Friday, September 14, 2018

STANISLAW LEM


La colchoneta

Stanislaw Lem



—Querido doctor —dije—, no solo es usted mi médico personal, sino también un amigo de la casa. El problema que le estoy confiando seguramente no guarde relación con la medicina, pero créame que me encuentro en situación de no confiar en nadie, salvo en usted. El doctor Gordon, psiquiatra, exhaló el humo de su pipa observándome con una expresión que traslucía bien a las claras sus esfuerzos por aguantar una risa indulgente. Se me ocurrió que quizás pensara que me estaba sucediendo lo mismo que le había pasado a mi padre, pero aunque fuera así, supe que tenía que seguir hablando.
—Además —añadí con un tono algo más seco—, el secreto profesional es parecido al secreto de confesión... Se trata, pues... ¿Me está escuchando con atención? Se trata de que ya han empezado conmigo. De que me tienen «localizado», como dicen en la televisión y en los periódicos. No estoy al cien por cien seguro, pero...
—Un momento... —dijo Gordon. Mientras me escuchaba, depositaba sistemáticamente la ceniza en un cenicero de plata decorado con tres angelitos—. Hábleme primero de eso de que lo tienen «localizado». Me figuro que se refiere usted a que está en peligro, a que quieren secuestrarlo, ¿no es cierto?
—Naturalmente. Ha habido ya unos cuantos casos parecidos. Aquí tengo el New York Times del lunes pasado. Hay un artículo que describe de manera detallada cómo se producen esos «secuestros a la realidad virtual». Ponen de ejemplo a Bill Harkner. Yo lo conocía, íbamos al mismo instituto. Usted lo habrá leído también, ¿verdad?
—Solo lo he hojeado... Al fin y al cabo... ya sabe que no es mi especialidad. El uso equivocado que hace la gente de la última tecnología resulta ya tan generalizado y variado que uno no puede ser experto en todo. Pero continúe, por favor. Puede estar usted seguro —sonrió levemente— de que lo que diga en esta consulta no saldrá de ella...
—¿Así que es consciente usted de que no fue casualidad que el rapto de Bill acabara con él muerto?
—Lo soy. Por supuesto. Por lo que yo sé, al parecer se interrumpió el suministro eléctrico en el barrio donde estaba el desván en que lo retenían, y él se despertó, y entonces se dio cuenta de quién era en realidad y de que aquello era tan solo una ilusión creada por la fantomatización. ¿Y qué? ¿Cree que también van detrás de usted? ¿En qué se basa para sospechar algo así?
No estaba del todo seguro de que Gordon abordara mi inquietud con absoluta seriedad. ¿Quizás hubiese preferido que, simplemente, sufriera alucinaciones? Sería algo más propio de su especialidad. En cualquier caso, ya había ido demasiado lejos, así que decidí proseguir.
—Ocurre lo siguiente —dije—: hace tan solo cinco años, todo eso de invertir en «tecnología virtual», o más concretamente en «realidad virtual», me parecía un asunto de todo menos serio. Una simple manía que, en su momento, se había convertido en el nuevo juguete de moda entre la gente pudiente. No quería tener nada que ver con Visionary Machines, aunque mis brókeres intentaran convencerme de que, al menos, entrara en el asunto con un veinte por ciento del paquete de acciones que salió al mercado. Pero yo no creía en el asunto. En absoluto. En cambio, enseguida pensé que de la misma forma que habían surgido los computer crimes, era inevitable que a continuación surgieran los virtuality crimes. Y no me faltaba razón. Espero que usted comprenda que es difícil que alguien de mi posición, respetado, millonario, se ocupe de cuestiones tan escabrosas. De asuntos que, en primer lugar, constituyen la comidilla de los periodistas y de los autores de thrillers.
—No hacía falta que me contara todo esto —observó Gordon. Su pipa se había apagado y ahora hurgaba con un palito en el interior de la cazoleta, lo cual me disgustó en cierto modo, pues suponía que había estado prestando una mayor atención a mi relato. Al fin y al cabo, yo no era una persona cualquiera, un paciente cualquiera: Gordon siempre me había respetado lo suficiente como para que sus honorarios trimestrales alcanzaran unas cifras récord.
—Digamos que sí que hacía falta —proseguí—. En cualquier caso, tenía razón en cuanto a mis sospechas. Desde que la calidad de la realidad virtual llegó al punto de equipararse a la calidad del mundo real, desde que cada vez se nos antojó más complicado distinguir las ilusiones fantomáticas de la propia realidad, el asunto empezó a ponerse más y más feo. Y me temo que cada vez va a peor.
—Lo sé —tras varios intentos, Gordon había conseguido encender de nuevo su pipa—, lo sé. Los así llamados «secuestros» se sistematiza- ron cuando surgió una clara motivación para ello. Lo que suele denominarse «secuestro» consiste simplemente en que todos los sentidos de una persona son «desconectados» del mundo y a continuación «conectados» a un ordenador que simula el mundo. Pero, en realidad, mi querido amigo, creo que sería mejor que consultara usted a un buen abogado. Seguro que los tiene a montones. O mejor, a los propios ingenieros fantómatas. Poco puede hacer por usted la psiquiatría en estos momentos...
—Es extraño lo que me comenta —repliqué—. Porque lo difícil es discernir CÓMO la persona que sospecha haber sido introducida en la ficción electrónica se las apaña para averiguar lo que está sucediéndole EN REALIDAD. Si se encuentra en el mundo real, o bien encerrada en una camisa de debilidad electrónica.
—Le propongo una cosa —la pipa de Gordon volvió a apagarse con un chasquido—. ¿No sería quizás mejor dejarse de rodeos e ir directa- mente al grano? Dígame: ¿QUIÉN lo tiene localizado? ¿POR QUÉ, según usted, pretenden someterlo a lo que nosotros llamamos una derivación y restitución sensoriales a través de un programa de simulación? ¿De dónde proceden sus temores y sospechas?
—Muy sencillo. Bill, al igual que yo, fue accionista de IBV Machines. Nuestras cuentas eran bastante parecidas. Además, hay personas... como quien dice «personas que pueden contar con mi herencia», que nos acosaban entonces, y que siguen acosándonos en estos momentos. A todos y cada uno de nosotros.
—¿Sospecha de alguien de su familia?
—Doctor, compréndalo, es usted médico, no jurista. Si tuviera sos- pechas concretas, más fundamentadas, pediría a alguien de mi escolta que me contratase a un detective privado. No sospecho de nadie en concreto. Y, además, prefiero no hablar de ello... Aun así, el asunto es simple, y se reduce a unos cuantos hechos: estamos seguros de que alguien secuestró a Bill; de que le colocaron en la cabeza algo parecido a un gorro con electrodos; de que lo pusieron en un rincón de un desván, donde se pasó dos semanas sin llevarse nada al estómago; y de que mientras tanto, en su mente, sentía como si hubiera estado comiendo en los mejores restaurantes, rodeado de odaliscas y de ninfas. Él, por si no lo sabe, siempre tuvo debilidad por las pelanduscas y por las mu- jeres gruesas, pero no es de esto de lo que quería hablarle. Cuando se fue la corriente, consiguió escapar de su encierro. Había perdido unos veinticinco kilos, y apenas si logró llegar hasta una cabina telefónica. No sabe, o bien dice no saber, quién estaba detrás de aquel rapto, pero yo me lo imagino. A su caso se le puede aplicar una figura jurídica llamada vacuum iuris. Me lo explicaron mis abogados. Si no existe la ley, no existe el delito. Se habría muerto de hambre y, pasado un tiempo, habrían encontrado su cuerpo, del que habrían sido eliminadas, por supuesto, todas las huellas de aquel «secuestro», de forma que pareciera que él... digamos... que él había enloquecido, que se había dejado morir de hambre; y sería entonces cuando los abogados de sus herederos iniciarían la lucha por su patrimonio. Es lo que se estila ahora, según lo que dicen los periódicos...
—Entiendo. Por tanto, acusa usted de parecidas intenciones a algún pariente suyo, o a los legatarios de su testamento, y quiere…
—Disculpe, doctor. Yo no pretendía, ni pretendo hablar aquí de mi herencia, ni de lo que pueda pasar con los millones que tengo guardados en el banco. Únicamente deseo que me explique CÓMO opina que se puede distinguir la realidad falsificada de la auténtica. ¡Eso es todo! De todas formas, si no le importa, intentaré apañármelas sin su ayuda.
—¿Sabe una cosa? Está usted muy nervioso. No, le ruego que no me interrumpa. De momento, subrayo, DE MOMENTO, se encuentra en un estado de realidad auténtica y lo que yo pueda decirle sobre los métodos para distinguir una de otra no forma parte de mis conocimientos médicos. Quizás un programador pueda decirle algo más que yo, quizás él pueda explicárselo mejor…
—Pero ningún programador está obligado a mantener en absoluto secreto lo que le estoy confesando a USTED. Tan solo la mención de mis miedos podría hacerme perder todo el crédito que poseo ante la gente. Así que, ¡caramba!, doctor, ¿me va a ilustrar usted, sí o no?
—Solo en la medida de mis posibilidades. —Su pipa volvió a apagarse y vi en sus ojos una especie de deseo de arrancársela de las manos y tirarla por la ventana—. Bien. Primero está «la localización», como la ha llamado usted. Esta consiste, como todo el mundo sabe, en filmar, fotografiar, grabar el entorno que le es familiar al candidato. A partir de ahí, y con toda esa información, se crea el hilo central del programa. Mientras tanto, los encargados de la operación se las arreglan para recopilar el mayor número de elementos posibles sobre la vida personal y privada del candidato; al parecer, en ocasiones llevan a cabo incluso «ensayos generales» con los stuntmen. Cuanto mayor es el detalle de TODO cuanto forma parte del entorno de una persona, su familia, sus conocidos y demás, mayor es la oportunidad de que el secuestrado muerda el anzuelo y sea incapaz de distinguir la ficción de la realidad una vez que toda la operación se ponga en marcha.
—Todo eso ya lo sé. Cualquiera puede leerlo en los periódicos. ¿Por qué insiste en contármelo?
—Para aclararle que semejante imitación del entorno conocido deviene prácticamente irrealizable de un modo completamente satisfactorio. Imposible. Basta con que el candidato guarde en su caja fuerte algunas viejas cartas, o bien una fotografía de hace años que recuerde bien. Si de pronto no encuentra nada de todo ello, la sospecha sobre un posible secuestro se verá más que justificada. En ese caso, no podrá solicitar ayuda, ni consejo de nadie, ¿sabe por qué?
—He leído sobre ello. Se debe a que, si estoy encerrado dentro de una ficción, a quien esté pidiendo ayuda TAMBIÉN será fruto de la ficción y tratará de convencerme de que me hallo en el mundo real.
—Eso es. ¡Precisamente! Y de hecho, estamos ante el método de producción de solipsismos tecnológicos más perfecto de la historia. El obispo Berkeley...
—Haga el favor de dejar en paz a los obispos, doctor. ¿Qué tendría que hacer en tal caso? Dígamelo de una vez.
—Con el fin de dificultar al máximo la distinción entre el mundo real y el virtual, los programadores, como norma, suelen comenzar trasladando al secuestrado a un entorno completamente ajeno a él. Es decir, el individuo es asaltado a la puerta de su casa por un mensajero con un telegrama, o bien recibe una llamada telefónica de un supuesto amigo con la indicación de que acuda inmediatamente a un lugar determinado. Él, naturalmente, hace caso y es así como pierde toda orientación respecto de su entorno real inmediato. De alguna forma, también son «eliminadas» las personas cercanas al individuo en cuestión: la mujer de pronto ha tenido que salir de viaje; al criado se lo ha llevado la ambulancia a causa de un infarto, y así con todo el mundo que el candidato conoce.
—Ah. Entonces, ¿sugiere usted que los cambios repentinos en el estilo de vida pueden constituir las señales de aviso?
—Sí, supuestamente; pero en realidad no se tratará de señales de aviso seguras: todo será resultado de la mayor o menor ingenuidad de los programadores.
—Entonces, ¿qué diablos deberíamos hacer si se diera ese caso?
—Sería preciso hacer algo, actuar de un modo que los programadores no habrán sido capaces de concebir: a esta operación se la denomina «forzar el programa». Ante una persona fantomatizada se abriría entonces un completo vacío, lo cual sería una prueba segura de que uno NO se encuentra inmerso en el mundo real.
—¿Y cómo averiguar qué es eso que justamente esos gánsteres programadores no pueden concebir? ¿Cómo saber cuál es el punto débil del sistema?
—No existe ninguna panacea para averiguarlo. Lo importante es que entonces entramos en el puro terreno del JUEGO: usted jugaría con la máquina, es decir, con el ordenador a cuyo cerebro ha sido usted conectado, y tendría que decidir usted mismo —totalmente solo, sin ayuda de nadie— qué es y qué no es posible.
—Es como si viera, por ejemplo, aterrizar un platillo con hombrecitos verdes...
—Ah, querido, el ordenador nunca plantearía un argumento tan primitivo. La realidad ha de ser sólidamente imitada, no lo olvide. Por mi parte, no le puedo decir nada más; tan solo permítame acabar mi consulta dándole un consejo: le pido que tenga sumo cuidado mientras duerme, mientras se baña, durante su aseo matutino... Dígame, ¿dis- pone usted de escolta?
—Sí, la tengo. De eso no hay que preocuparse. —Me levanté y le tendí la mano a Gordon—. Gracias, doctor, a pesar de que me temo que sus consejos no me hayan servido de mucho. No digo que esperara un milagro por su parte, pero he de decir que me ha decepcionado un poco. El viernes que viene vendré a verlo de nuevo...
II
El Ferrari blindado en el que me dirigía a casa se movía como si no pesase sus tres toneladas. Estaba especialmente contento con aquella adquisición. Varios coches me precedían y me guardaban la espalda. Pensé que mi manera de vivir se asemejaba, cada vez más, a la del jefe de un grupo mafioso. Cuanta más artillería llevaba, menos confianza tenía en que no acabarían pillándome. Estaría bien hacer un viaje en solitario, un viaje que me llevara muy lejos de donde estaba, pero entonces habría que reservar billetes, hoteles... A saber si no me habrían colocado escuchas... El doctor Gordon tenía razón: era preciso no alejarse del entorno conocido; era lo más seguro.
Pronto nos vimos detenidos en medio de un atasco; el aire acondicionado estaba a tope, pero aun así comenzaba a oler mal. Cristales blindados: algo es algo. Últimamente, el sastre había estado intentando convencerme de que me hiciera con un chaleco antibalas, pero pesaba casi tres kilos; además, dicen que ahora disparan o bien por debajo de la cintura, o bien a la cabeza. Dentro de poco nos moveremos con cascos de acero, o de titanio, pensé. El semáforo se puso en verde y el Ferrari avanzó por el asfalto con la suavidad de un gato. Me hallaba sentado en el asiento de atrás, separado del conductor por un cristal. Tenía mal sabor de boca tras la conversación con Gordon, y no lograba discernir la razón. Me pasé la mano por el pelo: pensé que ya era hora de cortármelo. No soporto las melenas masculinas. ¿Pero cómo hacerlo de forma que aquello pudiera escapar a la «localización»? Se me pasó por la cabeza que, pese a la autenticidad de la historia de Bill, el psiquiatra no se había tomado totalmente en serio mis sospechas. Por algo es psiquiatra, me dije, intentando acallar aquella desconfianza que había empezado a anidar en mí. ¿Cuánto tiempo se puede vivir bajo protección? ¿No sería mejor consultar con una verdadera autoridad acerca de cómo EVITAR el secuestro, y no acerca de cómo reconocer los signos de que este YA se había producido...? Pronto llegamos hasta la verja, que se abrió sola, y pude escuchar el familiar ladrido de los perros. Los perros no me confundirían, no me traicionarían, ni tampoco se atreverían a engañarme, pensé mientras Peter me abría la puerta del coche.
III

Hice que me pidieran hora con Rossini, mi peluquero, para las diez. Justo antes del desayuno, Butler se acercó para decirme que habían llamado para avisar de que se habían tenido que llevar a Rossini al hospital a causa de un desmayo. No tenía que preocuparme, me mandarían a un sustituto. Así pues, apenas pasadas las nueve, apareció un joven moreno, uno de esos chavales con pinta de italiano, solo para entregar- me un pequeño paquete muy bien cerrado. Dentro encontré un carta de Rossini envuelta en virutas de plástico: con su estilo pomposo, me informaba de que no podría darme garantías con respecto a su primo y por ello me aconsejaba acudir a su cuñado. Su establecimiento estaba situado casi en el otro extremo de Manhattan. Enfrente de la peluquería, había una tienda de deportes, me dijo; el cuñado no podía venir a verme porque no tenía a nadie a quien dejar a cargo del local, así que tenía que ir yo. Por si acaso, hice que llamaran al hospital para que Rossini confirmara la autenticidad de la carta. La confirmó: es lo que me dijo el secretario. Consideré la situación. Si empezaba a sospechar de todos, sin duda sería yo quien terminara en el hospital de Gordon, pero en una celda de aislamiento. Así que encargué a los escoltas que acudieran a la maldita peluquería y desde allí se aseguraran de que todo estaba despejado. Me llamaron para decirme que así era. Así que me decidí y fui. Para llegar la peluquería desde mi coche, era necesario caminar unos cuantos pasos por la acera. Tal como Rossini me había dicho, al otro lado del callejón, enfrente de la peluquería había una tienda de deportes en cuyo escaparate se exponían montones de remos, bañadores y colchonetas: había una a rayas rojas y otra que las tenía azules. En la peluquería de Cocconi, hacía un fresquito de lo más agradable. Aparte del propio Cocconi, en el local no había ni un alma. Le pedí que me lavara el pelo y que me lo cortara, y, una vez se puso manos a la obra, me entretuve un rato mirando por la ventana. Uno de los míos estaba de pie junto a la puerta. No me gusta especialmente que me laven el pelo, me resulta desagradable, pero permanecí tranquilo, envuelto en telas perfumadas, como un bebé; el peluquero me peinó y, a continuación, me colocó una redecilla en la cabeza.
—¡Quítemelo! —le grité—. ¡Quíteme eso!
—El peinado le aguantará más... —se opuso él débilmente.
—Quítemelo de inmediato, le he dicho.
Cocconi me quitó la redecilla y entonces secó mi pelo que, en efecto, quedó bastante despeinado. Pero no me importó. Al salir a la calle, miré en dirección a la tienda de deportes y me sorprendí, porque en el escaparate se exhibía ahora una colchoneta a rayas blancas y verdes. La anterior había desaparecido. Llamé la atención de uno de mis escoltas con un gesto de la mano.
—Ah, sí —dijo—. El tipo cambió el escaparate mientras usted estaba en la peluquería.
Qué más se podía añadir: el Ferrari arrancó de nuevo y yo, tras tocarme varias veces la cabeza, comprobé que el pelo estaba corto y un poco húmedo. Sin embargo, notaba algo así como un peso en el corazón, o más bien en el estómago. Le dije al chófer que fuera por el segundo puente, y pronto nos volvimos a meter en el atasco. La escolta iba detrás de mí, a corta distancia. No parecía ser nada, pero me sentía algo débil. Ya era hora de ir a ver a Gordon, pensé, porque, al margen incluso de la pesadilla fantomática, me iba a dar una crisis nerviosa. Tardamos media hora en atravesar el maldito puente y cuando estábamos ya cerca de mi casa, una fuerte explosión sacudió el aire. Justo a la vuelta de la esqui- na, nos paró la policía. Había sido una bomba, colocada, por supuesto, justo delante de donde yo vivía. Comencé a sospechar. Me acerqué todo lo que me dejó el equipo de bomberos y, de pie, al lado de un policía, observé la fachada de mi casa, rodeada de escombros humeantes y una planta entera escorada hacia el también humeante interior de la casa. Había unos cuantos muros medio destrozados y montones de cristales. ¿Qué podía hacer para convencerme de que aquello era el mundo real? Me acordé de las fotos de las chicas que había guardado en la caja fuerte de la primera planta; sobre todo la de Lily. Esa jamás se la había enseñado a nadie. Me acordaba perfectamente de la contraseña de la caja, pero ¿cómo llegar hasta la primera planta? Hubo que organizar un tremendo dispositivo para poder rescatar la caja fuerte: grúas, operarios...; la maldita caja fuerte aparecía ya, balanceándose en el extremo de los cables de acero, cuando, de lo alto, parte de una pared parcialmente derruida cayó justo sobre la gran arca de metal que al punto desapareció, entre nubes de polvo, en la oscuridad del sótano.
Entonces, decidí hacer algo supuestamente conforme a las indicaciones del doctor Gordon. Pedí que me llevaran de nuevo a aquella tienda de deportes que había enfrente de la peluquería, y al entrar, exigí ver la colchoneta hinchable de las rayas rojas y blancas.
—Justo de ese modelo no nos queda —contestó un vendedor bajito, con la cabeza calva. Parecía un skinhead—. Pero tenemos uno similar, señor, en verde y rojo...
—Pero yo quiero la que tenían en el escaparate hace una hora.
—La vendimos, desgraciadamente. Podemos pedirle una igual. Pueden entregársela hoy mismo...
Salí de la tienda sin decir palabra. El peluquero Cocconi me saludó cuando pasaba por delante de su negocio. No entendía nada. Examiné mis manos. No podía regresar a casa, así que pedí que me llevaran al Ritz. Tras alquilar una suite, llamé primero a mi mujer y luego a Gordon. Mi esposa no sabía nada de lo que había pasado y yo no tenía ganas de hablar con ella acerca de los daños ocasionados por la explosión; me parecía más urgente contactar con Gordon, pero cuando llamé me saltó el contestador automático.
Así que me encontraba sentado en un sofá tapizado con una horrenda tela de abejitas, bebiendo tónica y pensando para mis adentros qué hacer a continuación, cuando me llamaron de recepción. Era la tercera vez que me avisaban de que abajo había algunos reporteros que deseaban entrevistarme. Por tercera vez les respondí que no me encontraba con ánimos para hablar con periodistas y ordené a dos de mis escoltas que vigilaran la puerta. Antes, los había examinado detenidamente sin que nada llamara mi atención. Para ser sincero, nunca antes me había fijado en los rostros de mi personal de seguridad y aquello me estaba pasando factura. ¿Eran esos dos tipos exactamente los mismos que antes, o no? De todas formas, la guardia se turnaba cada seis horas. Si comenzara a interrogarlos (¿sobre qué exactamente?), como mucho solo conseguiría aportar más información de importancia estratégica si cabe al programa informático que se había apoderado de mi cerebro; SI ES QUE aquello realmente había ocurrido... Recordaba con prevención la escena de la peluquería, el momento en que aquel tipo trató de colocarme a la fuerza la redecilla en el pelo sin que yo pudiera evitarlo. ¿Podía tratarse de electrodos? ¿El típico gorro de fantomización? Quizás, pensé, quizás en este preciso momento esté tumbado sobre un viejo y apestoso baúl en el interior de alguna buhardilla y no encuentre la manera de asegurarme de que, EN REALIDAD, estoy en un hotel. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer...?
Consideré varias posibilidades:
1) invitar a comer en el hotel a todos mis abogados, al bróker, a mi agente de bolsa, al tesorero, al secretario... Entonces podría examinarlos como es debido. (Pero si había sido «localizado» junto con mi entorno, eso significaría que no se trataría de mi verdadera gente, sino de meros fantasmas creados por ordenador);
2) llamar a la camarera (la misma que me había traído la tónica y alguna otra cosa más, y que, por cierto, era bastante guapa) y violarla (si es que a ella no le importaba, claro, y no empezaba a gritar). Pero no. No averiguaría nada sobre la fantomatización y lo mínimo que me podría pasar sería acabar esa noche en comisaría;
3) fingir un ataque de locura: esa era la variante más estúpida. Sin duda me llevarían directamente al psiquiátrico, y aquello tampoco sería una solución;
4) podría asesinar a alguien; opción que no me convendría en absoluto en caso de encontrarme aún en la realidad por mí conocida;
5) así que decidí hacer algo inesperado y totalmente impredecible.
Algo que nadie se esperara.
Tras haber optado por la opción número cinco, bajé al hall y entré en la cocina del hotel. Encontré a mi paso numerosos cuchillos, incluido uno de carnicero, colgados muy convenientemente a mi alcance, cerca de mi mano, en la pared. Pero para empezar me ocupé de una enorme olla de sopa cuyo contenido entero vertí encima de dos pinches con «turbantes» blancos que me miraron con cara de pasmo. Puesto que aquella hazaña no pareció tener consecuencias, al menos directas, me acerqué a los fuegos y comencé a tirar por todas partes los filetes que se estaban friendo en las sartenes. Varios hombres de blanco corrieron hacia mí. ¿Qué iba a impedir a un multimillonario como yo entrar en la cocina de un hotel, agarrar una olla de sopa, derramarla por el suelo, y luego coger un montón de filetes y lanzarlos por el aire? Supe que me estaba comportando como un auténtico idiota, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que comprobar que estaba donde quería estar. Tenía que cerciorarme de una vez por todas.
Agarré un cuchillo que había colgado de un gancho y salí corriendo de la cocina. Tras atravesar unos cuantos pasillos llegué al hall. En recepción, había varias mujeres jóvenes; me acerqué a una de ellas y le quité la falda: llevaba unas bragas corrientes de color rosa. Luego me abalancé sobre otra y empecé a arrancarle el pelo de la cabeza. Resultó que llevaba peluca y casi todo el pelo se me quedó en las manos. De repente comencé a escuchar a mis espaldas montones de gritos, y viendo que tenía que seguir adelante, que de ninguna manera podía detenerme en mitad de aquella lucha mortal contra el malvado ORDENADOR, alcé el cuchillo ante la cara del recepcionista y de un golpe lo dejé seco.
IV

Actualmente, me encuentro en una celda, acusado formalmente de homicidio; mis abogados intentan conseguir un informe psiquiátrico para poder alegar trastorno mental transitorio. Si esto no sale bien, me han dicho que incluso es posible que acabe en la silla eléctrica.
¿Seguro?
Todo depende de si de verdad alguien compró aquella colchoneta azul y roja mientras el peluquero me estaba cortando el pelo; o de si aquella colchoneta desapareció a causa de una incompetencia por parte del programador de los gánsteres de la informática. Fuera como fuese, intenté ahorcarme hace un par de días, pero la sábana que había empleado para tal fin se rompió.
¿O no?
Por Stanislaw Lem. Traducción de Joanna Orzechowska.

Stanisław Herman Lem (pronunciación en polaco: [staˈɲiswaf ˈlɛm], 12 de septiembre de 1921, Leópolis, Polonia - 27 de marzo de 2006, Cracovia, Polonia) fue un escritor polaco cuya obra se ha caracterizado por su tono satírico y filosófico. Sus libros, entre los cuales se encuentran “Siberíada” y “Solaris”, se han traducido a 40 lenguas y ha vendido 27 millones de ejemplares. Es considerado como uno de los mayores exponentes del género de la ciencia ficción y uno de los pocos escritores que siendo de habla no inglesa ha alcanzado fama mundial en el género.

Sus libros exploran temas filosóficos que involucran especulaciones sobre nuevas tecnologías, la naturaleza de la inteligencia, las posibilidades de comunicación y comprensión entre seres racionales; asimismo propone algunos elementos de las limitaciones del conocimiento humano y del lugar de la humanidad en el universo. Su encasillamiento como escritor de ciencia ficción se debe a que ocasionalmente, a lo largo de su carrera como escritor, prefirió presentar sus trabajos como obras de ficción o fantasía, para evitar los atavíos del rigor en el estilo académico de escritura y las limitaciones del número total de lectores al que llegarían sus libros si fueran textos "científicos"; no obstante, algunas de sus obras están en la forma de ensayos científicos o de libros filosóficos, tales como “Summa Technologiae” y “Microworlds” (el último sin traducción al castellano), en las que expresa con rigor sus posturas científicas. Su novela “Solaris” fue llevada a la pantalla por el cineasta Andréi Tarkovski (la versión del año 2002 por Steven Soderbergh no estuvo a la altura de la primera)





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