Tuesday, September 25, 2018

ALBERT CAMUS


EL HUÉSPED

ALBERT CAMUS



La nieve había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que vivían en los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase. El Maestro miraba para los dos hombres que subían hacia él. Uno iba a caballo, el otro a pie. Todavía no habían llegado al abrupto repecho que llevaba a la escuela, edificada en la ladera de una colina. Avanzaban trabajosa y lentamente en la nieve, entre las piedras, por el inmenso espacio de la alta meseta desierta. De vez en cuando, el caballo tropezaba. Aún no se le oía, pero se veía muy bien el chorro de vapor que le salía por las fosas nasales. Uno de los hombres, al, menos, conocía la región. Iban siguiendo la pista, a pesar de que había desaparecido desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no estarían en la colina antes de media hora. Hacía frío y se metió en la escuela para ponerse un jersey. Cruzó la clase vacía y helada. En el encerado, los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro tizas de colores diferentes, corrían hacia sus estuarios desde hacía tres días. Había que esperar el buen tiempo. Daru, el maestro, no calentaba más que el único cuarto que constituía toda su morada, contiguo a la clase cuya puerta daba al este de la meseta. La ventana, como las de la clase, daba también al mediodía. Por este lado, la escuela se encontraba a varios kilómetros del lugar en que la meseta comenzaba a descender hacia el sur. Con tiempo claro, se podían ver las masas violetas del contrafuerte montañoso donde se abría la puerta del desierto. Después de entrar un poco en calor, Daru volvió a la ventana desde donde, por primera vez, había divisado a los dos hombres. Ahora ya no se les veía. Se hallaban, pues; subiendo el repecho. El cielo estaba menos oscuro: durante la noche había dejado de  nevar, Amaneció con una luz grisácea, que apenas había aumentado a medida que el techo de nubes se elevaba. A las dos de la tarde; hubiese dicho que si día acababa de comenzar. Pero esto era mejor que aquellos tres días en que la nieve espesa caía en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeñas ráfagas de viento que hacían trepidar la doble puerta de la clase. Daru entonces se pasaba las horas muertas en su cuarto, del que no salía sino para ir al cobertizo a dar de comer a las gallinas o a buscar carbón. Afortunadamente, la camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano Hacia el norte, había traído el suministro dos días antes de la tempestad. Y volvería a pasar dentro de cuarenta y ocho horas. Por otra parte, Daru tenía con qué resistir un asedio con los sacos de trigo que llenaban la habitación y que la administración pública le dejaba en depósito para distribuir entre los alumnos cuyas familias habían sido víctimas de la sequía. En realidad, la desgracia había alcanzado a todos, pues todos eran pobres. Daru repartía a diario una ración a los niños, Y sabía muy bien que durante estos días malos les había faltado. Probablemente un padre o un hermano mayor vendrían aquella tarde, y podría abastecer a todos de grano. Lo que hacía falta era que pudieran resistir para empalmar con la cosecha siguiente, eso era todo. Ahora llegaban de Francia barcos cargados de trigo, lo más duro había pasado Pero sería difícil olvidar esta miseria, este ejército de fantasmas andrajosos errando bajo el sol, las mesetas calcinadas meses y meses enteros, la tierra contraída poco a poco, literalmente achicharrada, hasta el punto de que cada piedra se deshacía en polvo bajo los pies. Los corderos morían en esa época a millares, y también algunos hombres, acá y allá, sin que muchas veces se llegara a saberlo. Ante esta miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella escuela perdida, contento, por otra parte, con lo poco que tenía y de esta vida ruda, se sentía un señor, con sus paredes enlucidas, su estrecho diván, sus estantes de madera de pino, su pozo y su suministro semanal de agua y de alimentos. Y de repente esa nieve, sin ningún aviso, sin la transición de la lluvia. El país era así de cruel , para vivir en él, incluso sin los hombres que, por otra parte, no arreglaban nada. Pero Daru había nacido allí. En cualquier otro sitio se sentía exiliado. Salió y dio unos pasos por el terraplén delante de la escuela, Los dos hombres habían llegado a la mitad de la cuesta. Daru reconoció en el jinete a Balducci, el viejo gendarme que conocía desde hacía mucho tiempo. Un árabe, con la cabeza baja y las manos atadas, caminaba detrás de Balducci, que sostenía el extremo de la cuerda. El gendarme saludó con un ademán al que Daru no contestó, ocupado como estaba en mirar al árabe vestido con una chilaba que en otro tiempo había sido azul, con unas sandalias y unos calcetines de gruesa lana cruda en los pies y una bufanda estrecha y corta, a modo de turbante, en la cabeza. Se iban acercando, Balducci mantenía el caballo al paso para no hacer daño al árabe, y el grupo avanzaba muy despacio. Al alcance de la voz, Balducci gritó:
-¡Una hora para andar los tres kilómetros de El Ameur hasta aquí! Daru no contestó. Bajo y fornido, enfundado en su grueso jersey, miraba cómo subían. Ni una sola vez el árabe había levantado la cabeza.
-Hola -dijo Daru cuando llegaron al terraplén Entrad a calentaros un poco.
Balducci se bajó con trabajo del caballo sin soltar la cuerda. Sonrió al maestro con una sonrisa. que le salía de debajo de unos mostachos erizados. Sus ojillos oscuros, muy hundidos bajo una frente curtida, y su boca rodeada de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru cogió las riendas, llevó el caballo al cobertizo y volvió a la escuela, donde le esperaban los dos hombres. Los hizo entrar en su cuarto.
-Voy a calentar la clase -dijo- Allí estaremos más anchos.
Cuando entró de nuevo en el cuarto, Balducci estaba sobre el diván. Había desatado la cuerda con que sujetaba al árabe este se había acurrucado junto a la estufa, Con las manos liadas, y el turbante echado para atrás, miraba hacia la ventana. Daru al principio sólo vio sus enormes labios, gruesos, lisos, casi negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos sombríos, llenos de fiebre. El turbante dejaba ver una frente obstinada, y bajo la piel curtida por el sol pero un poco descolorida por el frío, toda la cara tenía un aspecto a la vez inquieto y rebelde que impresionó a Daru cuando el árabe, volviendo la cara hacia él, lo miró fijamente a los ojos.
-Pasad ahí al lado -dijo el maestro-. Os voy a hacer té con menta.
-Gracias -dijo Balducci-. ¡Qué faena! ¡Viva el retiro! -Y dirigiéndose en árabe a su prisionero-: Tú, ven.
El árabe se levantó y, despacio, con las muñecas juntas por delante, entró en la clase.
Con el té, Daru llevó una silla. Pero Balducci se había instalado ya en el primer pupitre de la clase y el árabe se había acurrucado contra la tarima del maestro, frente a la estufa que había entre la mesa y la ventana. Cuando tendió el vaso de té al prisionero, Daru dudó ante sus manos atadas.
-Tal vez se le pueda desatar.
-Desde luego -dijo Balducci-. Era para el viaje.
E hizo ademán de levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había arrodillado ya junto al árabe. Este, sin decir nada, miraba cómo lo desataban con sus ojos calenturientos. Una vez las manos libres, se frotó las muñecas hinchadas una contra otra, cogió el vaso de té y sorbió el líquido abrasador, a tragos cortos y rápidos.
-Bueno -dijo Daru-. ¿Dónde vais así?
Balducci dejó de beber
-Aquí, hijo.
-¡Qué alumnos más raros! ¿Vais a dormir aquí?
-No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú entregarás al camarada en Tinguit. Lo esperan en la gendarmería.
-¿Qué estás diciendo? -dijo el maestro-. ¿Te burlas de mí? -No, hijo. Son órdenes.
-¿Ordenes? Yo no soy…. -Daru dudó; no quería afligir al viejo corso.
– Bueno quiero decir que no es ese mi oficio.
-¡Eh! ¿Qué quieres decir? En tiempo de guerra se hacen todos los oficios.
-¡Entonces esperaré la declaración de la guerra!
Balducci asintió con la cabeza.
-Bueno. Pero las órdenes son las órdenes y también te atañen a ti. Parece ser que hay jaleo. Se habla de una rebelión próxima. Estamos movilizados, en cierto sentido.
Daru seguía con su aire obstinado.
-Escucha, hijo -dijo Balducci-. Me resultas simpático y tienes que comprender. En El Ameur somos sólo una docena de hombres y tenemos que patrullar por todo el territorio de un departamento, aunque sea pequeño, así que tengo que volver. Me han dicho que te confíe a este individuo y que vuelva inmediatamente. No podíamos custodiarlo allá abajo. Su pueblo se agitaba y querían llevárselo. Tú debes conducirlo a Tinguit durante el día de mañana. No son veinte kilómetros los que van a asustar a un buen mozo como tú. Después, todo habrá terminado. Volverás a la escuela con tus alumnos y a la buena vida. Fuera, oyeron al caballo resoplar y pisotear el suelo con los cascos. Daru miraba por la ventana. Decididamente, el tiempo se levantaba, la luz se extendía por la meseta nevada. Cuando se hubiera derretido toda la nieve, el sol volvería a reinar y abrasaría una vez más los campos de piedra. Durante días, el cielo inalterable derramaría su luz seca sobre la inmensidad solitaria donde nada hacía pensar en el hombre.
-Bueno -dijo volviéndose hacia Balducci-, ¿qué es lo que ha hecho? -Y prosiguió antes de que el gendarme hubiera abierto la boca-: ¿Habla francés?
-No, ni una palabra. Lo buscaban desde hacía un mes, pero los demás lo escondían. Ha matado a su primo.
– Está contra nosotros?
-No lo creo. Pero nunca se sabe.
-¿Por qué lo mató?
-Asuntos de familia, supongo. Uno debía trigo al otro, según parece. La cosa no está clara. Total, que ha matado a su primo dándole un golpe con una podadera.  Te das cuenta, como un cordero, ¡zas!…- Balducci hizo un ademán como si se pasara una cuchilla por cuello, mientras el árabe lo seguía atentamente lo miraba con cierta inquietud. A Daru le entro una ira repentina contra aquel hombre, contra todos los hombres y su asquerosa maldad, sus odios incansables, sus locuras sangrientas. Pero la pava del agua caliente silbaba en la estufa. Daru volvió a servir te a Balducci, y después de dudar un momento sirvió también al árabe, que por segunda vez lo bebió con avidez. Tenia los brazos levantados y el maestro pudo ver su pecho delgado y musculoso por la chilaba entreabierta.
—Gracias, chico —dijo Balducci—. Ahora, yo me largo.
Se levantó y se dirigió hacia el árabe, sacándose una cuerda del bolsillo.
—¿Que vas a hacer? —pregunto Daru con sequedad.
Balducci, desconcertado, le enseño la cuerda.
—No vale la pena.
El viejo gendarme dudo:
—Como quieras. Supongo que estas armado.
—Tengo un fusil de caza.
—¡Dónde!
—En el baúl.
—Deberías tenerlo cerca de la cama.
— ¿Por qué? No tengo nada que temer.
—Estas chalado, hijo. Si se sublevan, nadie estará seguro, todos estamos metidos en el mismo saco.
—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.
Balducci se echó a reír, y luego el bigote le cubrió de repente unos dientes todavía blancos.
—¿Que tienes tiempo? Bueno. Lo que yo decía. Siempre te ha faltado un tornillo. Por eso me resultas simpático; mi hijo era así. Al mismo tiempo saco su revólver y lo dejo sobre la mesa. —Toma, yo no tengo necesidad de dos armas para ir de aquí a El Ameur.
El revolver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el gendarme se volvió hacia él, el maestro sintió un olor a cuero y a caballo.
—Mira, Balducci —dijo Daru de repente—, todo esto me repugna, y ese tipo el primero. Pero no lo entregaré. Luchar si, si hace falta. Pero esto no.
El viejo gendarme estaba ante él y lo miraba con severidad.
—No hagas tonterías —dijo despacio—. A mí tampoco me gusta todo esto. Uno no se acostumbra a atar a un hombre, a pesar de los años, y hasta se tiene vergüenza, sí. Pero no se les puede dejar que hagan lo que quieran.
—Yo no lo entregaré —repitió Daru.
—Es una orden, hijo. Te lo repito.
—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: yo no lo entregaré.
Visiblemente, Balducci se esforzaba por reflexionar. Miro al árabe y a Daru.Al fin se decidió:
—No. No les diré nada. Si tú no quieres ayudarnos, allá tú, yo no te denunciaré. Solo tengo orden de entregarte el prisionero, y es lo que hago.
Ahora vas a firmarme el papel.
—No hace falta. No negaré que me lo has dejado.
—No seas malo conmigo. Sé que dirás la verdad. Eres de aquí, eres un hombre. Pero debes firmar, lo exige el reglamento.
Daru abrió un cajón, saco un frasquito cuadrado de tinta morada, el portaplumas de mango Colorado con la plumilla, que le servía para trazar los modelos de caligrafía, y firmó. El gendarme doblo cuidadosamente el papel y se lo guardó en la cartera. Después se dirigió hacia la puerta.
—Te acompaño —dijo Daru.
—No —replicó Balducci—. No hace falta que andes con cumplidos. Me has ofendido.
Balducci miro al árabe, inmóvil, en el mismo sitio, sorbió por la nariz con aire apesadumbrado y se volvió hacia la puerta.
—Adiós, hijo.
La puerta se batió detrás de él. Balducci surgió delante de la ventana y después desapareció. La nieve ahogaba sus pasos. El caballo se agitó detrás de la pared, unas gallinas se espantaron. Al poco rato, Balducci volvió a pasar por delante de la ventana tirando del caballo por la brida. Caminaba hacia el repecho, sin volverse, y desapareció seguido del caballo. Se oyó el ruido de una piedra grande que rodaba perezosamente. Daru se volvió hacia el prisionero, que no se había movido, pero que no dejaba de mirarlo.
—Espera—dijo el maestro en árabe. Y se dirigió hacia su cuarto. En el momento de pasar el umbral, cambio de parecer, fue a la mesa, cogió el revólver y se lo metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entro en su habitación.
Durante mucho tiempo, se quedó echado en el diván mirando al cielo que se oscurecía poco a poco, escuchando el silencio. Ese silencio que los primeros días de su llegada, después de la guerra, le había parecido tan penoso. En aquella época, había pedido un puesto en la pequeña ciudad al pie de los contrafuertes que separan la altiplanicie del desierto. Allí, unas murallas rocosas, verdes y negras al norte, rosas o malvas al sur, marcaban la frontera del eterno verano. Pero lo habían nombrado para un puesto más al norte, en la misma meseta. Al principio, la soledad y el silencio le habían resultado muy duros en aquellas tierras ingratas, habitadas solamente por las piedras. A veces, la existencia de unos surcos hacía pensar en tierras cultivadas, pero en realidad los surcos habían sido excavados para sacar a la luz del día cierta piedra propicia para la construcción. Allí solo se labraba para cosechar pedruscos. Otras veces, raspaban algunas pellas de tierra, acumuladas en las hondonadas, para abonar los áridos jardines de los pueblos. Solamente la piedra cubría las tres cuartas partes de este país, en el que las ciudades nacían, brillaban y desaparecían; los hombres pasaban, se amaban o se mordían la garganta, y después morían. En este desierto, nadie, ni él ni su huésped, eran nada. Y sin embargo, fuera de este desierto, ni uno ni otro, Daru lo sabía muy bien, hubiera podido vivir verdaderamente. Cuando se levantó, ningún ruido se oía en la sala de clase. Daru se quedó asombrado ante la franca alegría que sentía solo de pensar que el árabe hubiera podido escaparse y que iba a encontrarse solo sin tener que decidir nada. Pero el prisionero seguía allí. Se había echado cuan largo era entre la estufa y la mesa, con los ojos muy abiertos, mirando al techo. En esta posición se le veían sobre todo los gruesos labios, que le daban un aspecto enojado.
—Ven —dijo Daru. El árabe se levantó y lo siguió. En la habitación, el maestro señaló una silla al lado de la mesa, bajo la ventana. El árabe se sentó sin dejar de mirar a Daru—. ¿Tienes hambre?
—Si —dijo el prisionero.
Daru puso dos cubiertos sobre la mesa. Cogió harina y aceite, amaso en una fuente una torta y encendió el homo de butano. Mientras la torta se cocía, Daru fue al cobertizo a buscar queso, huevos, dátiles y leche condensada. Cuando la torta estuvo cocida, la puso a enfriar en el alfeizar de la ventana, calentó un poco de leche condensada desleída en agua y, para terminar, batió los huevos para hacer una tortilla. En uno de estos movimientos, su mano tropezó con el revolver que llevaba en el bolsillo derecho. Dejo el tazón con los huevos, pasó a la clase y metió el revolver en el cajón de su mesa. Cuando volvió a la habitación, estaba anocheciendo. Encendió la luz y sirvió al árabe.
—Come —dijo.
El otro cogió un trozo de torta, se lo llevo con viveza a la boca y se detuvo.
—¿Y tú? —preguntó.
—Primero tú. Yo comeré después.
Los labios gruesos se abrieron un poco, el árabe dudo, y termino por morder resueltamente la torta. Cuando termino de comer, miro al maestro.
—¿Eres tú el juez?
—No, yo tengo que vigilarte hasta mañana.
—¿Por qué comes conmigo?
—Porque tengo hambre.
El otro se calló. Daru se levantó y salió. Trajo un catre del cobertizo, lo colocó entre la mesa y la estufa, perpendicularmente a su propia cama, y de una maleta grande que, de pie en un rincón, le servía de estante para sus papeles saco dos mantas que dispuso sobre el catre. Después se paró y, al no tener otra cosa en que ocuparse, se sentó en la cama. Ya no había nada que preparar ni que hacer, sino mirar a aquel hombre. Y se puso a mirarlo, tratando de imaginarse aquella cara arrebatada por la ira. Pero no lo conseguía. Solamente veía la mirada a la vez sombría y brillante, y la boca de animal.
—¿Por qué lo mataste? —dijo con una voz cuya hostilidad le sorprendió.
El árabe desvió la mirada.
—Se escape. Y yo corrí detrás de el. —Volvió a mirar a Daru con unos ojos llenos de una especie de interrogación angustiada—. Ahora, ¿qué van a hacerme?
—¿Tienes miedo?
El otro se atieso, desviando la vista.
—¿Sientes lo que hiciste?
El árabe lo miro con la boca abierta. Era evidente que no comprendía. La irritación invadía a Daru. Al mismo tiempo, se sentía torpe y embarazado, sin poderse mover entre las dos camas.
—Acuéstate aquí —dijo con impaciencia—. Es tu cama.
El árabe no se movió. Interpelo a Daru:
—¡Dime!
El maestro lo miro.
—¿Vuelve mañana el gendarme?
—No lo sé.
—¿Tú vienes con nosotros?
—No lo sé. ¿Por qué?
El prisionero se levantó y se echó sobre las mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la bombilla le daba directamente en los ojos, y los cerró enseguida.
—¿Por qué? —repitió Daru, plantado delante de la cama.
El árabe abrió los ojos bajo la luz deslumbradora y lo miro, esforzándose en no pestañear.
—Vente con nosotros —dijo.
En medio de la noche, Daru no conseguía dormir. Se había metido en la cama después de desnudarse completamente: tenía la costumbre de dormir desnudo. Pero cuando se encontró en su cuarto sin ninguna ropa, dudó. Se sentía vulnerable y estuvo tentado de volverse a vestir. Pero se encogió de hombros; ya se había visto en situaciones peores, y si hiciera falta descalabraría a su adversario. Desde la cama podía observarlo, echado de espaldas, inmóvil, con los ojos cerrados bajo la intensa luz. Cuando Daru la apagó, pareció que las tinieblas se congelaban de repente. Poco a poco, la noche fue recobrando vida en la ventana donde el cielo sin estrellas se movía suavemente. El maestro distinguió en seguida el cuerpo extendido ante él. El árabe seguía sin moverse, pero sus ojos parecían estar abiertos. Un viento ligero rondaba alrededor de la escuela. Tal vez terminaría por alejar las nubes y volvería a brillar el sol. Durante la noche, el viento aumentó. Las gallinas se alborotaron un poco, después se callaron. El árabe se volvió de costado, dando la espalda a Daru, y a éste le pareció oírlo gemir. Entonces acecho su respiración, más fuerte y más regular que hacía un momento. Daru oía ese aliento tan cercano y soñaba sin poderse dormir. En la habitación en que, desde hacía un año, dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero también le molestaba porque le imponía una especie de fraternidad que el rechazaba en las circunstancias actuales y que conocía muy bien: los hombres que comparten los mismos dormitorios, ya sean soldados o prisioneros, contraen un lazo extraño como si, al quitarse las armaduras con la ropa, se hermanaran cada noche, por encima de sus diferencias, en la vieja comunidad del sueño y del cansancio. Pero Daru se agitaba, no le gustaban esas tonterías, tenía que dormir. Algo más tarde, sin embargo, cuando el árabe se movió imperceptiblemente, el maestro seguía sin conciliar el sueño. Al segundo movimiento del prisionero, se puso tenso, en guardia. El árabe se incorporaba muy despacio sobre sus brazos, con un movimiento casi de sonámbulo. Sentado en la cama, esperó, inmóvil, sin volver la cara hacia Daru, como si escuchara atentamente. Daru no se movió: acababa de darse cuenta de que se había dejado el revolver en el cajón de la mesa de la clase. Era mejor actuar rápidamente. Sin embargo, continuó observando al prisionero que, con el mismo movimiento cauteloso, ponía los pies en el suelo, esperaba un poco y empezaba a levantarse lentamente. Daru iba a llamarlo cuando el árabe echó a andar, con un paso natural esta vez, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia la puerta del fondo que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte con precaución y salió empujando la puerta tras él, sin cerrarla del todo. Daru no se había movido. Se escapa, pensó. ¡Menudo alivio! Sin embargo, aguzó el oído. Las gallinas no se movían: el árabe se hallaba, pues, en la meseta. Entonces le llegó un débil ruido de agua, y solo comprendió lo que era, en el momento en que el árabe apareció de nuevo en el marco de la puerta, la cerró con cuidado y se acostó sin hacer ruido. Daru se volvió de espaldas y se durmió. Algo más tarde, le pareció oír, en lo profundo de su sueño, unos pasos furtivos alrededor de la escuela. ¡Estoy soñando, estoy soñando!, se repetía. Y efectivamente estaba dormido. Cuando se despertó, el cielo estaba despejado; por la ventana mal encajada entraba un aire frió y puro. El árabe dormía, acurrucado ahora bajo las mantas, con la boca abierta, totalmente confiado. Pero cuando Daru lo zarandeó, se sobresaltó y miró a Daru sin reconocerlo, con unos ojos de loco y una expresión tan asustada que el maestro dio un paso atrás.
—No tengas miedo. Soy yo. Vamos a comer.
El árabe asintió con la cabeza y dijo que sí. Su rostro había recobrado la serenidad, pero su expresión permanecía ausente y distraída. El café estaba preparado. Lo bebieron, sentados ambos en el catre, y comieron unos trozos de torta. Después, Daru llevo al árabe al cobertizo y le enseño el grifo donde él se lavaba todos los días. Volvió al cuarto, dobló las mantas, recogió el catre, hizo su cama y ordeno la habitación. Entonces salió al terraplén pasando por la escuela. El sol se elevaba ya en el cielo azul; una luz tierna y viva inundaba la meseta desierta. En el repecho la nieve empezaba a derretirse. Las piedras volverían a aparecer. En cuclillas al borde de la meseta, el maestro contemplaba la inmensidad del desierto. Pensaba en Balducci. Le había apenado, le había echado de allí, en cierto modo, como si no quisiera que lo metieran en el mismo saco que a él. Aun oía el adiós del gendarme y, sin saber por qué, se sentía extrañamente vació y vulnerable. En este momento, al otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru lo oyó, casi a pesar suyo; después, furioso, tiro una piedra que silbo en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen idiota de este hombre le sublevaba, pero entregarlo era contrario al honor: tan solo con pensarlo se volvía loco de humillación. Y maldecía a la vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y a éste, que se había atrevido a matar y no había sabido escaparse. Daru se levantó, dio unas vueltas por el terraplén, espero, inmóvil, y entró en la escuela. El árabe, inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo, se lavaba los dientes con dos dedos. Daru le miro:
—Ven —dijo. Y entro en la habitación, delante del prisionero. Se puso una cazadora encima del jersey y se calzó las botas de marcha. Después espero de pie a que el árabe se hubiera puesto el turbante y las sandalias. Entraron en la escuela y el maestro señalo la salida a su compañero—. Vete. —El otro no se movió—. Ahora vengo- dijo Daru.
El árabe salió. Daru volvió a entrar en la habitación e hizo un paquete con tostadas de pan, dátiles y azúcar. En la clase, antes de salir, dudo un segundo ante su mesa, después atravesó el umbral de la escuela y cerró la puerta.- Por ahí -dijo. Y tomo la dirección del este, seguido por el prisionero. Pero a poca distancia de la escuela, le pareció oír un ligero ruido detrás de él. Volvió sobre sus pasos e inspecciono los alrededores de la casa: no había nadie.
El árabe le miraba sin comprender lo que hacía.
-Vamos —dijo Daru.
Caminaron durante una hora y descansaron junto a una especie de pico calcáreo. La nieve se derretía cada vez más de prisa, el sol absorbía inmediatamente los charcos, limpiaba a toda velocidad la meseta que, poco a poco, se secaba y vibraba lo mismo que el aire. Cuando de nuevo se pusieron en camino, la tierra resonaba bajo sus pasos. A lo lejos, un pájaro hendía el espacio ante ellos con un trino alegre. Daru bebía, respirando profundamente, la fresca luz matutina. Una especie de exaltación nacía en el bajo el gran espacio familiar, casi enteramente amarillo ahora, bajo su casquete de cielo azul. Anduvieron una hora más, bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de eminencia achatada formada por rocas friables. A partir de allí, la meseta descendía, al este, hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos árboles medio secos y, al sur, hacia unos montones de rocas que daban al paisaje un aspecto atormentado. Daru inspecciono las dos direcciones. No había más que el cielo en el horizonte, no se veía a ningún hombre. Daru se volvió hacia el árabe, que lo miraba sin comprender, y le tendió un paquete:
—Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Te llegará para dos días. Toma mil francos también. —El árabe cogió el paquete y el dinero y se quedó con las manos llenas a la altura del pecho como si no supiera que hacer con lo que le daban—. Mira ahora —dijo el maestro, y señalaba la dirección del este—, ese es el camino de Tinguit. Son dos horas de marcha. En Tinguit están la administración y la policía. Te esperan. —El árabe miraba hacia el este, apretando contra si el paquete y el dinero. Daru le cogió del brazo y, con cierta brusquedad, le hizo dar media vuelta hacia el sur. Al pie de la altura en que se encontraban, se adivinaba un camino apenas bosquejado.
-Esa es la pista que atraviesa la meseta. A un día de marcha de aquí encontraras los pastes y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán refugio, según sus leyes.
El árabe se había vuelto ahora hacia Daru y su rostro reflejaba pánico:
—Oye —dijo.
Daru meneo la cabeza:
—No, cállate. Ahora, yo te dejo.
Le volvió la espalda, dio dos pasos en dirección de la escuela, miró con cierta indecisión al árabe inmóvil y se alejó. Durante unos minutos, no oyó más que sus propios pasos, que resonaban sobre la tierra fría, y no volvió la cabeza. Al cabo de un momento, sin embargo, se volvió. El árabe seguía allí, al borde de la colina, con los brazos caídos, mirando al maestro. Daru sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Pero renegó con impaciencia, hizo un ademán y echó a andar de nuevo. Ya estaba lejos cuando se detuvo otra vez y miro hacia atrás. No había nadie en la colina. Daru dudo. El sol estaba ya bastante alto en el cielo y comenzaba a devorarle la frente. El maestro volvió sobre sus pasos, al principio un poco incierto, después con decisión. Cuando llegó a la pequeña colina, chorreaba de sudor. Subió por ella a toda velocidad y se detuvo, echando los bofes, en la cima. Los campos de roca, al sur, se dibujaban claramente sobre el cielo azul, pero en el llano, al este, un vaho de calor empezaba a subir. Y en esta bruma ligera, Daru, con el corazón en un puño, divisó al árabe que caminaba lentamente por el camino de la cárcel. Un poco más tarde, plantado delante de la ventana de la clase, el maestro miraba sin ver la luz naciente que brincaba desde las alturas del cielo sobre toda la superficie de la meseta. Detrás de él, en el encerado, trazada con tiza por una mano torpe, entre los meandros de los ríos franceses, se extendía la inscripción que el maestro acababa de leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru miraba el cielo, la meseta y, más allá, las tierras invisibles que se extendían hasta el mar. En aquel vasto país que tanto había amado, Daru estaba solo.

Albert Camus (Acerca de este sonido /alˈbɛʁ kaˈmy/ (?·i) Mondovi, Argelia francesa; 7 de noviembre de 1913 – Villeblevin, Francia; 4 de enero de 1960) fue un novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés nacido en Argelia. Las concepciones de Camus se formaron bajo el influjo de Schopenhauer, de Nietzsche y del existencialismo alemán.
Contribuyó con la conformación del pensamiento filosófico conocido como absurdismo. Se le ha asociado frecuentemente con el existencialismo, aunque Camus siempre se consideró ajeno a él. Pese a su alejamiento consciente con respecto al nihilismo, rescata de él la idea de libertad individual.
Formó parte de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana, y se relacionó con los movimientos libertarios de la posguerra. En 1957 se le concedió el Premio Nobel de Literatura por «el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de la actualidad».
Primeros años
Albert Camus Sintes nació en una familia de colonos franceses (pieds-noirs) dedicados al cultivo del anacardo en el departamento de Constantina. Su madre, Catalina Elena Sintes, nacida en Birkadem (Argelia) y de familia originaria de Sant Lluís (Menorca). Su padre, Lucien Camus, trabajaba en una finca vitivinícola, cerca de Mondovi, para un comerciante de vinos de Argel, y era de origen alsaciano, como otros muchos pieds-noirs que habían huido tras la anexión de Alsacia por Alemania tras la guerra franco-prusiana. Movilizado durante la Primera Guerra Mundial, es herido en combate durante la batalla del Marne y fallece en el hospital de Saint-Brieuc el 17 de octubre de 1914, hecho que propicia el traslado de la familia a Argel, a casa de su abuela materna. Queda huérfano de padre antes de cumplir el año. De su progenitor, Albert Camus solo conserva una fotografía y una significativa anécdota: su señalada repugnancia ante el espectáculo de una ejecución capital.
Su niñez transcurrió en uno de los barrios más pobres de Argel, y con ausencia absoluta de libros y revistas. Gracias a una beca que recibían los hijos de las víctimas de la guerra, pudo comenzar a estudiar y a tener los primeros contactos con los libros. En medio de dificultades económicas, cursó su primaria y culminó el bachillerato.
En Argel, Camus realiza sus estudios en la escuela primaria y es alentado por sus profesores, especialmente Louis Germain, a quien guardará total gratitud, hasta el punto de dedicarle su discurso del Premio Nobel,[cita requerida] y Jean Grenier, en el instituto, quien lo inició en la lectura de los filósofos, y especialmente le dio a conocer a Nietzsche. En esta época se interesa por las actividades deportivas, especialmente el fútbol, la natación y el boxeo. Fue portero del equipo juvenil de la Racing Universitaire d'Alger de 1928 a 1930. En este último año, sin embargo, comienza a sufrir ataques de tuberculosis, lo cual detuvo su vida deportiva, y por un tiempo, también sus estudios.​
Posteriormente estudió filosofía y letras y se graduó con una tesis sobre la relación entre el pensamiento clásico griego y el cristianismo a partir de los escritos de Plotino y san Agustín. Fue rechazado como profesor a causa de su avanzada tuberculosis, por lo que se dedicó al periodismo como corresponsal del Alger Républicain. En 1939 se presentó al ejército como voluntario, pero no le aceptaron por su delicada salud.
Primeros escritos y carrera
Comenzó a escribir a muy temprana edad: sus primeros textos fueron publicados en la revista Sud en 1932. Dos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Camus fue periodista del Alger Républicain. Ahí publicó distintos artículos que analizan la situación social de los musulmanes en la región de la Kabylia. Estos artículos, publicados posteriormente en Actuelles III (1958), llamaron la atención con respecto a las muchas injusticias que posteriormente desencadenaron la Guerra de Argelia de 1954. Camus se relacionó más con corrientes humanitarias, más que político-ideológicas, y sostenía la importancia del papel de Francia en Argelia, aunque no ignoraba las injusticias coloniales.
En 1934 contrae matrimonio con Simone Hié, pero el matrimonio termina rápidamente por infidelidades de ambas partes. En el año 1935 comenzó a escribir El revés y el derecho, el cual fue publicado dos años más tarde. En esta primera publicación, describe la situación de su vida en los años de su niñez, y retrata figuras importantes para él, como son su madre, su tío y su abuela.6​ En Argel funda el Teatro del Trabajo, que en 1937 reemplaza por el Teatro del Equipo, el cual buscaba llevar obras de calidad a las clases trabajadoras. En 1938 publicó Nupcias, obra conformada por una serie de meditaciones líricas sobre el campo de Argelia; presenta la belleza natural como una forma de riqueza que todo ser humano, hasta el más pobre, puede disfrutar.8​ En esos años, Camus abandona el Partido Comunista por serias discrepancias, como el Pacto germano-soviético y su apoyo a la autonomía del PC de Argelia respecto al Partido Comunista Francés.
Entra a trabajar en el Diario del Frente Popular, creado por Pascal Pia: su investigación La miseria de la Kabylia tiene un resonante impacto. En 1940, el Gobierno General de Argelia prohíbe la publicación del diario y maniobra para que Camus no pueda encontrar trabajo. Él emigró entonces a París y trabajó como secretario de redacción en el diario Paris-Soir. Este mismo año, se casó con Francine Faure, pianista y matemática. Con ella tuvo un par de mellizos, Catherine y Jean. Al poco tiempo, mantuvo un amorío público con la actriz española María Casares.​ A pesar de las numerosas aventuras extramatrimoniales de Albert Camus, él y su segunda esposa (Francine Faure), siempre se amaron [Catherine Camus - L'Obs, 20 novembre 2009].10​11​ En 1942, publicó su primera novela El extranjero. Ese mismo año, publicó El mito de Sísifo, donde desarrolla sus ideas sobre el absurdo. En 1943, trabajó como lector de textos para Gallimard, importante casa editorial parisina, y tomó la dirección de la publicación de resistencia Combat cuando Pascal Pia fue llamado a ocupar otras funciones en el movimiento contra los alemanes.
En la posguerra, tras la salida de los alemanes, siguió editando esta publicación, la cual mantuvo una postura independiente de izquierda, basada en los ideales de justicia y verdad.13​ En 1944 y 1945, respectivamente, escribió las obras El malentendido y Calígula, ambas consideradas como teatro del absurdo. En 1947 publicó su segunda novela, La peste.
El anarquista Andre Prudhommeaux lo introdujo en 1948 al movimiento libertario, en una reunión del Círculo de Estudiantes Anarquistas, como simpatizante que ya estaba familiarizado con el pensamiento anarquista. Camus escribió a partir de entonces para
publicaciones del movimiento; fue articulista de Le Libertaire (precursor inmediato de Le Monde libertaire), Le révolution proletarienne y Solidaridad Obrera (de la CNT). En 1949 viaja a América del Sur (Brasil, Argentina y Chile). Camus, junto a los anarquistas, expresó su apoyo a la revuelta de 1953 en Alemania Oriental.
En 1951 publicó su ensayo El hombre rebelde, el cual provocó el antagonismo de críticos marxistas y otros teóricos cercanos al marxismo, como Jean-Paul Sartre.​
En esta época comenzó a apoyar distintos movimientos anárquicos, primero a favor del levantamiento de los trabajadores en Poznan, Polonia, y luego en la Revolución húngara. Fue miembro de la Fédération Anarchiste.
En 1956, en Argel, Camus lanzó su «Llamada a la tregua civil», pidiendo a los combatientes del movimiento independentista argelino y al ejército francés, enfrentados en una guerra sin cuartel, el respeto y la protección sin condiciones para la población civil. Mientras leía su texto, afuera, una turba heterogénea lo injuriaba y pedía su muerte a gritos. Para él, en aquella guerra, su lealtad y su amor por Francia no impedía el cabal conocimiento de la injusticia que vivía el pueblo argelino, depauperado y humillado, como tampoco podía impedir su amor por Argelia que se reconociera deudor de una lengua, una cultura y unas sensibilidades políticas y sociales indisolublemente unidas a Francia.
Últimos años y muerte
Al margen de las corrientes filosóficas, Camus elaboró una reflexión sobre la condición humana. Rechazó la fórmula de un acto de fe en Dios, en la historia o en la razón, por lo que se opuso simultáneamente al cristianismo, al marxismo y al existencialismo. No dejó de luchar contra todas las ideologías y las abstracciones que alejan al hombre de lo humano. Lo definió como la Filosofía del absurdo. Fue un convencido anarquista, y dedicó parte importante de su libro El hombre rebelde a exponer y cuestionar sus propias convicciones, y demostrar lo destructivo de toda ideología que proponga una finalidad en la historia.
En 1956 publicó La caída, y en 1957 la colección de cuentos El exilio y el reino. Este mismo año obtuvo el Premio Nobel de Literatura, a sus 44 años.15​ Camus murió el 4 de enero de 1960 en un accidente de coche cerca de Le Petit-Villeblevin, sobre cuyas causas se han publicado posteriormente especulaciones no confirmadas sobre la implicación del KGB en el accidente.​ El auto colisionado había sido prestado por su editor y amigo Gallimard, este hecho se prestó a especulaciones sobre la naturaleza accidental de su trágico fin. Entre los papeles que se le encontraron, había un manuscrito inconcluso, El primer hombre, de fuerte contenido autobiográfico. Camus fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia.
Pensamiento filosófico
A través de sus escritos, Camus explora la condición humana de aislamiento dentro de un universo que llega a parecer ajeno, el extrañamiento del ser humano hacia sí mismo, el problema del mal y la fatalidad de la muerte. Se considera que su pensamiento representa la desilusión de los intelectuales en la época de la posguerra. Sin embargo, aunque entendía el nihilismo de muchos de sus contemporáneos, defendía valores como la libertad y la justicia. En sus últimos trabajos, esbozó un humanismo liberal que rechazaba los aspectos dogmáticos del cristianismo y el marxismo.19​El hombre siempre se encuentra en una «condición absurda», en «situaciones absurdas». Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde: «No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo. Incluso me siento inclinado, con Benjamin Constant de Rebecque, a ver en la irreligión algo de vulgar y de..., sí, de deteriorado».
Absurdismo
Esta idea del absurdo presupone que el ser humano busca un significado del mundo, de la vida humana y de la historia, el cual sustente sus ideales y valores. Se desea la seguridad de que la realidad es un proceso teleológico inteligible, que contiene un orden moral objetivo. Puesto en otras palabras, se busca una certeza metafísica de que la vida es parte de un proceso inteligible direccionado a un objetivo ideal, y que detrás de los valores personales se encuentra el sustento del universo o de la realidad como totalidad.
Los líderes religiosos y los creadores de sistemas y visiones del mundo metafísicos han tratado de saciar esta necesidad. Pero sus interpretaciones del mundo no se sostienen ante la crítica. El mundo se revela, para un ser humano sensible, sin ningún propósito o significado determinado. El mundo no es racional. De ahí surge el sentimiento del absurdo (le sentiment de l'absurde).
Hablando estrictamente, el mundo no es absurdo por sí mismo: simplemente es. “El absurdo surge de la confrontación entre la búsqueda del ser humano y el silencio irracional del mundo”.​ Lo llama “nostalgia irracional y humana”, y ocurre cuando nuestra necesidad de significado se quiebra ante la indiferencia del mundo, inamovible y absoluta. Por lo tanto, el absurdo no es un estado autónomo; no existe en el mundo, sino que surge del abismo que nos separa de él.
Este sentimiento puede manifestarse de distintas maneras, como por ejemplo: la percepción de la indiferencia de la naturaleza ante los valores y los ideales del ser humano, la consciencia de la fatalidad de la muerte, o el impacto provocado por la percepción del sinsentido de la cotidianidad. Camus exhorta a la exploración de este silencio como búsqueda de verdad, aunque en ella se vuelva más latente el silencio del mundo. “Buscar lo que es verdad no es buscar lo que se desea”.
Camus trata frecuentemente el problema del suicidio. Esta acción, sin embargo, no es la acción recomendada por Camus. En su opinión, el suicidio es rendirse ante el absurdo. La dignidad humana se revela cuando se vive en la consciencia del absurdo, y aun así uno se rebela contra él a través de un compromiso con sus propios ideales. Él deja claro que el hecho de que cada persona pueda encontrar sus propios valores, no quiere decir que se recomiende el crimen: “Si todas las experiencias son indiferentes, la experiencia del deber es tan legítima como cualquier otra. Uno puede ser virtuoso por capricho”.
Camus sostenía el origen humano de todo juicio moral. Él, aunque no aceptaba para sí mismo el cristianismo, lo reconocía como una forma válida de significar al mundo; rechazaba la institución de la Iglesia, a la cual consideraba alejada de su inspiración original. Sin embargo, pensaba que la moralidad, en tanto que humana, debe separarse del pensamiento religioso: “Cuando el hombre somete a Dios a un juicio moral, lo mata en su corazón”.
Estaba convencido de que el hombre no puede vivir sin valores; si uno elige vivir, por ese mismo hecho afirma un valor, el que la vida vale la pena de ser vivida o que puede hacerse digna de ser vivida.
La filosofía de la revuelta
Camus tenía una fuerte preocupación por la libertad humana, la justicia social, la paz y la eliminación de la violencia. El ser humano se puede rebelar contra la explotación, la opresión, la injusticia y la violencia, y por el mismo hecho de su rebeldía afirma los valores en cuyo nombre se vuelve rebelde. Una filosofía de la revuelta, por lo tanto, tiene una base moral, y si esta base es negada, ya sea explícitamente o en nombre de cierta abstracción como el movimiento de la historia, lo que comienza como rebeldía y expresión de la libertad, se torna en tiranía y en la supresión de ésta. Para Camus, al igual que la rebeldía, toda acción política debe tener una base moral sólida.
Estaba convencido de que el sentimiento del absurdo, tomado por sí mismo, puede ser usado para justificar cualquier cosa, incluido el crimen o el asesinato. “Si uno no cree en nada, y nada hace sentido, si no podemos encontrar ningún valor, todo está permitido y nada es importante [...]. Uno es libre de atizar el fuego crematorio o dar la vida al cuidado de los leprosos”.
La rebeldía presupone el compromiso hacia ciertos valores, los cuales se pueden asumir a pesar de la consciencia de que son una creación humana. A pesar de que se sepa que son una construcción, cuando uno se rebela ante la opresión o la injusticia, uno asume los valores de libertad y justicia. En otras palabras, en Camus el absurdo cósmico tiende a quedar en segundo plano; de su pensamiento surge un idealismo moral, el cual insiste en libertad y justicia para todos. Él busca crear consciencia de la opresión que se oculta en los ideales y en los sistemas de pensamiento que se dan a conocer como la verdad esencial del mundo.​
La rebelión es para Camus, entonces, una de las dimensiones esenciales del hombre. «A menos que huyamos de la realidad, estamos obligados a encontrar en ella nuestros valores. ¿Se puede, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, encontrar la regla de una conducta? Tal es la pregunta que plantea la rebelión». El hombre rebelde es «el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas».​ Así pues, la rebeldía es opuesta a lo sagrado en el sentido de que en éste funciona a través de certeza, pero por el carácter no esencial y humano de los valores, la rebeldía se basa en la interrogación.

Camus se mostraba en contra de la sociedad burguesa, pero sostenía que la rebeldía contra el orden existente puede llevar a la opresión. Pensaba que el ser humano no puede jugar el papel de espectador de la historia como totalidad, pero que ninguna empresa histórica es más que un riesgo en el que se ofrece cierto grado de justificación racional.​ Así que, si el nihilismo absoluto puede ser usado para justificar cualquier cosa, el racionalismo absoluto puede ser usado para lo mismo: “No hay diferencia entre estas dos actitudes. Desde el momento en que son aceptadas, la tierra se convierte en desierto”.​
Por lo tanto, ninguna acción política puede usarse para justificar los excesos de una posición absolutista. Matar y oprimir en nombre del movimiento de la historia o de algún futuro ideal son injustificados. Camus buscaba alejarse de las posturas absolutas y buscar la moderación, ya que “la libertad absoluta es el derecho que usan los más fuertes para dominar y prolongar la injusticia”, así como “la justicia absoluta se alcanza a través de la supresión de toda contradicción: por lo tanto, destruye la libertad”.
Entonces, es en nombre de los seres humanos vivos y no en nombre de la historia o de algún ideal de vida futura que se realiza la rebeldía contra la injusticia y la opresión: “Toda generosidad hacia el futuro reside en darlo todo al presente”.
Su filosofía de la revuelta está principalmente preocupada por los valores morales y el desarrollo de una responsabilidad moral; él insiste en que, aunque el rebelde debe actuar porque cree que es lo correcto, también puede actuar reconociendo que podría estar equivocado. Pensaba que el comunismo no pensaba en esta posibilidad, y buscaba, más bien, una sociedad abierta, en que la pasión por la revuelta y el espíritu de moderación estén en tensión constante. Siempre, sin embargo, dio prioridad a la reducción de la violencia.
Lo anterior vuelve problemática dicha fidelidad o compromiso hacia los ideales personales. ¿Cómo mantener el compromiso hacia ellos cuando se sabe que se puede estar equivocado? Camus pensaba que el origen de la fidelidad se encuentra en la consciencia de que un mundo sin significado lleva a la humanidad a luchar contra este vacío, y que se necesita fuerza, sacrificio y energía para llevar a cabo esta revuelta.​ De esta protesta esencial surge la solidaridad y el compromiso con los valores personales, ya que «el hombre necesita exaltar la justicia para luchar contra la injusticia, y crear felicidad para rebelarse contra un universo de infelicidad». Para Camus, sin embargo, «la fidelidad no es, por sí misma, una virtud».​
Como base de la rebeldía social y política, entonces, se encuentra la rebeldía metafísica, definida como «el movimiento por el cual un hombre se alza contra su condición y la creación entera».​ El rebelde metafísico invoca de manera implícita un juicio de valor en nombre del cual niega su aprobación a la condición que le ha sido impuesta. Él se alza contra un mundo destrozado para reivindicar su unidad.

En el desarrollo del problema del absurdo, de la moralidad y de la revuelta, Camus conjunta el compromiso y una postura de distanciamiento. Este distanciamiento lo hace mantener una actitud crítica frente a distintas formas de poder político y económico; por lo tanto, su rebeldía tenía una base moral, más que política.​
Camus se relaciona con Sartre en el sentido de que ambos defienden el sinsentido del mundo y de la historia humana (pues no hay un objetivo o propósito que es dado independientemente al ser humano); sin embargo, él no es el origen del pensamiento de Camus. Quien puede ser considerado como su influencia principal es Nietzsche. Camus sostenía que este filósofo representaba el advenimiento del nihilismo, y que pudo ver al ser humano como el único ser capaz de apropiarse de este nihilismo.
Sin embargo, Camus no es considerado meramente nietzscheano; por un lado, se preocupó por la injusticia en las sociedades de manera más intensa que el filósofo alemán, y por otro, aunque nunca abandonó la idea de que el mundo no tiene un significado último, cada vez se centró más en la idea de rebeldía contra la crueldad y la opresión, lucha que opacó a la revuelta contra la condición humana como tal, concebida como falta de sentido.​
Obras principales
Camus desarrolló sus ideas a través de la creación literaria y de una serie de ensayos que se alejan de las normas de escritura meramente filosófica. En esta sección, se nombran algunos de sus textos no ficcionales más sobresalientes.
El hombre rebelde (1951)
Camus pasó de su idea inicial del absurdo a la idea de una rebeldía moral y metafísica. En este trabajo, explora la relación de esta idea con la revolución histórica-política. Este texto representó una ruptura con el marxismo y con el existencialismo, y provocó un fuerte antagonismo entre Camus y Jean-Paul Sartre.
El mito de Sísifo (1942)
En esta obra Camus desarrolló ampliamente el concepto del absurdo. Discute el problema de valor de la vida, y se basa en la metáfora de Sísifo, de la mitología griega, para abordar su concepción de la vida humana: Sísifo empuja eternamente una piedra hasta la cima de una montaña, sólo para dejarla caer. De este texto es la célebre frase: «Sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el problema del suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía».
El revés y el derecho (1937)
Es una serie de ensayos sobre su vida en Argelia y algunos viajes que realizó en su juventud. Camus considera que esta obra de juventud es el germen del pensamiento que desarrollaría a lo largo de su vida. En este texto conjunta dos polos: el revés representa el silencio del mundo y la aparente ausencia de valor de la vida; y el derecho, la belleza y la aceptación de lo incomprensible del mundo.
Reflexiones sobre la guillotina (1957)
Este texto es una disertación en contra de la pena de muerte. En él se expresa claramente su preocupación por la reducción de la violencia. Considera como uno de los mayores crímenes al asesinado premeditado e institucionalizado a través de los mecanismos del estado.​
Camus y la literatura
Cuando un filósofo busca discutir temas como la libertad humana, la autenticidad, el compromiso y las relaciones interpersonales, su tratamiento es inevitablemente abstracto y expresado en términos de conceptos generales o universales. Para Camus, la literatura es una forma de explorar estos problemas en términos de acciones, predicamentos, opciones y acciones individuales. De esta manera, distintos temas que han sido tratados de manera abstracta y general, pueden expresarse de manera concreta y se pueden materializar como expresión dramática.55​
Visión estética
Camus concibe al arte como una manera de moldear el mundo más allá de su forma actual, de manera que los conflictos dentro de él puedan ser focalizados.​ La importancia de resaltar la parte conflictiva de la realidad reside en que, para Camus, el arte es vehículo del pensamiento. De esta manera, se aleja de la búsqueda de representación del mundo en sí, y por lo tanto, de las estéticas de corte realista. Se le ha vinculado, por un lado, con el arte existencialista, y por otro, con el teatro del absurdo.
En la estética de Camus, la ficción no representa la realidad externa, sino que es una expresión libre e inmediata del pensamiento humano.​ Él criticaba la separación entre arte y filosofía, y sostenía que la unidad de propósito del absurdo es una sola: “No hay fronteras entre las disciplinas que el hombre se propone para comprender y amar. Se interpretan, y la misma angustia los confunde”.
Sus novelas han sido interpretadas también como obras de protesta que actualizan algunos elementos generales de la tragedia griega, ya que hay una oposición entre el individuo y la sociedad que frustra o destruye sus valores. Así pues, el protagonista intenta conformar una serie de principios a partir de los cuales llevar su vida, en un mundo donde la disparidad entre el ideal —lo que el hombre busca— y lo real —lo que encuentra— es tan grande, que reduce su existencia entera a la incoherencia.
El acto de creación
Para Camus, la creación es una forma de rebeldía humana contra el absurdo. El artista pretende reformular el mundo y dotarlo, a través del estilo, de la coherencia y la unidad de las que carece. Para esto, selecciona fragmentos de la realidad y los combina libremente, lo cual crea en el arte ciertos valores que no existen de manera constante en el mundo, pero que el artista percibe e intenta rescatar del flujo de la historia.
Camus sostenía que Hegel había propiciado el pensamiento nihilista al considerar la historia como una reconciliación entre lo singular y lo universal. Así, la historia dejó de ser considerada como única fuente de valores. Camus cree que esta reconciliación se da de manera más clara en el arte, dado que la exigencia de la rebelión es, en gran medida, una exigencia estética. Camus proclama que el goce absurdo por excelencia es creación, y cita a Nietzsche: “El arte y nada más que el arte. Tenemos el arte para no morir de la verdad”.
Para Camus, a través de la obra de arte se mantiene la tensión frente al mundo, y por lo tanto, ésta mantiene despierta la consciencia y conforma a la rebelión como fidelidad a lo absurdo. Sin embargo, no considera al arte como un remedio espiritual, ya que, más que ser un refugio de lo absurdo, la obra de arte es un fenómeno absurdo por sí misma.
Camus piensa que la obra absurda se logra a partir el triunfo de lo carnal, lo cual provoca el renunciamiento de la inteligencia a razonar sobre lo concreto:
"... la obra de arte encarna un drama de la inteligencia, pero no lo demuestra sino indirectamente. La obra absurda exige un artista consciente de estos límites y un arte en el que lo concreto sólo se describa a sí mismo. No puede ser el fin, el sentido y el consuelo de una vida. Crear o no crear no cambia nada. El creador absurdo no se atiene a su obra. Podría renunciar a ella. Le basta con una Abisinia".
Con la renuncia del pensamiento a la universalidad, el sistema ya no se separa de su autor, lo cual facilita expresar las ideas filosóficas por medio de la creación novelesca.
Obras principales
El extranjero (1942)
Esta novela muestra la alienación propia del siglo XX a partir de un personaje que se ha interpretado como la imagen de lo que Camus concebía como el hombre absurdo. En esta obra, Camus explora la idea de la acción sin significado dentro de la consciencia del absurdo. El protagonista es condenado a muerte, pero, más que por matar a un hombre, la condena responde a que éste nunca dice más que lo que siente y a que no se conforma con las demandas de su sociedad.
La caída (1956)
La caída muestra la preocupación de Camus por el simbolismo cristiano y expone de manera irónica las formas más complacientes de la moralidad humanista secular.66​ Por otro lado, la obra trata el problema del mal. El protagonista, Clamence, se refiere a la “duplicidad básica del ser humano”, y expresa que el origen del mal es el humano mismo.
La peste (1947)
En La peste, Camus trata de manera simbólica una epidemia en Oran. Los personajes se preocupan más por encontrar la dignidad y la fraternidad humana que por acabar con la epidemia misma.​ Esta obra explora la pregunta de si puede o no existir un santo ateo. El hombre absurdo vive sin Dios. Pero eso no significa que no pueda entregarse al bien de los demás hombres a través del auto sacrificio. Si lo hace sin esperanza de una recompensa, y consciente de que no es significativa ninguna forma específica de actuar, muestra la grandeza del ser humano precisamente en esta combinación entre el reconocimiento de la futilidad última y una vida llena de un amor que lo lleva al sacrificio. Expresa que se puede ser santo sin ilusión.​
Polémica Sartre-Camus
Un aspecto que ha llamado la atención sobre la trayectoria de Camus es el fuerte conflicto con el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre, el cual surgió a partir de la publicación de El hombre rebelde. Sartre se había vuelto cercano al comunismo, y aunque nunca fue parte del Partido Comunista, estaba comprometido con un proyecto que combinaba el existencialismo y el marxismo.
Camus, aunque renegaba del nombre de existencialista, estaba convencido que el existencialismo y el marxismo eran incompatibles, y que el marxismo constituía una secularización del pensamiento cristiano, en el cual se sustituía la figura de Dios por la idea del movimiento de la historia. Esto llevaba, por lo tanto, a la muerte de la libertad, encarnada en los horrores del estalinismo. Como contraparte, decía que la democracia burguesa reemplazaba la misma figura de Dios por el principio, un tanto ambiguo, de la razón. En nombre de la libertad, la sociedad burguesa justificaba la explotación y la injusticia social.
A partir de esta diferencia de visión, Camus y Sartre sostuvieron una célebre polémica en la revista Les Tempes Modernes a inicios de los años cincuenta. Los lectores de la publicación, y especialmente Sartre, consideraron a Camus un idealista “iluso y romántico”, que se complacía en transponer a términos morales e individuales cualquier análisis de la realidad (en la época, la dinámica era inversa: llevar a términos colectivos e ideológicos los dilemas personales).
Aunque el corte de Les Tempes Modernes era de izquierda no comunista, en esta época, su director, Sartre, se había acercado especialmente al estalinismo; el filósofo, en las páginas de esta publicación, expresa: “Todo anticomunista es un perro rabioso”. El hombre rebelde, por lo tanto, provocó una incomodidad por parte de los lectores y los directores de la revista.
Varios meses después de la publicación de la obra de Camus, nadie se había dado a la tarea de hacer una reseña crítica sobre ésta, por lo cual Sartre comisiona a Francis Jeason, joven fuertemente influido por la filosofía sartriana, para escribirla. El texto de Jeason aparece en la edición del mes de mayo de 1954 de Les Tempes Modernes. Con él quedó abierta la polémica. La réplica de Camus, así como las contra-réplicas por parte de Jeason y Sartre, se publicarían en el número del mes de agosto.
La polémica se ha publicado de manera independiente en distintas ediciones en francés y en español. Según algunos biógrafos de Camus, como son H. Lottman y O. Todd, la herida provocada por esta polémica con Sartre, al cual Camus consideraba íntimo amigo, incidió incluso en su trayectoria literaria. En este sentido, La caída ha sido interpretada como una ficción elaborada a partir del recuerdo del enfrentamiento.
Sin embargo, existen corrientes de opinión que afirman que esta ruptura nunca tuvo lugar realmente. La confusión entre las cartas a Sartre enviadas en la década del 1932 al 1954 fue el indicador de que Camus negaba su influencia, achacándola a "malentendidos intencionados". Futuras indagaciones siembran dudas sobre la autoría real de esas cartas.
Filmografía
La novela El extranjero fue llevada al cine en 1967 por Luchino Visconti aunque sin mucho éxito, tal vez por lo difícil que resulta plasmar esta obra cinematográficamente. Por su parte, La peste tuvo también su versión fílmica, dirigida en 1992 por Luis Puenzo. En 2011 se estrenó El primer hombre (t. o.: Il primo uomo), película dirigida por Gianni Amelio, basada en la novela homónima de Camus, que fue la última y que no terminó. El argumento, autobiográfico, se centra en el regreso de Jean Cormery, alter-ego del escritor, a su país natal, donde evoca sus recuerdos de infancia, la vida en una familia pobre, con su madre viuda y su tío, y con el profesor de escuela que le sirvió de motivación para leer y dedicarse a la literatura. En 2014, David Oelhoffen dirige la película Loin des hommes (Lejos de los hombres), basada en el relato "L'Hôte" ("El invitado"), uno de los cuentos del libro L'Exil et le royaume.


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