ALGO
PARA NOSOTROS, TEMPONAUTAS
Philip
K. Dick
Addison Doug avanzaba,
con aire exhausto, por el largo sendero de lajas redondas
hechas de madera
sintética, paso a paso, la cabeza baja y como si le agobiase un
enorme dolor físico. La
joven le veía llegar, sufriendo ella también al darse cuenta de su
dolor y su cansancio,
pero al mismo tiempo se alegraba de que al menos estuviese allí.
Paso a paso el hombre
avanzó hacia ella sin levantar la cabeza, automáticamente...
como si hubiese
recorrido aquel camino muchas veces, pensó ella de pronto. Conoce
el camino demasiado
bien. ¿Por qué?
—¡Addi! —gritó y echó a
correr hacia el hombre con deseos de ayudarle—. Dijeron
por la televisión que
estabas muerto. ¡Que todos habíais muerto!
El hombre se detuvo y
con una mano esbozó el gesto de echarse hacia atrás el
pelo, que ya no era
largo. Se lo habían cortado antes del lanzamiento. Pero sin duda lo
había olvidado.
—¿Crees algo de lo que
ves en la televisión? —dijo, y siguió avanzando, con
pausas y vacilante,
pero sonriendo ahora. Alargó la mano hacia ella.
«Dios, qué bueno es
poder tocarle y sentir sus manos en mí —pensó la joven—.
Aún tiene más fuerzas de
las que yo creía.»
—Estaba a punto de
buscar a alguien —jadeó—. Alguien que te reemplazase.
—Te rompo la cabeza si
lo haces —contestó él—. De todas formas no es posible,
nadie puede
reemplazarme.
—Pero ¿qué pasó con la
implosión, al volver? Dicen que...
—Lo he olvidado
—contestó él con el tono que solía usar cuando quería decir: no
voy a hablar de ello.
Este tono la había irritado siempre antes, pero no ahora. Esta vez
se dio cuenta de lo
horrible que debía de ser el recuerdo—. Voy a quedarme en tu casa
un par de días
—continuó él diciendo, mientras avanzaban juntos por el sendero hacia
la puerta abierta de la
casa, en forma de A—. Quiero decir, si estás de acuerdo. Benz y
Crayne se reunirán
conmigo más tarde. Quizá esta misma noche. Tenemos mucho que
hablar y que calcular.
—Entonces,
sobrevivisteis los tres —dijo ella mirando su rostro demacrado—. Nada
de lo que dijeron en la
televisión... —Comprendió al fin, O creyó comprender—. Era una
historia inventada. Por
razones políticas o para engañar a los rusos, me imagino. Para
que la Unión Soviética
crea que el lanzamiento fue un fracaso, debido a vuestra
entrada, al volver...
—No —dijo él—. Un
crononauta ruso se reunirá con nosotros, probablemente. Para
ayudarnos a calcular lo
que ha sucedido. El general Toad dice que hay ya uno en
camino hacia aquí. Ya
le han concedido el pase. A causa de la gravedad de la situación.
—¡Dios mío! —exclamó la
muchacha, sorprendida—. Entonces, ¿para quién
inventaron esa
historia?
—Vamos a beber algo
primero —dijo Addison—, y luego intentaré explicarte lo que
yo sé.
—Lo único que tengo de
momento es un poco de brandy californiano.
Addison dijo:
—No importa lo que sea.
Bebería cualquier cosa, tal y como me siento.
Se derrumbó sobre el
sofá, echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un suspiro
agobiado, mientras la
joven se apresuraba a preparar bebida para los dos.
La radio del coche estaba diciendo:
«...Apenados ante el trágico giro que han
tomado los acontecimientos,
a partir de un imprevisto...»
—Palabrería oficial
—dijo Crayne cerrando el aparato. Iba en el coche con Benz y
les resultaba difícil
encontrar la casa. Sólo habían estado allí una vez. Crayne pensó
que era una manera
bastante informal de reunirse en conferencia para un asunto de tal
importancia, esto de
darse cita en casa de la chica de Addison, allí en las afueras de
Ojai. Tenía la ventaja,
sin embargo, de que no les molestarían los curiosos. Y no disponían de mucho
tiempo. Aunque esto era difícil de saber. Nadie podía asegurarlo.
A ambos lados de la
carretera se velan colinas que en un tiempo estuvieron
cubiertas de bosques.
Ahora los caminos de entrada a las casas y las irregulares
carreteras de plástico
fundido estropeaban el paisaje por todas partes, pensó Crayne.
—Apuesto a que esto fue
muy hermoso en el pasado —le dijo a Benz, que iba
conduciendo.
—La Floresta Nacional
de los Padres no queda lejos de aquí —contestó Benz—.
Me perdí en ella una
vez cuando tenía ocho años. Pasé horas y horas en el bosque,
pensando que iba a
morderme una serpiente de cascabel. Cada rama que veía me
parecía una serpiente.
—Bueno, pues ya te ha
mordido ahora —dijo Crayne.
—A todos nosotros
—añadió Benz.
—Sabes —dijo Crayne—,
es una experiencia terrible esto de estar muerto.
—Habla por ti.
—Pero técnicamente...
—Si haces caso de lo
que dice la radio y la televisión —dijo Benz volviendo hacia él
su cara de gnomo, muy
seria—, no estamos más muertos que la demás gente que vive
en este planeta. La
única diferencia es que la fecha de nuestra muerte está inscrita en
el pasado, mientras que
la de los otros corresponde a un momento incierto del futuro.
Algunos de ellos la
tienen bien fijada, sin embargo; por ejemplo, los que están en un
hospital de cancerosos.
Para ellos es tan seguro como lo es para nosotros. Más aún.
Fíjate en esto: ¿cuánto
tiempo podemos quedarnos aquí antes de tener que regresar?
Disponemos de un margen
que los cancerosos graves no tienen.
Crayne respondió con
acento cáustico:
—Pronto vas a decirme
que hemos de alegrarnos por no sentir dolores.
—Addi los tiene. Le vi
partir dando bandazos esta mañana. Los tiene
psicosomáticarnente y
se han convertido en una dolencia física. Como si Dios le
estuviese metiendo la
rodilla en el cuello. Lleva demasiado peso sobre sí y no es justo.
Pero no se queja en voz
alta. Sólo de vez en cuando enseña sus llagas —sonrió al
decir esto.
—Addi tiene más razones
para vivir que nosotros.
—Todo hombre tiene más
razones para vivir que ningún otro hombre. Yo no tengo
una chica con la que
acostarme, pero me gustaría ver las puestas de sol sobre
Riverside Freeway unas
cuantas veces más. No son las cosas que tienes para vivir lo
que cuenta, sino las
ganas que tienes de verlas, las ganas que tienes de estar ahí.
Eso es lo más triste de
nuestro caso.
Continuaron rodando en
silencio.
Los tres temponautas
estaban sentados, fumando, en el saloncito de la casa de la
joven. Se lo tomaban
con calma. Addison Doug estaba pensando que la chica tenía
una expresión más
provocativa y deseable que nunca, con su suéter blanco muy
ajustado y su microfalda.
Ojalá que no estuviese tan provocativa. Él no tenía fuerzas
para eso ahora, tal y
como se sentía por dentro. Demasiado cansancio.
—¿Sabe ella de lo que
se trata? —preguntó Benz señalando a la chica—. Quiero
decir, ¿podemos hablar
abiertamente? ¿No le sorprenderá demasiado?
—Aún no le he dado
ninguna explicación —dijo Addison.
—Pues será mejor que lo
hagas —comentó Crayne.
—¿Qué es lo que ocurre?
—dijo ella, con un sobresalto, poniéndose una mano
entre los dos
montículos de sus pechos, como si quisiera tocar algún símbolo religioso
que no estaba allí.
Addison se quedó pensativo un momento.
—Fuimos aspirados al
hacer la entrada —dijo Benz, que era realmente el más cruel
del grupo. O por lo
menos el más brusco—. Verá usted, señorita...
—Hawkins —dijo ella en
un susurro.
—Encantado de
conocerla, señorita Hawkins —dijo Benz observándola de arriba
abajo con su habitual
frialdad—. ¿Tiene usted además un nombre?
—Merry Lou.
—Muy
bien, Merry Lou —dijo Benz. Los otros dos hombres observaban la escena en
silencio—. Parece uno de esos nombres que las camareras llevan cosidos en la blusa.
«Me llamo Merry Lou y voy a servirle la cena, y el desayuno, y el almuerzo durante
los próximos días, o durante los días que sean hasta que abandonen la partida y
vuelvan a su propio tiempo. Serán cincuenta y tres dólares y ocho centavos, por
favor; propina no incluida. Y espero que no vuelvan nunca, ¿me oye?»
—Había
empezado a temblarle la voz. Y el cigarrillo también—. Lo siento, señorita
Hawkins — dijo, y añadió luego—: Estamos todos desquiciados con este lío de la
entrada. La implosión, ya sabe. Tan pronto como llegamos nos enteramos de la
cosa. En realidad, lo hemos sabido antes que nadie.
—Pero no podíamos hacer
nada —dijo Crayne.
—Nadie puede hacer nada
—le dijo Addison, y le pasó el brazo por la cintura.
Parecía una escena
vivida previamente, y de pronto comprendió. Estamos en un
círculo cerrado, y
seguimos dando vueltas y vueltas por él, tratando de resolver el
problema de entrada,
imaginando siempre que es la primera vez, la única vez.., y sin
resolverlo nunca. ¿Qué
número hace esta tentativa? Quizá sea la millonésima. Quizá
nos hemos sentado aquí
un millón de veces, analizando los mismos hechos una vez y
otra y sin llegar a
ningún sitio. Se sentía cansado hasta la médula, al pensar esto. Y
experimentó al mismo
tiempo una especie de odio filosófico que envolvía a los otros
dos hombres, porque
ellos no tenían este enigma que resolver. Todos vamos al mismo
sitio, como dice la
Biblia. Pero.., lo que pasa es que nosotros tres hemos estado allí ya.
Estamos allí, en este
mismo momento. De manera que es tonto pedimos que
permanezcamos en la
superficie de la Tierra y discutamos y nos preocupemos tratando
de averiguar lo que ha
funcionado mal. Eso son nuestros herederos quienes tendrían
que hacerlo. Nosotros
ya hemos hecho bastante.
No lo dijo en voz alta,
sin embargo. Por los otros.
—Quizá tropezasteis con
algo —sugirió la joven.
Mirando hacia los otros
dos, Benz dijo, con sarcasmo:
—Sí, quizá «tropezamos»
con algo.
—Los comentaristas de
la televisión continúan diciendo eso—insistió Merry Lou—.
Que el peligro de la
entrada estaba en encontrarse fuera de fase espacial y, por lo
tanto, chocar con algún
objeto tangente a nivel molecular. Cualquier objeto... —hizo un
gesto al llegar aquí—.
Ya sabéis, «dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar al
mismo tiempo». De modo
que todo saltó, por esta razón.
Hizo una pausa y miró
en torno, con aire interrogador.
—Ese, desde luego, es
el mayor agente de riesgo —asintió Crayne—. Por lo
menos en teoría, según
calculó el doctor Fein, de planteamiento, cuando llegaron a la
cuestión de
imprevistos. Pero disponíamos de muchos sistemas de seguridad, con tal
de que funcionasen
automáticamente. La entrada no podía tener lugar a menos que
estos aparatos nos
hubiesen estabilizado espacialmente, para que no nos
amontonásemos sobre
algo. Naturalmente todos ellos pueden haber fallado en
secuencia. Uno detrás
de otro. Estuve haciendo todas las comprobaciones en el
momento del lanzamiento
y todas ellas coincidían en que estábamos en la fase
conveniente, en aquel
momento. No oí tampoco ninguna señal de aviso.
De pronto dijo Benz:
—¿Os dais cuenta de que
nuestros más próximos parientes son ahora ricos? Les
corresponden todas las
primas de nuestros seguros de vida federales y comerciales.
Nuestros «parientes más
próximos»... ¡Dios del cielo! Pero si somos nosotros mismos.
Podemos pedir el pago
de muchos miles de dólares, en mano. Entrar en la oficina de
seguros y decir
simplemente: estamos muertos. Venga la pasta.
Addison Doug estaba
pensando en los funerales públicos. Lo tenían ya todo
preparado, para después
de las autopsias. Aquella larga hilera de «Cadillacs» negros
desfilando por
Pennsylvania Avenue, seguida de todos los dignatarios del Gobierno y
de todos los condenados
científicos. Y nosotros estaremos allí. No de una manera, sino
de dos: dentro de los
féretros de roble, con incrustaciones de metal y las banderas por
encima, y al mismo
tiempo de pie, en coches abiertos, saludando a la muchedumbre
del cortejo fúnebre.
—Las ceremonias —dijo
en voz alta.
Los otros se quedaron
mirándole, sin acabar de comprender. Y luego, uno tras el
otro, comprendieron.
Pudo verlo en sus rostros.
—No —dijo Benz, con voz
ronca—. Eso no es posible.
Crayne sacudió la
cabeza con énfasis:
—Nos darán la orden de
estar allí, y allí estaremos. Cuestión de disciplina.
—¿Tendremos que sonreír
también? —exclamó Addison—. ¿Sonreír como
cabrones?
—No —dijo el general
Toad lentamente, su cabeza de pavo oscilando sobre su
cuello de escoba. Tenía
la piel ajada y llena de manchas, como si el gran peso de las
condecoraciones que
colgaban de su pecho y del cuello rígido de su guerrera hubiesen
iniciado un proceso de
ruina en su organismo—. No tienen ustedes que sonreír, sino,
por el contrario,
adoptar una actitud condolida, como corresponde a las circunstancias.
A tono con el duelo
nacional que preside la ocasión.
—Eso va a resultar un
tanto difícil —dijo Crayne. El crononauta ruso no dijo nada.
Su cara angulosa de
pájaro, que aún parecía comprimida bajo los auriculares de
traducción simultánea
adosados a sus orejas, parecía abstraída y preocupada.
—La nación entera
notará su presencia entre nosotros, una vez más, durante este
breve intervalo. Las
cámaras de todas las cadenas de televisión del país apuntarán
hacia ustedes sin
previo aviso y los comentaristas han sido ya instruidos para que le
digan al público lo
siguiente. —Sacó una hoja de papel mecanografiado del bolsillo, se
caló las gafas, se
aclaró la garganta y soltó su perorata—: «Estamos enfocando ahora
tres figuras que vienen
juntas en un coche. No podemos reconocerlas aún del todo.
¿Pueden ustedes?» —el
general Toad bajó la hoja escrita—. Al llegar a este punto
interrogarán también a
sus colegas. Y por fin exclamarán: «Pero Roger»... o Walter, o
Ned, según las
circunstancias del caso...
—O Bill interrumpió
Crayne—, en el caso de que se trate de la cadena Bufonidae que opera desde el
pantano.
El general Toad ignoró
la frase y siguió diciendo:
—En líneas generales
exclamarán: «Pero, Roger, me parece que estamos viendo a
los tres temponautas en
persona. ¿Significa esto que el problema ha sido... » Y el
colega comentador
responderá con voz ligeramente más sombría: «Lo que estamos
viendo en esta ocasión,
creo que es, David (o Henry, o Peter, o Ralph, según los
casos), la primera
comprobación práctica de lo que los técnicos llaman la Actividad del
Tiempo de Salida, es
decir, la ATS. Contrariamente a lo que pudiera parecernos a
primera vista, estos no
son —repito no son— nuestros tres valientes temponautas
propiamente dichos,
sino más bien su imagen, recogida por nuestras cámaras,
suspendida
temporalmente en su viaje hacia el futuro, cuyo destino, en principio, era el
siglo próximo... Pero
según parece hubo una constricción en su lanzamiento y aquí
están ahora, entre
nosotros, en lo que conocemos como el presente.»
Addison Doug cerró los
ojos y se quedó pensando; seguro que Crayne va a
preguntarle ahora si
las cámaras no podrían enfocarle comiendo algodón de azúcar y
con un globo en la
mano. Creo que todos nos hemos vuelto locos con este enredo.
Luego se preguntó:
¿cuántas veces habremos pasado ya por esta estúpida rutina?
«No puedo demostrarlo;
sin embargo —pensó con fatiga—, sé que es cierto.
Hemos estado sentados
aquí muchas veces ya, oyendo estas mismas palabras sin
sentido.» Se estremeció
al pensarlo. Cada palabra que oía...
—¿Qué pasa ahora? —le
preguntó Benz, inquisitivo.
El crononauta soviético
tomó la palabra por primera vez desde su llegada y
preguntó a bocajarro:
—¿Cuál es el máximo
intervalo posible de ATS para su equipo de tres hombres? Y
¿qué porcentaje de este
tiempo se ha consumido ya?
Crayne dijo, al cabo de
una pausa:
—Ya nos instruyeron al
respecto antes de que viniésemos aquí, hoy. Hemos
consumido
aproximadamente la mitad del tiempo de intervalo ATS.
—Sin embargo
—interrumpió el general Toad—, hemos previsto que el Día de
Duelo Nacional caiga
dentro del plazo que aún queda. Esto nos obliga a acelerar la
autopsia y demás
investigaciones forenses, pero en vista del sentimiento público
creímos nuestro
deber...
«La autopsia», pensó
Addison Doug, y de nuevo sintió un estremecimiento. Esta
vez no pudo contenerse
y dijo:
—¿Por qué no dejamos
toda esta tontería para otro momento y nos acercamos a
Patología, para ver
unos cuantos cortes de tejido coloreado en el microscopio? Tal vez
hasta seamos capaces de
dar unas cuantas ideas que ayuden a la ciencia médica a
encontrar algunas de
las respuestas que están buscando. Respuestas, explicaciones,
eso es lo que se
necesita. Explicaciones para problemas que no existen aún. Ya
desarrollaremos los
problemas más tarde. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Quién está
de acuerdo?
—No quiero ver mi
páncreas en la pantalla de proyección —dijo Benz—. Iré al
desfile, pero no estoy
dispuesto a tomar parte en mi propia autopsia.
—Podrías distribuir
cortes microscópicos coloreados de tus propios tejidos entre las
personas que asistan al
desfile —dijo Crayne—. Cada uno de nosotros podría llevar
una bolsita llena de
ellos, como si fuesen confeti. ¿Qué le parece, general? Creo que,
al fin y al cabo,
sonreiremos.
—He estado revisando el
archivo sobre todo lo que se refiere a la sonrisa —replicó
el general Toad,
pasando algunas de las páginas que había apiladas frente a él—. Y el
resultado de esta
revisión demuestra que la sonrisa está fuera de lugar, ya que no
concuerda con el
sentimiento público. De manera que esta cuestión queda cerrada. Por lo que se
refiere a presenciar la autopsia que en estos momentos se está llevando a
cabo...
—Nos la vamos a perder
si nos quedamos aquí sentados —le dijo Crayne a
Addison—. Siempre me
pierdo lo mejor.
Sin hacerle caso,
Addison se dirigió al crononauta soviético:
—Oficial N. Gauki —dijo
en el micrófono que colgaba de su pecho—, ¿cuál cree
usted que es el mayor
terror con el que tiene que enfrentarse un viajero del espacio?
¿Que ocurra una
implosión debida a la yuxtaposición al entrar, como ha sucedido con
nuestro lanzamiento? ¿O
hay otras obsesiones traumatizantes que usted y su
compañero
experimentaron durante su breve pero altamente prometedor viaje
temporal?
N. Gauki respondió,
después de una pausa:
—R. Plenya y yo
intercambiamos opiniones sobre el particular en varias ocasiones.
Creo que puedo hablar
por los dos si digo, respondiendo a su pregunta, que nuestro
miedo más constante era
el de que pudiésemos entrar en un círculo cerrado de tiempo
del que nos sería
imposible escapar.
—¿Se repetiría para
siempre? —preguntó Addison Doug.
—Sí, señor A. Doug
—respondió el crononauta, con un sombrío asentimiento de
cabeza.
Un miedo que no había
experimentado hasta entonces se apoderó de Addison.
Volviéndose hacia Benz
murmuro:
—¡Mierda!
Y quedaron mirándose el
uno al otro.
—No creo que sea esto
lo que haya sucedido —dijo Benz en voz baja al cabo de
unos instantes,
poniendo una mano sobre el hombro de Doug, que es el abrazo de la
amistad—. Simplemente
implotamos al entrar, eso es todo. Tranquilízate.
—¿Podríamos levantar la
sesión pronto? —preguntó Addison, con voz ahogada,
incorporándose en su
silla. El cuarto entero, y la gente que había en él le ahogaban.
«Claustrofobia —pensó—.
Como cuando estando en el colegio proyectaron un test
sorpresa en las
máquinas de enseñanza y vi que no podía pasarlo». Por favor —dijo
sencillamente,
levantándose. Todos se quedaron mirándole con expresiones diferentes.
La cara del ruso era la
más comprensiva y las líneas de su rostro mostraban su
preocupación. Addison
hubiera deseado...—. Quiero irme a casa —les dijo, y se sintió
como un imbécil.
Era ya muy tarde, por
la noche, en un bar del Hollywood Boulevard, y estaba
borracho.
Afortunadamente, Merry Lou estaba con él y lo estaba pasando
estupendamente. Por lo
menos eso decía la gente. Se agarró a Merry Lou.
—El verdadero
significado de la vida —dijo—, su más alta expresión, está en la
pareja hombre-mujer. En
su unidad absoluta. ¿Tengo razón?
—Sí, ya lo sé —dijo
Merry Lou—. Lo estudiamos en clase.
Esa noche, a petición
suya, Merry Lou era una rubia menuda, vestida con
pantalones acampanados,
tacones altos y una blusa recogida por encima del ombligo.
Un rato antes llevaba
una piedra de lapislázuli en el hoyito, pero se le había perdido
durante la cena en Ting
Ho. El dueño del restaurante les había prometido continuar
buscando por todas
partes, pero Merry Lou se había quedado muy triste desde
entonces. Era
simbólico, dijo. Pero no dijo de qué. O por lo menos él no podía
recordarlo. Quizá era
esto lo que ocurría. Ella le había dicho lo que significaba y él lo
había olvidado.
Un negro elegante,
vestido con chaqueta a rayas y una corbata muy llamativa,
sentado en una mesa
cercana, no dejaba de mirar a Addison desde hacía un buen rato.
Era obvio que tenía
ganas de ir a su mesa y no se atrevía. Entretanto no cesaba de
mirar.
—¿No has tenido nunca
la sensación de saber exactamente lo que va a ocurrir un
momento después? —le
preguntó Addison a Merry Lou—. ¿Lo que alguien va a decir,
palabra por palabra?
¿Hasta en los menores detalles? Como si ya hubieses vivido la
escena.
—A todos nos ocurre
alguna vez —dijo Merry Lou, sorbiendo su «Bloody Mary».
El negro se levantó y
fue hacia ellos. Se detuvo junto a Addison.
—Perdone si le molesto,
señor —dijo.
Addison se volvió hacia
Merry Lou:
—Ahora va a decir: «¿No
le conozco de alguna parte? ¿No le he visto en la
televisión?»
—¡Eso es precisamente
lo que quería decirle! —exclamó el negro.
Addison dijo:
—Sin duda ha visto mi
foto en la página 46 del Time de esta semana, en la sección
de nuevos
descubrimientos médicos. Yo soy el médico rural de una pequeña ciudad en
Iowa que ha sido
catapultado a la fama por mi invención de un sistema muy difundido y
al alcance de todos
para conseguir la vida eterna. Varias de las grandes empresas
farmacéuticas están ya
dedicándose a la fabricación de mi vacuna.
—Ahí debe de ser donde
vi su foto —dijo el negro, pero no parecía muy
convencido. Tampoco
estaba borracho. Clavó la mirada en Addison—. ¿Me permite
que me siente con
ustedes?
—Claro —respondió
Addison. Y vio ahora en la mano del hombre la marca del
departamento de
seguridad que se había ocupado del proyecto desde el principio.
—Señor Doug —dijo el
agente de seguridad, sentándose a su lado—. Realmente
no debería estar aquí
hablando de esa manera. Igual que le he reconocido yo, podría
reconocerle cualquier
otra persona y sufrir un síncope. Técnicamente, está usted
violando un estatuto
federal al estar aquí. ¿Se da usted cuenta de esto? Tendría que
arrestarle. Pero es una
situación difícil. No queremos armar jaleo y hacer una escena.
¿Dónde están sus dos
colegas?
—En mi casa —dijo Merry
Lou. Era obvio que no había visto la marca
identificadora—.
Escuche —añadió con tono cortante—, ¿por qué no se larga? Mi
marido ha pasado por
una prueba sumamente dura y ésta es la primera oportunidad
que tiene de relajarse.
Addison miró al hombre.
—Sabía lo que iba a
decirme antes de que se acercase. —(Palabra por palabra,
pensó para sí. Tengo
razón y Benz está equivocado, y esta escena va a continuar
repitiéndose una y otra
vez.)
—Quizá —dijo el agente—
pueda convencerle de que vuelva a casa de miss
Hawkins
voluntariamente. Llegó un mensaje hace apenas unos minutos —se golpeó
con un dedo el pequeño
auricular que llevaba en la oreja derecha— con la consigna, a
todos nosotros, de que
se lo transmitiéramos a usted, urgentemente, si le
localizábamos. En las
ruinas de la torre de lanzamiento... han estado buscando entre
los escombros, ¿sabe?
—Ya, ya lo sé —dijo
Addison.
—Creen que han
encontrado una primera pista. Uno de ustedes trajo algo consigo.
Algo de ATS, además de
lo que llevaron en la salida y violando todas sus instrucciones
de entrenamiento.
—Déjeme que le pregunte
una cosa —le interrumpió Addison—. Supongamos que
alguien me ve.
Supongamos que me reconoce. Bueno, ¿y qué?
—El público está
convencido de que aunque fallase la operación de entrada, el
vuelo por el tiempo, el
primer lanzamiento americano de vuelo por el tiempo, fue un
éxito. Tres temponautas
americanos fueron proyectados a cien años de distancia en el
futuro, casi el doble
de lo que consiguieron los soviéticos el año pasado. El hecho de
que en realidad sólo
fuera una semana representará un choque menor para la opinión
si creen que ustedes
tres decidieron por propia voluntad manifestarse de nuevo en este
continuum porque
querían estar presentes, de hecho se sentían obligados a estar
presentes...
—En el desfile —le
interrumpió Addison—. Por partida doble, además.
—Se vieron compelidos a
asistir al dramático y sombrío espectáculo de su propio
funeral y serán
enfocados allí por las cámaras de las más importantes cadenas de
televisión. Señor Doug,
el coste y el trabajo que ha supuesto todo esto, en los más
altos niveles, con
objeto de subsanar una situación difícil, son enormes. Pero será más
fácil para el público,
y esto es de vital importancia si es que se ha de hacer un nuevo
lanzamiento. Eso es, a
fin de cuentas, lo que todos deseamos.
Addison Doug se le
quedó mirando.
—¿Qué es lo que
deseamos?
Con cierta vacilación,
dijo el agente de seguridad:
—Hacer nuevos viajes en
el tiempo. Como han hecho ustedes. Desgraciadamente,
ustedes no pueden
repetirlo, a causa de la trágica implosión y la muerte que sufrieron.
Pero otros
temponautas...
—¿Queremos qué? ¿Es eso
lo que queremos? —repitió Addison levantando la
voz. La gente estaba
mirándolos desde las mesas cercanas. Mirándolos con
nerviosismo.
—Sin duda —respondió el
agente—. Y no grite.
—Yo no quiero eso —dijo
Addison—. Yo quiero parar. Parar para siempre.
Tumbarme en el suelo,
sobre el polvo. No ver más veranos.., siempre el mismo verano.
—Ves uno y ya los has
visto todos —dijo Merry Lou histéricamente—. Creo que
tiene razón, Addi.
Vámonos de aquí. Tú has bebido demasiado, y es tarde. Además
esas noticias sobre
el...
Addison la interrumpió:
—¿Qué es lo que alguien
trajo? ¿Cuánta masa extra?
—El análisis preliminar
—contestó el agente de seguridad— indica que maquinaria con un peso de más de
cuarenta kilos fue introducida en el campo de tiempo del
módulo y traída con
ustedes. Esta masa... —hizo un gesto con la mano— es lo que
hizo saltar todo en el
acto. No se pudo compensar ese exceso respecto a lo que en un
principio habla en el
área de lanzamiento.
—¡Uauh! —exclamó Merry
Lou con los ojos muy abiertos—. Quizá alguien os
vendió un fonógrafo
cuadrafónico por un dólar noventa y ocho centavos, con
micrófonos de
suspensión aérea de cinco centímetros y provisión de discos de Neil
Diamond para toda la
vida. —Intentó reír, pero no pudo. En lugar de ello se le nublaron
los ojos—. Addi
—susurró—, lo siento. Pero parece... brujería. Quiero decir que es
absurdo. Todos habíais
sido informados sobre esta cuestión del peso, en la entrada,
¿no es así? No podíais
añadir ni una tinta de papel a lo que habíais llevado a la salida.
Yo misma vi al doctor
Fein demostrando en la televisión las razones que había para
esto. ¿Y uno de
vosotros se trajo cuarenta kilos de maquinaria consigo? Sin duda
queríais
autodestruiros, al hacer algo semejante.
Tenía los ojos llenos
de lágrimas. Una de ellas le resbaló por la nariz y se quedó
colgando de la punta.
Addison alargó una mano para secársela, como si se tratase de
una niña, en lugar de
una mujer adulta.
—Voy a llevarle hasta
el lugar del análisis —dijo el agente de seguridad y se
levantó. Entre él y
Addison ayudaron a Merry Lou a ponerse de pie. Estaba temblando
mientras se tomó el
último sorbo de su «Bloody Mary». Addison sintió pena por ella,
poco se le pasó en
seguida. Se preguntó por qué. Uno puede cansarse de todo, incluso
de tener sentimientos,
pensó, O de preocuparse por alguien. Cuando todo se prolonga
y se repite demasiado.
Cuando se repite siempre. Y al final acaba convirtiéndose en
algo que ni el mismo
Dios quizá ha tenido que sufrir. Y aceptar.
Mientras atravesaban el
bar lleno de gente hacia la calle, Addison le preguntó al
agente de seguridad:
—¿Cuál de nosotros
tres...?
—Ellos ya saben quién
fue —respondió el agente abriendo la puerta para Merry
Lou. Luego se quedó
detrás de Addison haciendo señas a un vehículo federal gris para
que aterrizase en el
área roja de aparcamiento. Otros dos agentes de seguridad, de
uniforme, corrieron
hacia el grupo.
—¿Fui yo? —preguntó
Addison Doug.
—Será mejor que se haga
a la idea —contestó el agente de seguridad.
La procesión funeraria
descendía con dolorosa solemnidad por la Pennsylvania
Avenue, los tres
féretros cubiertos por banderas, seguidos de docenas de coches. A los
lados, filas compactas
de gentes con pesados abrigos, tiritando de frío. Una neblina
húmeda se cernía sobre
la ciudad, y la línea de edificios grises servía de marco a la
sombría marcha a través
de Washington.
Escudriñando el
«Cadillac» que iba a la cabeza de la procesión con sus
prismáticos, Henry
Cassidy, primer comentarista de noticias y sucesos públicos de la
Televisión, se dirigió
a su vasto auditorio invisible.
—...tristes memorias de
aquel tren del pasado, llevando el féretro de Abraham
Lincoln a través de los
campos de trigo hacia la capital de la nación, donde habían de
descansar. ¡Qué día tan
triste es éste también y qué apropiado el tiempo para la
circunstancia, con sus
oscuras nubes tormentosas y su llovizna! —En su monitor vio
cómo la cámara enfocaba
al cuarto «Cadillac», aquel que seguía a los que llevaban los
los féretros de los
temponautas muertos.
Su técnico le tocó en
el brazo.
—Parece que estamos
enfocando ahora tres figuras desconocidas, que van juntas
en aquel coche —dijo
Henry Cassidy en el micrófono que le colgaba del cuello,
mientras asentía con la
cabeza—. No soy capaz de identificarlas, por el momento.
¿Puedes ver tú mejor
desde donde estás, Everett? —preguntó a su colega, al mismo
tiempo que apretaba el
botón que indicaba al otro que debía reemplazarle en las
ondas.
—Pero, Henry —exclamó
Branton con tono cada vez más excitado—. ¡Creo que
estamos realmente
contemplando a los tres temponautas americanos tal y como se
manifiestan en su
histórico viaje hacia el futuro!
—¿Significa eso
—preguntó Cassidy— que han sido capaces de resolver de
alguna forma el...?
—Me temo que no, Henry
—dijo Branton con voz profunda y apesadumbrada—. Lo
que estamos
contemplando con gran sorpresa es la primera visión que tiene el mundo
occidental de lo que
los técnicos llaman Actividad del Tiempo de Salida.
—Ah, sí, ATS —dijo
Cassidy con tono satisfecho, leyendo el guión oficial que le
habían entregado las
autoridades federales antes de la emisión.
—Eso es, Henry.
Contrariamente a lo que puede parecer a primera vista, ésos no
son, repito, no son,
nuestros tres valientes temponautas como tales, es decir...
—Ya entiendo, Everett
—interrumpió Cassidy con voz emocionada, ya que el guión
decía textualmente:
CASS INTERRUMPE CON EMOCION—. Nuestros tres bravos
temponautas están ahora
en suspenso en su histórico viaje hacia el futuro, que ha de
extenderse
aproximadamente a un siglo a partir de ahora... Parece que la gran pena y
el drama de este día
inesperado ha hecho que decidan...
—Siento interrumpirte,
Henry —dijo Branton al llegar a este punto—, pero me
parece que la procesión
ha detenido su marcha con objeto de que podamos...
—¡No! —dijo Cassidy
leyendo una nota que acababan de entregarle, garrapateada
a toda prisa: No
entreviste a los temponautas. Urgente. Olvide instrucciones previas—.
No creo que podamos..,
hablar brevemente con los temponautas Benz, Crayne y Doug,
como tú esperabas,
Everett.
Diciendo esto comenzó a
hacer señas desesperadas al equipo del micrófono-grúa
que ya había empezado a
girar y extenderse hacia el coche que los llevaba. Con la
cabeza les hizo signos
negativos al técnico del micrófono y al suyo propio.
Al ver que el micrófono
se dirigía hacia ellos, Addison Doug se puso de pie en la
trasera del Cadillac.
Cassidy dejó escapar un gruñido. Ese hombre quiere hablar,
pensó. ¿No le habrán
dado nuevas instrucciones? ¿Por qué me lo dicen sólo a mí?
Otros micrófonos-grúa,
representando a otras cadenas, así como varios
entrevistadores de
radio, a pie, se precipitaban ya hacia el Cadillac de los temponautas,
con objeto de ponerles
los micrófonos delante, sobre todo delante de Doug. Doug
estaba ya empezando a
hablar, en respuesta a una pregunta que acababa de hacerle
un reportero. Con su
propio micrófono desconectado, Cassidy no pudo oír ni la
pregunta ni la
respuesta. De mala gana dio la señal para que conectasen de nuevo.
—...antes —estaba
diciendo Doug en voz bien alta y clara.
—¿De qué modo? ¿Quiere
decir que todo esto ha sucedido ya? —preguntó el
reportero de la radio
que estaba en pie junto al coche.
—Quiero decir —declaró
el temponauta americano Addison Doug, con el rostro
enrojecido y tenso— que
yo he estado en este mismo lugar una vez y otra, y que
ustedes han presenciado
ya este desfile y nuestras muertes y nuestra entrada una
cantidad de veces sin
fin. Que es un ciclo cerrado de tiempo que nos envuelve y que
hay que romper.
—¿Está usted buscando
—le gritó otro reportero a Addison Doug— una solución
para el problema de
entrada y el desastre de implosión, que pueda ser aplicado
retrospectivamente con
objeto de que cuando vuelva al pasado sea capaz de corregir
el mal funcionamiento y
evitar la tragedia que les ha costado... o que les costará.., la
vida?
El temponauta Benz
dijo:
—Sí, eso es lo que
estamos haciendo.
—Tratamos de averiguar
la causa de la violenta implosión y eliminarla antes de
regresar —añadió el
temponauta Crayne, asintiendo con un gesto de cabeza—. Hemos
averiguado ya que, por
razones desconocidas, una masa de casi cuarenta kilos de
varias partes de motor
de un Volkswagen, incluyendo cilindros, la cabeza de...
«Esto es terrible»,
pensó Cassidy.
—¡Es sorprendente!
—dijo en voz alta, en su micrófono—. Los ya trágicamente
fallecidos temponautas
americanos, con una determinación que sólo puede venir del
entrenamiento y la
disciplina rigurosos a que han estado sometidos (y entonces nos preguntábamos
por qué, pero ahora vemos los resultados) han analizado ya las causas
del imprevisto mecánico
que motivó la implosión y fue el responsable, evidentemente,
de sus muertes, y han
empezado el laborioso proceso de clarificación de posibilidades
con objeto de poder
regresar a su lugar de lanzamiento y efectuar la entrada sin
accidente.
—Uno se pregunta
—murmuró Branton por el micrófono y auricular interiores—
cuáles pueden ser las
consecuencias de esta alteración del pasado próximo. Si cuando
regresen no hay
implosión, y no mueren... bueno, resulta demasiado complicado para
mí, Henry, comprender
estas paradojas que el doctor Fein nos ha hecho notar
repetidas veces, con
suma elocuencia, en los laboratorios de Distorsión del Tiempo, en
Pasadena.
Entretanto el
temponauta Addison estaba diciendo para todos los micrófonos que le
rodeaban, aunque con
más calma ahora:
—No debemos eliminar la
causa de la implosión en la entrada. El único camino de
que disponemos para
escapar de esta trampa es la muerte. La muerte es la única
solución. Para nosotros
tres.
Su perorata quedó
interrumpida al ponerse de nuevo en marcha la procesión de
Cadillacs.
Henry Cassidy cerró su
micrófono momentáneamente y dijo, dirigiéndose a su
técnico:
—¿Se ha vuelto loco?
—Sólo el tiempo puede
decirlo —respondió éste— en tono apenas audible.
—Un extraordinario
instante en la historia americana de los viajes por el tiempo —
dijo luego Cassidy para
las ondas—. Sólo el tiempo puede decir, y ustedes me
perdonarán la frase, no
intencionada, si las crípticas observaciones del temponauta
Doug, improvisadas en
unos momentos de intenso sufrimiento para él y en cierto modo
para todos nosotros,
son las palabras de un hombre perturbado por el dolor, o resultan
por el contrario una
aguda premonición del macabro dilema que teóricamente hemos
sabido desde el
principio que existía, que existía y que podía descargar su golpe
mortal, sobre el
lanzamiento de un viaje por el tiempo, ya sea nuestro o de los rusos.
Cortó después, para dar
paso a un anuncio comercial.
—Sabes —dijo la voz de
Branton en su oído, no para el público, sino solamente
para el cuarto de
control y para él—, en el caso de que tenga razón, sería mejor que los
dejasen morir.
—Tendrían que dejarlos
libres —convino Cassidy—. Dios mío, de la manera que hablaba se diría que ha
pasado ya por esto durante mil años y algunos más. No me
gustaría estar en su
pellejo por nada del mundo.
—Te apuesto cincuenta
dólares —dijo Branton— a que han pasado ya por esto
antes de ahora. Muchas
veces.
—Entonces, nosotros también
—observó Cassidy.
Empezó a caer la lluvia
en aquel momento y las filas de espectadores se
convirtieron en una
masa reluciente. Las caras, los ojos, incluso los trajes, todo brillaba
con reflejos de luz
rota, chispeante, mientras los nubarrones se hacían cada vez más
oscuros por encima de
ellos.
—¿Estamos en el aire?
—preguntó Branton.
«Quién sabe?», pensó
Cassidy. Lo único que deseaba era que el día terminase
cuanto antes.
El crononauta soviético
N. Gauki levantó ambas manos con calma y empezó a
hablan a los
americanos, a través de la mesa. Su voz tenía un gran tono de urgencia:
—En mi opinión y en la
de mi colega R. Plenya, que ha sido honrado con el título
de Héroe del Pueblo
Soviético por los resultados que obtuvo como pionero de los viajes
por el tiempo, y basándonos
en nuestra propia experiencia y en el material teórico
desarrollado en los
círculos académicos americanos y en la Academia de Ciencias de
la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, creemos que los temores del
temponauta A. Doug
pueden estar justificados. Su destrucción deliberada de sí mismo
y de sus dos
compañeros, al hacer la entrada cargado con un peso extra de partes de
automóvil, en violación
de las órdenes que recibiera, debe considerarse como el acto
de un hombre
desesperado que no encuentra ningún otro medio de escape.
Naturalmente la
decisión está en manos de ustedes. Nosotros sólo tenemos una
posición de consejeros
en este asunto.
Addison Doug estaba
jugando con su encendedor, encima de la mesa, y no
respondió siquiera. Le
zumbaban los oídos y estaba pensando en lo que este zumbido
podía significar. Tenía
una cierta cualidad electrónica. Quizá estamos de nuevo dentro
del módulo, pensó. Pero
no lo percibía. Lo único que percibía era la realidad de la
gente que estaba en
torno a la mesa, la mesa misma, el encendedor que sostenía
entre los dedos. No se
puede fumar mientras se entra en el módulo, pensó, y volvió a
guardarse el encendedor
en el bolsillo.
—No tenemos prueba
ninguna —estaba diciendo ahora el general Toad— de que
se haya establecido un
círculo cerrado de tiempo. Lo único concreto es la sensación de
fatiga que experimenta
el señor Doug. Su convencimiento de que ha pasado pon todo
esto en repetidas
ocasiones. Como él mismo dice, se debe sin duda a una reacción
psicológica —Empezó a
hurgar entre los papeles que tenía delante—. Tengo aquí un
informe, que no se ha
comunicado a los medios informativos, y que procede de cuatro
psiquiatras de Yale,
referente a su estructura psicológica. Aunque generalmente de
carácter muy estable,
tiene una marcada tendencia hacia la ciclotimia, que culmina en
un estado de depresión
aguda. Naturalmente ya se tuvo esto en cuenta antes de
efectuar el
lanzamiento, pero se calculó que los caracteres alegres de los otros dos
componentes del equipo
contrarrestarían esta tendencia de una manera funcional. De
una forma u otra, esa
tendencia depresiva suya está ahora en una fase muy aguda. —
Tendió el informe con
una mano, pero ninguno de los reunidos lo cogió—. ¿No es
cierto, doctor Fein
—continuó diciendo—, que una persona que sufre depresión aguda
percibe el tiempo de
una manera peculiar, como si fuese un círculo cerrado en el que
no hace más que dar
vueltas y vueltas, sin poder salir de él ni llegar a ninguna parte?
La persona sufre tal
grado de neurosis que se niega a dejar escapar su pasado. Su pasado da vueltas
en su cabeza continuamente.
—Pero —dijo el doctor
Fein— esta sensación subjetiva de sentirnos atrapados es
quizá lo que todos
experimentaríamos si el círculo cerrado de tiempo cobrase
existencia.
El doctor Fein era el
médico investigador cuyos trabajos hablan servido de base
teórica para el
proyecto.
—El general -dijo
Addison Doug— está utilizando palabras que no comprende.
—Me he informado sobre
las que no conocía antes —respondió el general Toad—.
Sé lo que significan
los términos psiquiátricos técnicos.
Benz le preguntó a
Addison Doug:
—¿Dónde encontraste
todas esas piezas de Volkswagen, Addi?
—Todavía no las tengo
—respondió Addison.
—Probablemente recogió
la primera chatarra que encontró —dijo Crayne—. Lo
primero que le vino a
las manos, antes de que iniciásemos el regreso.
—Antes de que vayamos a
iniciar el regreso —le corrigió Addison.
—Estas son mis
instrucciones para ustedes tres —dijo el general Toad—. No van a
intentar producir
ningún daño, ni implosión, ni mal funcionamiento durante la entrada,
ya sea cargando una
masa de peso extra o por cualquier otro medio. Van a regresar
según está programado,
de acuerdo con los ensayos previos. Esto se refiere a usted
principalmente, señor
Doug.
En aquel momento empezó
a sonar el teléfono que había a su derecha. El general
frunció el entrecejo y
descolgó el auricular. Hubo una pausa, y luego, con una especie
de gruñido, volvió a
colocar el aparato en su horquilla, de golpe.
—Ordenes cambiadas
—dijo el doctor Fein.
—Sí, en efecto —admitió
el general—. Y debo decir que personalmente me alegro
de que sea así, porque
la decisión que había tomado era bastante desagradable.
—Entonces podemos
preparar la implosión al entrar —dijo Benz al cabo de una
pausa.
—Son ustedes tres los
que tienen que tomar la decisión —dijo el general Toad—,
ya que son sus vidas
las que están en juego. Quedan libres de actuar según lo
consideren oportuno. De
la forma que prefieran. Si están convencidos de que se
encuentran presos en un
círculo cerrado de tiempo, y creen que una implosión masiva
al entrar puede
romperlo... —hizo una pausa, al tiempo que Doug se ponía en pie—.
¿Va a hacer usted otro
discurso, Doug?
—Sólo quiero dar las
gracias a todos los que de una manera o de otra participan en
esta empresa, por
dejamos decir —dijo Doug, y paseó su mirada cansada por todos los
individuos que estaban
sentados en torno a la mesa—. Les aseguro que lo estimo en lo
que vale.
—Sabes —dijo Benz
lentamente—, el hecho de que implotemos al entrar tal vez no
arregle nada, ni logre
romper el círculo cerrado. En realidad, tal vez lo mantenga, Doug.
—No si nos mata a los
tres —replicó Crayne.
—¿Estás de acuerdo con
Addi, entonces? —preguntó Benz.
—La muerte es la muerte
—dijo Crayne—. He estado pensando sobre ello. ¿Qué
otra forma nos queda de
salir de esto? Sólo morir. No hay otra salida.
—Puede que no estén en
ningún círculo —observó el doctor Fem.
—Pero también puede que
estemos en él —dijo Crayne.
Doug, que permanecía de
pie, se dirigió a Crayne y a Benz y les dijo:
—¿Podríamos hacer
participar a Merry Lou en nuestra decisión?
—¿Por qué? —preguntó
Benz.
—No puedo ya pensar con
claridad —contestó Doug—. Pero creo que Merry Lou
puede ayudarme. Dependo
mucho de ella.
—Bien, de acuerdo —dijo
Benz. Y Crayne asintió con la cabeza.
El general Toad miró
estoicamente su reloj de pulsera y dijo:
—Caballeros, creo que
esto da por terminada nuestra conferencia.
El crononauta soviético
Gauki se quitó los auriculares y el micrófono de cuello y se
precipité hacia los
tres temponautas con la mano extendida. Por lo visto estaba
diciendo algo en ruso,
pero ninguno de los tres podía entenderlo. Así que se retiraron
en grupo, con aire
sombrío.
—En mi opinión, estás
loco, Addi —dijo Benz—. Pero parece que ahora estoy en
minoría.
—Caso de que tenga
razón —dijo Crayne— y aunque no haya más que una
posibilidad en un
billón de que tengamos que volver una y otra vez, para siempre, creo
que eso basta para
justificarlo.
—¿Podríamos ir a ver a
Merry Lou? —preguntó Addison—. ¿Ir a su casa ahora?
—Está esperándonos
fuera —dijo Crayne.
El general Toad fue
hacia los tres temponautas, se colocó en medio de ellos y dijo:
—Saben, lo que hizo que
se adoptase esta decisión fue la reacción del público
durante el desfile,
ante su manera de comportarse y lo que usted dijo, Doug. Los
consejeros de la NSC
llegaron a la conclusión de que la gente prefería, como usted
mismo, que todo acabase
de una vez. Les consuela más saber que está ya usted libre
de su misión que salvar
el proyecto y conseguir una entrada perfecta. Creo realmente
que causó profunda
impresión en ellos, Doug, con todas sus lamentaciones —dijo
alejándose.
—Olvídalo —le dijo
Crayne a Addison Doug—. Olvida a todos los que son como él.
Haremos lo que tenemos
que hacer.
—Merry Lou me lo
explicará —dijo Doug—. Ella sabrá qué es lo que hay que hacer,
y qué es lo mejor.
—Voy a buscarla —dijo
Crayne—, y luego los cuatro podemos ir en el coche a
alguna parte, a su casa
tal vez, y decidir sobre la cuestión. ¿De acuerdo?
—Gracias —le contestó
Addi, asintiendo con una inclinación de cabeza. Miró a su
alrededor, como si
quisiera buscarla, saber dónde estaba. Quizá en el cuarto contiguo,
pensó—. Aprecio mucho
tu gesto.
Benz y Crayne cambiaron
una mirada de entendimiento. Doug se dio cuenta, pero
no sabía lo que
significaba. Lo único que sabía era que necesitaba de alguien, y de
Merry Lou más que de
ningún otro, para que le ayudase a ver claro y comprender la
situación. Y para
librar a los otros dos de ella si es que era posible.
Merry Lou los condujo
en su coche hacia el norte de Los Ángeles, por la autopista
de Ventura y luego por
el interior hasta Ojai.
Todos iban en silencio.
Merry Lou conducía bien, como siempre. Apoyado contra el
hombro de la joven,
Addison Doug se abandonó a una especie de paz temporal.
—No hay nada como tener
una chica que te lleve en coche —dijo Crayne al cabo
de muchos kilómetros de
rodar en silencio.
—Es una sensación casi
aristocrática —murmuré Benz— esto de tener una mujer
que se ocupe del
volante. Un privilegio de la nobleza, o algo por el estilo.
—Hasta que choca con
algo —dijo Merry Lou—. Con algún trasto lento y pesado.
Addison dijo de pronto:
—¿Qué es lo que
pensaste cuando me viste llegar a tu casa por el sendero, el otro día? Dímelo
francamente.
—Parecía... —contestó
la chica— como si lo hubieses hecho ya muchas veces.
Parecías enormemente
cansado, a punto de morir. Al final, pensé... —vaciló un
momento—. Lo siento,
Addi, pero eso es lo que parecía; pensé que conocías el camino
demasiado bien.
—Como si lo hubiese
recorrido muchas veces.
—Eso es —convino ella.
—Entonces votas por la
implosión —dijo Addison Doug.
—Bueno...
—Sé sincera conmigo
—dijo él.
Merry Lou se limité a
contestar:
—Mira en el asiento
trasero. La caja que va en el suelo.
Con una linterna de
mano que sacaron de la bolsa de herramientas los tres
examinaron el interior
de la caja. Addison miró temeroso lo que contenía. Eran piezas
oxidadas de motor de un
Volkswagen. Aún estaban grasientas.
—Las cogí de un montón
de chatarra en un garaje extranjero que hay cerca de mi
casa —dijo Merry Lou—.
Cuando iba hacia Pasadena. Los primeros hierros que vi que parecían suficientemente
pesados. Les oí decir por televisión, cuando el lanzamiento,
que cualquier cosa que
pesara entre los veinte y los...
—Bastará —dijo Doug—.
Ya ha bastado.
—No vale la pena,
entonces, que vayamos hasta tu casa —intervino Crayne—.
Queda decidido. Mejor
que cambiemos de rumbo hacia el sur y vayamos directamente
al módulo. Y que
iniciemos las operaciones. —Su voz era intensa y aguda, al mismo
tiempo—. Gracias por su
voto, señorita Hawkins.
—Estáis todos tan
cansados —dijo ella.
—Yo no —replicó Benz—.
Lo que estoy es furioso. Furioso hasta el límite.
—¿Furioso conmigo?
—preguntó Addison.
—No lo sé —contestó
Benz—. Sólo sé que es... un infierno.
Luego se hundió en un
silencio pesado, recogido sobre sí mismo, inerte. Alejado
por completo de todos
los otros que iban en el coche.
Al llegar al primer
cruce de intersección Merry Lou viró hacia el Sur. La invadía
ahora una extraña
sensación de libertad y Addison también sintió que empezaba a
sentirse libre del peso
y de la fatiga que le agobiaban.
El receptor que cada
uno de ellos llevaba en la muñeca empezó a zumbar con la
señal de aviso. Los
tres se sobresaltaron.
—¿Qué es lo que pasa?
—preguntó Merry Lou, accionando los frenos.
—Tenemos que ponernos
en comunicación con el general Toad lo antes posible,
por teléfono —dijo
Crayne. Luego señaló con el dedo—. Ahí delante hay una estación
de gasolina de la
Standard. Métase por allí, señorita Hawkifls. Telefonearemos desde la
estación.
Pocos minutos después
Merry Lou detenía el coche frente a la gasolinera, cerca de
la cabina.
—Espero que no sean
malas noticias —dijo.
—Hablaré yo primero
—dijo Doug, al tiempo que saltaba del coche. Malas noticias,
pensé, sonriendo para
sí. ¿Qué malas noticias pueden ser ya? Entró rígidamente en la
cabina, cerró la puerta
tras de sí, metió la moneda en la ranura del aparato y mareé el
número.
—¡Bien! Aquí tengo lo
que se llaman noticias —dijo el general Toad cuando el
operador le puso en
comunicación—. Es una suerte que pudiésemos dar con ustedes.
Espere un minuto. Voy a
dejar que se lo diga el doctor Fein en persona. Le creerá a él
más que a mí.
—Siguieron varios clics metálicos y por fin se oyó la voz, académica y
precisa, del doctor
Fein. Precisa, pero un poco más aguda que de costumbre, a causa
de la excitación.
—¿Cuáles son las malas
nuevas? —preguntó Doug.
—No son necesariamente
malas —se oyó la voz al otro extremo del hijo—. Hemos
hecho trabajar los
computadores después de nuestra conferencia y según parece..., en
fin, es probable, desde
un punto de vista estadístico, aunque aún no haya sido
verificado del todo,
que tenga usted razón, Addison. Se encuentran ustedes dentro de
un círculo cerrado.
Addison Doug se sintió
estallar de cólera. «Condenado hipócrita —pensó—. Estoy
seguro que lo ha sabido
en todo momento.»
—Sin embargo —continué
diciendo el doctor Fein, tartamudeando un poco, a
causa de la emoción—,
también creo..., es decir, hemos calculado que las mayores
probabilidades de
mantener el círculo como está es hacer implosión al entrar. ¿Me
comprende, Addison? Si
carga toda esa chatarra oxidada e implota, las posibilidades
estadísticas de cerrar
el círculo para siempre son mucho mayores que si entra
normalmente y todo
marcha bien.
Addison Doug no
respondió.
—En realidad, Addi, y ésta
es la cuestión sobre la que tengo que insistir, una
implosión en la
entrada, y especialmente una implosión masiva y calculada como la
que estamos
preparando... ¿Se entera de lo que le digo, Addi? ¿Me comprende bien?
¡Por Dios...! Una
implosión semejante garantizaría que el círculo quedara cerrado sin
remedio. Es algo que
nos ha preocupado desde el principio. —Siguió una breve
pausa—. ¿Addi? ¿Está
usted ahí?
Addison Doug se limité
a estas palabras:
—Quiero morir.
—Eso se debe a la
fatiga que experimenta, a causa del círculo. Sólo Dios sabe
cuántas veces han...
—No —dijo Doug y se
dispuso a colgar.
—Déjeme que hable con
Benz y Crayne —dijo el doctor Fein rápidamente—. Por
favor, antes de que
intenten una nueva entrada. Especialmente con Benz. Me gustaría
hablar con él en
particular. Por favor, Addison. Por el bien de ellos. Su casi total
agotamiento...
Addison colgó el
teléfono y salió de la cabina.
Cuando volvió a subir
al coche oyó que los dos receptores de alerta estaban
zumbando aún.
—El general Toad dijo
que la llamada automática que nos envió los mantendrá aún
zumbando durante un
rato —dijo a sus compañeros. Y cerró la puerta del coche—.
Adelante.
—¿No quiere hablar con
nosotros? —preguntó Benz.
—El general quería que
supiésemos —dijo Addison— que tienen algo para
nosotros. El Congreso
ha votado una citación especial por nuestro valor o alguna otra
idiotez por el estilo.
Una clase de medalla que nunca habían otorgado hasta ahora. Y
nos la concederán con
carácter póstumo.
—Demonios, es la única
forma en que pueden concedérnosla —dijo Crayne.
Merry Lou se echó a
llorar al tiempo que ponía el motor en marcha.
—Será un descanso —dijo
Crayne mientras el coche se dirigía hacia la autopista—
cuando todo haya
acabado.
No va a tardar mucho
ahora, pensó Addison.
Los receptores de
alerta continuaban zumbando en sus muñecas.
—Os van a volver locos
—dijo Addison—, con todas esas voces burocráticas mezcladas.
Los otros se volvieron
a mirarle. Había en aquella mirada interrogante una cierta
inquietud no exenta de
perplejidad.
—Sí —dijo Crayne, por
último—, estas alertas automáticas son una auténtica lata.
—Parecía cansado.
Tan cansado como yo,
pensó Addison. Y al darse cuenta del paralelismo se sintió
mejor. Porque venía a
demostrar que estaba en lo cierto.
Gruesas gotas de lluvia
golpeaban contra el parabrisas. Había empezado a llover
muy fuerte. Esto le
gustó. Le recordaba una de las experiencias más emocionantes que
había tenido durante su
corta vida: la procesión de su propio entierro, cuando avanzaba
lentamente a lo largo
de Pennsylvania Avenue, con las banderas cubriendo los féretros.
Cerró los ojos, se
recostó en el asiento y por fin se sintió bien. Escuchaba en torno
suyo las lamentaciones
de los asistentes al desfile. Y algo dentro de su cabeza soñaba
con la medalla del
Congreso. Concedida al cansancio infinito, pensó. Una medalla
especial por estar
cansado.
Se vio también en otros
desfiles y en la muerte de muchos otros, aunque en
realidad no era más que
una misma muerte y un mismo desfile. Coches que avanzaban
lentamente por las
calles de Dallas, y también con el doctor King... Se vio a sí mismo
volviendo una y otra
vez, en su círculo cerrado de vida, al mismo funeral que no podía
olvidar, y que ellos no
podían olvidar tampoco. El siempre estaría allí, y ellos también
estarían. Ocurriría
repetidamente, y todos volverían una y otra vez, al lugar y al
momento donde querían
volver. Al suceso que había significado más para ellos.
Este era el don que les
hacía, a la gente, a su país. Le había legado al mundo un
maravilloso peso: el
temido y agotador milagro de la vida eterna.
Apéndice
La esencia de los
relatos sobre viajes por el tiempo reside en plantear algún tipo de
confrontación, y mejor
que nada la confrontación de la persona consigo misma. En
realidad ésta es la
base de mucho de lo que se escribe hoy día en la literatura de
ficción; sólo que en
una historia como la precedente el momento en que el hombre se
encuentra frente a
frente consigo mismo permite mostrar un tipo de alienación que no
sería posible en
ninguna otra clase de obra. Alienación que trae a su vez una falta de
entendimiento, de
comprensión. Addison Doug Uno sigue en su coche el féretro que
lleva el cadáver de
Addison Doug Dos, y él lo sabe. Sabe que es dos personas al
mismo tiempo, que está
partido en una especie de esquizofrenia física. Y su mente
también está partida.
El suceso no contribuye a darle una visión más clara, ni de sí
mismo ni del otro Doug
Addison, que ya no puede razonar ni resolver problemas.
Esta ironía no es más
que una de las muchas ironías posibles dentro del tema de
viajes por el tiempo.
Ingenuamente, uno tiende a pensar que el hecho de viajar en el
futuro y volver luego
al presente supondría un aumento en nuestros conocimientos, y
no una pérdida de
ellos. Los tres temponautas, sin embargo, se adelantan al tiempo,
vuelven y se sienten
atrapados, quizá para siempre, en varias ironías, dentro de las
cuales la mayor, en mi
opinión, es la sorpresa con que contemplan sus propias
acciones. Es como si el
aumento de información que les procura el éxito tecnológico —
la información previa
de lo que va a suceder— disminuyese su propio entendimiento.
Quizá Addison Doug sabe
ya demasiado.
Al escribir esta
historia siento yo mismo una extraña tristeza, y me sumerjo en el
espacio (debería decir
en el tiempo) de mis personajes mucho más que de costumbre.
Experimento la
futilidad de lo fútil. No hay nada que nos hunda tanto como la
consciencia de la
derrota, y mientras estaba escribiendo me di cuenta de que lo que
para nosotros no pasa
de ser un mero problema psicológico (la consciencia de la
probabilidad del
fracaso y su efecto traumatizante), se convertirla automáticamente,
para un viajero del
tiempo, en un problema existencial, un suplicio físico de cámara de
tortura.
Nosotros, cuando nos
sentimos deprimidos, estamos, afortunadamente presos
dentro de nuestras
cabezas. Pero si viajar por el tiempo se convirtiera en una realidad, la
actitud psicológica de autoderrota alcanzaría proporciones de horror
incalculable.
Aquí, una vez más, la
ciencia ficción permite al autor transferir lo que corrientemente es
un problema interno a
un ámbito externo. Lo proyecta hacia fuera en la forma de una
sociedad, un planeta,
con todo el mundo metido, por así decirlo, en lo que antes era tan
sólo un cerebro. No
culpo a algunos lectores que puedan sentirse molestos por tal
situación, porque los
cerebros de algunos de nosotros son lugares poco confortables.
Pero, por otra parte,
resulta muy útil el poder darse cuenta de que no todos vemos el universo de la
misma manera; en realidad, no es el mismo universo el que vemos cada
uno.
El desconsolado mundo
de Addison Doug se expande de repente para convertirse
en el mundo de muchos.
Pero a diferencia de la persona que está leyendo un relato y
puede terminarlo cuando
quiera y dar por concluida su permanencia en el mundo
criado por el autor,
las gentes que forman parte de esta narración se tienen que quedar
metidos en ella para
siempre.
Es una clase de tiranía
que aún no nos envuelve. Pero si consideramos la fuerza
coercitiva del moderno
aparato de propaganda en los estados actuales (cuando se trata
del enemigo, a esta
propaganda la llamamos «lavado de cerebro»), cabe preguntarse si la diferencia
entre una cosa y otra no es solamente una cuestión de grado. Nuestros
gloriosos líderes de lo
que está bien y de lo que es justo, pueden ahora ya
aprisionarnos en lo que
podríamos considerar como meras extensiones de su cabeza,
con sólo añadir a
nuestra personalidad intrínseca algunas viejas piezas oxidadas del
motor de un Volkswagen,
y la alarma de los personajes de este relato al ver lo que les
está sucediendo puede
muy bien ser nuestra propia alarma, aunque en grado menor.
Addison Doug expresa su
deseo de «no ver más veranos». Todos deberíamos
protestar. Nadie
debería poder abrogarse el derecho de arrastrarnos, por muy
sutilmente que lo haga
o por no importa qué razones, al estado de ánimo que nos haría
expresar un punto de
vista o un deseo como el de Addison. Tanto individual como
colectivamente,
deberíamos desear ver tantos veranos como nos fuese posible,
aunque fuera en un mundo
tan imperfecto como éste en el que estamos viviendo.
Philip Kindred Dick
(Chicago, Illinois, Estados Unidos; 16 de diciembre de 1928-Santa Ana,
California, Estados Unidos; 2 de marzo de 1982), más conocido como Philip K.
Dick, fue un prolífico escritor y novelista estadounidense de ciencia ficción,
que influyó notablemente en dicho género.
Trató temas como la
sociología, la política y la metafísica en sus primeras novelas, donde
predominaban las empresas monopolísticas, los gobiernos autoritarios y los
estados alterados de conciencia. En sus obras posteriores, el enfoque temático
reflejó claramente su interés personal en la metafísica y la teología. A menudo
se basó en su propia experiencia vital, y reflejó su obsesión con las drogas,
la paranoia y la esquizofrenia en novelas como A Scanner Darkly y SIVAINVI. La
novela El hombre en el castillo, galardonada con el premio Hugo a la mejor
novela en 1963, está considerada como una obra maestra del subgénero de la
ciencia ficción denominado «ucronía». Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, una
novela sobre una estrella televisiva que vive en un estado policial en un
cercano futuro distópico, ganó el premio John W. Campbell Memorial a la mejor
novela en 1975.
Además de treinta y
seis novelas, escribió 121 relatos cortos. Gran parte de sus muchas historias
cortas y obras menores fueron publicadas en las revistas pulp de la época; fue
en una de ellas donde apareció Beyond Lies the Wub, su primera venta
profesional: Planet Stories de julio de 1952. Aclamado en vida por
contemporáneos como Robert A. Heinlein o Stanisław Lem, pasó la mayor parte de
su carrera como escritor casi en la pobreza y obtuvo poco reconocimiento antes
de morir. Tras su muerte, sin embargo, la adaptación al cine de varias de sus
novelas le dio a conocer al gran público. Su obra es hoy una de las más
populares de la ciencia ficción y Dick se ha ganado el reconocimiento del
público y el respeto de la crítica.
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