
los brazos y dijo con voz entrecortada:
—Debo hacerles
una declaración.
Sonrió
nerviosamente:
—No es grave.
Para no cometer inexactitudes, he decidido leer. Por favor escuchen:
(Empezó a leer
las páginas amarillas que inserto en la carpeta. Hoy a la mañana, cuando me
escapé del museo, estaban sobre la mesa; las tomé de ahí).
“Tendrán que
disculparme esta escena, primero fastidiosa, después terrible. La olvidaremos.
Esto, asociado a la buena semana que hemos vivido, atenuará su importancia.”
“Había resuelto
no decirles nada. No hubieran pasado por una inquietud muy natural. Yo habría
dispuesto de todos, hasta el último instante, sin rebeliones. Pero, como son
amigos, tienen derecho a saber.”
En silencio movía
los ojos, sonreía, temblaba; después siguió con ímpetu:
“Mi abuso
consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una
fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa
fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente
nuestra vida en esos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros actos
han quedado grabados.”
—¡Qué impudor!
—gritó un hombre de bigotes negros y dientes para afuera.
—Espero que sea
broma —dijo Dora.
Faustine no
sonreía. Parecía indignada.
“Podría haberles
dicho, al llegar: Viviremos para la eternidad. Tal vez lo hubiéramos arruinado
todo, forzándonos para mantener una continua alegría. pensé: cualquier semana
que nosotros pasemos juntos, si no sentimos la obligación de ocupar bien el
tiempo, será agradable. ¿No fue así?”
“Entonces les he
dado una eternidad agradable”
“Por cierto que
las obras de los hombres no son perfectas. Aquí faltan algunos amigos. Claude
se ha disculpado: trabaja la hipótesis, en forma de novela y de cartilla
teológica, de un desacuerdo entre Dios y el individuo; hipótesis que le parece
eficaz para hacerlo inmortal y que no quiere interrumpir. Madeleine hace dos años
que no va a la montaña; teme por su salud. Leclerc se comprometió con los
Davies para ir a Florida.”
Agregó:
—El pobre
Charlie, es claro...
Por el tono de
estas palabras, más señalado en pobre, por la solemnidad muda, con algunos
cambios de postura y movimientos de sillas, que hubo en seguida, inferí que ese
Charlie era un muerto; con más precisión: un muerto reciente.
Morel dijo
después, como queriendo aliviar al auditorio:
—Pero lo tengo.
Si alguno quiere verlo, puedo mostrárselo. Fue uno de mis primeros ensayos con
buen resultado.
Se detuvo. Me
parece que advirtió el nuevo cambio en la sala (en el primero había pasado de
un aburrimiento afable a la pesadumbre, con ligera reprobación por el mal gusto
de traer un muerto a la mitad de una broma; estaba perpleja, casi horrorizada).
Volvió a los
papeles amarillos, con precipitación.
“Mi cerebro ha
tenido, desde hace mucho tiempo, dos ocupaciones primordiales: pensar mis
inventos y pensar en...” Se restableció, decididamente, la simpatía entre Morel
y la sala. “Por ejemplo, corto las páginas de un libro, paseo, cargo mi pipa, y
estoy imaginando una vida feliz, con...”
Cada
interrupción provocaba una salva de aplausos.
“Cuando completé
el invento se me ocurrió, primero como un simple tema para la imaginación,
después como un increíble proyecto, dar perpetua realidad a mi fantasía sentimental...”
“Creerme
superior y la convicción de que es más fácil enamorar a una mujer que fabricar
cielos, me aconsejaron obrar espontáneamente. Las esperanzas de enamorarla han
quedado lejos; ya no tengo su confiada amistad; ya no tengo el sostén, el ánimo
para encarar la vida.”
“Convenía seguir
una táctica. Trazar planes” (Morel cambió de tono, como queriendo cortar la
gravedad que habían traído sus palabras.) “En los primeros, o la convencía de
venirnos solos (imposible: no la he visto sola desde que le confesé mi pasión)
o la raptaba (habríamos estado peleando eternamente). Nótese que, por esta vez,
no cabe exageración en la palabra eternamente.” Alteró mucho este párrafo. Dijo
—me parece— que había pensado raptarla, y ensayó algunas bromas.
“Ahora les explicaré mi invento.”
Hasta aquí un
discurso repugnante y desordenado. Morel, mundano hombre de ciencia, cuando
deja los sentimientos y entra en su valija de cables viejos, logra mayor
precisión; su literatura continúa desagradable, rica en palabras técnicas y
buscando en vano cierto impulso oratorio, pero es más clara. Juzgue el lector:
“¿Cuál es la
función de la radiotelefonía? Suprimir, en cuanto al oído, una ausencia
especial: valiéndonos de transmisores y receptores podemos reunirnos en una
conversación con Madeleine, en este cuarto, y aunque ella esté a más de vente
mil kilómetros, en las afueras de Quebec. La televisión consigue lo mismo, en
cuanto a la vista. Alcanzar vibraciones más rápidas, más lentas, será
extenderse a los otros sentidos; a todos los otros sentidos.”
“El cuadro
científico de los medios de contrarrestar ausencias era, hace poco, más o menos
así:”
“En cuando a la
vista: la televisión, el cinematógrafo, la fotografía;”
“En cuanto al
oído: la radiotelefonía, el fonógrafo, el teléfono.”
“Conclusión:”
“La ciencia,
hasta hace poco, se había limitado a contrarrestar, para el oído y la vista,
ausencias espaciales y temporales. El mérito de la primera parte de mis
trabajos consiste en haber interrumpido una desidia que ya tenía el peso de las
tradiciones y en haber continuado, con lógica, por caminos casi paralelos, el
razonamiento y las enseñanzas de los sabios que mejoraron el mundo con los
inventos que he mencionado.”
“Quiero señalar
mi gratitud hacia los industriales que, tanto en Francia (Société Clunie), como
en Suiza (Schwachter, de Sankt Gallen), comprendieron la importancia de mis
investigaciones y me abrieron sus discretos laboratorios.”
“El trato de mis colegas no tolera el mismo
sentimiento.”
“Cuando fui hasta Holanda, para conversar con
el insigne electricista Juan Van Heuse, inventor de una máquina rudimentaria
que permitiría saber si una persona miente, encontré muchas palabras de
aliento, y, debo decirlo, una baja desconfianza.”
“Desde entonces trabajé solo.”
“Me puse a buscar ondas y vibraciones
inalcanzadas, a idear instrumentos para captarlas y transmitirlas. Obtuve, con
relativa facilidad, las sensaciones olfativas; las térmicas y las táctiles
propiamente dichas requirieron toda mi perseverancia.”
“Hubo, además,
que perfeccionar los medios existentes. Los mejores resultados honraban a los
fabricantes de discos de fonógrafo. Desde hace mucho era posible afirmar que ya
no temíamos la muerte, en cuanto a la voz. Las imágenes habían sido archivadas
muy deficientemente por la fotografía y por el cinematógrafo. Dirigí esta parte
de mi labor hacia la retención de las imágenes que se forman en los espejos.”
“Una persona o
un animal o una cosa, es, ante mis aparatos, como la estación que emite el
concierto que ustedes oyen en la radio. Si abren el receptor de ondas
olfativas, sentirán el perfume de las diamelas que hay en el pecho de
Madeleine, sin verla. Abriendo el sector de ondas táctiles, podrán acariciar su
cabellera, suave e invisible, y aprender, como ciegos, a conocer las cosas con
las manos. Pero si abren todo el juego de receptores, aparece Madeleine,
completa, reproducida, idéntica; no deben olvidar que se trata de imágenes
extraídas de los espejos, con los sonidos, la resistencia al tacto, el sabor,
los olores, la temperatura, perfectamente sincronizados. Y si ahora aparecen
las nuestras, ustedes mismo no me creerán. Les costará menos pensar que he
contratado una compañía de actores, de sosias inverosímiles.”
“Esta es la
primera parte de la máquina; la segunda graba; la tercera proyecta. No necesita
pantallas ni papeles; sus proyecciones son bien acogidas por todo el espacio y
no importa que sea día o noche. En aras de la claridad osaré comparar las
partes de la máquina con: el aparato de televisión que muestra imágenes de
emisores más o menos lejanos, la cámara que toma una película de las imágenes
traídas por el aparato de televisión; el proyector cinematográfico.”
“Pensaba
coordinar las recepciones de mis aparatos y tomar escenas de nuestra vida: una
tarde con Faustine, ratos de conversación con ustedes; hubiera compuesto así un
álbum de presencias muy durables y nítidas, que sería un legado de unos
momentos a otros, grato para los hijos, los amigos y las generaciones que vivan
otras costumbres.”
“En efecto,
imaginaba que si bien las reproducciones de objetos serían objetos —como una
fotografía de una casa es un objeto que representa a otro—, las reproducciones
de animales y de plantas no serían animales y plantas. Estaba seguro de que mis
simulacros de personas carecerían de conciencia de sí (como los personajes de
una película cinematográfica).”
“Tuve una
sorpresa: después de mucho trabajo, al congregar esos datos armónicamente, me
encontré con personas reconstituidas, que desaparecían si yo desconectaba el
aparato proyector, sólo vivían los momentos pasados cuando se tomó la escena y
al acabarlos volvían a repetirlos, como si fueran partes de un disco o de una película
que al terminarse volviera a empezar, pero que, para nadie, podían distinguirse
de las personas vivas (se ven como circulando en otro mundo, fortuitamente
abordado por el nuestro). Si acordamos la conciencia, y todo lo que nos
distingue de los objetos, a las personas que nos rodean, no podremos negárselos
a las creadas por mis aparatos, con ningún argumento válido y exclusivo.”
“Congregados los
sentidos, surge el alma. Había que esperarla. Madeleine estaba para la vista,
Madeleine estaba para el oído, Madeleine estaba para el sabor, Madeleine estaba
para el olfato, Madeleine estaba para el tacto: Ya estaba Madeleine.”
He señalado que
la literatura de Morel es desagradable, rica en palabras técnicas y que busca
en vano cierto impulso oratorio. En cuanto a la cursilería, se manifiesta sola:
“¿Les cuesta
admitir un sistema de reproducción de vida, tan mecánico y artificial?
Recuerden que en nuestra incapacidad de ver, los movimientos del
prestidigitador se convierten en magia.”
“Para hacer
reproducciones vivas, necesito emisores vivos. No creo en la vida.”
“¿No debe
llamarse vida lo que puede estar latente en un disco, lo que se revela si
funciona la máquina del fonógrafo, si yo muevo una llave? ¿Insistiré en que
todas las vidas, como los mandarines chinos, dependen de botones que seres
desconocidos pueden apretar? Y ustedes mismos, cuántas veces habrán interrogado
el destino de los hombres, habrán movido las viejas preguntas: ¿A dónde vamos?
¿En dónde yacemos, como en un disco músicas inauditas, hasta que Dios nos manda
nacer? ¿No perciben un paralelismo entre los destinos de los hombres y de las
imágenes?”
“La hipótesis de
que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina
sobre las personas, los animales y los vegetales emisores.”
“Es claro que no
alcancé estos resultados, sino después de muchos reveses parciales. Recuerdo
que hice los primeros ensayos con empleados de la casa Schwachter. Sin
prevenirlos, abría las máquinas y los tomaba trabajando. Había fallas, todavía,
en el receptor; no congregaba armónicamente sus datos: en algunos, por ejemplo,
la imagen no coincidía con la resistencia al tacto; a veces, los errores son
imperceptibles para testigos poco especializados; en otras, la desviación es
amplia.”
Stoever
preguntó:
—¿Puedes
mostrarnos esas primeras imágenes?
—Si ustedes me
lo piden, cómo no; pero les advierto que hay fantasmas ligeramente monstruosos
—contestó Morel.
—Muy bien —dijo
Dora—. Que los muestre. Un poco de diversión nunca es malo.
—Yo quiero
verlos —Stoever continuó— porque recuerdo unas muertes inexplicadas, en la casa
Schwachter.
—Te felicito
—dijo Alec, saludando—. Hemos encontrado un creyente.
Stoever
respondió con seriedad:
—Idiota, ¿no has
oído?: Charlie también fue tomado. Cuando Morel estaba en Sankt Gallern
empezaron a morirse los empleados de la casa Schwachter. Yo vi las fotografías
en revistas. Los reconoceré.
Morel,
tembloroso y amenazador, salió del cuarto. Hablaban a gritos:
—Ahí tienes
—dijo Dora—: lo has ofendido. Hay que ir a buscarlo.
—Parece mentira
que hayan hecho eso con Morel.
Stoever
insistió:
—¡Pero ustedes
no comprenden!
—Morel es
nervioso. No veo qué necesidad había de insultarlo.
—Ustedes no
comprenden —Stoever gritó enfurecido—. Con su máquina ha tomado a Charlie, y
Charlie ha muerto; ha tomado a empleados de la casa Schwchter, y hubo muertes
misteriosas de empleados. ¡Ahora dice que nos ha tomado a nosotros!
—Y no estamos
muertos —dijo Irene.
—Él también se
tomó.
—¿No hay quién
entienda que todo es una broma?
—El mismo enojo
de Morel. Yo nunca lo vi enojado.
—Sin embargo,
Morel se ha portado mal —dijo el de los dientes salidos—. Pudo avisarnos.
—Voy a buscarlo
—dijo Stoever.
—Te quedas
—gritó Dora.
—Iré yo —dijo el
de los dientes salidos—. No a insultarlo; a pedirle que nos disculpe y que
siga.
Se agolparon
alrededor de Stoever. Trataban de calmarlo, excitados.
Después de un
rato volvió el hombre de los dientes:
—No quiere
venir. Nos pide que lo disculpemos. Fue imposible traerlo. Salieron Faustine,
Dora, la mujer vieja.
Después no
quedaron sino Alec, el de los dientes, Stoever e Irene. Parecían tranquilos, de
acuerdo, serios. Se fueron.
Oía hablar en el
hall, en la escalera. Se apagaron las luces y la casa quedó en una lívida luz
de amanecer.
Esperé, alerta.
No había ruidos, no había casi luz. ¿La gente habría ido a acostarse? ¿O estaba
al acecho, para capturarme? Estuve ahí, no sé cuánto tiempo, temblando, hasta
que empecé a caminar (creo que para oír mis pasos y tener testimonio de alguna
vida) sin advertir que hacía, tal vez, lo que mis presuntos perseguidores
habían previsto.
Fui hasta la
mesa, guardé los papeles en el bolsillo. Pensé, con miedo, que el cuarto no
tenía ventanas, que debía pasar por el hall. Caminé con una extrema lentitud;
la casa me parecía ilimitada. Estuve inmóvil en la puerta del hall. Por fin,
caminé despacio, en silencio, hasta una ventana abierta; salté y me vine corriendo.
Cuando llegué a
los bajos tuve un sentimiento confuso de reprobación por no haber huido el
primer día, por haber querido averiguar los misterios de esa gente.
Después de la
explicación de Morel me pareció que todo era una maniobra de la policía; no me
perdonaba mi lentitud en comprenderlo.
Esto es absurdo,
pero creo que puedo justificarlo. ¿Quién no desconfiaría de una persona que
dijera: Yo y mis compañeros somos apariencias, somos una nueva clase de
fotografías. En mi caso la desconfianza es aún más justificada: se me acusa de
un crimen, he sido condenado a prisión perpetua y es posible que todavía mi
captura sea la
profesión de alguno, su esperanza de mejora burocrática.
Pero como estaba
cansado, me dormí en seguida, entre vagos proyectos de fuga. Había sido un día
de mucha agitación.
Soñé con
Faustine. El sueño era muy triste, muy emocionante. Nos despedíamos; venían a
buscarla; se iba el barco. Después volvíamos a estar solos, despidiéndonos con
amor. Lloré durante el sueño y me desperté con una inconsolable desesperanza
porque Faustine no estaba y con llorado consuelo porque nos habíamos querido
sin disimulo. Temí que se hubiera consumado, durante mi sueño, la partida de
Faustine. Me levanté. El barco se había ido. Mi tristeza fue hondísima, fue la
decisión de matarme; pero, al subir los ojos vi a Stoever, a Dora y después a otros,
en el borde de la colina.
No tuve
necesidad de ver a Faustine. Me creía seguro: ya no me importaba que estuviera
o que no estuviera.
Comprendí que
era cierto lo que había dicho, horas antes, Morel (pero es posible que no lo
hubiera dicho, por primera vez, horas antes, sino algunos años atrás; lo
repetía porque estaba en la semana, en el disco eterno).
Sentí repudio,
casi asco, por esa gente y su incansable actividad repetida. Aparecieron muchas
veces, arriba, en los bordes. Estar en una isla habitada por fantasmas
artificiales era la más insoportable de las pesadillas; estar enamorado de una
de esas imágenes era peor que estar enamorado de un fantasma (tal vez siempre hemos
querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma).
Agregaré a
continuación las paginas (de los papeles amarillos) que Morel no leyó:
“Ante la
imposibilidad de ejecutar mi primer proyecto —llevarla a casa y tomar una
escena de felicidad mía o reciproca—concebí otro que es, seguramente, mejor.”
“Descubrimos
esta isla en las circunstancias que ustedes conocen. Tres condiciones me la
recomendaron:
1.a) las mareas;
2.a) los
arrecifes;
3.a) la
luminosidad.”
“La regularidad
ordinaria de las mareas lunares y la abundancia de mareas meteorológicas
aseguran un servicio casi constante de fuerza motriz. Los arrecifes son un
vasto sistema de murallas contra invasores; un hombre los conoce; es nuestro
capitán, McGregor; he cuidado que no vuelva a arriesgarse en estos peligros. La
clara, no deslumbrante luminosidad, permite esperar una merma verdaderamente
exigua en la captación de imágenes.”
“Les confieso
que, una vez descubiertas estas generosas virtudes, no dude en invertir mi
fortuna en la compra de la isla y en la construcción del museo, de la iglesia,
de la pileta. Alquilé ese barco de carga que ustedes llaman el yacht, para que
nuestra venida fuera más agradable.”
“La palabra
museo, que uso para designar esta casa, es una sobrevivencia del tiempo en que
trabajaba los proyectos de mi invento, sin conocimiento de su alcance. Entonces
pensaba erigir grandes álbumes o museos, familiares y públicos, de estas
imágenes.
“Ha llegado el
momento de anunciar: Esta isla, con sus edificios, es nuestro paraíso privado.
He tomado algunas precauciones —físicas, morales— para su defensa: creo que lo
protegerán. Aquí estaremos eternamente — aunque mañana nos vayamos—repitiendo
consecutivamente los momentos de la semana y sin poder salir nunca de la
conciencia que tuvimos en cada uno de ellos, porque así nos tomaron los
aparatos; esto nos permitirá sentirnos en una vida siempre nueva, porque no
habrá otros recuerdos en cada momento de la proyección que los habidos en el
correspondiente de la grabación, y porque el futuro, muchas veces dejado atrás,
mantendrá siempre sus atributos.”
Aparecen de vez
en cuando. Ayer he visto a Haynes en los bordes; hace dos días a Stoever, a
Irene; hoy a Dora y a otras mujeres. Me impacientan la vida; si quiero
ordenarla, debo alejar de mi atención estas imágenes.
Destruirlas,
destruir los aparatos que las proyectan (sin duda están en el sótano) o romper
el rodillo, son mis tentaciones favoritas; me contengo, no quiero ocuparme de
los compañeros de isla porque me parece que no les falta materia pare
convertirse en obsesiones.
Sin embargo, no
creo que este peligro me amenace. Estoy demasiado ocupado en sobrevivir al
agua, al hambre, a las comidas.
Ahora busco la
manera de instalar una cama permanente; no la encontraré si me quedo en los bajos;
los árboles están podridos; no pueden sostenerme. Pero estoy resuelto a cambiar
de situación: cuando hay grandes mareas no duermo, y los demás días las
inundaciones menores irrumpen mi sueño, siempre a distinta hora. No me acostumbro
a este baño. Tardo en dormirme, pensando en el momento en que el agua, barrosa
y tibia, va a taparme la cara y producirme un ahogo momentáneo. Quiero que la
creciente no me sorprenda, pero la fatiga me vence y ya está el agua, en
silencio, como una vaselina de bronce, forzándome las vías respiratorias. El
resultado es una fatiga dolorosa, una inclinación a irritarme y abatirme ante
cualquier dificultad.
Estuve leyendo
los papeles amarillos. Encuentro que distinguir por las ausencias —espaciales o
temporales— los medios de superarlas, lleva a confusiones. Habría que decir,
tal vez: Medios de alcance y medios de alcance y retención. La radiotelefonía,
la televisión, el teléfono, son, exclusivamente, de alcance; el cinematógrafo,
la fotografía, el fonógrafo —verdaderos archivos— son de alcance y retención.
Todos los
aparatos de contrarrestar ausencias son, pues, medios de alcance (antes de
tener la fotografía o el disco hay que tomarla, grabarlo).
Asimismo, no es
imposible que toda ausencia sea, definitivamente, espacial... En una parte o en
otra estarán, sin duda, la imagen, el contacto, la voz, de los que ya no viven
(nada se pierde...)
Queda insinuada
la esperanza que estudio y por la que he de ir al sótano del museo, a mirar las
máquinas.
Pensé de los que
ya no viven: alguna vez pescadores de ondas los congregaran, de nuevo, en el
mundo. Tuve ilusiones de alcanzar algo yo mismo. Tal vez, de inventar un
sistema para recomponer las presencias de los muertos. Quizá pudiera ser el
aparato de Morel con un dispositivo que le impidiera captar las ondas de los
emisores vivientes (de mayor relieve, sin duda). La inmortalidad podrá germinar
en todas las almas, en las descompuestas y en las actuales. Pero ¡ay!, los más recientes
muertos nos asomaran a tanto bosque de remanencias como los más antiguos. Para
formar un solo hombre ya disgregado, con todos sus elementos y sin dejar entrar
ninguno extraño, habrá que tener el paciente deseo de Isis, cuando reconstruyó
a Osiris.
La conservación
indefinida de las almas en funcionamiento está asegurada. O mejor dicho: estará
completamente asegurada el día que los hombres entiendan que para defender su
lugar en la tierra les conviene predicar y practicar el malthusianismo.
Es lamentable
que Morel haya escondido en esta isla su invento. Tal vez me equivoque; tal vez
Morel sea un personaje famoso. Si no, como premio por comunicar el invento, yo
podría alcanzar el indebido indulto de mis perseguidores. Pero si Morel no lo
comunicó, lo habrá hecho alguno de sus amigos. Con todo, es extraño que no se hablara
de esto cuando salí de Caracas.
Me he
sobrepuesto a la repulsión nerviosa que sentía por las imágenes. No me
preocupan. Vivo confortablemente en el museo, libre de las crecidas. Duermo
bien, estoy descansado y tengo, nuevamente, la serenidad que me permitió burlar
a los perseguidores, llegar a esta isla.
Es verdad que el
roce de las imágenes me produce un ligero malestar (sobre todo, si estoy
distraído); esto pasará también, y ya el hecho de poder distraerme supone que
vivo con cierta naturalidad.
Estoy
acostumbrándome a ver a Faustine, sin emoción, como a un simple objeto. Por
curiosidad, la sigo desde hace unos veinte días. Tuve pocas dificultades, a
pesar de que abrir las puertas —aún las cerradas sin llave— es imposible
(porque si estaban cerradas cuando se grabó la escena, tienen que estarlo
cuando se proyecta). Tal vez pudiera forzarlas, pero temo que una rotura
parcial descomponga todo el aparato (no lo creo probable).
Faustine, al
retirarse a su cuarto, cierra la puerta. En una sola ocasión no me será posible
entrar sin tocarla: cuando la acompañan Dora y Alec. Después estos dos salen
rápidamente. Esa noche, en la primera semana, quedé en el pasillo, frente a la
puerta cerrada y al ojo de la llave, que mostraba un sector vacío. En la otra
semana quise ver desde afuera y camine por la cornisa, con gran peligro,
lastimándome las manos y las rodillas contra la aspereza de las piedras, que
abrazaba asustado (hay como cinco metros de altura). Las cortinas me impidieron
ver.
En la próxima
ocasión venceré el temor que me queda y entraré en el cuarto con Faustine, Dora
y Alec.
Paso las otras
noches a lo largo de la cama de Faustine, en el suelo, sobre una estera, y me
conmuevo mirándola descansar tan ajena de la costumbre de dormir juntos que
vamos teniendo.
Un hombre
solitario no puede hacer máquinas ni fijar visiones, salvo en la forma trunca
de escribirlas o dibujarlas, para otros, más afortunados.
Para mí ha de
ser imposible descubrir algo mirando las máquinas: herméticas, funcionarán
obedeciendo a las intenciones de Morel. Mañana lo sabré con certeza. Hoy no he
podido ir al sótano; he pasado la tarde juntando alimentos.
Sería pérfido
suponer —si un día llegaran a faltar las imágenes— que yo las he destruido. Al
contrario: mi propósito es salvarlas, con este informe. Las amenazan invasiones
del mar e invasiones de las hordas propagadas por el crecimiento de la
población. Duele pensar que mi ignorancia, preservada por toda la biblioteca
—sin un libro que pueda servir para trabajos científicos— quizá también las
amenace.
No abundaré
sobre los peligros que acechan a esta isla, a la tierra y a los hombres, en el
olvido de las profecías de Malthus; en cuanto al mar, hay que decir: en cada
una de las grandes mareas he temido el naufragio total de la isla; en un café
de pescadores, de Rabaul, oí que las islas Ellice o de las lagunas son
inestables, unas desaparecen y otras emergen (¿estoy en ese archipiélago? El
siciliano y Ombrellieri son mis autoridades).
Asombra que el
invento haya engañado al inventor. Yo también creí que las imágenes vivían;
pero nuestra situación no era la misma: Morel había imaginado todo; había
presenciado y había conducido el desarrollo de su obra; yo la enfrenté
concluida, funcionando.
Esta ceguera del
inventor con respecto al invento nos admira, y nos recomienda la circunspección
en los juicios... Tal vez yo esté generalizando sobre los abismos de un hombre,
moralizando con una peculiaridad de Morel.
Aplaudo la
orientación que dio, sin duda inconscientemente, a sus tanteos de perpetuación del
hombre: se ha limitado a conservar las sensaciones; y, aun equivocándose,
predijo la verdad: el hombre surgirá solo. En todo esto hay que ver el triunfo
de mi viejo axioma: No debe intentarse retener vivo todo el cuerpo.
Razones lógicas
nos autorizan a desechar las esperanzas de Morel. Las imágenes no viven. Sin
embargo, me parece que teniendo este aparato, conviene inventar otro, que
permita averiguar si las imágenes sienten y piensan (o, por lo menos, si tienen
los pensamientos y las sensaciones que pasaron por los originales durante la
exposición; es claro que la relación de sus conciencias (?) con estos
pensamientos y sensaciones no podrá averiguarse). El aparato, muy parecido al
actual, estará dirigido a los pensamientos y sensaciones del emisor; a cualquier
distancia de Faustine, podremos tener sus pensamientos y sensaciones, visuales,
auditivas, táctiles, olfativas, gustativas.
Y algún día
habrá un aparato más completo. Lo pensado y lo sentido en la vida —o en los
ratos de exposición— será como un alfabeto, con el cual la imagen seguirá
comprendiendo todo (como nosotros, con las letras de un alfabeto podemos
entender y componer todas las palabras). La vida será, pues, un depósito de la muerte.
Pero aun entonces la imagen no estará viva; objetos esencialmente nuevos no
existirán para ella. Conocerá todo lo que ha sentido o pensado, o las
combinaciones ulteriores de lo que ha sentido o pensado.
El hecho de que
no podamos comprender nada fuera del tiempo y del espacio, tal vez esté
sugiriendo que nuestra vida no sea apreciablemente distinta de la sobrevivencia
a obtenerse con este aparato.
Cuando
intelectos menos bastos que el de Morel se ocupen del invento, el hombre
elegirá un sitio apartado, agradable, se reunirá con las personas que más
quiera y perdurará en un íntimo paraíso. Un mismo jardín, si las escenas a
perdurar se toman en distintos momentos, alojará innumerables paraísos, cuyas
sociedades, ignorándose entre sí, funcionaran simultáneamente, sin colisiones,
casi por los mismos lugares. Serán, por desgracia, paraísos vulnerables, porque
las imágenes no podrán ver a los hombres, y los hombres, si no escuchan a
Malthus, necesitarán algún día la tierra del más exiguo paraíso y destruirán a
sus indefensos ocupantes o los recluirán en la posibilidad inútil de sus
máquinas desconectadas. Durante diecisiete días vigilé. Ni un enamorado habría
descubierto motivos para sospechar de Morel y de Faustine.
No creo que
Morel aludiera a ella en el discurso (aunque fue la única en no celebrarlo con
risas). Pero admitiendo que Morel esté enamorado de Faustine, ¿cómo puede
afirmarse que Faustine esté enamorada?
Si queremos
desconfiar, nunca faltará la ocasión. Una tarde pasean del brazo, entre las
palmeras y el museo, ¿hay algo extraño en esta caminata de amigos?
Por mi propósito
de cumplir con el ostinato rigore de
la divisa, la vigilancia alcanzó una amplitud que me honra; no tuve en cuenta
la comodidad ni el decoro: el control fue tan severo debajo de las mesas como
en la altura en que se mueven habitualmente las miradas.
En el comedor,
una noche, otra en el hall, las piernas se tocan. Si admito la malicia, ¿por
qué desecho la distracción, la casualidad?
Repito: no hay
prueba definitiva de que Faustine sienta amor por Morel. Tal vez el origen de
las sospechas esté en mi egoísmo. Quiero a Faustine: Faustine es el móvil de
todo; temo que esté enamorada: demostrarlo es la misión de las cosas. Cuando
estaba preocupado con la persecución policial, las imágenes de esta isla se
movían, como piezas de ajedrez, siguiendo una estrategia para capturarme.
Morel se
enfurecería si yo hiciera público el invento. Esto es seguro y no creo que
pueda evitarse con elogios. Sus amigos se agruparían bajo una común indignación
(también, Faustine). Pero si ésta se hubiera disgustado con él —no compartía
las risas durante el discurso— tal vez se aliara conmigo.
Queda la
hipótesis de la muerte de Morel. En ese caso, alguno de sus amigos habría
difundido el invento. Si no, tendríamos que suponer una muerte colectiva, una
peste, un naufragio. Todo increíble; pero queda inexplicado el hecho de que no
se tuviera noticia del invento cuando yo salí de Caracas.
Una explicación
podría ser que no le hayan creído, que Morel estuviera loco, o, mi primera
idea, que todos estuviesen locos, que la isla fuera un sanatorio de locos.
Estas
explicaciones requieren tanta imaginación como la epidemia o el naufragio.
Si llegara a
Europa, a América o al Japón, pasaría un tiempo difícil. Cuando empezara a ser
un charlatán famoso —antes de ser un inventor famoso— vendrían las acusaciones
de Morel y, tal vez, una orden de arresto, desde Caracas. Lo que sería más
triste es que me pusiera en ese trance el invento de un loco.
Pero debo
convencerme: no necesito huir. Vivir con las imágenes es una dicha. Si llegan
los perseguidores, se olvidarán de mí ante el prodigio de esta gente
inaccesible. Me quedaré.
Si la encontrara
a Faustine, cómo la haría reír contándole todas las veces que he hablado,
enamorado y sollozando, a su imagen. Considero que este pensamiento es un
vicio: lo escribo para fijarle límites, para ver que no tiene encanto, para
dejarlo
La eternidad
rotativa puede parecer atroz al espectador; es satisfactoria para sus
individuos. Libres de males noticias y de enfermedades, viven siempre como si
fuera la primera vez, sin recordar las anteriores. Además, con las
interrupciones impuestas por el régimen de las mareas, la repetición no es
implacable.
Acostumbrado a
ver una vida que se repite, encuentro la mía irreparablemente casual. Los
propósitos de enmienda son vanos: yo no tengo próxima vez, cada momento es
único, distinto, y muchos se pierden en los descuidos. Es cierto que para las
imágenes tampoco hay próxima vez (todas son iguales a la primera).Puede
pensarse que nuestra vida es como una semana de estas imágenes y que vuelve a
repetirse en mundos contiguos.
Sin conceder
nada a mi debilidad puedo imaginar la llegada emocionante a casa de Faustine,
el interés que tendrá por mis relatos, la amistad que estas circunstancias
ayudaran a establecer. Quién sabe si no estoy verdaderamente en camino, largo y
difícil, hacia Faustine, hacia el necesario descanso de mi vida.
Pero ¿dónde vive
Faustine? La seguí durante semanas. Habla del Canadá. No sé más. Pero hay otra
pregunta que puede escucharse —con horror—: ¿vive Faustine?
Tal vez porque
la idea me parezca tan poéticamente desgarradora —buscar a una persona que
ignoro dónde vive, que ignoro si vive—, Faustine me importa más que la vida.
¿Hay alguna
posibilidad de hacer el viaje? El bote se ha podrido. Los árboles están podridos;
no soy tan buen carpintero como para fabricar un bote con otras maderas (por
ejemplo, con sillas o puertas; ni siquiera estoy seguro de haber podido hacerlo
con árboles). Esperaré que pase un barco. Es lo que no he querido. Mi vuelta ya
no será secreta. Jamás he visto un barco, desde aquí; excepto el de Morel, que
era el simulacro de un barco.
Además, si llego
al destino de mi viaje, si encuentro a Faustine, estaré en una de las
situaciones más penosas de mi vida. Habrá que presentarse con algunos misterios;
pedirle hablar a solas; ya esto, de parte de un desconocido, le haré
desconfiar; después, cuando sepa que fui testigo de su vida, pensará que busco
sacar algún provecho deshonesto; y al saber que soy un condenado a prisión
perpetua, verá confirmados sus temores.
Antes no se me
ocurría que un acto pudiera traerme buena o mala suerte. Ahora repito, de
noche, el nombre de Faustine. Naturalmente que me gusta pronunciarlo; pero
estoy angustiado de cansancio y sigo repitiéndolo (a veces tengo mareos y ansiedad
de enfermo cuando me duermo).
Cuando me calme
encontraré la manera de salir. Por ahora, contando lo que me ha pasado, obligo
a mis pensamientos a ordenarse. Y si debo morir, comunicarán la atrocidad de mi
agonía.
Ayer no hubo
imágenes. Desesperado, ante secretas máquinas en reposo, tuve presentimientos
de que no vería otra vez a Faustine. Pero hoy a la mañana estaba subiendo la
marea. Me fui antes que aparecieran las imágenes. Vine al cuarto de máquinas, a
comprenderlas (para no estar a la merced de las mareas y poder subsanar las
fallas). Había pensado que si veía las máquinas ponerse en funcionamiento quizá
las comprendiera o, por lo menos, pudiera sacar una orientación para
estudiarlas. Esta esperanza no se cumplió.
Entré por el
agujero abierto en la pared y me quedé... Estoy dejándome llevar por la
emoción. Debo componer las frases. Cuando entré sentí la misma sorpresa y la
misma felicidad que la primera vez. Tuve la impresión de andar por el inmóvil
fondo azulado de un río. Me senté a esperar, dando la espalda a la rotura que
yo había hecho (me dolía esa interrupción en la celeste continuidad de la
porcelana).
Así estuve un
rato, plácidamente distraído (ahora me parece inconcebible). Después las
máquinas verdes empezaron a funcionar. Las comparé con la bomba de sacar agua y
con los motores de luz. Las miré, las oí, las palpé con atención, de muy cerca,
inútilmente. Pero, como en seguida me parecieron inabordables, quizá haya fingido
la atención, como por compromiso o por vergüenza (de haberme apresurado en
venir a los sótanos, de haber esperado tanto ese momento), como si alguien
mirara.
En mi cansancio
he vuelto a sentir agolpada la agitación. Debo reprimirla. Reprimiéndome,
encontraré la manera de salir.
Cuento
circunstanciadamente lo que me ha ocurrido: me volví y caminé con la vista
baja. Al mirar la pared tuve la sensación de estar desorientado. Busqué el
agujero que yo había hecho. No estaba.
Creí que podría
ser un interesante fenómeno de óptica y di un paso de lado, para ver si
continuaba. Extendí los brazos con ademán de ciego. Palpé todas las paredes.
Recogí del suelo trozos de porcelana, de ladrillo, que había hecho caer al
abrir el agujero. Palpé la pared en ese mismo lugar, mucho tiempo. Tuve que
aceptar que se había reconstruido.
¿He podido estar
fascinado con la claridad celeste del cuarto, interesado en el funcionamiento
de los motores, como para no oír a un albañil rehaciendo la pared? Me acerqué.
Sentí la frescura de la porcelana en la oreja, y oí un silencio interminable,
como si el otro lado hubiera desaparecido.
En el suelo,
donde lo dejé caer al entrar la primera vez, estaba el hierro que me sirvió
para romper el muro.
Menos mal que no
lo vieron —dije con patética ignorancia de mi situación—. Lo hubiera dejado
llevar, sin darme cuenta.
Volví a juntar
mi oído a ese muro que parecía final. Asegurado por el silencio, busqué el
sitio de la abertura que yo había hecho y empecé a golpear (creyendo que me
costaría más romper donde la mezcla era vieja). Di muchos golpes; crecía la
desesperación. La porcelana, por dentro, era invulnerable. Los golpes más
fuertes, más cansadores, resonaban contra su dureza y no abrían una grieta
superficial ni desprendían un leve fragmento de su esmalte celeste.
Contuve los
nervios. Descansé.
Acometí de
nuevo, en otros sitios. Cayeron trozos de esmalte, y cuando cayeron grandes
trozos de pared estuve golpeando, con los ojos nublados y con una urgencia
desproporcionada al peso del hierro, hasta que la resistencia de la pared, que
no disminuía proporcionalmente a la sucesión y al esfuerzo de los golpes, me
arrojó al suelo, lloroso de fatiga. Primero vi, toqué los pedazos de
mampostería, de un lado pulidos, del otro ásperos, terrosos; luego, en una
visión tan lúcida que parecía efímera y sobrenatural, mis ojos encontraron la
celeste continuidad de la porcelana, la pared indemne y toda, el cuarto
cerrado.
Volví a golpear.
En algunas partes saltaban pedazos de pared, que no dejaban ninguna cavidad ni
clara ni sombría, que se reconstruían con una prontitud mayor que la de mi
vista y alcanzaban, entonces, aquella dureza invulnerable que ya había
encontrado en el sitio de la abertura.
Me puse a gritar
“¡Socorro!”, embestí algunas veces la pared y me deje caer. Tuve una
imbecilidad con llantos, con ardor húmedo en la cara. Me conmovía el pavor de
estar en un sitio encantado y la revelación confusa de que lo mágico aparecía a
los incrédulos como yo, intransmisible y mortal, para vengarse.
Acosado por las
terribles paredes celestes, levante los ojos al tragaluz, donde estaban interrumpidas.
Vi,
mucho tiempo sin
entender y luego asustado, una rama de cedro que se desviaba de sí misma y se
convertía en dos; después volvían las dos ramas a compenetrarse, dóciles como
fantasmas, a coincidir en una sola. Dije en voz alta o pensé muy claramente: No
podré salir. Estoy en un sitio encantado. Al formular esto sentí vergüenza,
como un impostor que ha llevado la simulación demasiado lejos, y comprendí
todo:
Estas paredes
—como Faustine, Morel, los peces del acuario, uno de los soles y una de las
lunas, el tratado de Belidor—, son proyecciones de las máquinas. Coinciden con
las paredes hechas por los albañiles (son las mismas paredes tomadas por las
máquinas y después reflejadas sobre sí mismas). En donde yo he roto o suprimido
la pared primera, queda la reflejada. Como es una proyección, ningún poder es
capaz de cruzarla o suprimirla (mientras funcionen los motores).
Si rompo
íntegramente la primera pared, cuando los motores no funcionen, este cuarto de
máquinas quedará abierto, no será un cuarto, será un ángulo de otro; cuando
funcionen, la pared volverá a interponerse, impenetrable.
Morel ha de
haber ideado esta protección con doble muro para que ningún hombre llegue a las
máquinas que mantienen su inmortalidad. Pero estudió las mareas deficientemente
(sin duda en otro periodo solar) y creyó que la usina podría funcionar sin
interrupciones. Seguramente es el inventor de la peste famosa que hasta ahora
ha protegido muy bien a la isla Mi problema es detener los motores verdes. No
ha de ser difícil encontrar la llave que los desconecte. En un día aprendí a
manejar la usina de luz y la bomba de sacar agua. Salir de aquí no ha de
resultarme difícil.
El tragaluz me
ha salvado, o me salvará, porque no he de morir de hambre, resignado, más allá
de la desesperación, saludando a lo que dejo, como ese capitán japonés, de
virtuosa y burocrática agonía en un asfixiante submarino, en el fondo del mar.
En el Nuevo Diario leí la carta encontrada en el submarino. El muerto saludaba
al Emperador, a los ministros y, en orden jerárquico, a todos los marinos que
puede enumerar mientras aguarda la asfixia. Además, anota observaciones como
estas: Ahora sangro por la nariz; me parece que los tímpanos se me han roto.
Al narrar
circunstanciadamente esta acción, la he repetido. Espero no repetir su final.
Los horrores del
día quedan asentados en mi diario. Escribí mucho: me parece inútil buscar
inevitables analogías con los moribundos que hacen proyectos de largos futuros
o que ven, en el instante de ahogarse, una minuciosa imagen de toda su vida. El
momento final debe de ser atropellado, confuso; siempre estamos tan lejos que
no podemos imaginar las sombras que lo enturbian. Ahora dejaré de escribir para
dedicarme, serenamente, a encontrar la manera de que estos motores se detengan.
Entonces la brecha se abrirá de nuevo, como ante un conjuro; si no (aunque
pierda a Faustine para siempre), les daré unos golpes con el hierro, como hice
con la pared, y los romperé y la brecha se abrirá como ante un conjuro y yo
estaré afuera.
Todavía no he
logrado detener los motores. Me duele la cabeza. Leves ataques de nervios, que
pronto domino, me sacan de una somnolencia progresiva.
Tengo la
impresión, indudablemente ilusoria, de que si pudiera recibir un poco de aire
de afuera no tardaría en resolver estos problemas. He arremetido contra el
tragaluz; es invulnerable, como todo lo que me encierra.
Me repito que la
dificultad no se halla en mi sopor ni en la falta de aire. Estos motores deben
de ser muy diferentes de todos los otros. Parece lógico suponer que Morel los
haya diseñado de manera que no los entienda el primero que llegue a la isla.
Sin embargo, la dificultad de manejarlos ha de consistir en diferencias con
otros motores. Como yo no entiendo ninguno, esa mayor dificultad desaparece.
Del
funcionamiento de los motores depende la eternidad de Morel; puedo suponer que
son muy sólidos; debo contener, pues, mi impulso de romperlos a golpes. Solo
conseguiré cansarme y malgastar el aire. Para contenerme, escribo.
Si a Morel se le
hubiera ocurrido grabar los motores...
Por fin, el
temor a la muerte me libró de la superstición de incompetencia; fue como si me
hubiera acercado por vidrios de aumento: los motores dejaron de ser un casual
montón de hierros, tuvieron formas, disposiciones que permitían entender su
cometido.
Desconecté,
salí.
En el cuarto de
máquinas pude reconocer (además de la bomba de sacar agua y del motor de luz,
ya mencionados):
a) Un grupo de
transmisores de energía vinculados al rodillo que hay en los bajos;
b) Un grupo fijo
de receptores, grabadores y proyectores, con una red de aparatos colocados
estratégicamente que actúan sobre toda la isla;
c) Tres aparatos
portátiles, receptores, grabadores y proyectores, para exposiciones aisladas. Descubrí,
en algo que yo suponía el motor más importante y era una caja de herramientas,
unos planos incompletos, que me dieron trabajo y dudosa ayuda.
La clarividencia
en que se produjo este reconocimiento no vino en seguida. Mis estados
anteriores fueron:
I.° La desesperación; 2.° Un desdoblamiento en
actor y espectador. Estuve ocupado en sentirme en un asfixiante submarino, en el
fondo del mar, en un escenario. Sereno ante mi actitud sublime, confuso como un
héroe, perdí tiempo y a la salida era de noche y ya no había luz para buscar
raíces comestibles.
Primero hice
funcionar los receptores y proyectores para exposiciones aisladas. Puse flores,
hojas, moscas, ranas. Tuve la emoción de verlas aparecer, reproducidas y las
mismas.
Después cometí
la imprudencia.
Puse la mano
izquierda ante el receptor; abrí el proyector y apareció la mano, solamente la
mano, haciendo los perezosos movimientos que había hecho cuando la grabé.
Ahora es como
otro objeto o casi animal que hay en el museo.
Dejo andar el
proyector, no hago que la mano desaparezca; su vista, más bien curiosa, no es
desagradable.
Esta mano, en un
cuento, sería una terrible amenaza para el protagonista. En la realidad, ¿qué
mal puede hacer? Los emisores vegetales —hojas, flores—, murieron después de
cinco o seis horas; las ranas, después de quince.
Las copias
sobreviven; incorruptibles.
Ignoro cuáles
son las moscas verdaderas y las artificiales.
A las flores y a
las hojas tal vez les haya faltado agua. No di alimentos a las ranas; han de
haber sufrido, asimismo, por el cambio de ambiente.
En cuanto a los
efectos sobre la mano, sospecho que vengan de los temores provocados en mí por
la máquina, y no de ella misma. Tengo un ardor continuo, pero débil. Se me ha
caído algo de piel. Anoche estaba inquieto. Presentía horribles
transformaciones en la mano. Soñé que la rascaba, que la deshacía fácilmente.
La habré lastimado entonces.
Un día más será
intolerable.
Primero sentí
curiosidad ante un párrafo del discurso de Morel. Después, muy divertido, creí
hacer un descubrimiento. No sé cómo ese descubrimiento cambió en este otro,
atinado, ominoso. No me daré muerte en seguida. Es ya costumbre de mis teorías
más lúcidas deshacerse al día siguiente, quedar como pruebas de una combinación
asombrosa de ineptitud y entusiasmo (o desesperación). Tal vez mi idea, una vez
escrita, pierda la fuerza.
He aquí la frase
que me asombró:
Tendrán que
disculparme esta escena, primero fastidiosa, después terrible.
¿Por qué
terrible? Sabrían que habían sido fotografiados de un modo nuevo, sin aviso. Es
cierto que saber a posteriori que ocho días de nuestra vida, en todos sus
pormenores, quedaron grabados para siempre, no ha de ser agradable. Pensé
también, el algún momento: Una de esas personas tendrá un secreto horrible;
Morel tratará de conocerlo o revelarlo.
Por casualidad
recordé que el fundamento del horror de ser representados en imágenes, que
algunos pueblos sienten, es la creencia de que al formarse la imagen de una
persona el alma pasa a la imagen y la persona muere.
Hallar escrúpulos
en Morel, por haber fotografiado a sus amigos sin consentimientos, me divirtió;
en efecto, creí descubrir, en la mente de un sabio contemporáneo, la
supervivencia de aquel antiguo temor.
Leí de nuevo la
frase:
Tendrán que
disculparme esta escena, primero fastidiosa, después terrible. La olvidaremos.
¿Qué significa
esto último? ¿Qué pronto no le darán importancia o que ya no podrán recordarla?
La discusión con
Stoever fue terrible. Stoever ha concebido la misma sospecha que yo. No sé cómo
tardé tanto en comprenderlo.
Además, la
hipótesis de que las imágenes tienen alma, parece necesitar, como fundamento,
que los emisores la pierdan al ser tomados por los aparatos. El mismo Morel lo
declara:
La hipótesis de
que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina
sobre las personas, los animales y los vegetales emisores.
En verdad, hay
que tener una conciencia muy dominante y audaz, confundible con la
inconsciencia, para hacer esta declaración a las propias víctimas; pero es una
monstruosidad que parece no discordar con el hombre que, siguiendo una idea,
organiza una muerte colectiva y decide, por sí mismo, la solidaridad de todos
los amigos.
¿Cuál era esa
idea? ¿Aprovechar la reunión casi completa de sus amigos para obtener un paraíso
muy bueno, o una incógnita que no he sondeado? Si hay una incógnita, es posible
que no tenga interés para mí.
Creo poder
identificar ahora a los tripulantes muertos del barco bombardeado por el
crucero Namura: Morel aprovechó su propia muerte y la de sus amigos, para
confirmar los rumores sobre la enfermedad que tendría el deletéreo vivero en
esta isla; rumores ya difundidos por Morel, para proteger su máquina, su
inmortalización.
Pero todo esto,
que razono juiciosamente, significa que Faustine ha muerto; que no hay más
Faustine que esta imagen, para la que no existo. Entonces la vida es
intolerable para mí. ¿Cómo seguiré en la tortura de vivir con Faustine y de
tenerla tan lejos? ¿Dónde buscarla? Fuera de esta isla. Faustine se ha perdido
con los ademanes y con los sueños de un pasado ajeno.
En las primeras
páginas he dicho:
“Siento con
desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso,
he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por
encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que he
sido condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo —Ostinato rigore— e intentaré seguirla.”
Mi vocación es
el llanto y el suicidio; sin embargo no olvido ese rigor pactado.
A continuación
corrijo errores y aclaro todo aquello que no tuvo aclaración explícita;
abreviaré así la distancia entre el ideal de exactitud que me guió desde el
principio de la narración. Las mareas: He leído el librito de Belidor (Bernardo
Forest de). Empieza con una descripción general de las mareas. Confieso que las
de esta isla prefieren seguir esa explicación, y no la mía. Debe tenerse en
cuenta que yo nunca había estudiado las mareas (tal vez en el colegio, donde
nadie estudiaba) y que las describí en los primeros capítulos de este diario,
cuando sólo empezaban a tener importancia para mí. Antes, mientras viví en la
colina, no fueron un peligro, y aunque me interesaran, no tenía tiempo para
observarlas despacio (casi todo lo demás era un peligro).
Mensualmente, de
acuerdo con Belidor, hay dos mareas de amplitud máxima, en los días de luna
llena y nueva, y dos mareas de amplitud mínima, en los días de cuartos lunares.
Alguna vez, a
los siete días de una marea de luna llena o nueva, habrá ocurrido una marea
meteorológica (provocada por fuertes vientos y lluvias): seguramente de ahí
salió mi error de que las mareas grandes ocurren una vez por semana.
Explicación de
la impuntualidad de las mareas diarias: según Belidor las mareas llegan
cincuenta minutos más tarde, por día, en el creciente de luna, y cincuenta
minutos más temprano, en el menguante. Esto no es completamente exacto en la
isla; creo que el adelanto o el atraso ha de ser de un cuarto de hora a veinte
minutos diarios; doy estas observaciones modestas, sin aparatos de medición:
tal vez los sabios aporten lo que falta y puedan sacar alguna conclusión útil
para el mejor conocimiento del mundo que habitamos.
En este mes hubo
numerosas mareas grandes: dos fueron lunares; las otras meteorológicas.
Apariciones y
desapariciones. Primera y siguientes: Las máquinas proyectan las imágenes. Las
máquinas funcionan con la fuerza de las mareas.
Después de
períodos más o menos largos, con mareas de poca amplitud, hubo sucesiones de mareas
que llegaron al molino de los bajos. Las máquinas funcionaron y el disco eterno
siguió andando en el momento de la semana en que se había detenido.
Si el discurso
de Morel ocurrió en la última noche de la semana, la primera aparición habrá
ocurrido en la noche del tercer día.
La fatal de
imágenes durante el largo período anterior a la primera aparición, tal vez se
deba a que le régimen de las mareas varía con los períodos solares. Los dos
soles y las dos lunas: Como la semana se repite a lo largo del año, se ven
estos soles y lunas no coincidentes (y también los moradores con frío en días
de calor; bañándose en aguas sucias; bailando entre los matorrales o en el
temporal). Si la isla se hundiera —con excepción de los sitios donde están las
máquinas y los proyectores—, las imágenes, el museo, la misma isla seguirían
viéndose.
Ignoro si el
calor excesivo de este último tiempo se debe a la superposición de la
temperatura que hubo al tomarse la escena con la temperatura actual. Árboles y
otros vegetales: Los que grabó la máquina están secos; los que no grabó —las
plantas anuales (flores, yerbas) y los árboles nuevos— están lozanos. La llave
de luz, los pasadores atrancados. Cortinas inamovibles: Adáptese a los
pasadores y llaves de luz lo que dije, hace mucho, de las puertas: Si estaban
cerradas cuando se tomó la escena, tienen que estarlo cuando se proyecta.
Por la misma
razón las cortinas son inamovibles. La persona que apaga la luz: La persona que
apaga la luz del cuarto opuesto al de Faustine, es Morel. Entra, se queda un
momento frente a la cama. Recordará el lector que, en mi sueño, Faustine hizo
todo eso. Me fastidia haber confundido a Morel con Faustine. Charlie. Fantasmas
imperfectos: Primero no los encontraba. Ahora creo haber dado con sus discos.
No los pongo. Pueden ser afligentes, no convenir a mi situación (futura). Los
españoles que vi en el antecomedor: Son empleados de Morel. Cámara subterránea.
Biombo de espejos: Le oí decir a Morel que sirven para experimentos de óptica y
de sonido Ya no han de quedar puntos inexplicables, en mi diario. Hay elementos
para comprender casi todo. Los capítulos que faltan no sorprenderán.
Quiero
explicarme la conducta de Morel.
Faustine evitaba
su compañía; él, entonces, tramó la semana, la muerte de todos sus amigos, para
lograr la inmortalidad con Faustine. Con esto compensaba la renuncia a las
posibilidades que hay en la vida. Entendió que, para los otros, la muerte no
sería una evolución perjudicial; en cambio de un plazo de vida incierto, les
daría la inmortalidad con sus amigos preferidos. También dispuso de la vida de
Faustine.
Pero la misma
indignación que siento, me pone en guardia: quizá atribuya a Morel un infierno
que es mío. Yo soy el enamorado de Faustine; el capaz de matar y de matarse; yo
soy el monstruo. Quizá Morel nunca se haya referido a Faustine en el discurso;
quizá estuviera enamorado de Irene, de Dora o de la vieja.
Estoy exaltado,
soy necio. Morel ignora esas favoritas. Quería a la inaccesible Faustine. ¡Por
eso la mató, se mató con todos sus amigos, inventó la inmortalidad!
La hermosura de
Faustine merece estas lucras, estos homenajes, estos crímenes. Yo la he negado,
por celos o defendiéndome, para no admitir la pasión Ahora veo el acto de Morel
como un justo ditirambo.
Mi vida no es
atroz. Si dejo las intranquilas esperanzas de partir en busca de Faustine,
puedo acomodarme al destino seráfico de contemplarla.
Está ese camino:
vivir, ser el más feliz mortal.
Pero la
condición de mi dicha, como todo lo humano, es inestable. La contemplación de
Faustine podría —aunque no pueda tolerarlo, ni aun como pensamiento—
interrumpirse:
Por una
descompostura de las máquinas (no sé arreglarlas);
Por alguna duda
que podría sobrevenir y arruinarme este paraíso (debo reconocer que hay, entre
Morel y Faustine, conversaciones y ademanes capaces de inducir en error a personas
de carácter menos firme).
Por mi propia
muerte.
La verdadera
ventaja de mi solución es que hace de la muerte el requisito y la garantía de
la eterna contemplación de Faustine.
Estoy a salvo de
los interminables minutos necesarios para preparar mi muerte en un mundo sin
Faustine; estoy a salvo de una interminable muerte sin Faustine. Cuando me
sentí dispuesto abrí los receptores de actividad simultánea. Han quedado
grabados siete días. Representé bien: un espectador desprevenido puede imaginar
que no soy un intruso. Esto es el resultado natural de una laboriosa
preparación: quince días de continuos ensayos y estudios. Infatigablemente, he
repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice Faustine, sus preguntas y
respuestas; muchas veces intercalo con habilidad alguna frase; parece que
Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus movimientos y suelo
caminar adelante. Espero que, en general, demos la impresión de ser amigos
inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar.
La esperanza de
suprimir la imagen de Morel me ha turbado. Sé que es un pensamiento inútil. Sin
embargo, al escribir estas líneas, siento el mismo empeño, la misma turbación.
Me vejó la dependencia de las imágenes (en especial, de Morel con Faustine).
Ahora no: entré en ese mundo; ya no puede suprimirse la imagen de Faustine sin que
la mía desaparezca. Me alegra también depender —y esto es más extraño, menos
justificable— de Haynes, Dora, Alec, Stoever, Irene, etc. (¡del propio Morel!)
Cambié los
discos; las máquinas proyectarán la nueva semana, eternamente.
Una molesta
conciencia de estar representando me quitó naturalidad en los primeros días; la
he vencido; y si la imagen tiene —como creo— los pensamientos y los estado de
ánimo de los días de la exposición, el goce de contemplar a Faustine será el
medio en que viviré la eternidad.
Con una
incansable vigilancia mantuve el espíritu libre de inquietudes. He procurado no
investigar los actos de Faustine; olvidar los odios. Tendré la recompensa de
una eternidad tranquila; más aún: he llegado a sentir la duración de la semana.
La noche que
Faustine, Dora y Alec entran en el cuarto, contuve triunfalmente los nervios.
No intenté averiguación alguna. Ahora tengo un ligero fastidio por haber dejado
ese punto sin aclarar. En la eternidad no le doy importancia.
Casi no he
sentido el proceso de mi muerte; empezó en los tejidos de la mano izquierda;
sin embargo, ha prosperado mucho; el aumento del ardor es tan paulatino, tan
continuo, que no lo noto.
Pierdo la vista.
El tacto se ha vuelto impracticable; se me cae la piel; las sensaciones son
ambiguas, dolorosas; procuro evitarlas.
Frente al biombo
de espejos, supe que estoy lampiño, calvo, sin uñas, ligeramente rosado. Las
fuerzas disminuyen. En cuanto al dolor, tengo una impresión absurda; me parece
que aumenta, pero que lo siento menos.
La persistente,
la ínfima ansiedad por las relaciones de Morel con Faustine, me preserva de
atender a mi destrucción; es un efecto inesperado y benéfico.
Por desgracia,
no todas mis cavilaciones son tal útiles: hay —solamente en la imaginación,
para inquietarme— la esperanza de que toda mi enfermedad sea una vigorosa
autosugestión; que las máquinas no hagan daño; que Faustine viva, y dentro de
poco yo salga a buscarla; que nos riamos juntos de estas falsas vísperas de la muerte;
que lleguemos a Venezuela; a otra Venezuela, porque para mí tú, eres, Patria,
los señores del gobierno, las milicias con uniforme de alquiler y mortal
puntería, la persecución unánime en la autopista a La Guaira, en los túneles, en la fábrica de papel de Maracay;
sin embargo te quiero, y desde mi disolución muchas veces te saludo; eres
también los tiempos de El Cojo Ilustrado: un grupo de hombre (y yo, un chico,
atónito, respetuoso) gritados por Orduño, de ocho a nueve de la mañana,
mejorados por los versos de Orduño, desde el Panteón hasta el café de la Roca
Tarpeya, en el 10, abierto y deshecho tranvía, fervorosa escuela literaria.
Eres el pan cazabe, grande como un escudo y libre de insectos. Eres la
inundación en los llanos, con toros, yeguas, tigres, arrastrados urgentemente por
las aguas. Y tú, Elisa, entre lavanderos chinos, en cada recuerdo pareciéndote
más a Faustine; les dijiste que me llevaran a Colombia y atravesamos el páramo
cuando estaba bravo; los chinos me cubrieron con hojas ardientes y peludas de
frailejón, para que no muriera de frío; mientras mire a Faustine, no te
olvidaré, ¡y yo creí que no te quería! Y la Declaración de la Independencia que
nos leía todos los 5 de julio, en la sala elíptica del Capitolio, el imperioso
Valentín Gómez, mientras nosotros —Orduño y los discípulos—, para desairarlo,
reverenciábamos el arte en el cuadro de Tito Salas “El General Bolívar atraviesa
la frontera de Colombia”; sin embargo confieso que después, cuando la banda
tocaba Gloria al bravo pueblo (que el
yugo lanzó / la ley respetando / la virtud y honor), no podíamos reprimir la
emoción patriótica, la emoción que ahora no reprimo.
Pero mi férrea
disciplina derrota incesantemente a estas ideas, comprometedoras de la calma
final.
Aún veo mi
imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador no
prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra. Tal
vez este parecer requiera la debilidad de mis ojos. De todos modos consuela
morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio.
Mi alma no ha
pasado, aún, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de ver (tal
vez) a Faustine, para esta con ella en una visión que nadie recogerá.
Al hombre que, basándose en este informe, invente
una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica:
Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el
cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso.
Adolfo Bioy
Casares
(Buenos Aires; Argentina, 15 de septiembre de 1914- Buenos Aires; Argentina, 8
de marzo de 1999) fue un escritor argentino que frecuentó las literaturas
fantástica, policial y de ciencia ficción.
Es considerado
uno de los escritores más importantes de su país y de la literatura en español,
habiendo recibido la mención de Caballero
de la Legión de Honor en 1981, el Premio
Internacional Alfonso Reyes, el Premio
Miguel de Cervantes (ambos en 1990) y el
Konex de Brillante en 1994. Colaboró literariamente en varias ocasiones con
Jorge Luis Borges bajo distintos pseudónimos. Fue esposo de la escritora
Silvina Ocampo.
Único hijo de
Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch, en el barrio de Recoleta,
tradicionalmente habitado por familias patricias o de clase alta, y donde
residiría la mayor parte de su vida.
Según el
genealogista Narciso Binayán Carmona, era descendiente del conquistador,
explorador y colonizador español Domingo Martínez de Irala (1509-1556); sus
antepasados tenían un remoto origen mestizo guaraní, que compartía con muchos
próceres de la época de la Independencia y con grandes personajes paraguayos y
argentinos.
Perteneciendo a
una familia con una clase social alta, pudo dedicarse exclusivamente a la
literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época.
Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los once años. Cursó parte de
sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la
Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho,
Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario,
se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía
visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas
del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los
treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde
los cuatro años), el alemán y, naturalmente, el español. Entre 1929 y 1937 Bioy
publicó algunos libros (Prólogo, 17 disparos contra lo porvenir, Caos, La nueva
tormenta, La estatua casera, Luis Greve, muerto) que más tarde repudiaría,
prohibiendo su reedición y rehusándose a comentarlos, calificando toda su obra
anterior a 1940 como «horrible».
En 1932 conoce a
Jorge Luis Borges en Villa Ocampo, la casa de Victoria Ocampo ubicada en las
barrancas de San Isidro, donde la escritora solía recibir a figuras
internacionales de la cultura y organizar reuniones culturales. Bioy cuenta que
fue durante una de esas visitas que Borges y él se habían apartado del resto de
la gente, por lo que Victoria se les acercó y los reprochó diciendo «no sean
mierdas, atiendan al invitado»,3 lo que provocó el enojo de Borges y la
retirada de ambos de la reunión. En el viaje de regreso a la ciudad quedó
sellada una amistad que duraría hasta la muerte de Borges en 1986, y que dio
una de las duplas más célebres de la literatura, llegando a colaborar en varios
trabajos, desde colecciones de relatos (Seis problemas para don Isidro Parodi,
Dos fantasías memorables, Un modelo para la muerte), pasando por guiones de
cine (Los orilleros, Invasión) hasta antologías de cuentos fantásticos
(Antología de la literatura fantástica, Cuentos breves y extraordinarios),
publicando a menudo bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito Suárez
Lynch. Entre 1945 y 1955 dirigieron la colección «El séptimo círculo», que
publicaba traducciones de las mejores novelas policiales de lengua inglesa,
género del que Borges era un gran admirador. En 2006 se publicó Borges, un
inmenso volumen de más de mil seiscientas páginas extraídas de los diarios de
Bioy que revela con más detalles la amistad que unió a los dos escritores. Bioy
ya había preparado y corregido los textos junto con Daniel Martino, pero no
alcanzó a publicarlos.
En 1940, Bioy
Casares se casa con Silvina Ocampo, hermana de Victoria, también escritora y
pintora. Ese mismo año publica la novela La invención de Morel, que marca el
inicio de su madurez literaria. La novela contó con un prólogo de Borges, en el
que comenta la ausencia de precursores del género de ciencia ficción en la
literatura en español, presentando a Bioy como el iniciador de un género nuevo.
La novela tuvo una gran aceptación y recibió el Primer Premio Municipal de Literatura en 1941. Por esos años
publica, en colaboración con Borges y Silvina Ocampo, dos antologías: Antología
de la literatura fantástica (1940) y Antología poética argentina (1941).
En 1945 aparece
su segunda novela, Plan de evasión,
ambientada en la colonia penitenciaria de la isla del Diablo de la Guayana
Francesa. Continúa la temática de ficción científica ya explorada en La
invención de Morel, a la vez que la profundiza, ya que en el texto se alude
constantemente a la teoría de los colores de Goethe y a las ideas de William
James sobre la percepción de la realidad. En 1944 había publicado la novela
corta El perjurio de la nieve,
incluida más tarde en La trama celeste
(1948), su primera colección de relatos.
Al igual que
Borges, Bioy fue antiperonista. En 1946 publicó junto a Silvina Ocampo, Los que aman, odian y una colección de
relatos, La trama celeste (1948). Por esos años también escribió un cuento en
colaboración con Borges, «La fiesta del monstruo».
Habría que
esperar hasta 1954 para que apareciera otra novela, El sueño de los héroes. Esta obra marca un desplazamiento en su
obra, alejándose de las «fantasías razonadas» del comienzo, aunque sin abandonar
las obsesiones permanentes en la vida y la obra de Bioy como son el amor, las
mujeres, los juegos con el tiempo y el espacio y un característico sentido del
humor. Ambientada en Buenos Aires, El
sueño de los héroes narra las peripecias de Emilio Gauna por recuperar un
recuerdo perdido durante una madrugada de carnaval, después de tres días de
caravana con sus amigos. La búsqueda del suceso olvidado y el amor de una mujer
marcan la trama de la novela. El 8 de julio de ese año nace su hija Marta,
fruto de la relación de Bioy con una de sus amantes, pero que fue adoptada y
criada por Silvina.
En las décadas
de 1950 y 1960, Bioy se dedicó especialmente al cuento (Historia prodigiosa,
Guirnalda con amores, El lado de la sombra, El gran serafín) y comenzó su inclinación
por la fotografía. El 15 de agosto de 1963 nació su segundo hijo, Fabián,
también de una relación extramatrimonial, a quien conocería ya de adulto. En
1969 publicó Diario de la guerra del
cerdo, obra que, pese a alejarse del tono fantástico de muchos de sus
libros, no puede considerarse estrictamente como una novela realista. El
protagonista, Isidro Vidal, es un jubilado que se reúne con sus amigos en el
club de su barrio a jugar a las cartas y que de repente se ven implicados en
una guerra generacional, en la que los jóvenes empiezan a perseguir y asesinar
a los viejos. Escrita cuando tenía 55 años, la novela parece reflejar el temor
de Bioy al paso del tiempo (tema que ya había tratado en La invención de Morel
y El perjurio de la nieve) y fue adaptada al cine en 1975 por Leopoldo Torre
Nilsson, con el título La guerra del
cerdo.
En 1972 publica
dos antologías de cuentos propios, Historias
de amor e Historias fantásticas,
y en 1973 aparece Dormir al sol,
novela en la que vuelve a tratar un argumento fantástico propio de sus
comienzos pero con el tono costumbrista que había adquirido su prosa con el
paso del tiempo, y la favorita del propio Bioy, según declaró. Al igual que su
novela anterior, Dormir al sol fue llevada al cine en 2012 por Alejandro Chomski.
En 1978 publica otro libro de cuentos, El
héroe de las mujeres.
El período
tardío de la producción de Bioy estuvo lejos de la repercusión de obras
anteriores; en contraparte, fue en esos años en donde se sucedieron los
reconocimientos más importantes. En 1985 aparece su última novela, La aventura de un fotógrafo en La Plata.
De tema kafkiano, con frecuencia ha sido leída como una alegoría de los
desaparecidos durante la dictadura militar que gobernó el país entre 1976 y
1983, durante dicho gobierno de facto Bioy Casares presenciaría una ejecución
extrajudicial en la calle. En 1986 publica el libro de cuentos Historias desaforadas. Es declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires y en
1990 recibe dos importantes premios en reconocimiento a toda su trayectoria: el
Premio Alfonso Reyes y el Premio Cervantes, el máximo galardón de
las letras castellanas. Publica ese mismo año Una muñeca rusa y más tarde la novela corta Un campeón desparejo. Su obra narrativa le valió diversos
galardones, como el Gran Premio de Honor
de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Se lo distinguió como Miembro de la Legión de Honor de Francia
(1981).
Una caída que le
provocó una doble fractura de cadera en 1992 pareció anticipar una serie de
hechos trágicos, ya que poco después sufrió la pérdida de su esposa (el 14 de
diciembre de 1993, víctima del mal de Alzheimer que la tuvo postrada durante
tres años) y de su hija Marta (el 4 de enero de 1994, al ser atropellada por un
auto). Por esa época empieza a frecuentar a su hijo Fabián, a quien reconocería
oficialmente en 1998, y ve más seguido a su nieto Florencio, quien lo acompañó
en sus últimos años. Finalmente falleció el 8 de marzo de 1999, a los 84 años,
a consecuencia de una falla multiorgánica derivada de su deteriorado estado
general. Fue inhumado en la bóveda de su familia en el Cementerio de la
Recoleta, donde también reposan los restos de su esposa y su cuñada. Hasta poco
antes de su muerte trabajó en la selección y corrección de páginas de sus
diarios (que llevó durante medio siglo) con la ayuda de Daniel Martino a fin de
editar un volumen dedicado a su amistad con Borges, que finalmente se publicó,
con casi 1700 páginas, en 2006.
Premios y
distinciones
Entre sus
premios y distinciones destacan el Gran Premio de Honor de la SADE en 1975, la
membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano
Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986,10 el Premio Cervantes y el
Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en
1994.
Estilo
El mundo
imaginario de Bioy Casares consiste en fantasías y en acontecimientos
inexplicables, aunque también aluda a menudo al ambiente intelectual porteño.
Cultivó un estilo depurado y clásico y su literatura se caracteriza, en parte,
por ofrecer una versión paródica del relato fantástico o policíaco tradicional,
consistente en observar lo irreal bajo lentes humorísticas. Los elementos
típicos de estas literaturas son antes cómicos que aterradores; el carácter de
los personajes es incompetente, insensato. A partir de esto, el historiador de
la literatura José Miguel Oviedo ha pretendido llamar a sus narraciones
«comedias fantásticas».
Se ha señalado,
también, que la pasión amorosa, el elemento erótico, es fundamental en la
narrativa de este escritor. Es notable que también esto sea contemplado desde
una perspectiva muchas veces irónica; el amor es considerado algo sublime pero
fatal. La relación presenta rasgos del amor cortés, pero las amadas suelen ser
tenebrosas, cabría decir superiores. Se ha querido ver en esta cuestión alguna
conexión con la vida de Bioy Casares, cuyo carácter enamoradizo es de sobras
conocido. He aquí lo que ha referido Octavio Paz:
El amor —en Bioy Casares— es una percepción
privilegiada, la más total y lúcida, no sólo de la irrealidad del mundo, sino
de la nuestra.
A pesar de que
ya había publicado algunos libros, la verdadera obra de Bioy Casares comienza
en 1940, el año en que se publica su más famosa novela, La invención de Morel.
La obra narra la historia de un prófugo que escapa a una isla que se supone
infectada por una enfermedad mortal. Al comenzar a vivir en ella, pierde todo
el sentido de la realidad y se da cuenta de que en la isla viven personajes
creados por una máquina inventada por Morel. Estas imágenes de personajes
repiten eternamente las mismas acciones haciendo que el prófugo termine casi
loco. Borges, que la ha relacionado con H. G. Wells, afirmó, en un prólogo tan
famoso como la novela misma, que:
En español, son infrecuentes y aún rarísimas las
obras de imaginación razonada. (...) “La invención de Morel” (cuyo título alude
filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a
nuestro idioma un género nuevo. He discutido con su autor los pormenores de su
trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla
de perfecta.
Estas palabras
nos llevan a otra preocupación que Bioy compartió con su amigo: el amor por el
género fantástico y, especialmente, la exhumación de la trama de los relatos,
por sobre lo descriptivo. (Es evidente que este hecho los llevó, a ambos, a
admirar el género policial) El mismo año de la publicación de La invención de
Morel, Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo publicaron una famosa Antología de
la literatura fantástica. Veinticinco años después, Bioy escribió al respecto:
Los compiladores de esta antología creíamos entonces
que la novela, en nuestro país y en nuestra época, adolecía de una grave
debilidad en la trama, porque los autores habían olvidado lo que podríamos
llamar el propósito primordial de la profesión: contar cuentos. (...) Porque
requeríamos contrincantes menos ridículos, acometimos contra las novelas psicológicas, a las que imputábamos
deficiencia de rigor en la construcción. (...) Como panacea recomendábamos el
cuento fantástico.
No comments:
Post a Comment