La
Invitación
Jorge
Asís
a
Edmundo Eichelbaum
Predispuesto, Marinelli
caminaba por Callao; elegante, había bajado del subte en Congreso, en blanco,
con absolutamente nada en la cabeza, contento por haberse escapado de Alabama,
mejor dicho contento por haber dejado con las ganas al Profesor Acuña, ganas de
proseguir indefinidamente discutiendo acerca de la cosmogonía, la frivolidad,
el peronismo, la masonería y el tango. Marinelli recordaba el triunfo de la
noche anterior, en Alabama: el Profesor Acuña se había ido derrotado, con una
bronca muy poco disimulable, interpretando sin equivocarse que su derrota
provocaría una abundancia feroz de comentarios adversos. Y además lo peor: los
muchachos elegirían, en adelante, sentarse en la mesa de Marinelli.
Limpio, en blanco,
trajeado, Marinelli caminaba por Callao; predispuesto, dudando si el cine,
algún café, o sencillamente caminar: era viernes, y la noche, fresca y estrellada,
prometía cosas. Victorioso, caminaba con su traje negro, nuevo (bah, recién
sacado de la tintorería), la corbata bordó, el chaleco, los zapatos como lagos,
que le daban a su grueso bigote un aire particular, artístico. Además, como no
llevaba ningún libro en la mano, se sentía vacío; como decía él: predispuesto.
Sabía que en Alabama estaría esperándolo el Profesor Acuña, con graves deseos
de revancha, de continuar la polémica, o armar otra. Pensaba entonces en el
Profesor, ahora. Mejor, se dijo, es dejarlo calentito, deseando, así, dándole
ventajas: que converse primero él con los muchachos. Cuando Marinelli llegara,
lo derrotaría, otra vez; pobre Profesor, lo volvería loco, tendría que irse de
Alabama, parar en otro café. Imaginaba que en esos momentos, mientras caminaba
en blanco y predispuesto, el Profesor estaría hablando a los muchachos del
derrocamiento de Yrigoyen, los viejos métodos de falsificación, atentados
anarquistas, la década futbolística del cuarenta, la segunda guerra mundial,
Perón o Braden. Pobre Profesor: hoy también lo estropearía, le saldría con otro
tema, el buda, el ocultismo, protocolos de los sabios de Sión, trigonometría y
yoga, petrogrifos de La Rioja o diversas noblezas europeas características del
siglo diecisiete. Sería brillante, lúcido e irónico; triunfaría.
Había encendido un
cigarrillo Marinelli; se disponía a tomar Corrientes cuando un cabecita negra
desarreglado, despeinado y sucio y con zapatos rotos, lo detuvo para decirle:
—Me permite, señor.
Dio otra pitada Marinelli;
lo miró fijo, a los ojos, sin responderle. Sin embargo se quedó parado,
predispuesto.
—Hace dos días y medio
que no como.
Siguió contemplándolo
Marinelli; fumaba. Lo miró como diciéndole: y qué más. Sin embargo no le dijo
nada; los ojos fijos, penetrantes a los ojos del negrito que aparentaba poco
más de veinte años.
—Me daría unos pesos.
Otra pitada; le miró,
ahora, desfachatadamente la bragueta; con lentitud, retornó a los ojos.
—Ando juntando plata pa
comparme un sánguche, me da.
Con la cara, Marinelli
dijo que no; viajó nuevamente desde los ojos hasta la bragueta del negrito. Al
volver a los ojos, contempló rabia.
—Disculpe.
Ya miraba a otro lado
el negrito; es decir, ya estaba por dirigirse resueltamente hacia otro tipo,
cuando Marinelli:
—Joven.
El negrito se dio
vuelta, hacia él.
—Yo no soy quién para
humillarlo dándole a usted dinero —expulsando humo Marinelli—. Pero si lo
desea, puedo invitarlo a cenar. Claro, si no le incomoda.
El negrito se quedó
mirándolo.
—No soy un ciudadano
que acostumbra repetir las invitaciones. Si lo desea, gustoso gozaré de su
amable compañía. Casualmente, iba a cenar a Pichín. No sé si a usted le
agradarán las tiras de asado de Pichín. Lo que es a mí, amigo, me fascinan.
Varios comensales
levantaron la cabeza del plato cuando Marinelli entró a Pichín, acompañado del
cabecita negra, despeinado, roto, mientras que él con su traje, la corbata
bordó, los zapatos como lagos. Y por si no bastara, ese bigotazo desgarrador,
crepitante. Los ojos de Marinelli estaban muy abiertos, como para mirarlo todo.
Se ubicaron en una mesa del medio, ante las miradas.
—Como le dije, joven. A
mí siempre me fascinaron las tiras de asado de Pichín. ¿Qué va a comer usted?
El negrito —Marinelli
lo notó enseguida— temblaba.
—Y... un plato de
fideos... con tuco.
Con la cara, Marinelli
dijo que no.
—Pero cómo va a comer
fideos en mi mesa. No tolero una insolencia semejante. Por favor. Pídase, no sé
si le agradará... a ver, a ver.
Se fijó en la lista
Marinelli.
—Arroz con mariscos
pídase. Aquí sale bien, abundante.
—Bueno —y no sabía
hacia dónde mirar el negrito.
Marinelli se dio vuelta
para buscar al mozo.
—Mozo —aplaudió,
despacito, pero para que todos sintieran.
Probablemente
intrigado, el mozo se acercó.
—Si es amable, haga marchar
para mi joven un arroz con mariscos. Y para mí, una tira de asado, con papas
fritas, ensalada mixta, de lechuga, tomate y cebolla, ¿entendió? Y para
tomar... un segundito, mozo, que lo consultaré con mi joven.
El mozo se fue.
—¿Gusta del vino? —le preguntó
al negrito.
—Sí.
—¿Qué prefiere tomar
entonces? ¿Vino?
—Y... sí... un litro
—mirando hacia cualquier costado el negrito—. Tinto —agregó, muy molesto por
los penetrantes ojos de Marinelli, por su bigote.
Con la cara, Marinelli
dijo que no.
—No, un litro no
—moviendo los labios Marinelli, mucho—. Yo pediría una botella de tres cuartos,
pero reserva, qué le parece. ¿Cuál prefiere usted? ¿Un Pont L'Évêque, algún
Escorihuela?, por ejemplo podría ser un Santa Silvia. ¿O acaso el Filippini?
Nervioso, el negrito
intentaba decir que era lo mismo; esa manera de mover los labios, el bigote.
—El Santa Silvia
prefiero yo. Pero no el tinto, de ninguna manera. Es... cómo decirle,
vulgarote. Mejor es el rosé, ¿no le parece?
Con la cara, el negrito
dijo que sí.
Mientras aguardaban,
mirándolo a los ojos, Marinelli untaba manteca en un pan. Curiosos, algunos
comensales contemplaban la mesa; probablemente alguno notaba los nervios del
negrito, la tranquilidad trágica de Marinelli que, untando prolijamente el pan,
comprendía que el negrito no soportaba más, ni sus ojos, ni su bigote, en ese
instante ni sus manos que, con ostentosa finura, untaban un pan con manteca.
—Sírvase —alcanzándole
el pan con manteca Marinelli—. A propósito, ¿cuál es su gracia?
—No hay de qué —temeroso,
mientras llevaba el pan a su boca el negrito.
—Ja —y movió los
labios, el bigote—, qué histriónico, joven mío. Anhelo con desventura saber su
nombre.
—Torres —secamente el
negrito, ya a punto de estallar.
A la mesa, llegó el
vino; con una ancha sonrisa, mirándolo permanentemente fijo, Marinelli sirvió.
—Brindemos, señor
Torres, por nuestro encuentro. Chinchín.
Bebieron; movió de
nuevo los labios, por supuesto también el bigote, sonrió, abrió más los ojos.
—Mirá, viejo —cuando
estalló Torres—, si yo tengo que hacerme un culo... —con cierto aire de
resignación, dispuesto, pero Marinelli repentinamente lo interrumpió:
—¡Cómo dice! No puedo
de ninguna manera tolerar una insolencia por el estilo. Con quién supone que
está dialogando. Por quién me ha tomado —poniéndose serio Marinelli—. No
esperaba una reacción semejante, imperdonable de su parte, no creo merecerla.
—Perdone, señor... es
que...
—Es que nada. Es una
insolencia injustificada —como un caballero honesto, herido por una deshonra.
—Perdone —repitió el
negrito, justo cuando a Marinelli le traían la tira de asado, las papas fritas,
la ensalada.
Comía precipitadamente
ahora Marinelli, mientras que el negrito le miraba el plato, las papas, la
carne, lo miraba masticar, limpiarse de bocado en cuando la boca. Parecía a
punto de desmayarse el negrito. Enojado, insuperablemente serio, Marinelli no
le ofreció siquiera una papa frita al negrito que, desesperado, aguardaba su
arroz con mariscos que, todavía, tardaría unos minutos. Masticando, Marinelli
le preguntó:
—¿Qué razón perversa ha
tenido usted, señor Torres, hombre en quien deposité toda mi confianza, para
pensar algo semejante respecto de mi noble persona?
—Perdone —repetía el
negrito, muerto de hambre.
—No es fácil de
perdonar una presunción por el estilo, señor Torres, no es fácil.
Marinelli llevaba a su
boca una papa frita, tomate, lechuga, cebolla, carne y pan.
—Tchu, tchu tchu, no es
fácil de perdonar —y se limpiaba la boca.
Concluyó su comida
Marinelli justo cuando al negrito le traían su arroz con mariscos.
—No es fácil el perdón,
de ninguna manera, no es nada fácil. Con su permiso, señor Torres, iré al baño,
a llorar en silencio su falsa presunción.
Desesperadamente, el
negrito comenzó a devorar su arroz con mariscos mientras Marinelli fingía
dirigirse al baño; pero no, en primer lugar se dirigió hacia el teléfono
público, que estaba ubicado muy cerca de la puerta. Simuló cierta impaciencia,
como si no pudiera comunicarse, en el primer descuido, colgó el teléfono y
abrió la puerta: salió lentamente hacia la calle, pero al cruzarla, comenzó a
apurarse. Detuvo un taxi.
—Rapidísimo —ordenó al
taxista Marinelli—. Hasta Rivadavia y Urquiza, al bar Alabama, no sé si lo
conoce, mi amigo.
Predispuesto, mientras el
taxista le decía que sí, que conocía, cómo no iba a conocer, Marinelli pensaba
en el Profesor Acuña, en otro triunfo; ahora en Alabama lo reventaría.
—Qué lindo es un
cigarrillo después de cenar —le comentó al taxista, después de pedirle fuego.
Con la cara, el taxista
dijo que sí, y con palabras, un cigarrillo y un café.
Del libro Fe de ratas, Ed. Sudamericana.
Jorge Cayetano Zaín
Asís (Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina, 3 de marzo de 1946), conocido como Jorge Asís
y apodado “Turco”, es un escritor, periodista y analista político argentino que
también ocupó cargos políticos y diplomáticos.
Dos de sus abuelos eran
oriundos de Homs, una ciudad de Siria ubicada cerca de la frontera con el
Líbano.
Periodista de personalidad
provocativa y observador político, ha cultivado varios géneros literarios como
escritor. Su novela “Flores robadas en los jardines de Quilmes”, publicada en
1980, se convirtió en best seller con 350.000 copias vendidas. Esta novela,
dedicada a Haroldo Conti, el escritor argentino desaparecido en 1976 durante el
Proceso de Reorganización Nacional, fue llevada al cine en 1985 bajo la
dirección de Antonio Ottone.
En el año 1971 escribió
el libro “De cómo los comunistas se comen a los niños”, publicado por Ediciones
L.H.S.R.L. En la contratapa, Carlos Marcucci escribió: «Jorge Asís provisto de
un heroísmo ejemplar intenta dejar testimonio de este genocidio que el mundo
occidental y cristiano presencia como un tímido espectador». La obra es su
primer libro de cuentos y en ella «rememora con el escandalizador axioma su
militancia comunista, tan efímera como la primera juventud, en la que se
dividía entre las aventuras del barrio y los libros».
Asís también incursionó
como actor en el papel de Fábulo Vega en un film de 1973, “La muerte de
Sebastián Arache y su pobre entierro”, guion y dirección de Nicolás Sarquis,
según el argumento de este director, Luis Priamo y Haroldo Conti.5
A partir de 1989
durante el gobierno de Carlos Saúl Menem, se desempeñó como embajador argentino
ante la Unesco, función que cumplió hasta 1994, y pasó a ejercer el cargo de
secretario de Cultura de la Nación. Tras su breve paso por esa secretaría, fue
designado embajador en Portugal desde 1997 hasta 1999 en que terminó el mandato
del presidente Menem.
En octubre de 2007 fue
candidato a Vicepresidente de la Nación, acompañando al entonces ex gobernador
de la provincia de Neuquén, Jorge Sobisch. Sobre cómo su compañero de fórmula
superó la crisis respecto al asesinato del docente Carlos Fuentealba en abril
de ese año, dijo: «Este hombre pone lo que hay que poner, este hombre tiene
firmeza, a él le creo y le compro un auto usado».
Novela
y cuento
De cómo los comunistas se comen a los niños (1971)
La manifestación (1971)
Don Abdel Salim, el burlador de Domínico (1972)
La familia tipo (1974)
Los reventados (1974)
Fe de ratas (1976)
Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980).
Llevada al cine en una película homónima de 1985.
Carne Picada (1981)
El Buenos Aires de Oberdán Rocamora (1981)
La calle de los caballos muertos (1982)
Canguros (1983)
Diario de la Argentina (1984)
El pretexto de París (1986)
Partes de inteligencia (1987)
Cuaderno del acostado (1988)
El cineasta y la partera (y el sociólogo marxista
que murió de amor) (1989)
La línea de Hamlet o la ética de la traición (1995)
Sandra, la trapera (1996)
Lesca, el fascista irreductible (2000)
Del Flore Al Montparnasse (2000)
Excelencias de la nada (2001)
Cuentos Completos (2005)
Edición especial 30 años de Flores robadas en los
jardines de Quilmes (2010)
Reedición de Diario de la Argentina (2012)
Hombre de Gris (2012)
Casa Casta (2012)
Tulipanes salvajes en agua de rosas (2012)
Dulces otoñales (2014)
Memorias tergiversadas (2017)
Poesía
Señorita vida (1970)
Política
La Ficción Política (1985)
La Marroquinería Política (2006)
El Descascaramiento (2007)
La elegida y el elegidor (2008)
El Kirchnerismo Póstumo (2011)
La mafia del bien: El tercer gobierno radical de
Macri (2018)
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