El
Centinela
Arthur
C. Clarke
La próxima vez que
veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad cuidadosamente al borde
derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la
curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un óvalo pequeño y
oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es
la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna,
llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de
diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no
había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de
1966.
Nuestra expedición era
importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado volando nuestros
suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a
ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes
destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser
cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte
del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan
corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de
tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores
oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo - o
selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo que exploraba la
región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas,
bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar,
hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra,
estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos
fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna Sobre la
tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros
tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de
humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la
ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado nuestro
viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo
terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo media docena de veces
al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales
interesantes, o colocar indicaciones para gula de futuros viajeros. Era una
rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente
emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir cómodamente durante un mes
en nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades
siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves
espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre
el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente
enviaba un SOS en caso de verdadera necesidad. Acabo de decir que no había nada
estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno
no podía nunca cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que
las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de
aquel desaparecido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser
revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte
ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales
lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica
cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación,
retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos
quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa
sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar.
A bordo del tractor
seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00 enviábamos el mensaje
final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían
todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche hasta que
nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el
desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien
siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,
cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces
difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan
normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña
lentitud con que caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar
el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina. Después
de tantos años, recuerdo aun vívidamente aquel instante, pues la radio acababa
de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, «David de la Roca
Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando
nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante,
haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior.
Mientras estaba de pie
junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa terrestre, que las
salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las
paredes de la montaña que cubría todo el horizonte meridional, extendiéndose
hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la
Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más
cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural,
no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi
imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas
tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura,
como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado
hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más
cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la
superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte
estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia los
picos que ningún hombre había escalado aún, picos que, antes de llegar la vida
a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían
sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana
promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor
que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por encima de ellos las estrellas
brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la
Tierra.
Apartaba yo la mirada
cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran promontorio
que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Era
un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al
cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna superficie
lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba directamente hacia
mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante,
los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras
del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azulblanca, al incidir sobre
ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de
saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de
observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de díez centímetros.
Pude ver lo suficiente
para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, los picos de las
montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba
la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y sin embargo,
parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era
extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente enigma, forzando
mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina
me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje
de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana
discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las
montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos
buscando minerales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por
la radio. Mis compañeros mantenían que era absolutamente cierto que no había
habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres
vivientes que habían jamás existido allí, eran unas cuantas plantas primitivas
y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier
otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo.
- Escuchadme - dije al
fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para tranquilidad de conciencia.
Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura - es decir,
solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo.
En todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me
proporciona una excelente excusa.
- Si no te rompes la
cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición cuando volvamos a
la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará «La
Locura de Wilson».
- No me romperé la
cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a
Helicon?
- ¿Pero no eras
bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente Louis.
- Eso. - dije con gran
dignidad - es otra razón más para ir.
Aquella noche nos
acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del
promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen
alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro
conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina.
A primera vista,
aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera
que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos
son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo
lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros en la Luna
puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera
parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había
sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado
esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si
fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e
informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión antes de partir de
nuevo.
De hora en hora nuestro
horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la llanura se fue
haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del
Mare, incluso los picos de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento
sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan planas como el Mare Crísium,
y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres
kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres
hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía
invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas
empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de nosotros, aquel gran
creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante.
El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero
la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y
menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez
días sería un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de
medianoche, cincuenta veces más brillante que la luna llena. Pero teníamos que
salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para
siempre.
En el interior de
nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de
refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos.
Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y
para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett,
probablemente que aquella era la aventura más descabellada en que se había
metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la
ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y le
sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda
la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido
especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había
antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta
kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí,
sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos
desolados yermos. Casi con seguridad no sería sino una roca astillada hacía
siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y
brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca
dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos
parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla
metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera
vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la cuerda. Al
tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos
arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró
ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del
vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme,
comencé la ascensión final.
Incluso contando mi
traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con
las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y
saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando enfrente de mí.
Debéis comprender que
hasta aquel momento había estado casi convencido de que no podía encontrar allí
nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido
precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia
adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había
comenzado.
Me encontraba ahora
sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido
lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los meteoros en su
caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables
inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura
aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en
la roca.
Probablemente ninguna
emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una
inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna,
y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única
vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los
primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una
civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de que había
llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era
suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a
funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edificio,
un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un
edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me
preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de
algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la
vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en vano!
Adelanté una docena de
pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución
me impidió acercarme demasiado. Sabía algo de arqueología, e intenté adivinar
el nivel cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y
levantado aquellas brillantes superficies especulares que deslumbraban aún mis
ojos.
Los egipcios pudieron
haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños
materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al
pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar que quizá estaba
contemplando la obra de una raza más adelantada que la mía. La idea de que la
Luna había poseído alguna inteligencia era aún demasiado inusitada para ser
asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.
Y entonces observé algo
que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo
tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho
que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba también cubierta por
algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la
superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo perturben. Y sin
embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un
círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la
protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del
espacio.
Algo gritaba en mis
auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacía
algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé
para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo
señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia
el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el guijarro hubiese desaparecido en aquella
barrera invisible, pero parecía tocar una superficie lisa, hemisférica, y
resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que
estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia
raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas
que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen,
operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las
radiaciones que el hombre había capturado y dominado durante el pasado siglo.
Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si
hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces
me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y estaba de pie e inmóvil a
mi lado. Parecía haberse olvidado de mí, de modo que no le perturbé, sino que
me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos.
Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los
hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí. Levanté los ojos hacia la
media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían
cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su
trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa
sobre la cual debían trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o,
antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida?
No me preguntéis por
qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la
primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella
aparición cristalina había sido construida por alguna raza perteneciente al
remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora fuerza, se hizo en
mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo mismo.
En veinte años no
habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas En veinte años no
habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas
degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin,
podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia. Miré
nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que
se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa
alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues
me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento,
pero yo tampoco soy de aquí. »
Hemos tardado veinte
años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del
interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo
rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto
los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que encontré en la
montaña.
Carecen de sentido. Los
mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de la pirámide, pertenecen
a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a
la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos
obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que
sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni
tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber
construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta
nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña, antes de
que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo
tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a
través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino.
Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus
constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo presumo:
Hay cerca de cien mil
millones de estrellas en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que
otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las
alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales civilizaciones, lejanas
en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un
Universo tan joven que la vida había llegado solamente a un puñado de mundos.
De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de
dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien
compartir sus pensamientos.
Debieron de haber
estado buscando por los racimes de estrellas del modo que nosotros rebuscamos
por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas partes, pero debían de
estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia
Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que manchaba aún su cielo, cuando
aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más
allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no
podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas
interiores, calentándose al calor del Sol y esperando que comenzasen sus
historias.
Aquellos vagabundos debieron
de haber contemplado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y
el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol.
Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y
quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron
un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para
que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las
edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que nadie lo había
descubierto.
Quizá comprenderéis por
qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la
Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que estaban aún
luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra
civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y
escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las
razas inteligentes tienen que enfrentarse, más tarde o más temprano. Es un reto
doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última
elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos
superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que encontrásemos
la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales y aquellos cuyo
deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen
ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy muy viejos, y los
viejos tienen con frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la
Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas
vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan prosaico, diré que hemos
roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino
esperar.
Y no creo que tengamos
que esperar mucho.
Arthur Charles Clarke
(Minehead, Inglaterra; 16 de diciembre de 1917-Colombo, Sri Lanka; 19 de marzo
de 2008), más conocido como Arthur C. Clarke, fue un escritor y científico
británico. Autor de obras de divulgación científica y de ciencia ficción, como
la novela “2001: Una odisea del espacio”, “El centinela” o “Cita con Rama” y
coguionista de la película “2001: Una odisea del espacio”.
Clarke y la ciencia
ficción
Comenzó a escribir
ciencia ficción al finalizar la guerra. Su primer cuento publicado fue Partida
de Rescate, que apareció en el número de mayo de 1946 de Astounding y que le
sirvió como punto de partida de una fructífera carrera. Entre sus primeros
relatos destaca El centinela (The Sentinel), que sirvió de base para su novela
2001: Una odisea espacial (1968) y para la película del mismo nombre del
director Stanley Kubrick.
Se pueden diferenciar
claramente tres etapas en su producción:
Las novelas
utópico/humanistas de los 50, principalmente El fin de la infancia, La ciudad y
las estrellas y la propia 2001: Una odisea espacial.
La rigurosidad
científica de los 70, por la que será incluido entre los autores de ciencia
ficción dura, con obras como Cita con Rama y sobre todo Las fuentes del
paraíso.
Una última etapa a
finales de los 80 y en los 90, donde Clarke comparte la coautoría de sus
principales títulos, cerrando grandes sagas (RAMA y 2001), y viéndose un perfil
claramente político/social como en Factor Detonante o Sismo Grado 10, sin
perder el carácter de obra de ciencia ficción.
Estilo
Muchos de sus relatos
iniciales giran alrededor de una trama científica, a la que gustaba de adornar
con un final sorprendente. Resuelve la mayoría de sus obras con un tono
generalmente aséptico, sin florituras ni artificios, dejando que sean las ideas
encerradas las que mantengan la atención del lector. Este estilo solo se rompe
para permitir cierto grado de fino humor elaborado.
En cuanto a sus temas,
giran en torno a dos ideas fundamentales: optimismo por los beneficios del
progreso científico (por lo que destacó en una época de cierto desaliento tras
el lanzamiento de las bombas atómicas), y el encuentro con especies y culturas
superiores (siempre en un tono muy paternalista). En el cuarteto de las Odiseas
llama a la cultura superior «los primogénitos», labradores en el campo de las
estrellas, que dejaron su "semilla" en nuestro sistema solar en forma
de monolitos, como el que se observa en la cinta de Stanley Kubrick. Como
divulgador científico, ha sido siempre comparado por su claridad y amenidad con
otro coetáneo: Isaac Asimov.
Obras
Novelas
Odisea espacial
1968: 2001: Una odisea
espacial
1982: 2010: Odisea dos
1987: 2061: Odisea tres
1996: 3001: Odisea
final
Cita con Rama
1973: Cita con Rama
1989: Rama II (con
Gentry Lee)
1991: El jardín de Rama
(con Gentry Lee)
1993: Rama revelada
(con Gentry Lee)
Otras novelas
1946: A la caída de la
noche
1948: El león de
Comarre
1951: Preludio al
espacio
1951: Las arenas de
Marte
1951: El centinela
1952: Islas en el cielo
1953: El fin de la
infancia
1955: Claro de Tierra
1955: La estrella
1956: La ciudad y las
estrellas
1957: En las
profundidades. Traducido al español también como Terror bajo el mar
1961: Naufragio en el
mar selenita
1975: Regreso a Titán
1979: Las fuentes del
paraíso
1986: Cánticos de la
lejana Tierra
1987: Cánticos de la
lejana Tierra
1987: Venus Prime
(serie con Paul Preuss)
1988: Cuna (con Gentry
Lee)
1990: Tras la caída de
la noche (con Gregory Benford)
1990: El espectro del
Titanic
1993: El martillo de
Dios
1996: Sismo grado 10
(con Mike McQuay)
1999: Factor detonante
(con Michael Kube-McDowell)
2000: Luz de otros
tiempos (con Stephen Baxter)
2007: El ojo del tiempo
(con Stephen Baxter)
2008: El último teorema
Colecciones de relatos
1953: Expedición a la
Tierra (incluye El Centinela)
1956: Alcanza el mañana
1957: Cuentos de la
Taberna del Ciervo Blanco
1961: Relatos de diez
mundos
1972: El viento del
Sol: relatos de la era espacial
1990: El centinela
1991: Cuentos del
Planeta Tierra ISBN 84-406-2013-6
1944: fuegos internos
Divulgación
1950: Vuelos
interplanetarios. (Introducción a la astronáutica).
1962: Los Secretos del
Futuro. (Un intento de definir los límites dentro de los cuales está encerrado
el posible futuro de la humanidad).
1967: El Hombre y el
Espacio. Colección científica de la revista LIFE en español
1975: El desafío de la
nave espacial
1986: 20 de julio de
2019. La vida en el siglo XXI
1992: El mundo es uno
(sobre la historia de las telecomunicaciones).
Premios
Nebula de 1973, Hugo,
Locus y John W. Campbell Memorial de 1974 a la mejor novela por Cita con Rama.
Hugo de 1980 a la mejor
novela por Las fuentes del paraíso.
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