El muro
Jean Paul Sartre
Nos arrojaron en una
gran sala blanca y mis ojos parpadearon porque la luz les hacía mal. Luego vi
una mesa y cuatro tipos detrás de ella, algunos civiles, que miraban papeles.
Habían amontonado a los otros prisioneros en el fondo y nos fue necesario
atravesar toda la habitación para reunirnos con ellos. Había muchos a quienes
yo conocía y otros que debían de ser extranjeros. Los dos que estaban delante
de mí eran rubios con cabezas redondas; se parecían; franceses, pensé. El más
bajo se subía todo el tiempo el pantalón: estaba nervioso.
—Es mi hermano José el
que es anarquista —dijo Juan—. Ustedes saben que no está aquí. Yo no soy de
ningún partido, no he hecho nunca política.
No contestaron nada.
Juan dijo todavía:
—No he hecho nada. No
quiero pagar por los otros. Sus labios temblaban. Un guardián le hizo callar y
se lo llevó. Era mi turno:
—¿Usted se llama Pablo
Ibbieta?
Dije que sí.
El tipo miró sus
papeles y me dijo:
—¿Dónde está Ramón
Gris?
—No lo sé.
—Usted lo ocultó en su
casa desde el 6 al 19.
—No.
Escribieron un momento
y los guardianes me hicieron salir. En el corredor Tom y Juan esperaban entre
dos guardianes. Nos pusimos en marcha. Tom preguntó a uno de los guardianes:
—¿Y ahora?
—¿Qué? —dijo el
guardián.
—¿Esto es un
interrogatorio o un juicio?
—Era el juicio, dijo el
guardián.
—Bueno. ¿Qué van a
hacer con nosotros?
El guardián respondió
secamente:
—Se les comunicará la
sentencia en la celda.
En realidad lo que nos
servía de celda era uno de los sótanos del hospital. Se sentía terriblemente el
frío, debido a las corrientes de aire. Toda la noche habíamos tiritado y
durante el día no lo habíamos pasado mejor. Los cinco días precedentes había
estado en un calabozo del arzobispado, una especie de subterráneo que debía
datar de la Edad Media: como había muchos prisioneros y poco lugar se les metía
en cualquier parte. No eché de menos mi calabozo: allí no había sufrido frío,
pero estaba solo; lo que a la larga es irritante. En el sótano tenía compañía
Juan casi no hablaba: tenía miedo y luego era demasiado joven para tener algo
que decir. Pero Tom era buen conversador y sabía muy bien el español. En el
subterráneo había un banco y cuatro jergones. Cuando nos devolvieron, nos reunimos
y esperamos en silencio. Tom dijo al cabo de un momento:
—Estamos reventados.
—Yo también lo pienso
—le dije—, pero creo que no harán nada al pequeño.
—No tienen nada que
reprocharle —dijo Tom—, es el hermano de un militante, eso es todo.
Yo miraba a Juan: no
tenía aire de entender, Tom continuó:
—¿Sabes lo que hacen en
Zaragoza? Acuestan a los tipos en el camino y les pasan encima los camiones.
Nos lo dijo un marroquí desertor. Dicen que es para economizar municiones.
—Eso no economiza nafta
—dije.
Estaba irritado contra
Tom: no debió decir eso.
—Hay algunos oficiales
que se pasean por el camino —prosiguió—, y que vigilan eso con las manos en los
bolsillos, fumando cigarrillos. ¿Crees que terminan con los tipos? Te engañas.
Los dejan gritar. A veces durante una hora. El marroquí decía que la primera
vez casi vomitó.
—No creo que hagan eso
—dije—, a menos que verdaderamente les falten municiones.
La luz entraba por
cuatro respiraderos y por una abertura redonda, que habían practicado en el
techo, a la izquierda y que daba sobre el cielo. Era por este agujero redondo,
generalmente cerrado con una trampa, por donde se descargaba el carbón en el
sótano. Justamente debajo del agujero había un gran montón de cisco; destinado
a caldear el hospital, pero desde el comienzo de la guerra se evacuaron los
enfermos y el carbón quedó allí, inutilizado; le llovía encima en ocasiones,
porque se habían olvidado de cerrar la trampa.
Tom se puso a tiritar.
—Maldita sea, tirito
—dijo—, vuelta a empezar.
Se levantó y se puso a
hacer gimnasia. A cada movimiento la camisa se le abría sobre el pecho blanco y
velludo. Se tendió de espaldas, levantó las piernas e hizo tijeras en el aire;
yo veía temblar sus gruesas nalgas. Tom era ancho, pero tenía demasiada grasa.
Pensé que balas de fusil o puntas de bayonetas iban a hundirse bien pronto en
esa masa de carne tierna como en un pedazo de manteca. Esto no me causaba la
misma impresión que si hubiera sido flaco.
No tenía exactamente
frío, pero no sentía la espalda ni los brazos. De cuando en cuando tenía la
impresión de que me faltaba algo y comenzaba a buscar mi chaqueta alrededor,
luego me acordaba bruscamente que no me habían dado la chaqueta. Era muy
molesto. Habían tomado nuestros trajes para darlos a sus soldados y no nos habían
dejado más que nuestras camisas — y esos pantalones de tela que los enfermos
hospitalizados llevan en la mitad del verano. Al cabo de un momento Tom se
levantó y se sentó cerca de mí, resoplando.
—¿Entraste en calor?
—No, maldita sea. Pero
estoy sofocado.
A eso de las ocho de la
noche entró un comandante con dos falangistas. Tenía una hoja de papel en la
mano. Preguntó al guardián:
—¿Cómo se llaman estos
tres?
—Steinbock, Ibbieta y
Mirbal, dijo el guardián.
El comandante se puso
los anteojos y miró en la lista:
—Steinbock… Steinbock…
Aquí está. Usted está condenado a muerte. Será fusilado mañana a la mañana.
Miró de nuevo:
—Los otros dos también
—dijo.
—No es posible —dijo
Juan—. Yo no.
El comandante le miró
con aire asombrado.
—¿Cómo se llama usted?
—Juan Mirbal.
—Pues bueno, su nombre
está aquí —dijo el comandante—, usted está condenado.
—Yo no he hecho nada
—dijo Juan.
El comandante se
encogió de hombros y se volvió hacia Tom y hacia mí.
—¿Ustedes son vascos?
—Ninguno es vasco.
Tomó un aire irritado.
—Me dijeron que había
tres vascos. No voy a perder el tiempo corriendo tras ellos. Entonces,
naturalmente, ¿ustedes no quieren sacerdote?
No respondimos nada.
Dijo:
—En seguida vendrá un
médico belga. Tiene autorización para pasar la noche con ustedes.
Hizo el saludo militar
y salió.
—Que te dije —exclamó
Tom—, estamos listos.
—Sí —dije—, es estúpido
por el chico.
Decía esto por ser
justo, pero no me gustaba el chico. Tenía un rostro demasiado fino y el miedo y
el sufrimiento lo habían desfigurado, habían torcido todos sus rasgos. Tres
días antes era un chicuelo de tipo delicado, eso puede agradar; pero ahora
tenía el aire de una vieja alcahueta y pensé que nunca más volvería a ser
joven, aun cuando lo pusieran en libertad. No hubiera estado mal tener un poco de
piedad para ofrecerle, pero la piedad me disgusta; más bien me daba horror. No
había dicho nada más pero se había vuelto gris: su rostro y sus manos eran
grises. Se volvió a sentar y miró el suelo con ojos muy abiertos. Tom era un
alma buena, quiso tomarlo del brazo, pero el pequeño se soltó violentamente
haciendo una mueca.
—Déjalo —dije en voz
baja—, bien ves que va a ponerse a chillar.
Tom obedeció a
disgusto; hubiera querido consolar al chico; eso le hubiera ocupado y no habría
estado tentado de pensar en sí mismo. Pero eso me irritaba. Yo no había pensado
nunca en la muerte porque no se me había presentado la ocasión, pero ahora la
ocasión estaba aquí y no había más remedio que pensar en ella.
Tom se puso a hablar;
—¿Has reventado algunos
tipos? —me preguntó.
No contesté. Comenzó a
explicarme que él había reventado seis desde el comienzo del mes de agosto; no
se daba cuenta de la situación, y vi claramente que no quería darse cuenta. Yo
mismo no lo lograba completamente todavía; me preguntaba si se sufriría mucho,
pensaba en las balas, imaginaba su ardiente granizo a través de mi cuerpo. Todo
esto estaba fuera de la verdadera cuestión; estaba tranquilo, teníamos toda la
noche para comprender. Al cabo de un momento Tom dejó de hablar y le miré de
reojo; vi que él también se había vuelto gris y que tenía un aire miserable, me
dije: “empezamos”. Era casi de noche, una luz suave se filtraba a través de los
respiraderos y el montón de carbón formaba una gran mancha bajo el cielo; por
el agujero del techo veía ya una estrella, la noche sería pura y helada.
Se abrió la puerta y
entraron dos guardianes. Iban seguidos por un hombre rubio que llevaba un
uniforme castaño claro. Nos saludó:
—Soy médico —dijo—.
Tengo autorización para asistirlos en estas penosas circunstancias.
Tenía una voz agradable
y distinguida. Le dije:
—¿Qué viene a hacer
aquí?
—Me pongo a disposición
de ustedes. Haré todo lo posible para que estas horas les sean menos pesadas.
—¿Por qué ha venido con
nosotros? Hay otros tipos, el hospital está lleno.
—Me han mandado aquí
—respondió con aire vago.
—¡Ah! ¿Les agradaría
fumar, eh? —agregó precipitadamente—. Tengo cigarrillos y hasta cigarros.
Nos ofreció cigarrillos
ingleses y algunos puros, pero rehusamos. Yo le miraba en los ojos y pareció
molesto. Le dije:
—Usted no viene aquí
por compasión. Por lo demás lo conozco, le vi con algunos fascistas en el patio
del cuartel, el día en que me arrestaron.
Iba a continuar, pero
de pronto me ocurrió algo que me sorprendió: la presencia de ese médico cesó
bruscamente de interesarme. Generalmente cuando me encaro con un hombre no lo
dejo más. Y sin embargo, me abandonó el deseo de hablar; me encogí de hombros y
desvié los ojos. Algo más tarde levanté la cabeza: me observaba con aire de
curiosidad. Los guardianes se habían sentado sobre un jergón. Pedro, alto y
delgado, volvía los pulgares, el otro agitaba de vez en cuando la cabeza para
evitar dormirse.
¿Quiere luz? —dijo de
pronto Pedro al médico. El otro hizo que “sí” con la cabeza: pensé que no tenía
más inteligencia que un leño, pero que sin duda no era ruin. Al mirar sus
grandes ojos azules y fríos, me pareció que pecaba sobre todo por falta de
imaginación. Pedro salió y volvió con una lámpara de petróleo que colocó sobre un
rincón del banco. Iluminaba mal, pero era mejor que nada: la víspera nos habían
dejado a oscuras. Miré durante un buen rato el redondel de luz que la lámpara
hacía en el techo. Estaba fascinado. Luego, bruscamente, me desperté, se borró
el redondel de luz y me sentí aplastado bajo un puño enorme. No era el
pensamiento de la muerte ni el temor: era lo anónimo. Los pómulos me ardían y
me dolía el cráneo.
Me sacudí y miré a mis
dos compañeros. Tom tenía hundida la cabeza entre las manos; yo veía solamente
su nuca gruesa y blanca. El pequeño Juan era por cierto el que estaba peor,
tenía la boca abierta y su nariz temblaba. El médico se aproximó a él y le puso
la mano sobre el hombro como para reconfortarlo; pero sus ojos permanecían
fríos. Luego vi la mano del belga descender solapadamente a lo largo del brazo
de Juan hasta la muñeca. Juan se dejaba hacer con indiferencia. El belga le
tomó la muñeca con tres dedos, con aire distraído; al mismo tiempo retrocedió
algo y se las arregló para darme la espalda. Pero yo me incliné hacia atrás y
le vi sacar su reloj y contemplarlo un momento sin dejar la muñeca del chico.
Al cabo de un momento dejó caer la mano inerte y fue a apoyarse en el muro,
luego, como si se acordara de pronto de algo muy importante que era necesario
anotar de inmediato tomó una libreta de su bolsillo y escribió en ella algunas
líneas: “El puerco —pensé con cólera—, que no venga a tomarme el pulso, le
hundiré el puño en su sucia boca.”
No vino pero sentí que
me miraba. Me dijo con voz impersonal:
—¿No le parece que aquí
se tirita?
Parecía tener frío;
estaba violeta.
—No tengo frío —le
contesté
No dejaba de mirarme,
con mirada dura. Comprendí bruscamente y me llevé las manos a la cara; estaba
empapado en sudor. En ese sótano, en pleno invierno, en plena corriente de
aire, sudaba. Me pasé las manos por los cabellos que estaban cubiertos de
transpiración; me apercibí al mismo tiempo de que mi camisa estaba húmeda y
pegada a mi piel: yo chorreaba sudor desde hacía por lo menos una hora y no
había sentido nada. Pero eso no había escapado al cochino del belga; había
visto rodar las gotas por mis mejillas y había pensado: es la manifestación de
un estado de terror casi patológico; y se había sentido normal y orgulloso de
serlo porque tenía frío. Quise levantarme para ir a romperle la cara, pero
apenas había esbozado un gesto, cuando mi vergüenza y mi cólera desaparecieron;
volví a caer sobre el banco con indiferencia.
Me contenté con
frotarme el cuello con mi pañuelo, porque ahora sentía el sudor que me goteaba
de los cabellos sobre la nuca y era desagradable. Por lo demás, bien pronto
renuncié a frotarme, era inútil: mi pañuelo estaba ya como para retorcerlo y yo
seguía sudando. Sudaba también en las nalgas y mi pantalón húmedo se adhería al
banco.
De pronto, habló el
pequeño Juan.
—¿Usted es médico?
—Sí —dijo el belga.
—¿Es que se sufre…
mucho tiempo?
—¡Oh! ¿Cuándo…? Nada de
eso —dijo el belga con voz paternal—, termina rápidamente.
Tenía aire de
tranquilizar a un enfermo de consultorio.
—Pero yo… me habían
dicho… que a veces se necesitan dos descargas.
Algunas veces —dijo el
belga agachando la cabeza—. Puede ocurrir que la primera descarga no interese
ninguno de los órganos vitales.
—¿Entonces es necesario
que vuelvan a cargar los fusiles y que apunten de nuevo?
Reflexionó y agregó con
voz enronquecida:
—¡Eso lleva tiempo!
Tenía un miedo
espantoso de sufrir, no pensaba sino en eso; propio de su edad. Yo no pensaba
mucho en eso y no era el miedo de sufrir lo que me hacía transpirar.
Me levanté y caminé
hasta el montón de carbón.
Tom se sobresaltó y me
lanzó una mirada rencorosa: se irritaba porque mis zapatos crujían. Me pregunté
si tendría el rostro tan terroso como él: vi que también sudaba. El cielo
estaba soberbio, ninguna luz se deslizaba en ese sombrío rincón y no tenía más
que levantar la cabeza para ver la Osa Mayor. Pero ya no era como antes; la
víspera, en mi calabozo del arzobispado, podía ver un gran pedazo de cielo y
cada hora del día me traía un recuerdo distinto. A la mañana, cuando el cielo
era de un azul duro y ligero pensaba en algunas playas del borde del Atlántico;
a mediodía veía el sol y me acordaba de un bar de Sevilla donde bebía
manzanilla comiendo anchoas y aceitunas; a mediodía quedaba en la sombra y
pensaba en la sombra profunda que se extiende en la mitad de las arenas
mientras la otra mitad centellea al sol; era verdaderamente penoso ver
reflejarse así toda la tierra en el cielo. Pero al presente podía mirar para
arriba tanto como quisiera, el cielo no me evocaba nada. Preferí esto. Volví a
sentarme cerca de Tom. Pasó largo rato.
Tom se puso a hablar en
voz baja. Necesitaba siempre hablar, sin ello no reconocía sus pensamientos.
Pienso que se dirigía a mí, pero no me miraba. Sin duda tenía miedo de verme
como estaba, gris y sudoroso: éramos semejantes y peores que espejos el uno
para el otro. Miraba al belga, el viviente.
—¿Comprendes tú?
—decía—. En cuanto a mí, no comprendo.
Me puse también a
hablar en voz baja. Miraba al belga.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que
hay?
—Nos va a ocurrir algo
que yo no puedo comprender.
Había alrededor de Tom
un olor terrible. Me pareció que era más sensible que antes a los olores. Dije
irónicamente:
—Comprenderás dentro de
un momento.
—Esto no está claro
—dijo con aire obstinado—. Quiero tener, valor, pero es necesario al menos que
sepa… Escucha, nos van a llevar al patio. Bueno. Los tipos van a alinearse
delante de nosotros. ¿Cuántos serán?
—No sé. Cinco u ocho.
No más.
—Vamos. Serán ocho. Les
gritarán: ¡Apunten! Y veré los ocho fusiles asestados contra mí. Pienso que
querré meterme en el muro. Empujaré el muro con la espalda, con todas mis
fuerzas, y el muro resistirá como en las pesadillas. Todo esto puedo
imaginármelo. ¡Ah! ¡Si supieras cómo puedo imaginármelo!
—¡Vaya! —le dije—, yo
también me lo imagino.
—Eso debe producir un
dolor de perros. Sabes que tiran a los ojos y a la boca para desfigurar —agregó
malignamente—. Ya siento las heridas, desde hace una hora siento dolores en la
cabeza y en el cuello. No verdaderos dolores; es peor: son los dolores que
sentiré mañana a la mañana. Pero, ¿después?
Yo comprendía muy bien
lo que quería decir, pero no quería demostrarlo. En cuanto a los dolores yo
también los llevaba en mi cuerpo como una multitud de pequeñas cuchilladas. No
podía hacer nada, pero estando como él, no le daba importancia.
—Después —dije
rudamente—, te tragarás la lengua.
Se puso a hablar
consigo mismo: no sacaba los ojos del belga. Éste no parecía escuchar. Yo sabía
lo que había venido a hacer; lo que pensábamos no le interesaba; había venido a
mirar nuestros cuerpos, cuerpos que agonizaban en plena salud.
—Es como en las
pesadillas —decía Tom— Se puede pensar en cualquier cosa, se tiene todo el
tiempo la impresión de que es así, de que se va a comprender y luego se
desliza, se escapa y vuelve a caer. Me digo: después no hay nada más. Pero no
comprendo lo que quiero decir. Hay momentos en que casi llego… y luego vuelvo a
caer, recomienzo a pensar en los dolores, en las balas, en las detonaciones.
Soy materialista, te lo juro, no estoy loco, pero hay algo que no marcha. Veo
mi cadáver: eso no es difícil, pero no soy yo quien lo ve con mis ojos. Es
necesario que llegue a pensar… que no veré nada más, que no escucharé nada más
y que el mundo continuará para los otros. No estamos hechos para pensar en eso,
Pablo. Puedes creerme: me ha ocurrido ya velar toda una noche esperando algo.
Pero esto, esto no se parece a nada; esto nos cogerá por la espalda, Pablo, y
no habremos podido prepararnos para ello.
—Valor —dije—. ¿Quieres
que llame un confesor?
No respondió. Ya había
notado que tenía tendencia a hacer el profeta, y a llamarme Pablo hablando con
una voz blanca. Eso no me gustaba mucho; pero parece que todos los irlandeses
son así. Tuve la vaga impresión de que olía a orina. En el fondo no tenía mucha
simpatía por Tom, y no veía por qué, por el hecho de que íbamos a morir juntos,
debía sentirla en adelante. Había algunos tipos con los que la cosa hubiera
sido diferente. Con Ramón Gris, por ejemplo. Pero entre Tom y Juan me sentía
solo. Por lo demás prefería esto, con Ramón tal vez me hubiera enternecido.
Pero me sentía terriblemente duro en ese momento, y quería conservarme duro.
Continuó masticando las
palabras con una especie de distracción. Hablaba seguramente para impedirse
pensar. Olía de lleno a orina como los viejos prostáticos. Naturalmente, era de
su parecer; todo lo que decía, yo hubiera podido decirlo: no es natural morir.
Y luego desde que iba a morir nada me parecía natural, ni ese montón de carbón,
ni el banco, ni la sucia boca de Pedro. Sólo que me disgustaba pensar las
mismas cosas que Tom. Y sabía bien que a lo largo de toda la noche, dentro de
cinco minutos continuaríamos pensando las mismas cosas al mismo tiempo, sudando
y estremeciéndonos al mismo tiempo. Le miraba de reojo, y, por primera vez me
pareció desconocido; llevaba la muerte en el rostro. Estaba herido en mi
orgullo: durante veinticuatro horas había vivido al lado de Tom, le había
escuchado le había hablado y sabía que no teníamos nada en común. Y ahora nos
parecíamos como dos hermanos gemelos, simplemente porque íbamos a reventar
juntos.
Tom me tomó la mano sin
mirarme:
—Pablo, me pregunto… me
pregunto si es verdad que uno queda aniquilado.
Desprendí mi mano, y le
dije:
—Mira entre tus pies,
cochino.
Había un charco entre
sus pies y algunas gotas caían de su pantalón.
—¿Qué es eso? —dijo con
turbación.
—Te orinas en el
calzoncillo.
—No es verdad —dijo furioso—,
no me orino. No siento nada.
El belga se aproximó y
preguntó con falsa solicitud:
—¿Se siente usted mal?
Tom no respondió. El
belga miró el charco sin decir nada.
—No sé qué será —dijo
Tom con tono huraño—. Pero no tengo miedo. Les juro que no tengo miedo.
El belga no contestó.
Tom se levantó y fue a orinar en un rincón Volvió abotonándose la bragueta, se
sentó y no dijo una palabra. El belga tomaba algunas notas.
Los tres le miramos
porque estaba vivo Tenía los gestos de un vivo, las preocupaciones de un vivo;
tiritaba en ese sótano como debían tiritar los vivientes; tenía un cuerpo bien
nutrido que le obedecía. Nosotros casi no sentíamos nuestros cuerpos —en todo
caso no de la misma manera. Yo tenía ganas de tantear mi pantalón entre las
piernas, pero no me atrevía; miraba al belga arqueado sobre sus piernas, dueño
de sus músculos— y que podía pensar en el mañana. Nosotros estábamos allí, tres
sombras privadas de sangre; lo mirábamos y chupábamos su vida como vampiros.
Terminó por aproximarse
al pequeño Juan. ¿Quiso tantearle la nuca por algún motivo profesional o bien
obedeció a un impulso caritativo? Si obró por caridad fue la sola y única vez
que lo hizo en toda la noche. Acarició el cráneo y el cuello del pequeño Juan.
El chico se dejaba hacer, sin sacarle los ojos de encima; luego, de pronto, le
tomó la mano y la miró de modo extraño. Mantenía la mano del belga entre las
dos suyas, y no tenían nada de agradable esas dos pinzas grises que estrechaban
aquella mano gruesa y rojiza. Yo sospechaba lo que iba a ocurrir y Tom debía
sospecharlo también; pero el belga no sospechaba nada y sonreía paternalmente.
Al cabo de un rato el chico llevó la gruesa pata gorda a su boca y quiso
morderla. El belga se desasió vivamente y retrocedió hasta el muro titubeando.
Nos miró con horror durante un segundo, de pronto debió comprender que no
éramos hombres como él. Me eché a reír, y uno de los guardianes se sobresaltó.
El otro se había dormido, sus ojos, muy abiertos, estaban blancos.
Me sentía a la vez
cansado y sobrexcitado. No quería pensar más en lo que ocurriría al alba, en la
muerte. Aquello no venía bien con nada, sólo encontraba algunas palabras y el
vacío. Pero en cuanto trataba de pensar en otra cosa, veía asestados contra mí
caños de fusiles. Quizás veinte veces seguidas viví mi ejecución; hasta una vez
creí que era real: debí de adormecerme durante un minuto. Me llevaban hasta el
muro y yo me debatía, les pedía perdón. Me desperté con sobresalto y miré al
belga; temí haber gritado durante mi sueño. Pero se alisaba el bigote, nada
había notado. Si hubiera querido creo que hubiera podido dormir un momento:
hacía cuarenta y ocho horas que velaba; estaba agotado. Pero no deseaba perder
dos horas de vida: vendrían a despertarme al alba, les seguiría atontado de sueño
y reventaría sin hacer ni “uf”; no quería eso, no quería morir como una bestia,
quería comprender. Temía además sufrir pesadillas. Me levanté, me puse a pasear
de arriba abajo y para cambiar de idea me puse a pensar en mi vida pasada.
Acudieron a mí, mezclados, una multitud de recuerdos. Había entre ellos buenos
y malos —o al menos así los llamaba yo antes—. Había rostros e historias. Volví
a ver la cara de un pequeño novillero que se había dejado cornear en Valencia,
la de uno de mis tíos, la de Ramón Gris. Recordaba algunas historias: cómo
había estado desocupado durante tres meses en 1926, cómo casi había reventado
de hambre. Me acordé de una noche que pasé en un banco de Granada: no había
comido hacía tres días, estaba rabioso, no quería reventar. Eso me hizo
sonreír. Con qué violencia corría tras de la felicidad, tras de las mujeres,
tras de la libertad. ¿Para qué? Quise libertar a España, admiraba a Pi y
Margall, me adherí al movimiento anarquista, hablé en reuniones públicas:
tomaba todo en serio como si fuera inmortal.
Tuve en ese momento la
impresión de que tenía toda mi vida ante mí y pensé: “Es una maldita mentira”.
Nada valía puesto que terminaba. Me pregunté cómo había podido pascar,
divertirme con las muchachas: no hubiera movido ni el dedo meñique si hubiera
podido imaginar que moriría así. Mi vida estaba ante mí terminada, cerrada como
un saco y, sin embargo, todo lo que había en ella estaba inconcluso. Intenté
durante un momento juzgarla. Hubiera querido decirme: es una bella vida. Pero no
se podía emitir juicio sobre ella, era un esbozo; había gastado mi tiempo en
trazar algunos rasgos para la eternidad, no había comprendido nada. Casi no lo
lamentaba: había un montón de cosas que hubiera podido añorar, el gusto de la
manzanilla o bien los baños que tomaba en verano en una pequeña caleta cerca de
Cádiz; pero la muerte privaba a todo de su encanto.
El belga tuvo de pronto
una gran idea.
—Amigos míos —dijo—,
puedo encargarme, si la administración militar consiente en ello, de llevar una
palabra, un recuerdo a las personas que ustedes quieran.
Tom gruñó:
—No tengo a nadie.
Yo no respondí nada.
Tom esperó un momento, luego me preguntó con curiosidad.
—¿No tienes nada que
decir a Concha?
—No.
Detestaba esa tierna
complicidad: era culpa mía, la noche precedente había hablado de Concha,
hubiera debido contenerme. Estaba con ella desde hacía un año. La víspera me
hubiera todavía cortado un brazo a hachazos para volver a verla cinco minutos.
Por eso hablé de ella, era más fuerte que yo. Ahora no deseaba volver a verla,
no tenía nada más que decirle. Ni siquiera hubiera querido abrazarla: mi cuerpo
me horrorizaba porque se había vuelto gris y sudaba, y no estaba seguro de no
tener también horror del suyo. Cuando sepa mi muerte Concha llorará; durante algunos
meses no sentirá ya gusto por la vida. Pero en cualquier forma era yo quien iba
a morir. Pensé en sus ojos bellos y tiernos. Cuando me miraba, algo pasaba de
ella a mí. Pensé que eso había terminado: si me miraba ahora su mirada
permanecería en sus ojos, no llegaría hasta mí. Estaba solo.
Tom también estaba
solo, pero no de la misma manera. Se había sentado a horcajadas y se había
puesto a mirar el banco con una especie de sonrisa, parecía asombrado. Avanzó
la mano y tocó la madera con precaución, como si hubiera temido romper algo,
retiró en seguida vivamente la mano y se estremeció. Si hubiera sido Tom no me
hubiera divertido en tocar el banco; era todavía comedia irlandesa, pero
encontraba también que los objetos tenían un aire raro; eran más borrosos,
menos densos que de costumbre. Bastaba que mirara el banco, la lámpara, el
montón de carbón, para sentir que iba a morir. Naturalmente no podía pensar con
claridad en mi muerte, pero la veía en todas partes, en las cosas, en la manera
en que las cosas habían retrocedido y se mantenían a distancia, discretamente,
como gente que habla bajo a la cabecera de un moribundo. Era su muerte lo que
Tom acababa de tocar sobre el banco.
En el estado en que me
hallaba, si hubieran venido a anunciarme que podía volver tranquilamente a mi
casa, que se me dejaba salvar la vida, eso me hubiera dejado frío. No tenía más
a nadie, en cierto sentido estaba tranquilo. Pero era una calma horrible, a
causa de mi cuerpo: mi cuerpo, yo veía con sus ojos, escuchaba con sus oídos,
pero no era mío; sudaba y temblaba solo y yo no lo reconocía. Estaba obligado a
tocarlo y a mirarlo para saber lo que hacía como si hubiera sido el cuerpo de
otro. Por momentos todavía lo sentía, sentía algunos deslizamientos, especies
de vuelcos, como cuando un avión entra en picada, o bien sentía latir mi
corazón. Pero esto no me tranquilizaba: todo lo que venía de mi cuerpo tenía un
aire suciamente sospechoso. La mayoría del tiempo se callaba, se mantenía
quieto y no sentía nada más que una especie de pesadez, una presencia inmunda
pegada a mí. Tenía la impresión de estar ligado a un gusano enorme. En un
momento dado tanteé mi pantalón y sentí que estaba húmedo, no sabía si estaba
mojado con sudor o con orina, pero por precaución fui a orinar sobre el montón
de carbón.
El belga sacó su reloj
y lo miró. Dijo:
—Son las tres y media.
¡Puerco! Debió de
hacerlo expresamente Tom saltó en el aire, todavía no nos habíamos dado cuenta
de que corría el tiempo; la noche nos rodeaba como una masa informe y sombría,
ya no me acordaba cuándo había comenzado.
El pequeño Juan se puso
a gritar. Se retorcía las manos, suplicaba:
—¡No quiero morir, no
quiero morir!
Corrió por todo el
sótano levantando los brazos en el aire, después se abatió sobre uno de los
jergones y sollozó. Tom le miraba con ojos pesados y ni aun tenía deseos de
consolarlo. En realidad no valía la pena; el chico hacía más ruido que
nosotros, pero estaba menos grave: era como un enfermo que se defiende de su
mal por medio de la fiebre. Cuando ni siquiera hay fiebre, es más grave.
Lloraba. Vi
perfectamente que tenía lástima de sí mismo; no pensaba en la muerte. Un
segundo, un solo segundo, tuve también deseos de llorar, de llorar de piedad
sobre mí mismo. Pero lo que ocurrió fue lo contrario: arrojé una mirada sobre
el pequeño, vi su delgada espalda sollozante y me sentí inhumano: no pude tener
piedad ni de los otros ni de mí mismo. Me dije: “Quiero morir valientemente”.
Tom se levantó, se puso
justo debajo de la abertura redonda y se puso a esperar el día. Pero, por
encima de todo, desde que el médico nos había dicho la hora, yo sentía el
tiempo que huía, que corría gota a gota.
Era todavía oscuro
cuando escuché la voz de Tom:
—¿Los oyes?
—Sí.
Algunos tipos marchaban
por el patio.
—¿Qué vienen a jorobar?
Sin embargo no pueden tirar de noche.
Al cabo de un momento
no escuchamos nada más. Dije a Tom:
—Ahí está el día.
Pedro se levantó
bostezando y fue a apagar la lámpara. Dijo a su compañero:
-—Un frío de perros.
El sótano estaba
totalmente gris. Escuchamos detonaciones lejanas.
—Ya empiezan —dije a
Tom—, deben hacer eso en el patio de atrás.
Tom pidió al médico que
le diera un cigarrillo. Pero yo no quise; no quería cigarrillos ni alcohol. A
partir de ese momento no cesaron los disparos.
—¿Te das cuenta? —dijo
Tom.
Quería agregar algo
pero se calló; miraba la puerta. La puerta se abrió y entró un subteniente con
cuatro soldados. Tom dejó caer su cigarrillo.
—¿Steinbock?
Tom no respondió. Fue
Pedro quien lo designó.
—¿Juan Mirbal?
—Es ese que está sobre
el jergón.
—Levántese —dijo el
subteniente.
Juan no se movió. Dos
soldados lo tomaron por las axilas y lo pararon. Pero en cuanto lo dejaron
volvió a caer.
Los soldados dudaban.
—No es el primero que
se siente mal —dijo el subteniente—; no tienen más que llevarlo entre los dos,
ya se arreglarán allá.
Se volvió hacia Tom:
—Vamos, venga.
Tom salió entre dos
soldados. Otros dos le seguían, llevaban al chico por las axilas y por las corvas.
Cuando quise salir el subteniente me detuvo:
—¿Usted es Ibbieta?
—Sí.
—Espere aquí, vendrán a
buscarlo en seguida.
Salieron. El belga y
los dos carceleros salieron también; quedé solo. No comprendía lo que ocurría,
pero hubiera preferido que terminaran en seguida. Escuchaba las salvas a
intervalos casi regulares; me estremecía a cada una de ellas. Tenía ganas de
aullar y de arrancarme los cabellos. Pero apretaba los dientes y hundía las
manos en los bolsillos porque quería permanecer tranquilo.
Al cabo de una hora
vinieron a buscarme y me condujeron al primer piso a una pequeña pieza que olía
a cigarro y cuyo olor me pareció sofocante. Había allí dos oficiales que
fumaban sentados en unos sillones, con algunos papeles sobre las rodillas.
—¿Te llamas Ibbieta?
—Sí.
—¿Dónde está Ramón
Gris?
—No lo sé.
El que me interrogaba
era bajo y grueso. Tenía ojos duros detrás de los anteojos. Me dijo:
—Aproxímate.
Me aproximé. Se levantó
y me tomó por los brazos mirándome con un aire como para hundirme bajo tierra. Al
mismo tiempo me apretaba los bíceps con todas sus fuerzas. No lo hacía para
hacerme mal, era su gran recurso: quería dominarme. Juzgaba necesario también
enviarme su aliento podrido en plena cara. Quedamos un momento así; me daban
más bien deseos de reír. Era necesario mucho más para intimidar a un hombre que
iba a morir: eso no tenía importancia. Me rechazó violentamente y se sentó.
Dijo:
—Es tu vida contra la
suya. Se te perdona la vida si nos dices dónde está.
Estos dos tipos
adornados con sus látigos y sus botas, eran también hombres que iban a morir.
Un poco más tarde que yo, pero no mucho más. Se ocupaban de buscar nombres en
sus papeluchos, corrían detrás de otros hombres para aprisionarlos o
suprimirlos; tenían opiniones sobre el porvenir de España y sobre otros temas.
Sus pequeñas actividades me parecieron chocantes y burlescas; no conseguía
ponerme en su lugar, me parecía que estaban locos.
El gordo bajito me
miraba siempre azotando sus botas con su látigo. Todos sus gestos estaban
calculados para darle el aspecto de una bestia viva y feroz.
—¿Entonces?
¿Comprendido?
—No sé dónde está Gris
—contesté—, creía que estaba en Madrid.
El otro oficial levantó
con indolencia su mano pálida. Esta indolencia también era calculada. Veía
todos sus pequeños manejos y estaba asombrado de que se encontraran hombres que
se divirtieran con eso.
—Tienes un cuarto de
hora para reflexionar —dijo lentamente—. Llévenlo a la ropería, lo traen dentro
de un cuarto de hora. Si persiste en negar se le ejecutará de inmediato.
Sabían lo que hacían:
había pasado la noche esperando; después me hicieron esperar todavía una hora
en el sótano, mientras fusilaban a Tom y a Juan y ahora me encerraban en la
ropería; habían debido preparar el golpe desde la víspera. Se dirían que a la larga
se gastan los nervios y esperaban llevarme a eso.
Se engañaban. En la
ropería me senté sobre un escabel porque me sentía muy débil y me puse a
reflexionar. Pero no en su proposición. Naturalmente que sabía dónde estaba
Gris; se ocultaba en casa de unos primos a cuatro kilómetros de la ciudad.
Sabía también que no revelaría su escondrijo, salvo si me torturaban (pero no
parecían ni soñar en ello). Todo esto estaba perfectamente en regla, definitivo
y de ningún modo me interesaba. Sólo hubiera querido comprender las razones de
mi conducta. Prefería reventar antes que entregar a Gris. ¿Por qué? No quería
ya a Ramón Gris. Mi amistad por él había muerto un poco antes del alba al mismo
tiempo que mi amor por Concha, al mismo tiempo que mi deseo de vivir. Sin duda
le seguía estimando: era fuerte. Pero ésa no era una razón para que aceptara
morir en su lugar; su vida no tenía más valor que la mía; ninguna vida tenía
valor. Se iba a colocar a un hombre contra un muro y a tirar sobre él hasta que
reventara: que fuera yo o Gris u otro era igual. Sabía bien que era más útil
que yo a la causa de España, pero yo me cagaba en España y en la anarquía: nada
tenía ya importancia. Y sin embargo yo estaba allí, podía salvar mi pellejo
entregando a Gris y me negaba a hacerlo. Encontraba eso bastante cómico: era
obstinación. Pensaba: “Hay que ser testarudo”. Y una extraña alegría me
invadía.
Vinieron a buscarme y
me llevaron ante los dos oficiales. Una rata huyó bajo nuestros pies y eso me
divirtió. Me volví hacia uno de los falangistas y le dije:
—¿Vio la rata?
No me respondió. Estaba
sombrío, se tomaba en serio. Tenía ganas de reír, pero me contenía temiendo no
poder detenerme si comenzaba. El falangista llevaba bigote. Todavía le dije:
—Tendrían que cortarte
los bigotes, perro.
Encontré extraño que
dejara durante su vida que el pelo le invadiera la cara. Me dio un puntapié,
sin gran convicción, y me callé.
—Bueno —dijo el oficial
gordo— ¿reflexionaste?
Los miraba con
curiosidad como a insectos de una especie muy rara. Les dije:
—Sé donde está. Está
escondido en el cementerio. En una cripta o en la cabaña del sepulturero.
Era para hacerles una
jugarreta. Quería verles levantarse, apretarse los cinturones y dar órdenes con
aire agitado.
Pegaron un salto:
—Vamos allá. Moles,
vaya a pedir quince hombres al subteniente López. En cuanto a ti —me dijo el
gordo bajito—, si has dicho la verdad, no tengo más que una palabra. Pero lo
pagarás muy caro si te has burlado de nosotros.
Partieron con mucho
ruido y esperé apaciblemente bajo la guardia de los falangistas. Sonreía de
tiempo en tiempo pensando en la cara que iban a poner. Me sentía embrutecido y
malicioso. Los imaginaba levantando las piedras de las tumbas, abriendo una a
una las puertas de las criptas. Me representaba la situación como si hubiera
sido otro, ese prisionero obstinado en hacer el héroe, esos graves falangistas
con sus bigotes y sus hombres uniformados que corrían entre las tumbas: era de
un efecto cómico irresistible.
Al cabo de una media
hora el gordo bajito volvió solo. Pensé que venía a dar la orden de ejecutarme.
Los otros debían de haberse quedado en el cementerio:
El oficial me miró. No
parecía molesto en absoluto.
—Llévenlo al patio
grande con los otros —dijo—. Cuando terminen las operaciones militares un
tribunal ordinario decidirá de su suerte.
Creí no haber comprendido.
Le pregunté:
—Entonces, ¿no me… no
me fusilarán?
—Por ahora no. Después,
no me concierne.
Yo seguía sin
comprender. Le dije:
—Pero, ¿por qué?
Se encogió de hombros
sin contestar y los soldados me llevaron. En el patio grande había un centenar
de prisioneros, mujeres, niños y algunos viejos. Me puse a dar vueltas
alrededor del césped central, estaba atontado. Al mediodía nos dieron de comer
en el refectorio. Dos o tres tipos me interpelaron. Debía de conocerlos pero no
les contesté: no sabía ni dónde estaba.
Al anochecer echaron al
patio una docena de nuevos prisioneros. Reconocí al panadero García. Me dijo:
—¡Maldito suertudo! No
creí volver a verte vivo.
—Me condenaron a muerte
—dije—, y luego cambiaron de idea. No sé por qué.
—Me arrestaron hace dos
horas, dijo García.
—¿Por qué?
García no se ocupaba de
política.
—No sé —dijo—, arrestan
a todos los que no piensan como ellos.
Bajó la voz:
—Lo agarraron a Gris.
Yo me eché a temblar:
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Había
hecho una idiotez. Dejó a su primo el martes porque tuvieron algunas palabras.
No faltaban tipos que lo querían ocultar, pero no quería deber nada a nadie.
Dijo: “Me hubiera escondido en casa de Ibbieta pero, puesto que lo han tomado,
iré a esconderme en el cementerio”.
—¿En el cementerio?
—Sí. Era idiota.
Naturalmente ellos pasaron por allí esta mañana. Tenía que suceder. Lo
encontraron en la cabaña del sepulturero. Les tiró y le liquidaron.
—¡En el cementerio!
Todo se puso a dar
vueltas y me encontré sentado en el suelo: me reía tan fuertemente que los ojos
se me llenaron de lágrimas.
Jean-Paul Charles
Aymard Sartre (París, Francia, 21 de junio de 1905 – París, Francia, 15 de abril de 1980), conocido
comúnmente como Jean-Paul Sartre, fue
un filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo y
crítico literario francés, exponente del existencialismo y del marxismo
humanista. Fue el décimo escritor francés seleccionado como Premio Nobel de Literatura, en 1964,
pero lo rechazó explicando en una carta a la Academia Sueca que él tenía por
regla rechazar todo reconocimiento o distinción y que los lazos entre el hombre
y la cultura debían desarrollarse directamente, sin pasar por las instituciones
establecidas del sistema. Fue pareja de la también filósofa Simone de Beauvoir. El corazón de su
filosofía era la preciosa noción de libertad y su sentido concomitante de la
responsabilidad personal. Insistió, en una entrevista pocos años antes de su
muerte, en que nunca había dejado de creer que «El hombre se hace a sí mismo»
Los padres de Sartre
fueron Jean-Baptiste Sartre, un oficial naval, y Anne-Marie Schweitzer, prima
de Albert Schweitzer. Su padre murió de fiebre cuando él tenía apenas
quince meses, y Anne-Marie lo crio con ayuda de sus padres, Louise Guillemin y
Charles Schweitzer, quien enseñaría matemáticas a Jean-Paul y le introduciría
desde muy joven a la literatura clásica.
La filosofía le atrajo
desde su adolescencia en los años veinte, cuando leyó Essai sur
les données immédiates de la conscience(Ensayo sobre los datos inmediatos
de la consciencia) de Henri Bergson. Tuvo influencias de Immanuel Kant, Georg
Wilhelm Friedrich Hegel, Søren Kierkegaard, Edmund Husserl, y Martin
Heidegger, entre otros.
Estudió en París en la
"elitista" École Normale Supérieure, de donde se graduó en 1929
con un Doctorado en Filosofía. Es durante sus estudios que conoció a Simone
de Beauvoir y a Raymond Aron. Sartre y de Beauvoir se volvieron
compañeros inseparables durante el resto de sus vidas.
Fue soldado conscripto
del Ejército Francés entre 1929 y 1931. Declaró
posteriormente en 1959, que cada francés era responsable colectivamente de los
crímenes durante la Guerra de Independencia de Argelia (que era una
colonia francesa).
En 1939 Sartre sirvió
como meteorólogo en el Ejército Francés durante la Segunda Guerra Mundial.
Fue capturado por tropas alemanas en 1940 en Padoux, cuando pasó 9 meses
como prisionero de guerra en Nancy y luego en Stalag XII-D,
en Tréveris, (en alemán Trier). No abandonó la filosofía durante ese
período y, según su testimonio, escribía a diario apuntes en una libreta que
conservó durante su vida en prisión.
En 1964 rechazó
el Premio Nobel de Literatura, alegando que su aceptación implicaría
perder su identidad de filósofo.
Su vida se caracterizó
por una actitud militante de la filosofía. Se solidarizó con los más
importantes acontecimientos de su época, como el Mayo Francés, la Revolución
Cultural China —en su etapa de acercamiento a los maoístas, al final
de su vida— y con la Revolución Cubana. A pesar de su abrumadora fama
mundial, Sartre mantuvo una vida sencilla, con pocas posesiones materiales y
activamente comprometido con varias causas hasta el final de su vida.
Falleció el 15 de abril
de 1980, a los 74 años de edad, en el hospital de Broussais tras una
enfermedad, que de hecho le apartó de la dirección de Libération años
antes. Fue enterrado el 20 de abril, rodeado de una inmensa multitud. Más de
20 000 personas acompañaron el féretro hasta el cementerio de
Montparnasse, en París, donde descansan sus restos.
En una primera etapa
desarrolló una filosofía existencialista, a la que corresponden obras
como El ser y la nada (1943) y El existencialismo es
un humanismo (1946). Desde que en 1945 fundó la revista Les
Temps Modernes se convirtió en uno de los principales teóricos de la
izquierda. En una segunda etapa se adscribió al marxismo, cuyo pensamiento
expresó en La crítica de la razón dialéctica (1960), aunque él
siempre consideró esta obra como una continuación de El ser y la nada.
Sartre considera que el
ser humano está "condenado a ser libre", es decir, arrojado a la
acción y responsable plenamente de su vida, sin excusas. Aunque admite algunos
condicionamientos (culturales, por ejemplo), no admite determinismos. Concibe
la existencia humana como existencia consciente. El ser del hombre se distingue
del ser de la cosa porque es consciente. La existencia humana es un fenómeno
subjetivo, en el sentido de que es conciencia del mundo y conciencia de sí (de
ahí lo subjetivo). Sartre se forma en la fenomenología de Husserl y en la
filosofía de Heidegger, de quien fue discípulo. Se observa aquí la influencia
que ejerce sobre Sartre el racionalismo cartesiano. En este punto se diferencia
de Heidegger, quien deja fuera de juego a la conciencia.
Si en Heidegger el
Dasein es un «ser-ahí», arrojado al mundo como «eyecto», para Sartre el humano
en cuanto «ser-para-sí» es un «pro-yecto», un ser que debe «hacerse».
El hombre es el único
que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se
concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia
la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el
primer principio del existencialismo.
El existencialismo es
humanismo
Consecuentemente para
Sartre en el ser humano «la existencia precede a la esencia», que explica con
un ejemplo: si un artesano quiere realizar una obra, primero «la» piensa, la
construye en su cabeza: esa prefiguración será la esencia de lo que se
construirá, que luego tendrá existencia. Los seres humanos no son el resultado
de un diseño inteligente y no tienen dentro de sí algo que los haga «malos por
naturaleza» o «tendientes al bien» —como diversas corrientes filosóficas y
políticas han creído—, y continua: «Nuestra esencia, aquello que nos definirá,
es lo que construiremos nosotros mismos mediante nuestros actos», éstos nos son
ineludibles: no actuar es un acto en sí mismo puesto que nuestra libertad no es
algo que pueda ser dejado de lado: ser es ser libres en situación, ser es
ser-para, ser como "proyecto".
Sobre la Libertad
Sartre sostuvo, con una
seguridad mancilladora, que somos absolutamente libres, pero también tenemos
una responsabilidad absoluta, sobre nosotros y sobre el mundo. Por eso dijo que
estamos condenados a ser libres. La libertad del sujeto, entonces, tiene que
ser ejercida con responsabilidad. El hombre como ser libre es su propio autor.
Por eso, la existencia del hombre precede a su esencia. Arguye, con una
brillantez de genio, que cuando el hombre nace, no tiene esencia, a saber, no
tiene significado, no hay concepto de sí mismo, y es, como lo explica muy
rigorosamente en su filosofía, la cual por esencia es compleja, el mismo que da
significado a su existencia. Muchos filósofos fueron inspirados por el
pensamiento de Sartre. Su filosofía, con un aspecto afín a la de Heidegger,
pero infinitamente original, desafió a la filosofía y a los filósofos. Fue
capaz, con un don único, de señalar con precisión los errores de las teorías
epistemológicas, las cuales se fanfarroneaban de ser esencialmente objetivas.
Se puede afirmar, y sin la gofa escama de equivocarse, que no puede concebirse,
aunque en nuestro tiempo pareciera que es posible, el mundo intelectual de hoy
sin la influencia, que tanto bien, según algunos, y tanto mal según otros, de
Sartre.
Relación con el comunismo
El periodo inicial de
la carrera de Sartre, definida por El ser y la nada (1943), fue seguido por un
segundo periodo de activismo político e intelectual. En particular, su trabajo
de 1948 Manos sucias examinaba el problema de ser un intelectual y participar
en la política al mismo tiempo. Nunca llegó a afiliarse al Partido Comunista
Francés (PCF), aunque fue simpatizante de la izquierda y desempeñó un papel
prominente en la lucha contra el colonialismo francés en Argelia. Se podría
decir que fue el simpatizante más notable de la guerra de liberación de
Argelia. Tenía una ayudante doméstica argelina, Arlette Elkaïm, a quien hizo
hija adoptiva en 1965. Se opuso a la guerra de Vietnam y, junto a Bertrand
Russell y otras luminarias, organizó un tribunal con el propósito de exhibir
los crímenes de guerra de los Estados Unidos. El tribunal se llamaba «Tribunal
Russell»
Agudamente crítico del
estalinismo, su pensamiento político atravesó varias etapas: desde los momentos
de Socialismo y Libertad, agrupación política de la resistencia francesa a la
ocupación alemana, cuando escribe un programa basado en Saint-Simon, Proudhon y
demás, cuando consideraba que el socialismo de Estado era contradictorio a la
libertad del individuo, hasta su brevísima adhesión al Partido Comunista
Francés, y su posterior acercamiento a los maoístas. Su principal trabajo en el
intento de comunión entre el existencialismo y el marxismo fue Crítica de la
razón dialéctica, publicado en 1960.
El énfasis de Sartre en
los valores humanistas de Marx y su resultante énfasis en el joven Marx lo
llevaron al famoso debate con el principal intelectual comunista en Francia de
los años sesenta, Louis Althusser, en el que este trató de redefinir el trabajo
de Marx en un periodo pre-marxista, con generalizaciones esencialistas sobre la
humanidad, y un periodo auténticamente marxista, más maduro y científico (a
partir del Grundrisse y El capital). Algunos dicen que este es el único debate
público que Sartre perdió en su vida, pero hasta la fecha sigue siendo un
evento controvertido en algunos círculos filosóficos de Francia.
Durante la guerra de
los Seis Días se opuso a la política de apoyo a los árabes, pregonada por los
partidos comunistas del mundo (excepto Rumanía). Y, junto con Pablo Picasso,
había organizado a 200 intelectuales franceses para oponerse al intento de
destrucción del estado de Israel, haciendo un llamado a fortalecer los sectores
antiimperialistas de ambas partes como única forma de llegar a una paz justa y
al socialismo. Sartre era un admirador del kibutz.
El existencialismo
sartreano
En el pensamiento de
Sartre, cabe destacar las siguientes ideas:
Conciencia
prerreflexiva y conciencia reflexiva: La conciencia
prerreflexiva es el mero hecho de percatarnos de algo, el tener conciencia de
algo, y la conciencia reflexiva (el ego cogito cartesiano), surge cuando me doy
cuenta de que me estoy percatando de algo.
El
ser-en-sí: Sartre rechaza el dualismo entre apariencia y
realidad y sostiene que la cosa es la totalidad de sus apariencias. Si quitamos
lo que en la cosa es debido a la conciencia, que le confiere la esencia que la
constituye en tal cosa y no en tal otra, en la cosa solo queda el ser-en-sí.
El
ser-para-sí: Si toda conciencia es conciencia del
ser tal como aparecer, la conciencia es distinta del ser (no ser o nada) y
surge de una negación del ser-en-sí. Por tanto, el para sí, separado del ser,
es radicalmente libre. El hombre es el no-ya-hecho, el que se hace a sí mismo.
El
ser-para-otro: Sartre defiende que mi yo revela la
indubitable presencia del otro en la relación en que el otro se me da no como
objeto sino como un sujeto (ser-para-otro).
Ateísmo
y valores: Para el filósofo, la existencia de Dios es
imposible, ya que el propio concepto de Dios es contradictorio, pues sería el
en-sí-para-sí logrado. Por tanto, si Dios no existe, no ha creado al hombre
según una idea que fije su esencia, por lo que el hombre se encuentra con su
radical libertad. Este ateísmo tiene una consecuencia ética: Sartre afirma que
los valores dependen enteramente del hombre y son creación suya.
Publicaciones
Durante las décadas de
1940 y 1950, las ideas de Sartre eran muy populares, y el existencialismo fue
la filosofía preferida de la generación beatnik en Europa y Estados Unidos. En
1948, la Iglesia católica listó todos los libros de Sartre en el Index Librorum
Prohibitorum. La mayoría de sus obras de teatro están llenas de símbolos que
sirven de instrumento para difundir su filosofía. La más famosa, Huis Clos (A
puerta cerrada), contiene la famosa frase: «L'enfer, c'est l´Autre» («El
infierno es el Otro»). El Otro —en francés tiene un alcance universal y casi
metafísico— como otredad, como alteridad radical.
Además del impacto de
La náusea, la mayor contribución literaria de Sartre fue su trilogía Los
caminos de la libertad (compuesta por tres libros: La edad de la razón, El
aplazamiento, y La muerte en el alma), que traza el impacto de los eventos de
la pre-guerra en sus ideas. Se trata de una aproximación más práctica y menos
teórica al existencialismo.
Sobresale también su
famoso ensayo sobre Gustave Flaubert: El idiota de la familia. Es un minucioso
y voluminoso texto relativo al autor de Madame Bovary, donde Sartre examina
cómo brota el deseo de escribir.
En 1964 Sartre escribió
una autobiografía denominada Les mots (Las palabras). Ese mismo año se le
concedió el Premio Nobel de Literatura, que declinó.
Psicoanálisis
existencial
Sartre rechazó durante
décadas la noción del Unbewußtsein («lo inconsciente»), particularmente la
planteada por Freud. Argumentaba que lo inconsciente era un criterio
«característico del irracionalismo alemán», y por tal motivo se oponía a una
psicología que se basara en un «irracionalismo».
De este modo es que
Sartre intentó un «psicoanálisis racionalista» al cual llamó «psicoanálisis
existencial», basándose en una total autocrítica del sujeto hasta
profundización que eliminara la «mala fe», que es un autoengaño (basado
principalmente en racionalizaciones) por las cuales el sujeto pretende
tranquilizarse, y al tratarse precisamente de «fe», el individuo cree
ciegamente en ellas sin cuestionarlas. Y argumenta: «Un ser humano adulto no
puede ni debe estar defendiendo sus defectos en hechos ocurridos durante su
infancia, eso es mala fe y falta de madurez».
Obras
Novelas
y relatos
La náusea (La nausée,
1938)
El muro (Le mur, 1939),
incluye:
El muro (Le mur)
La cámara (La chambre)
Eróstrato (Érostrate)
Intimidad (Intimité)
La infancia de un jefe
(L'enfance d'un chef)
Los caminos de la
libertad (Les chemins de la liberté, 1945-1949):
I: La edad de la razón
(L'âge de raison, 1945)
II: El aplazamiento (Le
sursis)
III: La muerte en el
alma (La mort dans l'âme, 1949)
La suerte está echada
(Les jeux sont faits) (1947)
Obras
teatrales
Barioná, el hijo del
trueno (Bariona, ou le fils du tonnerre, 1940) 8
Las moscas (Les
mouches, 1943)
A puerta cerrada (Huis
clos, 1944)
Muertos sin sepultura
(Morts sans sépulture, 1946)
La puta respetuosa (La
putain respectueuse, 1946)
Las manos sucias (Les
mains sales, 1948)
El diablo y Dios (Le
diable et le bon Dieu, 1951)
Kean (1954)
Nekrassov (1955)
Los secuestrados de
Altona (Le Sequestres d'Altona, 1959)
Les Troyennes (1965)
Ensayos
Situaciones
(Situations, 1947-1976):
Situaciones I: El hombre
y las cosas (1947)
Situaciones II: ¿Qué es
la literatura? (Qu'est-ce que la littérature?, 1948)
Situaciones III: La
República del silencio: estudios políticos y literarios (1949)
Situaciones IV:
Literatura y arte (1964)
Situaciones V:
Colonialismo y neocolonialismo (Colonialisme et néo-colonialisme, 1964)
Situaciones VI:
Problemas del marxismo 1 (Problèmes du marxisme I, 1964)
Situaciones VII:
Problemas del marxismo 2 (Problèmes du marxisme II, 1965)
Situaciones VIII: Alrededor
del 68 (Autour de 68, 1972)
Situaciones IX: El
escritor y su lenguaje y otros textos (1972)
Situaciones X:
Autorretrato a los setenta años (1976)
Obras
filosóficas
La imaginación (1936)
La trascendencia del
ego (1938)
Bosquejo de una teoría
de las emociones (1939)
Lo imaginario.
Psicología fenomenológica de la imaginación (L'imaginaire. Psychologie
phénoménologique de l'imagination, 1940)
El ser y la nada
(L´être et le néant, 1943)
El existencialismo es
un humanismo (1945 y 1949)
Crítica de la razón dialéctica
(Tomo I) (Critique de la raison dialectique, 1960)
Crítica
literaria
Baudelaire (1947)
San Genet: comediante y
mártir (Saint Genet comédien et martyr, un estudio sobre Jean Genet) (1952)
El idiota de la familia
(L'idiot de la famille, un estudio sobre Flaubert) (1972)
Guiones llevados a la
pantalla
Los orgullosos (1953)
A puerta cerrada (1954)
Los condenados de
Altona (1962)
No Exit (1962)
El muro (1967)
Otras
obras
Reflexiones sobre la
cuestión judía (1946)
El engranaje
(L'Engrenage, 1948)
Las palabras (Les mots,
1964, autobiografía de su infancia)
Publicaciones póstumas
Cuadernos por una moral
(Cahiers pour une morale, 1983)
Carnets de la drôle de
guerre (1983)
Verdad y existencia
(Vérité et existence, 1989), Paidós ICE/UAB, Barcelona, 1996. Trad. de Alicia
Puleo. Revisión de la traducción,notaAmoros.
Crítica de la Razón
Dialéctica (Tomo II)
Cartas al castor
(Lettres au castor, 1983)
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